Personajes > Will Eisner, el padre de la “novela gráfica”
I, Will
Talento precoz que empezó a dibujar para sacar adelante a sus padres durante la Gran Depresión, se convirtió en un empresario impenitentemente exitoso, creador del primer superhéroe sin disfraz y el primero en defender sus derechos de autor. Con el estreno, el jueves pasado, de The Spirit, vuelve a escena la obra de culto de Will Eisner, el hombre cuyos dibujos fueron comparados con las películas de Orson Welles.
Por Martín Pérez
Levantó el tubo y discó el teléfono. Atendió primero una recepcionista, después una secretaria y por último, casi sin ninguna pausa lo suficientemente larga que le diese tiempo a reflexionar en la naturaleza de su llamada, del otro lado de la línea lo estaba escuchando nada menos que el presidente de la tan neoyorquina editorial Bantam Books. “Tengo algo para ofrecerle, que creo que le va a interesar”, le dijo Will Eisner. “Muy bien. ¿De qué se trata?”, fue la obvia e inmediata pregunta, a la que le siguió un segundo de silencio. Porque el legendario autor de The Spirit, aunque había conseguido ser atendido por el señor de traje de Bantam justamente por ser el autor de semejante personaje de culto de la edad de oro de las historietas norteamericanas, de pronto se dio cuenta de que si le decía que lo que tenía para ofrecer era otra historieta, la conversación se iba a terminar ahí. Así que, según cuenta la leyenda, fue en ese segundo de inspiración –y necesidad– entre pregunta y respuesta, que Eisner bautizó a un futuro nuevo género de historietas, que en ese día de la segunda mitad de los ‘70 apenas si existía. Dijo entonces: “Es una novela gráfica”. A lo que el ejecutivo al teléfono respondió: “Me interesa, hagamos una reunión”.
Por supuesto que, según siempre ha contado Eisner, la reunión no pudo ser otra cosa que un fracaso. Porque apenas el presidente de la Bantam tuvo en sus manos las páginas de Contrato con Dios, se dio cuenta de que, a pesar de todas las innovaciones formales y temáticas, se trataba efectivamente de una historieta. Así que le recomendó a Eisner buscar otra casa editorial para publicarla. Pero a partir de entonces toda obra que intentase escapar del ghetto de los comics de superhéroes o las tiras diarias tuvo un nombre para denominarse: novela gráfica. Considerada como la primera en su género, el ya clásico Contrato con Dios –editado finalmente por Baronet– fue la obra con la que Will Eisner en 1978 comenzó el último acto en su larga y exitosa vida como autor de historietas, utilizando la experiencia de casi medio siglo en el negocio para contar historias personales, algo que continuó haciendo hasta su muerte, en enero de 2005. Por entonces, el premio más importante de la industria llevaba su nombre desde 1988, y él mismo se encargaba de entregarlo, a pedido de sus organizadores. Como dijo J. Michael Straczynski, autor del guión de la última película de Clint Eastwood, cuando ganó un Eisner en 2002 por sus guiones para la revista de El Hombre Araña: “Si te ganás un Emmy, no te lo entrega Emmy. Si te ganás el Oscar, no te lo da Oscar. Pero si te ganás el Eisner... bueno, qué puede tener más onda que te lo entregue el mismísimo Eisner”.
Considerado como un maestro por varias generaciones de colegas, Will Eisner fue una joven promesa cuando sólo existían las tiras diarias, empresario exitoso antes de cumplir los veinte al formar un estudio anticipando el advenimiento de los comic books, artista solitario otra vez para cumplir con su sueño de hacer historietas para un público adulto, nuevamente empresario al frente de la utilización del género con medios educativos para varias empresas, y por último el primer autor de novelas gráficas. Aunque no creó ningún personaje que se pueda considerar eterno, sin duda alguna Eisner fue uno de los grandes protagonistas de la historia de la historieta. No sólo por su maestría artística y narrativa, demostrada en la mejor época de esa anomalía llamada The Spirit (entre 1945 y 1952), sino porque nunca entregó la propiedad de su obra y siempre creyó en las posibilidades artísticas del medio.
“Cuando estabas en alguna fiesta hablando con una chica, siempre llegaba el momento en que ella te preguntaba por tu trabajo. Y si le decías que dibujabas historietas, su respuesta podía representarse con un gran globo en blanco, en el que sólo había un ‘oh’ muy pequeño en el medio”, recordaba con humor Eisner, que alcanzó a ver cumplido su gran sueño: que el New York Times reseñase una novela gráfica en su suplemento literario, con la misma importancia que cualquier otro libro. Un logro que ha conseguido la última generación de historietistas norteamericanos, con Chris Ware, Daniel Clowes y Joe Sacco, entre otros, a la cabeza, pero que hubiese sido imposible sin antecesores de la talla de Eisner. “Me gusta comparar a Will con un grupo como Velvet Underground”, declaró alguna vez Neil Gaiman, otro de los grandes protagonistas de la vitalidad actual del género. “Brian Eno dijo que sólo cinco mil personas se compraron en su momento un disco de Velvet, pero todos y cada uno de ellos formaron un grupo. Así es como yo veo a Will. Si lo descubrías a la edad adecuada, y te dabas cuenta de lo que estaba haciendo, ¿por qué ibas a querer hacer otra cosa?”
SUPERMAN Y ORSON WELLES
Apenas treinta dólares. Ese fue el capital que aportó Eisner –la mitad del cual le fue prestado por su padre– para comenzar su sociedad con el editor Jerry Iger, al que había conocido apenas un par de meses antes cuando le fue a ofrecer sus dibujos para una efímera revista llamada Wow. Pero aunque Wow duró apenas cuatro números durante 1936, prenunciaba lo que se venía: las revistas que publicaban historias pulp estaban en decadencia, mientras que las que reimprimían las tiras de los diarios eran las nuevas reinas de los quioscos. Como en algún momento ese material ya publicado se acabaría, si las editoriales de las pulp querían seguir aprovechando sus cadenas de distribución, tenían que empezar a comprar material original. De eso se encargaba Iger cuando Eisner lo fue a visitar por primera vez para ofrecerle sus dibujos. Y cuando Wow cerró, dejando a Iger en la calle, el joven Will tuvo las agallas necesarias para proponer una sociedad, poner el dinero indispensable para alquilar durante dos meses una oscura oficina, y comenzar con el negocio, cuyas historietas fueron inicialmente dibujadas todas por el propio Will. Pero firmándolas con diferentes seudónimos, para crear la ilusión de tener todo un equipo a su cargo. Algo que finalmente sucedería, cuando rápidamente el estudio de Eisner & Iger se transformó en uno de los más conocidos del ramo. “A los 22 años ya era rico”, exageró alguna vez Eisner, que llegó a tener como empleados en su estudio a futuras leyendas como Bob Kane, el futuro creador de Batman, y Jack Kirby, autor junto a Stan Lee de personajes como Los 4 Fantásticos, Hulk y muchos más.
Tal como lo contó en la extraordinaria novela gráfica autobiográfica El corazón de la tormenta (1991), Will Eisner nació en 1917, hijo de una pareja de inmigrantes judíos. Su padre había pintado catedrales en Viena, y en los Estados Unidos se reconvirtió en pintor de escenografías para teatro, hasta que las obligaciones familiares lo forzaron a trabajar pintando muebles. Pero siempre intentó comenzar toda clase de negocios, que por una y otra causa –léase Gran Depresión– se fueron frustrando, indignando a su exigente pareja. Tironeado entre un padre soñador y una madre excesivamente demandante y realista, Eisner se convirtió en el joven sustento de su familia al frente de su legendario estudio, fuente inagotable de anécdotas que dibujó para El soñador (1986), cuyas páginas rescatan sus recuerdos de aquella época. “Por entonces fue que dos chicos de Cleveland me acercaron sus trabajos: uno se llamaba Siegel y el otro Shuster. Tenían dos tiras, una era El espía, y la otra Superman. Me acuerdo de que les dije que todavía no estaban listos para publicar”, recuerda Eisner, que en el libro de conversaciones junto a Frank Miller (Eisner/Miller, 2005) asegura jocosamente que debería llevar en las convenciones una remera en la que se leyera: Yo rechacé a Superman.
Pero a pesar de las necesidades de su familia, Eisner abandonó su lucrativo estudio cuando lo contactaron hacia fines de 1939 para un proyecto con el que siempre había soñado: el de hacer una revista de historietas dominical, que se publicase junto a un diario. “Como los comic books eran los que ahora estaban de moda, algunos diarios decidieron contraatacar y presentar su propio comic book”, precisó Eisner, explicando las razones que prepararon el camino para su creación más importante: The Spirit. Era justo lo que Will quería: tener la oportunidad de escribir una historieta para toda clase de público, no sólo para los jóvenes que compraban comic books. Así fue como creó la historia de su detective sin ningún superpoder en especial, casi una excusa para experimentar no sólo con los dibujos sino también con su narrativa. Gran lector de novelas pulp durante su infancia, y también fanático por el cine, Eisner dio rienda suelta a su creatividad en sus historias, creando vertiginosos encuadres cinematográficos (que le ganaron el seudónimo del Orson Welles del comic), así como haciendo protagonista de sus historias a la ciudad antes que a su héroe (que a veces era apenas un espectador más), algo que pocas veces se había visto antes en las páginas de una historieta. Claro que, antes de comenzar con el proyecto, debió satisfacer a sus prosaicos empleadores, que si estaban financiando un comic book querían un superhéroe, con disfraz y todo. Will apenas si les dio un antifaz y unos guantes, suficiente disfraz para seguir adelante con su proyecto. Pero les pidió algo que ningún sindicato ni editorial de historietas le hubiese dado por entonces a nadie: conservar los derechos de autor de su creación. Tan particular era el arreglo –de hecho, nunca hubo ni antes ni después un proyecto de comic book dentro de un diario como The Spirit– que lo consiguió. Y a partir de entonces, con una pausa para ir a pelear la Segunda Guerra, Eisner se dedicó a crear su particular obra maestra de siete (u ocho) páginas por semana, al alcance de unos 4 millones de potenciales lectores gracias a los más de 20 diarios en los que se publicaba. “Siempre supe que no me habían llamado para este trabajo porque les gustase lo que hacía sino porque tenía fama de entregar a tiempo”, confesó alguna vez Will. Y eso hizo, acompañado por un equipo que lo reemplazó mientras fue reclutado –y que incluyó tanto al legendario y trágico Wally Wood como a un precoz Jules Feiffer, luego famoso humorista contracultural por derecho propio–, durante más de una admirable década.
EL CEREBRO DETRAS DE TODO
Como prólogo de aquel llamado histórico que bautizó el nuevo género al que se dedicaría Will Eisner en la última época de su vida creativa, hubo otro teléfono que sonó sorpresivamente en otra oficina. Más precisamente, en la oficina del propio Eisner. Estamos a comienzos de los ‘70, y Will es desde hace más de dos décadas un exitoso empresario. “Yo era uno de esos tipos con traje, y la recepcionista me avisó que tenía un llamado de un hombre que estaba organizando una convención de historietistas en Nueva York. ¿Iba a ir? Le dije que respondiese que sí. Hizo una pausa, miró alrededor para asegurarse que nadie más estuviese escuchando, y me preguntó en voz baja: ‘¿Usted fue alguna vez un historietista, señor Eisner?’”
Alejado del negocio de los comics, salvo por las historietas didácticas que producía para empresas varias y, especialmente, el ejército norteamericano, Will Eisner descubrió que había una nueva cultura dentro del mundo que alguna vez lo había cobijado. O, más bien, una nueva subcultura. Porque en esa convención se enteró de la existencia del comic underground, que había comenzado en San Francisco a fines de los ‘60, con Robert Crumb a la cabeza. “Me acerqué a hablar con algunos de ellos, que fumaban cigarrillos que olían raro, y se reían cuando no había por qué hacerlo”, comentó alguna vez Eisner. “Pero me cayeron bien. Porque sus trabajos podían ser mal hablados e incluso pornográficos, pero tenía que reconocerles algo: estaban haciendo todo lo que alguna vez soñé que se podía hacer con el medio, usar las historietas para hablar libremente de toda clase de cosas.”
Pero había otra cuestión que resultaría fundamental para el regreso de Eisner al mundo de la historieta: el hecho de que la historieta underground hizo que apareciesen editoriales alternativas. Y entonces una de las grandes razones que impulsaron a Eisner a abandonar el redil, el hecho de que las grandes editoriales del medio mantuviesen condiciones leoninas para aceptar los trabajos de sus artistas, de pronto había desaparecido. “A partir de entonces pude ver cómo, en vez de publicar lo que creían de su propiedad, las editoriales, primero las alternativas y luego las más grandes, empezaron a publicar algo que aceptaban como obras ajenas”, explicó Eisner cuando sus nuevos trabajos comenzaron a ser editados por DC Comics, el hogar de Superman y Batman, pero también del revolucionario sello Vértigo.
En su nueva madurez creativa, Eisner abandonó aquello por lo que había sido reconocido en su época de oro con The Spirit: el dinamismo narrativo y los encuadres cinematográficos que hicieron que directores como William Friedkin –que llegó a declarar que la famosa persecución del tren elevado de Contacto en Francia estaba inspirada en una historieta del detective del antifaz y los guantes– confesasen su influencia. “Lo que pasa era que en aquellos tiempos era joven y quería demostrar todo lo que era capaz de hacer”, declaró. “Pero ahora lo que hago no tiene tanto que ver con el cine sino más bien con el teatro. No busco la espectacularidad sino una credibilidad emocional”, agregó Eisner, que supo ser retratado por Michael Chabon como uno de los protagonistas de su novela ganadora del Pulitzer, Las extraordinarias aventuras de Cavalier & Clay, ambientada en la Nueva York de la época del comienzo del negocio de las historietas, ahí donde comenzó su carrera el autor de The Spirit. Que alguna vez dijo que el guionista británico Alan Moore había sido el autor de la frase más bonita que nadie dijo jamás sobre su trabajo: “Eisner es en gran parte la persona responsable de que las historietas tengan cerebro”.
I, Will
Talento precoz que empezó a dibujar para sacar adelante a sus padres durante la Gran Depresión, se convirtió en un empresario impenitentemente exitoso, creador del primer superhéroe sin disfraz y el primero en defender sus derechos de autor. Con el estreno, el jueves pasado, de The Spirit, vuelve a escena la obra de culto de Will Eisner, el hombre cuyos dibujos fueron comparados con las películas de Orson Welles.
Por Martín Pérez
Levantó el tubo y discó el teléfono. Atendió primero una recepcionista, después una secretaria y por último, casi sin ninguna pausa lo suficientemente larga que le diese tiempo a reflexionar en la naturaleza de su llamada, del otro lado de la línea lo estaba escuchando nada menos que el presidente de la tan neoyorquina editorial Bantam Books. “Tengo algo para ofrecerle, que creo que le va a interesar”, le dijo Will Eisner. “Muy bien. ¿De qué se trata?”, fue la obvia e inmediata pregunta, a la que le siguió un segundo de silencio. Porque el legendario autor de The Spirit, aunque había conseguido ser atendido por el señor de traje de Bantam justamente por ser el autor de semejante personaje de culto de la edad de oro de las historietas norteamericanas, de pronto se dio cuenta de que si le decía que lo que tenía para ofrecer era otra historieta, la conversación se iba a terminar ahí. Así que, según cuenta la leyenda, fue en ese segundo de inspiración –y necesidad– entre pregunta y respuesta, que Eisner bautizó a un futuro nuevo género de historietas, que en ese día de la segunda mitad de los ‘70 apenas si existía. Dijo entonces: “Es una novela gráfica”. A lo que el ejecutivo al teléfono respondió: “Me interesa, hagamos una reunión”.
Por supuesto que, según siempre ha contado Eisner, la reunión no pudo ser otra cosa que un fracaso. Porque apenas el presidente de la Bantam tuvo en sus manos las páginas de Contrato con Dios, se dio cuenta de que, a pesar de todas las innovaciones formales y temáticas, se trataba efectivamente de una historieta. Así que le recomendó a Eisner buscar otra casa editorial para publicarla. Pero a partir de entonces toda obra que intentase escapar del ghetto de los comics de superhéroes o las tiras diarias tuvo un nombre para denominarse: novela gráfica. Considerada como la primera en su género, el ya clásico Contrato con Dios –editado finalmente por Baronet– fue la obra con la que Will Eisner en 1978 comenzó el último acto en su larga y exitosa vida como autor de historietas, utilizando la experiencia de casi medio siglo en el negocio para contar historias personales, algo que continuó haciendo hasta su muerte, en enero de 2005. Por entonces, el premio más importante de la industria llevaba su nombre desde 1988, y él mismo se encargaba de entregarlo, a pedido de sus organizadores. Como dijo J. Michael Straczynski, autor del guión de la última película de Clint Eastwood, cuando ganó un Eisner en 2002 por sus guiones para la revista de El Hombre Araña: “Si te ganás un Emmy, no te lo entrega Emmy. Si te ganás el Oscar, no te lo da Oscar. Pero si te ganás el Eisner... bueno, qué puede tener más onda que te lo entregue el mismísimo Eisner”.
