viernes, 20 de febrero de 2009

Hombres sí, maridos no

¿Por qué la infidelidad femenina ha sido desde siempre considerada más transgresora y grave que la masculina? Este artículo rastrea históricamente el tema que reaparece a propósito de la reciente antología de relatos "Historias de mujeres infieles".

Por: Virginia Cosin


OPINON “Someterse al mandato amoroso-matrimonial convierte a las heroínas en seres radicalmente pasivos”, asegura Cristina Piña.

Desde las epopeyas griegas hasta las últimas tramas urdidas por los guionistas de Hollywood en películas como "Adulterio" o "Infidelidad", la ficción ha trazado un mapa cruzado por distintas voces, de la infidelidad femenina. Pero no hay que perder de vista que los primeros relatos, y hasta muy avanzada la historia de la literatura, han sido narraciones cuyos autores fueron hombres. La voz de las mujeres que desenvuelven sus encantos, ardides y pasiones en el interior de las ficciones: Helena de Troya y su hermana Clitemnestra, Desdémona, Sheherezade, Madame Bovary, Anna Karenina y tantas otras, es la misma voz silenciada y ausente de los grandes acontecimientos de la Historia con mayúscula.

La reciente aparición de algunos libros cuyo eje es la infidelidad de la mujer, como Sé infiel... y disfruta, de la venezolana Ana Flor Raucci, cuya intención evidente es captar a un público con pocas luces y hambre de autoayuda barata, o Historias de mujeres infieles, una antología de cuentos que reúne autoras argentinas de diferentes generaciones nacidas a principio, mediados y finales del siglo XX (desde las consagradas Sara Gallardo y Victoria Ocampo, hasta las más jóvenes y prometedoras Cecilia Pavón y Romina Paula), constituye una oportunidad para reflexionar sobre los diferentes enfoques que la literatura ha hecho a lo largo de su historia sobre este tema.
Si bien es cierto que a partir de estos últimos años el interés acerca del devenir histórico de las mujeres, sobre todo en el seno en el que desarrollaron sus propias habilidades, el de la vida privada, se ha ido acrecentando junto con la conquista de terrenos tradicionalmente ocupados por los hombres, falta bastante, todavía, para modificar el ángulo de la mirada a partir de la cual se retrata a la mujer.
La letra escarlata
La historia es conocida. La escribió Nathaniel Hawthorne a principios del siglo XIX y es considerada una de las novelas más importantes de la literatura estadounidense. Quien no haya leído el libro probablemente conozca la versión cinematográfica de 1995, protagonizada por Demi Moore y Gary Oldman. En La letra escarlata, una mujer llega a la colonia de Massachussets embarazada de alguien que difícilmente pueda ser su marido ausente. Allí es cruelmente excluida y se la obliga a llevar cocida en la pechera una enorme letra A de "adúltera". A través de su sacrificio, todas las culpas de la sociedad a la que pertenece serán expiadas.
Históricamente el lugar de la mujer ha sido relegado al ámbito doméstico. Sus huellas son invisibles. Su acceso a la escritura, tardío. A los hombres les fue dado participar de los asuntos de la polis y salir a demostrar su valor en la guerra. Durante el tiempo que Ulises se demora en volver a Ítaca vive numerosas hazañas, dentro de las cuales se cuentan varios romances con diosas, semidiosas y mortales, Penélope teje y desteje, ahuyentando a sus pretendientes, mientras espera pacientemente el regreso de su esposo. Pero antes Helena, esposa de Menelao, se deja raptar por Paris y desencadena con su consentimiento la guerra de Troya.
