La filosofía como ácida provocación
De un conservadurismo tenaz, escéptico y creyente, Nicolás Gómez Dávila (Bogotá 1913-1994) deslumbra en Europa y aviva debates en su país, que rechaza la visión "pintoresca" del filósofo. En este ensayo, su editor, Franco Volpi, enhebra los aforismos que son su marca de estilo y su arma preferida en el duelo del pensar.
Por: Franco Volpi
NICOLAS GOMEZ DAVILA. Casi un desconocido hasta la reedición de sus aforismos, ahora es leído y celebrado en Europa.
Hay escritores que aparecen inesperados, sin anunciarse por nada ni nadie. Solitarios que se sobreponen a lo imprevisto, intempestivos e irregulares y, por esta razón, inconfundibles e inimitables. Por lo que escribe y por cómo escribe, el colombiano Nicolás Gómez Dávila pertenece por derecho a este grupo, y en el panorama literario y filosófico de la América latina contemporánea constituye un personaje más único que raro. Luego de la afortunada edición de Adelphi de una primera parte de sus Escolios a un texto implícito –publicada con el título italiano de In margine a un testo implicito (Adelphi 2001)– se convirtió en un caso literario y sus aforismos han sido traducidos por todos lados en el mundo. Al cumplirse una década de su muerte, en 2004, los diarios Frankfurter Allgemeine Zeitung y La Repubblica le dedicaron un amplio retrato para recordarlo (ambos textos con mi firma), y también en Colombia, donde hasta hace poco su nombre sólo circulaba en el marco restringido de los amigos y compañeros de tertulias, ha sido repentinamente recuperado. El 27 de julio de 2004, invitada por la hija Rosa Emilia y por el editor Benjamin Villegas, la aristocracia bogotana se dio cita en el Museo El Chicó para conmemorarlo, reflexionar sobre su obra y dar cuenta de su singular fortuna. Allí nació, entre otras cosas, la idea de volver a publicar íntegramente el corpus de sus aforismos, ya inconseguibles en las ediciones originales, y de reunirlo en un cofrecito que fue realizado al año siguiente (Obra Completa en cinco volúmenes, con un volumen mío de introducción: El solitario de Dios, Villegas Editores, 2005). En cuanto a la biografía de Nicolás Gómez Dávila, puede resumirse en tres palabras: "Leyó, escribió y murió". Nacido en Bogotá el 18 de mayo de 1913, a los seis años se trasladó con su familia a París, beneficiándose así de una formación humanística de primer orden, aprendiendo las lenguas antiguas y modernas y adquiriendo familiaridad con los clásicos. Tras regresar a su patria a los 23 años, se retiró a una vida apartada, dedicándose a la escritura y a la lectura, o mejor, a la que era para él la única cura contra el tedio de la existencia: la biblioterapia. En una gran sala de su casa de estilo Tudor, en el barrio Nogal de Bogotá, se ubicaba la imponente biblioteca con la literatura y el pensamiento de la vieja Europa. Allí, Colacho –así lo llamaban sus amigos– se entretenía hasta lo más profundo de la noche, leyendo, meditando y anotando en lápiz sobre cuadernos verdes sus propios escolios, pensando en un libro ideal, "implicito", que sólo se sentía capaz de imaginar. Murió en Bogotá el 17 de mayo de 1994. Jardín sin entradas En sus aforismos, toma forma un universo de pensamiento que se presenta como un recinto cerrado, un jardín sin entradas, en el cual no hay tránsito racional ni inferencia lógica que sirva para ingresar. La única manera para hacerlo es subirse a su ideario siguiendo el hilo de la empatía, compartir intuiciones y visiones, simpatías e idiosincracias, preferencias y anatemas. El único apoyo heurístico es provisto por el mismo Gómez Dávila, involuntariamente, en un volumen editado por iniciativa de su hermano Ignacio, él también escritor, con el simple título de Notas (primer volumen, Mèxico 1954, el segundo nunca se escribió). Se trata de un laboratorio de apuntes, observaciones, máximas, recuerdos y juicios, reelaborados más tarde en los Escolios. Desde el punto de vista del autor, un simple ejercicio preparatorio olvidable; para nosotros un atisbo precioso para espiar el atelier del escritor, observar desde el nacimiento sus movimientos y sus resquicios creativos, entender su espíritu, reconocer y ver madurar su inconfundible estilo construido alrededor de fulminantes efectos lingüísticos y mentales. En suma, es la clave –especulativa, poética y a ratos personal y biográfica– para ensimismarse en la perspectiva gomezdaviliana y entender su visión del mundo y su original teoría del aforismo. Palabras que nacen del silencio Acerca de la vocación exclusiva de Gómez Dávila por este género de escritura breve y elíptica poco agregaré a lo que ya he escrito en el ensayo que acompaña a los Escolios. Concisión y condición paradójica del aforismo son ventajas que se vuelven útiles al escritor colombiano, convencido como está de que las complicaciones del pensamiento pueden hallar espacio en la simplicidad de una frase, y que "la totalidad del universo existe tanto en el universo entero como en cada uno de sus aparentes fragmentos". (Notas, 310). Al adoptar este estilo –que una larga tradición, desde Hipócrates a Nietzsche, ha plasmado y reducido hasta convertirlo en "la expresión verbal más discreta y más vecina al silencio" (Notas, 17)– Gómez Dávila elige algunos modelos que son los que mejor se le asimilan. Su secreta preferencia corresponde, probablemente, a Joseph Joubert. La sutil alusión, la escritura refinada, la religiosidad delicada del desconocido amigo de Chateaubriand resultan congeniar con él de tal modo que a veces su pluma parece mojada en la tinta del mismo tintero. Los une el genio de la brevedad, la maldita ambición de meter siempre un libro entero en una página, una página entera en una frase y esta frase en una palabra: quien escribe aforismos no quiere ser leido sino aprendido de memoria. Lo que distingue a Gómez Dávila son las tintas más fuertes, la sistemática búsqueda de la sentencia contundente, el entimema preferido a la máxima argumentada y al razonamiento completo. El quiere, en definitiva, el cortocircuito que electrice al pensamiento y empuje la imaginación al anudar las simples frases en un todo, como si fueran toques cromáticos de una pintura puntillista. La suya es una "filosofía pointilliste: se pide al lector que gentilmente haga la fusión de los tonos puros" (Notas, 332). Pero hay más. Para Gómez Dávila adoptar el estilo mínimo del aforismo significa darse una disciplina, adoptar una regla de vida, obedecer a una estética de la existencia. "Estas notas no aspiran a enseñar nada a nadie, sino a mantener mi vida en cierto estado de tensión" (Notas, 319). Practicada en forma mínima, con sobriedad, concisión, ascesis, borrando las ideas intermedias e inútiles, la escritura se convierte en una manera para afrontar la tarea desnuda de vivir: "Anhelo que estas notas, pruebas tangibles de mi desistimiento, de mi dimisión, salven del naufragio mi última razón de vivir" (Notas, 15). Por tanto: nulla dies sine linea, permanentes ejercicios de estilo cuya brevedad permita "que lo que deseamos escribir se halle concluido antes de que la conciencia de su mediocridad nos impida continuarlo" (Notas, 223). Incluso la aspiración-límite formulada con drástica coherencia en el siguiente auspicio: "Si es menester, que la lucidez del orgullo nos conduzca a la humildad y que el amor a las palabras nos entregue al silencio" (Notas, 14). Por lo demás, Gómez Dávila sabe cuán ridícula es la condición del escritor sin talento, semejante a la de un "eunuco enamorado" (Notas, 314). Por eso es preciso prestar atención para no burlar los límites de la propia fragilidad, ateniéndose al ethos del la humildad: "No veo en estos cuadernos el repositorio de raras revelaciones; me contento con arrancar a mi estéril inteligencia unas pocas centellas fugitivas" (Notas, 16). La esperanza es que, teniendo paciencia, surjan un día abundantes las palabras capaces de colmar la existencia insular del escritor: "Humildemente acepto que me circunde un ancho silencio; pero haced, Dios mío, que las palabras pueblen mi soledad y labren en ella sus ricas mieles" (Notas, 93). Del desprecio del mundo En la casualidad aparente de su caleidoscopio vertiginoso de aforismos se reconocen algunas configuraciones estables que revelan su visión del mundo: una fe perdurable en Dios, en su omniciencia y omnipotencia, y una desconfianza igualmente radical en el hombre, al cual considera un problema sin solución humana. Una adhesión tenaz a la antigua raíz del catolicismo, a su espíritu tradicionalista más severo, y un rechazo igualmente obstinado de los valores transitados de la modernidad: la razón, el progreso, la emancipación, la larga marcha de la humanidad hacia lo mejor. Una versión exacerbada del medieval contemptus mundi y un rechazo igualmente neto y no negociable de la esperanzada antropología humanística de la dignitas hominis. En fin, un tradicionalismo intransigente e intolerante en el que sólo el estilo rescata las ideas, y que culmina en una espeluznante constatación: "Este siglo se hunde lentamente en un pantano de espermo y de mierda. Cuando manipule los acontecimientos actuales, el historiador futuro deberá ponerse guantes" (Escolios I, 220). Si las cosas son realmente así, ya no es posible ser "conservadores" porque ya no hay nada que conservar sino sólo para demoler. Hay que ser simplemente reaccionario, lo que para Gómez Dávila quiere decir: inteligente. Surge aquí una singular tonalidad en su tradicionalismo. Entre las dos versiones doctrinales del cristianismo: la agustiniano-pascaliana de tendencia fideísta y espiritualista, y la aristotélico-tomista, de impronta racionalista y escolástica, Gómez Dávila elige la primera. No para descartar la razón y dar lugar exclusivamente a la fe, sino para valorar la verdadera inteligencia, la de comprender que en una materia altísima como ésta, demostrar y argumentar significan "perder un tiempo que podríamos consagrar a pensar" (Notas, 214). Y al final llega puntual su confesión: "Más que cristiano, quizá soy un pagano que cree en Cristo" (Escolios I, 316). La espina de la carne ¿Pero cómo se hace para ser inteligente? ¿Cómo se constringe la lucidez? Los prontuarios de inteligencia inevitablemente van a caer en "estupidarios". Puesto que no hay recetas, sólo vale una única recomendación: "Que ante todo espectáculo, enfrente a cualquier circunstancia, el espíritu se asome a sus propias ventanas, los ojos abiertos, dilatadas las narices" (Notas, 222). El hecho es que la inteligencia exasperada puede volverse estéril. Perderse en lo abstracto. Cerrarse y clausurarse. Contra este riesgo, bien en el medio de sentencias metafísicas, Gómez Dávila no duda de llamarse a la realidad densa y sensual de la carne. Para escándalo del mojigato proclama: "Un cuerpo desnudo resuelve todos los problemas del universo" (Escolios I, 127). Un brisa de frescura, que nos induce a desear y a insistirle con una pregunta: ¿quizás entonces el suyo es un contemptus mundi sólo aparente? ¿Un desprecio que, en realidad, se las agarra contra el mundo moderno? ¿O tal vez es el muelle al que se llegó con la madurez de los años, una vez que se dejaron de lado las que con irónica suficiencia define en un momento dado como "ideas de leche"? Escuchemos su explicación, probablemente autobiográfica: "Como los dientes de leche, existen las ideas de leche. ¿A qué edad comenzamos a cambiarlas?" (Notas, 221). La imagen granítica del catolicismo tradicionalista se hace trizas, y se abre así una perspectiva genealógica que explica sentencias por otra parte incompatibles. El joven Nicolás no es el mismo que el viejo. En el primero irrumpe, como contrapeso de la inteligencia, una incontenible sensualidad. La carne en su desear inextinguible. La vida como el más poderoso excitante. Ellas son las que mantienen vivo el fuego de la inteligencia: "Mejor no ser nunca nadie, mejor no ser nunca nada que matar en nosotros el deseo, que extinguir nuestra sed" (Notas, 23). Por lo tanto, podemos afirmar que "la inteligencia que olvida o desprecia los gestos voluptuosos desconoce la densidad que presta al mundo la oscura presencia de la carne" (Notas, 20). Pero vale también lo contrario: "No habremos aprendido a gozar sensualmente el mundo sino cuando el gesto que palpa se prolongue en arabesco de la inteligencia" (Notas, 175). Este es el principio de una metafísica de la sensualidad que percibe como espejismo el inalcanzable punto de equilibrio entre la carne y la inteligencia. Detrás de esta intuición, no hay sólo teoría. Está la vida vivida. Está el mismo Gómez Dávila. "Siento que mi existencia sólo tiene dos puntos de plenitud y de equilibrio... Mi ser se cumple sólo en la yerta cumbre de la idea o en el valle bajo y sofocante del erotismo. La meditación más abstracta sobre el espiritu, sus normas, sus principios, o la tibia selva de los gestos voluptuosos. Sólo me conmueve el lívido amanecer que me encuentra desesperado ante el problema insoluble o ante el cuerpo inviolable, que ni siquiera su complicidad traiciona" (Notas, 111). Se advierte aquí la inclinación al vértigo, al desequilibrio, a la caída. La sensualidad, fuerza irresistible que ejerce sobre todos los seres vivientes una atracción fatal, se convierte en el pretexto para una exaltación mágica, una ocasión para la trascendencia: "¡Ah! Perderse en una espesa selva tenebrosa y carnal. Aspiramos a una posesión demoníaca, per solamente hacemos el amor" (Notas, 33). Pero la sensualidad exasperada trae efectivamente consigo un probema teológico: «Es el refugio del hombre desposeído de Dios, el último recinto donde su desesperación se encara contra la divinidad que lo abandona » (Notas, 315). La obra blasfema del Divino Marqués pone en escena el problema en toda su crudeza: ¿qué queda del hombre, después de la muerte de Dios, si no la naturaleza terrorífica de sus pulsiones? "La obra de Sade es la única tentativa coherente de construir un universo rígidamente vacío de las tres Virtudes Teologales. El universo de Sade es el universo de la absoluta 'finitud'" (Notas, 314-15). Es la antropología negativa más coherente porque "cuando Dios muere, el hombre se animaliza" (Notas, 327). Por lo tanto, no nos hagamos ilusiones: "El hombre es un animal que imagina ser hombre" (Escolios I, 140). Un día cualquiera incluso tendrá que escribir una Crítica de la razón erótica. Ella deberá establecer las condiciones de posibilidad de una "metafísica sensual" capaz de salvar nuestra carne y nuestros cuerpos. Frente a la evidencia de que «todo nace y todo perece», se insinúa una hipótesis: "Quizás lo único que no sea vanidad es la perfección sensual del instante" (Notas, 236). Poner en suspenso el devenir destructivo del tiempo es una quimera que vale la pena soñar: "¡Que ese cuerpo que duerme abandonado junto al mío y esa dulce curva que nace de la nuca y fluye hasta el vientre no perezcan!" (Notas, 82). De la lucidez y de Dios Pero la vida, en su tendencia a perderse, en su mentirse a sí misma, nos arroja a la mediocridad con inexorable melancolía. O nos abandona, dejándonos suspendidos entre la inutilidad de las prescripciones y la estupidez de las prohibiciones, incapaces de decidir y actuar: ¿no tomamos decisiones porque creemos en la sabiduría de las decisiones que la vida toma por sí misma, o creemos en la sabiduría de la vida porque somos incapaces de tomar decisiones? La vida nos empuja entonces hacia una lúcida y desesperante desolación: "Días enteros pasados sin pensar en nada, sometidos a la tiranía y al capricho del momento. ¿En qué piensan los otros? Esta interrogación me parece un problema, hasta que recuerdo la oquedad en la que vago días enteros como en un largo y lento lago azul" (Notas, 228). Y sin embargo también del abismo de este lago emerge, impenetrable, el sentido de superioridad que garantiza la inteligencia: "Para crear alrededor mío la zona de silencio y tranquilidad necesaria a la vida que no quiere hallar sino en sí misma la causa de sus ocupaciones y de sus quehaceres, he encontrado útiles ante todo la buena educación y la mala fe" (Notas, 102). Dos virtudes indispensables en una sociedad en la cual quien propone una idea inteligente "se siente pronto tan incómodo como si hubiera introducido un elefante" (Notas, 343). Regla de vida imprescindible