viernes, 6 de febrero de 2009

Cafrune, Richard Yates, software libre, Sorrentino

JORGE CAFRUNE, A 31 AÑOS DE SU MUERTE
Si mantras quiere el paisano...
Descubierto por Ariel Ramírez, y el mismo promotor de José Larralde y Mercedes Sosa, Jorge Cafrune fue uno de los cantantes más populares y peculiares del folklore argentino. Hipnótico, auténtico y subyugante, fue también un entregado investigador de la cultura argentina, al punto de recorrer el país a caballo tocando y recopilando datos sobre las diferentes regiones. Pero en 1978, al comienzo de un homenaje a San Martín, en el que planeaba llevar unos cascotes de la casa de Boulogne-Sur-Mer desde Buenos Aires hasta Yapeyú, una camioneta embistió contra el bayo que montaba y murió poco después en el hospital. A 31 años de aquella tarde, Juan Carlos Kreimer recuerda su poderosa figura y las tenebrosas hipótesis que vinculan su muerte a López Rega y el fantasma de la Triple A
Por Juan Carlos Kreimer
Una sola vez lo veo y escucho en directo, hacia fines del ’73. El Luna Park está semivacío. Lo estoy cubriendo para Panorama. Su imagen arrastra ecos de cierto patrioterismo gritón que avergüenza a los que nos gusta el
rock. El viene de revalidar el título de cantor en serio en Europa y Estados Unidos; aquí, desde que se desinfla el boom del folklore, carretea por inercia. Sus discos, doce LP, aflojaron y la CBS se lo cobra imponiéndole un Joselito paraguayo, cuya voz aflautada produce un falso efecto de contraste. Los dos discos y sus presentaciones con Marito, ese pibe, le devuelven algo de la popularidad perdida, pero desdibujan su imagen, parece un león herbívoro. Como sea, ahí está, solo con su guitarra entre los brazos, sus sempiternas bombachas y cinto ancho, y esa enorme barba entrecana que le agrega por lo menos veinte años a sus treinta y seis. Se ha quitado el enorme sombrero y cálido, como entre amigos, sin exagerar la estridencia, ni demagogizar, recorre canciones fuertes de Yupanqui, Pedroni, Larralde, Serafín García, Sampayo, Facundo Cabral... En un momento creo divisar a León Gieco y Pipo Lernoud en las primeras filas.
Ahí, más allá de su personaje gaucho cantor, descubro su voz –y nunca más puedo acallarla–. Canta “Luna cautiva” con una delicadeza que ni toca la gramilla. En “Vidala para mi sombra” su voz se pone más agreste y sonora, al mismo tiempo se mantiene adormilada, profunda, elegante. En temas que refieren la humillación básica del gaucho, su explotación y/o ansia atávica de un mundo justo, lo que en otros cantores da pie al alarido, él lo vocaliza con una serenidad que trasciende la denuncia o la protesta y testimonia dolores y sensibilidades mucho más viscerales.
Raro amor el que me nace, y persigue a donde vaya, el escuchar esa voz. Todavía no advierto que se trata de ternura varonil. Ni reparo en el trabajo de sus manos sobre las cuerdas: manos grandes como palas, con dedos gordos, incómodos para el rasgueo, que logran ese tipo de pulsación no chillona, de cantar piano, tan propia como su voz.
Raro amor, debo admitirlo en pleno jubileo punk, quizás en los mismos días entre enero y febrero del ’78 en que, a caballo, es atropellado por una pickup Dodge. Un aburrido día de semana londinense, por cuidarle el puesto de libros en el mercado de Camdem Town, Alexander Trocchi (Insurrección invisible de un millón de almas), destapa una caja de LP usados de todo el mundo, toma uno y me lo regala. Tiene la portada gastada, cuesta ver su cara, alguna mano anterior pasó marcador negro sobre las letras de su nombre y el título: Lindo haberlo vivido para poderlo cantar...
Vamos al departamento de una amiga de Alexander, que resulta ser la madre de Siouxie. Ese carpincho carapálido de pelo multicolor lo saca del equipo antes de terminar el primer tema. Al volver al mío, lo apilo donde están Berlin de Lou Reed y Horses de Patti Smith, lejos de los singles y demos que me regalan a cambio de que los reseñe. Una madrugada, a esa hora en que ya nada hace efecto ni tiene sentido, o cualquier cosa puede tenerlo o darlo, desenfundo el LP del compatriota. Mi pasadiscos, parlantitos incorporados, comprado por dos o tres libras, tolera la suciedad del punk-rock; a pesar del fritaje, de “Aguardiente cariñoso” en adelante, cante lo que cante, su voz me quiebra. ¿Qué ha sido de eso, de eso en mí que ya creo superado y se me viene encima? En “Misterios guarda la noche” o acaso “Milonga del solitario” agradezco estar solo para dejarme llorar a gusto. Esa vez, “Chiquillada” me parece un valsecito inofensivo. En el siguiente reemplazo, el vinilo vuelve a su caja en el mercado.
Ya aquí, años ’80, entre otros rayes personales, sin proponérmelo, se me van juntando recopilaciones tipo Grandes éxitos o Lo mejor de. Salvo “Mi luna cautiva”, “Zamba pa’ don Rosendo”, “Valderrama” y dos o tres temas, no más, ninguna letra me detiene. Pero su vozarrón, aun a bajo volumen, vuelve a bajarme vaya a saber qué defensas, o hace olvidar qué fantasmas de la realidad y abre a una cosa nuclear, como recordándome que de nuevo estoy de vuelta. Desde ahí me conecto mejor.
En casa saben que si lo tengo puesto es porque estoy escribiendo, o por escribir, algo sin caretear. Nadie se banca la languidez que irradia su timbre, el tono tristón que hace parecer todo igual. Mis mejores 30 canciones es ideal para escuchar en el auto en esos tramos sin curvas.
Es su manera de cantar, insisto, que me coloca. No sabés si está diciendo un poema con fondo de guitarra cuando, sin que se note, el énfasis del verso toma vuelo y el recitado se vuelve canto. Canta el hombre de campo, su potencia, no su agresividad. Incluso sus asperezas transmiten una sensibilidad inusual, mántrica a partir de los quince minutos. ¡Y a años luz de cualquier argentinísimo!
Ignoro cómo llega a grabarse “Chiquillada” en un casete de ritmos africanos que uso durante los ’90 en los campamentos de hombres para estimular un trabajo con tambores. De repente, veinte monos quedamos hipnotizados, con la mandíbula caída y los ojos clavados en el grabador. Su voz canta “Pantalón cortito, bolsita de los recuerdos, pantalón cortito con un solo tirador. Con cinco medias hicimos la pelota. Me acuerdo que una siesta perdimos por un gol. Y la perrita que andaba abandonada pasó a ser la mascota del cuadro que ganó. Dice el abuelo que en los días de brisa, un angel chiquito se viene desde el sol, y bailotea prendido al barrilete, flores del primer cielo, caña y papel color. Media galleta rompiendo los bolsillos, palitos mojarreros, saltito de gorrión, los gurisitos de toda la manzana, cuando el sol pica en pila se van pal cañadón”.