Considerado como un maestro por varias generaciones de colegas, Will Eisner fue una joven promesa cuando sólo existían las tiras diarias, empresario exitoso antes de cumplir los veinte al formar un estudio anticipando el advenimiento de los comic books, artista solitario otra vez para cumplir con su sueño de hacer historietas para un público adulto, nuevamente empresario al frente de la utilización del género con medios educativos para varias empresas, y por último el primer autor de novelas gráficas. Aunque no creó ningún personaje que se pueda considerar eterno, sin duda alguna Eisner fue uno de los grandes protagonistas de la historia de la historieta. No sólo por su maestría artística y narrativa, demostrada en la mejor época de esa anomalía llamada The Spirit (entre 1945 y 1952), sino porque nunca entregó la propiedad de su obra y siempre creyó en las posibilidades artísticas del medio.
“Cuando estabas en alguna fiesta hablando con una chica, siempre llegaba el momento en que ella te preguntaba por tu trabajo. Y si le decías que dibujabas historietas, su respuesta podía representarse con un gran globo en blanco, en el que sólo había un ‘oh’ muy pequeño en el medio”, recordaba con humor Eisner, que alcanzó a ver cumplido su gran sueño: que el New York Times reseñase una novela gráfica en su suplemento literario, con la misma importancia que cualquier otro libro. Un logro que ha conseguido la última generación de historietistas norteamericanos, con Chris Ware, Daniel Clowes y Joe Sacco, entre otros, a la cabeza, pero que hubiese sido imposible sin antecesores de la talla de Eisner. “Me gusta comparar a Will con un grupo como Velvet Underground”, declaró alguna vez Neil Gaiman, otro de los grandes protagonistas de la vitalidad actual del género. “Brian Eno dijo que sólo cinco mil personas se compraron en su momento un disco de Velvet, pero todos y cada uno de ellos formaron un grupo. Así es como yo veo a Will. Si lo descubrías a la edad adecuada, y te dabas cuenta de lo que estaba haciendo, ¿por qué ibas a querer hacer otra cosa?”
SUPERMAN Y ORSON WELLES
Apenas treinta dólares. Ese fue el capital que aportó Eisner –la mitad del cual le fue prestado por su padre– para comenzar su sociedad con el editor Jerry Iger, al que había conocido apenas un par de meses antes cuando le fue a ofrecer sus dibujos para una efímera revista llamada Wow. Pero aunque Wow duró apenas cuatro números durante 1936, prenunciaba lo que se venía: las revistas que publicaban historias pulp estaban en decadencia, mientras que las que reimprimían las tiras de los diarios eran las nuevas reinas de los quioscos. Como en algún momento ese material ya publicado se acabaría, si las editoriales de las pulp querían seguir aprovechando sus cadenas de distribución, tenían que empezar a comprar material original. De eso se encargaba Iger cuando Eisner lo fue a visitar por primera vez para ofrecerle sus dibujos. Y cuando Wow cerró, dejando a Iger en la calle, el joven Will tuvo las agallas necesarias para proponer una sociedad, poner el dinero indispensable para alquilar durante dos meses una oscura oficina, y comenzar con el negocio, cuyas historietas fueron inicialmente dibujadas todas por el propio Will. Pero firmándolas con diferentes seudónimos, para crear la ilusión de tener todo un equipo a su cargo. Algo que finalmente sucedería, cuando rápidamente el estudio de Eisner & Iger se transformó en uno de los más conocidos del ramo. “A los 22 años ya era rico”, exageró alguna vez Eisner, que llegó a tener como empleados en su estudio a futuras leyendas como Bob Kane, el futuro creador de Batman, y Jack Kirby, autor junto a Stan Lee de personajes como Los 4 Fantásticos, Hulk y muchos más.
Tal como lo contó en la extraordinaria novela gráfica autobiográfica El corazón de la tormenta (1991), Will Eisner nació en 1917, hijo de una pareja de inmigrantes judíos. Su padre había pintado catedrales en Viena, y en los Estados Unidos se reconvirtió en pintor de escenografías para teatro, hasta que las obligaciones familiares lo forzaron a trabajar pintando muebles. Pero siempre intentó comenzar toda clase de negocios, que por una y otra causa –léase Gran Depresión– se fueron frustrando, indignando a su exigente pareja. Tironeado entre un padre soñador y una madre excesivamente demandante y realista, Eisner se convirtió en el joven sustento de su familia al frente de su legendario estudio, fuente inagotable de anécdotas que dibujó para El soñador (1986), cuyas páginas rescatan sus recuerdos de aquella época. “Por entonces fue que dos chicos de Cleveland me acercaron sus trabajos: uno se llamaba Siegel y el otro Shuster. Tenían dos tiras, una era El espía, y la otra Superman. Me acuerdo de que les dije que todavía no estaban listos para publicar”, recuerda Eisner, que en el libro de conversaciones junto a Frank Miller (Eisner/Miller, 2005) asegura jocosamente que debería llevar en las convenciones una remera en la que se leyera: Yo rechacé a Superman.
Pero a pesar de las necesidades de su familia, Eisner abandonó su lucrativo estudio cuando lo contactaron hacia fines de 1939 para un proyecto con el que siempre había soñado: el de hacer una revista de historietas dominical, que se publicase junto a un diario. “Como los comic books eran los que ahora estaban de moda, algunos diarios decidieron contraatacar y presentar su propio comic book”, precisó Eisner, explicando las razones que prepararon el camino para su creación más importante: The Spirit. Era justo lo que Will quería: tener la oportunidad de escribir una historieta para toda clase de público, no sólo para los jóvenes que compraban comic books. Así fue como creó la historia de su detective sin ningún superpoder en especial, casi una excusa para experimentar no sólo con los dibujos sino también con su narrativa. Gran lector de novelas pulp durante su infancia, y también fanático por el cine, Eisner dio rienda suelta a su creatividad en sus historias, creando vertiginosos encuadres cinematográficos (que le ganaron el seudónimo del Orson Welles del comic), así como haciendo protagonista de sus historias a la ciudad antes que a su héroe (que a veces era apenas un espectador más), algo que pocas veces se había visto antes en las páginas de una historieta. Claro que, antes de comenzar con el proyecto, debió satisfacer a sus prosaicos empleadores, que si estaban financiando un comic book querían un superhéroe, con disfraz y todo. Will apenas si les dio un antifaz y unos guantes, suficiente disfraz para seguir adelante con su proyecto. Pero les pidió algo que ningún sindicato ni editorial de historietas le hubiese dado por entonces a nadie: conservar los derechos de autor de su creación. Tan particular era el arreglo –de hecho, nunca hubo ni antes ni después un proyecto de comic book dentro de un diario como The Spirit– que lo consiguió. Y a partir de entonces, con una pausa para ir a pelear la Segunda Guerra, Eisner se dedicó a crear su particular obra maestra de siete (u ocho) páginas por semana, al alcance de unos 4 millones de potenciales lectores gracias a los más de 20 diarios en los que se publicaba. “Siempre supe que no me habían llamado para este trabajo porque les gustase lo que hacía sino porque tenía fama de entregar a tiempo”, confesó alguna vez Will. Y eso hizo, acompañado por un equipo que lo reemplazó mientras fue reclutado –y que incluyó tanto al legendario y trágico Wally Wood como a un precoz Jules Feiffer, luego famoso humorista contracultural por derecho propio–, durante más de una admirable década.
EL CEREBRO DETRAS DE TODO
Como prólogo de aquel llamado histórico que bautizó el nuevo género al que se dedicaría Will Eisner en la última época de su vida creativa, hubo otro teléfono que sonó sorpresivamente en otra oficina. Más precisamente, en la oficina del propio Eisner. Estamos a comienzos de los ‘70, y Will es desde hace más de dos décadas un exitoso empresario. “Yo era uno de esos tipos con traje, y la recepcionista me avisó que tenía un llamado de un hombre que estaba organizando una convención de historietistas en Nueva York. ¿Iba a ir? Le dije que respondiese que sí. Hizo una pausa, miró alrededor para asegurarse que nadie más estuviese escuchando, y me preguntó en voz baja: ‘¿Usted fue alguna vez un historietista, señor Eisner?’”
Alejado del negocio de los comics, salvo por las historietas didácticas que producía para empresas varias y, especialmente, el ejército norteamericano, Will Eisner descubrió que había una nueva cultura dentro del mundo que alguna vez lo había cobijado. O, más bien, una nueva subcultura. Porque en esa convención se enteró de la existencia del comic underground, que había comenzado en San Francisco a fines de los ‘60, con Robert Crumb a la cabeza. “Me acerqué a hablar con algunos de ellos, que fumaban cigarrillos que olían raro, y se reían cuando no había por qué hacerlo”, comentó alguna vez Eisner. “Pero me cayeron bien. Porque sus trabajos podían ser mal hablados e incluso pornográficos, pero tenía que reconocerles algo: estaban haciendo todo lo que alguna vez soñé que se podía hacer con el medio, usar las historietas para hablar libremente de toda clase de cosas.”
Pero había otra cuestión que resultaría fundamental para el regreso de Eisner al mundo de la historieta: el hecho de que la historieta underground hizo que apareciesen editoriales alternativas. Y entonces una de las grandes razones que impulsaron a Eisner a abandonar el redil, el hecho de que las grandes editoriales del medio mantuviesen condiciones leoninas para aceptar los trabajos de sus artistas, de pronto había desaparecido. “A partir de entonces pude ver cómo, en vez de publicar lo que creían de su propiedad, las editoriales, primero las alternativas y luego las más grandes, empezaron a publicar algo que aceptaban como obras ajenas”, explicó Eisner cuando sus nuevos trabajos comenzaron a ser editados por DC Comics, el hogar de Superman y Batman, pero también del revolucionario sello Vértigo.
En su nueva madurez creativa, Eisner abandonó aquello por lo que había sido reconocido en su época de oro con The Spirit: el dinamismo narrativo y los encuadres cinematográficos que hicieron que directores como William Friedkin –que llegó a declarar que la famosa persecución del tren elevado de Contacto en Francia estaba inspirada en una historieta del detective del antifaz y los guantes– confesasen su influencia. “Lo que pasa era que en aquellos tiempos era joven y quería demostrar todo lo que era capaz de hacer”, declaró. “Pero ahora lo que hago no tiene tanto que ver con el cine sino más bien con el teatro. No busco la espectacularidad sino una credibilidad emocional”, agregó Eisner, que supo ser retratado por Michael Chabon como uno de los protagonistas de su novela ganadora del Pulitzer, Las extraordinarias aventuras de Cavalier & Clay, ambientada en la Nueva York de la época del comienzo del negocio de las historietas, ahí donde comenzó su carrera el autor de The Spirit. Que alguna vez dijo que el guionista británico Alan Moore había sido el autor de la frase más bonita que nadie dijo jamás sobre su trabajo: “Eisner es en gran parte la persona responsable de que las historietas tengan cerebro”.
Fotografía > Adiós a la Polaroid
Cazafantasmas
En la factoría warholiana, el arte del retrato revivió en la segunda mitad del siglo XX gracias a la Polaroid y a un staff de asistentes en constante búsqueda de nuevos clientes a los que cariñosamente llamaban “las víctimas”. Algo de eso había. A una sociedad fascinada con los asesinos seriales, Warhol le dio un retrato de la sociedad en serie.
Por María Gainza
Algunos de los modelos de la Polaroid y tres de los “climas mentales” que tomaba Manuel Alvarez Bravo.
La cámara Polaroid era sencilla pero atrevida. Escupía las fotos como lenguas negras de Los Rolling Stones y su fuerza radicaba en sus debilidades. Como Ava Gardner, era el símbolo de una época. Una máquina de fotos instantánea que, sin cuarto oscuro de por medio, prometía el futuro. Sólo que el futuro no resultó ser exactamente como ella imaginó.
Un momento la vida estaba ahí afuera, desfilando en toda su agitación; un instante después, estaba acá, entre las manos, en un cuadradito de bordes blancos.
El año pasado la decisión de la compañía Polaroid de dejar de producir la película dejó atónitos a los millones de fanáticos que crecieron disparando la cámara. Para impedir lo inevitable abrieron el sitio SavePolaroid.com, revolvieron viejas cajas de zapatos, rescataron sus antiguas fotos y empapelaron sus blogs. Pero la cruzada fue poco más que un manotón de ahogado. Ya deberían saberlo, muchachos, en la era digital todo lo sólido se desvanece en el aire. Algunos fotógrafos de sangre fría, subestimando el poder de la nostalgia, enseguida marcaron los defectos de la Polaroid: la imposibilidad de hacer copias (como el daguerrotipo, la impresión es única); la imposibilidad de manipular la imagen (por algo los peritos homicidas las atesoraban tanto). Y como todo vacío está destinado a llenarse, la misma compañía salió a cubrir el bache, sacando al mercado un sustituto digital: una impresora portátil que imprime al instante y directamente desde la cámara digital o el celular, imágenes granuladas con colores dispersos que tienden a dar a las caras un toque azul verdoso. Pero no es lo mismo. Sacar un producto que imita intencionalmente los errores resulta tan triste como comprarse un jean que ya está roto. Como en la mayor parte de los asuntos del corazón, la lógica está fuera de lugar.
I
La Polaroid, como Maxwell Smart, había hecho de sus torpezas un asunto de estilo. Si las fotos salían borrosas, si los colores se chamuscaban, si no tenía nitidez, eso era lindo, porque lo que importaba era la magia rudimentaria que ella nos ofrecía: la presión tosca que había que hacer para abrir la carcaza en forma de acordeón; el ruidito metálico que emitía la foto al salir; la opción “montaña” o “retrato” que uno elegía seriamente como si estuviera calibrando una mirilla de precisión; el paquetito de 10 fotos que se consumía adictivamente como un atado de cigarrillos.
Además, la Polaroid, como el LP, tenía sus rituales. Hacia el final de su vida, Stravinsky, confinado a su silla, solía escuchar a Beethoven. Su asistente lo acompañaba cada vez. Sentado en un taburete el buen hombre esperaba a que el lado A del disco terminara, entonces se levantaba, daba vuelta el vinilo, colocaba la aguja al comienzo y volvía a sentarse. Era un acto de devoción impuesto por los límites del LP que, repetido una y otra vez, se volvía ritual. Con la Polaroid pasaba lo mismo. “Sonrían”, gritaba el fotógrafo. Sesenta segundos después, mientras algunos soplaban la foto, otros la sacudían como un abanico y otros la sostenían apretada sobre la panza, aparecía la imagen. Pero si uno era ansioso y espiaba, podía ver emerger de la oscuridad la figura de un perro salchicha sobre un piso de baldosas verdes. Pero las baldosas parecían menos verdes, el perro menos salchicha. La Polaroid, con toda su instantaneidad y capacidad documental, te mostraba lo que tenías frente a tus ojos ligeramente alterado.
II
La hija consentida del físico Edwin Land se quejaba de tener que esperar hasta el fin del verano para ver las fotografías de sus vacaciones. En 1944, una vez más, su padre decidió complacerla y creó una cámara de revelado instantáneo. Inmediatamente Polaroid fue sinónimo de revolución. El modelo más popular, la S-X 70, llegó en los ‘70. En 1972 la revista Life le dedicó una portada con el título “La cámara mágica”. La tapa de la revista Time rezó “Aquí vienen esas geniales cámaras nuevas” y mostró al mismísimo Land apuntando su cámara a un puñado de niños que se le venía monstruosamente encima, deseosos por ver cómo había salido la foto. La Polaroid podía ser un juego de niños pero, a la vez, era un asunto serio. Incluso el Vaticano llegó a utilizarla para registrar su trabajos de restauración en las estancias de Rafael. A mediados de la década ya se habían vendido más de seis millones. Todo padre de hogar bien constituido debía colgarse al cuello una cámara en formato de libro de bolsillo con la que registrar los pequeños momentos felices que hilvanaban su vida.
¿Pero cómo fue que una técnica destinada a la popularidad masiva, una cámara para aficionados, un simple gadget, pudo volverse sinónimo de ultrasofisticación? Por un lado, la incapacidad de hacer copias le daba a la Polaroid un aura que el resto de la fotografía había perdido. Cuando Andy Warhol la conoció, la volvió una extensión de sí mismo. La consideró su lápiz y papel. Además, su instantaneidad funcionaba como ansiolítico para las estrellas y Warhol, que manejaba la ansiedad como Fred Astaire los zapatos con chapitas, hizo de la Polaroid su primera vedette. Donde estaba él, estaba ella. Maquinita, maquinita, ¿quién es la más bonita? Se preguntaban Jane Fonda, Bianca Jagger, Liza Minnelli o Dolly Parton antes de ser inmortalizadas con un maquillaje blanco que borraba extrañamente las facciones y frente a la luz difusa de la Polaroid parecía funcionar como un antecedente del photoshop.
En la factoría warholiana, el arte del retrato revivió en la segunda mitad del siglo XX gracias a la Polaroid y a un staff de asistentes en constante búsqueda de nuevos clientes a los que cariñosamente llamaban “las víctimas”. Algo de eso había. A una sociedad fascinada con los asesinos seriales, Warhol les dio un retrato de la sociedad en serie. A cambio, ellos le vendieron su alma.
Liza Minnelli y Andy Warhol en los célebres retratos que el mismo Warhol hacía con su inseparable Polaroid colgada del cuello: retratos veloces y fantasmales para tiempos de 15 minutos de fama.
III
Mientras tanto, en México, el maestro de la fotografía Manuel Alvarez Bravo hizo de ese mismo cuadradito las cuatro paredes de su intimidad. Si Warhol había hecho de la Polaroid pura superficie, Bravo hizo de ella todo interior. Durante años Bravo había abjurado de la fotografía color por considerarla vulgar. En público, el maestro de la técnica no veía qué podía ofrecerle una camarita fuera de control. Pero Bravo, un hombre que tenía “la cabeza en las manos”, como lo definió el poeta Xavier Villaurrutia, había caído, en secreto, presa de sus encantos.
