jueves, 23 de abril de 2009

John Cheever/Marianne Moore/Nureyev/Vidas públicas, secretos privados

Esto parece el infierno



Alcohólico, bisexual, culposo, voyeur en la clase alta de los cócteles y las casas de verano, espía en la clase media de los suburbios, autodidacta, ajeno a la celebridad y el escándalo pero de una vida privada atormentada, admirado por sus colegas, subvalorado por el mercado, John Cheever era un escritor que, a casi treinta años de su muerte, esperaba una biografía que hiciera justicia a su vida. Finalmente, Blake Bailey publicó en inglés Cheever: A Life, un monumental trabajo para el que tuvo acceso a las versiones no depuradas de sus ya dolorosos Diarios. Mientras en Argentina vuelve a circular desde hace algún tiempo la totalidad de su obra, Radar se sumerge en las 800 páginas de la biografía (de improbable pero esperada traducción) y reproduce un texto inédito en castellano y recientemente recopilado en las obras completas norteamericanas.


Por Rodrigo Fresán



Ya existía una biografía del escritor norteamericano John Cheever publicada en 1988 y firmada por Scott Donalson, responsable también de una vida de Francis Scott Fitzgerald y de un ensayo sobre su “amistad peligrosa” con Ernest Hemingway.
Y lo cierto es que aquella John Cheever: A Biography no estaba mal y, además, tuvo el privilegio de ser la primera. Pero enseguida se supo que había sido elegantemente boicoteada por la familia de Cheever, que no facilitó papeles privados acaso temiendo que interfiriera con la publicación de los formidables Diarios del escritor y de volúmenes de cartas y memoirs de los herederos.
Ahora, más de veinte años después, con los cajones vacíos y plena colaboración de la parentela, llegan las casi 800 páginas de esta vida monumental y tristísima que se lee como una gran novela.
Y está claro que Bailey, quien hace unos años ofreció una excelente biografía de Richard Yates, otro escritor de la angustia epifánica y la melancolía eufórica, hizo muy bien su trabajo y nada hace pensar que vaya a hacer falta otro libro sobre las idas y vueltas de este hombre eufóricamente melancólico. Y queda claro también que la inicial versión de la historia de Scott Donaldson es un inofensivo musical de Walt Disney comparado con el sonido y furia y dolor y culpa que aquí ruge y susurra.
Abandonen toda esperanza lo que se atrevan a entrar aquí, porque aquí están todos y todo.
Los blues alcohólicos de un bisexual culposo, el orgullo de un genio autodidacta, las humillaciones de alguien que casi hasta el final fue considerado apenas “un escritor para revistas”, el hombre que amaba pero no podía soportar a los suyos (en especial a su alguna vez idolatrado hermano, y todo parece indicarlo, primer amante), el fabricante en serie que despreciaba sus cuentos perfectos mientras soñaba con la perfección de novelas consideradas siempre imperfectas por los adoradores de sus cuentos perfectos, el falso aristócrata hijo de una familia humilde, el eternamente expulsado, el celoso del éxito de sus colegas, el nudista serial en piscinas propias y ajenas, el celoso amante siempre en celo, el sátiro fantaseador y romántico, y el extraviado que confesaba a las páginas de su diario que “No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, sólo que a veces me parece que he olvidado y tomo mis disfraces demasiado en serio”. Y, demasiado cerca del adiós, finalmente, el hombre que muere respetado y celebrado y admirado por colegas y lectores pero, aun así, insatisfecho y dolido.
Y aquí están también las reveladoras y hasta ahora desconocidas “confesiones” (Bailey es el primero que tiene acceso a la totalidad de los diarios, constantemente citados y alcanzando en este libro una voz cheeveriana y narradora, como la de sus mejores relatos) así como las muchas y sorpresivas revelaciones: los Cheever se mudaron a una casa en la que alguna vez vivieron el joven Richard Yates y su casi alucinada madre; un difuso affaire de Cheever con Harold Brodkey; la suegra de Salinger fue baby-sitter de los hijos de Cheever; la relación amor-odio con John Updike (quien firmó la única reseña no del todo favorable de Cheever: A Life, publicada de forma póstuma en The New Yorker); la tremenda historia del joven mormón y aspirante a escritor Max Zimmer, amante casi “oficial” durante los últimos años de Cheever; el modo en que William Maxwell “estafó” durante años a Cheever pagándole mucho menos que a otros escritores de The New Yorker como Shaw y Updike y Hazzard, siendo la clínica exploración de esta “amistad” hasta ahora legendaria y desmenuzada por Blakey en todo el esplendor de sus perfiles sadomasoquistas y pasivo-agresivos uno de los puntos más fuertes y apasionantes de Cheever: A Life.
Y, sí, Bailey siguiendo a Cheever luego de haber alcanzado a Yates parece haberse especializado en contar vidas muy sufridas. De hecho, ése es uno de los peros que Updike le pone a Cheever: A Life: el ser una virtual avalancha de momentos duros y vergonzantes y desesperanzados a los que ni siquiera las ciento y algo de páginas finales en las que Cheever “triunfa” públicamente parecen redimir o iluminar. Updike está en lo cierto, pero así es la vida y así fue la vida de Cheever. Un poderoso hombre débil que aun en la más oscura noche del alma encuentra la fuerza para admirar la lluvia, la luz, la capacidad salvadora de la literatura y quien, de algún modo, se sabe dueño justo de la prosa más exquisita entre los escritores de su generación y, si nos ponemos audaces pero no por eso imprudentes, practicante, línea a línea, de la escritura más elegante y encendida en toda la historia de las letras de su país.
Y el libro de Bailey, que cierra con un capítulo sobre el actual estado de las cosas con la mala nueva de que Cheever, una vez más, vuelve a ser muy poco leído en su patria y, a diferencia de lo que ocurre en el extranjero, poco considerado por los jardineros del canon, viene acompañado por la buena noticia de la tardía pero más que merecida entrada de Cheever en el cielo de la inmortalizadora The Library of America.
Allí, a partir de ahora, yacen inquietos dos paradisíacos volúmenes también supervisados por Bailey, suyas son las notas y la cronología conteniendo uno de ellos sus cinco novelas (Crónica de los Wapshot, El escándalo de los Wapshot, Bullet Park y Esto parece el paraíso) mientras que otro cobija buena parte de su obra cuentística (incluyendo tanto al ya legendario “Big Red Book” The Stories of John Cheever, publicado en nuestro idioma como Cuentos 1 y Cuentos 2 así como textos jamás recopilados hasta ahora en forma de libro). Y la verdad que el completista obsesivo esperaba un poco más de este segundo tomo, ya que los materiales “nuevos” (entre los que se incluye el epifánico ensayo sobre la mudanza a los suburbios, territorio que no demoraría en ser considerado el “Cheever’s Country” y que el autor elevaría a incumplidora Tierra Prometida en relatos clásicos como “El marido rural” o “El nadador” entre otros) no son abundantes. De acuerdo, hay varios ensayos poco conocidos (como la soberbia conferencia “The Melancholy of Distance”, donde Cheever recuerda una visita a la casa de Chejov en Yalta o el “What Happened” donde se evoca la génesis de Crónica de los Wapshot) y otros tan clásicos (el breve pero firme credo estético de “Why I Write Short Stories”), pero uno se queda con ganas de curiosear la entrevista que le hizo a Sophia Loren o sus artículos de viajes para Travel & Leisure. Y la frustración es mayor a la hora de los relatos dispersos. Uno fantaseaba con la publicación total del material no recogido (más de setenta relatos dispersos, ésa era la idea del jurídicamente cancelado The Uncollected Stories of John Cheever de finales de los años ’80) y lo que aquí se rescata es, apenas, catorce cuentos. Y, de acuerdo, está ese perfecto debut que es “Expelled” (en el que un Cheever de dieciocho años narró la expulsión de su colegio) pero dónde está el tardío y experimental “The President of the Argentine” (donde Cheever parece burlarse de Bathelme, Barth, Coover & Co. a la vez que demuestra que él, supuesto conservador, siempre fue el más vanguardista de todos).
Pero, claro, todas éstas son falencias que podrán resolverse en un tercer tomo de la Library of America.
Mientras tanto y hasta entonces, disfrutar y sufrir con lo mucho que hay aquí: la odisea de un inmenso artista con complejo de inferioridad, la trayectoria de un gigante atormentado por su baja estatura pero aun así orgulloso de ser “un CHEEVAH” que, como ese poeta italiano que tanto le gustaba citar con pésimo acento y botella de gin en la mano, descendió a los infiernos por el solo placer de, al final del viaje, alcanzar el paraíso y contemplar y describir, emocionado, las estrellas. Y como el fugitivo Ezequiel Farragut al final de Falconer decirse y decirnos “Alegrémonos”.