Cuando llega a: “Yo ya no entiendo qué quieren los vecinos, uno nunca hace nada y a cual más rezongón, la calle es libre si queremos pasarlo, corriendo tras del aro, llevando el andador”, los veinte estamos abrazados por los hombros y dejado que se junten nuestras cabezas. Sin podernos explicar qué nos imanta.








Galopador contra el viento
Por Juan Carlos Kreimer
1978. ¿Lo hace para promocionarse y volver a ser tan popular como supo serlo o como sutil repudio a las atrocidades del gobierno militar? Cabalgarse los 750 km de Plaza de Mayo a Yapeyú suena a patriada. Lo mismo transportar unos cascotes de Boulogne-Sur-Mer, por más que lo apoye el Instituto Sanmartiniano, varios círculos tradicionalistas y que el rector de la Catedral Metropolitana, monseñor Daniel Keegan, lo bendiga antes de que monte. El plan es avanzar de a 30 km por día y llegar el 25 de febrero, sumarse a los festejos correntinos por el bicentenario del Libertador. Sin que se diga, compensar ausencia en festivales con reaparición en ese encuadre.

Sale a eso de las 11 de la mañana, con su hijo Facundo adelante en el recado. Unos pocos gauchos lo escoltan los primeros kilómetros, desde ahí sigue solo con su compadre Fino Gutiérrez. El monta un bayo, los guardamontes casi tocan al suelo, Fino un alazán oscuro. Planean hacer noche en Escobar. Adelante, en el Chevrolet de Pedro Vallier, jefe de ruta, va su segunda esposa, la española Lourdes López Garzón, madre del chico; ella está en su octavo mes de embarazo, él tiene cuatro hijas de su primer matrimonio. Yamila, la mayor, tiene 17... Después de cenar en una parrilla junto al camino, el auto se adelanta para organizar la primera escala en El Rancho de Don Pedro. Entre tanto, los jinetes estiran el último sorbo de cerveza.
Avanzan por la banquina izquierda de la ruta 27, al tranco rumbo Pacheco, él tararea a media voz, un aire, por momentos huella, en otros triunfo, cuando dos luces desorbitadas se salen de la ruta y se les tiran encima. El primero en ser embestido es Fino, que vuela unos veinte metros y cae entre los yuyales. En la misma fracción de segundo, el vehículo hace un trompo y roza su caballo: el bayo alcanza a corcovear y lo manda de plano sobre el borde del pavimento. El bayo, antes de desplomarse, lo pisotea. Cuando Fino se le acerca, sus gritos de dolor se confunden con la agonía del animal. Se me reventaron los pulmones, no puedo moverme, balbucea, ayudáme. El lugar, la ruta esquina calle Tirso de Molina, se llena de linternas y soles de noche, serían las once. La camioneta ya ha desaparecido. Hay versiones que los caballos venían por la derecha y fueron embestidos por detrás.
Malherido pero consciente, lo cargan en el hidrante de los bomberos voluntarios de Benavídez. Tiene el tórax hundido, la cabeza no para de sangrarle, las costillas rotas, calculan, son diez. Su gravedad supera los recursos de la sala de primeros auxilios. Lo llevan al Hospital de Tigre, sólo una cirugía especializada puede salvarlo, evalúan los médicos. Cuidámelo al Facundo, le pide a Fino. Minutos después de la medianoche pierde el conocimiento. Cuando llega la ambulancia que lo trasladará al Hospital de Tórax de Haedo, él ya se fue. Al bayo los vecinos deben sacrificarlo.
Ese mismo día, 1º de febrero de 1978, el conductor es identificado. Héctor Emilio Díaz, un muchacho de 20 años. También trasciende que la camioneta, una Dodge roja con chapa de Capital, hasta unos años antes era utilizada regularmente por su padre para retirar papeles usados del Ministerio de Bienestar Social y venderlos por kilo. A Díaz lo dejan en libertad por una ley de tránsito de 1949 que dice que los jinetes pueden ir por la banquina con tal de que lo hagan de uno en fondo. Buen chico, trabajador, el Héctor, dicen los vecinos, pero al poco tiempo su familia desaparece de la zona.
La historia se potencia cuando un cofundador de la Triple A, Salvador Horacio Paino, echa a correr la versión de que López Rega se la tiene jurada desde hace mucho. Si bien ya no es el superministro de Isabelita y se lo hace en Paraguay, Lopecito, dice Paino, todavía moviliza manos negras en el país. Y que lo puso en sus listas porque le tira malas ondas. También le atribuye a López Rega haber dicho: “Ese turco no merece morir en una cama... hay que terminar con él, antes que su voz y su maldita guitarra terminen conmigo”.
Puede que el arrepentido Paino fantasee como estrategia de lavar culpas, pero sus confesiones abrochan otras hipótesis. La de más peso es que durante los últimos Cosquines un escriba anota los nombres de los temas, cuando uno le parece duro, pide la letra y dice esto no va. Nuestro gaucho cantor le canta nombres como “Zamba de mi esperanza”, “Para decir adiós” o “La finadita” y se guarda para los bises temas como “El orejano”, “Hombre con H”. Para su amigo y biógrafo Héctor Ramos, esa última canción, letra del español Rafael Alberti, es su condena: “Hombre con H de horror, dime qué te horroriza más, si el pago por lo que hiciste, o el premio por lo que harás...”.
Otros aseguran que López Rega lo tenía entre cejas desde que, en España, le propuso a Perón asignar un barco de la Marina Mercante y fletarlo por el mundo con cultura argentina. Folklore, ballet, poetas, artesanías... El año que viene vuelvo a Argentina, hablemos entonces, puede haberle respondido Perón. Cuando va a verlo a Gaspar Campos, el séquito no lo deja acercarse. Un cantor es más peligroso que un batallón, porque su fusil es la palabra, López Rega lo sabía.
Accidente o crimen por encargo, su muerte se impregna de dudas, cruza el mito del payador perseguido como en una roadmovie con aire de aquí. Y final anunciado: él mismo, en un asado, tres días antes de subirse al bayo, confirma que viene recibiendo amenazas. No tengo miedo, soy hombre libre, haré la cabalgata y llevaré la tierra francesa aunque me maten. Y se va, al galope tendido.









RICHARD YATES, EL ESCRITOR DETRAS DE SOLO UN SUEÑO
Bovary en los suburbios
Durante años, Revolutionary Road fue una novela esperando ser convertida en película. Preciso y amargo retrato de la hipocresía y el fracaso del matrimonio durante la época de oro norteamericana, sus personajes son de inmensa caladura humana, su trama es de una conspicua sencillez y su tono pendula entre la intensidad y la sutileza. Su autor tenía 29 años cuando la publicó, y fue celebrado como una de esas voces capaces de capturar su época y sus dilemas. Con los años, sin embargo, Richard Yates cayó en el olvido. Hasta que fue rescatado gracias a la admiración de las nuevas generaciones. En consonancia con ello, Sam Mendes finalmente adaptó su novela con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet interpretando a los Wheeler. Por suerte, el libro sigue en pie.