“Según el humor del día, Manuel se echaba un paquete –cuenta la viuda de Bravo, doña Colette–. Tomaba fotos movido por un impulso repentino o persiguiendo una idea. Podía ser en la casa, un fin de semana, cuando había visita, viendo travesuras de sus hijas.” Aunque Bravo regaló muchas de las fotos, muchas otras sobrevivieron. Un día, durante un viaje, doña Colette mencionó en voz baja, como avergonzada, que Manuel tenía Polaroids: “¡Claro! Y las tienes en una caja, una contra otra”, le contestó un amigo. “Le dije que sí. Entonces, la primera cosa que hice fue ir a buscarlas y guardarlas en sobres. Y mientras las veía pensé que era una lástima si se acababan de echar a perder sin que nadie las conociera. Entonces se me ocurrió hacer el libro.” El libro es una joya. Manuel Alvarez Bravo. Polaroids editado por RM.
Una foto Polaroid tomada por Bravo es un clima mental. Hay esculturas religiosas, ferias, procesiones, niñas, detalles de pinturas populares sobre los costados de juegos mecánicos. Pero lo que maravilla en estas imágenes es el color, la infinita variedad de atmósferas que podía lograr una camarita tan aparentemente precaria en manos de un artista sensible. ¿Qué había de inusual en el color de esas fotos? Quizá fuera justamente la imposibilidad de la cámara por tratar los colores. Ese defecto que termina produciendo una imagen diluida, de unos tonos silenciosos que viran al azul, y que vuelve a cada foto una pinturita elegantemente desgastada como un fresco pompeyano.
IV
Hoy posiblemente cada hogar podría armar su vitrina de piezas de museo: la videocasetera y el VHS, el disquette, el teléfono fijo y pronto el cd y el dvd estarían allí. Como toda diva, la cámara Polaroid debería entrar a esa colección por una alfombrita roja. Mientras, detrás de una heladera vieja juntando polvo y telas de araña, enganchada en el visor de un auto viejo junto al carnet de conducir vencido, quedarán las fotos Polaroid esperando que alguien vuelva del futuro y la reedescubra.
Cazafantasmas
En la factoría warholiana, el arte del retrato revivió en la segunda mitad del siglo XX gracias a la Polaroid y a un staff de asistentes en constante búsqueda de nuevos clientes a los que cariñosamente llamaban “las víctimas”. Algo de eso había. A una sociedad fascinada con los asesinos seriales, Warhol le dio un retrato de la sociedad en serie.
Por María Gainza
Algunos de los modelos de la Polaroid y tres de los “climas mentales” que tomaba Manuel Alvarez Bravo.
La cámara Polaroid era sencilla pero atrevida. Escupía las fotos como lenguas negras de Los Rolling Stones y su fuerza radicaba en sus debilidades. Como Ava Gardner, era el símbolo de una época. Una máquina de fotos instantánea que, sin cuarto oscuro de por medio, prometía el futuro. Sólo que el futuro no resultó ser exactamente como ella imaginó.
Un momento la vida estaba ahí afuera, desfilando en toda su agitación; un instante después, estaba acá, entre las manos, en un cuadradito de bordes blancos.
El año pasado la decisión de la compañía Polaroid de dejar de producir la película dejó atónitos a los millones de fanáticos que crecieron disparando la cámara. Para impedir lo inevitable abrieron el sitio SavePolaroid.com, revolvieron viejas cajas de zapatos, rescataron sus antiguas fotos y empapelaron sus blogs. Pero la cruzada fue poco más que un manotón de ahogado. Ya deberían saberlo, muchachos, en la era digital todo lo sólido se desvanece en el aire. Algunos fotógrafos de sangre fría, subestimando el poder de la nostalgia, enseguida marcaron los defectos de la Polaroid: la imposibilidad de hacer copias (como el daguerrotipo, la impresión es única); la imposibilidad de manipular la imagen (por algo los peritos homicidas las atesoraban tanto). Y como todo vacío está destinado a llenarse, la misma compañía salió a cubrir el bache, sacando al mercado un sustituto digital: una impresora portátil que imprime al instante y directamente desde la cámara digital o el celular, imágenes granuladas con colores dispersos que tienden a dar a las caras un toque azul verdoso. Pero no es lo mismo. Sacar un producto que imita intencionalmente los errores resulta tan triste como comprarse un jean que ya está roto. Como en la mayor parte de los asuntos del corazón, la lógica está fuera de lugar.
I
La Polaroid, como Maxwell Smart, había hecho de sus torpezas un asunto de estilo. Si las fotos salían borrosas, si los colores se chamuscaban, si no tenía nitidez, eso era lindo, porque lo que importaba era la magia rudimentaria que ella nos ofrecía: la presión tosca que había que hacer para abrir la carcaza en forma de acordeón; el ruidito metálico que emitía la foto al salir; la opción “montaña” o “retrato” que uno elegía seriamente como si estuviera calibrando una mirilla de precisión; el paquetito de 10 fotos que se consumía adictivamente como un atado de cigarrillos.
Además, la Polaroid, como el LP, tenía sus rituales. Hacia el final de su vida, Stravinsky, confinado a su silla, solía escuchar a Beethoven. Su asistente lo acompañaba cada vez. Sentado en un taburete el buen hombre esperaba a que el lado A del disco terminara, entonces se levantaba, daba vuelta el vinilo, colocaba la aguja al comienzo y volvía a sentarse. Era un acto de devoción impuesto por los límites del LP que, repetido una y otra vez, se volvía ritual. Con la Polaroid pasaba lo mismo. “Sonrían”, gritaba el fotógrafo. Sesenta segundos después, mientras algunos soplaban la foto, otros la sacudían como un abanico y otros la sostenían apretada sobre la panza, aparecía la imagen. Pero si uno era ansioso y espiaba, podía ver emerger de la oscuridad la figura de un perro salchicha sobre un piso de baldosas verdes. Pero las baldosas parecían menos verdes, el perro menos salchicha. La Polaroid, con toda su instantaneidad y capacidad documental, te mostraba lo que tenías frente a tus ojos ligeramente alterado.
II
La hija consentida del físico Edwin Land se quejaba de tener que esperar hasta el fin del verano para ver las fotografías de sus vacaciones. En 1944, una vez más, su padre decidió complacerla y creó una cámara de revelado instantáneo. Inmediatamente Polaroid fue sinónimo de revolución. El modelo más popular, la S-X 70, llegó en los ‘70. En 1972 la revista Life le dedicó una portada con el título “La cámara mágica”. La tapa de la revista Time rezó “Aquí vienen esas geniales cámaras nuevas” y mostró al mismísimo Land apuntando su cámara a un puñado de niños que se le venía monstruosamente encima, deseosos por ver cómo había salido la foto. La Polaroid podía ser un juego de niños pero, a la vez, era un asunto serio. Incluso el Vaticano llegó a utilizarla para registrar su trabajos de restauración en las estancias de Rafael. A mediados de la década ya se habían vendido más de seis millones. Todo padre de hogar bien constituido debía colgarse al cuello una cámara en formato de libro de bolsillo con la que registrar los pequeños momentos felices que hilvanaban su vida.
¿Pero cómo fue que una técnica destinada a la popularidad masiva, una cámara para aficionados, un simple gadget, pudo volverse sinónimo de ultrasofisticación? Por un lado, la incapacidad de hacer copias le daba a la Polaroid un aura que el resto de la fotografía había perdido. Cuando Andy Warhol la conoció, la volvió una extensión de sí mismo. La consideró su lápiz y papel. Además, su instantaneidad funcionaba como ansiolítico para las estrellas y Warhol, que manejaba la ansiedad como Fred Astaire los zapatos con chapitas, hizo de la Polaroid su primera vedette. Donde estaba él, estaba ella. Maquinita, maquinita, ¿quién es la más bonita? Se preguntaban Jane Fonda, Bianca Jagger, Liza Minnelli o Dolly Parton antes de ser inmortalizadas con un maquillaje blanco que borraba extrañamente las facciones y frente a la luz difusa de la Polaroid parecía funcionar como un antecedente del photoshop.
En la factoría warholiana, el arte del retrato revivió en la segunda mitad del siglo XX gracias a la Polaroid y a un staff de asistentes en constante búsqueda de nuevos clientes a los que cariñosamente llamaban “las víctimas”. Algo de eso había. A una sociedad fascinada con los asesinos seriales, Warhol les dio un retrato de la sociedad en serie. A cambio, ellos le vendieron su alma.
Liza Minnelli y Andy Warhol en los célebres retratos que el mismo Warhol hacía con su inseparable Polaroid colgada del cuello: retratos veloces y fantasmales para tiempos de 15 minutos de fama.
III
Mientras tanto, en México, el maestro de la fotografía Manuel Alvarez Bravo hizo de ese mismo cuadradito las cuatro paredes de su intimidad. Si Warhol había hecho de la Polaroid pura superficie, Bravo hizo de ella todo interior. Durante años Bravo había abjurado de la fotografía color por considerarla vulgar. En público, el maestro de la técnica no veía qué podía ofrecerle una camarita fuera de control. Pero Bravo, un hombre que tenía “la cabeza en las manos”, como lo definió el poeta Xavier Villaurrutia, había caído, en secreto, presa de sus encantos.
“Según el humor del día, Manuel se echaba un paquete –cuenta la viuda de Bravo, doña Colette–. Tomaba fotos movido por un impulso repentino o persiguiendo una idea. Podía ser en la casa, un fin de semana, cuando había visita, viendo travesuras de sus hijas.” Aunque Bravo regaló muchas de las fotos, muchas otras sobrevivieron. Un día, durante un viaje, doña Colette mencionó en voz baja, como avergonzada, que Manuel tenía Polaroids: “¡Claro! Y las tienes en una caja, una contra otra”, le contestó un amigo. “Le dije que sí. Entonces, la primera cosa que hice fue ir a buscarlas y guardarlas en sobres. Y mientras las veía pensé que era una lástima si se acababan de echar a perder sin que nadie las conociera. Entonces se me ocurrió hacer el libro.” El libro es una joya. Manuel Alvarez Bravo. Polaroids editado por RM.
Una foto Polaroid tomada por Bravo es un clima mental. Hay esculturas religiosas, ferias, procesiones, niñas, detalles de pinturas populares sobre los costados de juegos mecánicos. Pero lo que maravilla en estas imágenes es el color, la infinita variedad de atmósferas que podía lograr una camarita tan aparentemente precaria en manos de un artista sensible. ¿Qué había de inusual en el color de esas fotos? Quizá fuera justamente la imposibilidad de la cámara por tratar los colores. Ese defecto que termina produciendo una imagen diluida, de unos tonos silenciosos que viran al azul, y que vuelve a cada foto una pinturita elegantemente desgastada como un fresco pompeyano.
IV
Hoy posiblemente cada hogar podría armar su vitrina de piezas de museo: la videocasetera y el VHS, el disquette, el teléfono fijo y pronto el cd y el dvd estarían allí. Como toda diva, la cámara Polaroid debería entrar a esa colección por una alfombrita roja. Mientras, detrás de una heladera vieja juntando polvo y telas de araña, enganchada en el visor de un auto viejo junto al carnet de conducir vencido, quedarán las fotos Polaroid esperando que alguien vuelva del futuro y la reedescubra.
El precio de la muerte
Soldado, sobreviviente y poeta, la obra de Giuseppe Ungaretti parece erigirse toda alrededor de un mismo tema: el vacío. ¿Cómo escribirlo? ¿Cómo atravesarlo? ¿Cómo atrapar la belleza que espera del otro lado? Un recorrido por su obra, desde El puerto sepultado, escrito en las trincheras, hasta El cuaderno del viejo, escrito tras una vida de búsquedas y pérdidas, permite comprender una obra esencial que puede leerse a la luz de su frase “La muerte se paga, viviendo”.
Por Guillermo Saccomanno
1 En una foto de la Primera Guerra Mundial, como soldado raso del Regimiento 19 de Infantería Italiana, se lo ve fusil al hombro. El soldado tiene un aspecto brutal. Sus rasgos no son los de un joven. En todo caso, un joven viejo. Por supuesto, nadie sale indemne de la experiencia de la guerra. “Soy un hombre de pena” escribirá más tarde, pero su pena, la que imprimirá a sus versos, se alterna con una furia de vivir, un impulso que le hace agarrarse a la vida en las situaciones más extremas. El soldado, en la noche, encogido y temblando en una trinchera, entre el barro, la sangre, bajo la amenaza de un ataque alemán, junto a un compañero muerto, escribe un poema en un papel: “Una noche entera/ tirado al lado/ de un compañero/ masacrado/con su boca/ rechinante /en dirección del plenilunio /con la congestión/ de sus manos/ penetrante/ en mi silencio/ he escrito/ cartas llenas de amor// Nunca me he sentido/ tan pegado a la vida”. Nadie reconocería en este soldado al muchacho que un tiempo atrás colaboraba en la revista L’acerba, de Giovanni Papini. Y que, antes de la guerra, ha frecuentado el ambiente intelectual de París haciéndose amigo de Guillaume Apollinaire, que ahora, como él, también está en uno de los frentes combatiendo contra los alemanes. De Apollinaire es conocida su foto en el frente, con la cabeza vendada. A veces, en sus licencias, el soldado se las ingenia para visitar París y encontrarse con su amigo Guillaume. Después, otra vez, el combate. La guerra es una experiencia límite, aunque no será la única que deba atravesar. Pero no nos adelantemos, a este soldado que combate en San Michele, en Verdún, en Champagne, la guerra le resulta una situación clave en la que se juegan la fraternidad y la lucidez. Escribe desde el primer día de su incorporación. Escribe una poesía surgida de la necesidad. Una poesía que expresa la necesidad de que el ser humano recobre un sentido. Porque para el soldado la poesía no es filosofía: es experiencia, pura, directa. La intuición es un estado de alerta. Lector de Nietzsche, su poesía tienen un carácter fragmentario, un tono de impromptu. De relampagueos existenciales se trata ahora, y será así, siempre, su poesía entrecortada y áspera.
El soldado escribe sus poemas en los márgenes de una carta, en los de un periódico, y los guarda en la mochila. “Como esta piedra/ del S Michele/ tan fría/ tan dura/ tan desaguada/ tan refractaria/ tan totalmente inanimada// Como esta piedra/ es mi llanto/ que no se ve// La muerte/ se paga/ viviendo”. Y, de título, le pone: “Soy una criatura”.
En un franco, mientras camina por las calles de Santa María Della Versa, en Pavia, se anima a contarle a un teniente que escribe versos. Al oficial también se le da por la poesía. Y ha leído al recluta que antes de la guerra publicaba en L’acerba. El soldado le pasa los papeles que tiene en la mochila, esos borradores poéticos escritos a la apurada en un alto el fuego. Un tiempo después, ese oficial, Ettore Serra, le trae un libro en prensa: El puerto sepultado. En la portada está el nombre del soldado: Giuseppe Ungaretti. El oficial le da al subordinado las pruebas de imprenta, le pide que las corrija. El puerto sepultado es un libro de pocas páginas, en una edición de ochenta ejemplares numerados, fuera de toda comercialización. Con el tiempo será una cotizadísima pieza de anticuarios.
2 ¿Cómo se traduce a Ungaretti? Su poema “Mattina” (“Mañana”) tiene dos versos solamente. Pero, a pesar de su aparente simplicidad, en su laconismo, se puede traducir: 1) “Me ilumino/ de inmenso”, 2) “Me ilumino/ de inmensidad”, y 3) “Me ilumino/ de infinito”. No es lo mismo inmensidad que infinito. Dos nociones que, en la sencillez –siempre la sencillez en Ungaretti– va siempre más allá. Como estallido, su simplicidad que contiene una revelación no se puede transmitir fácil, pero aun en otra lengua que no sea la original, no tan ilegible para nosotros, su poesía conserva una fuerza primitiva que aspira a la trascendencia de lo humano. Toda su obra puede leerse como la búsqueda de una iluminación filosófica y religiosa a la vez que una autobiografía de los distintos momentos de una exploración interior. “No creo en el misterio por el misterio”, escribe Ungaretti. “No tengo que expresar el misterio, sino mi mundo.” Con seguridad su búsqueda, que consiste en una escritura a un tiempo visceral y contenida, proviene de cuando era alumno de la secundaria en la escuela Don Bosco en Alejandría. Allí un cura lo alentó a que escribiera. Y su primer trabajo, con un aire confesional, introspectivo, lo llamó “Análisis de mis sentimientos”. Un dato a tener en cuenta: cuando a los ochenta años se reunió toda su obra completa en un volumen con el título de Vida de un hombre, y, al publicarse una edición definitiva de El puerto sepultado, opinaría: “Este viejo libro es un diario”. Pero la cuestión de la poesía como un ritual cotidiano, la noción de diario, no se circunscribe a esta ópera prima: se hará extensiva a toda su escritura posterior. Es decir, toda su obra puede leerse como una desgarrada crónica íntima.