Cheever: A Life
Blake Bailey
Knopf, 2009
770 páginas





El éxodo urbano
Con la posguerra, la prosperidad inundó Estados Unidos y las ciudades se entregaron a un boom no sólo de natalidad, sino también inmobiliario y económico. Pero por eso también los viejos barrios se vieron arrasados por nuevos proyectos, los precios se dispararon por la demanda desorbitada y la bohemia urbana se encontró económicamente desplazada a una nueva forma de vida que emergía en los límites de esas ciudades: los suburbios. John Cheever, ha
sta entonces feliz habitante de Manhattan, fue uno de esos que emprendieron la mudanza. Años después se convertiría en el gran escritor de ese mundo de casas amadas, amas de casa, infelicidad y opresión. Esta es la crónica y elegía de su despedida de Nueva York, publicada en Esquire, en julio de 1960, e inédita en castellano hasta ahora.


Por John Cheever


La guerra había terminado; también la escasez de materiales de construcción y desde la ventana de nuestro departamento cerca de Sutton Place podíamos ver cómo empezaba a cambiar el horizonte. Todos los que estaban volviendo ya estaban en casa, las chicas todavía tenían su aspecto de licencia y rocío y, después de las ruinas humeantes y cariadas de Manila, la ciudad de Nueva York, con el cielo derramando su luz sobre los ríos, parecía una iluminación. Mis hijos eran pequeños y mi Nueva York favorita era a la que ellos me conducían las tardes de domingo. Una chica en tacos altos te puede mostrar Roma, un compañero de tragos es el mejor para Dublín, y yo disfrutaba de la Nueva York que conocían mis hijos. Les gustaba la casa de los leones de Central Park a las cuatro de las tardes de febrero, el punto más alto del Queensboro Bridge, y un muelle cerca del río en las East Forties, hace mucho abandonado, donde una vez vi a una pareja de prostitutas jugando a la rayuela con las llaves de una habitación de hotel. Oh, fue hace mucho tiempo. Todavía se podía escuchar la versión instrumental de “Oklahoma!” durante las horas de beber, la Mink Decade recién se estaba consolidando y la Third Avenue todavía hacía vibrar los platos en Bloomingdale’s. Las vistas del East River eran más amplias entonces y esas extensiones de agua y luz tenían una fuerza impresionante. Solíamos cabalgar y jugar a la pelota en Central Park y, en octubre, con la temporada de esquí en mente, solía subir los diez pisos de escaleras de mi departamento. Usaba las escaleras de atrás, las únicas, y yo era el único que las usaba. La mayoría de las puertas de las cocinas estaban abiertas, y mi subida era una violación a la privacidad, pero, ¿qué podía hacer? Silbaba y a veces cantaba para avisar a los vecinos de mi acercamiento, pero a pesar de estas precauciones una vez vi a una mujer usando apenas una faja mientras preparaba una pata de cordero, a un cocinero tomando whisky de la botella, y a una ama de casa sentada sobre las rodillas del pálido chico del delivery de la carnicería de la esquina. En Nochebuena, mis hijos y sus amigos cantaban villancicos en Sutton Place, sobre todo para mayordomos, porque todos los demás se habían ido a Nassau, lo que pudo haber sido el principio del fin.
Era una vida maravillosa y parecía que nunca iba a terminar. En invierno había algunos días con un brillo inteligente en el aire y los edificios, y después estaban los primeros vientos sureños de la primavera con sus olores excitantes e inmundos de los patios de atrás, y todas las mujeres que habían salido a comprar caminando hacia el este al atardecer, cargando flores de manzanos y lilas que habían sido traídas en camiones desde el Shenandoah Valley la noche antes. Un mendigo que hablaba francés solía trabajar en Beekman Place (“Je le regrette beaucoup, monsieur...”), y al salir a cenar una noche nos encontramos con un gaitero en la plataforma de subterráneo de la Avenida Lexington que tocó una marcha Black Watch entre trenes. Nueva York era el lugar donde yo había conocido y me había casado con mi esposa, había soñado con sus calles durante la guerra, mis hijos habían nacido allí, y era donde por primera vez había experimentado el sentimiento de estar libre de estructuras sociales y parentales. Nosotros y nuestros amigos parecíamos improvisar nuestro mundo y encontrarnos con la sociedad en los términos más liberales y espontáneos. Supongo que no hubo un día, una hora, en la que la clase media recibió orden de marcharse, pero hacia el final de la década del ’40 la clase media se empezó a mover. Fue más un empujón que un movimiento, y la energía detrás del empujón fue el cambiante carácter económico de la ciudad. Sería más fácil de describir si hubiera habido edictos, proclamas y tablas de estadísticas, pero el vasto movimiento de población fue forzado por las cuentas de la carnicería, las propinas, el incremento en los costos de los alquileres y los colegios y las demoliciones. ¿Dónde están los Wilson?, uno podía preguntarse. Oh, se compraron un lugar en Putnam County. ¿Y los Renshaws? Se mudaron a Nueva Jersey. ¿Y los Oppers? Los Oppers están en White Plains. Las líneas se estaban angostando, y los mirábamos ir con cierta pena y desdén. A veces volvían para una cena con barro en los zapatos, y los rostros de las mujeres enrojecidos de trabajar en el jardín. ¡Mi Dios, los suburbios! Rodeaban los límites de la ciudad como territorio enemigo y pensábamos en ellos como una pérdida de privacidad, una cloaca de conformidad y una vida de infelicidad indescriptible en un pueblo cuyo nombre aparecía en The New York Times sólo cuando un ama de casa aburrida se volaba la cabeza con un arma.
Esa primavera, en la ceremonia de cierre del año escolar de mi hija, la directora tomó el micrófono y anunció: “Ahora la escuela se terminó... ¡y todos nos vamos al campo!”. Nosotros no nos íbamos al campo y la exclamación me fascinó porque, escondida en algún lugar de sus palabras, había una sensación, una aprehensión del hecho de que los ricos de la ciudad se estaban volviendo más ricos y el frágil espacio medio donde nosotros estábamos parados se estaba desvaneciendo. En cualquier caso las vistas del río se estaban desvaneciendo así como sus marcas. Se tiró abajo una destilería vieja y se levantó una lujosa casa de apartamentos. Empezó la construcción en un terreno baldío donde solíamos pasear al perro, y la mayoría de las pequeñas y agradables casas del vecindario, donde la gente que no era rica podía vivir, fueron marcadas para demolición e iban a ser reemplazadas por torres de vidrio de una nueva clase. Podía ver el paisaje de la juventud de mis hijos destrozado frente a mis ojos; ¿y no pierden fuerza la riqueza de nuestros recuerdos con esta velocidad de reconstrucción? La casa de departamentos donde vivíamos cambió de manos y los nuevos dueños se prepararon a convertir el edificio en una cooperativa, pero nos dieron ocho meses para encontrar otra casa. La mayoría de la gente que conocíamos para entonces vivía o en River House o en inquilinatos del centro, donde había que usar ollas y sartenes para contener las goteras cuando llovía. Las chicas o salían o entraban del Colony Club, por decir algo, en el embarcadero del río, y los amigos de mis hijos o jugaban fútbol para Buckley o practicaban con cuchillos en las sombras del puente.