Por Esther Cross
¿Quién era Yates cuando escribió Revolutionary Road? Todavía no sabía que sería
uno de esos escritores “que tienen la desgracia de que su mejor libro sea el primero”. Su nombre completo era Richard Walden Yates, pero el Walden no le gustaba. Tenía veintinueve años. Se había casado, hacía tres, con Sheila Bryant, una pelirroja que conoció una noche en una fiesta del Upper East Side (se fueron caminando y ése fue el principio). Sheila había estudiado actuación, era demasiado práctica para seguir esa carrera y no se dejó vencer –aunque estuvo cerca– por los manejos de la madre de Yates y por la noticia de la tuberculosis de Yates. Su enamorado no necesitaba ayuda, supo después, para que ella se cansara de él.
No era fácil. Fumaba todo el tiempo, tomaba cuando fumaba y cuando tomaba todo se ponía muy mal. Pero la hacía reír mucho. Tenían una hija. Yates quería ser escritor o, mejor dicho, era un escritor (hijo de Flaubert y de Fitzgerald). Sólo le faltaba el certificado de graduación: tenía que publicar su primer libro.
Sus cuentos ya eran conocidos, pero un editor de Random House le explicó, en un almuerzo, que el primer libro que publicaban de un autor nunca era un libro de cuentos, así que, ¿tenía alguna novela entre manos? Los escritores no son buenos para los negocios, pero saben mentir. La vaga idea que tenía en la cabeza se transformó, en ese momento, en un proyecto en marcha y en la promesa de algo sustancial a corto plazo. Se dieron la mano.
Después los Yates se fueron de Nueva York y así empezó la serie de mudanzas suburbanas –principalmente por el oeste de Connecticut–, mientras Yates empezaba a escribir la novela, que en esa época iba a llamarse The Getaway (La fuga).
Los editores se alarmaron, pasados unos meses. Pensaron que el silencio de Yates era un mal síntoma, pero no había desidia, ni bloqueo. Estaba trabajando en su novela, y otras cosas. También discutía con su mujer, atendía a su primera hija, pasaba de una resaca a otra (sin perderse lo del medio), se mudaba a Mahopac con la familia. Colaboraba en la desintegración de la pareja –que salía mucho con amigos y aparentaba ser una pareja feliz–, se enteraba de que Sheila estaba embarazada de nuevo, trabajaba para Remington Rand en la promoción de la computadora pionera Univac, patrullaba los suburbios con su amigo Bob Parker y se reía, con él, de los nombres de las calles (de paso, podía inspirarse en uno de esos nombres; necesitaba un título). Hacía todo eso, siempre con un cigarrillo en la mano, y se ocupaba de ser él mismo. Era un caballero con las mujeres, aunque nunca se perdía la oportunidad de señalar sus defectos físicos o de educación. Estaba ocupado siendo Yates y escribiendo una novela. “Una novela experta y bella”, dijo años después Styron, quien creía que el libro tenía que convertirse en un clásico.
Cuando Yates mandó a la editorial el borrador de la primera parte y el resumen de la última, anunció, de paso, el final antifeliz. Era apuntar al blanco del inconsciente norteamericano. Quisieron disuadirlo. ¿Podía cambiar un poco esa parte? En vez de negarse o someterse, Yates se empeñó en que toda la novela justificara esa tragedia, que así iba a parecer inevitable. Es decir que, además, era catártico, algo tenía que ofrecer a cambio de la verdad.
Cuando le dijeron que era un simple imitador de El hombre del traje gris, de Sloan Wilson, cambió la primera versión. Después de todo, como dijo al tiempo, “los borradores parecían melodramas. Tenía que volver una y otra vez a cada escena, y llegar a su profundidad para que después todo saliera desde ahí. El primer borrador era inconsistente y sentimental. Los Wheeler parecían personas agradables con las que se podía identificar cualquier lector descuidado. Decían lo que querían decir”. Se dio cuenta de que la gente nunca dice exactamente lo que quiere decir y de que era por eso que el borrador anterior parecía, justamente –dijo–, una novela de Sloan Wilson. En la nueva versión de la historia había muchos diálogos y nada de comunicación.
Revolutionary Road cuenta la historia de Frank y April Wheeler, una chica muy linda, pero un poco ancha de caderas, que hubiera querido ser actriz. Tiene algo de Madame Bovary. Es la historia de la pareja que se instala en los suburbios y se considera superior a sus vecinos.
Dostoievski –otro escritor admirado por Yates– dijo: “¿Hay algo más enojoso que ser, por ejemplo, rico, de buena familia, de agradable aspecto, bastante instruido, nada tonto, incluso bueno, y al mismo tiempo no poseer talento, ninguna peculiaridad y ser, decididamente, ‘como todos’?”. Y también dijo, como presintiendo a los Wheeler: “Las personas (vulgares) se dividen en dos categorías principales. Unas son más limitadas. Las otras son más inteligentes. Las primeras son más felices... El hombre corriente inteligente, de manera ocasional (y quizá durante toda su vida) se imagina genial y originalísimo, pero no deja de conservar en su corazón el gusano de la duda, que hace que a veces acabe por desesperarse... Lo más característico de esos señores es que realmente en toda su vida no pueden llegar a saber con exactitud qué es lo que tanto necesitan descubrir y qué es, en concreto, lo que han estado dispuestos a descubrir: ¿la pólvora o América?”. Parece una manera inmejorable de contar de qué se trata Revolutionary Road y, dicho sea de paso, los Wheeler descubren –literalmente– América.
Cuando terminó la novela, Yates empezaba a darse cuenta de que su vida personal era un desastre. Bastante forzado por la saturación de Sheila, se separa de ella. Rechaza el trabajo de profesor de escritura en Iowa para no estar tanto tiempo alejado de sus hijas. Vuelve a Nueva York.
Los editores le propusieron que cambiara el título del libro porque parecía el título de un libro de historia y no de una novela. “Quería que el título sugiriera que el camino revolucionario de 1776 había llegado a un punto muerto en los ‘50.” Le dedicó el libro a Sheila, pero como en su novela la comunicación no era el fuerte de la pareja –unida o no–, Sheila se enteró de la dedicatoria en el año 2000. Yates ya había muerto y una de sus hijas le mostró a su madre la primera página de un ejemplar de la reedición de ese año.