en este mundo, la sobriedad sigue en pie: ser indiferentes sin cinismos y apasionados sin entusiasmo. Y si es posible, dedicarse a la mejor ocupación: el pensamiento. Tan independiente, placentero y gratificante como para hacernos olvidar hasta la mediocridad de nuestros pensamientos. La esperanza es que la luz de la inteligencia no se extinga e ilumine el inerte cono de sombra que toda existencia arrastra tras de sí: "Quisiera obligarme a no dejar morir un solo día en la inconsistencia hebetada con que lo vivo. Quisiera que, en la noche, su esencia se concentrase en una gota pura de lucidez" (Notas, 342). Ese poco en qué creer En definitiva no queda más que atrincherarse en nuestra ciudadela interior, montando guardia en las entradas de la frágil singularidad de la que somos soberanos. Bien, pero si "el filósofo está hecho para vivir indiferente a todo" (Notas, 77), ¿qué respuesta podríamos dar alguna vez a las tres célebres preguntas de origen kantiano: qué pensar, qué hacer, en qué creer? En el río del tiempo que destruye, todo está destinado a terminar en la misma transitoriedad de la que proviene. Todo va a terminar en el fondo del mar del relativismo y de la precariedad, es decir, en la duda, y nosotros "pasamos nuestra vida golpeando, siempre, a la misma puerta cerrada" (Notas, 243). Sólo la historia, que todo lo abarca, parece capaz de una totalidad. Escepticismo existencial e historicismo ontológico son las inevitables conclusiones: "Mis santos patrones: Montaigne y Burckhardt" (Escolios I, 428). El maestro de la skepsis es también el de la historia. Y sin embargo, "la historia no resuelve ninguno de los problemas que plantea" (Notas, 89), puesto que "la verdad está en la historia, pero la historia no es la verdad" (Escolios I, 245). Para salir de la aporía, hace falta una sabiduría capaz de conciliar fugacidad y permanencia, relatividad y absoluto, inmanencia y trascendencia: una "sabidruía perfecta" que ame "las cosas pasajeras porque pasan y las cosas eternas porque duran" (Notas, 178), y sobre todo que no pretenda "enseñarle a Dios cómo se hacen las cosas" (Notas, 327). Solamente así la inmanencia encuentra un punto de fuga hacia la trascendencia, la temporalidad puede anclarse a un valor y alcanzar la certez de que, más allá de la finitud, se levante y perdure el Eterno. Por lo tanto, es preciso correr el riesgo de imprimir un sentido metafísico a las cosas, y vivir en el mundo como si no fuéramos de este mundo: "Aún sabiendo que todo perece, debemos construir en granito nuestras moradas de una noche" (Escolios II, 191). Esta es la perspectiva de la "metafísica sensual" en la cual todo ser coincide consigo mismo y con la propia singularidad, hallando aquí, y sólo aquí, el propio sentido. Colaboran con esta empresa el arte y la religión. "El mundo, sin la interpretación del arte, sería como las fotografías de la superficie de la luna" (Notas, 266). ¿Y la religión? ¿La verdadera religión? "Es monástica, ascética, autoritaria, jerárquica" (Escolios II, 94), incluso si "no es un conjunto de soluciones, sino un conjunto de problemas" (Notas, 288), e incluso si "ella no explica nada, sino complica todo" (Escolios I, 282). Nos regala, sin embargo, más allá de todo ente, la evidencia deslumbrante del Ser absoluto: "La única cosa de la cual nunca he dudado: la existencia de Dios" (Notas, 112). Bien, ¿pero cuáles son las verdaderas pruebas ontológicas que la demuestran? Una vez más, Gómez Dávila está a un atisbo de la herejía: "A través de la belleza de una frase, de una forma, de un volumen; a través de lo que una presencia humana impone con autoridad serena; a través de su nobleza, su orgullo, su esplendor, su sufrimiento, su dicha; a través de la pasión intelectual que anhela una ascensión áspera, abrupta; es, así, a través de una dialéctica carnal que Dios aparece a mi razón, de manera tan irrefutable como deslumbra mi fe" (Notas, 339). Hasta el ateísmo, pues, se convierte en una demostración de la existencia de Dios. Con admirable coherencia, Gómez Dávila se describe a sí mismo de este modo: "Sensual, escéptico y religioso, no sería quizá una mala definición de lo que soy" (Notas, 246). Una voz inconfundible y pura Es cierto que, en verdad, su obra parece brotar desde la nada. Inactual, incomparable, inclasificable. Una obra que proviene de una inteligencia que no piensa ni los pro ni los contras. Que no piensa dialécticamente, sino diversamente. Que sigue su camino impertérrita y sin indulgencias: "No debemos pensar para nuestro tiempo o contra nuestro tiempo, sino fuera de nuestro tiempo. Y que esto sea imposible, ¿qué importa? pues es ante todo una exigencia de principio y una regla del método" (Notas, 44). Ignorados hasta hace poco tiempo, los sorprendentes aforismos de Gómez Dávila mientras tanto están circulando y encontrando resonancia en todos lados. Lo que le interesaba no era tanto la fortuna que tuvieran, sino que su voz, que amaba esconderse entre pocas palabras, fuera conservada en la memoria de los hombres: "No es una obra lo que quisiera dejar. Las únicas que me interesan se hallan a infinita distancia de mis manos. Pero un pequeño volumen que, de cuando en cuando, alguien abra. Una tenue sombra que seduzca a unos pocos. ¡Si! Para que atraviese el tiempo, una voz inconfundible y pura" (Notas, 340). De cuando en cuando, en noches de insomnio, hemos abierto sus páginas. Hemos escuchado su voz inconfundible y pura. A continuación su solitaria meditación. Desde entonces, sus Escolios se han convertido en nuestro libro de cabecera.
Hay escritores que aparecen inesperados, sin anunciarse por nada ni nadie. Solitarios que se sobreponen a lo imprevisto, intempestivos e irregulares y, por esta razón, inconfundibles e inimitables. Por lo que escribe y por cómo escribe, el colombiano Nicolás Gómez Dávila pertenece por derecho a este grupo, y en el panorama literario y filosófico de la América latina contemporánea constituye un personaje más único que raro. Luego de la afortunada edición de Adelphi de una primera parte de sus Escolios a un texto implícito –publicada con el título italiano de In margine a un testo implicito (Adelphi 2001)– se convirtió en un caso literario y sus aforismos han sido traducidos por todos lados en el mundo. Al cumplirse una década de su muerte, en 2004, los diarios Frankfurter Allgemeine Zeitung y La Repubblica le dedicaron un amplio retrato para recordarlo (ambos textos con mi firma), y también en Colombia, donde hasta hace poco su nombre sólo circulaba en el marco restringido de los amigos y compañeros de tertulias, ha sido repentinamente recuperado. El 27 de julio de 2004, invitada por la hija Rosa Emilia y por el editor Benjamin Villegas, la aristocracia bogotana se dio cita en el Museo El Chicó para conmemorarlo, reflexionar sobre su obra y dar cuenta de su singular fortuna. Allí nació, entre otras cosas, la idea de volver a publicar íntegramente el corpus de sus aforismos, ya inconseguibles en las ediciones originales, y de reunirlo en un cofrecito que fue realizado al año siguiente (Obra Completa en cinco volúmenes, con un volumen mío de introducción: El solitario de Dios, Villegas Editores, 2005). En cuanto a la biografía de Nicolás Gómez Dávila, puede resumirse en tres palabras: "Leyó, escribió y murió". Nacido en Bogotá el 18 de mayo de 1913, a los seis años se trasladó con su familia a París, beneficiándose así de una formación humanística de primer orden, aprendiendo las lenguas antiguas y modernas y adquiriendo familiaridad con los clásicos. Tras regresar a su patria a los 23 años, se retiró a una vida apartada, dedicándose a la escritura y a la lectura, o mejor, a la que era para él la única cura contra el tedio de la existencia: la biblioterapia. En una gran sala de su casa de estilo Tudor, en el barrio Nogal de Bogotá, se ubicaba la imponente biblioteca con la literatura y el pensamiento de la vieja Europa. Allí, Colacho –así lo llamaban sus amigos– se entretenía hasta lo más profundo de la noche, leyendo, meditando y anotando en lápiz sobre cuadernos verdes sus propios escolios, pensando en un libro ideal, "implicito", que sólo se sentía capaz de imaginar. Murió en Bogotá el 17 de mayo de 1994. Jardín sin entradas En sus aforismos, toma forma un universo de pensamiento que se presenta como un recinto cerrado, un jardín sin entradas, en el cual no hay tránsito racional ni inferencia lógica que sirva para ingresar. La única manera para hacerlo es subirse a su ideario siguiendo el hilo de la empatía, compartir intuiciones y visiones, simpatías e idiosincracias, preferencias y anatemas. El único apoyo heurístico es provisto por el mismo Gómez Dávila, involuntariamente, en un volumen editado por iniciativa de su hermano Ignacio, él también escritor, con el simple título de Notas (primer volumen, Mèxico 1954, el segundo nunca se escribió). Se trata de un laboratorio de apuntes, observaciones, máximas, recuerdos y juicios, reelaborados más tarde en los Escolios. Desde el punto de vista del autor, un simple ejercicio preparatorio olvidable; para nosotros un atisbo precioso para espiar el atelier del escritor, observar desde el nacimiento sus movimientos y sus resquicios creativos, entender su espíritu, reconocer y ver madurar su inconfundible estilo construido alrededor de fulminantes efectos lingüísticos y mentales. En suma, es la clave –especulativa, poética y a ratos personal y biográfica– para ensimismarse en la perspectiva gomezdaviliana y entender su visión del mundo y su original teoría del aforismo. Palabras que nacen del silencio Acerca de la vocación exclusiva de Gómez Dávila por este género de escritura breve y elíptica poco agregaré a lo que ya he escrito en el ensayo que acompaña a los Escolios. Concisión y condición paradójica del aforismo son ventajas que se vuelven útiles al escritor colombiano, convencido como está de que las complicaciones del pensamiento pueden hallar espacio en la simplicidad de una frase, y que "la totalidad del universo existe tanto en el universo entero como en cada uno de sus aparentes fragmentos". (Notas, 310). Al adoptar este estilo –que una larga tradición, desde Hipócrates a Nietzsche, ha plasmado y reducido hasta convertirlo en "la expresión verbal más discreta y más vecina al silencio" (Notas, 17)– Gómez Dávila elige algunos modelos que son los que mejor se le asimilan. Su secreta preferencia corresponde, probablemente, a Joseph Joubert. La sutil alusión, la escritura refinada, la religiosidad delicada del desconocido amigo de Chateaubriand resultan congeniar con él de tal modo que a veces su pluma parece mojada en la tinta del mismo tintero. Los une el genio de la brevedad, la maldita ambición de meter siempre un libro entero en una página, una página entera en una frase y esta frase en una palabra: quien escribe aforismos no quiere ser leido sino aprendido de memoria. Lo que distingue a Gómez Dávila son las tintas más fuertes, la sistemática búsqueda de la sentencia contundente, el entimema preferido a la máxima argumentada y al razonamiento completo. El quiere, en definitiva, el cortocircuito que electrice al pensamiento y empuje la imaginación al anudar las simples frases en un todo, como si fueran toques cromáticos de una pintura puntillista. La suya es una "filosofía pointilliste: se pide al lector que gentilmente haga la fusión de los tonos puros" (Notas, 332). Pero hay más. Para Gómez Dávila adoptar el estilo mínimo del aforismo significa darse una disciplina, adoptar una regla de vida, obedecer a una estética de la existencia. "Estas notas no aspiran a enseñar nada a nadie, sino a mantener mi vida en cierto estado de tensión" (Notas, 319). Practicada en forma mínima, con sobriedad, concisión, ascesis, borrando las ideas intermedias e inútiles, la escritura se convierte en una manera para afrontar la tarea desnuda de vivir: "Anhelo que estas notas, pruebas tangibles de mi desistimiento, de mi dimisión, salven del naufragio mi última razón de vivir" (Notas, 15). Por tanto: nulla dies sine linea, permanentes ejercicios de estilo cuya brevedad permita "que lo que deseamos escribir se halle concluido antes de que la conciencia de su mediocridad nos impida continuarlo" (Notas, 223). Incluso la aspiración-límite formulada con drástica coherencia en el siguiente auspicio: "Si es menester, que la lucidez del orgullo nos conduzca a la humildad y que el amor a las palabras nos entregue al silencio" (Notas, 14). Por lo demás, Gómez Dávila sabe cuán ridícula es la condición del escritor sin talento, semejante a la de un "eunuco enamorado" (Notas, 314). Por eso es preciso prestar atención para no burlar los límites de la propia fragilidad, ateniéndose al ethos del la humildad: "No veo en estos cuadernos el repositorio de raras revelaciones; me contento con arrancar a mi estéril inteligencia unas pocas centellas fugitivas" (Notas, 16). La esperanza es que, teniendo paciencia, surjan un día abundantes las palabras capaces de colmar la existencia insular del escritor: "Humildemente acepto que me circunde un ancho silencio; pero haced, Dios mío, que las palabras pueblen mi soledad y labren en ella sus ricas mieles" (Notas, 93). Del desprecio del mundo En la casualidad aparente de su caleidoscopio vertiginoso de aforismos se reconocen algunas configuraciones estables que revelan su visión del mundo: una fe perdurable en Dios, en su omniciencia y omnipotencia, y una desconfianza igualmente radical en el hombre, al cual considera un problema sin solución humana. Una adhesión tenaz a la antigua raíz del catolicismo, a su espíritu tradicionalista más severo, y un rechazo igualmente obstinado de los valores transitados de la modernidad: la razón, el progreso, la emancipación, la larga marcha de la humanidad hacia lo mejor. Una versión exacerbada del medieval contemptus mundi y un rechazo igualmente neto y no negociable de la esperanzada antropología humanística de la dignitas hominis. En fin, un tradicionalismo intransigente e intolerante en el que sólo el estilo rescata las ideas, y que culmina en una espeluznante constatación: "Este siglo se hunde lentamente en un pantano de espermo y de mierda. Cuando manipule los acontecimientos actuales, el historiador futuro deberá ponerse guantes" (Escolios I, 220). Si las cosas son realmente así, ya no es posible ser "conservadores" porque ya no hay nada que conservar sino sólo para demoler. Hay que ser simplemente reaccionario, lo que para Gómez Dávila quiere decir: inteligente. Surge aquí una singular tonalidad en su tradicionalismo. Entre las dos versiones doctrinales del cristianismo: la agustiniano-pascaliana de tendencia fideísta y espiritualista, y la aristotélico-tomista, de impronta racionalista y escolástica, Gómez Dávila elige la primera. No para descartar la razón y dar lugar exclusivamente a la fe, sino para valorar la verdadera inteligencia, la de comprender que en una materia altísima como ésta, demostrar y argumentar significan "perder un tiempo que podríamos consagrar a pensar" (Notas, 214). Y al final llega puntual su confesión: "Más que cristiano, quizá soy un pagano que cree en Cristo" (Escolios I, 316). La espina de la carne ¿Pero cómo se hace para ser inteligente? ¿Cómo se constringe la lucidez? Los prontuarios de inteligencia inevitablemente van a caer en "estupidarios". Puesto que no hay recetas, sólo vale una única recomendación: "Que ante todo espectáculo, enfrente a cualquier circunstancia, el espíritu se asome a sus propias ventanas, los ojos abiertos, dilatadas las narices" (Notas, 222). El hecho es que la inteligencia exasperada puede volverse estéril. Perderse en lo abstracto. Cerrarse y clausurarse. Contra este riesgo, bien en el medio de sentencias metafísicas, Gómez Dávila no duda de llamarse a la realidad densa y sensual de la carne. Para escándalo del mojigato proclama: "Un cuerpo desnudo resuelve todos los problemas del universo" (Escolios I, 127). Un brisa de frescura, que nos induce a desear y a insistirle con una pregunta: ¿quizás entonces el suyo es un contemptus mundi sólo aparente? ¿Un desprecio que, en realidad, se las agarra contra el mundo moderno? ¿O tal vez es el muelle al que se llegó con la madurez de los años, una vez que se dejaron de lado las que con irónica suficiencia define en un momento dado como "ideas