Para los antiguos la mujer representa la stasis, palabra griega que denomina el desorden. Basta mencionar un par de mitos en los que abreva toda la cultura occidental: Eva muerde el fruto prohibido y es expulsada por Dios del Paraíso. Y junto con ella y con Adán, todos sus descendientes estarán condenados al trabajo duro y a parir con dolor. Pandora, por su parte, representa a la mujer como cruel azote a la humanidad. Hesíodo, poeta griego que vivió en el siglo VIII aC., en su Teogonía hace decir al enfurecido Zeus, a quien Prometeo le roba el fuego para entregárselo a los hombres: "A cambio del fuego mandaré a los mortales un mal, al que todos sin embargo halagarán amorosamente como si no se tratara de una desgracia". Luego manda a Hefesto a construir una figura con tierra y agua y le infunde vida. Después le ordena a Atenea que le enseñe "las labores de mujer y el tejido del lienzo de mil colores" y manda a Afrodita a comunicarle "el doloroso deseo, además de la inquietud que destroza los miembros". "Antes de eso –escribe el poeta– la raza humana vivía en la Tierra al amparo y abrigo de todo mal, de la dolorosa fatiga y las dolorosas enfermedades que acarrean la muerte a los hombres. Pero la mujer Pandora, al levantar con sus propias manos la ancha tapa del ánfora que las contenía, derramó y esparció sobre los hombres los más nefastos pesares". Sí, pero también se rompe la lógica circular y se inaugura la historia.
¿Qué es el amor?
En el blog que forma parte del marketing para promocionar la antología editada por Emecé (http://www.infielesmujeres.blogspot.com/) se pueden ver una serie de videos de unos pocos segundos de duración en los que un grupo de mujeres de entre veinte y treinta y pico de años son encuestadas. ¿Qué es el amor? Pregunta una voz en off. La respuesta es un largo silencio. Una de ellas duda, piensa, se sonroja. "No sé", responde. En otro video la pregunta, casi inquisitoria, es: ¿Alguna vez fuiste infiel? Nuevamente, entre la cámara y la pared, eligen eludir la respuesta. Pero sus gestos son más que elocuentes: sonríen, se tapan la cara con las manos, intentan escapar del objetivo que las apunta, dicen que no con la cabeza tentadas de reír. Sabemos que mienten.
Ovidio aconseja a los maridos, en Arte de amar, una especie de manual de instrucciones para los amantes publicado entre el año I y II dC., a ausentarse un tiempo de los hogares para reavivar el deseo apagado de su esposa. Pero la ausencia no debe ser prolongada porque, de ser así, se corre el riesgo de que esta quiera avivarlo en los brazos de algún amante. Y, concede: ¿quién podría culparla?
Durante la Edad Media, explica el historiador Jean Verdón, el amor nada tenía que ver con el matrimonio. La finalidad de las uniones era el incremento de la riqueza y el poderío de las partes, además de la procreación de los herederos. Los cónyuges, y en particular la mujer, no tenían voz propia salvo para expresar un consentimiento obtenido en mayor o menor medida por temor o por una obediencia respetuosa.
El amor, indefectiblemente, tenía que nacer fuera de la institución del matrimonio. No es casual que muchos de los relatos urdidos en aquella época, provenientes de muy diversas fuentes, abordaran la cuestión. La infidelidad de la mujer se constituye como tema central e incluso las mismas historias cruzan continentes y se repiten, con pequeñas variaciones, en muchos de los textos que han llegado a nuestras manos.
Los fabliaux son breves poemas narrativos franceses escritos entre los siglos XII y XIV, de contenido humorístico y alto voltaje erótico, en los que se despliega un lenguaje soez dirigido a un auditorio popular. Allí siempre hay un marido un poco tonto, una esposa astuta y desvergonzada que se las ingenia para engañarlo sin que la descubran y un clérigo avaro y lujurioso. La misma estructura de algunos relatos, con idénticos argumentos, se repite en El Sendebar, escrito a mediados del siglo XVIII, también llamado El libro de los engaños y de las argucias de las mujeres. Se trata de un texto de origen árabe escrito en castellano que contiene una serie de relatos cuya finalidad es esencialmente didáctica. Su función es la de prevenir acerca de la astucia de las mujeres, su poder de seducción y su ingenio para engañar a los hombres. Con más elegancia y una prosa distinguida, aunque siguiendo el mismo patrón argumental, Boccaccio, en Italia, escribe el Decamerón –que, como Las Mil y una noches– reúne un conjunto de relatos, muchos de ellos compuestos alrededor de "mujeres que juegan engaños con sus maridos".