Prefería las historias en las que el lector no sabe a quién culpar y termina por sentirse responsable, de alguna manera, porque el lector es un ser humano y entonces es “infinitamente falible”, como los personajes. La novela tuvo algunas críticas malas y muchísimas muy buenas (entre ellas, la de Dorothy Parker). Pero no se convirtió en un éxito de ventas. Como dice Blake Bailey en su excelente biografía de Yates, la novela no cuenta sólo la historia de una pareja norteamericana que se hunde en los suburbios sino que habla de “la falta de adecuación entre los seres humanos y sus aspiraciones”. Bailey cita las palabras de un comentario de la Yale Review: “Su blanco no es América sino la existencia”. Eso puede explicar lo de las ventas.
Yates dijo que “las emociones de la ficción siempre son autobiográficas, pero los hechos nunca lo son”. Su vida lo confirma y contradice a la vez. Pero, después de todo, él era así. Entre esas emociones reales y esos hechos inventados, escribía sus historias sobre las cosas que les pasan a las personas y la falta de adecuación entre ellas y sus aspiraciones.
Dijo: “En mis momentos más arrogantes, sigo creyendo que Revolutionary Road tendría que ser famosa. Sufrí muchísimo cuando se agotó y no la reeditaron. Y cuando Norman Podhoretz la nombró, en su libro, como una novela desatendida, quise que todos los lectores de Estados Unidos se pusieran de pie y aplaudieran. Pero en el fondo sé muy bien que esas cosas son tonterías”.
O no.
La película
El epígrafe que eligió Yates para su novela da cuenta del tono de la historia. Es un verso de Keats: “Ay, cuando la pasión es mansa y brava a la vez”. La historia avanza entre esos polos, con una sobriedad que no impide la emoción sino que la habilita. Si Sam Mendes leyó el epígrafe, en su versión faltaba la palabra mansa. Frank y April Wheeler son dos personajes que siempre pierden los estribos –si alguna vez los tuvieron–, gritan en discusiones de alto voltaje napolitano y existencial –¡cuidado!– y son conscientes de lo que les pasa y explícitos a la hora de demostrarlo (se quedan sin misterio). Como si no confiara en las caras más que expresivas, ni en el contenido de los diálogos (en eso hay que darle la razón), Mendes sube la intensidad y el volumen de la música en las escenas que hay que cargar de eso que llaman “dramatismo”, con el agravante de que esas escenas se suceden todo el tiempo. Y hay algunas –como las del esquizofrénico Givings– que parecen escenas de la puesta, bastante floja, de una obra de teatro. Actores forzados, diálogos siempre profundos, intenciones evidentes, música fuerte a propósito. La fórmula perfecta para obtener un melodrama. Justo lo que quería evitar Yates.
La novela inadaptada
Hubo varios intentos de llevar la novela al cine. John Frankheimer buscó financiamiento para hacerla. Yates quería a Jack Lemmon para el papel de Frank Wheeler. La cosa no prosperó. Al tiempo, Al Rudy –quien después produjo El Padrino– quiso hacer una adaptación fiel y compró los derechos para hacer una película. La idea era que Patrick O’Neal la protagonizara, escribiera y dirigiera. Pero los meses y los años sin buenas noticias trabajaron en pro del abandono del proyecto. Yates creía que la novela era, de todo lo que había escrito, lo mejor para adaptar al cine, y pasados muchos años quiso sacarle los derechos a Al Rudy para legárselos a sus hijas.






INTERNET > SOFTWARE LIBRE QUE PUEDE REEMPLAZAR A LOS PROGRAMAS PAGOS
Simpre libres
Las ideas del ex hacker Richard Stallman, fundador en los años ’80 de la Free Software Association, inspiraron el surgimiento de fundaciones sin fines de lucro, mantenidas gracias a donaciones o venta de productos no informáticos, completamente dedicadas al desarrollo de software libre: programas que cumplen las mismas funciones que los pagos, sólo que son gratis. Hoy pueden encontrarse desde sistemas operativos alternativos hasta aplicaciones sencillas que mejoran el rendimiento del equipo, y para cuyo uso no se necesita ser un experto. Aquí, una selección de los más útiles y prácticos.
Por Javier Alcacer
Hoy, en un mundo en el cual es posible llevar las obras completas de Shakespeare en un teléfono celular, resulta difícil remontarse a los inicios de la computación, es decir, cuando ésta era apenas un pasatiempo de unos pocos estudiantes universitarios. Por aquel entonces el software (es decir, los programas) circulaba de manera libre, sin restricciones: los programadores compartían las aplicaciones que creaban, a su vez, también mejoraban el trabajo de sus colegas, creando nuevas versiones de programas ajenos. Pero hacia fines de la década del setenta, gracias a los avances en la tecnología y la baja en los costos de producción, las computadoras dejaron de ser un lujo del ambiente académico y empezaron a perfilarse como herramienta para el uso hogareño de cualquier hijo de vecino que pudiese pagar lo que pedían por ella. En 1977 fueron cuarenta y ocho mil hijos de vecino, mientras que en el 2001 fueron ciento veinticinco millones; para el año 2002 ya se habían vendido, desde que empezaron a estar disponibles, alrededor de un billón de computadoras. El negocio de la informática en tiempos del liberalismo caníbal de Ronald Reagan no se limitó, por supuesto, a la venta de la computadora, ni a los agregados físicos (el hardware), sino que también llegó a los programas a los que esa flamante pieza tecnológica servía como plataforma: el software, que pasó a ser patentado y a tener copyright, es decir, a ser de uso restrictivo.
Frente a esta comercialización y militando por el software libre, operativo y gratuito, el ex hacker Richard Stallman funda, en 1985, la Free Software Foundation ( http://www.fsf.org/ ). En inglés la palabra “free” refiere tanto a algo gratuito como a la libertad, por ello en el sitio web de la FSF dice: “Lo llamamos free sofware [software libre] porque el usuario es libre”. Otra de las batallas de Stallman se da en el terreno de protección de la privacidad del usuario: “Las corporaciones detrás del software suelen espiar tus actividades y restringirte de compartir programas con otros. Como nuestras computadoras controlan mucha de nuestra información personal y actividades diarias, el software de propietarios representa un peligro inaceptable para una sociedad libre”. En definitiva, el objetivo de la FSF es defender las libertades individuales mediante la democratización de la informática, asegurando el derecho a la circulación y a la modificación de programas, como solía ser en los primeros días de la computación. Para ello la FSF redactó una licencia de software libre, defendiendo los derechos del usuario, a la que aplican gran cantidad de programadores independientes.
Gracias a su trabajo con la FSF, Stallman se convirtió en el héroe de la puja por el software libre, pasó a ser el rostro del movimiento ubicado en la vereda de enfrente de magnates como Steve Jobs y Bill Gates, que, pese a su publicitadísimo compromiso social, ni se plantean abdicar del copyright. Estas ideas inspiraron el surgimiento de fundaciones sin fines de lucro, mantenidas gracias a donaciones o venta de productos no informáticos (gorras, remeras, mousepads, etc.), completamente dedicadas al desarrollo de software libre, como por ejemplo la Mozilla Foundation, responsable del navegador Firefox, el reproductor multimedia Songbird y el cliente de correo Thunderbird, que exhorta a los usuarios a mejorar sus programas. Gracias a este tipo de colaboraciones hoy pueden encontrarse desde sistemas operativos alternativos como el Ubuntu, hasta aplicaciones sencillas que mejoran el rendimiento del equipo, sustituyen programas molestos (que para colmo uno suele pagar) y para cuyo uso no se necesita ser un experto.