de leche"? Escuchemos su explicación, probablemente autobiográfica: "Como los dientes de leche, existen las ideas de leche. ¿A qué edad comenzamos a cambiarlas?" (Notas, 221). La imagen granítica del catolicismo tradicionalista se hace trizas, y se abre así una perspectiva genealógica que explica sentencias por otra parte incompatibles. El joven Nicolás no es el mismo que el viejo. En el primero irrumpe, como contrapeso de la inteligencia, una incontenible sensualidad. La carne en su desear inextinguible. La vida como el más poderoso excitante. Ellas son las que mantienen vivo el fuego de la inteligencia: "Mejor no ser nunca nadie, mejor no ser nunca nada que matar en nosotros el deseo, que extinguir nuestra sed" (Notas, 23). Por lo tanto, podemos afirmar que "la inteligencia que olvida o desprecia los gestos voluptuosos desconoce la densidad que presta al mundo la oscura presencia de la carne" (Notas, 20). Pero vale también lo contrario: "No habremos aprendido a gozar sensualmente el mundo sino cuando el gesto que palpa se prolongue en arabesco de la inteligencia" (Notas, 175). Este es el principio de una metafísica de la sensualidad que percibe como espejismo el inalcanzable punto de equilibrio entre la carne y la inteligencia. Detrás de esta intuición, no hay sólo teoría. Está la vida vivida. Está el mismo Gómez Dávila. "Siento que mi existencia sólo tiene dos puntos de plenitud y de equilibrio... Mi ser se cumple sólo en la yerta cumbre de la idea o en el valle bajo y sofocante del erotismo. La meditación más abstracta sobre el espiritu, sus normas, sus principios, o la tibia selva de los gestos voluptuosos. Sólo me conmueve el lívido amanecer que me encuentra desesperado ante el problema insoluble o ante el cuerpo inviolable, que ni siquiera su complicidad traiciona" (Notas, 111). Se advierte aquí la inclinación al vértigo, al desequilibrio, a la caída. La sensualidad, fuerza irresistible que ejerce sobre todos los seres vivientes una atracción fatal, se convierte en el pretexto para una exaltación mágica, una ocasión para la trascendencia: "¡Ah! Perderse en una espesa selva tenebrosa y carnal. Aspiramos a una posesión demoníaca, per solamente hacemos el amor" (Notas, 33). Pero la sensualidad exasperada trae efectivamente consigo un probema teológico: «Es el refugio del hombre desposeído de Dios, el último recinto donde su desesperación se encara contra la divinidad que lo abandona » (Notas, 315). La obra blasfema del Divino Marqués pone en escena el problema en toda su crudeza: ¿qué queda del hombre, después de la muerte de Dios, si no la naturaleza terrorífica de sus pulsiones? "La obra de Sade es la única tentativa coherente de construir un universo rígidamente vacío de las tres Virtudes Teologales. El universo de Sade es el universo de la absoluta 'finitud'" (Notas, 314-15). Es la antropología negativa más coherente porque "cuando Dios muere, el hombre se animaliza" (Notas, 327). Por lo tanto, no nos hagamos ilusiones: "El hombre es un animal que imagina ser hombre" (Escolios I, 140). Un día cualquiera incluso tendrá que escribir una Crítica de la razón erótica. Ella deberá establecer las condiciones de posibilidad de una "metafísica sensual" capaz de salvar nuestra carne y nuestros cuerpos. Frente a la evidencia de que «todo nace y todo perece», se insinúa una hipótesis: "Quizás lo único que no sea vanidad es la perfección sensual del instante" (Notas, 236). Poner en suspenso el devenir destructivo del tiempo es una quimera que vale la pena soñar: "¡Que ese cuerpo que duerme abandonado junto al mío y esa dulce curva que nace de la nuca y fluye hasta el vientre no perezcan!" (Notas, 82). De la lucidez y de Dios Pero la vida, en su tendencia a perderse, en su mentirse a sí misma, nos arroja a la mediocridad con inexorable melancolía. O nos abandona, dejándonos suspendidos entre la inutilidad de las prescripciones y la estupidez de las prohibiciones, incapaces de decidir y actuar: ¿no tomamos decisiones porque creemos en la sabiduría de las decisiones que la vida toma por sí misma, o creemos en la sabiduría de la vida porque somos incapaces de tomar decisiones? La vida nos empuja entonces hacia una lúcida y desesperante desolación: "Días enteros pasados sin pensar en nada, sometidos a la tiranía y al capricho del momento. ¿En qué piensan los otros? Esta interrogación me parece un problema, hasta que recuerdo la oquedad en la que vago días enteros como en un largo y lento lago azul" (Notas, 228). Y sin embargo también del abismo de este lago emerge, impenetrable, el sentido de superioridad que garantiza la inteligencia: "Para crear alrededor mío la zona de silencio y tranquilidad necesaria a la vida que no quiere hallar sino en sí misma la causa de sus ocupaciones y de sus quehaceres, he encontrado útiles ante todo la buena educación y la mala fe" (Notas, 102). Dos virtudes indispensables en una sociedad en la cual quien propone una idea inteligente "se siente pronto tan incómodo como si hubiera introducido un elefante" (Notas, 343). Regla de vida imprescindible en este mundo, la sobriedad sigue en pie: ser indiferentes sin cinismos y apasionados sin entusiasmo. Y si es posible, dedicarse a la mejor ocupación: el pensamiento. Tan independiente, placentero y gratificante como para hacernos olvidar hasta la mediocridad de nuestros pensamientos. La esperanza es que la luz de la inteligencia no se extinga e ilumine el inerte cono de sombra que toda existencia arrastra tras de sí: "Quisiera obligarme a no dejar morir un solo día en la inconsistencia hebetada con que lo vivo. Quisiera que, en la noche, su esencia se concentrase en una gota pura de lucidez" (Notas, 342). Ese poco en qué creer En definitiva no queda más que atrincherarse en nuestra ciudadela interior, montando guardia en las entradas de la frágil singularidad de la que somos soberanos. Bien, pero si "el filósofo está hecho para vivir indiferente a todo" (Notas, 77), ¿qué respuesta podríamos dar alguna vez a las tres célebres preguntas de origen kantiano: qué pensar, qué hacer, en qué creer? En el río del tiempo que destruye, todo está destinado a terminar en la misma transitoriedad de la que proviene. Todo va a terminar en el fondo del mar del relativismo y de la precariedad, es decir, en la duda, y nosotros "pasamos nuestra vida golpeando, siempre, a la misma puerta cerrada" (Notas, 243). Sólo la historia, que todo lo abarca, parece capaz de una totalidad. Escepticismo existencial e historicismo ontológico son las inevitables conclusiones: "Mis santos patrones: Montaigne y Burckhardt" (Escolios I, 428). El maestro de la skepsis es también el de la historia. Y sin embargo, "la historia no resuelve ninguno de los problemas que plantea" (Notas, 89), puesto que "la verdad está en la historia, pero la historia no es la verdad" (Escolios I, 245). Para salir de la aporía, hace falta una sabiduría capaz de conciliar fugacidad y permanencia, relatividad y absoluto, inmanencia y trascendencia: una "sabidruía perfecta" que ame "las cosas pasajeras porque pasan y las cosas eternas porque duran" (Notas, 178), y sobre todo que no pretenda "enseñarle a Dios cómo se hacen las cosas" (Notas, 327). Solamente así la inmanencia encuentra un punto de fuga hacia la trascendencia, la temporalidad puede anclarse a un valor y alcanzar la certez de que, más allá de la finitud, se levante y perdure el Eterno. Por lo tanto, es preciso correr el riesgo de imprimir un sentido metafísico a las cosas, y vivir en el mundo como si no fuéramos de este mundo: "Aún sabiendo que todo perece, debemos construir en granito nuestras moradas de una noche" (Escolios II, 191). Esta es la perspectiva de la "metafísica sensual" en la cual todo ser coincide consigo mismo y con la propia singularidad, hallando aquí, y sólo aquí, el propio sentido. Colaboran con esta empresa el arte y la religión. "El mundo, sin la interpretación del arte, sería como las fotografías de la superficie de la luna" (Notas, 266). ¿Y la religión? ¿La verdadera religión? "Es monástica, ascética, autoritaria, jerárquica" (Escolios II, 94), incluso si "no es un conjunto de soluciones, sino un conjunto de problemas" (Notas, 288), e incluso si "ella no explica nada, sino complica todo" (Escolios I, 282). Nos regala, sin embargo, más allá de todo ente, la evidencia deslumbrante del Ser absoluto: "La única cosa de la cual nunca he dudado: la existencia de Dios" (Notas, 112). Bien, ¿pero cuáles son las verdaderas pruebas ontológicas que la demuestran? Una vez más, Gómez Dávila está a un atisbo de la herejía: "A través de la belleza de una frase, de una forma, de un volumen; a través de lo que una presencia humana impone con autoridad serena; a través de su nobleza, su orgullo, su esplendor, su sufrimiento, su dicha; a través de la pasión intelectual que anhela una ascensión áspera, abrupta; es, así, a través de una dialéctica carnal que Dios aparece a mi razón, de manera tan irrefutable como deslumbra mi fe" (Notas, 339). Hasta el ateísmo, pues, se convierte en una demostración de la existencia de Dios. Con admirable coherencia, Gómez Dávila se describe a sí mismo de este modo: "Sensual, escéptico y religioso, no sería quizá una mala definición de lo que soy" (Notas, 246). Una voz inconfundible y pura Es cierto que, en verdad, su obra parece brotar desde la nada. Inactual, incomparable, inclasificable. Una obra que proviene de una inteligencia que no piensa ni los pro ni los contras. Que no piensa dialécticamente, sino diversamente. Que sigue su camino impertérrita y sin indulgencias: "No debemos pensar para nuestro tiempo o contra nuestro tiempo, sino fuera de nuestro tiempo. Y que esto sea imposible, ¿qué importa? pues es ante todo una exigencia de principio y una regla del método" (Notas, 44). Ignorados hasta hace poco tiempo, los sorprendentes aforismos de Gómez Dávila mientras tanto están circulando y encontrando resonancia en todos lados. Lo que le interesaba no era tanto la fortuna que tuvieran, sino que su voz, que amaba esconderse entre pocas palabras, fuera conservada en la memoria de los hombres: "No es una obra lo que quisiera dejar. Las únicas que me interesan se hallan a infinita distancia de mis manos. Pero un pequeño volumen que, de cuando en cuando, alguien abra. Una tenue sombra que seduzca a unos pocos. ¡Si! Para que atraviese el tiempo, una voz inconfundible y pura" (Notas, 340). De cuando en cuando, en noches de insomnio, hemos abierto sus páginas. Hemos escuchado su voz inconfundible y pura. A continuación su solitaria meditación. Desde entonces, sus Escolios se han convertido en nuestro libro de cabecera.
MARRUECOS > Tradición bereber
El aceite fabuloso
Entre Agadir y Essaouira, al sudoeste de Marruecos, se extiende una vasta llanura seca y árida poblada por unos arbustos espinosos y fuertes, viejos árboles que velan por la supervivencia del suelo. Es el argán, de cuyo fruto se extrae el aceite que ha dado vida a estas tierras y a sus gentes desde tiempos inmemoriales.
Por Maribel Herruzo
Como un aceite mágico, el argán fue esencial para la vida del pueblo bereber desde tiempos remotos.
Como un aceite mágico, el argán fue esencial para la vida del pueblo bereber desde tiempos remotos.
Las mujeres douar, bereberes de esta área rural y lejana, siempre supieron de las benignas propiedades de un fruto del que se obtenía aceite para sazonar sus platos, alimento para sus animales y combustible para el fuego. Ellas son quienes mantienen todavía viva una tradición que, lejos de perderse, está llegando más allá de sus fronteras naturales, como ya lo hiciera una vez en el lejano siglo XVIII, cuando el aceite impregnó por primera vez las cocinas europeas, aunque fuera pronto arrinconado por el sabor del más familiar aceite de oliva. Si en aquella época no pudo ser, hoy el aceite de argán vuelve con toda la fuerza de un producto cuyas propiedades medicinales han confirmado los expertos en materia nutricional. En los alrededores de Essaouira y Agadir, una serie de cooperativas formadas por mujeres son las encargadas de hacer que ese producto ancestral llegue a nuestras casas, sin que nada haya apenas cambiado en su laboriosa elaboración.
BOSQUES DE ARGAN El árbol pertenece a la familia de las sapotáceas, es de poca altura y copa extendida, aunque algunos ejemplares pueden llegar a medir varios metros. Las flores son amarillo verdosas, sus frutos de dura cáscara y contenido oleaginoso, y su dura madera es usada en la ebanistería local. En el pasado, los bosques de argán llegaron hasta las más norteñas localidades de Safi o El Jadida, pero el aumento de la población y la demanda de carbón y madera durante las dos guerras mundiales menguó el número de árboles y los confinó a la zona que ahora ocupan, unas 700 u 800 mil hectáreas al sudoeste de Marruecos. En 1999, la Unesco incluyó estos bosques en la Red de Reservas Mundiales de la Biosfera, por el importante papel que juegan en el mantenimiento de la balanza ecológica y económica de la región. Las raíces de este árbol que puede llegar a vivir hasta 200 años o más deben buscar el agua muy lejos de la superficie, y son tan profundas (10 metros de media) que ayudan a prevenir la desertización y la erosión del suelo, ya que bastan un par de lluvias al año para que el árbol sobreviva. En una región donde las lluvias apenas alcanzan los 200 o 300 ml por año, el argán es una frontera natural contra el avance del desierto, y su conservación es una de las prioridades del Ministerio de Agricultura marroquí. No es tarea fácil, ya que el número de árboles ha descendido en un tercio del total en apenas un siglo. Las cooperativas que se han formado en los últimos años tienen dos objetivos muy claros: preservar los bosques buscando una salida económica para los productos derivados del argán y mejorar el status social y económico de las mujeres de esta área rural. Que el argán sea un árbol de crecimiento lento y que no dé sus primeros frutos hasta el quinto o sexto año de vida ralentiza la regeneración de los bosques.
METODOS TRADICIONALES Los douar aún mantienen algunas de sus antiguas tradiciones, como que sean las mujeres quienes se ocupen de extraer todo el beneficio de un árbol que durante siglos les ha proporcionado casi todo lo necesario para sobrevivir en estas duras tierras. Aún sigue haciéndolo. Su madera continúa siendo fundamental para la construcción de casas y muebles. De las semillas de sus frutos se ha aprovechado el aceite para usos medicinales y gastronómicos, el sobrante de éste como alimento para los animales e incluso para fabricar jabón, y las duras cáscaras han servido de combustible para la calefacción invernal. Nada se tira, todo se aprovecha de este árbol de apariencia sencilla y algo arisca, con sus hojas espinosas y tronco retorcido por el que trepan las cabras a devorar sus hojas y frutos. De hecho, las cabras han jugado un papel fundamental en el proceso a seguir para conseguir el preciado aceite, puesto que en el pasado eran ellas las que devoraban los frutos y una vez que su estómago asimilaba la primera capa, devolvía la semilla rodeada únicamente de su dura cáscara. Despojar a las semillas de su segunda protección es un trabajo, el más laborioso del proceso, que siguen haciendo a mano las mujeres y, en ocasiones, también los niños.
MUJERES LABORIOSAS Camino a Tamanar, donde se encuentra la cooperativa Amal, a unos 70 kilómetros al sur de Essaouira, decenas de hombres, mujeres y niños apostados bajo la escasa sombra de algún arbusto ofrecen botellas con el líquido preciado a los pocos vehículos que transitan la carretera. Son el producto del duro trabajo de las mujeres en sus casas, que sin embargo tiene pocas posibilidades de comercializarse de manera digna, pues no llega más allá de esta carretera solitaria y poco frecuentada. Sin embargo, en la cooperativa Amal, la joven Najat me explica que el 65 por ciento de la producción se destina al mercado internacional, sobre todo al europeo. Najat es quien me guiará por esta asociación que con sus pocos años de vida ha logrado que Slow Food les concediera en 2001 un premio a la biodiversidad. Amal no es un caso aislado, son varias las cooperativas que pueblan el área que va desde Essaouira hasta Agadir, algunas auspiciadas por ONG no marroquíes y otras impulsadas localmente.