Ese fue el invierno en que nunca tuvimos suficiente dinero. Yo busqué otro departamento, pero fue imposible encontrar un lugar para una familia de cinco que fuera adecuada para mis ingresos y para mi esposa. No éramos tan pobres como para acceder a las viviendas subsidiadas y en absoluto lo suficientemente ricos para los nuevos edificios que estaban creciendo a nuestro alrededor. El ruido de los cuadrillas destrozando todo parecía directamente dirigido a nuestra residencia en la ciudad. En marzo, una de las obligaciones que no pude cumplir o fui negligente fue la cuenta de electricidad y nos cortaron la luz. Los niños se bañaron a la luz de las velas y, aunque disfrutaron este desarrollo de los hechos, el efecto de un departamento oscuro en mis propios sentimientos fue sombrío. Simplemente no teníamos el dinero. Pagué la cuenta de luz por la mañana y fui a Westchester una semana más tarde y arreglé el alquiler de una pequeña casa con un enfermizo árbol en el jardín.
Las ceremonias de despedida eran numerosas y a veces con lágrimas. El sentimiento era que íbamos al exilio, como tantos miles antes de nosotros, por invisibles presiones económicas y enviados a una yerma vida de provincias donde engordaríamos, usaríamos ropas inadecuadas, y pasaríamos nuestras noches pegados a la televisión. ¿Qué otra cosa puede hacer uno en los suburbios? La noche antes de irnos fui a Riverview Terrace para cenar, de donde salté, en una exuberancia de arrepentimiento, de una ventana de un primer piso. No creo que eso se pueda hacer más. Después de la fiesta caminé por la ciudad, y empecé mis despedidas. Las tradicionales luces de madera seca salían de las calles y pegaban en las nubes bajas sobre mi cabeza. En una vereda, en algún lugar de las Ochentas vi a un cubano bailar pasos de rumba con un bebé en los brazos. Una fiesta en las Sesentas se estaba terminando y los hombres y las mujeres estaban bajo una puerta iluminada diciendo adiós y buenas noches. En las Cincuentas vi a un linyera empujando un carrito de bebé inglés, un carruaje para una princesa, de un tacho de basura a otro. Era parte de la impronta de la ciudad. Era la primavera, y había una intoxicante y fresca fragancia desde el Central Park, porque en Nueva York el avance de las estaciones no se olvida sino que se intensifica. Tormentas de otoño, fuegos de hojas, la quietud primordial que llega después de una nevada intensa y los lascivos olores de abril, todo parecía magnificado por el pavimento de la más grandes las ciudades del mundo.
Los hombres de la mudanza iban a llegar al amanecer y yo di otro paseo melancólico. Me hice lustrar los zapatos por un agradable italiano que siempre se describía a sí mismo como un hombre con la mente sucia. Culpaba al olor de la crema de lustrar porque, decía, provocaba persuasiones venéreas. Tenía, como mucha gente de su tipo, una mente vívida y poseía, junto con la colección de revistas de nudismo más grande que haya visto, algunos exaltados recuerdos de Laurence Olivier como Hamlet, u Omletto, como lo llamaba. Parada frente a nuestro edificio de departamentos había una anciana que no sólo alimentaba y daba de beber a las palomas que entonces vivían alrededor de Queensboro Bridge, pero cuyo amor por los pájaros era celoso. Un obrero había puesto los restos de su comida sobre la vereda y ella estaba pateando los restos en la basura. “Usted no tiene que alimentarlos”, le decía. “Usted no tiene que preocuparse por ellos. Yo los cuido. Gasto cuatro dólares por semana en granos y pan duro, y en el verano les cambio el agua dos veces al día. No me gusta que los alimenten extraños.” La ciudad es vulgar, poco convencional y magnífica, y ella y el lustrador podrían ser abogados de su falta de convencionalismo, esos millones de solitarios, pero no descontentos, hombres y mujeres que pueden ser escuchados hablándoles con gran intimidad a los chimpancés del zoológico, las ardillas del parque y a las palomas en todas partes.
Esa mañana el aire de Nueva York estaba lleno de música. Bessie Smith estaba cantando “Jazzbo Brown” desde una radio en el carrito de jugo de naranjas de la esquina. Bajando por Sutton Place, un hombre ciego estaba tocando “Make Believe” en trombón. La Quinta Sinfonía de Beethoven, con todas sus amenazas y revelaciones, salía de una ventana de un piso alto. Los hombres y las mujeres se asoleaban en la Segunda Avenida y la visión de la vida urbana parecía amigable, un lazo de imponderables, un riesgo compartido y al menos un gesto hacia la pacificación de la humanidad, porque, ¿cómo podía una especie que no fuera pacífica vivir en semejante congestión? Fredric March estaba sentado en un banco en Central Park. Igor Stravinsky estaba esperando que cambiaran las luces. Myrna Loy estaba saliendo del Plaza y en la Sexta e.e. cummings estaba comprando bananas. Era tiempo de irse y me tomé un taxi. “No duermo”, me dijo el conductor. “Ya no duermo. No consigo descansar. ¡La primavera! No significa nada para mí. Mi esposa me dejó. Se juntó con este bombero, pero yo le dije: ‘Te voy a esperar, Mildred. Te voy a esperar, sólo es bestialismo lo que sentís por este hombre y te espero, dejo prendidos los fuegos del hogar.’” Era el idioma de la ciudad y una de sus muchas voces, porque, ¿dónde más en el mundo los extraños desnudan sus íntimos secretos con tanta urgencia y tanta velocidad? Y yo iba a extrañar esto.
Como muchas otras cosas en la vida moderna, el pathos de nuestra partida fue protegido por un profundo cartílago de decoro. Cuando la camioneta de mudanzas cerró sus puertas y partió, nos dimos la mano con el portero y nos fuimos al campo, preguntándonos si alguna vez volveríamos.
Volvimos la semana siguiente para una cena y seguimos volviendo a la ciudad para visitar amigos regularmente. Compartían nuestros prejuicios y nuestras ansiedades. Nos preguntaban: “¿Pueden soportarlo? ¿Están bien ahí? ¿Cuándo creen que podrían volver?”.
Y encontramos a otros evacuados en el campo que se sentaban sobre su césped suburbano, planeando volver cuando los chicos terminaran la facultad; y cuando la lluvia caía sobre las hojas de árboles petrificados, preguntaban: “Oh, Charlie, ¿crees que estará lloviendo en Nueva York?”.
Ahora, en las noches de verano, el olor de la ciudad viaja hacia al norte sobre las aguas del río Hudson, hasta las arboladas e internas orillas donde vivimos. El olor es como los restos de una enorme lavandería, aunque espero que un evacuado incurable pueda detectarlo en Arpège, gin frío como la piedra, y pueda quizás incluso imaginar que escuchó música en el agua; pero esto no es para mí. A veces vuelvo a caminar por los fantasmagóricos restos de Sutton Place, donde los rudos nuevos edificios se paran en la vista al río de los demás, y donde el precio de los alquileres provoca mareos, pero ahora mis viejos amigos parecen insulares en su preocupación acerca de mi exilio, sus departamentos parecen magníficos pero polvorientos, como el escenario de una compañía viajera de Broadway, y sus porteros sólo me recuerdan el hecho de que no les tengo que dar una propina de 20 en Navidad y que en mi propia casa puedo gritar de alegría o enojo sin preocuparme por si alguien golpea el radiador pidiendo silencio. La verdad es que estoy loco por los suburbios y no me importa quién lo sepa. A veces mis hijos y yo vamos a pescar percas en el Hudson, y cuando los trenes de la ciudad pasan al lado de las orillas del río saludo a los a veces avergonzados pasajeros con mi lata de cerveza, deseándoles velocidad y prosperidad en la más grande ciudad del mundo, pero los veo pasar sin un rastro de nostalgia o envidia.