Por un lado estaba la idea de amor compuesta por los trovadores –poetas líricos que proponían un arte de amar, durante los siglos XII y XIII, cantaban al amor cortés, y en cuya expresión, la mujer comienza a despegarse de una visión nutricia y natural. Por el otro, se instaura un paradigma del amor a partir del cuento de hadas que, a partir de su transformación en género literario, cumplió la función de orientar del deseo femenino. Las heroínas del cuento maravilloso –los mismos cuentos que, en versión Disney, las niñas contemporáneas consumen vorazmente– se caracterizan por "el sometimiento al mandato amoroso-matrimonial".
Según explica la crítica y ensayista Cristina Piña, "este mandato determina una serie de rasgos cuya suma constituye un modelo de mujer que se perfila a partir del sometimiento. Para su realización individual, ellas dependen de un príncipe que las rescate de un sueño, o de la condición indigna en que la bruja-madrastra las ha sumido, o del mandato de un rey-padre celoso que las ha rodeado de obstáculos (llámense pruebas o torres) para evitar que dejen de ser doncellas. Es decir que someterse al mandato amoroso-matrimonial convierte a la heroína en un ser radicalmente pasivo –pues su única actividad consiste en esperar, encerrada dentro de las fronteras de un ámbito doméstico– y cuyas "virtudes", más allá de una bondad abstracta y un abnegado espíritu de servicio, sólo consisten en adecuarse a una versión desmaterializada y convencional del cuerpo, ya que sus únicos rasgos son una belleza y una juventud arquetípicas".
Me aburro. Ya tengo un marido
En una escena de La tormenta de hielo, la película dirigida en 1997 por Ang Lee, basada en la novela homónima de Rick Moody, el personaje interpretado por Sigourney Weaver, Jane Carver, está acostada en la cama con su amante que, sin reparar en la creciente incomodidad de su compañera ocasional, no deja de hablarle de sus problemas laborales. Ella lo escucha con expresión hastiada hasta que alzando la mirada al techo lo interrumpe: "Me aburro. Ya tengo un marido. No necesito otro".
Como otras tantas películas que retratan la clase media estadounidense, ésta se centra en la vida de dos familias que habitan los suburbios –la acción transcurre en 1973– en donde la imagen superficial de calma apacible es penetrada por la mirada incisiva del realizador para poner al descubierto las mentiras, los problemas de alcoholismo y las infidelidades que se cuecen en el silencio de los hogares.
Con un argumento similar, pero una mirada menos cáustica, el director Todd Field recrea, en Juegos íntimos (Little Children) la hipocresía de una pequeña sociedad en la que una mujer, madre de un niño de seis años, vive un matrimonio desdichado –aunque goza de una sólida estabilidad económica–, y conoce en la plaza al padre de otro niño de la misma edad, casado con una profesional segura e independiente. Entre los dos comenzarán un fogoso romance que se apagará como con un baldazo de agua frente al miedo del escarnio de sus vecinos. Ella es una apasionada lectora. Su existencia pareciera hacerse eco de la primera oración –famosa por su lucidez, exacta como un martillazo– de la novela del ruso León Tolstoi, Anna Karénina: "Todas las familias dichosas se parecen. Y, las desgraciadas, lo son cada una a su manera". Pero su libro de cabecera es uno cuyo argumento central gira alrededor de otro matrimonio desdichado: Madame Bovary.