En Amal, palabra que significa “esperanza”, trabajan 70 mujeres de todas las edades que tienen en común el llevar el peso de la familia sobre sus espaldas, viudas, divorciadas o simplemente solas en un universo de hombres. Todas trabajan en el interior de una antigua casona con un amplio patio, y mientras tanto charlan, cantan o celebran, como el día de mi visita, que una antigua compañera se ha casado en la lejana Francia. Aquí permanecen seis horas al día de lunes a viernes. Otra parte del tiempo la invierten, sobre todo las más jóvenes, en estudiar, ya que parte del dinero que se recauda con la venta del aceite se invierte en su educación. En la cooperativa hay un jardín de infantes para los hijos de las trabajadoras, y una biblioteca. Estas mujeres perpetúan una tradición que corría el peligro de perderse, y siguen las técnicas que ya empleaban sus tatarabuelas. Ellas mismas varean los frutos del árbol y lo recogen del suelo y una vez separado el fruto de la dura cáscara, las semillas destinadas al aceite de cocina se tuestan. A partir de aquí, el proceso que se sigue es el mismo para el aceite de consumo humano que para el dermatológico: se muelen en un sencillo molino de piedra y se añade algo de agua templada para formar una masa que irá cayendo poco a poco en otro recipiente. La masa se dejará enfriar un tiempo y luego las manos de la mujer exprimirán el aceite de las pequeñas bolas de masa que irán formando. En Amal han automatizado una pequeña parte del trabajo, y mientras algunas mujeres muelen el aceite ejercitando sus brazos, una máquina hace lo mismo en una habitación contigua, aunque evitando añadir agua a la mezcla. Luego sólo queda embotellarlo y distribuirlo. Francia, Reino Unido, Alemania, Italia, Portugal, Bélgica, Holanda, Canadá, Estados Unidos, Japón y también España son los principales receptores de la producción, no sólo de esta cooperativa sino de todas las que trabajan en la zona.
En Amal, palabra que significa “esperanza”, trabajan 70 mujeres de todas las edades que tienen en común el llevar el peso de la familia sobre sus espaldas, viudas, divorciadas o simplemente solas en un universo de hombres. Todas trabajan en el interior de una antigua casona con un amplio patio, y mientras tanto charlan, cantan o celebran, como el día de mi visita, que una antigua compañera se ha casado en la lejana Francia. Aquí permanecen seis horas al día de lunes a viernes. Otra parte del tiempo la invierten, sobre todo las más jóvenes, en estudiar, ya que parte del dinero que se recauda con la venta del aceite se invierte en su educación. En la cooperativa hay un jardín de infantes para los hijos de las trabajadoras, y una biblioteca. Estas mujeres perpetúan una tradición que corría el peligro de perderse, y siguen las técnicas que ya empleaban sus tatarabuelas. Ellas mismas varean los frutos del árbol y lo recogen del suelo y una vez separado el fruto de la dura cáscara, las semillas destinadas al aceite de cocina se tuestan. A partir de aquí, el proceso que se sigue es el mismo para el aceite de consumo humano que para el dermatológico: se muelen en un sencillo molino de piedra y se añade algo de agua templada para formar una masa que irá cayendo poco a poco en otro recipiente. La masa se dejará enfriar un tiempo y luego las manos de la mujer exprimirán el aceite de las pequeñas bolas de masa que irán formando. En Amal han automatizado una pequeña parte del trabajo, y mientras algunas mujeres muelen el aceite ejercitando sus brazos, una máquina hace lo mismo en una habitación contigua, aunque evitando añadir agua a la mezcla. Luego sólo queda embotellarlo y distribuirlo. Francia, Reino Unido, Alemania, Italia, Portugal, Bélgica, Holanda, Canadá, Estados Unidos, Japón y también España son los principales receptores de la producción, no sólo de esta cooperativa sino de todas las que trabajan en la zona.
OLEOS PARA LA BELLEZA Pero, ¿qué tiene este aceite que no tengan los demás? Las primeras referencias escritas sobre su uso se remontan al siglo XIII a.C., y desde entonces sus propiedades no han dejado de interesar a expertos en nutrición, en salud o en dermatología. Las mujeres douar lo han usado siempre como medicina, pero también como cosmético, pues la composición de este aceite incluye un dosis elevada de vitamina E, un poderoso antioxidante que ayuda a hacer desaparecer los radicales libres. Marcas tan reconocidas como Yves Rocher, Galénique o Palmolive hace tiempo que incluyen el aceite de argán en algunas de sus composiciones cosméticas, aunque ahora algunos salones de belleza se han decantado por pedir el producto tal y como llega directamente de las cooperativas de Marruecos, siguiendo los métodos tradicionales de elaboración y sin mezclar el aceite con ningún otro producto. No sólo la piel de la cara, la de todo el cuerpo puede beneficiarse de esta cura intensiva contra la oxidación y la sequedad. El pelo y las uñas son otros grandes beneficiarios del uso del aceite: en el caso del cabello, se usa como mascarilla antes de aplicar el champú, y para las uñas se lo mezcla con algo de zumo de limón.
UN ACEITE PARA USAR EN FRIO En cuanto a las aplicaciones gastronómicas, este aceite de sabor intenso debe usarse siempre crudo, nunca cocinarlo, pues perdería sus propiedades y el paladar no apreciaría su aroma. Entre sus cualidades más destacadas se encuentra su alta concentración de grasas ácidas monoinsaturadas (entre el 45% y el 50%) y polinsaturadas, de las cuales una gran parte son ácidos linoléicos, excelentes para reducir el colesterol, mantener altos los niveles de inmunidad, favorecer la circulación de la sangre y ayudar en los procesos inflamatorios. Los douar acostumbran a tomar lo que llaman amlou, una especie de mantequilla donde se mezclan los frutos del argán triturados, aceite y miel. Excelente en el desayuno o para tomar entre comidas, no sería extraño que empezase a servirse como entrante a precios astronómicos en los mejores restaurantes de París o Nueva York, donde el aceite ya está en manos de los mejores cocineros.
* Informe: Julián Varsavsky.
Arte > La historia de las calaveras mexicanas
La muerte les sienta bien
La muerte les sienta bien
Desde mucho antes de la llegada de los españoles con su iconografía funeraria, los mexicas dedicaban un día a celebrar la Muerte. Después vinieron las calaveras al pie de la Cruz y las que acompañan a San Francisco de Asís. Y en el siglo XVII asoma el clima festivo que llegaría a su cumbre con José Guadalupe Posada. Pero éste sería apenas uno entre cientos de ilustradores. El impecable volumen La muerte en el impreso mexicano (Editorial RM) ofrece un meticuloso recorrido por esa historia de calaveras que bailan y ríen.
Por Mariana Enriquez
1. LA PORTENTOSA VIDA DE LA MUERTE.DE FRANCISCO AGÜERO BUSTAMANTE, 1792.2. EX LIBRIS PARA JESUS E. LUJAN, DE JULIO RUELAS, 1905.3. TORRE EIFFEL DE CALAVERAS, DE MANUEL MANILLA, DE 330 GRABADOS ORIGINALES.4. PORTADA DE LA PATRIA ILUSTRADA, 1890. AUTOR DESCONOCIDO.5. ”CORRIDO DE STALINGRADO” EN CALAVERAS ESTRANGULADORAS, DE LEOPOLDO MENDEZ, TALLER DE GRAFICA POPULAR, 1942.
1. LA PORTENTOSA VIDA DE LA MUERTE.DE FRANCISCO AGÜERO BUSTAMANTE, 1792.2. EX LIBRIS PARA JESUS E. LUJAN, DE JULIO RUELAS, 1905.3. TORRE EIFFEL DE CALAVERAS, DE MANUEL MANILLA, DE 330 GRABADOS ORIGINALES.4. PORTADA DE LA PATRIA ILUSTRADA, 1890. AUTOR DESCONOCIDO.5. ”CORRIDO DE STALINGRADO” EN CALAVERAS ESTRANGULADORAS, DE LEOPOLDO MENDEZ, TALLER DE GRAFICA POPULAR, 1942.
Calavera en México quiere decir muchas cosas. Quiere decir lo esperable, es decir, los huesos de la cabeza, pero también nombra al esqueleto del cuerpo humano completo. Calavera es también la figura de la muerte, y el caramelo de azúcar que se elabora para el Día de los Muertos, los versos que se escriben para esa misma fecha, el dinero que piden los chicos para comprarse algo ese feriado, o para ahorrarlo. La calavera, en México, se usa para la sátira política, para panfletos, para publicidades, pero sobre todo para festejar. Y toda la historia de las calaveras gráficas, un arte único, extraño, es recorrida por La muerte en el impreso mexicano de Mercurio López Casillas, un libro extraordinario que se consigue en Argentina gracias a Editorial RM, parte de la imperdible colección Biblioteca de Ilustradores Mexicanos.
¿De dónde sale este gusto de los mexicanos por la calavera? Octavio Paz dice que viene de la indiferencia de su pueblo por la muerte (que, agrega, también es indiferencia por la vida). Más riguroso y menos escrutador del alma de la nación es el desarrollo de los acontecimientos: la cultura de los mexicas, explican los historiadores, ya era cultura de la muerte: incluía día y fiesta de los Muertos, y un gusto por lo descarnado. La Conquista, cuando llega, también ama la muerte. No se sincretiza, asegura Casillas: más bien hay una continuación entre la obsesión funeraria mexica y el ars moriendi, la rica iconografía fúnebre española trasmitida a colonias.
Pero hasta entonces son las terribles calaveras al pie de la Cruz, o las que acompañan a San Francisco de Asís (son atributo del santo). A partir de la segunda mitad del siglo XVIII aparecen las primeras manifestaciones de la muerte con carácter festivo. Artistas mexicanos, tanto célebres como anónimos, siguen al pie de la letra el consejo de Montaigne: “Y para empezar a despojarla de su principal ventaja contra nosotros, sigamos el camino opuesto al ordinario; quitémosle la extrañeza, habituémonos, acostumbrémonos a ella”. En 1792 el nativo de Zacatecas Joaquín de Bolaños hace caso y publica su obra La portentosa vida de la muerte, emperatriz de los sepulcros, vengadora de los agravios del altísimo y muy señora de la humana naturaleza, ilustrada con dieciocho grabados en cobre por Francisco Agüero Bustamante. Allí está la primera calavera escrita, sobre un médico amigo de la muerte: “Ese cadáver tan flaco/ fue objeto de mis encantos/ Y fueron sus triunfos tantos/ Que ajustándole la cuenta/ Abasteció de osamenta/ A todos los camposantos”.
Esta obra, tan rara todavía entonces, marca el punto de partida que terminará en José Guadalupe Posada. Aquí no hay nada que ver con la danza macabra: se trata de una muerte que se comporta como un ser humano en situaciones divertidas y cotidianas: es bebé en la cuna, da los primeros pasos de la mano de su abuela, se enamora, se casa, pelea, se deprime, discute, envejece y agoniza. Las estampas “se alejan por primera vez de los cánones típicos del grabado europeo e inauguraron un estilo mexicano”, explica Casillas.
A la sociedad colonial no le gusta esto de las calaveras, pero en el pueblo prendió. Mucho más cuando en 1859 una ley le quitó a la Iglesia toda intervención en entierros y cementerios: con la libertad, el pueblo convirtió el Día de los Muertos en una gran fiesta. Y a fines de ese siglo, después de los avances en grabado logrados por Manuel Manilla, otro especialista en calaveras festivas, surge Posada, y aparece el humor. Dice Monsiváis: “Gracias a las calaveras el humor popular conoce su gran zona de impunidad: la muerte es la gran niveladora, su premonición dibujada y versificada facilita críticas devastadoras y panoramas corrosivos. Posada aprovecha esta ganancia y la convierte en uno de los paisajes alucinantes del arte mexicano”.
Posada hace su primera litografía para la portada de La Patria Ilustrada. Y es sorprendente lo que cuenta Casillas: sólo el 2% de la producción del más famoso de los calaveristas es sobre la muerte. Es que ha sido encasillado allí por su genialidad en la ejecución, y sobre todo por la creación de la Calavera Catrina, ilustración tan popular que dice Monsiváis: “Es un símbolo nacional, al lado del águila y la serpiente, la figura de Zapata, el rostro de Juárez y El Zócalo”.
La muerte en el impreso mexicano descubre a otros ilustradores menos famosos como Julio Ruelas, que prefiere imágenes de una muerte trágica y oscura, decadentista; su influencia principal son los simbolistas, Böcklin en particular. Tanto cumple su papel Ruelas que en 1907 muere de tuberculosis en París. En su momento, fue muy famoso, mucho más que Posada, que murió pobre. Pero el tiempo eligió y el artista del Porfiriato no es Ruelas el europeizante sino Posada el popular, que pintó las miserias del régimen.
En la década del ’30, cuando México vive un auténtico furor creativo, artistas como Diego Rivera y Pablo O’Higgins redescubren lo mexicano, a Posada, a la muerte de los mexicas. En 1937 se funda el Taller de Gráfica Popular, donde toda una generación de grabadores recupera la tradición de Posada. Pero el taller decae hacia los años ’60, cuando lo abandona Leopoldo Méndez, su mejor representante. Y hoy la calavera, en la gráfica, sólo se luce en diarios La Jornada y revistas como La Garrapata. Pero vive y reina cada noviembre en los cementerios, en cada Día de los Muertos que la gente reinventa, con su muerte nupcial, su muerte reidora, su muerte de fiesta.
¿De dónde sale este gusto de los mexicanos por la calavera? Octavio Paz dice que viene de la indiferencia de su pueblo por la muerte (que, agrega, también es indiferencia por la vida). Más riguroso y menos escrutador del alma de la nación es el desarrollo de los acontecimientos: la cultura de los mexicas, explican los historiadores, ya era cultura de la muerte: incluía día y fiesta de los Muertos, y un gusto por lo descarnado. La Conquista, cuando llega, también ama la muerte. No se sincretiza, asegura Casillas: más bien hay una continuación entre la obsesión funeraria mexica y el ars moriendi, la rica iconografía fúnebre española trasmitida a colonias.
Pero hasta entonces son las terribles calaveras al pie de la Cruz, o las que acompañan a San Francisco de Asís (son atributo del santo). A partir de la segunda mitad del siglo XVIII aparecen las primeras manifestaciones de la muerte con carácter festivo. Artistas mexicanos, tanto célebres como anónimos, siguen al pie de la letra el consejo de Montaigne: “Y para empezar a despojarla de su principal ventaja contra nosotros, sigamos el camino opuesto al ordinario; quitémosle la extrañeza, habituémonos, acostumbrémonos a ella”. En 1792 el nativo de Zacatecas Joaquín de Bolaños hace caso y publica su obra La portentosa vida de la muerte, emperatriz de los sepulcros, vengadora de los agravios del altísimo y muy señora de la humana naturaleza, ilustrada con dieciocho grabados en cobre por Francisco Agüero Bustamante. Allí está la primera calavera escrita, sobre un médico amigo de la muerte: “Ese cadáver tan flaco/ fue objeto de mis encantos/ Y fueron sus triunfos tantos/ Que ajustándole la cuenta/ Abasteció de osamenta/ A todos los camposantos”.
Esta obra, tan rara todavía entonces, marca el punto de partida que terminará en José Guadalupe Posada. Aquí no hay nada que ver con la danza macabra: se trata de una muerte que se comporta como un ser humano en situaciones divertidas y cotidianas: es bebé en la cuna, da los primeros pasos de la mano de su abuela, se enamora, se casa, pelea, se deprime, discute, envejece y agoniza. Las estampas “se alejan por primera vez de los cánones típicos del grabado europeo e inauguraron un estilo mexicano”, explica Casillas.