Los dos tomos de The Library of America con que se lo ha homenajeado recientemente. En la Argentina, en los últimos tiempos han vuelto a circular sus libros tras una larga ausencia en las librerías. Emecé ya ha reeditado buena parte de los libros con prólogos y notas de Rodrigo Fresán. A la antología La geometría del amor se le sumaron Relatos 1 y 2, que incluyen los cuentos recogidos en el célebre Ladrillo Escarlata que Cheever editó en sus últimos años y le valieron el postergado reconocimiento. También salieron las novelas Parecía un paraíso, Bullet Park y Falconer. Y el magistral volumen de Diarios, también anotado y prologado. Quedan pendientes Crónica de los Wapshot y El escándalo Wapshot. Punto de Encuentro editó por su parte El hombre al que amó, un volumen en el que se recogen cuentos dispersos poco conocidos en castellano.






Sapos reales en jardines imaginarios
Por Guillermo Saccomanno

Las dos de la mañana. Truman Capote, neurótico desenfrenado, en un ataque de insomnio, da vueltas y se resiste al alcohol y las pastillas que lo perderán. Se masturba pensando que se dormirá, pero no. El insomnio lo exaspera. Con la esperanza de vencer el insomnio, se pone a escribir un autorreportaje. Sin compasión se acosa a sí mismo y construye un diálogo donde no se perdona un defecto, paradigma de la literatura del doppelgänger. “¿Qué te asusta?”, le pregunta el Otro. “Los sapos reales en jardines imaginarios”, contesta el escritor. A esta altura, a su edad, con una fisonomía de batracio amanerado, con esa voz que es un croar, Capote, luchando contra su propio patetismo, consciente del mismo, dice algo que vale la pena desentrañar. En su respuesta revela una búsqueda: la poesía. Si recurre a una imagen poética no debe ser casual: se apela a la poesía en estado de emergencia. La respuesta, “los sapos reales en jardines imaginarios”, ese ingenio poético, pertenece a Marianne Moore. Quizás esta madrugada Moore podría haberle dicho al escritor de A sangre fría: “¿Qué es nuestra inocencia, / qué nuestra culpa? Todos estamos/ desnudos, nadie a salvo. ¿Y de dónde/ el coraje: pregunta sin respuesta, /firme duda/ –mudo llamar, sordo escuchar– que/ en la desgracia, hasta en la muerte/ abisma a los demás/ y, en su derrota, incita/ a los demás a ser fuerte?”.
Como Capote (1924-1984), aunque casi cuarenta años mayor que él, Moore (1887-1972) entra en la categoría de los poetas y narradores procedentes del interior de Estados Unidos que transformaron su literatura. Muchos nacidos antes del siglo XX, estaban destinados a encontrarse con un modelo cultural chato y aletargado. No obstante todos escucharon la consigna de Ezra Pound: “Make it new”. Con esta consigna se lanzaron a renovar un canon cuyo único artista admisible era el pionero Walt Whitman. Para renovar esta literatura se necesitaba más que voluntad. Había que tener algo que decir. Tener un nervio. Lo que inquieta en un primer acercamiento a la poesía de Moore justamente es su nervio. O, si se lo prefiere, su pathos. De entrada, sus poemas desafían: el suyo es un imaginario en el que se alternan con profusión criaturas de un onirismo pertinente a una literatura infantil, una reminiscencia que no alcanza a ser gótica pero que está ahí, un saltar de una situación tan plástica como enervante a otra, y siempre con una arrogancia caprichosa. Su universo parece extraído de una lectura esquizofrénica de la ciencia, el imaginario zoológico de una mente entomóloga extravagante que colecciona y disecciona alegremente en una morgue literaria jerbos, pangolines, serpientes, guepardos, unicornios, medusas, cisnes, dragones, chinchillas, erizos, nutrias, camellos, luciérnagas, avestruces, cardenales, basiliscos y pelícanos. Volviendo a Capote, ¿es casual que ese libro de relatos donde su subjetividad salta a primer plano se titule Música para camaleones? Una digresión ahora: ¿por qué no leer a Moore, chica del interior que, después de trabajar también de bibliotecaria, conquista Nueva York con su simpatía, leerla, digo, como una heroína camaleónica de Capote? Es más, ¿por qué no leerla desde Capote, a quien de chico lo picó una víbora de agua? También de su propia infancia Capote recuerda: “Lo bueno y lo malo. Las hormigas, los mosquitos y las víboras de cascabel, cada hoja, el sol en el cielo, la vieja luna y la luna nueva, los días de lluvia”.
Pero Moore, más elusiva que Capote, se resiste a proporcionar explicaciones, aunque cada tanto, después de un torrente de alegorías, puede condescender: “La complejidad no es un crimen, pero llevadla/ a un cierto grado de penumbra/ y nada es comprensible. La complejidad,/ además, que se ha confinado a la oscuridad, en lugar de/ admitirse como la pestilencia que es, se mueve de acá/ para allá intentando confundirnos con la deprimente/ falacia de que la insistencia/ es la medida del logro y de que toda verdad/ debe ser oscura. Ante todo gutural, la sofisticación está/ donde siempre ha estado: en las antípodas de las grandes/ verdades originarias”.
Su biografía, no más feliz que la de su lector Capote, ofrece indicios, insinúa las razones de su escritura. Poco antes de su nacimiento el padre sufre una crisis nerviosa sin retorno. Se cría en un barrio marginal de Saint Louis. “El mundo es un orfanato”, escribirá algún día. “¿No tendremos jamás paz sin dolor?” La madre se traslada con ella y su hermano a la casa de su padre, el abuelo de Marianne, un ministro presbiteriano de Kirkwood, donde fuera también pastor un abuelo de T. S. Eliot. Más tarde la familia se muda a Carlisle, Pensilvania. En su etapa de estudiante, uno de los cursos que más la atraen es “Imitative Writing”. Estudia los ritmos de la Biblia, la retórica clásica y las asociaciones ejemplificadoras de la prosa del sermón. Moore tiene una educación bíblica, pero a diferencia de Capote, no perderá la fe. Aunque se entusiasma con la literatura, sus profesores la desaconsejan en sus intentos. Uno de sus profesores se irrita: “Por favor, un poco de transparencia. Su oscuridad es cada vez mayor”. Por un tiempo la joven Moore parece hacer caso y desiste. Se inclina hacia la pintura, pero sigue de largo. Después estudia biología. Y la ciencia será una marca en su escritura: “¿Que si el trabajo en el laboratorio influyó en mi poesía? –le respondió a Donald Hall en una entrevista de The Paris Review–. Estoy segura de que sí. Los cursos de biología me resultaron estimulantes. De hecho pensé en estudiar medicina. Creo que la precisión, la economía de la frase, la lógica usada con fines desinteresados, el dibujo y la clasificación liberan la imaginación o, por lo menos, ayudan.”