3 A pesar de su origen humilde en Alejandría, Ungaretti tuvo su iniciación literaria gracias a una educación privilegiada. Sus padres, italianos de Lucca, eran panaderos. La madre, analfabeta, enviudó cuando el hijo tenía dos años, se hizo cargo del horno, del negocio y procuró en la formación del hijo la ayuda de sus clientes, la colonia de italianos acomodados. Mientras se orientaba hacia la escritura, estimulado por profesores y amigos, el joven Ungaretti lee el Mercure de France, la publicación de los simbolistas y decadentes, y se sumerge en la lectura de Baudelaire, de Valéry y de Mallarmé. Frecuenta los bares de intelectuales y exilados, conoce un grupo de poetas jóvenes que se reúnen en torno de Konstantin Kavaffis (el viejo poeta que evocará más tarde Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría). Aunque no comprende del todo a Mallarmé, se da cuenta de que en su musicalidad esa poesía transmite algo. “Todo pensamiento lanza un golpe de dados”, lee en Mallarmé. Una humanidad que vive su naufragio requiere una escritura que fotografía la nada. Sólo después de mirar fijo la nada se podrá encontrar la belleza. El joven Ungaretti intentará, en su poesía, capturar con el lenguaje la materialidad de esa nada, nombrar algo anterior al lenguaje. Un algo que puede ser Dios, pero que al haber transitado a Nietzsche, desolado, en su búsqueda, la sed de inmensidad, de infinito, lo conduce a Pascal. “Tras haber encontrado la nada, encontré lo bello”, ha escrito Mallarmé. “Con el abandono de todas las representaciones surgidas del lenguaje, lo que se disipa es la misma subjetividad, y con ella el miedo a la finitud que empantanaba el universo. Cuán divino es ahora el cielo terrestre.” Que en la concepción poética de Ungaretti es ese eco que escribe como iluminación de la inmensidad. O el infinito.
4 Más tarde el joven Ungaretti viaja a París. Aunque el propósito del viaje es estudiar Derecho, se anota en Letras, estudia con Bergson en el Collège de France y, entre sus amistades del Café de Flore se cuentan, entre otros Satie, Modigliani, Marinetti, Picasso, Papini, Léger, Bracque y Apollinaire. En 1914, al estallar la guerra, aunque se identifica con el anarquismo y el socialismo, cree, como su amigo Apollinaire, que es inevitable participar en la lucha contra la ambición territorial de Alemania y se alista. La guerra le parece una oportunidad para terminar con las fronteras y afirmar la fraternidad entre los hombres. Desde las trincheras despacha sus poemas a diferentes publicaciones. Terminada la guerra, mientras trabaja en prensa del Ministerio de Relaciones Exteriores, se hace amigo de André Breton, pero rompe con los surrealistas cuando atacan a Antonin Artaud. En esta época se casa con Jean Dupoix, que será su mujer de toda la vida. Complementa el sueldo de funcionario público con artículos en Il Poppolo d’Italia, y encuentra un lector inesperado: Benito Mussolini. En 1923, Mussolini prologa una nueva edición de El puerto sepultado, ahora de quinientos ejemplares. El libro reúne además de La alegría de naufragios y El puerto sepultado, los primeros poemas de Sentimiento del tiempo. Mussolini se entusiasma en ese prólogo: “Cumplida la revolución fascista, supe por casualidad que el poeta estaba en la burocracia. Me parece que Guy de Maupassant era empleado administrativo de su país, y uno de los hombres de letras más interesantes de Francia. Pensándolo, me di cuenta de que burocracia y poesía no son irreconciliables. Después de un tiempo, la burocracia no mató en Ungaretti al poeta. Y lo demuestra este libro de poesía. Mi tarea no es reseñarlo. Quienes lean estas páginas se encontrarán frente a un testimonio profundo de la poesía hecha de sensibilidad, de tormento, de búsqueda, pasión y de misterio”. Cuando Mussolini es depuesto y, junto con Marinetti, los dos son detenidos, Ungaretti se pone de su lado y a favor de la libertad de prensa. Adhiere en esa confusión de socialismo y nacionalismo, al fascio. Como Ezra Pound, Ungaretti se engaña al ver en el fascismo al destructor del capital. Desencantado, pronto se retira a un monasterio. Su relación con Mussolini atraviesa diferentes etapas, desde la afinidad estética y la coincidencia ideológica hasta, más tarde, la discrepancia política. Ungaretti es acosado por cubrir opositores y ayudar amigos judíos. Enfrentando los conflictos que le causa la relación con el líder fascista, Ungaretti no renegará de la amistad, y si bien más tarde extirpó de sus nuevas ediciones aquel prólogo, lo republicará en su vejez.
5 Desde 1931 su permanencia en Italia se vuelve conflictiva, cuando no peligrosa. Hasta 1936 vive en distintas ciudades de Europa, vuelve a Alejandría y, con apremios económicos, encara una cátedra de literatura italiana en la Universidad de San Pablo. Su estancia en Brasil transcurre feliz. Pero en 1939, recibe un mazazo: la muerte de su segundo hijo, Antonietto, de nueve años. ¿Qué puede hacer con este dolor? ¿Es el mismo dolor que aquel de la trinchera junto al compañero muerto? ¿O lo supera? Nadie está preparado para la muerte de un hijo. De esta experiencia surgen, agónicos y desoladores, los poemas de El dolor. No hay autocompasión ni regodeo en el sufrimiento. Ungaretti replantea la vanidad de sus ilusiones. ¿Aquel soldado que en la trinchera escribía “La muerte/ se paga/ viviendo”, intuía que la guerra no sería su máxima experiencia de dolor? Después de esta pérdida, el poeta se encuentra otra vez a la intemperie. Una vez más: ¿de qué sirve el arte? Una vez más, ¿cómo se nombran el absurdo y la nada? Una vez más, Mallarmé: ¿se puede escribir la nada? Ahora, muerto el hijo, en duelo, Ungaretti escribe un grito, y no creo que haga falta traducirlo: “Nessuno, mamma, ha mai sofferto tanto”.
6 Cuando Brasil rompe relaciones con el Eje, debe abandonar Brasil. Su vuelta a Roma es una amargura. Aunque ha renunciado al fascismo, se lo expulsa del Sindicato de Escritores. Pasa un período de estrechez, para comer vende desde obras de arte hasta objetos personales. Consigue dar algunas conferencias en Italia y en el exterior. Sus presentaciones asientan poco a poco su prestigio como poeta. Pero para él la poesía no es un hecho aislado ni del contexto en que se escribe ni de los sentimientos que la historia le provocan: “Soy un hombre herido./ Y yo quisiera irme/ y llegar finalmente,/ a donde se escucha/ el hombre que está sólo consigo.// No tengo más que soberbia y bondad/ Y me siento exiliado en medio de los hombres”.
7 Cabe preguntarse cuál es el sentido de resumir, a través de algunos hitos biográficos, aquellos que se centran en la desgracia personal, para rescatar una obra. Es sabido que la tragedia y la desgracia no legitiman ni potencian el valor de un discurso. La literatura es relato de la desgracia personal, pero no sólo. También es lo que se construye con eso, lo inenarrable, “el dolor”. Que sólo puede ser narrado en falsete, con conciencia del falsete. Es a través de la manera en que se elabora ficción con el sufrimiento como pueden construirse verdad y belleza y, si se admite que la poesía es cuestionamiento existencial, es dándole forma a los interrogantes que se consigue alcanzar el objetivo. La teoría literaria estructuralista y post dictó durante demasiadas décadas que el discurso era independiente de los hombres, que una literatura podía desprenderse del sujeto que la enunciaba. “Como una frente cansada la noche/ reaparece/ en el hueco de una mano...”, escribe Ungaretti. Si un sentido tiene hoy volver sobre su poesía, una poesía que se agarra la frente en la noche, es justamente para desmentir la retórica canalla de la posmodernidad, desmontar el engranaje de intereses académicos defensores de la especificidad, como la exaltación de la autonomía literaria, un gesto típicamente capitalista del cuidado del kiosco intelectual. Volver a Ungaretti implica conectar la existencia con una búsqueda de sentido y que, esta búsqueda, íntima (volvamos a tener en cuenta que la poesía de Ungaretti puede ser leída como diario), en su experiencia de lo cotidiano, asume con su confesionalismo la puesta en tela de juicio de las palabras y su utilidad.
8 Desde sus orígenes, la poética de Ungaretti, analizando el barroco y pivoteando sobre el endecasílabo de Petrarca, se plantea una renovación de la lengua italiana. Esa renovación, en Ungaretti, consiste a veces en practicar determinados cortes, interrumpir la versificación, quebrar el ritmo y demostrar que la imagen poética, según afirma, no puede sino estar al servicio del sentimiento. “Vuelven a arder en lo alto las fábulas./ Con las hojas caerán al primer viento./ Más si otro soplo viene/ volverá un chispear nuevo”. Se interroga: “¿He hecho pedazos corazón y mente/ para caer en servidumbre de palabras?”. Porque Ungaretti no es un poeta afectado que escribe sobre la poesía y tampoco, aun cuando en sus comienzos pueda inspirarse en temas mitológicos, se queda en la coartada de una cultura elitista. Si detecta un elemento que le importa, lo trae a su presente y entonces lo conecta con su experiencia inmediata. A menudo se ha juzgado su poesía oscura y hermética. Nada más lejano de sus versos que la oscuridad: “He poblado de nombres el silencio”, explica. El lector actual de poesía, el lector que presume de refinado, a menudo necesita de arabescos culteranos para sentirse elevado. En este aspecto, la poesía de Ungaretti lo va a defraudar y se le antojará, de tan sencilla, tosca. En una sola línea tiene la virtud de que esa simplicidad aparente sea puente hacia otra realidad o, mejor dicho, la posibilidad de poner la realidad en duda: “No llegamos a conocer más que una parte de la realidad, la menos verdadera”, escribe. Un ejemplo, su poema “Fin”: “¿Cree en sí y en la verdad quien desespera?”.
Aludiendo al tan sonado hermetismo que se le adjudica, si se lo piensa como ecuación formal de una tendencia, también merece ser discutido. Como corriente el hermetismo involucra tanto a Ungaretti como a Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo. El término proviene de un ensayo de Costanzo Flora, que subrayaba en la poesía joven de los años ‘20 una intención de oscuridad. De entrada, a Ungaretti le molestó esta etiqueta. Como movimiento, los supuestos poetas del hermetismo, escasos de popularidad, se afirmaron en sus escrituras entre 1935 y 1940, y su filtro oscuro, se interpretó como un modo de sortear la censura fascista. A tener en cuenta: una vez más, la miopía crítica que encapsula algunas obras para traer agua a su molino. Que la poesía de los llamados herméticos apelara al uso de la analogía, la utilización de sustantivos absolutos e imágenes oníricas, no necesariamente la volvía impenetrable. Un ejemplo: “Hendido por un rayo de sol/ todo hombre está solo/ sobre el corazón de la tierra; de pronto, /la noche que cierra”, escribe Quasimodo. En un artículo de 1940, por su lado, Montale desecha también esta hipótesis del hermetismo: “No he buscado nunca a propósito la oscuridad y por eso no me siento muy calificado para hablar de un supuesto hermetismo italiano si es que existe aquí, y yo lo dudo mucho, un grupo de escritores que tenga como objetivo una sistemática no comunicación”.
9 Hay poetas que nacen predeterminados para ser siempre jóvenes y que, si no mueren de modo trágico, más víctimas del propio narcisismo que de las consecuencias del pensamiento romántico (que suelen correr juntos), la prolongación de la existencia se les vuelve insoportable. La senectud les aterra más que la muerte. Rimbaud es el mejor ejemplo. Y tras él, una sucesión interminable de poetas que decidieron arder y consumirse en un instante. El caso de Ungaretti (1888-1970) es distinto: en su aceptación de los dramas que la existencia propone al individuo no quedan ajenos ni el reclamo ni la indignación, pero su enfoque es siempre un movimiento pendular entre el desapego y, como se ha dicho, la persecución de ese segundo donde la iluminación revela la inmensidad, el infinito, y el hombre no es más que naturaleza arrojada a su suerte. Su poesía da la impresión de nacer madura de una vez y para siempre. Y en esa madurez, precoz, se intuye una sabiduría que se remonta a la conciencia del desierto y, como Ungaretti mismo lo manifestara, el horror del vacío. “Si una mano tuya esquiva la desdicha,/ escribes con la otra/ que todos son escombros”. Uno de sus últimos libros es El cuaderno del viejo, escrito en la franja de sus setenta años, tras la muerte de su esposa, que publica en 1960 y está escrito entre 1952 y 1960. En su publicación incluye los “Ultimos coros para la tierra prometida”. Y empieza así: “Agrupados hoy/ los días del pasado/ y los que llegarán.// A través de los años y los siglos/ cada instante es sorpresa/ de saber que aún estamos vivos,/ que siempre se sucede/ como siempre el vivir:/ Premio y castigo imprevistos/ en el turbión continuo/ de los cambios banales.// Igual es nuestra suerte,/ el viaje que sigo,/ en un abrir y cerrar de ojos,/ exhumando, inventando,/ de arriba abajo el tiempo,/ errante como aquellos/ que fueron, que son, que serán”. Lejos de transmitir un final del camino, los poemas del cuaderno expresan la continuidad de la búsqueda. “Si se enfrenta a tu suerte una mano,/ la otra, de pronto, te asegura/ que puedes aferrarte sólo/ a restos de recuerdos”. Nada de cansancio, nada de alteración ante la proximidad del final. “Si durase el viaje para siempre/ no duraría un instante, y la muerte/ está aquí ya, desde hace poco”. En una entrevista publicada en esos años con motivo de la poesía de la vejez, Ungaretti dice: “Yo creo que en la poesía de la vejez no se da la frescura, la ilusión de la juventud, pero creo que se da una suma tal de experiencia que si llega –y no siempre se llega– a encontrar la palabra necesaria se consigue la poesía más alta”.
Además de los intelectuales y los artistas, a su mesa y su vino se acercaban tanto futbolistas como personajes de la farándula. A diferencia de otros poetas consagrados, Ungaretti nunca perdió el contacto con la gente del pueblo. Aunque en oportunidad de El puerto sepultado dijo que le gustaría ser recordado como “Ungaretti, hombre de pena”. Y se explicó: “El hombre de pena es el hombre sombríamente en meditación sobre la justicia y la piedad (...) Siendo Cristo, Dios y hombre, juez y víctima, sucede que justicia y piedad son dos modos de leer un mismo texto divino, en el misterio insondable mediante el cual Dios se revela y se esconde al mismo tiempo”. Con la misma sencillez primitiva que transmite su poesía, Ungaretti se comportaba con el prójimo manifestando una sabiduría que se trasunta radiante en sus fotos de vejez. Quien ha sido marcado por la tragedia puede sentir tan intensamente la vida porque antes se ha preguntado: “¿Vivir es sobrevivir a la muerte?”. Es aconsejable, aunque cierta crítica pretenda patear al autor lejos de su obra, mirar sus fotos de vejez. Radiante, insisto. Así como las fotos de Kafka parecen ser retratos de K, las fotos de Ungaretti, en esta coherencia de la imagen hombre/creador, retratan el origen de su poesía. Ungaretti admite que “agotada la experiencia sensual, el trasponer el umbral de otra experiencia es el adentrarse en la nueva experiencia, ilusoriamente original, es el conocerse desde el no ser, ser desde la nada. Es el conocerse pascalianamente ser desde la nada. Horrible conocimiento. En cierta época del existir, puede uno haber tenido la sensación de que la mental excluía en uno toda otra actividad: el límite de la edad es límite”. Ungaretti sonríe. Y al sonreír, en sus arrugas, se advierten las cicatrices de la existencia. Cada cicatriz, un naufragio. Volvamos a recordar: uno de sus libros primeros se llamaba Alegría de naufragios. Más tarde, el poeta lo recortó: La alegría. ¿Dice algo el gesto de la amputación “de naufragios”? “La poesía no se explica –ha escrito–. Es muy difícil explicarla.” No obstante Ungaretti ha escrito y reflexionado sobre cada uno de sus libros mediante una serie de pequeños ensayos, unas reseñas mínimas que, en ocasiones, por su distancia crítica, parecen escritas por otro. Con respecto a La alegría escribe: “No soy el poeta del abandono a las delicias del sentimiento, soy alguien acostumbrado a luchar, y debo confesarlo –los años han traído algún remedio– soy un violento; desdén y valentía de vivir han sido los rastros de mi vida. Voluntad de vivir a pesar de todo, apretando los puños, a pesar del tiempo, a pesar de la muerte”. En un reportaje brevísimo, de poco más de cuatro minutos, que filma un simpático y sonriente Pier Paolo Pasolini, el director y también poeta lo provoca preguntándole sobre la normalidad, la homosexualidad y la transgresión. A Ungaretti la pregunta le causa gracia. También risueño contesta, ya de vuelta de todo, con la autoridad que le confieren los años, riéndose, que la existencia del hombre ya es un hecho “contra natura” y él, al ser poeta, ha realizado la transgresión máxima. Si la historia no le fue extraña, menos todo aquello que lo relaciona, como dije, con lo popular. Ungaretti era, habrá que repetirlo una y otra vez, un hombre de pueblo. A fines de los ‘60, en el auge de la bossa nova, Ungaretti (que había traducido a Vinicius de Moraes y Drummond de Andrade), se reúne con Vinicius, Toquinho y Sergio Endrigo y graban un disco memorable que tiene como premisa “La vita, amico, é l’arte dell incontro”. En el disco puede escucharse su voz grave, ronca. Y esa voz cavernosa, casi octogenaria, ilumina. Refiriéndose a él mismo en tercera persona escribió: “El autor no tiene otra ambición, y cree que tampoco los grandes poetas tuvieron otras, sino la de dejar una bella biografía suya. Sus poesías representan pues sus tormentos formales, pero quisiese que se reconociera de una buena vez que la forma le atormenta sólo porque la exige pegada a las variaciones de su ánimo, y si algún progreso ha hecho como artista, quisiera que indicase también alguna perfección alcanzada como hombre”.