Más allá de lo que puedan aportar específicamente cada uno de estos programas que destacamos a continuación, lo verdaderamente importante de ellos es la concientización que generan, el hecho de que también en la virtualidad del software el usuario tiene el derecho a elegir, a modificar (dando origen a una comunidad de programadores esparcidos a lo largo del mundo) y distribuir un programa. Y también, de paso, demostrar que aquel slogan de “caro, pero el mejor” no tiene por qué ser cierto.
Rocket Dock
Otro software exclusivo para Windows, pero en este caso da la opción al usuario de PC de incorporar una de las características más cómodas del sistema operativo de la Mac. El Rocket Dock agrega al extremo de la pantalla de la PC la barra de accesos directos configurable que facilita la ejecución del soft favorito del usuario. Si bien esto puede parecer más que apenas un lifting, poca gente sabe que un escritorio plagado de íconos afecta el rendimiento de la máquina. Para agregar un ícono a la barra del Rocket Dock basta con hacer click en el mouse en el ícono deseado y arrastrarlo hasta la barra. A lo mejor no sea, como asegura el website, el mejor software de todos los tiempos, pero sin dudas es útil. Y también –¿por qué no decirlo?–, muy bonito.
¿De dónde bajarlo?
http://rocketdock.com
Startup Manager
Cuando se enciende una computadora y se inicia Windows, se ponen en marcha de manera automática una enorme cantidad de procesos que el usuario ignora. Muchos de ellos son necesarios para el funcionamiento de la máquina. No obstante, otra gran cantidad son prescindibles, ya que no hacen más que consumir recursos y entorpecer el rendimiento del sistema. Para conocer exactamente qué programas se corren en el inicio y también para impedir su ejecución existe el Startup Manager. Este software libre consiste en un ejecutable liviano que establece un diagnóstico del inicio de la máquina, mostrando cada uno de los programas que se ejecutan con una breve descripción de su función. Una vez allí puede eliminárselos definitivamente del inicio o desactivar temporalmente su ejecución para así comprobar si sirve o no que se abra con Windows. Si bien el Startup Manager viene en inglés, en el sitio oficial se ofrecen traducciones en varios idiomas.
¿De dónde bajarlo?
http://startupmanager.org
Songbird
Cuando allá por el 2006 un puñado de programadores que habían participado en el Winamp dieron a conocer la primera versión de prueba del Songbird, algunos dijeron que había aparecido el asesino del I-Tunes. Al igual que el I-Tunes, el Songbird funciona en Mac y Pc, y reproduce todo tipo de archivo multimedia pero sin hacer problemas por la procedencia del archivo, ni insistir al usuario con que compre música en su tienda online. Además, consume muchos menos recursos del sistema. Entre sus características, vale la pena destacar que el Songbird incluye un navegador, y trae buscadores de mp3 de dominio público, es decir, legales. Pero quizá lo más revolucionario que presenta el Songbird –cuya primera versión definitiva tiene poco más de un mes– es la difusión de agregados creados por los usuarios. Por medio de ellos se puede hacer prácticamente de todo, por ejemplo: personalizar la visualización, desplegar la letra de la canción que se está escuchando, agregar radios online, interactuar con el Facebook; sin embargo, es fundamental señalar que el Songbird ofrece la posibilidad de instalar el soporte para el I-Pod (aparatito fashion, sí, pero tiránico, ya que obligaba a usar el I-Tunes y, gracias a ello, Apple consolidó el monopolio de la música online). El Songbird, punta de lanza de la Mozilla Foundation, es un extraño caso de un software cuyo mayor atractivo radica en su eterna construcción y el panteísmo autoral que propone.
¿De dónde bajarlo?
http://www.getsongbird.com
OpenOffice.org
La base de este grupo de aplicaciones pensado como alternativa al Microsoft Office fue creada por unos programadores alemanes con la intención de comercializarlo. Sin embargo, en 1999, cuando la empresa Sun Microsystems lo adquirió, optó por ofrecerlo como software libre. De apariencia similar a su competidor –lo cual facilita la migración– el OpenOffice.org (“Open office” solo estaba registrado, por eso se le agregó el “punto.org”) incluye: el procesador de texto Writer, un programa de hojas de cálculo llamado Calc, Impress, un diseñador de presentaciones y programas algo más especializados para tratar bases de datos y fórmulas matemáticas. Si bien los archivos se guardan en formatos exclusivos de OpenOffice, también es posible hacerlo en formatos compatibles con Microsoft Office. La última versión apareció en octubre del año pasado y funciona a la perfección tanto en PC como en Mac. Además, existen versiones “portables”, es decir, que se ejecutan directamente sin necesidad de instalar nada en el sistema.
Por supuesto, un proyecto tan operativo y simple como Open Office provocó cierto malestar en el establishment. Hace dos años, Microsoft acusó a los programadores de haber utilizado software patentado en su programación. La denuncia no pasó de ser una muestra más del desprecio de Microsoft frente al software libre, ya que al día de hoy nunca se molestaron en especificar cuáles eran estos programas con copyright que se había usado para crear el verdugo del Microsoft Office.
¿De dónde bajarlo?
http://es.openoffice.org
Recuva
Antes de leer el texto a continuación, hay que instalar este programa. La urgencia se debe a que esto mejora su funcionamiento. Pero ¿qué hace el Recuva? El Recuva es otra aplicación mínima que ahorra gran cantidad de disgustos al usuario, ya que, en estos días en los cuales la escritura en la computadora supera en aficionados a la escritura a mano, el Recuva recupera archivos que se borran o desaparecen de la máquina, ya sea por un espasmo que aprieta el botón equivocado, un virus, un corte de luz o algún motivo más extraordinario (siempre y cuando el equipo quede en una pieza). Para ello conviene instalarlo antes de la emergencia, ya que la instalación de un programa consiste en agregar nuevos datos al disco rígido, alejando las posibilidades de recuperar la información perdida. Pero no sólo sirve para recuperar archivos en la máquina sino que Recuva también funciona en pen drives, cámaras de fotos y reproductores de mp3. Es necesario tener bien claro que esta operación tan delicada, como decía Tusam, puede fallar. Sin embargo, el elevado margen de efectividad obliga a hacer el intento. Por el momento, Recuva está disponible sólo para Windows.