Moore tarda en ingresar en el ambiente intelectual y, en especial, con poetas. Sin embargo envía poemas a algunas revistas. Trabaja de profesora. En 1911 viaja con su madre a Inglaterra y Francia. Pero su cambio se produce cuando hace un viaje corto a Nueva York en 1915. Empieza a conectarse y publica en The Egoist, Poetry y Others. Tres años después, siempre con su madre, se instalan en Greenwich Village. The Dial Press publica sus poemas. Se interesan por su escritura Ezra Pound y T. S. Eliot. En poco tiempo se convierte en directora de la revista. Se hace amiga de Wallace Stevens y William Carlos Williams. En su autobiografía Williams la recuerda como un centro, la figura convocante que atiende las nuevas voces poéticas. “El sentimiento más profundo se revela siempre en silencio; no en el silencio sino en la contención”, escribe. De ella emana una fuerza especial que, a Williams, le hace recordar su pelo rojo y su sonrisa suave. Aunque su poesía conquista la admiración de sus pares, la Moore no se envanece: “¿No debería reemplazar la vanidad por la honestidad, como recomienda Robert Frost?”, se pregunta. Y en un poema escribe: “La literatura es una fase de la vida. Si la temes, la situación es irremediable, si te aproximas con familiaridad/ lo que se diga de ella no vale la pena”. En otro poema anota: “Hay una gran cantidad de poesía de inconsciente/ meticulosidad. Algunos productos Ming,/ alfombras imperiales en carrozas de ruedas/ amarillas están bastante bien a su manera, pero he visto algo/ que me gusta más: el/ simple intento infantil de poner en pie/ un animal imperfectamente lastrado,/ y una decisión similar para obligar a un cachorro/ a comer su alimento del plato”.
La dificultad que puede presentar de entrada su poesía la analiza con perspicacia W. H. Auden. Aunque la entendiera, al principio Auden la juzgó “sin pies ni cabeza”. No se trataba sólo del tratamiento del verso libre. Le costaba seguir el hilo del discurso. Rimbaud, para Auden, era un juego comparado con Moore. Quien se acerque por primera vez a la poesía de Moore compartirá la misma dificultad. ¿De qué nos habla esta mujer? Sus poemas pasan arbitrariamente de un bicho a un tuteo que increpa al lector. Descoloca y exige. Porque en esa arbitrariedad se advierte, caprichoso, un hilo narrativo. Finalmente Auden pudo entrarles a sus poemas cuando tuvo una intuición: Moore era una Alicia en estado puro. Ah, era eso, dice uno. Pensarla como la heroína de Lewis Carroll lo impulsó a escribir: “Marianne Moore tiene todas las cualidades de Alicia: la aversión al ruido y al exceso”. La meticulosidad, el amor por el orden y la precisión, más una irónica y punzante agudeza la definen. A Auden no se le escapa la relación de esta poesía con su bestiario. Y de qué manera este empleo de lo animal se presta, además de a la alegoría, a la tentación de la fábula. Pero Moore no se conforma con una bajada moral. “Sus poemas sobre animales son claramente los de una naturalista. Selecciona los animales que le gustan, con excepción de la cobra; la clave del poema es que nosotros, y no la cobra, somos culpables de nuestro propio miedo y repulsión. Casi todos sus animales son exóticos, de esos que sólo se ven en zoológicos o en las fotografías de los exploradores. Sólo uno de sus poemas tiene como protagonista a un animal doméstico.” ¿Es disparatado asociar la serpiente que Auden señala en Moore con la que pica a Capote en su infancia? Una misma infancia religiosa, una misma representación de la mordida del pecado, la pérdida de la inocencia y el intento de recobrarla en la búsqueda de la belleza en el lenguaje norteamericano, búsqueda que, según Moore, consistía ni más ni menos que en el hecho de arriesgarse: “Y si uno no puede arriesgarse, entonces ¿cuál es el sentido de todo esto?”.
Al mismo tiempo su poesía abunda en citas: Plinio, Emerson, Tolstoi, entre muchos. Moore puede incluir entrecomillado en su poesía algo que dijo un articulista o que escuchó en la calle. No le preocupa apelar a lo que dijeron otros y apropiárselo en tanto contribuye a reforzar una idea. “Algunos lectores sugieren que las citas interrumpen la agradable continuidad de la lectura y otros, que son una pedantería o evidencian una tarea insuficientemente realizada”, reflexiona en “Una nota a las notas” de sus Collected Poems. Y sigue: “En todo lo que he escrito hay versos cuyo interés principal lo he tomado prestado y aun no he logrado pasar de este método híbrido de composición, los reconocimientos me parecen un gesto honesto. Tal vez a esos a quienes molestan las condiciones, paradas y posdatas se les pueda persuadir de que confíen en mi honestidad y pasen por alto las notas”.
En muchas de sus fotos Moore transmite la impresión de ser una señorita recatada a lo Louise May Alcott. Hay en ella una elegancia algo remilgada, pudorosa. Tiene un humor fino, punzante, inesperado en una mujer que finge una reprimida, pero no. Nunca se casó. Y cuando le preguntaron sobre el tema dijo: “Creo que cualquiera que tenga el propósito de casarse puede hacerlo. En lo personal, yo no soy matrimonialmente ambiciosa”. A través de esas fotos se intuye a una joven formal, antítesis de su poesía. La feminista Adrienne Rich le reprocha que su poesía no va a fondo, crítica que parece más focalizada en una Moore pública. Considerando los tiempos en que vivió y con quiénes se juntaba, opina Rich, su aspecto recatado suena un tanto snob. Pero también es verdad que, a su manera, Moore, contradictoria con el sombrero tricornio que la distinguirá, prefiere no figurar: “El heroísmo es agotador, pero / se opone a la gula imprudente que no perdonó/ al inofensivo solitario”. No obstante era sincera en su pasión por los deportes y el fanatismo por el béisbol. Alguna vez la Ford llegó a encargarle el nombre de un modelo nuevo, encargo que no vaciló en cumplir pensando que, después de todo, bautizar un auto podía ser una forma de poetizar la realidad. Ayudó a Hart Crane, lo corrigió y se ganó su antipatía. Hay quienes sostienen que conoció a Allen Ginsberg y fue algo así como su madrina literaria. Su máxima excentricidad pudo ser, como se dijo, lucirse a menudo con un sombrero tricornio. A propósito de sombreros: en una foto con Marc Chagall, Marta Graham y Alexander Calder se la ve riendo a carcajadas con un sombrero enorme, ridículamente decorado. Cabría pensar si esta forma de llamar la atención con un sombrero no le garantizaba que, mientras todos se concentraban en su sombrero, nadie reparaba en los jerbos que le roían el cerebro. A Capote seguro le encantaba la pose de Moore. A esta altura, otra digresión: ¿por qué no pensar a Moore, más que a Willa Carther, como una tía de Capote? De ser así, como en su hipotético sobrino, el excéntrico supremo, las apariencias engañan. Ni Capote era el bufón que muchos pensaron ni Moore una excéntrica. Porque las fotos no parecen corresponderse con la mujer que escribe: “Si me dices por qué el pantano/ parece infranqueable, entonces te/ diré por qué pienso que/ puedo atravesarlo si lo intento”. Entonces resulta justísima la apreciación sentenciosa de Auden: “Los poemas de Moore son un ejemplo de un arte que no abunda tanto como debiera. Nos fascinan porque no sólo son inteligentes, apasionados, maravillosamente escritos, sino también porque convencen al lector de que han sido escritos por una persona profundamente buena”. Capote, su lector, también lo era. Y el efecto de los poemas de Moore es precisamente ése: recordar, una madrugada, que tal vez valga la ilusión de ser algún día mejores de lo que somos. Pero antes debemos reconocernos como reptiles.