A la sociedad colonial no le gusta esto de las calaveras, pero en el pueblo prendió. Mucho más cuando en 1859 una ley le quitó a la Iglesia toda intervención en entierros y cementerios: con la libertad, el pueblo convirtió el Día de los Muertos en una gran fiesta. Y a fines de ese siglo, después de los avances en grabado logrados por Manuel Manilla, otro especialista en calaveras festivas, surge Posada, y aparece el humor. Dice Monsiváis: “Gracias a las calaveras el humor popular conoce su gran zona de impunidad: la muerte es la gran niveladora, su premonición dibujada y versificada facilita críticas devastadoras y panoramas corrosivos. Posada aprovecha esta ganancia y la convierte en uno de los paisajes alucinantes del arte mexicano”.
Posada hace su primera litografía para la portada de La Patria Ilustrada. Y es sorprendente lo que cuenta Casillas: sólo el 2% de la producción del más famoso de los calaveristas es sobre la muerte. Es que ha sido encasillado allí por su genialidad en la ejecución, y sobre todo por la creación de la Calavera Catrina, ilustración tan popular que dice Monsiváis: “Es un símbolo nacional, al lado del águila y la serpiente, la figura de Zapata, el rostro de Juárez y El Zócalo”.
La muerte en el impreso mexicano descubre a otros ilustradores menos famosos como Julio Ruelas, que prefiere imágenes de una muerte trágica y oscura, decadentista; su influencia principal son los simbolistas, Böcklin en particular. Tanto cumple su papel Ruelas que en 1907 muere de tuberculosis en París. En su momento, fue muy famoso, mucho más que Posada, que murió pobre. Pero el tiempo eligió y el artista del Porfiriato no es Ruelas el europeizante sino Posada el popular, que pintó las miserias del régimen.
En la década del ’30, cuando México vive un auténtico furor creativo, artistas como Diego Rivera y Pablo O’Higgins redescubren lo mexicano, a Posada, a la muerte de los mexicas. En 1937 se funda el Taller de Gráfica Popular, donde toda una generación de grabadores recupera la tradición de Posada. Pero el taller decae hacia los años ’60, cuando lo abandona Leopoldo Méndez, su mejor representante. Y hoy la calavera, en la gráfica, sólo se luce en diarios La Jornada y revistas como La Garrapata. Pero vive y reina cada noviembre en los cementerios, en cada Día de los Muertos que la gente reinventa, con su muerte nupcial, su muerte reidora, su muerte de fiesta.
Sábado 11 de abril de 2009
Médicos y pacientes: un diálogo con mucho ruido
La lingüista Ivonne Bordelois anticipa un libro polémico en el que analiza la relación entre las personas y la medicina actual. Y donde reclama que se vuelvan a escuchar el lenguaje del cuerpo y las palabras llanas de los enfermos
Por Ivonne Bordelois
La palabra es el eje fundamental de nuestra vida de relación. De palabras están hechos nuestros compromisos afectivos, políticos, vitales. Pero la palabra que se intercambia en la entrevista médica aparece rodeada de ansiedades y dudas: existe una situación de riesgo físico a la que se agrega el riesgo del malentendido entre médico y paciente, que pueden compartir el mismo lenguaje, pero no necesariamente un mismo código que los comunique plenamente.
Los ejemplos de los malentendidos que circulan en el lenguaje de la salud acuden en cantidad. La palabra cáncer se encuentra tan expuesta a un ominoso tabú, que un cáncer de colon resulta difícil de anunciar, cuando la glucemia, en porcentajes, tiene un riesgo de muerte más alto. Se trata de representaciones atávicas, productos de la mala información, que es urgente despejar.
Hablamos constantemente de nutrición: nutrir significa dar un porcentaje de hidrocarbonos, proteínas y otras sustancias debidamente proporcionadas a un objeto animado, planta o animal o persona. Pero nosotros no nos nutrimos solamente: somos co-mensales , porque el comer alrededor de una mesa es un acto eminentemente social. El sym-posio griego celebra el acto de la bebida conjunta. No es que los anoréxicos o los bulímicos fallen en su nutrición: fallan en su comensalidad, en su simposio: eso es lo que hay que considerar, lo que conviene transmitir.
Los estudiantes de medicina aprenden cinco mil palabras nuevas en el primer año, cuyo origen y significado en su mayoría desconocen. Y este vocabulario masivo, en vez de fortalecer y ampliar su conciencia profesional, actúa muchas veces como una muralla abrumadora, una pantalla opaca o un sistema de pasaje que los convierte en hablantes y habitantes de un dialecto hermético, separados del resto de la sociedad, poseedores de un secreto que les confiere a la vez poder y lejanía; en suma, los conduce a la alienación.
A la jerga del oficio se une una tecnología muchas veces intimidante: un lenguaje de rayos, tubos, neones y metales se propaga entre la herida y el que la sufre. El hospital -etimológicamente- es sitio de hospedaje, pero también, muchas veces, un recinto de alienación y hostilidad.
Un factor crucial y agravante en el incremento de la incomunicación entre médicos y pacientes es la perentoria exigencia de las prepagas y mutuales, en cuanto a pautas de atención a los pacientes cada vez más breves. Éste es un rasgo evidente de la proletarización de los médicos, obligados por este sistema a trabajar a destajo. Le Breton señala que nuestra medicina no toma en cuenta el tiempo del hombre, como la oriental, porque es una medicina de urgencias. El apuro al que se ve compelido el médico, la ansiedad del paciente que exige el antibiótico o la pastillita conspiran contra la palabra, esa palabra que es a la vez diagnóstico y terapia. Cuando llega a la guardia alguien que se queja de un dolor de pecho, el electrocardiograma no arroja siempre el resultado en su debido tiempo; vale más entonces que se pregunte quién es el enfermo: un diabético, un esquizofrénico, un cirrósico, etcétera, noticias fundamentales para orientar y decidir el tratamiento. Una simple información verbal establecida oportunamente puede en estos casos salvar una vida. Las pocas palabras que puede intercambiar un cirujano sagaz con su paciente, deducidas de su historia clínica, sus datos personales y su presentación verbal ante el médico, son acaso más fecundas en la vida de éste que la operación más admirable.
El psicoanálisis hace de la palabra y de su escucha el resorte fundamental del tratamiento. Los antiguos supieron que la palabra cura. Desde los shamanes y los magos de Oriente, que practicaban y practican sus fórmulas mágicas, hasta el centurión del Evangelio ("No soy digno de que entres en mi propia morada, mas di tan sólo una palabra."), existe una conciencia del poder benéfico del verbo sobre la penuria humana. Pero en el camino del tiempo, en atención al progreso y a la ciencia, el ojo clínico desplaza y sustituye a la voz, a la intimidad del tacto que establece la confianza entre médico y enfermo.
"En los hospitales la gente se muere de hambre de piel", dice Walter Benjamin. Al pasarse de la mano al ojo se pierde la sensación de la piel sobre la piel, algo que ya, en sí, es terapéutico. Tan perdida está esa costumbre que en la actualidad, quienes todavía la aprecian en el ámbito médico han ordenado efectuar, y preservan, un moldeo de manos de médicos viejos que acostumbraban a palpar a sus enfermos.
Se trata de un sistema difícil de cambiar. Pero en el estado actual de la medicina, es imperioso preguntarnos qué pierde el médico y qué pierde el paciente cuando pierde la palabra. Los costos de la profesión médica, que muchos consideran todavía una esfera de privilegio social y económico, se van volviendo excesivamente elevados en el presente sistema. El grupo médico no es precisamente un modelo de armonía psíquica ni de comunicación social exitosa: entre nosotros, los médicos se infartan cinco años antes que el resto de la población, se divorcian nueve veces más y tienen una tasa mucho más alta de suicidios.
No parece extravagante suponer que, entre los factores que han convertido la medicina en una profesión de alto riesgo, se encuentre en un lugar destacado la pérdida de una conexión válida y profunda con la palabra, tanto la del monólogo interior que acompaña los vaivenes de la sensibilidad del médico, expuesto cotidianamente al sufrimiento o a la esperanza, como la del diálogo auténtico con los pacientes. No cabe soslayar la intensidad de frustraciones y sentimientos de impotencia y de culpa -conscientes o inconscientes- que esta carencia básica genera.
Es importante entonces para todos nosotros que los médicos se pregunten acerca del lugar desde donde hablan, y puedan averiguar qué efectos pueden tener sus palabras en la vida de sus pacientes; es importante para los pacientes sentir que pueden compartir el lenguaje de los médicos, transmitir con fuerza y claridad el suyo propio, y medir el alcance de sus palabras entrando en un diálogo personal con ellos que se ajuste a las reglas de un juego leal y estimulante. Y es necesario para todos nosotros reflexionar acerca de cómo términos tales como prevención, prepagas, estado terapéutico, etcétera se han ido instalando de un modo tan paulatino como poderoso en el vocabulario colectivo, sin que se examinen muchas veces los supuestos beneficios y progresos que estas nociones, no siempre saludables, implican.
Sin pretensiones de exhaustividad, quisiéramos orientarnos hacia una reflexión acerca de las dificultades, riquezas y enigmas del lenguaje en la medicina. Nuestro destino se ha ido formando al calor, al color, al sabor de palabras que nos llegaron en momentos cruciales de nuestra existencia, y el encuentro médico es ciertamente uno de estos momentos cruciales. Ahondar la relación entre médico y paciente a través de una conciencia más plena del lenguaje, de modo que su contacto no se restrinja exclusivamente a la enfermedad ni a la salud, sino también a un conocimiento y crecimiento mutuo, algo que nos vaya llevando a todos a una transformación vital: ojalá que este intento no sea totalmente ilusorio.
El cuerpo, el sufrimiento, el sexo, las magias reparadoras, la ciencia avasallante, el mundo admirable y aterrador de los hospitales, el poder y el dinero en el camino de la salud: todo ese universo se ha ido plasmando inconscientemente en palabras que atestiguan la lucha permanente del ser humano por afirmar verbalmente su voluntad de supervivencia. Y hay un lugar en el lenguaje donde la muerte y la vida se miran a los ojos y pretenden dominarse. Sabemos que la vida y la muerte son indecibles; pero también sabemos que el lenguaje es invencible en su esfuerzo en ir empujando los límites de lo que podemos llegar a expresar.
Existe una historia que da cuenta de las huellas que deja esa lucha en la memoria del lenguaje. Podemos advertir la ternura del lenguaje que puebla al cuerpo de diminutivos - pupila es muñequita, rodilla es ruedita- como si desde alguna perspectiva misericordiosa y maternal fuéramos eternamente niños. Hay brutalidad y rencor en el lenguaje que llama matasanos al médico; hay ingenuidad en el lenguaje que aclama a los médicos como doctores -doctores sin tesis ni magistratura. Observemos el retorcimiento del lenguaje que llama embarazada a la mujer que se ha liberado de su cinto para dar lugar a su gestación; la sabiduría del lenguaje que sabe que en la palabra hospital se esconde a la vez el huésped atento y el enemigo infame. Escuchemos el lenguaje misterioso que en la palabra autopsia afirma los poderes omnímodos de la mirada médica. Admiremos el instinto del lenguaje cuando habla de matarse en un accidente. El lenguaje trenza la enfermedad con la exclusión y la culpa, y la salud con la salvación; y estalla en obscenidad impiadosa del lenguaje cuando la muerte se aproxima.
De las muchas enfermedades que pueden aquejarnos, no hay nombre para una de las más corrosivas y traidoras -la que nos aleja de esa fuente de sabiduría, placer y libertad incomensurable que es el lenguaje que todos compartimos. Los antiguos hablaban de la curación por la palabra, una noción que es urgente recuperar, transformada, claro está, por lo que hemos aprendido a través de los siglos acerca de los poderes y los repliegues de las palabras. Pero del mismo modo que se cuidan los instrumentos antes de una operación quirúrgica, debemos estar dispuestos a cuidar y a curar las palabras del intercambio médico, para preservar sus poderes terapéuticos.
Nada sustituye ni supera el alcance de la palabra y la voz humana cuando nos encontramos al borde del sufrimiento y de la muerte. Pero una cultura tan negadora del sufrimiento y de la muerte como la nuestra también niega, necesariamente, ese alcance y esa relevancia, situados más allá de las fronteras del imperio tecnológico. Sin embargo, es posible avanzar en ese territorio, disputándolo a las tinieblas del avasallamiento brutal al que estamos expuestos. La medicina es ciencia y arte, así como el lenguaje es poesía y conocimiento. Que medicina y lenguaje se sienten juntos en el banquete del entendimiento es una de esas ignoradas pero necesarias prioridades que necesitamos hoy por hoy establecer. Persuadir e imaginar
Son muchos los textos que a lo largo del tiempo se han acumulado acerca de la relación médico-paciente, explorando la calidad de las palabras que implica su diálogo; tantos, que se hace difícil elegir los más relevantes en el conjunto. Impresionan en particular, sin embargo, ciertas consonancias complementarias que se establecen a través de los siglos con respecto a este tema. En una época tan escéptica como la nuestra, en la que se evaporan nociones tales como sustancia, historia, sujeto o verdad, conmueve a veces, cualquiera sea el credo o la filosofía a que suscribimos, comprobar ciertas persistencias, cierta tenacidad, ciertas coincidencias centrales en la tarea de descubrir de qué modo específico, a través del diálogo cara a cara, las heridas del ser humano pueden ser ocasiones de encuentro, sabiduría y reparación.
Lo que convence en estos escritos es su textura misma, la manera en que en ellos la palabra se recorta sin retórica, en un simple ademán de pureza, para avanzar hacia el centro mismo del corazón humano. Veintiséis siglos separan los textos de Platón de los de John Berger, y sin embargo resplandece en ellos una misma y profunda certeza. Lo que Platón mira desde el lugar del médico, Berger lo contempla desde el lado del paciente, pero ambos insisten en lo fundamentalmente necesario de la comprensión verbal mutua entre unos y otros.
En el diálogo socrático Cármides o De la Templanza , Cármides se queja de una fuerte jaqueca y Critias intercede ante Sócrates para que éste intente curarlo. Sócrates dice conocer un remedio que le había sido transmitido, mientras servía en el ejército, por uno de los médicos del rey de Tracia, Zamolxis. Platón muestra a Sócrates persuadido de los valores curativos de la palabra, como lo indican los siguientes ejemplos: "Le respondí que mi remedio consistía en cierta hierba, pero que era preciso añadir ciertas palabras mágicas; que pronunciando las palabras y tomando el remedio al mismo tiempo, se recobraba enteramente la salud; pero que, por el contrario, las hierbas sin las palabras no tenían ningún efecto".
No sólo las palabras ejercen un efecto curativo; todo acercamiento a la enfermedad fracasará si no se tiene en cuenta la personalidad toda del paciente, y si no se establece un lazo de persuasión y confianza previa con él:
No debe emprenderse la cura de los ojos sin la de la cabeza, ni la de la cabeza sin la del cuerpo; tampoco debe tratarse el cuerpo sin el alma; y si muchas enfermedades se resisten a los esfuerzos de los médicos helenos, procede de que desconocen el todo, del que por el contrario debe tenerse el mayor cuidado, porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya bien.
Del alma parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre en general, e influye sobre todo lo demás, como la cabeza sobre los ojos. El alma es la que debe ocupar nuestros primeros cuidados, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo estén en buen estado. Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza con este remedio si antes él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras.
Del mismo modo se expresa Platón en Leyes , IV:
El médico libre, el que no atiende a esclavos, comunica sus impresiones al enfermo y a los amigos de éste, y mientras se informa acerca del paciente, al mismo tiempo, en cuanto puede, le instruye; no le prescribe nada sin haberlo persuadido de antemano, y así, con la ayuda de la persuasión, le suaviza y dispone para tratar de conducirle poco a poco a la salud [...]. Las hermosas palabras persuaden al paciente de que el remedio ofrecido es el mejor disponible, y éste acrecienta así su poder curativo, y sutilmente se individualiza el tratamiento. (Destacados nuestros)
Con el transcurso de los siglos y el desarrollo de la psicología, la situación anímica del paciente y el arte de la persuasión van cobrando mayor relieve y profundidad. Esto nos dice John Berger en El verdadero arte de curar :
Un paciente desdichado va al médico y le ofrece una enfermedad con la esperanza de que al menos esa parte de él (la enfermedad) pueda ser reconocible. Cree que su ser es imposible de conocer. No es nadie para el mundo, y el mundo es nada para él. La tarea del médico ahí -a no ser que se limite a aceptar que existe una enfermedad y sencillamente se tranquilice a sí mismo diciéndose que es un paciente "difícil"- es reconocer al hombre. Si el hombre empieza a sentir que es reconocido -y ese reconocimiento podría incluir rasgos de su carácter que él todavía no ha reconocido en sí mismo- habrá cambiado la naturaleza desesperada de su desdicha: incluso podría tener una oportunidad de ser feliz [...].