El cuaderno del viejo puede leerse como un buen cierre para el recorrido de su obra: “asamos el desierto con los restos/ de una imagen antigua en la cabeza,// no más saben los vivos/ de la Tierra prometida”. No obstante, considerando su obra en perspectiva, este libro que presenta, conciso y austero, “las amargas sorpresas del recuerdo/ en una carne exhausta”, es una puerta introductoria que se abre con serenidad a su poesía de la angustia, pero sin descartar, en su metafísica, la esperanza, aun cuando el milagro no suceda. No es la posesión sino el desprendimiento y la libertad lo que cuentan. La condición de que nuestro pasaje por esta vida tenga un sentido no reside ni en lo patrimonial ni en el afincamiento. “La meta es partir”, apuntó. Para que esta tierra tenga un sentido, para que no sea “tierra baldía”, deberá ser siempre tierra del deseo, es decir, siempre tierra prometida.
Soldado, sobreviviente y poeta, la obra de Giuseppe Ungaretti parece erigirse toda alrededor de un mismo tema: el vacío. ¿Cómo escribirlo? ¿Cómo atravesarlo? ¿Cómo atrapar la belleza que espera del otro lado? Un recorrido por su obra, desde El puerto sepultado, escrito en las trincheras, hasta El cuaderno del viejo, escrito tras una vida de búsquedas y pérdidas, permite comprender una obra esencial que puede leerse a la luz de su frase “La muerte se paga, viviendo”.
Por Guillermo Saccomanno
1 En una foto de la Primera Guerra Mundial, como soldado raso del Regimiento 19 de Infantería Italiana, se lo ve fusil al hombro. El soldado tiene un aspecto brutal. Sus rasgos no son los de un joven. En todo caso, un joven viejo. Por supuesto, nadie sale indemne de la experiencia de la guerra. “Soy un hombre de pena” escribirá más tarde, pero su pena, la que imprimirá a sus versos, se alterna con una furia de vivir, un impulso que le hace agarrarse a la vida en las situaciones más extremas. El soldado, en la noche, encogido y temblando en una trinchera, entre el barro, la sangre, bajo la amenaza de un ataque alemán, junto a un compañero muerto, escribe un poema en un papel: “Una noche entera/ tirado al lado/ de un compañero/ masacrado/con su boca/ rechinante /en dirección del plenilunio /con la congestión/ de sus manos/ penetrante/ en mi silencio/ he escrito/ cartas llenas de amor// Nunca me he sentido/ tan pegado a la vida”. Nadie reconocería en este soldado al muchacho que un tiempo atrás colaboraba en la revista L’acerba, de Giovanni Papini. Y que, antes de la guerra, ha frecuentado el ambiente intelectual de París haciéndose amigo de Guillaume Apollinaire, que ahora, como él, también está en uno de los frentes combatiendo contra los alemanes. De Apollinaire es conocida su foto en el frente, con la cabeza vendada. A veces, en sus licencias, el soldado se las ingenia para visitar París y encontrarse con su amigo Guillaume. Después, otra vez, el combate. La guerra es una experiencia límite, aunque no será la única que deba atravesar. Pero no nos adelantemos, a este soldado que combate en San Michele, en Verdún, en Champagne, la guerra le resulta una situación clave en la que se juegan la fraternidad y la lucidez. Escribe desde el primer día de su incorporación. Escribe una poesía surgida de la necesidad. Una poesía que expresa la necesidad de que el ser humano recobre un sentido. Porque para el soldado la poesía no es filosofía: es experiencia, pura, directa. La intuición es un estado de alerta. Lector de Nietzsche, su poesía tienen un carácter fragmentario, un tono de impromptu. De relampagueos existenciales se trata ahora, y será así, siempre, su poesía entrecortada y áspera.
El soldado escribe sus poemas en los márgenes de una carta, en los de un periódico, y los guarda en la mochila. “Como esta piedra/ del S Michele/ tan fría/ tan dura/ tan desaguada/ tan refractaria/ tan totalmente inanimada// Como esta piedra/ es mi llanto/ que no se ve// La muerte/ se paga/ viviendo”. Y, de título, le pone: “Soy una criatura”.
En un franco, mientras camina por las calles de Santa María Della Versa, en Pavia, se anima a contarle a un teniente que escribe versos. Al oficial también se le da por la poesía. Y ha leído al recluta que antes de la guerra publicaba en L’acerba. El soldado le pasa los papeles que tiene en la mochila, esos borradores poéticos escritos a la apurada en un alto el fuego. Un tiempo después, ese oficial, Ettore Serra, le trae un libro en prensa: El puerto sepultado. En la portada está el nombre del soldado: Giuseppe Ungaretti. El oficial le da al subordinado las pruebas de imprenta, le pide que las corrija. El puerto sepultado es un libro de pocas páginas, en una edición de ochenta ejemplares numerados, fuera de toda comercialización. Con el tiempo será una cotizadísima pieza de anticuarios.
2 ¿Cómo se traduce a Ungaretti? Su poema “Mattina” (“Mañana”) tiene dos versos solamente. Pero, a pesar de su aparente simplicidad, en su laconismo, se puede traducir: 1) “Me ilumino/ de inmenso”, 2) “Me ilumino/ de inmensidad”, y 3) “Me ilumino/ de infinito”. No es lo mismo inmensidad que infinito. Dos nociones que, en la sencillez –siempre la sencillez en Ungaretti– va siempre más allá. Como estallido, su simplicidad que contiene una revelación no se puede transmitir fácil, pero aun en otra lengua que no sea la original, no tan ilegible para nosotros, su poesía conserva una fuerza primitiva que aspira a la trascendencia de lo humano. Toda su obra puede leerse como la búsqueda de una iluminación filosófica y religiosa a la vez que una autobiografía de los distintos momentos de una exploración interior. “No creo en el misterio por el misterio”, escribe Ungaretti. “No tengo que expresar el misterio, sino mi mundo.” Con seguridad su búsqueda, que consiste en una escritura a un tiempo visceral y contenida, proviene de cuando era alumno de la secundaria en la escuela Don Bosco en Alejandría. Allí un cura lo alentó a que escribiera. Y su primer trabajo, con un aire confesional, introspectivo, lo llamó “Análisis de mis sentimientos”. Un dato a tener en cuenta: cuando a los ochenta años se reunió toda su obra completa en un volumen con el título de Vida de un hombre, y, al publicarse una edición definitiva de El puerto sepultado, opinaría: “Este viejo libro es un diario”. Pero la cuestión de la poesía como un ritual cotidiano, la noción de diario, no se circunscribe a esta ópera prima: se hará extensiva a toda su escritura posterior. Es decir, toda su obra puede leerse como una desgarrada crónica íntima.
3 A pesar de su origen humilde en Alejandría, Ungaretti tuvo su iniciación literaria gracias a una educación privilegiada. Sus padres, italianos de Lucca, eran panaderos. La madre, analfabeta, enviudó cuando el hijo tenía dos años, se hizo cargo del horno, del negocio y procuró en la formación del hijo la ayuda de sus clientes, la colonia de italianos acomodados. Mientras se orientaba hacia la escritura, estimulado por profesores y amigos, el joven Ungaretti lee el Mercure de France, la publicación de los simbolistas y decadentes, y se sumerge en la lectura de Baudelaire, de Valéry y de Mallarmé. Frecuenta los bares de intelectuales y exilados, conoce un grupo de poetas jóvenes que se reúnen en torno de Konstantin Kavaffis (el viejo poeta que evocará más tarde Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría). Aunque no comprende del todo a Mallarmé, se da cuenta de que en su musicalidad esa poesía transmite algo. “Todo pensamiento lanza un golpe de dados”, lee en Mallarmé. Una humanidad que vive su naufragio requiere una escritura que fotografía la nada. Sólo después de mirar fijo la nada se podrá encontrar la belleza. El joven Ungaretti intentará, en su poesía, capturar con el lenguaje la materialidad de esa nada, nombrar algo anterior al lenguaje. Un algo que puede ser Dios, pero que al haber transitado a Nietzsche, desolado, en su búsqueda, la sed de inmensidad, de infinito, lo conduce a Pascal. “Tras haber encontrado la nada, encontré lo bello”, ha escrito Mallarmé. “Con el abandono de todas las representaciones surgidas del lenguaje, lo que se disipa es la misma subjetividad, y con ella el miedo a la finitud que empantanaba el universo. Cuán divino es ahora el cielo terrestre.” Que en la concepción poética de Ungaretti es ese eco que escribe como iluminación de la inmensidad. O el infinito.
4 Más tarde el joven Ungaretti viaja a París. Aunque el propósito del viaje es estudiar Derecho, se anota en Letras, estudia con Bergson en el Collège de France y, entre sus amistades del Café de Flore se cuentan, entre otros Satie, Modigliani, Marinetti, Picasso, Papini, Léger, Bracque y Apollinaire. En 1914, al estallar la guerra, aunque se identifica con el anarquismo y el socialismo, cree, como su amigo Apollinaire, que es inevitable participar en la lucha contra la ambición territorial de Alemania y se alista. La guerra le parece una oportunidad para terminar con las fronteras y afirmar la fraternidad entre los hombres. Desde las trincheras despacha sus poemas a diferentes publicaciones. Terminada la guerra, mientras trabaja en prensa del Ministerio de Relaciones Exteriores, se hace amigo de André Breton, pero rompe con los surrealistas cuando atacan a Antonin Artaud. En esta época se casa con Jean Dupoix, que será su mujer de toda la vida. Complementa el sueldo de funcionario público con artículos en Il Poppolo d’Italia, y encuentra un lector inesperado: Benito Mussolini. En 1923, Mussolini prologa una nueva edición de El puerto sepultado, ahora de quinientos ejemplares. El libro reúne además de La alegría de naufragios y El puerto sepultado, los primeros poemas de Sentimiento del tiempo. Mussolini se entusiasma en ese prólogo: “Cumplida la revolución fascista, supe por casualidad que el poeta estaba en la burocracia. Me parece que Guy de Maupassant era empleado administrativo de su país, y uno de los hombres de letras más interesantes de Francia. Pensándolo, me di cuenta de que burocracia y poesía no son irreconciliables. Después de un tiempo, la burocracia no mató en Ungaretti al poeta. Y lo demuestra este libro de poesía. Mi tarea no es reseñarlo. Quienes lean estas páginas se encontrarán frente a un testimonio profundo de la poesía hecha de sensibilidad, de tormento, de búsqueda, pasión y de misterio”. Cuando Mussolini es depuesto y, junto con Marinetti, los dos son detenidos, Ungaretti se pone de su lado y a favor de la libertad de prensa. Adhiere en esa confusión de socialismo y nacionalismo, al fascio. Como Ezra Pound, Ungaretti se engaña al ver en el fascismo al destructor del capital. Desencantado, pronto se retira a un monasterio. Su relación con Mussolini atraviesa diferentes etapas, desde la afinidad estética y la coincidencia ideológica hasta, más tarde, la discrepancia política. Ungaretti es acosado por cubrir opositores y ayudar amigos judíos. Enfrentando los conflictos que le causa la relación con el líder fascista, Ungaretti no renegará de la amistad, y si bien más tarde extirpó de sus nuevas ediciones aquel prólogo, lo republicará en su vejez.
5 Desde 1931 su permanencia en Italia se vuelve conflictiva, cuando no peligrosa. Hasta 1936 vive en distintas ciudades de Europa, vuelve a Alejandría y, con apremios económicos, encara una cátedra de literatura italiana en la Universidad de San Pablo. Su estancia en Brasil transcurre feliz. Pero en 1939, recibe un mazazo: la muerte de su segundo hijo, Antonietto, de nueve años. ¿Qué puede hacer con este dolor? ¿Es el mismo dolor que aquel de la trinchera junto al compañero muerto? ¿O lo supera? Nadie está preparado para la muerte de un hijo. De esta experiencia surgen, agónicos y desoladores, los poemas de El dolor. No hay autocompasión ni regodeo en el sufrimiento. Ungaretti replantea la vanidad de sus ilusiones. ¿Aquel soldado que en la trinchera escribía “La muerte/ se paga/ viviendo”, intuía que la guerra no sería su máxima experiencia de dolor? Después de esta pérdida, el poeta se encuentra otra vez a la intemperie. Una vez más: ¿de qué sirve el arte? Una vez más, ¿cómo se nombran el absurdo y la nada? Una vez más, Mallarmé: ¿se puede escribir la nada? Ahora, muerto el hijo, en duelo, Ungaretti escribe un grito, y no creo que haga falta traducirlo: “Nessuno, mamma, ha mai sofferto tanto”.
6 Cuando Brasil rompe relaciones con el Eje, debe abandonar Brasil. Su vuelta a Roma es una amargura. Aunque ha renunciado al fascismo, se lo expulsa del Sindicato de Escritores. Pasa un período de estrechez, para comer vende desde obras de arte hasta objetos personales. Consigue dar algunas conferencias en Italia y en el exterior. Sus presentaciones asientan poco a poco su prestigio como poeta. Pero para él la poesía no es un hecho aislado ni del contexto en que se escribe ni de los sentimientos que la historia le provocan: “Soy un hombre herido./ Y yo quisiera irme/ y llegar finalmente,/ a donde se escucha/ el hombre que está sólo consigo.// No tengo más que soberbia y bondad/ Y me siento exiliado en medio de los hombres”.
7 Cabe preguntarse cuál es el sentido de resumir, a través de algunos hitos biográficos, aquellos que se centran en la desgracia personal, para rescatar una obra. Es sabido que la tragedia y la desgracia no legitiman ni potencian el valor de un discurso. La literatura es relato de la desgracia personal, pero no sólo. También es lo que se construye con eso, lo inenarrable, “el dolor”. Que sólo puede ser narrado en falsete, con conciencia del falsete. Es a través de la manera en que se elabora ficción con el sufrimiento como pueden construirse verdad y belleza y, si se admite que la poesía es cuestionamiento existencial, es dándole forma a los interrogantes que se consigue alcanzar el objetivo. La teoría literaria estructuralista y post dictó durante demasiadas décadas que el discurso era independiente de los hombres, que una literatura podía desprenderse del sujeto que la enunciaba. “Como una frente cansada la noche/ reaparece/ en el hueco de una mano...”, escribe Ungaretti. Si un sentido tiene hoy volver sobre su poesía, una poesía que se agarra la frente en la noche, es justamente para desmentir la retórica canalla de la posmodernidad, desmontar el engranaje de intereses académicos defensores de la especificidad, como la exaltación de la autonomía literaria, un gesto típicamente capitalista del cuidado del kiosco intelectual. Volver a Ungaretti implica conectar la existencia con una búsqueda de sentido y que, esta búsqueda, íntima (volvamos a tener en cuenta que la poesía de Ungaretti puede ser leída como diario), en su experiencia de lo cotidiano, asume con su confesionalismo la puesta en tela de juicio de las palabras y su utilidad.
8 Desde sus orígenes, la poética de Ungaretti, analizando el barroco y pivoteando sobre el endecasílabo de Petrarca, se plantea una renovación de la lengua italiana. Esa renovación, en Ungaretti, consiste a veces en practicar determinados cortes, interrumpir la versificación, quebrar el ritmo y demostrar que la imagen poética, según afirma, no puede sino estar al servicio del sentimiento. “Vuelven a arder en lo alto las fábulas./ Con las hojas caerán al primer viento./ Más si otro soplo viene/ volverá un chispear nuevo”. Se interroga: “¿He hecho pedazos corazón y mente/ para caer en servidumbre de palabras?”. Porque Ungaretti no es un poeta afectado que escribe sobre la poesía y tampoco, aun cuando en sus comienzos pueda inspirarse en temas mitológicos, se queda en la coartada de una cultura elitista. Si detecta un elemento que le importa, lo trae a su presente y entonces lo conecta con su experiencia inmediata. A menudo se ha juzgado su poesía oscura y hermética. Nada más lejano de sus versos que la oscuridad: “He poblado de nombres el silencio”, explica. El lector actual de poesía, el lector que presume de refinado, a menudo necesita de arabescos culteranos para sentirse elevado. En este aspecto, la poesía de Ungaretti lo va a defraudar y se le antojará, de tan sencilla, tosca. En una sola línea tiene la virtud de que esa simplicidad aparente sea puente hacia otra realidad o, mejor dicho, la posibilidad de poner la realidad en duda: “No llegamos a conocer más que una parte de la realidad, la menos verdadera”, escribe. Un ejemplo, su poema “Fin”: “¿Cree en sí y en la verdad quien desespera?”.
Aludiendo al tan sonado hermetismo que se le adjudica, si se lo piensa como ecuación formal de una tendencia, también merece ser discutido. Como corriente el hermetismo involucra tanto a Ungaretti como a Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo. El término proviene de un ensayo de Costanzo Flora, que subrayaba en la poesía joven de los años ‘20 una intención de oscuridad. De entrada, a Ungaretti le molestó esta etiqueta. Como movimiento, los supuestos poetas del hermetismo, escasos de popularidad, se afirmaron en sus escrituras entre 1935 y 1940, y su filtro oscuro, se interpretó como un modo de sortear la censura fascista. A tener en cuenta: una vez más, la miopía crítica que encapsula algunas obras para traer agua a su molino. Que la poesía de los llamados herméticos apelara al uso de la analogía, la utilización de sustantivos absolutos e imágenes oníricas, no necesariamente la volvía impenetrable. Un ejemplo: “Hendido por un rayo de sol/ todo hombre está solo/ sobre el corazón de la tierra; de pronto, /la noche que cierra”, escribe Quasimodo. En un artículo de 1940, por su lado, Montale desecha también esta hipótesis del hermetismo: “No he buscado nunca a propósito la oscuridad y por eso no me siento muy calificado para hablar de un supuesto hermetismo italiano si es que existe aquí, y yo lo dudo mucho, un grupo de escritores que tenga como objetivo una sistemática no comunicación”.