Pangolines, unicornios
y otros poemas
Marianne Moore
Edición bilingüe de Olivia de Miguel
El Acantilado, 312 páginas


Traducciones
Si bien los intentos de traducir a Marianne Moore no son una tarea fácil, puede accederse a su obra también a través de la edición de Hiperión (Barcelona, 1996) a cargo de Lidia Taillifer de Haya. Procurando dejar a un lado todo chauvinismo, hasta el presente no ha sido superada la traducción de sus poemas que hicieran en una cuidadísima y representativa antología Mirta Rosenberg y Hugo Padeletti para la colección fascicular de “Poesía norteamericana” del Centro Editor de América Latina a fines de los ‘80. Un ejemplo:

A un caracol
Si “la comprensión es la primera gracia del estilo”,tú la tienes. La contractilidad es una virtudcomo es una virtud la modestia.No es la adquisición de cualquier cosacapaz de adornar.O la cualidad incidental que se dacomo concomitancia de algo bien dicholo que valoramos en el estilo,sino el principio oculto:en ausencia de pies, “un método de conclusiones”;“un conocimiento de principios”en el curioso fenómeno de tu cuerpo occipital.







En Foco
Cuestión de honor
El cruce entre historia de las mentalidades y sociología de la vida cotidiana sigue rindiendo sus frutos. En el caso de Ann Twinam, especializada en el mundo colonial hispanoamericano, sirve para derribar algunos mitos sobre la sexualidad de aquellos tiempos y ofrece una original visión centrada en el honor de hombres y mujeres.

Por Patricio Lennard

Vidas públicas, secretos privados
Género, honor, sexualidad e ilegitimidad
en la Hispanoamérica colonial
Ann Twinam
Fondo de Cultura Económica
500 páginas

Decir de alguien que es un “don nadie” supone usar un apelativo que demuestra respeto para exactamente lo contrario. Un hombre sin valía nunca puede ser un “don”. De la misma forma en que quien sí lo es espera que se lo reconozcan cada vez que lo saludan. Muchos dirán que esto es antiguo y lo es, por cierto. Pero pocos se imaginan el peso que ese simple monosílabo tenía en tiempos en que los hombres se levantaban el sombrero para saludar y las mujeres llevaban abanicos como prótesis.
Cuenta esa otra historia protagonizada por héroes ignotos, tipos que no ganaron batallas ni ocuparon tronos pero cuyos nombres quedaron asentados, junto con la descripción de algún proceso judicial o un caso clínico, en expedientes que historiadores desempolvarían siglos más tarde, que Gabriel Muñoz, un próspero comerciante de la ciudad de Medellín, se cruzó una mañana de 1787 con don Pedro de Elefalde, un oficial de la Corona, quien al saludarlo omitió usar el apelativo “don”, acaso maliciosamente. A pesar de ser hijo ilegítimo, Muñoz se sintió ofendido por el gesto, ya que entre los miembros de la elite era costumbre echar mano a ese título honorífico para dirigirse unos a otros. Masticando su rabia, decidió iniciarle al oficial un pleito con el fin de reparar su honor y dejar en claro que no era necesario haber nacido en cuna de oro para merecer cierto respeto. Algo que generó una avalancha de dimes y diretes que fueron abultando las fojas de un expediente en el que se le dio al final la razón al comerciante, quien no tuvo que sacar a relucir su genealogía ni su partida de bautismo para que oficialmente lo exoneraran de lo deshonroso que podía haber en sus orígenes.
La anécdota de ese saludo entre dos hombres hace más de doscientos años es el punto de partida de Vidas públicas, secretos privados, un libro publicado en inglés en 1999, en el que la norteamericana Ann Twinam, historiadora de la Universidad de Yale, demuestra lo fértil que todavía puede ser en el campo de la historiografía entrecruzar la historia de las mentalidades y la sociología de la vida cotidiana. En este caso, haciendo foco en la época de la colonia. Y en cómo la raza, el género y la sexualidad eran variables indisolublemente unidas al concepto del honor en la América española del siglo XVIII. Problemática que la autora desmenuza valiéndose de historias mínimas y datos biográficos de otros seres “ilegítimos” que rescata, con pasión bibliómana, del Archivo General de Indias.
Al comienzo del libro, Twinam dice que en aquel entonces no hacía falta ser hijo de madre soltera para ser ilegítimo. Había otras formas, incluso más graves, como el mestizaje. En la medida en que la mezcla racial ocurría típicamente fuera del matrimonio (cuando no en remotas dependencias de casas en que los gemidos de las sirvientas no llegaban a escucharse, sofocados con almohadones), ser de raza mezclada era sinónimo de ilegitimidad en la sangre. Difícil destino, pues, el de nacer morocho; el de ostentar en la piel lo negro del blanco. Más aún después de que una legislación sobre el matrimonio, promulgada por los Borbones en 1776, dispusiera que si un posible consorte tenía “defectos” de raza, un padre podía recurrir a los funcionarios reales para evitar que un clérigo bendijera ese matrimonio y castigar al vástago rebelde desheredándolo. Aunque esto no era peor que el tabú que existía en la América inglesa sobre la mezcla de razas. Allí, casi no había términos para nombrarla (half-breed hacía referencia al mestizo de blanco e indio). Mientras que la existencia de un rico vocabulario en Hispanoamérica evidenciaba, según Twinam, una mayor conciencia sobre la paleta de colores del mestizaje: pardo, moreno, mulato, cuarterón, puchuelo, y la lista sigue.
El núcleo del libro reside, no obstante, en el análisis que la autora hace del modo en que el concepto del honor afectaba la sexualidad y las relaciones de género. Twinam desmitifica la gravedad social del adulterio en la época de la colonia, e incluso va más allá cuando resuelve que ha llegado la hora de sepultar de una buena vez el mito de la mujer en estado virginal antes del matrimonio. Y esto no implica de su parte un arrebato feminista, sino la aportación de datos de que ya entonces una promesa de casamiento significaba libertad para ir a la cama. De que si había acuerdo para casarse, la mujer podía perder la virginidad sin que su honor fuera puesto en entredicho. Sobre ello –sostiene Twinam– existía una aceptación bastante generalizada en la sociedad de la época. Pues no sólo era común que las parejas tuvieran intimidad sexual antes de la boda sino que también había algunas, más osadas, que convivían e incluso tenían hijos.
Y esto pasaba al margen de la Iglesia Católica, la que llamativamente podía no esgrimir su dedo acusador sobre aquellas mujeres que quedaban embarazadas sin que el matrimonio llegara a consumarse. Así, el ocultamiento del embarazo no sólo era una conspiración social que permitía a las muchachas más o menos bien salvaguardar su imagen pública (amén de que no pudieran luego reconocer abiertamente a sus hijos ni tampoco criarlos), sino además algo que la Iglesia contribuía a disimular al no incluir los nombres de estas mujeres en las partidas de bautismo de sus hijos no deseados.
Esa relativa tolerancia que Twinam dice que existía hacia las madres solteras en la sociedad católica hispana del siglo XVIII (muchas de las cuales, no obstante, permanecían célibes el resto de su vida) se trasladaba a sus hijos, quienes si bien solían no ser discriminados en su entorno, cuando crecían debían soportar las barreras civiles y sociales por su condición de ilegítimos. Incluso, había en la ilegitimidad diferentes grados, siendo la categoría menos oprobiosa la del hijo nacido de padres solteros. Por debajo estaban, claro, los “bastardos”. Y en la bastardía podía haber un origen incestuoso, adúltero o, en el caso de los hijos de religiosos que habían hecho votos de castidad, un origen sacrílego.
Pero ¿qué papel jugaban los hombres en todo esto? El honor masculino es el otro vértice del triángulo “familiar” que Twinam arma en el libro. Y algo que dice –por si hiciera falta aclararlo– es que la abstinencia sexual nunca fue un problema para ellos. No lo era claramente para los hombres que seducían vírgenes de la elite o procreaban hijos ilegítimos, y que no veían reducidas las posibilidades de un posterior matrimonio ni afectada su imagen pública, inscriptos como estaban esos actos no en el terreno del honor sino en el de la moral o de la ética. Hombres que sí podían quedar malparados si rompían una promesa de matrimonio (porque “la palabra y el honor eran intercambiables”), pero que no iban a dejar de ser saludados por sus pares con el correspondiente “don” antecediendo el apellido si alguna negra mazamorrera quedaba embarazada.