El reconocimiento tiene que ser oblicuo. El desdichado espera que se lo trate como una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Hay que romper ese círculo. Y eso se puede lograr si el médico se presenta ante el paciente como un hombre igual que él, lo que exige por su parte un gran esfuerzo de imaginación y un conocimiento muy preciso de sí mismo. Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad está dañada, aspectos suyos en el médico, pero de tal modo que parezca que éste es cualquier hombre. Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuentro con el médico y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse.
A medida que aumenta la confianza del paciente, el proceso de reconocimiento se hace más sutil. En una fase posterior del tratamiento, el hecho de que el médico acepta lo que le cuenta y la precisión con que aprecia sus insinuaciones sobre cómo podrían encajar las diferentes partes de su vida terminarán convenciendo al paciente de que él y el médico y el resto de los hombres son semejantes; le parecerá que el médico conoce tan bien como él cualquier cosa que le cuente sobre sus miedos y sus fantasías. Ha dejado de ser una excepción. Puede ser reconocido. Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación. (Destacados nuestros).
Aunque la explicación de texto puede resultar obvia aquí, cabría señalar las notas comunes entre estas citas. Platón y John Berger hablan ambos de un ofrecimiento que el paciente hace al médico al presentarle su enfermedad. Y esta palabra sola, acaso inesperada en este contexto, indica la dignidad que ambos confieren al paciente, advirtiendo que su enfermedad no es exclusivamente un obstáculo, disminución, amenaza o anomalía, sino que bien puede consistir en un don, en un bien a determinado nivel. Platón habla de un ofrecimiento del alma y Berger de un ofrecimiento de la enfermedad, pero en ambos casos hay una ofrenda, una confianza que enaltece al médico, le confiere un poder, en la esperanza de que éste no sea oportunidad de abuso, sino de beneficencia mutua.
Platón va lejos en el requerimiento de la actitud de entrega por parte del paciente: "Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza con este remedio si antes él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras". La desconfianza o la reticencia del paciente, si ignorados, serían motivos de una mala praxis para él: "no te dejes sorprender", advierte.
Y con la entrega no basta: "entra en conversación con el paciente y con sus amigos, y reúne de una vez toda la información relativa al enfermo, y lo instruye en la medida de su capacidad; y no recetará remedios hasta tanto no le haya convencido". El tema de la persuasión es capital en Platón, como lo prueba otra afirmación suya en el Gorgias , donde contrapone la fuerza de la persuasión de la palabra humana ( peithó ) a bía , la fuerza o violencia de los hombres. Platón es respetuoso, cuidadoso, pero también contundente, de acuerdo con su estilo mental autoritario: no debe actuarse de otra manera que la que él prescribe.
Por su parte, el estilo calmo y lento de Berger, su obvia intención de ser claro antes que brillante, las palabras y expresiones que elige -desdicha, reconocimiento, semejanza, imaginación, identidad dañada, persona insignificante, atmósfera antes que palabras-: todo muestra que aquí hay alguien que ha reflexionado profunda, auténticamente, desde el lado del enfermo, acerca de la muy difícil y compleja cualidad del lazo médico-paciente.
El reconocimiento del médico es la primera pauta del alivio de la desdicha del enfermo. "El desdichado espera que se lo trate como una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Hay que romper ese círculo". Aquí conviene recordar las sabias palabras de Laín Entralgo, gran conocedor de este arduo tema, sobre la intención de abandono del enfermo:
El médico a la vez debe resolver inicialmente, en el sentido de la ayuda, la tensión ambivalente que dos tendencias espontáneas y antagonistas, una hacia la ayuda y otra hacia el abandono, suscitan siempre en el alma de quien contempla el espectáculo de la enfermedad. Ser médico implica hallarse habitual y profesionalmente dispuesto a una resolución favorable de la tensión ayuda-abandono.
Si el médico puede verse tentado a abandonar al enfermo, no es menos cierto que el enfermo también experimenta la tentación de abndonarse a sí mismo, como señala Berger. Pero hay dos puntos fundamentales que condicionan la ruptura del círculo mencionado por él. Una es que en el reconocimiento al enfermo, del enfermo, el médico se ofrezca en garantía de semejanza: está reconociendo en el enfermo rasgos de sí mismo, porque ambos -y ésta es la segunda condición- son en el fondo semejantes. "Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad está dañada, aspectos suyos en el médico, pero de tal modo que parezca que éste es cualquier hombre". Como bien lo dice Berger, esto requiere "un gran esfuerzo de imaginación". En la adivinación del médico con respecto al punto en que se anudan su humanidad y la de su paciente, hay un trayecto lleno de obstáculos, vanidades, temores, autodefensa y prejuicios. Pero, como lo sabían poetas tan distintos como Wilde y Unamuno, la clave del amor es precisamente la imaginación. Imaginar al otro en su totalidad, en ese lugar misterioso en que hace parte necesaria del universo, del universo que nos incluye a todos: eso es el amor.
Y aquí se abre una cautela muy importante. Dice Berger: "Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuentro con el médico y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse". Limitación de la palabra, acentuación de la mirada, del tacto, del silencio: ese sistema de comunicación cada vez más sutil va embargando de confianza y fortaleza el ánimo del paciente. Ahora ha sido plenamente reconocido. "Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación", concluye Berger.
Dentro del ámbito no verbal de la comunicación médico-paciente es fundamental el acto de palpar, un arte en gran medida olvidado. Según Laín Entralgo, la persona enferma, al sentirse explorada suavemente y reconocida de esta manera, reflexiona: "Si alguien me toca de modo acariciante, quiere decir que existo; existo y no soy totalmente indigno". Y cita a Nacht: "El adulto, que tanto se esfuerza inconscientemente por acallar al niñito que llora dentro de él, se toma una vacación". Éste es también el sentido de la imposición de manos.
A lo largo de los siglos, como vemos, la praxis y la psicología han ido profundizando aquellos aspectos que Platón ha intuido sólo en los bordes de su experiencia. Platón subraya la necesidad de una competencia específica del médico para persuadir al paciente antes de administrarle los remedios; Berger señala uno a uno los pasos que vuelven verdadera y eficaz esta persuasión. Ambos están hablando de uno de los más difíciles encuentros humanos, y ninguno de ellos rehúye lo específico de esta dificultad, lo delicado de su enfrentamiento y su solución. Y ambos textos nos persuaden a la vez de lo dicho por Platón, porque lo transparentan; y con él nos atrevemos a decir que, en verdad, desde esta perspectiva, "el amor preside a la medicina".
Los ejemplos de los malentendidos que circulan en el lenguaje de la salud acuden en cantidad. La palabra cáncer se encuentra tan expuesta a un ominoso tabú, que un cáncer de colon resulta difícil de anunciar, cuando la glucemia, en porcentajes, tiene un riesgo de muerte más alto. Se trata de representaciones atávicas, productos de la mala información, que es urgente despejar.
Hablamos constantemente de nutrición: nutrir significa dar un porcentaje de hidrocarbonos, proteínas y otras sustancias debidamente proporcionadas a un objeto animado, planta o animal o persona. Pero nosotros no nos nutrimos solamente: somos co-mensales , porque el comer alrededor de una mesa es un acto eminentemente social. El sym-posio griego celebra el acto de la bebida conjunta. No es que los anoréxicos o los bulímicos fallen en su nutrición: fallan en su comensalidad, en su simposio: eso es lo que hay que considerar, lo que conviene transmitir.
Los estudiantes de medicina aprenden cinco mil palabras nuevas en el primer año, cuyo origen y significado en su mayoría desconocen. Y este vocabulario masivo, en vez de fortalecer y ampliar su conciencia profesional, actúa muchas veces como una muralla abrumadora, una pantalla opaca o un sistema de pasaje que los convierte en hablantes y habitantes de un dialecto hermético, separados del resto de la sociedad, poseedores de un secreto que les confiere a la vez poder y lejanía; en suma, los conduce a la alienación.
A la jerga del oficio se une una tecnología muchas veces intimidante: un lenguaje de rayos, tubos, neones y metales se propaga entre la herida y el que la sufre. El hospital -etimológicamente- es sitio de hospedaje, pero también, muchas veces, un recinto de alienación y hostilidad.
Un factor crucial y agravante en el incremento de la incomunicación entre médicos y pacientes es la perentoria exigencia de las prepagas y mutuales, en cuanto a pautas de atención a los pacientes cada vez más breves. Éste es un rasgo evidente de la proletarización de los médicos, obligados por este sistema a trabajar a destajo. Le Breton señala que nuestra medicina no toma en cuenta el tiempo del hombre, como la oriental, porque es una medicina de urgencias. El apuro al que se ve compelido el médico, la ansiedad del paciente que exige el antibiótico o la pastillita conspiran contra la palabra, esa palabra que es a la vez diagnóstico y terapia. Cuando llega a la guardia alguien que se queja de un dolor de pecho, el electrocardiograma no arroja siempre el resultado en su debido tiempo; vale más entonces que se pregunte quién es el enfermo: un diabético, un esquizofrénico, un cirrósico, etcétera, noticias fundamentales para orientar y decidir el tratamiento. Una simple información verbal establecida oportunamente puede en estos casos salvar una vida. Las pocas palabras que puede intercambiar un cirujano sagaz con su paciente, deducidas de su historia clínica, sus datos personales y su presentación verbal ante el médico, son acaso más fecundas en la vida de éste que la operación más admirable.
El psicoanálisis hace de la palabra y de su escucha el resorte fundamental del tratamiento. Los antiguos supieron que la palabra cura. Desde los shamanes y los magos de Oriente, que practicaban y practican sus fórmulas mágicas, hasta el centurión del Evangelio ("No soy digno de que entres en mi propia morada, mas di tan sólo una palabra."), existe una conciencia del poder benéfico del verbo sobre la penuria humana. Pero en el camino del tiempo, en atención al progreso y a la ciencia, el ojo clínico desplaza y sustituye a la voz, a la intimidad del tacto que establece la confianza entre médico y enfermo.
"En los hospitales la gente se muere de hambre de piel", dice Walter Benjamin. Al pasarse de la mano al ojo se pierde la sensación de la piel sobre la piel, algo que ya, en sí, es terapéutico. Tan perdida está esa costumbre que en la actualidad, quienes todavía la aprecian en el ámbito médico han ordenado efectuar, y preservan, un moldeo de manos de médicos viejos que acostumbraban a palpar a sus enfermos.
Se trata de un sistema difícil de cambiar. Pero en el estado actual de la medicina, es imperioso preguntarnos qué pierde el médico y qué pierde el paciente cuando pierde la palabra. Los costos de la profesión médica, que muchos consideran todavía una esfera de privilegio social y económico, se van volviendo excesivamente elevados en el presente sistema. El grupo médico no es precisamente un modelo de armonía psíquica ni de comunicación social exitosa: entre nosotros, los médicos se infartan cinco años antes que el resto de la población, se divorcian nueve veces más y tienen una tasa mucho más alta de suicidios.
No parece extravagante suponer que, entre los factores que han convertido la medicina en una profesión de alto riesgo, se encuentre en un lugar destacado la pérdida de una conexión válida y profunda con la palabra, tanto la del monólogo interior que acompaña los vaivenes de la sensibilidad del médico, expuesto cotidianamente al sufrimiento o a la esperanza, como la del diálogo auténtico con los pacientes. No cabe soslayar la intensidad de frustraciones y sentimientos de impotencia y de culpa -conscientes o inconscientes- que esta carencia básica genera.
Es importante entonces para todos nosotros que los médicos se pregunten acerca del lugar desde donde hablan, y puedan averiguar qué efectos pueden tener sus palabras en la vida de sus pacientes; es importante para los pacientes sentir que pueden compartir el lenguaje de los médicos, transmitir con fuerza y claridad el suyo propio, y medir el alcance de sus palabras entrando en un diálogo personal con ellos que se ajuste a las reglas de un juego leal y estimulante. Y es necesario para todos nosotros reflexionar acerca de cómo términos tales como prevención, prepagas, estado terapéutico, etcétera se han ido instalando de un modo tan paulatino como poderoso en el vocabulario colectivo, sin que se examinen muchas veces los supuestos beneficios y progresos que estas nociones, no siempre saludables, implican.
Sin pretensiones de exhaustividad, quisiéramos orientarnos hacia una reflexión acerca de las dificultades, riquezas y enigmas del lenguaje en la medicina. Nuestro destino se ha ido formando al calor, al color, al sabor de palabras que nos llegaron en momentos cruciales de nuestra existencia, y el encuentro médico es ciertamente uno de estos momentos cruciales. Ahondar la relación entre médico y paciente a través de una conciencia más plena del lenguaje, de modo que su contacto no se restrinja exclusivamente a la enfermedad ni a la salud, sino también a un conocimiento y crecimiento mutuo, algo que nos vaya llevando a todos a una transformación vital: ojalá que este intento no sea totalmente ilusorio.
El cuerpo, el sufrimiento, el sexo, las magias reparadoras, la ciencia avasallante, el mundo admirable y aterrador de los hospitales, el poder y el dinero en el camino de la salud: todo ese universo se ha ido plasmando inconscientemente en palabras que atestiguan la lucha permanente del ser humano por afirmar verbalmente su voluntad de supervivencia. Y hay un lugar en el lenguaje donde la muerte y la vida se miran a los ojos y pretenden dominarse. Sabemos que la vida y la muerte son indecibles; pero también sabemos que el lenguaje es invencible en su esfuerzo en ir empujando los límites de lo que podemos llegar a expresar.
Existe una historia que da cuenta de las huellas que deja esa lucha en la memoria del lenguaje. Podemos advertir la ternura del lenguaje que puebla al cuerpo de diminutivos - pupila es muñequita, rodilla es ruedita- como si desde alguna perspectiva misericordiosa y maternal fuéramos eternamente niños. Hay brutalidad y rencor en el lenguaje que llama matasanos al médico; hay ingenuidad en el lenguaje que aclama a los médicos como doctores -doctores sin tesis ni magistratura. Observemos el retorcimiento del lenguaje que llama embarazada a la mujer que se ha liberado de su cinto para dar lugar a su gestación; la sabiduría del lenguaje que sabe que en la palabra hospital se esconde a la vez el huésped atento y el enemigo infame. Escuchemos el lenguaje misterioso que en la palabra autopsia afirma los poderes omnímodos de la mirada médica. Admiremos el instinto del lenguaje cuando habla de matarse en un accidente. El lenguaje trenza la enfermedad con la exclusión y la culpa, y la salud con la salvación; y estalla en obscenidad impiadosa del lenguaje cuando la muerte se aproxima.
De las muchas enfermedades que pueden aquejarnos, no hay nombre para una de las más corrosivas y traidoras -la que nos aleja de esa fuente de sabiduría, placer y libertad incomensurable que es el lenguaje que todos compartimos. Los antiguos hablaban de la curación por la palabra, una noción que es urgente recuperar, transformada, claro está, por lo que hemos aprendido a través de los siglos acerca de los poderes y los repliegues de las palabras. Pero del mismo modo que se cuidan los instrumentos antes de una operación quirúrgica, debemos estar dispuestos a cuidar y a curar las palabras del intercambio médico, para preservar sus poderes terapéuticos.