9 Hay poetas que nacen predeterminados para ser siempre jóvenes y que, si no mueren de modo trágico, más víctimas del propio narcisismo que de las consecuencias del pensamiento romántico (que suelen correr juntos), la prolongación de la existencia se les vuelve insoportable. La senectud les aterra más que la muerte. Rimbaud es el mejor ejemplo. Y tras él, una sucesión interminable de poetas que decidieron arder y consumirse en un instante. El caso de Ungaretti (1888-1970) es distinto: en su aceptación de los dramas que la existencia propone al individuo no quedan ajenos ni el reclamo ni la indignación, pero su enfoque es siempre un movimiento pendular entre el desapego y, como se ha dicho, la persecución de ese segundo donde la iluminación revela la inmensidad, el infinito, y el hombre no es más que naturaleza arrojada a su suerte. Su poesía da la impresión de nacer madura de una vez y para siempre. Y en esa madurez, precoz, se intuye una sabiduría que se remonta a la conciencia del desierto y, como Ungaretti mismo lo manifestara, el horror del vacío. “Si una mano tuya esquiva la desdicha,/ escribes con la otra/ que todos son escombros”. Uno de sus últimos libros es El cuaderno del viejo, escrito en la franja de sus setenta años, tras la muerte de su esposa, que publica en 1960 y está escrito entre 1952 y 1960. En su publicación incluye los “Ultimos coros para la tierra prometida”. Y empieza así: “Agrupados hoy/ los días del pasado/ y los que llegarán.// A través de los años y los siglos/ cada instante es sorpresa/ de saber que aún estamos vivos,/ que siempre se sucede/ como siempre el vivir:/ Premio y castigo imprevistos/ en el turbión continuo/ de los cambios banales.// Igual es nuestra suerte,/ el viaje que sigo,/ en un abrir y cerrar de ojos,/ exhumando, inventando,/ de arriba abajo el tiempo,/ errante como aquellos/ que fueron, que son, que serán”. Lejos de transmitir un final del camino, los poemas del cuaderno expresan la continuidad de la búsqueda. “Si se enfrenta a tu suerte una mano,/ la otra, de pronto, te asegura/ que puedes aferrarte sólo/ a restos de recuerdos”. Nada de cansancio, nada de alteración ante la proximidad del final. “Si durase el viaje para siempre/ no duraría un instante, y la muerte/ está aquí ya, desde hace poco”. En una entrevista publicada en esos años con motivo de la poesía de la vejez, Ungaretti dice: “Yo creo que en la poesía de la vejez no se da la frescura, la ilusión de la juventud, pero creo que se da una suma tal de experiencia que si llega –y no siempre se llega– a encontrar la palabra necesaria se consigue la poesía más alta”.
Además de los intelectuales y los artistas, a su mesa y su vino se acercaban tanto futbolistas como personajes de la farándula. A diferencia de otros poetas consagrados, Ungaretti nunca perdió el contacto con la gente del pueblo. Aunque en oportunidad de El puerto sepultado dijo que le gustaría ser recordado como “Ungaretti, hombre de pena”. Y se explicó: “El hombre de pena es el hombre sombríamente en meditación sobre la justicia y la piedad (...) Siendo Cristo, Dios y hombre, juez y víctima, sucede que justicia y piedad son dos modos de leer un mismo texto divino, en el misterio insondable mediante el cual Dios se revela y se esconde al mismo tiempo”. Con la misma sencillez primitiva que transmite su poesía, Ungaretti se comportaba con el prójimo manifestando una sabiduría que se trasunta radiante en sus fotos de vejez. Quien ha sido marcado por la tragedia puede sentir tan intensamente la vida porque antes se ha preguntado: “¿Vivir es sobrevivir a la muerte?”. Es aconsejable, aunque cierta crítica pretenda patear al autor lejos de su obra, mirar sus fotos de vejez. Radiante, insisto. Así como las fotos de Kafka parecen ser retratos de K, las fotos de Ungaretti, en esta coherencia de la imagen hombre/creador, retratan el origen de su poesía. Ungaretti admite que “agotada la experiencia sensual, el trasponer el umbral de otra experiencia es el adentrarse en la nueva experiencia, ilusoriamente original, es el conocerse desde el no ser, ser desde la nada. Es el conocerse pascalianamente ser desde la nada. Horrible conocimiento. En cierta época del existir, puede uno haber tenido la sensación de que la mental excluía en uno toda otra actividad: el límite de la edad es límite”. Ungaretti sonríe. Y al sonreír, en sus arrugas, se advierten las cicatrices de la existencia. Cada cicatriz, un naufragio. Volvamos a recordar: uno de sus libros primeros se llamaba Alegría de naufragios. Más tarde, el poeta lo recortó: La alegría. ¿Dice algo el gesto de la amputación “de naufragios”? “La poesía no se explica –ha escrito–. Es muy difícil explicarla.” No obstante Ungaretti ha escrito y reflexionado sobre cada uno de sus libros mediante una serie de pequeños ensayos, unas reseñas mínimas que, en ocasiones, por su distancia crítica, parecen escritas por otro. Con respecto a La alegría escribe: “No soy el poeta del abandono a las delicias del sentimiento, soy alguien acostumbrado a luchar, y debo confesarlo –los años han traído algún remedio– soy un violento; desdén y valentía de vivir han sido los rastros de mi vida. Voluntad de vivir a pesar de todo, apretando los puños, a pesar del tiempo, a pesar de la muerte”. En un reportaje brevísimo, de poco más de cuatro minutos, que filma un simpático y sonriente Pier Paolo Pasolini, el director y también poeta lo provoca preguntándole sobre la normalidad, la homosexualidad y la transgresión. A Ungaretti la pregunta le causa gracia. También risueño contesta, ya de vuelta de todo, con la autoridad que le confieren los años, riéndose, que la existencia del hombre ya es un hecho “contra natura” y él, al ser poeta, ha realizado la transgresión máxima. Si la historia no le fue extraña, menos todo aquello que lo relaciona, como dije, con lo popular. Ungaretti era, habrá que repetirlo una y otra vez, un hombre de pueblo. A fines de los ‘60, en el auge de la bossa nova, Ungaretti (que había traducido a Vinicius de Moraes y Drummond de Andrade), se reúne con Vinicius, Toquinho y Sergio Endrigo y graban un disco memorable que tiene como premisa “La vita, amico, é l’arte dell incontro”. En el disco puede escucharse su voz grave, ronca. Y esa voz cavernosa, casi octogenaria, ilumina. Refiriéndose a él mismo en tercera persona escribió: “El autor no tiene otra ambición, y cree que tampoco los grandes poetas tuvieron otras, sino la de dejar una bella biografía suya. Sus poesías representan pues sus tormentos formales, pero quisiese que se reconociera de una buena vez que la forma le atormenta sólo porque la exige pegada a las variaciones de su ánimo, y si algún progreso ha hecho como artista, quisiera que indicase también alguna perfección alcanzada como hombre”.
El cuaderno del viejo puede leerse como un buen cierre para el recorrido de su obra: “asamos el desierto con los restos/ de una imagen antigua en la cabeza,// no más saben los vivos/ de la Tierra prometida”. No obstante, considerando su obra en perspectiva, este libro que presenta, conciso y austero, “las amargas sorpresas del recuerdo/ en una carne exhausta”, es una puerta introductoria que se abre con serenidad a su poesía de la angustia, pero sin descartar, en su metafísica, la esperanza, aun cuando el milagro no suceda. No es la posesión sino el desprendimiento y la libertad lo que cuentan. La condición de que nuestro pasaje por esta vida tenga un sentido no reside ni en lo patrimonial ni en el afincamiento. “La meta es partir”, apuntó. Para que esta tierra tenga un sentido, para que no sea “tierra baldía”, deberá ser siempre tierra del deseo, es decir, siempre tierra prometida.
El cuaderno del viejo
Giuseppe Ungaretti
Introducción y versiones de Luis Muñoz,
Editorial Pre-textos, Colección La Cruz del Sur,
110 páginas
Updike en paz
Elegante, versátil y disciplinado, acusado de conservadurismo y celebrado por sus propios maestros (Nabokov, Cheever y William Maxwell), John Updike alcanzó tempranamente la fama con Corre, Conejo (1960), la primera novela de una tetralogía sobre el fracaso de un personaje emblemático con la historia de su país como telón de fondo. Desde entonces, su obra ha sido tan discutida como insoslayable: desde sus bestsellers de la Era del Divorcio, como Parejas (1968) y Cásate conmigo (1976), hasta sus últimos libros, que incluyeron una novela sobre el terrorismo y una precuela de Hamlet, pasando por ensayos de arte, crítica y poesía, Updike entregó puntualmente un libro por año desde el primero, en 1958. El martes pasado, murió a los 76 años. Rodrigo Fresán y un puñado de escritores angloparlantes lo despiden.
Por Rodrigo Fresán
UNO
En una entrada de los Diarios de John Cheever –correspondiente a finales de los años ’70 y principios de los ’80– se lee: “A las cuatro suena el teléfono. ‘Llamo de la cadena CBC. John Updike ha muerto en un accidente de tránsito. Nos gustaría que hiciese algún comentario.’ Estoy llorando. No puedo dormir (...) En cuanto a John, lo respetaba tanto como colega y lo quería tanto como amigo que su muerte me produce un efecto indescriptible. Era un príncipe (...) Para mí, es el escritor sin igual de su generación; su don de comunicar a millones de extraños sus emociones más elevadas y desesperadas se veía reforzado por una inteligencia y erudición inmensas y poco comunes. John poseía una astucia única en el campo de la estética (...) Uno echa de menos y con pesar su inteligencia, pero recuerda que dedicó su vida a escribir vetas perdurables (en modo alguno quiero decir inmortales) de sensualidad y revelaciones espirituales”.Un poco después, Cheever –que toda su vida mantuvo con Updike una relación de amorosa competencia y envidia de camarada– agrega: “Así que la noticia de la muerte prematura de John es falsa. Según mi hija, he llegado a la conclusión de que un desconocido ambicioso vio el nombre en un parte de policía y decidió sacar partido”.En su biografía de John Cheever, Scott Donaldson apunta que el engaño fue idea y obra de “un novelista rival con un siniestro sentido del humor” pero no revela el nombre.¿Quién habrá sido?¿Estará hoy vivo para leer las noticias?En cualquier caso, el pasado martes 27 de enero, yo iba en un taxi y me llamaron por teléfono de un diario para comunicarme la noticia de la muerte de John Updike por cáncer de pulmón y pedirme que “hiciese algún comentario”. Dije las dos o tres cosas que uno dice en el helado calor de momentos semejantes. Frases sueltas y desconcertadas y dolidas. Después corté y el taxista me preguntó si había muerto “un ser querido”.Le contesté que sí.Y el taxista me dio el pésame por John Updike.
DOS
Minutos después, en mi casa, de pie frente al largo estante desbordando en doble fila la enorme y cuantiosa obra de John Updike (alimentada disciplinadamente a base de tres páginas de escritura diaria lloviera o tronara), me dije que iba a ser raro ya no contar con el próximo libro de Updike, con el libro de Updike de este año. De acuerdo, Updike ya había entregado un volumen de relatos –My Father’s Tears–, que saldrá este junio y probablemente queden artículos y notas sueltas como para ensamblar otra de esas contundentes recopilaciones que uno aprendió a querer y a utilizar como inteligentísimas bases de datos. Pero no será lo mismo, claro. ¿Y qué haremos en el 2011 o 2012, qué haremos con el resto de nuestra vida de lector?Me acordé de que –cuando se enteró de la muerte de Anthony Burgess– Charlie Feiling exclamó, en la redacción de este diario, un “¡Pero si no iba a morirse nunca!”. Algo parecido sentía yo ahora ante la muerte de Updike que –junto a Samuel Beckett– siempre me pareció el escritor con más cara-de-escritor de toda la historia.Y me acordé también –fui a buscarlo, volví a leerlo– de que, a la altura de la letra U, en The Salon.com Reader’s Guide to Contemporary Authors se dice que “con John Updike hay cierta incomodidad. Surge su nombre y asoma, también, una cierta impaciencia: Updike es probablemente nuestro mejor escritor palabra-por-palabra y reflexión-por-reflexión, pero... ¿No va siendo hora de que Updike se retire, de que Updike pase?”.La pregunta era y es infantil, pero tiene al mismo tiempo su madura razón de ser para toda una nueva generación de autores cool como el suicida reciente David Foster Wallace, que no vaciló en definir a Updike como a uno de los “grandes Narcisistas Masculinos que han dominado la narrativa americana de posguerra y que están ahora en su senectud”. Estaba claro que Updike molestaba. Molestaba su intimidante fertilidad, su puntual disciplina, su estar en todas partes. Updike escribía y publicaba por lo menos cada doce meses desde 1958. Había ganado todos los premios importantes (sólo le faltó el Nobel), y firmó de más de sesenta títulos entre novelas donde destaca la tetralogía con coda Rabbit Angstrom. Compuesta por Corre, Conejo (1960), El regreso de Conejo (1971), Conejo es rico (1981), Conejo en paz (1990) y Conejo en el recuerdo (2001), ésta es, sin duda, una de las candidatas más firmes a Gran Novela Americana del Siglo XX, fundiendo magistralmente la historia pública de los Estados Unidos con la intimidad de un exitoso fracasado o de un perdedor triunfal. Sumarle colecciones de relatos (considerados por él como aquello por lo que sería o debería ser recordado), recopilaciones de ensayos (del golf a la pintura, pasando por el torrente de introducciones y reseñas publicadas en The New Yorker, alma mater en la que se inició como una suerte de office-boy (todo terreno”), poemarios, libros infantiles, una obra de teatro, unas exquisitas memoirs selectivas y, como editor, una comentada antología con el título de The Best American Short Stories of the Century en la que no dudó en incluir su “Gesturing” como representativo de 1980. También, digámoslo, fue ghost-writer del payaso Krusty en un episodio de Los Simpson.Todas y cada una de esas líneas escritas con lo que Martin Amis, un admirador, definió como “un estilo melodioso, arriesgado, detallado, divertido y fresco (Un ejemplo más o menos al azar: ‘Se dejó caer en una silla de lona y se dedicó a cruzar y recruzar las piernas, que eran tan cortas que tenía la impresión de estar jugueteando con los pulgares’.) Esto es tan bueno, te quedas pensando; ¿acaso no es lo mejor? Una prosa así no se logra fácilmente, y sin embargo Updike produce un montón sobrecogedor de este tipo de material”.Y está bien, es verdad: su última novela publicada en vida –The Widows of Eastwick, continuación de Las brujas de Eastwick– no está entre lo mejor que escribió.Pero está tan bien escrita.