El Emperador del aire

Nacido en la más absoluta pobreza soviética, Rudik Nureyev trepó hasta la cima del mundo y nunca más bajó. Su fuerza, su clasicismo y su irreverencia sacudieron la danza como Brando la actuación. Se volvió célebre, admirado y millonario como no lo consiguió ni lo conseguiría ningún otro bailarín. Fue ovacionado y abucheado en teatros repletos, pero nunca ignorado. Sus zapatillas de baile llegaron a los remates de Christie’s. Sus caprichos y su magnetismo eran impensados para el ballet y lo llevaron a soñar con morir en un escenario. La serie
de Film&Arts Dancer’s Dream repone sus coreografías para la Opera Nacional de París. Y Radar repasa su vida y obra.

Por María Gainza

La familia Nureyev, del pequeño pueblo de Ufa, en la república soviética de Bashkiria, era tan pobre que a la edad de cinco años Rudik no tenía zapatos. Su madre lo llevaba sobre sus espaldas a la escuela y los otros niños lo llamaban “el linyera”. Cincuenta y dos años más tarde, en una subasta en Christie’s de Nueva York, un par de zapatillas de punta de Rudolf Nureyev se vendió por 9000 dólares. Nunca antes un calzado había simbolizado tan precisamente el derrotero de un artista: cómo durante las últimas cinco décadas todo bailarín se ha movido en el espacio, la vasta terra infirma, cartografiada por los zapatos de Nureyev.
No era técnicamente el mejor bailarín de su tiempo: Baryshnikov era más ágil, Peter Martins más fluido, Fernando Bujones tenía mejor línea, pero Nureyev les marcó el camino. Con sus saltos, con sus estentóreas preparaciones que parecían señalar un evento histórico (que habitualmente lo eran), con sus giros que erizaban los pelos de la nuca, con sus brazos ampulosos, era sin duda el bailarín más brioso de su generación. No caminaba el escenario, lo pisaba con la audacia de un gladiador que entra a la arena dispuesto a enfrentar un león: conquistaba al público antes de empezar. Era la energía hecha carne y trajo el sexo al ballet como nadie nunca había hecho o hizo desde entonces.
Nureyev se convirtió en estrella internacional al desertar de la Unión Soviética en 1961. La atención que recibió entonces lo sorprendió pero no lo apabulló. Mirando con ojos vidriosos a las cámaras que lo encandilaban día y noche, Nureyev era una criatura de presencia magnética: un bailarín de obras clásicas del siglo XIX como El lago de los cisnes o Giselle, que era también una estrella pop. Había nacido en 1938 en un tren que cruzaba a toda máquina a través de Siberia. Sus padres eran tártaros, musulmanes mongoles y comunistas devotos. Nureyev llamó a su infancia “el período de las papas”, cuando ese tubérculo era su único alimento y seis personas y un perro compartían un cuarto helado durante los largos inviernos rusos: “Nunca tuve lugar para estirarme por completo en mi cama”. Las carencias nacidas de la privación rara vez son satisfechas por la realidad, y al final, ni el mundo entero alcanzó para que Nureyev saciara su necesidad por estirarse.
Un Año Nuevo, cuando Nureyev tenía siete años, su madre lo llevó a ver un ballet del pueblo. Esa noche, mientras miraba a las bailarinas girar en sus vestiditos blancos, Nureyev supo que quería intentarlo. A los 17 años entró en la famosa Academia Vaganova en Leningrado. Estaba técnicamente atrasado en relación con sus compañeros y su sentido del ridículo lo volvió un fanático de la disciplina. Parado en la barra, absolutamente concentrado en un tendu que rayaba el piso de madera, parecía poseído.
A los veinte años fue invitado a unirse al Ballet Kirov e inmediatamente llamó la atención por su talento y por su carácter. Durante su debut en Don Quijote, el intermedio duró casi una hora porque Nureyev se rehusaba a salir a escena llevando unos pantalones que según él parecían “pantallas de lámparas”. Había visto en fotografías que los bailarines occidentales usaban sólo las calzas. Y Nureyev sabía bien que él en calzas era un espectáculo digno de verse. Para intentar domarlo, Alexander Pushkin, un renombrado maestro, lo llevó a vivir a su casa. Pronto Nureyev estaba en la cama con Xenia, la esposa de Pushkin. ¿Sabía Pushkin que esto ocurría? No se sabe, pero el departamento tenía sólo un ambiente. Un poco más tarde, Nureyev tuvo un segundo amante, un estudiante de ballet de Alemania del Este. Su bisexualidad abierta y con inclinaciones redituables lo convirtió en un legendario predador: cada una de sus víctimas parecía tener algo que a él le convenía.
Lo que a Nureyev le faltaba en técnica lo suplía con ardor. Respiraba fuego. Y te lo decía. Mientras la mayoría de los bailarines intentaban esconder el esfuerzo, Nureyev hacía lo contrario. Sus compañeros creían que era un fanfarrón desprolijo. Pero algunas grabaciones de esos primeros años rusos lo muestran ya con toda la batería de efectos que lo haría famoso: sus piernas que devoran el espacio, su rotación máxima, sus ornamentadas manos que se quedan atrás, un poco rezagadas de los brazos. A lo que se le sumaba su estilo andrógino. Durante ese tiempo los bailarines intentaban mostrarse fuertes y sólidos. Pero Nureyev se modeló mirando a las bailarinas. Cultivó un torso levantado y se paraba en media punta para alargar sus piernas. Hoy eso es considerado estándar para los hombres pero en la Unión Soviética de 1950 era visto, por lo menos, como extravagante.
Entonces, en la primavera de 1961 el Kirov se fue de gira. No lo querían llevar pero el productor francés había escuchado hablar del joven maravilla e insistió. Debido a su mala reputación, la KGB le asignó un guardia que lo seguía de cerca mientras Nureyev trasnochaba. Las autoridades estaban furiosas pero lo aguantaron, después de todo Rudi era la mayor atracción de la temporada.
Una mañana la compañía se reunió en el aeropuerto de Le Bourget para volar a Londres. Nureyev fue llevado a un costado y la KGB le comentó que él no seguiría la gira: iba a volver a Moscú para bailar en el Kremlin. Además su madre estaba enferma. Nureyev supo que eso era una trampa. Si volvía seguramente lo desterrarían a un pueblito lejano. Lo que siguió es un
thriller. Nureyev logró avisarle a una amiga que llegó al aeropuerto justo para susurrarle al oído las instrucciones. Entonces, alejándose de la KGB, dio seis pasos hacia donde dos policías de civil aguardaban y dijo: “Me gustaría quedarme en su país”. El salto a la libertad fueron seis pasos. Cuando la KGB se le abalanzó, el oficial francés, en un maravilloso momento de diplomacia, dijo: “No lo toquen, señores, estamos en Francia”. Había sucedido. Nureyev dejó todo para siempre.
La deserción de Nureyev no fue un acto premeditado sino algo espontáneo. Ocho meses después estaba bailando con Margot Fonteyn en Marguerite y Armand, una danza que, con sus insinuaciones edípicas, selló una sociedad que fue la más grande de la historia. Fonteyn era una aristócrata hermosa, la bailarina más importante del mundo occidental. Ella tenía 42 y él 24. El tenía una necesidad imperiosa de recibir amor, sólo rivalizada por el deseo de ella de darlo. El la rejuveneció y durante una década el público los trató como a estrellas de rock, las entradas se agotaban en horas, los aplausos no terminaban. Sólo algunos lo criticaban, decían que Fonteyn “había ido al gran baile con su gigoló”. Pero Nureyev la trataba como una reina (al comienzo, al menos) y esto a los ingleses les importaba mucho. Cuando el telón bajó al finalizar Giselle, Nureyev aceptó una rosa de manos de Fonteyn y luego cayó de rodillas a sus pies. El público entró en frenesí.