Nada sustituye ni supera el alcance de la palabra y la voz humana cuando nos encontramos al borde del sufrimiento y de la muerte. Pero una cultura tan negadora del sufrimiento y de la muerte como la nuestra también niega, necesariamente, ese alcance y esa relevancia, situados más allá de las fronteras del imperio tecnológico. Sin embargo, es posible avanzar en ese territorio, disputándolo a las tinieblas del avasallamiento brutal al que estamos expuestos. La medicina es ciencia y arte, así como el lenguaje es poesía y conocimiento. Que medicina y lenguaje se sienten juntos en el banquete del entendimiento es una de esas ignoradas pero necesarias prioridades que necesitamos hoy por hoy establecer. Persuadir e imaginar
Son muchos los textos que a lo largo del tiempo se han acumulado acerca de la relación médico-paciente, explorando la calidad de las palabras que implica su diálogo; tantos, que se hace difícil elegir los más relevantes en el conjunto. Impresionan en particular, sin embargo, ciertas consonancias complementarias que se establecen a través de los siglos con respecto a este tema. En una época tan escéptica como la nuestra, en la que se evaporan nociones tales como sustancia, historia, sujeto o verdad, conmueve a veces, cualquiera sea el credo o la filosofía a que suscribimos, comprobar ciertas persistencias, cierta tenacidad, ciertas coincidencias centrales en la tarea de descubrir de qué modo específico, a través del diálogo cara a cara, las heridas del ser humano pueden ser ocasiones de encuentro, sabiduría y reparación.
Lo que convence en estos escritos es su textura misma, la manera en que en ellos la palabra se recorta sin retórica, en un simple ademán de pureza, para avanzar hacia el centro mismo del corazón humano. Veintiséis siglos separan los textos de Platón de los de John Berger, y sin embargo resplandece en ellos una misma y profunda certeza. Lo que Platón mira desde el lugar del médico, Berger lo contempla desde el lado del paciente, pero ambos insisten en lo fundamentalmente necesario de la comprensión verbal mutua entre unos y otros.
En el diálogo socrático Cármides o De la Templanza , Cármides se queja de una fuerte jaqueca y Critias intercede ante Sócrates para que éste intente curarlo. Sócrates dice conocer un remedio que le había sido transmitido, mientras servía en el ejército, por uno de los médicos del rey de Tracia, Zamolxis. Platón muestra a Sócrates persuadido de los valores curativos de la palabra, como lo indican los siguientes ejemplos: "Le respondí que mi remedio consistía en cierta hierba, pero que era preciso añadir ciertas palabras mágicas; que pronunciando las palabras y tomando el remedio al mismo tiempo, se recobraba enteramente la salud; pero que, por el contrario, las hierbas sin las palabras no tenían ningún efecto".
No sólo las palabras ejercen un efecto curativo; todo acercamiento a la enfermedad fracasará si no se tiene en cuenta la personalidad toda del paciente, y si no se establece un lazo de persuasión y confianza previa con él:
No debe emprenderse la cura de los ojos sin la de la cabeza, ni la de la cabeza sin la del cuerpo; tampoco debe tratarse el cuerpo sin el alma; y si muchas enfermedades se resisten a los esfuerzos de los médicos helenos, procede de que desconocen el todo, del que por el contrario debe tenerse el mayor cuidado, porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya bien.
Del alma parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre en general, e influye sobre todo lo demás, como la cabeza sobre los ojos. El alma es la que debe ocupar nuestros primeros cuidados, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo estén en buen estado. Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza con este remedio si antes él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras.
Del mismo modo se expresa Platón en Leyes , IV:
El médico libre, el que no atiende a esclavos, comunica sus impresiones al enfermo y a los amigos de éste, y mientras se informa acerca del paciente, al mismo tiempo, en cuanto puede, le instruye; no le prescribe nada sin haberlo persuadido de antemano, y así, con la ayuda de la persuasión, le suaviza y dispone para tratar de conducirle poco a poco a la salud [...]. Las hermosas palabras persuaden al paciente de que el remedio ofrecido es el mejor disponible, y éste acrecienta así su poder curativo, y sutilmente se individualiza el tratamiento. (Destacados nuestros)
Con el transcurso de los siglos y el desarrollo de la psicología, la situación anímica del paciente y el arte de la persuasión van cobrando mayor relieve y profundidad. Esto nos dice John Berger en El verdadero arte de curar :
Un paciente desdichado va al médico y le ofrece una enfermedad con la esperanza de que al menos esa parte de él (la enfermedad) pueda ser reconocible. Cree que su ser es imposible de conocer. No es nadie para el mundo, y el mundo es nada para él. La tarea del médico ahí -a no ser que se limite a aceptar que existe una enfermedad y sencillamente se tranquilice a sí mismo diciéndose que es un paciente "difícil"- es reconocer al hombre. Si el hombre empieza a sentir que es reconocido -y ese reconocimiento podría incluir rasgos de su carácter que él todavía no ha reconocido en sí mismo- habrá cambiado la naturaleza desesperada de su desdicha: incluso podría tener una oportunidad de ser feliz [...].
El reconocimiento tiene que ser oblicuo. El desdichado espera que se lo trate como una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Hay que romper ese círculo. Y eso se puede lograr si el médico se presenta ante el paciente como un hombre igual que él, lo que exige por su parte un gran esfuerzo de imaginación y un conocimiento muy preciso de sí mismo. Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad está dañada, aspectos suyos en el médico, pero de tal modo que parezca que éste es cualquier hombre. Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuentro con el médico y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse.
A medida que aumenta la confianza del paciente, el proceso de reconocimiento se hace más sutil. En una fase posterior del tratamiento, el hecho de que el médico acepta lo que le cuenta y la precisión con que aprecia sus insinuaciones sobre cómo podrían encajar las diferentes partes de su vida terminarán convenciendo al paciente de que él y el médico y el resto de los hombres son semejantes; le parecerá que el médico conoce tan bien como él cualquier cosa que le cuente sobre sus miedos y sus fantasías. Ha dejado de ser una excepción. Puede ser reconocido. Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación. (Destacados nuestros).
Aunque la explicación de texto puede resultar obvia aquí, cabría señalar las notas comunes entre estas citas. Platón y John Berger hablan ambos de un ofrecimiento que el paciente hace al médico al presentarle su enfermedad. Y esta palabra sola, acaso inesperada en este contexto, indica la dignidad que ambos confieren al paciente, advirtiendo que su enfermedad no es exclusivamente un obstáculo, disminución, amenaza o anomalía, sino que bien puede consistir en un don, en un bien a determinado nivel. Platón habla de un ofrecimiento del alma y Berger de un ofrecimiento de la enfermedad, pero en ambos casos hay una ofrenda, una confianza que enaltece al médico, le confiere un poder, en la esperanza de que éste no sea oportunidad de abuso, sino de beneficencia mutua.
Platón va lejos en el requerimiento de la actitud de entrega por parte del paciente: "Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza con este remedio si antes él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras". La desconfianza o la reticencia del paciente, si ignorados, serían motivos de una mala praxis para él: "no te dejes sorprender", advierte.
Y con la entrega no basta: "entra en conversación con el paciente y con sus amigos, y reúne de una vez toda la información relativa al enfermo, y lo instruye en la medida de su capacidad; y no recetará remedios hasta tanto no le haya convencido". El tema de la persuasión es capital en Platón, como lo prueba otra afirmación suya en el Gorgias , donde contrapone la fuerza de la persuasión de la palabra humana ( peithó ) a bía , la fuerza o violencia de los hombres. Platón es respetuoso, cuidadoso, pero también contundente, de acuerdo con su estilo mental autoritario: no debe actuarse de otra manera que la que él prescribe.
Por su parte, el estilo calmo y lento de Berger, su obvia intención de ser claro antes que brillante, las palabras y expresiones que elige -desdicha, reconocimiento, semejanza, imaginación, identidad dañada, persona insignificante, atmósfera antes que palabras-: todo muestra que aquí hay alguien que ha reflexionado profunda, auténticamente, desde el lado del enfermo, acerca de la muy difícil y compleja cualidad del lazo médico-paciente.
El reconocimiento del médico es la primera pauta del alivio de la desdicha del enfermo. "El desdichado espera que se lo trate como una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Hay que romper ese círculo". Aquí conviene recordar las sabias palabras de Laín Entralgo, gran conocedor de este arduo tema, sobre la intención de abandono del enfermo:
El médico a la vez debe resolver inicialmente, en el sentido de la ayuda, la tensión ambivalente que dos tendencias espontáneas y antagonistas, una hacia la ayuda y otra hacia el abandono, suscitan siempre en el alma de quien contempla el espectáculo de la enfermedad. Ser médico implica hallarse habitual y profesionalmente dispuesto a una resolución favorable de la tensión ayuda-abandono.
Si el médico puede verse tentado a abandonar al enfermo, no es menos cierto que el enfermo también experimenta la tentación de abndonarse a sí mismo, como señala Berger. Pero hay dos puntos fundamentales que condicionan la ruptura del círculo mencionado por él. Una es que en el reconocimiento al enfermo, del enfermo, el médico se ofrezca en garantía de semejanza: está reconociendo en el enfermo rasgos de sí mismo, porque ambos -y ésta es la segunda condición- son en el fondo semejantes. "Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad está dañada, aspectos suyos en el médico, pero de tal modo que parezca que éste es cualquier hombre". Como bien lo dice Berger, esto requiere "un gran esfuerzo de imaginación". En la adivinación del médico con respecto al punto en que se anudan su humanidad y la de su paciente, hay un trayecto lleno de obstáculos, vanidades, temores, autodefensa y prejuicios. Pero, como lo sabían poetas tan distintos como Wilde y Unamuno, la clave del amor es precisamente la imaginación. Imaginar al otro en su totalidad, en ese lugar misterioso en que hace parte necesaria del universo, del universo que nos incluye a todos: eso es el amor.
Y aquí se abre una cautela muy importante. Dice Berger: "Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuentro con el médico y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse". Limitación de la palabra, acentuación de la mirada, del tacto, del silencio: ese sistema de comunicación cada vez más sutil va embargando de confianza y fortaleza el ánimo del paciente. Ahora ha sido plenamente reconocido. "Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación", concluye Berger.
Dentro del ámbito no verbal de la comunicación médico-paciente es fundamental el acto de palpar, un arte en gran medida olvidado. Según Laín Entralgo, la persona enferma, al sentirse explorada suavemente y reconocida de esta manera, reflexiona: "Si alguien me toca de modo acariciante, quiere decir que existo; existo y no soy totalmente indigno". Y cita a Nacht: "El adulto, que tanto se esfuerza inconscientemente por acallar al niñito que llora dentro de él, se toma una vacación". Éste es también el sentido de la imposición de manos.
A lo largo de los siglos, como vemos, la praxis y la psicología han ido profundizando aquellos aspectos que Platón ha intuido sólo en los bordes de su experiencia. Platón subraya la necesidad de una competencia específica del médico para persuadir al paciente antes de administrarle los remedios; Berger señala uno a uno los pasos que vuelven verdadera y eficaz esta persuasión. Ambos están hablando de uno de los más difíciles encuentros humanos, y ninguno de ellos rehúye lo específico de esta dificultad, lo delicado de su enfrentamiento y su solución. Y ambos textos nos persuaden a la vez de lo dicho por Platón, porque lo transparentan; y con él nos atrevemos a decir que, en verdad, desde esta perspectiva, "el amor preside a la medicina".
El habla del cuerpo
Entre la ciencia y la humanidad
El prestigioso científico y ex rector de la Universidad de Buenos Aires reflexiona sobre el libro de Ivonne Bordelois. Admite que los médicos de hoy son más poderosos ante el sufrimiento que los de antaño, pero también más sordos. A menudo, no entienden el sentido profundo de las palabras con las que se lamentan quienes recurren a ellos en busca de cura y consuelo
Entre la ciencia y la humanidad
El prestigioso científico y ex rector de la Universidad de Buenos Aires reflexiona sobre el libro de Ivonne Bordelois. Admite que los médicos de hoy son más poderosos ante el sufrimiento que los de antaño, pero también más sordos. A menudo, no entienden el sentido profundo de las palabras con las que se lamentan quienes recurren a ellos en busca de cura y consuelo
Por Guillermo Jaim Etcheverry
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
El nuevo libro de Ivonne Bordelois, A la escucha del cuerpo. Puentes entre la salud y las palabras , constituye un aporte original y trascendente a una cuestión central de nuestro tiempo. La importancia de la apasionante exploración de la medicina que relata el libro reside en el hecho de que, en una época en que la tecnología parece querer ocupar el centro del quehacer médico, su autora nos advierte que, en realidad, es la palabra la que está siendo desplazada de ese lugar. Nos muestra que deberíamos volver a considerarla lo que en realidad es: el medio más sensible y específico para diagnosticar las enfermedades. También resulta esencial para el tratamiento de los pacientes porque la palabra del médico constituye una de las más poderosas herramientas que éste puede poner al servicio de la curación.
La autora, reconocida lingüista y poeta, invita al lector a acompañarla en un recorrido por el origen y el significado de muchas de las palabras que protagonizan el encuentro del médico con su paciente. Pero el libro no se limita al análisis etimológico, que por supuesto desarrolla, sino que, por medio de él, explora la evolución histórica de los conceptos relacionados con la salud y con la enfermedad, con las sensaciones del paciente y con el saber del médico. Este cuidadoso rescate del origen y la mutación de la palabra, que descubre sus riquezas y matices pero también sus carencias, discriminaciones y parcialidades -como lo señala la autora-, ayuda a comprender la actividad del médico y, en no pocos casos, a advertir las distorsiones que está experimentando en nuestra época. Volver al origen de las palabras, reconocer en ellas la historia oculta de lo que nombran, se convierte en un pretexto para regresar a las fuentes mismas de la medicina.
En 1861, en sus Lecciones sobre Clínica Médica , el gran médico francés Armand Trousseau señalaba:
En algún momento, cada ciencia se vincula al arte y, a su vez, cada arte posee su aspecto científico; el peor hombre de ciencia es aquel que nunca actúa como un artista y el peor artista es quien nunca lo hace como un científico. En las épocas primitivas la medicina nació como un arte que tenía su lugar junto a la poesía y a la pintura; hoy tratan de convertirla en una ciencia, ubicándola en compañía de la matemática, la astronomía y la física.
Efectivamente, el péndulo de la medicina se ha ido desplazando del extremo artístico hacia el científico. Los avances de la ciencia y el desarrollo de las nuevas tecnologías a las que ésta da origen modificaron radicalmente la práctica de la medicina. Su efectividad es crecientemente juzgada sobre la base de estándares científicos.
Sin embargo, la medicina parece estar engañándose a sí misma con esta obsesión por ser sólo ciencia. Resulta evidente que nuestra profesión nunca seguirá excluyentemente ese camino ya que permanecerá firmemente enraizada en el terreno de los asuntos humanos, con todos los matices nebulosos, subjetivos e irracionales que esto inevitablemente supone y que la vinculan con la esencia profunda de lo humano. Como lo sugiere Trousseau, la medicina parece destinada a quedar definitivamente ubicada entre la ciencia y la humanidad.
Nadie discutiría hoy que la ciencia resulta esencial para la medicina pero no queda tan claro que ésta no puede ser simplemente identificada con la ciencia pura, ni siquiera con la aplicada. Tampoco lo está el hecho de que esta concepción conduce, inevitablemente, a la pérdida de la comprensión del papel central que desempeña la palabra. Como bien lo destaca Bordelois, el arte de la medicina está centrado, esencialmente, en la capacidad de escucha y en la interacción humana. Es decir que la ciencia sólo puede cumplir su misión si los médicos practican con efectividad el arte de la medicina para lo que deben haber comprendido la trascendencia de su misión humana que se ejerce con conocimiento técnico, con equipos, con medicamentos y, sobre todo, mediante palabras.
La visión excluyente de la medicina como ciencia ha llevado a que quienes la practican estén crecientemente entrenados en esos aspectos de su quehacer pero poco capacitados en las habilidades personales y sociales necesarias para relacionarse como seres humanos con sus pacientes. En ese vínculo con el otro que busca ayuda, la palabra ocupa una posición central. Paradigma de comunicación, la relación entre el médico y su paciente está mediada por palabras, las que se dicen, las que se escuchan, hasta las que se callan.