TRES
John Updike gozó de un privilegio del que sólo llegan a disfrutar muy pocos: el de que sus maestros llegaran a considerarlo un maestro, uno de ellos. John Cheever, Vladimir Nabokov y William Maxwell no escatimaron elogios a la hora de juzgar y celebrar, casi desde el principio, la obra de Updike. Más cerca en el tiempo, el ya mencionado Martin Amis, Ann Beattie, Richard Ford, Rick Moody, John Banville, Margaret Atwood o Nicholson Baker –que le dedicó todo un libro, su obsesivo ensayo de fan acosador U & I (1991)– entre muchos otros no dudaron en considerarlo un titán que aplicó su energía a iluminar lo doméstico, ese “territorio medio en el que siempre chocan los extremos”. Y Updike –después de todo y antes que nada– parecía ser un tipo humilde, sencillo, que alguna vez dijo aquello de “Ser un escritor famoso es como ser un enano alto. Siempre estás en el límite de la normalidad”.Nacido en Reading, Pennsylvania, en 1932 (me pregunto si habrá algo mejor para un escritor que nacer en un lugar llamado Reading... ¿Existirá una ciudad de provincias llamada Writing?) John Hoyer Updike, hijo único, se crió en una familia protestante y asumió ese paisaje como el que definiría a buena parte de sus ficciones. Y ahí están y de ahí salen la veladamente autobiográfica El centauro (1963, una de las mejores novelas de padre/hijo jamás escritas) y En torno de la granja (1965). De allí partiría Updike para conquistar la gran ciudad, soñar con convertirse en dibujante y trabajar para la Disney. Pero pronto acabó reportando “the talk of the town” para The New Yorker y publicando los primeros textos que, enseguida, dejarían atrás una inicial placidez epifánica y salingeriana (ver y admirar la recopilación del 2003 The Early Stories: 1953-1975 donde se destacan las historias que transcurren en el imaginario pueblo de Olinger y las idas y vueltas del matrimonio de los Maple) para asumir las adúlteras tormentas sexuales de la Era del Divorcio en escandalosos best-sellers de calidad todavía hoy muy bien conservados como Parejas (1968) o Cásate conmigo (1976), ser acusado de misógino por su retrato tan lírico como despiadado de las mujeres, racista por su visión de los negros y poco comprometido por su elegante conservadurismo político, crear un alter ego judío y philiprothiano en las andanzas de Henry Bech (que sí ganaría el Nobel de Literatura) y llegar a un puñado de novelas tardías en las que, en mi opinión, se encuentra lo más interesante de su carrera. Comprobarlo en la delicada experimentación, en las oraciones admirables (con destellos de Henry James y de Marcel Proust y de Henry Green) y en la originalidad de tramas –que incluyen desde la posibilidad de un Dios informático, una saga familiar ligada fatalmente al séptimo arte y a la televisión, las noches oscuras de unos Estados Unidos fracturados y futuristas, una prequel de Hamlet, una aproximación lateral a la leyenda de Jackson Pollock o un thriller con adolescente fundamentalista– en La versión de Roger (1986), La belleza de los lirios (1996), Hacia el fin del tiempo (1997), Getrude y Claudio (2000), Busca mi rostro (2002) y Terrorista (2006).Sus detractores –entre ellos, a lo largo de los últimos títulos, la implacable Michiko Kakutani de The New York Times– insistieron una y otra vez en que Updike escribía demasiado y guiado por el piloto automático de un genio que se había convertido en reflejo y tic y carnal prosa mandarinesca sobre cuestiones casi intangibles. Esto se puso claramente de manifiesto cuando Updike publicó Villages (2004), novela en la que volvía al pueblo chico/cama grande. Alguien tituló su reseña “Johnny One Note” (“Johnny Una Sola Nota”). A saber: coitos variados, barrios residenciales, atardeceres, lascivia hogareña, noticias brotando de televisores y periódicos, un hombre más o menos profesional y educado en el puritanismo protestante y blanco, pero siempre poseído por una satiriasis agnóstica y de todos los colores. Y el erosionante paso del tiempo en los rasgos de un imperio tan moderno como decadente.Pero Updike dejó bien claro desde el vamos cuál sería su campo de juego. De ahí que no tuviera problemas en reconocer en una entrevista que “mi escritura estuvo, está y estará limitada siempre por mi experiencia y mi imaginación, ambas severamente finitas”, que “son muchas las cosas que he comprendido recién al verlas con los ojos de mis personajes” y que “en los últimos tiempos mi obra parece estar marcada por pensamientos más cobardes y rencorosos”. “Yo soy mis libros. Todo está ahí”, le confesó a Martin Amis este hombre que, a la hora de su primer divorcio, no fue el único que escribió sobre la cuestión en The New Yorker. Su hijo y su esposa también publicaron allí textos con sus respectivas versiones del asunto.
CUATRO
Cuando llegó la hora, John Updike publicó sensibles y sentidas necrológicas de sus maestros Vladimir Nabokov, John Cheever y William Maxwell. Buscarlas y encontrarlas en los archivos de The New Yorker.Y nada me extrañaría menos que Updike haya dejado escrita la suya. Sus últimas tres páginas prolijas y meditadas y corregidas porque, en el 2006, ya había advertido sobre su poca confianza en la trascendentalidad del suspiro final y en la posibilidad de despedirse con estilo durante el minuto del adiós: “Las últimas palabras, registradas y atesoradas en los días en los que el lecho de muerte era el hogar, han pasado de moda. Quizá porque la mayoría de las personas agota sus últimas horas en un hospital, demasiado drogadas para que lo que dicen tenga algún sentido. Y sólo las oye la enfermera del turno de noche”.Así que hasta que esas tres páginas finales y definitivas aparezcan –si aparecen– puede cubrirse este hueco imposible de llenar con lo que Updike recopiló en la última página de Due Considerations: Essays and Criticism (2007) cuando el 18 de marzo del 2005, día de su cumpleaños, le pidieron un breve texto en respuesta a la pregunta “¿En qué cree usted?”.Y Updike respondió:“A la edad de setenta y tres años, en lo que más creo, de todo corazón, es en el valor humano de la escritura creativa, ya sea en verso o en ficción, como medio ideal para decir la verdad, expresarse a uno mismo y homenajear a los milagros gemelos de la creación y la conciencia”.Cinco años antes, como elegía por William Maxwell, Updike había publicado un poema titulado Stolen que, aplicado a otra muerte, puede volver a recitarse en esta hora triste y que termina así: “El bote se inclina como congelado en la ola salvaje de la tormenta / El concierto se ha interrumpido entre dos notas / Una tierra incógnita, lo suficientemente extensa / Se convierte en una ausencia. Cuando los sabios / y amables hombres mueren, ¿quién restaurará a su trono a la excelencia que ha desaparecido?”.Buena pregunta.John Updike era un rey.
Por Martin Amis
Dijo que tenía cuatro estudios en su casa, así que nos lo podemos imaginar escribiendo un poema en uno de esos estudios antes del desayuno, después en otro escribiendo cien páginas de una novela, después a la tarde escribiendo un largo y brillante ensayo para el New Yorker, y después en el cuarto estudio bosquejando otro par de poemas. John Updike debe haber poseído más energía pura que cualquier escritor desde D. H. Lawrence.
Leí que esos prodigios sufren de una condición envidiable llamada “presión en la corteza”. Es como si tuvieran un resorte siempre a punto de explotar. Así ha producido una obra enorme. Y es, sin duda, uno de los grandes novelistas norteamericanos del siglo XX.
El solo se podía medir con los grandes judíos –Bellow, Roth, Mailer, Singer–. Y fue típicamente suyo convertirse, casi como una línea de trabajo lateral, en uno de los grandes novelistas judíos con su personaje de Henry Bech. Eso me parece lo esencial de Updike: nunca estar satisfecho con las limitaciones, siempre demandando más que su porción.
Joyce dijo alguna vez que hay cosas demasiado embarazosas para ser escritas en blanco y negro. Era congénitamente imposible que algo embarazara a Updike, y nosotros somos los beneficiarios de eso. Llevó la novela a un nuevo nivel de intimidad: nos llevó más allá de la habitación y nos metió en el baño. Es como si nada de lo humano le fuera negado.
Para mí, sus más grandes novelas son las dos últimas de Conejo: Conejo es rico y Conejo en paz. Su estilo era de una vividez y musicalidad imparables. Varias veces por día uno se interrogaba, como ahora interrogaremos a su fantasma: “¿Cómo lo haría Updike?”. Hoy es un día helado para la literatura.
Por Paul Theroux
Voy a extrañar, antes que nada, su generosidad, la amplitud de sus lecturas, sus descripciones escrupulosas, y la felicidad que era evidente en su escritura: era alguien a la vez sumamente confiado y humilde. Entrenado como pintor, Updike mantuvo esa mirada que nunca pestañeaba durante toda su vida. Era el gran noticiero de la literatura norteamericana, y su trabajo siempre recordaba la textura y el detalle de la vida: la carne, la caída de la ropa, los modos de hablar, la intensidad de una luz. Tengo en mi mente dos obras olvidadas en los obituarios: un hermoso ensayo sobre caminar descalzo en Martha’s Vineyard y el persuasivo continente africano de su novela The Coup. Updike nos ayudaba a ver y la amplitud de su visión es asombrosa. Por eso me sorprenden algunos obituarios: discutiendo si algunos de sus libros son más flojos que otros, repartiendo buenas y malas notas. Omiten el punto central: su obra, escrita en una prosa musical, es de una sola pieza y captura las fuerzas de la vida americana, medio siglo de lo político, lo social y lo matrimonial, de soledad e intimidad y de pasión: la libido humana siempre late en su obra de ficción.
Su capacidad de trabajo también era enorme. Pienso en algo que V. S. Pritchett escribió una vez: “Cuantas menos novelas u obras escribas, por culpa de otros intereses parasitarios, menos serán las que tengas la capacidad de escribir”. Pritchett se lamentaba de su escasa producción. “La ley de las artes establece que deben perseguirse hasta el exceso.” Updike es la prueba triunfante de esto.
Por George Saunders
En 1992, el New Yorker me aceptó por primera vez un cuento. Iba a salir en el primer número dirigido por Tina Brown. Enseguida me enteré de que, en honor a la ocasión, iban a publicar dos cuentos. La idea era contrastar lo nuevo (yo) con lo establecido. Fue tremendo descubrir que el representante de lo establecido sería John Updike.
Tremendo porque intuí que el contraste sería: el extraordinario representante de lo establecido (Updike) deja en evidencia al superficial, torpe y poseur representante de lo nuevo.
Esto resultó cierto. El cuento de Updike fue el extraordinario “Jugando con dinamita”, un complejo, hermoso y multilaminado ejemplo de la tradición modernista: un cuento cuyo significado insuflaba sus frases de modos que no parecía posible. Me pregunté entonces, y me pregunto ahora, cómo puede alguien escribir tan poderosa y consistentemente. ¿Cómo se habrá visto el mundo a través de sus ojos y su mente? Ser así de productivo, a un nivel tan alto, por tanto tiempo: la percepción debe tener que ser flexible, adaptable, capaz de encontrar historias en todo lados como Chéjov–, que una vez, desafiado, se ofreció a escribir un cuento sobre cualquier objeto que le propusieran, y volvió a la mañana siguiente con esa pequeña obra maestra que es “El cenicero”–.
Un fenómeno como el de John Updike sucede una vez por generación, si esa generación tiene suerte: cómodo en tantos géneros, la misma inteligencia, generosa y vivaz, en todo lo que hace. Nunca tuve el placer de conocerlo, pero, como supongo que será el caso de muchos lectores, lo incorporé a mi vida, y soy una mejor persona gracias a la voz urbana, articulada y esperanzada que puso en mi cabeza.
Por T. Coraghessan Boyle
Aunque no lo conocí, John Updike fue uno de mis héroes. Lo leí por primera vez en la universidad, cuando empezaba a intimar con verdadera gran prosa, y lo leo desde entonces, esperando cada novela y colección de cuentos. Lo que más me impresionó, además de su exquisita habilidad lingüística, es el aliento de su obra y el modo en que entregó su vida, devocionalmente, a la literatura. Sus cuentos son hitos pienso en los gloriosos y devastadores cuentos sobre los Maple y las novelas de Conejo representan un logro inigualado en nuestro tiempo. Pero quizá mis favoritos sean los libros de Bech, que parecía escribir para demostrar su espectro. Me encantaba, literalmente. Nos mostraba el camino. Lo voy a extrañar como extrañaría una de las montañas que veo desde esta ventana si una catástrofe natural la derrumbara. Hay una ausencia, sí, pero también la memoria de lo que hubo ahí. Y mejor todavía un estante lleno de libros para releer.
Por Thomas McGuane
La noticia de la muerte de Updike me descolocó: escribió tan bien y durante tanto tiempo y hasta hace tan poco que su ausencia es difícil de contemplar. Algo falta. Tuve un ramalazo de indignación al pensar en los nadies que ganaron el Nobel mientras él estuvo vivo. Ahora está descalificado. Algo terrible.
Lo conocí hace años, nos vimos un par de veces, y me pasé el día recordando nuestros encuentros. Pero ahora nos queda releerlo, admirar el amoroso y perfecto acabado de su prosa, su erudición extraordinaria y, a veces, de cara a críticas bastante horribles, la inclaudicable dedicación a su trabajo. Como un comentarista habitual y accesible sobre arte y literatura, no tuvo un par desde Edmund Wilson. Es imposible pensar en un escritor mayor menos complaciente.
La noticia de su muerte fue un impacto parecido al de la muerte de Conejo Angstrom: una reticencia a dejarlo ir. Aquella vez le escribí. En su respuesta, sumamente cálida, se explayaba sobre la mitificación de Conejo y la atracción que sus lectores sentían por él. Mi traducción: no se sentía cómodo con que la sombra de esa tetralogía opacara el resto de su obra. Pero es lo que sucedió.
Por Julian Barnes
Como tantos otros, regularmente he viajado a Venecia con Las piedras de Venecia de Ruskin, y regularmente he fracaso en mi intento de leerlo ahí. Ese sueño del lector en que libro y lugar coinciden, con frecuencia nos decepciona. Pero una vez, hace más de diez años, fue un milagro. Yo iba a recorrer Estados Unidos presentando uno de mis libros. En Heathrow compré Corre, Conejo y abordé. En ese mismo momento se terminaron los problemas de lectura por el resto del viaje. Me compré cada uno de los tomos siguientes en diferentes ciudades, usando los boarding pass como señaladores. Las novelas eran una distracción, y una refulgente confirmación, de la vasta ordinariez del modo de vida americano. Cuando eludía mis responsabilidades y caminaba las calles de las ciudades y los suburbios, veía Conejolandia por todos lados. Incluso en esos momentos en que el cansancio apenas me permitía encender el televisor en el cuarto de un hotel, interactuaba con el libro, dado que Updike ama el contrapunto entre eventos nacionales (es decir, eventos nacionales absorbidos por Conejo a través de la televisión) y la vida privada de este ciudadano norteamericano arquetípico del siglo XX. Mi viaje terminaba en Florida –lo cual era perfecto, dado que el cuarto volumen, Conejo en paz, lo encuentra en la tierra de los condominios geriátricos–. El pobre Conejo moría, la novela terminaba y también mi viaje. No recuerdo qué leí en el vuelo de vuelta, sí que volé convencido de que el cuarteto de Conejo es la gran obra maestra de la ficción norteamericana de posguerra, aunque preguntándome si alguna vez volvería a encontrar circunstancias tan perfectas para volver a leerla.
Elegante, versátil y disciplinado, acusado de conservadurismo y celebrado por sus propios maestros (Nabokov, Cheever y William Maxwell), John Updike alcanzó tempranamente la fama con Corre, Conejo (1960), la primera novela de una tetralogía sobre el fracaso de un personaje emblemático con la historia de su país como telón de fondo. Desde entonces, su obra ha sido tan discutida como insoslayable: desde sus bestsellers de la Era del Divorcio, como Parejas (1968) y Cásate conmigo (1976), hasta sus últimos libros, que incluyeron una novela sobre el terrorismo y una precuela de Hamlet, pasando por ensayos de arte, crítica y poesía, Updike entregó puntualmente un libro por año desde el primero, en 1958. El martes pasado, murió a los 76 años. Rodrigo Fresán y un puñado de escritores angloparlantes lo despiden.
Por Rodrigo Fresán
UNO
En una entrada de los Diarios de John Cheever –correspondiente a finales de los años ’70 y principios de los ’80– se lee: “A las cuatro suena el teléfono. ‘Llamo de la cadena CBC. John Updike ha muerto en un accidente de tránsito. Nos gustaría que hiciese algún comentario.’ Estoy llorando. No puedo dormir (...) En cuanto a John, lo respetaba tanto como colega y lo quería tanto como amigo que su muerte me produce un efecto indescriptible. Era un príncipe (...) Para mí, es el escritor sin igual de su generación; su don de comunicar a millones de extraños sus emociones más elevadas y desesperadas se veía reforzado por una inteligencia y erudición inmensas y poco comunes. John poseía una astucia única en el campo de la estética (...) Uno echa de menos y con pesar su inteligencia, pero recuerda que dedicó su vida a escribir vetas perdurables (en modo alguno quiero decir inmortales) de sensualidad y revelaciones espirituales”.Un poco después, Cheever –que toda su vida mantuvo con Updike una relación de amorosa competencia y envidia de camarada– agrega: “Así que la noticia de la muerte prematura de John es falsa. Según mi hija, he llegado a la conclusión de que un desconocido ambicioso vio el nombre en un parte de policía y decidió sacar partido”.En su biografía de John Cheever, Scott Donaldson apunta que el engaño fue idea y obra de “un novelista rival con un siniestro sentido del humor” pero no revela el nombre.¿Quién habrá sido?¿Estará hoy vivo para leer las noticias?En cualquier caso, el pasado martes 27 de enero, yo iba en un taxi y me llamaron por teléfono de un diario para comunicarme la noticia de la muerte de John Updike por cáncer de pulmón y pedirme que “hiciese algún comentario”. Dije las dos o tres cosas que uno dice en el helado calor de momentos semejantes. Frases sueltas y desconcertadas y dolidas. Después corté y el taxista me preguntó si había muerto “un ser querido”.Le contesté que sí.Y el taxista me dio el pésame por John Updike.