¿De dónde bajarlo?
http://www.recuva.com
Task Killer
El minúsculo tamaño del Task Killer puede engañar, pero de ninguna manera se corresponde con su utilidad. El hecho de que sea exclusivo para Windows no debería despertar celos, ya que el Task Killer es especialmente útil para cuando la máquina se traba, lo que en la Mac sucede con menor frecuencia. Cuando un programa se traba y no se lo puede cerrar suele combatírselo con la combinación “ctrl/alt/delete”, que rara vez soluciona la situación. Ahora, con el Task Killer, aquella secuencia queda obsoleta. Al ejecutar este soft se agrega un ícono al margen derecho inferior de la pantalla (junto a la hora); al clickear se abre una ventana que muestra qué procesos se están llevando a cabo en la máquina y cuánta memoria consumen (al igual que el Startup Manager, revela programas que se ejecutan automáticamente sin nuestro conocimiento ni consentimiento). Allí, los programas que no responden aparecen destacados en letra roja y basta con un simple click para cerrarlos. El Task Killer resulta una herramienta fundamental, cuyo uso se recomienda de manera conjunta con la barra del Rocket Dock.
¿De dónde bajarlo?
http://www.rsdsoft.com/task_killer/index.php4



El profesor de lo fantástico
Para muchos lectores, Fernando Sorrentino es el entrañable nombre de alguien dedicado a la enseñanza de la literatura y hacedor de unas antologías de cuentos que formaron a varias generaciones. Pero habría que agregar que es el autor de más de quince volúmenes de relatos donde el humor, el absurdo y el fantástico se dan cita una y otra vez. Con la reciente aparición de El crimen de san Alberto (Losada), Sorrentino corona una carrera literaria no exenta de
extrañezas, epifanías y anécdotas curiosas. Retrato de un hombre al que casi todas las semanas le sucede algo agradable.
Por Juan Pablo Bertazza
¿Se están mudando? –pregunta ella.
–No –contesta él, sin ofrecer ninguna explicación a cambio.
El extrañísimo diálogo tiene lugar cuando Sorrentino le pide a una chica muy apurada que nos saque no una sino cuatro fotos en distintos lugares del hall de entrada, inmediatamente después de una entrevista en la que el escritor acaba de contar que “en casi todos mis relatos sucede algún hecho insólito, pero para mí es importantísimo crear primero la escenografía con detalles verosímiles para después, con disimulo, ir metiendo lo fantástico, lo insólito”. Este eximio cuentista nacido en 1942, de quien no es fácil precisar si es conocido o no, publicó el año pasado dos libros en el mismo mes: El centro de la telaraña (Longseller), una antología que trae un relato nuevo escrito en colaboración con Cristian Mitelman, y El crimen de san Alberto (Losada), en el que brillan la tragicómica historia de un mediocre que decide vengarse de su amigo ganador y una parodia a los análisis semiológicos.
Este volumen, además de reunir relatos inéditos o publicados sólo en revistas, marca la consolidación de la técnica cuentística de Sorrentino. Pero todo logro esconde una historia de complicaciones: “El crimen de san Alberto lo escribí hace 20 años, era un cuento maldito porque no lograba publicarlo nunca. Muchas veces me ha pasado que puse expectativas en algo y no sale, mientras que con otras cosas me desentiendo y me llaman para publicarlas. Juan José Delaney, que es intimísimo amigo mío, tenía la revista Gato Negro, que era de cuentos policiales, por lo que no había nada más fácil que publicarlo con él. Justo cuando aceptó incluirlo, se quedó sin plata y no pudo sacar más la revista”.
El aprendizaje realizado por Sorrentino en El crimen de san Alberto podría definirse como la capacidad de centrarse en un solo acontecimiento fantástico en medio de una situación realista, mecanismo que ya había adelantado en un tríptico de historias sobre fracasados: El rigor de las desdichas (Ediciones del Dock, 1994). Los libros anteriores de cuentos, que llegan a los quince volúmenes, se caracterizan por un absurdo mucho más generalizado que le deparó resultados altos en algunos de los relatos de En defensa propia (Editorial de Belgrano, 1982), una especie de, si no bestiario, al menos “alimañario” en el que a un hombre, por ejemplo, en lugar de salirle una verruga le sale un elefante; en otros de El mejor de los mundos posibles (Plus Ultra, 1976, ganador del segundo premio Municipal de literatura) y, especialmente, ya no en un libro de cuentos, sino en su única y excelente novela, Sanitarios centenarios (Plus Ultra, 1979), que comienza cuando la inefable empresa Sanitarios Spettanza contrata a la agencia publicitaria Convicción Suasoria para hacer una campaña especial con motivo de su centésimo aniversario. Entre los puntos flojos él mismo se apura en ubicar La regresión zoológica (Editores Dos, 1969), su aborrecido primer libro, del que, curiosamente, habla siempre en pasado: “Estaba lleno de defectos. Eran cuentos esquemáticos, sin volumen, detalle ni terminación. Además tenían un error de juventud que me saqué para siempre: hacerme el canchero, como diciendo miren qué vivo lo que puse acá. Esos cuentos los escribí entre los veintidós y los veinticuatro años, y los publiqué a los veintiséis. En el año ‘68 la revista Nuestros Hijos, que ya no existe, hizo un concurso de cuentos para jóvenes y yo escribí uno que se llama Cosas de vieja poco después de los de La regresión zoológica, aunque se publicó antes: ahí está el cambio. Ese era un cuento bien hecho, ahí se produjo el momento de madurez o lucidez que necesitaba”.
¿Esa lucidez se logra de una vez y para siempre o creés que siempre está el riesgo de volver al estado anterior?
–No, no se vuelve, es imposible. De La regresión zoológica hubo dos cuentos que, si bien estaban muy mal escritos, los rescaté y rehíce porque tenían un núcleo argumental bueno: “Mi amigo Lucas” y “Métodos de la regresión zoológica”. Los demás, como diría Borges, no admiten redención sin destrucción.
Humor sinvoluntarismo
El afiladísimo humor que Sorrentino despliega en casi todos sus libros suele pedirle una mano al absurdo aunque nunca le agarra el brazo. Es a partir de situaciones ordinarias, cotidianas y harto probables que saca, a menudo, alícuotas verosímiles de delirio. Una de las formas más recurrentes que toma ese humor es la del diálogo, como cuando en su nouvelle Costumbres de los muertos (Colihue, 1996) una tía, en lugar de consolar a su sobrino enfermo, le dice:
–Cuando te mueras, le vas a pedir a Dios por todos nosotros, ¿verdad que sí, precioso?
O un diálogo de la novela Sanitarios centenarios que pinta de cuerpo entero la personalidad de uno de los dueños de la bizarra firma:
–Todas las palabras tienen sinónimos y hay que usarlos todos. Por ejemplo, para no repetir calle, yo diría: “Fulano salió a la calle, caminó por la rúa hasta la siguiente estrada y tomó finalmente otra vía que lo llevaría a la casa de Zutano”. ¿Qué le parece?
–No es por discutir, pero eso es perder el tiempo.
–Cuestión de estilos –concluyó, algo resentido–. A mí me gusta la riqueza de vocabulario o léxico.