Escritas a mediados del 1800, estas dos novelas forman parte del canon decimonónico que abordan el tópico de la mujer adúltera –como también lo hacen Stendhal en Rojo y negro, Leopoldo Alas Clarín en La regenta o, un poco más tarde, D. H. Lawrence en El amante de Lady Chatterley– desde una mirada (al margen de las innovaciones estilísticas y formales por las cuales se constituyeron como obras-bisagra de la literatura) completamente nueva. Es que estos autores diseccionan con su pluma la psicología femenina como si se tratara –para utilizar una metáfora flaubertiana– de un escalpelo.
"¿Por qué me he casado, Dios mío?",se pregunta, al borde del abismo, Madame Bovary. Su marido es un médico mediocre que la ama profundamente, pero ella espera mucho más de la vida y del amor. Espera que le sucedan las mismas cosas que suceden en las novelas románticas (estética contra la cual Flaubert se manifiesta): que el amor la atraviese, la perfore, la colme de dicha. Pero nada de eso sucede junto a su marido, ni a su hija. Para experimentar al menos un ápice de esos sentimientos que sólo palpitan en su imaginación debe amar a otro, y ese otro tiene que estar prohibido. Porque, de convertirse alguno de sus amantes en marido, la vida recobraría el mismo aspecto chato y monótono de la rutina conyugal.
¿Cómo es posible que fuera un hombre y no una mujer quien retratara de forma tan precisa y radiográfica la desdicha y la insatisfacción de una mujer? La respuesta quizá podamos encontrarla en el magnífico ensayo de Virginia Woolf, publicado en 1929, titulado: "Un cuarto propio".
Una mancha del tamaño de un chelín
A fines del siglo XVIII la mujer de clase media –explica la escritora inglesa– empezó a escribir novelas. Empezó, mejor dicho, a publicar, porque antes hubo "grandes damas solitarias que escribían sin público y sin crítica". Pero, una vez que comenzaron, debieron sacudirse de encima el polvo acumulado durante años, siglos.
Virginia Woolf percibe, y con razón, una dificultad en la literatura escrita por mujeres durante ese siglo, que consiste en cierta necesidad de defenderse, de justificarse, de usar la pluma como vehículo de proclama. Percibe una voluntad quejosa y también cierto miedo que atenta contra la calidad de la escritura. Sólo Jane Austen, opina, escribe sin odio, sin sermones. Pero aún así, pese a su carácter incipiente, la voz de las mujeres aparece. Y eso, indefectiblemente, modifica el mundo. Modifica la mirada de los hombres y modifica también su escritura.
Los hombres, los artistas, los poseedores de almas sensibles que ya venían ejercitándose desde tiempos remotos, pudieron escuchar esa voz y plasmarla. Gracias a esa relación dialéctica, gracias a Jane Austen, a Charlotte y Emily Brontë y a Louise Colette, y gracias, por supuesto, al genio exquisito de Flaubert, existe Emma Bovary. Porque, en palabras de Virginia Woolf: "todos tenemos en la nuca una mancha del tamaño de un chelín que nunca podemos ver. Es uno de los buenos servicios que un sexo puede hacer a otro: describir esa mancha del tamaño de un chelín en la nuca".
Los antólogos Natalia Moret y Santiago Llach en el prólogo a Historias de mujeres infieles, escriben sobre las autoras que han escogido: "Como documento sociológico este libro es abrumador: en sus ficciones todas se declaran infieles, y hasta se regodean en ello".
Pero lo cierto es que el interés más palpable que suscita esta colección de relatos no reside en esto que resuena más como acusación que como apunte sociológico, sino en que reúne textos escritos enteramente por mujeres que forman un amplio arco generacional. Ellas reescriben, desde su lugar y su época, sobre la piel del mismo dedo que las señala.
Independientemente de los prejuicios, sería deseable que sus lectores –tanto hombres como mujeres– puedan leer allí algo más que una confirmación de sus miedos y sus fantasías más arcaicas.

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