Efectivamente, toda la información, independientemente de cuán completa y exacta sea, debe ser interpretada por el médico quien le da sentido y la aplica a su tarea. Además de los parámetros "científicos", los expertos toman en cuenta detalles imprecisos, tales como el contexto, el costo, la conveniencia y el sistema de valores de cada paciente. También influencian el juicio clínico factores que dependen del médico: emociones, prejuicios, temor al riesgo, tolerancia de la incertidumbre y conocimiento personal del paciente. Por eso, la práctica de la medicina clínica, con la complejidad y sofisticación de los juicios cotidianos a los que obliga, es el arte de utilizar la ciencia para auxiliar al paciente. Mientras que la ciencia busca conocer, la medicina intenta ayudar a quien sufre.
Por eso, al recurrir a la ciencia y la tecnología, el médico debe ubicarlas en su contexto apropiado, guiado por la estructura filosófica subyacente de su arte. Debe reconocer que las quejas acerca de lo somático son en realidad parte de un complejo más abarcador y que, para ser útil, la medicina debe actuar de manera efectiva en ese estrato fundamental. En síntesis, la medicina debería reencontrarse con su razón de ser. El análisis de las palabras relacionadas con la actividad médica al que nos invita Bordelois constituye un aporte esencial para alcanzar ese objetivo porque, como lo sugiere, el médico corre hoy el grave peligro de perder "la conexión válida y profunda con la palabra, tanto en el plano del monólogo interior? como en el del diálogo auténtico con los pacientes".
En la introducción del famoso Tratado de Medicina Interna de Harrison figura esta frase sugestiva: "El verdadero médico tiene una amplitud shakesperiana de intereses: se interesa en el sabio y en el simple, en el orgulloso y en el humilde, en el héroe estoico y en el villano doliente".
Cuando es capaz de demostrar todos esos intereses, el médico se involucra en historias humanas particulares. Eso no es materia de la ciencia sino de lo poético. Se manifiesta en el ámbito de la particularidad, la paradoja y las pasiones. Al médico se le descubre el drama de las vidas individuales, uno de los privilegios de su actividad. Ve a las personas en sus mejores aspectos y también en sus peores circunstancias. Las ve estoicas y vulnerables, devastadas y entusiasmadas. Y, si presta atención, en el proceso aprende algo de lo que significa ser humano. En especial, adquiere la oportunidad de participar en el drama del ser humano mortal en búsqueda de sentido. De este modo, si el médico está atento a la palabra de su paciente y si comprende lo que significa, puede trascender la profesión médica, incorporándose así a sus tradiciones más antiguas.
A pesar de que la medicina depende de la ciencia en lo que respecta a muchas de sus herramientas, como ya se ha señalado, sus fines suponen más que un triunfo sobre la enfermedad ya que también incluyen las batallas espirituales y morales que libran los pacientes viviendo con la incertidumbre y el sufrimiento. Incluso las destinadas a ser perdidas. Es en esas situaciones cuando el médico puede demostrar su virtud en la medida en que sea capaz de comprender eso que distingue la medicina de la ciencia, una distinción que, no pocas veces, reside en las palabras. Puede advertir que concebir a su paciente como pura materialidad es una suerte de degradación, inclusive si es eso lo que el propio enfermo desea. De maneras sutiles, o no tanto, el joven médico científico actual aprende que sus interrogantes más naturales son considerados ingenuos o, en el mejor de los casos, lo aproximan a un tembladeral de subjetividad que tiende a evitar.
Sin embargo, nuestras propias limitaciones como médicos, en lugar de ser sólo ocasiones para la desilusión, ofrecen una oportunidad para reflexionar sobre el destino del ser humano. Para ello, necesitamos incorporar a nuestra visión las obvias limitaciones de la ciencia natural cuando se trata de develar los interrogantes humanos fundamentales.
Los médicos de hoy son sin duda más poderosos que los de antaño pero también, más sordos. Están mucho menos inermes ante el sufrimiento pero, a menudo, no pueden comprender el sentido profundo de las palabras mediante las que se lamentan quienes lo padecen. Una formación más integral, más preocupada por su "humanización", que les proporcione una comprensión más clara de la naturaleza de su labor, puede atenuar esa sordera de los médicos. Seguramente no les facilitará evitar lo irremediable pero, al menos, los dejará menos desvalidos en su tarea cotidiana.
Al concluir su libro, Ivonne Bordelois evoca un diálogo que mantiene un médico, Daniel Flichtentrei, con una paciente correntina internada en un hospital quien, además de recurrir a su ayuda profesional, yace rodeada de objetos y talismanes en los que confía para sanarse. A la pregunta del médico "¿Por qué no se internan en sus templos?", la mujer responde: "No se enoje, pero lo que pasa, doctorcito, es que estamos enfermos de más cosas de las que ustedes pueden curarnos y confiamos en la medicina menos de lo que ustedes pueden tolerar".
No resulta sencillo para la medicina contemporánea admitir estas otras dimensiones porque escapan al rumbo pretendidamente exacto y científico al que, ante la incertidumbre de su quehacer, busca aferrarse con desesperación. Edmund Pellegrino, uno de los padres de la bioética en los EE.UU., define la medicina como "la más humana de las ciencias, la más científica de las humanidades". Esa caracterización, mencionada por la autora en su libro, plantea el dilema central de la profesión médica: el mantenimiento del delicado equilibrio entre el arte y la ciencia de la medicina.
Ivonne Bordelois realiza un aporte trascendental y fundante para restablecer ese equilibrio cuando, mediante el análisis de las palabras que se emplean en el diálogo médico, estimula la reflexión profunda acerca de esa actividad. Es un preocupado y preocupante llamado de atención ante la pérdida de sentido que amenaza a la medicina actual. Sin la comprensión de lo que las palabras denotan, no se puede pensar lo que la medicina es. Junto con nosotros, los lectores, "lava las palabras" -bella expresión que escuché a la autora- y esa tarea vuelve la lectura de su texto imprescindible para los médicos porque los ayuda a descubrir aspectos esenciales y poco enseñados de su propia actividad. Al recorrer sus páginas, resulta evidente que la palabra constituye la principal tecnología que tienen a su disposición. A los pacientes, es decir a todos porque lo somos o lo seremos en algún momento de nuestras existencias, el libro nos muestra los límites que enfrentan quienes se dedican a acompañarnos cuando sufrimos, nos sugiere los peligros de la extrema "medicalización" de la vida en la que estamos embarcados, nos descubre los intereses a los que esto responde y, sobre todo, reivindica la palabra -que es lo que nos define como humanos- como el elemento central de la comunicación de aquello que somos y de lo que nos sucede en el devenir de nuestras vidas.
La autora, reconocida lingüista y poeta, invita al lector a acompañarla en un recorrido por el origen y el significado de muchas de las palabras que protagonizan el encuentro del médico con su paciente. Pero el libro no se limita al análisis etimológico, que por supuesto desarrolla, sino que, por medio de él, explora la evolución histórica de los conceptos relacionados con la salud y con la enfermedad, con las sensaciones del paciente y con el saber del médico. Este cuidadoso rescate del origen y la mutación de la palabra, que descubre sus riquezas y matices pero también sus carencias, discriminaciones y parcialidades -como lo señala la autora-, ayuda a comprender la actividad del médico y, en no pocos casos, a advertir las distorsiones que está experimentando en nuestra época. Volver al origen de las palabras, reconocer en ellas la historia oculta de lo que nombran, se convierte en un pretexto para regresar a las fuentes mismas de la medicina.
En 1861, en sus Lecciones sobre Clínica Médica , el gran médico francés Armand Trousseau señalaba:
En algún momento, cada ciencia se vincula al arte y, a su vez, cada arte posee su aspecto científico; el peor hombre de ciencia es aquel que nunca actúa como un artista y el peor artista es quien nunca lo hace como un científico. En las épocas primitivas la medicina nació como un arte que tenía su lugar junto a la poesía y a la pintura; hoy tratan de convertirla en una ciencia, ubicándola en compañía de la matemática, la astronomía y la física.
Efectivamente, el péndulo de la medicina se ha ido desplazando del extremo artístico hacia el científico. Los avances de la ciencia y el desarrollo de las nuevas tecnologías a las que ésta da origen modificaron radicalmente la práctica de la medicina. Su efectividad es crecientemente juzgada sobre la base de estándares científicos.
Sin embargo, la medicina parece estar engañándose a sí misma con esta obsesión por ser sólo ciencia. Resulta evidente que nuestra profesión nunca seguirá excluyentemente ese camino ya que permanecerá firmemente enraizada en el terreno de los asuntos humanos, con todos los matices nebulosos, subjetivos e irracionales que esto inevitablemente supone y que la vinculan con la esencia profunda de lo humano. Como lo sugiere Trousseau, la medicina parece destinada a quedar definitivamente ubicada entre la ciencia y la humanidad.
Nadie discutiría hoy que la ciencia resulta esencial para la medicina pero no queda tan claro que ésta no puede ser simplemente identificada con la ciencia pura, ni siquiera con la aplicada. Tampoco lo está el hecho de que esta concepción conduce, inevitablemente, a la pérdida de la comprensión del papel central que desempeña la palabra. Como bien lo destaca Bordelois, el arte de la medicina está centrado, esencialmente, en la capacidad de escucha y en la interacción humana. Es decir que la ciencia sólo puede cumplir su misión si los médicos practican con efectividad el arte de la medicina para lo que deben haber comprendido la trascendencia de su misión humana que se ejerce con conocimiento técnico, con equipos, con medicamentos y, sobre todo, mediante palabras.
La visión excluyente de la medicina como ciencia ha llevado a que quienes la practican estén crecientemente entrenados en esos aspectos de su quehacer pero poco capacitados en las habilidades personales y sociales necesarias para relacionarse como seres humanos con sus pacientes. En ese vínculo con el otro que busca ayuda, la palabra ocupa una posición central. Paradigma de comunicación, la relación entre el médico y su paciente está mediada por palabras, las que se dicen, las que se escuchan, hasta las que se callan.
Efectivamente, toda la información, independientemente de cuán completa y exacta sea, debe ser interpretada por el médico quien le da sentido y la aplica a su tarea. Además de los parámetros "científicos", los expertos toman en cuenta detalles imprecisos, tales como el contexto, el costo, la conveniencia y el sistema de valores de cada paciente. También influencian el juicio clínico factores que dependen del médico: emociones, prejuicios, temor al riesgo, tolerancia de la incertidumbre y conocimiento personal del paciente. Por eso, la práctica de la medicina clínica, con la complejidad y sofisticación de los juicios cotidianos a los que obliga, es el arte de utilizar la ciencia para auxiliar al paciente. Mientras que la ciencia busca conocer, la medicina intenta ayudar a quien sufre.
Por eso, al recurrir a la ciencia y la tecnología, el médico debe ubicarlas en su contexto apropiado, guiado por la estructura filosófica subyacente de su arte. Debe reconocer que las quejas acerca de lo somático son en realidad parte de un complejo más abarcador y que, para ser útil, la medicina debe actuar de manera efectiva en ese estrato fundamental. En síntesis, la medicina debería reencontrarse con su razón de ser. El análisis de las palabras relacionadas con la actividad médica al que nos invita Bordelois constituye un aporte esencial para alcanzar ese objetivo porque, como lo sugiere, el médico corre hoy el grave peligro de perder "la conexión válida y profunda con la palabra, tanto en el plano del monólogo interior? como en el del diálogo auténtico con los pacientes".
En la introducción del famoso Tratado de Medicina Interna de Harrison figura esta frase sugestiva: "El verdadero médico tiene una amplitud shakesperiana de intereses: se interesa en el sabio y en el simple, en el orgulloso y en el humilde, en el héroe estoico y en el villano doliente".
Cuando es capaz de demostrar todos esos intereses, el médico se involucra en historias humanas particulares. Eso no es materia de la ciencia sino de lo poético. Se manifiesta en el ámbito de la particularidad, la paradoja y las pasiones. Al médico se le descubre el drama de las vidas individuales, uno de los privilegios de su actividad. Ve a las personas en sus mejores aspectos y también en sus peores circunstancias. Las ve estoicas y vulnerables, devastadas y entusiasmadas. Y, si presta atención, en el proceso aprende algo de lo que significa ser humano. En especial, adquiere la oportunidad de participar en el drama del ser humano mortal en búsqueda de sentido. De este modo, si el médico está atento a la palabra de su paciente y si comprende lo que significa, puede trascender la profesión médica, incorporándose así a sus tradiciones más antiguas.
A pesar de que la medicina depende de la ciencia en lo que respecta a muchas de sus herramientas, como ya se ha señalado, sus fines suponen más que un triunfo sobre la enfermedad ya que también incluyen las batallas espirituales y morales que libran los pacientes viviendo con la incertidumbre y el sufrimiento. Incluso las destinadas a ser perdidas. Es en esas situaciones cuando el médico puede demostrar su virtud en la medida en que sea capaz de comprender eso que distingue la medicina de la ciencia, una distinción que, no pocas veces, reside en las palabras. Puede advertir que concebir a su paciente como pura materialidad es una suerte de degradación, inclusive si es eso lo que el propio enfermo desea. De maneras sutiles, o no tanto, el joven médico científico actual aprende que sus interrogantes más naturales son considerados ingenuos o, en el mejor de los casos, lo aproximan a un tembladeral de subjetividad que tiende a evitar.
Sin embargo, nuestras propias limitaciones como médicos, en lugar de ser sólo ocasiones para la desilusión, ofrecen una oportunidad para reflexionar sobre el destino del ser humano. Para ello, necesitamos incorporar a nuestra visión las obvias limitaciones de la ciencia natural cuando se trata de develar los interrogantes humanos fundamentales.
Los médicos de hoy son sin duda más poderosos que los de antaño pero también, más sordos. Están mucho menos inermes ante el sufrimiento pero, a menudo, no pueden comprender el sentido profundo de las palabras mediante las que se lamentan quienes lo padecen. Una formación más integral, más preocupada por su "humanización", que les proporcione una comprensión más clara de la naturaleza de su labor, puede atenuar esa sordera de los médicos. Seguramente no les facilitará evitar lo irremediable pero, al menos, los dejará menos desvalidos en su tarea cotidiana.
Al concluir su libro, Ivonne Bordelois evoca un diálogo que mantiene un médico, Daniel Flichtentrei, con una paciente correntina internada en un hospital quien, además de recurrir a su ayuda profesional, yace rodeada de objetos y talismanes en los que confía para sanarse. A la pregunta del médico "¿Por qué no se internan en sus templos?", la mujer responde: "No se enoje, pero lo que pasa, doctorcito, es que estamos enfermos de más cosas de las que ustedes pueden curarnos y confiamos en la medicina menos de lo que ustedes pueden tolerar".
No resulta sencillo para la medicina contemporánea admitir estas otras dimensiones porque escapan al rumbo pretendidamente exacto y científico al que, ante la incertidumbre de su quehacer, busca aferrarse con desesperación. Edmund Pellegrino, uno de los padres de la bioética en los EE.UU., define la medicina como "la más humana de las ciencias, la más científica de las humanidades". Esa caracterización, mencionada por la autora en su libro, plantea el dilema central de la profesión médica: el mantenimiento del delicado equilibrio entre el arte y la ciencia de la medicina.
Ivonne Bordelois realiza un aporte trascendental y fundante para restablecer ese equilibrio cuando, mediante el análisis de las palabras que se emplean en el diálogo médico, estimula la reflexión profunda acerca de esa actividad. Es un preocupado y preocupante llamado de atención ante la pérdida de sentido que amenaza a la medicina actual. Sin la comprensión de lo que las palabras denotan, no se puede pensar lo que la medicina es. Junto con nosotros, los lectores, "lava las palabras" -bella expresión que escuché a la autora- y esa tarea vuelve la lectura de su texto imprescindible para los médicos porque los ayuda a descubrir aspectos esenciales y poco enseñados de su propia actividad. Al recorrer sus páginas, resulta evidente que la palabra constituye la principal tecnología que tienen a su disposición. A los pacientes, es decir a todos porque lo somos o lo seremos en algún momento de nuestras existencias, el libro nos muestra los límites que enfrentan quienes se dedican a acompañarnos cuando sufrimos, nos sugiere los peligros de la extrema "medicalización" de la vida en la que estamos embarcados, nos descubre los intereses a los que esto responde y, sobre todo, reivindica la palabra -que es lo que nos define como humanos- como el elemento central de la comunicación de aquello que somos y de lo que nos sucede en el devenir de nuestras vidas.
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