Su performance más famosa es el pas de deux de 1965 en El corsario. Fonteyn aparece como una dama incorpórea en su tutú azul; Nureyev, en babuchas doradas, es su esclavo oriental. Allí se pueden ver las proezas de Nureyev en su punto más alto: su manera orgullosa, sus amaneramientos, su gran placer al bailar y su sex appeal. “Tenía un motor maravilloso, como un Rolls-Royce”, dijo Federich Ashton. Los amigos cuentan que amaba su cuerpo, alguien dijo que en realidad lo que Nureyev quería hacer era hacerse el amor a sí mismo. Todos se preguntan si Fonteyn alguna vez se acostó con él. Probablemente en su mente, como el resto del público.
Pero el alto nivel de vida de Nureyev, sus nuevas amistades –Jackie Kennedy, Mick Jagger, Elizabeth Taylor– cubrían una red de impulsos autodestructivos. Vivía paranoico de que la KGB lo atrapara o le rompiera una pierna, temeroso de lo que le podía estar pasando a su familia en la Unión Soviética. Nunca aprendió a hablar bien el inglés y se avergonzaba de hablar en ruso por su acento provinciano. Vivía dislocado y comenzaba a pagar las consecuencias.
Nureyev era el genio solipsista del ballet, un personaje inusual en una profesión donde las jerarquías y los modales son centrales al arte mismo. Un Brando indomable de las estepas.
Nureyev fue importante porque su vida y su arte se intersectaron en un ángulo agudo con la historia. Su danza parecía condensar las paradojas y las tensiones de la era. La dupla con Fonteyn era Oriente conoce Occidente. Los gustos impecables y burgueses de ella, la sexualidad animal de él. Su aura de tigre ruso se ajustaba a las fantasías de escapismo de los 1960: el misticismo oriental, la revolución sexual, el sexo y las drogas. Su libertad parecía una afirmación del individualismo occidental sobre el Estado soviético.
Pero hacia finales de los ’60 a Fonteyn ya no le quedaba más cuerda y Nureyev estaba en la cúspide de sus pataletas. “Mierda, mierda, danzas para la mierda”, le gritó a Fonteyn durante un ensayo. Rompió su traje a pedazos frente a los fotógrafos, le quebró la mandíbula a un coreógrafo, le pateó el tablero al director de orquesta. Y el Royal Ballet parecía un poco cansado de una dupla que se devoraba a la compañía. Nadie podía brillar salvo ellos y Nureyev realizaba cambios en las puestas con tal de permanecer más tiempo en escena. El Royal comenzó a cuestionarlos: Nureyev se fue a otras compañías y Fonteyn se fue a atender a su esposo, un político panameño que había quedado cuadripléjico luego de que un socio le disparara.
El cuerpo de Rudi estaba desgastado. Había días en los que casi no podía caminar. Se consolaba con lujo. Tenía propiedades en lugares como Londres, el sur de Francia, Nueva York, el estado de Virginia, París y un archipiélago en el golfo de Salerno. Vivía rodeado por un grupo de mujeres mayores que se desvivían por él. Lo alimentaban, lo cuidaban y hasta le pagaban para acostarse con él. Parecía el entorno de un rey loco de Shakespeare.
Nureyev convirtió la danza en un happening fantasmal, la volvió mortalidad puesta en movimiento. Además, elevó el estándar para los bailarines en Occidente. Cualquier ballet de 1950 lo demuestra: allí los hombres sólo sirven como grúas para llevar de un lado a otro a la bailarina. Después, alcanza con mirar un ballet de 1970, cuando el “efecto Nureyev” ya se ha asentado. El hombre es ahora una presencia, ya no un decorado. Antes a las compañías clásicas se las consideraba buenas o malas según sus primeras bailarinas. Hoy es por las variaciones de los hombres –las grandes piruetas, los saltos– por lo que el público delira. Eso empezó con Nureyev.
En 1983 Nureyev tomó su último gran desafío: se convirtió en director artístico del Ballet de la Opera de París, la compañía más antigua del mundo. Ese año le habían diagnosticado HIV pero lo escondió. Aunque su reinado allí estuvo plagado de escándalos –se ausentaba por meses, se quedaba con los mejores roles–, logró expandir el repertorio de la compañía y promovió una generación de estrellas, entre las más notables Sylvie Guillem, cuyas contorsiones de diva recordaban las de Nureyev. Fue ahí donde realizó sus producciones de los clásicos rusos. Montó coreografías de Raymonda, La bella durmiente, La bayadera, Romeo y Julieta. Eran los ballets que un francés, Marius Petipa, había creado en Rusia, y que ahora un ruso traía a Francia. Eran también un doctorado en clasicismo. Nureyev los rellenó, les puso carne, más dificultad, pequeños battements y ronds de jambe que no terminan nunca, por cada nota un paso. Las bailarinas se tornaban pálidas mientras él parecía disfrutar llevándolas al límite.
Dejó la compañía en 1990 y se fue a bailar a compañías más pequeñas para las que tener a Nureyev era una venta asegurada de entradas. Pero casi no podía moverse. Llegó a bailar con un catéter puesto y en Inglaterra la gente gritó: “Devuélvanos el dinero”. Entonces se embarcó en una segunda carrera como director de orquesta. Nadie quiso disuadirlo. Cualquier cosa con tal de bajarlo del escenario.
Sus últimos meses los pasó en Li Galli, donde había construido un mausoleo subterráneo cubierto con azulejos que deletreaban el nombre de su madre en motivos arábigos. La bailarina Carla Fracci lo encontró un día descansando sobre el piso mientras comía una papa. Parecía el hombre más solo del mundo.
“Todo lo que tengo –dijo–, mis piernas han bailado para conseguirlo.” Cuando murió, en 1993, tenía 21 millones de dólares, una fortuna sin precedentes en una profesión escandalosamente mal paga. Durante una carrera de más de treinta años, esas piernas no muy largas habían transportado a este hombre de rostro cincelado, físico portentoso y alma oscura a través de los escenarios, los altares modernos del mundo.
En sus últimos años Nureyev insistió literalmente en morir frente a nuestros ojos, dando performances tan desastrosas que provocaban que el público lo abucheara. Sugiere algo más que el simple hecho de romper la regla de que los artistas deben saber cuándo retirarse y hacerlo con gracia. Estaba enfermo, el escenario era realmente su única casa, y ahí se quedó. Pidió, de alguna manera, que viéramos al ser humano sufriente detrás del dios dionisíaco. Siguió hasta el final con aquella temeridad expuesta que había sido su mayor talento como bailarín. Nureyev popularizó y cambió una forma de arte para siempre, con una combinación de técnica, dedicación y respeto por la tradición y al mismo tiempo, rompiendo todo con desesperación divina.
“Nos pagan por nuestros miedos”, dijo. Vanidad, crueldad y autoindulgencia atravesaron su vida pero enfrentó la muerte desafiante no sólo cuando se estaba muriendo. Al animarse a estar tan vehementemente vivo, la enfrentó por nosotros, cada vez que pisaba un escenario.

Sus últimas palabras fueron “Moby Dick”.

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