El mismo humor emplea Sorrentino al hablar. Cuando se le pregunta si existió uno de los personajes irrisorios de El crimen de san Alberto, responde que se trataba de una profesora de matemática tan flaquita que era una entelequia; cuando se le pregunta por su trabajo en la editorial Plus Ultra responde con gracia, y eso que no recuerda precisamente con alegría esa época: “Estuve cinco años. Hacía tareas administrativas, aunque tenía el pomposo título de jefe de prensa y el sueldo del tipo que limpia los baños de la estación González Catán del Ferrocarril Belgrano Sur. Lo bueno es que era jefe de mí mismo porque no tenía ningún empleado, y en general yo mismo me obedecía. Por lo menos, ahí he conocido a la persona más tacaña del mundo entero”.
En tu libro de conversaciones con Borges noté que no estaban de acuerdo en un punto, el humor. El dice que “el humorismo escrito es un error”.
–Claro, él veía el humor como una flor oral, aunque sabía que eso significaba anular gran parte de la obra de Mark Twain. Por otro lado, él mismo aportó mucho a la causa con Bustos Domecq y en solitario con las ridiculeces de Carlos Argentino Daneri. Yo creo que no hay que escribir con humor pensando en hacer cuentos cómicos. El Quijote tiene mucho humor y no es algo humorístico, lo mismo pasa con Dickens. Yo no soy humorista. Yo creo que el error es el voluntarismo de ser gracioso.
¿Y cómo lográs hacer reír a las carcajadas con un libro sin hacer abuso del absurdo?
–Las cosas graciosas llegan. Por ejemplo, me llaman mucho la atención los razonamientos irracionales. Una vez estaba con gente amiga y en la pantalla del televisor aparecieron cuatro personas. Alguien dijo: “Ahí está Fulano de Tal”. Como yo no lo conocía, pregunto cuál es y me contesta: “El del medio”. ¿Cuál es el del medio en un grupo de cuatro personas?
Composicion tema: la primavera
Todo lo que huele a escolar suele ser visto de manera peyorativa en terreno literario. La obra de Fernando Sorrentino, sin embargo, está marcada a fuego, y en muchos sentidos, por la pedagogía. Casi todo lo que recuerda tiene que ver esencial o marginalmente con el ámbito del colegio, que, en repetidas ocasiones, es a su obra lo que son las oficinas para Kafka o para el Melville de Bartleby. En una entrevista con Carla Pravisani, Sorrentino llegó a decir incluso que “cuarenta minutos –justo lo que dura una clase de secundaria– es lo que puedo dedicarle a la escritura”.
Por otro lado, muchos lectores tuvieron su primer contacto con Sorrentino justamente en la secundaria, a partir de algunos de esos cuentos antologados que constituían una especie de fuga entre las horas de matemática, contabilidad y química. Aún hoy sus cuentos clásicos –que, día a día le siguen reclamando para nuevas antologías escolares– nos recuerdan esa época en que la lectura de un relato podía llegar a repercutir en toda una vida.
También hay algo escolar en su desprejuicio. Sorrentino dice que sólo lee lo que le gusta y, a su vez, siempre dice que le gusta lo que puede recordar; lo cual se advierte en las fotos de ídolos que pueblan las paredes de su estudio: Borges, Kafka, Marco Denevi y un dibujo exclusivo que le hizo Fontanarrosa a propósito de su cuento “Lectura y comprensión de textos”. Aunque su idolatría no termina ahí: “A la persona que considero más inteligente, más sabia y más culta la conocí en el profesorado de Literatura del Mariano Acosta, donde me recibí, y es el profesor Julio Balderrama, un tipo maravilloso que todos sus alumnos adoramos. Don Julio sabía todo y hacía cosas que podían parecer infantiles, pero no lo eran. Un día nos pide escribir una composición sobre la primavera. Yo pensé que nos estaba cargando. La hago y después viene con todos los defectos que yo había cometido: el que narra tiene que transmitir, sobre todo, vivencias. Entonces si yo digo que sentí miedo no sirve de nada, vos tenés que transmitir esas sensaciones sin decirlas.
Trabajaste mucho tiempo como profesor de literatura, ¿no?
–Cuarenta años. Ahora estoy esperando acogerme a los beneficios de la jubilación, ya están los trámites hechos así que estoy esperando que me llame el señor Anses para cobrar. Trabajé en muchos colegios: casi siempre en privados y muchísimos años en el Pellegrini, desde el ‘78 hasta el ‘99. En mi juventud, hasta los 28, 30 años, incluso tenía un artilugio que después me cansé de hacerlo: les leía mis cuentos a los chicos. Leía y con el rabillo del ojo miraba las reacciones. Entonces si yo veía que en cierta parte no causaba ningún efecto, tenía que corregirlo. Algunos decían que era una porquería, dedíquese a otra cosa, viste cómo son los pibes.
¿Ese ambiente te inspiraba para escribir?
–Sí. Uno estaba metido ahí, yo me llevaba bien con los profesores, era lindo, estabas en la sala, chusmeabas, había profesoras lindas, era una cosa agradable. A mí los chicos me querían muchísimo, a tal punto que cuando presenté El crimen de san Alberto fueron alumnos míos pero no de dieciocho sino chicas de cincuenta y dos años que me tuvieron de profesor en la década del ‘70. Continuamente emergen del pasado, especialmente vía mail, personas que he olvidado y me dicen cosas muy lindas como: “vos me enseñaste a leer”, “vos me abriste la cabeza”. Yo como profesor de literatura no era ortodoxo, daba únicamente los textos que a mí me gustaban. En literatura española, por ejemplo, le dedicaba muchas clases a Jorge Manrique, pero al Cid lo pasaba a toda velocidad, también les daba mucho tiempo a Garcilaso, Góngora y no tanto Quevedo porque en esas luchas Ford-Chevrolet, Independiente-Racing, soy más hincha de Góngora que de Quevedo. Llegaba el siglo XVIII, y como no me gustaba nada, no existía. Del siglo XIX me causaba mucha gracia Larra, entonces lo daba con mucho detalle. ¿Te acordás de El castellano viejo? “En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el pollo, violentamente despedido, pareció querer tomar vuelo como en sus tiempos más felices.” Eso es genial.
¿Qué opinión te merece Bioy Casares, el otro escritor con quien hiciste el libro de conversaciones?
–Era un tipo simpático, bon vivant pero... yo qué sé. Su literatura no tiene sangre, me resulta demasiado matemática. Igual tiene tres cuentos a los que yo les pondría diez puntos: En memoria de Paulina, El calamar opta por su tinta y Encrucijada. De todas formas, para mí Marco Denevi es infinitamente superior a Bioy Casares. Es mi ídolo, no en todo, sus últimos libros son más bien malos porque se ve que escribía por obligación, apurado. Pero Rosaura a las diez, Un pequeño café, Ceremonia secreta, Los asesinos de los días de fiesta... pasé horas maravillosas leyendo esos libros.
Nombrás tanto en tus cuentos al ba-rrio de Palermo que me sorprendió que vivieras en Villa Urquiza.
–Totalmente, yo acá me considero un expatriado. Nací en la calle Costa Rica, entre Bonpland y Fitz Roy, donde viví hasta que me casé. Ahí jugué al fútbol, a las bolitas, a las figuritas, era la década del ‘50, la gente vivía en la calle. Yo guardo por ese barrio un afecto total, aunque ahora es una porquería porque se convirtió en Palermo Hollywood, justamente lo contrario de lo que a mí me gustaría que siguiera siendo. Viví en Palermo en diversos lugares, el último fue Las Cañitas hasta 1984, o sea que si ahí me soltás con una venda en los ojos, yo no me pierdo. Mi mamá sigue viviendo ahí y cada vez que la visito, me encuentro con japoneses y norteamericanos comiendo juntos en la vereda.
El mejor de losmundos posibles
Los cuentos de Fernando Sorrentino circulan mil veces más en las aulas de las escuelas que en las de la facultad, lo cual lo hace un escritor un tanto extraño. Tampoco es muy nombrado en los diarios ni en los suplementos aunque, día a día, le llegan mails de todo el mundo agradeciéndole por sus libros, muchos de los cuales fueron traducidos a diversas lenguas, como catalán, serbocroata, balochi (idioma minoritario de Irán), búlgaro y cabilio (idioma minoritario de Argelia); aparte de contar con un hermosísimo libro: Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005) que compila sus cuentos publicados hasta entonces y sólo se consigue en Barcelona.
Tanta extrañeza lleva a dudar de si las curiosas tramas de Fernando Sorrentino son consecuencia de que a él le pasan cosas raras o si a él le empezaron a pasar cosas raras a partir de sus extrañas tramas. Lo cierto es que Sorrentino no deja de recordar momentos epifánicos: “Cuando era pibe leía lo que podía: Salgari, Verne, todos tipos meritorios. Cuando se produjo la epidemia de polio del año 1955, nadie podía seguir en la calle porque se habían suspendido las clases. Uno de los primeros días que empezamos a salir de nuevo, había un amigo mío sentado en el umbral leyendo un libraco y me dice: ‘Me lo regalaron para mi cumpleaños y no me gusta, ¿lo querés?’. Era David Copperfield, yo tenía 12 años, lo empecé a leer y quedé fascinado. Me di cuenta de que entre Dickens y entre los otros había cinco, seis escalones de ventaja, por sutilezas, contradicciones, grosor de los personajes... ésa fue una primera etapa de discernimiento. Después, en la secundaria, tuve de profesor en segundo año de lengua a Rubén Benítez, que ganó el premio Emecé en 1959 con una novela que se llamaba Ladrones de luz. Era además regente y no iba nunca así que supongo que cobraba sin laburar. Pero el tema es que nos hizo comprar dos libros de Losada, de la colección contemporánea: Don Segundo Sombra y Pago Chico. Nunca hicimos nada en clase con los libros, el tipo se desentendió, pero yo los leí y me di cuenta de que Don Segundo Sombra era infinitamente superior a Pago Chico.
Contame tres momentos de tu carrera que hayan hecho de este mundo el mejor de los mundos posibles.
–En el año ‘72, además de estar en la miseria y con un hijo chiquito al que tenía que darle de comer, quería publicar Imperios y servidumbres, mi segundo libro de cuentos. En esa época no me atrevía a ir a Emecé, Sudamericana o Losada porque era como ir a River, Boca o Independiente (no quiero decir Racing), entonces probé con Ferrocarril Oeste, Platense y Chacarita, es decir, editoriales menores y me lo bocharon las tres. Entonces hice una cosa de pendejo: mandar los cuentos a la editorial más importante del mundo, a Seix Barral, total me iban a decir que no y yo me iba a consolar pensando que me lo rechazaban porque ellos eran demasiado importantes para mí. El 19 de junio de 1972 –me acuerdo porque me estaba preparando para ir al colegio donde era encargado de dirigir el acto del Día de la Bandera–, aparece un sobre debajo de la puerta y me avisan que me mandarían un anticipo de trescientos dólares por la publicación de mi libro. Son momentos mágicos. Después, en el año ‘75 yo estaba desvinculado de todo, y se me ocurrió mandarle ese mismo libro a mí ídolo, Marco Denevi. A los diez días me manda una carta con una especie de crítica donde me decía que, en general, el libro le había gustado mucho, que lo veía como un harén donde hay morenas, pelirrojas y rubias, que algunas nos gustan más que otras, pero en general nos gustan todas. Eso me conmovió, nos seguimos carteando y me invitó a tomar un café a donde él iba siempre, el café Saint James, en la esquina de Córdoba y Maipú. El estaba vestido de punta en blanco: traje, corbata, y yo me decía todo el tiempo: “Estoy soñando, estoy hablando muy suelto de cuerpo con el tipo que creó a Camilo Canegato y a la señorita Eufrasia”.
Comparaste a las editoriales con equipos de fútbol y no quería dejar de preguntarte por Racing, que yo pienso que es el equipo más absurdamente li-terario de Argentina porque, además de haber salido campeón después de 35 años justo en el 2001, se me ocurre que es el más mentado en nuestra lite-ratura, más que Boca incluso, pese a no ser un club grande.
–No me vengas con chicanas, ¿Cómo que no es grande? Puede ser que tengas razón, ¿eh? Y te voy a aportar un ejemplo: en Los premios Cortázar dice, refiriéndose al Pelusa: “Ellos no sospechan que el mundo sigue más allá de Racing y de no sé qué” y después, en Bestiario, en el cuento “Las puertas del cielo” habla de un festejo después de que Racing ganara 4 a 1. Por eso se dice, yo no lo sé, que Cortázar era de Racing. En Internet había un sitio que ya desapareció que se llamaba Famosos Racinguistas: ahí tenía el honor de figurar junto a Porcel, Renán, Francella, Perón (aunque es un caso dudoso porque muchos dicen que era de Boca) y también Cortázar.
Te falta contarme el último momento que transformó tu carrera.
–Sí, uno más reciente. Un día me escribe Donald A. Yates, que es profesor jubilado de español y especialista en literatura policial en Estados Unidos, y me dice que si le mando un cuento policial él me da la oportunidad de publicarlo en Ellery Queen’s Mystery Magazine, la catedral del cuento policial. Yo le dije que no tenía y no podía escribir de oficio, entonces me dijo que me esperaba. Un día, me voy a hacer un trámite al colegio Pío IX, donde di clases desde 1999 hasta el 2005, y me lo encuentro a Cristian Mitelman. Le cuento todo, él me dice que sí tiene un argumento y, finalmente, lo vamos laburando por mail. Yates nos hizo un par de observaciones, pero lo tradujo y lo publicó en ese lugar tan prestigioso. Prácticamente no pasa una semana sin que me ocurra algo agradable.

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