DOS
Minutos después, en mi casa, de pie frente al largo estante desbordando en doble fila la enorme y cuantiosa obra de John Updike (alimentada disciplinadamente a base de tres páginas de escritura diaria lloviera o tronara), me dije que iba a ser raro ya no contar con el próximo libro de Updike, con el libro de Updike de este año. De acuerdo, Updike ya había entregado un volumen de relatos –My Father’s Tears–, que saldrá este junio y probablemente queden artículos y notas sueltas como para ensamblar otra de esas contundentes recopilaciones que uno aprendió a querer y a utilizar como inteligentísimas bases de datos. Pero no será lo mismo, claro. ¿Y qué haremos en el 2011 o 2012, qué haremos con el resto de nuestra vida de lector?Me acordé de que –cuando se enteró de la muerte de Anthony Burgess– Charlie Feiling exclamó, en la redacción de este diario, un “¡Pero si no iba a morirse nunca!”. Algo parecido sentía yo ahora ante la muerte de Updike que –junto a Samuel Beckett– siempre me pareció el escritor con más cara-de-escritor de toda la historia.Y me acordé también –fui a buscarlo, volví a leerlo– de que, a la altura de la letra U, en The Salon.com Reader’s Guide to Contemporary Authors se dice que “con John Updike hay cierta incomodidad. Surge su nombre y asoma, también, una cierta impaciencia: Updike es probablemente nuestro mejor escritor palabra-por-palabra y reflexión-por-reflexión, pero... ¿No va siendo hora de que Updike se retire, de que Updike pase?”.La pregunta era y es infantil, pero tiene al mismo tiempo su madura razón de ser para toda una nueva generación de autores cool como el suicida reciente David Foster Wallace, que no vaciló en definir a Updike como a uno de los “grandes Narcisistas Masculinos que han dominado la narrativa americana de posguerra y que están ahora en su senectud”. Estaba claro que Updike molestaba. Molestaba su intimidante fertilidad, su puntual disciplina, su estar en todas partes. Updike escribía y publicaba por lo menos cada doce meses desde 1958. Había ganado todos los premios importantes (sólo le faltó el Nobel), y firmó de más de sesenta títulos entre novelas donde destaca la tetralogía con coda Rabbit Angstrom. Compuesta por Corre, Conejo (1960), El regreso de Conejo (1971), Conejo es rico (1981), Conejo en paz (1990) y Conejo en el recuerdo (2001), ésta es, sin duda, una de las candidatas más firmes a Gran Novela Americana del Siglo XX, fundiendo magistralmente la historia pública de los Estados Unidos con la intimidad de un exitoso fracasado o de un perdedor triunfal. Sumarle colecciones de relatos (considerados por él como aquello por lo que sería o debería ser recordado), recopilaciones de ensayos (del golf a la pintura, pasando por el torrente de introducciones y reseñas publicadas en The New Yorker, alma mater en la que se inició como una suerte de office-boy (todo terreno”), poemarios, libros infantiles, una obra de teatro, unas exquisitas memoirs selectivas y, como editor, una comentada antología con el título de The Best American Short Stories of the Century en la que no dudó en incluir su “Gesturing” como representativo de 1980. También, digámoslo, fue ghost-writer del payaso Krusty en un episodio de Los Simpson.Todas y cada una de esas líneas escritas con lo que Martin Amis, un admirador, definió como “un estilo melodioso, arriesgado, detallado, divertido y fresco (Un ejemplo más o menos al azar: ‘Se dejó caer en una silla de lona y se dedicó a cruzar y recruzar las piernas, que eran tan cortas que tenía la impresión de estar jugueteando con los pulgares’.) Esto es tan bueno, te quedas pensando; ¿acaso no es lo mejor? Una prosa así no se logra fácilmente, y sin embargo Updike produce un montón sobrecogedor de este tipo de material”.Y está bien, es verdad: su última novela publicada en vida –The Widows of Eastwick, continuación de Las brujas de Eastwick– no está entre lo mejor que escribió.Pero está tan bien escrita.
TRES
John Updike gozó de un privilegio del que sólo llegan a disfrutar muy pocos: el de que sus maestros llegaran a considerarlo un maestro, uno de ellos. John Cheever, Vladimir Nabokov y William Maxwell no escatimaron elogios a la hora de juzgar y celebrar, casi desde el principio, la obra de Updike. Más cerca en el tiempo, el ya mencionado Martin Amis, Ann Beattie, Richard Ford, Rick Moody, John Banville, Margaret Atwood o Nicholson Baker –que le dedicó todo un libro, su obsesivo ensayo de fan acosador U & I (1991)– entre muchos otros no dudaron en considerarlo un titán que aplicó su energía a iluminar lo doméstico, ese “territorio medio en el que siempre chocan los extremos”. Y Updike –después de todo y antes que nada– parecía ser un tipo humilde, sencillo, que alguna vez dijo aquello de “Ser un escritor famoso es como ser un enano alto. Siempre estás en el límite de la normalidad”.Nacido en Reading, Pennsylvania, en 1932 (me pregunto si habrá algo mejor para un escritor que nacer en un lugar llamado Reading... ¿Existirá una ciudad de provincias llamada Writing?) John Hoyer Updike, hijo único, se crió en una familia protestante y asumió ese paisaje como el que definiría a buena parte de sus ficciones. Y ahí están y de ahí salen la veladamente autobiográfica El centauro (1963, una de las mejores novelas de padre/hijo jamás escritas) y En torno de la granja (1965). De allí partiría Updike para conquistar la gran ciudad, soñar con convertirse en dibujante y trabajar para la Disney. Pero pronto acabó reportando “the talk of the town” para The New Yorker y publicando los primeros textos que, enseguida, dejarían atrás una inicial placidez epifánica y salingeriana (ver y admirar la recopilación del 2003 The Early Stories: 1953-1975 donde se destacan las historias que transcurren en el imaginario pueblo de Olinger y las idas y vueltas del matrimonio de los Maple) para asumir las adúlteras tormentas sexuales de la Era del Divorcio en escandalosos best-sellers de calidad todavía hoy muy bien conservados como Parejas (1968) o Cásate conmigo (1976), ser acusado de misógino por su retrato tan lírico como despiadado de las mujeres, racista por su visión de los negros y poco comprometido por su elegante conservadurismo político, crear un alter ego judío y philiprothiano en las andanzas de Henry Bech (que sí ganaría el Nobel de Literatura) y llegar a un puñado de novelas tardías en las que, en mi opinión, se encuentra lo más interesante de su carrera. Comprobarlo en la delicada experimentación, en las oraciones admirables (con destellos de Henry James y de Marcel Proust y de Henry Green) y en la originalidad de tramas –que incluyen desde la posibilidad de un Dios informático, una saga familiar ligada fatalmente al séptimo arte y a la televisión, las noches oscuras de unos Estados Unidos fracturados y futuristas, una prequel de Hamlet, una aproximación lateral a la leyenda de Jackson Pollock o un thriller con adolescente fundamentalista– en La versión de Roger (1986), La belleza de los lirios (1996), Hacia el fin del tiempo (1997), Getrude y Claudio (2000), Busca mi rostro (2002) y Terrorista (2006).Sus detractores –entre ellos, a lo largo de los últimos títulos, la implacable Michiko Kakutani de The New York Times– insistieron una y otra vez en que Updike escribía demasiado y guiado por el piloto automático de un genio que se había convertido en reflejo y tic y carnal prosa mandarinesca sobre cuestiones casi intangibles. Esto se puso claramente de manifiesto cuando Updike publicó Villages (2004), novela en la que volvía al pueblo chico/cama grande. Alguien tituló su reseña “Johnny One Note” (“Johnny Una Sola Nota”). A saber: coitos variados, barrios residenciales, atardeceres, lascivia hogareña, noticias brotando de televisores y periódicos, un hombre más o menos profesional y educado en el puritanismo protestante y blanco, pero siempre poseído por una satiriasis agnóstica y de todos los colores. Y el erosionante paso del tiempo en los rasgos de un imperio tan moderno como decadente.Pero Updike dejó bien claro desde el vamos cuál sería su campo de juego. De ahí que no tuviera problemas en reconocer en una entrevista que “mi escritura estuvo, está y estará limitada siempre por mi experiencia y mi imaginación, ambas severamente finitas”, que “son muchas las cosas que he comprendido recién al verlas con los ojos de mis personajes” y que “en los últimos tiempos mi obra parece estar marcada por pensamientos más cobardes y rencorosos”. “Yo soy mis libros. Todo está ahí”, le confesó a Martin Amis este hombre que, a la hora de su primer divorcio, no fue el único que escribió sobre la cuestión en The New Yorker. Su hijo y su esposa también publicaron allí textos con sus respectivas versiones del asunto.
CUATRO
Cuando llegó la hora, John Updike publicó sensibles y sentidas necrológicas de sus maestros Vladimir Nabokov, John Cheever y William Maxwell. Buscarlas y encontrarlas en los archivos de The New Yorker.Y nada me extrañaría menos que Updike haya dejado escrita la suya. Sus últimas tres páginas prolijas y meditadas y corregidas porque, en el 2006, ya había advertido sobre su poca confianza en la trascendentalidad del suspiro final y en la posibilidad de despedirse con estilo durante el minuto del adiós: “Las últimas palabras, registradas y atesoradas en los días en los que el lecho de muerte era el hogar, han pasado de moda. Quizá porque la mayoría de las personas agota sus últimas horas en un hospital, demasiado drogadas para que lo que dicen tenga algún sentido. Y sólo las oye la enfermera del turno de noche”.Así que hasta que esas tres páginas finales y definitivas aparezcan –si aparecen– puede cubrirse este hueco imposible de llenar con lo que Updike recopiló en la última página de Due Considerations: Essays and Criticism (2007) cuando el 18 de marzo del 2005, día de su cumpleaños, le pidieron un breve texto en respuesta a la pregunta “¿En qué cree usted?”.Y Updike respondió:“A la edad de setenta y tres años, en lo que más creo, de todo corazón, es en el valor humano de la escritura creativa, ya sea en verso o en ficción, como medio ideal para decir la verdad, expresarse a uno mismo y homenajear a los milagros gemelos de la creación y la conciencia”.Cinco años antes, como elegía por William Maxwell, Updike había publicado un poema titulado Stolen que, aplicado a otra muerte, puede volver a recitarse en esta hora triste y que termina así: “El bote se inclina como congelado en la ola salvaje de la tormenta / El concierto se ha interrumpido entre dos notas / Una tierra incógnita, lo suficientemente extensa / Se convierte en una ausencia. Cuando los sabios / y amables hombres mueren, ¿quién restaurará a su trono a la excelencia que ha desaparecido?”.Buena pregunta.John Updike era un rey.
Por Martin Amis
Dijo que tenía cuatro estudios en su casa, así que nos lo podemos imaginar escribiendo un poema en uno de esos estudios antes del desayuno, después en otro escribiendo cien páginas de una novela, después a la tarde escribiendo un largo y brillante ensayo para el New Yorker, y después en el cuarto estudio bosquejando otro par de poemas. John Updike debe haber poseído más energía pura que cualquier escritor desde D. H. Lawrence.
Leí que esos prodigios sufren de una condición envidiable llamada “presión en la corteza”. Es como si tuvieran un resorte siempre a punto de explotar. Así ha producido una obra enorme. Y es, sin duda, uno de los grandes novelistas norteamericanos del siglo XX.
El solo se podía medir con los grandes judíos –Bellow, Roth, Mailer, Singer–. Y fue típicamente suyo convertirse, casi como una línea de trabajo lateral, en uno de los grandes novelistas judíos con su personaje de Henry Bech. Eso me parece lo esencial de Updike: nunca estar satisfecho con las limitaciones, siempre demandando más que su porción.
Joyce dijo alguna vez que hay cosas demasiado embarazosas para ser escritas en blanco y negro. Era congénitamente imposible que algo embarazara a Updike, y nosotros somos los beneficiarios de eso. Llevó la novela a un nuevo nivel de intimidad: nos llevó más allá de la habitación y nos metió en el baño. Es como si nada de lo humano le fuera negado.
Para mí, sus más grandes novelas son las dos últimas de Conejo: Conejo es rico y Conejo en paz. Su estilo era de una vividez y musicalidad imparables. Varias veces por día uno se interrogaba, como ahora interrogaremos a su fantasma: “¿Cómo lo haría Updike?”. Hoy es un día helado para la literatura.
Por Paul Theroux
Voy a extrañar, antes que nada, su generosidad, la amplitud de sus lecturas, sus descripciones escrupulosas, y la felicidad que era evidente en su escritura: era alguien a la vez sumamente confiado y humilde. Entrenado como pintor, Updike mantuvo esa mirada que nunca pestañeaba durante toda su vida. Era el gran noticiero de la literatura norteamericana, y su trabajo siempre recordaba la textura y el detalle de la vida: la carne, la caída de la ropa, los modos de hablar, la intensidad de una luz. Tengo en mi mente dos obras olvidadas en los obituarios: un hermoso ensayo sobre caminar descalzo en Martha’s Vineyard y el persuasivo continente africano de su novela The Coup. Updike nos ayudaba a ver y la amplitud de su visión es asombrosa. Por eso me sorprenden algunos obituarios: discutiendo si algunos de sus libros son más flojos que otros, repartiendo buenas y malas notas. Omiten el punto central: su obra, escrita en una prosa musical, es de una sola pieza y captura las fuerzas de la vida americana, medio siglo de lo político, lo social y lo matrimonial, de soledad e intimidad y de pasión: la libido humana siempre late en su obra de ficción.
Su capacidad de trabajo también era enorme. Pienso en algo que V. S. Pritchett escribió una vez: “Cuantas menos novelas u obras escribas, por culpa de otros intereses parasitarios, menos serán las que tengas la capacidad de escribir”. Pritchett se lamentaba de su escasa producción. “La ley de las artes establece que deben perseguirse hasta el exceso.” Updike es la prueba triunfante de esto.
Por George Saunders
En 1992, el New Yorker me aceptó por primera vez un cuento. Iba a salir en el primer número dirigido por Tina Brown. Enseguida me enteré de que, en honor a la ocasión, iban a publicar dos cuentos. La idea era contrastar lo nuevo (yo) con lo establecido. Fue tremendo descubrir que el representante de lo establecido sería John Updike.
Tremendo porque intuí que el contraste sería: el extraordinario representante de lo establecido (Updike) deja en evidencia al superficial, torpe y poseur representante de lo nuevo.
Esto resultó cierto. El cuento de Updike fue el extraordinario “Jugando con dinamita”, un complejo, hermoso y multilaminado ejemplo de la tradición modernista: un cuento cuyo significado insuflaba sus frases de modos que no parecía posible. Me pregunté entonces, y me pregunto ahora, cómo puede alguien escribir tan poderosa y consistentemente. ¿Cómo se habrá visto el mundo a través de sus ojos y su mente? Ser así de productivo, a un nivel tan alto, por tanto tiempo: la percepción debe tener que ser flexible, adaptable, capaz de encontrar historias en todo lados como Chéjov–, que una vez, desafiado, se ofreció a escribir un cuento sobre cualquier objeto que le propusieran, y volvió a la mañana siguiente con esa pequeña obra maestra que es “El cenicero”–.
Un fenómeno como el de John Updike sucede una vez por generación, si esa generación tiene suerte: cómodo en tantos géneros, la misma inteligencia, generosa y vivaz, en todo lo que hace. Nunca tuve el placer de conocerlo, pero, como supongo que será el caso de muchos lectores, lo incorporé a mi vida, y soy una mejor persona gracias a la voz urbana, articulada y esperanzada que puso en mi cabeza.
Por T. Coraghessan Boyle
Aunque no lo conocí, John Updike fue uno de mis héroes. Lo leí por primera vez en la universidad, cuando empezaba a intimar con verdadera gran prosa, y lo leo desde entonces, esperando cada novela y colección de cuentos. Lo que más me impresionó, además de su exquisita habilidad lingüística, es el aliento de su obra y el modo en que entregó su vida, devocionalmente, a la literatura. Sus cuentos son hitos pienso en los gloriosos y devastadores cuentos sobre los Maple y las novelas de Conejo representan un logro inigualado en nuestro tiempo. Pero quizá mis favoritos sean los libros de Bech, que parecía escribir para demostrar su espectro. Me encantaba, literalmente. Nos mostraba el camino. Lo voy a extrañar como extrañaría una de las montañas que veo desde esta ventana si una catástrofe natural la derrumbara. Hay una ausencia, sí, pero también la memoria de lo que hubo ahí. Y mejor todavía un estante lleno de libros para releer.
Por Thomas McGuane
La noticia de la muerte de Updike me descolocó: escribió tan bien y durante tanto tiempo y hasta hace tan poco que su ausencia es difícil de contemplar. Algo falta. Tuve un ramalazo de indignación al pensar en los nadies que ganaron el Nobel mientras él estuvo vivo. Ahora está descalificado. Algo terrible.
Lo conocí hace años, nos vimos un par de veces, y me pasé el día recordando nuestros encuentros. Pero ahora nos queda releerlo, admirar el amoroso y perfecto acabado de su prosa, su erudición extraordinaria y, a veces, de cara a críticas bastante horribles, la inclaudicable dedicación a su trabajo. Como un comentarista habitual y accesible sobre arte y literatura, no tuvo un par desde Edmund Wilson. Es imposible pensar en un escritor mayor menos complaciente.
La noticia de su muerte fue un impacto parecido al de la muerte de Conejo Angstrom: una reticencia a dejarlo ir. Aquella vez le escribí. En su respuesta, sumamente cálida, se explayaba sobre la mitificación de Conejo y la atracción que sus lectores sentían por él. Mi traducción: no se sentía cómodo con que la sombra de esa tetralogía opacara el resto de su obra. Pero es lo que sucedió.
Por Julian Barnes
Como tantos otros, regularmente he viajado a Venecia con Las piedras de Venecia de Ruskin, y regularmente he fracaso en mi intento de leerlo ahí. Ese sueño del lector en que libro y lugar coinciden, con frecuencia nos decepciona. Pero una vez, hace más de diez años, fue un milagro. Yo iba a recorrer Estados Unidos presentando uno de mis libros. En Heathrow compré Corre, Conejo y abordé. En ese mismo momento se terminaron los problemas de lectura por el resto del viaje. Me compré cada uno de los tomos siguientes en diferentes ciudades, usando los boarding pass como señaladores. Las novelas eran una distracción, y una refulgente confirmación, de la vasta ordinariez del modo de vida americano. Cuando eludía mis responsabilidades y caminaba las calles de las ciudades y los suburbios, veía Conejolandia por todos lados. Incluso en esos momentos en que el cansancio apenas me permitía encender el televisor en el cuarto de un hotel, interactuaba con el libro, dado que Updike ama el contrapunto entre eventos nacionales (es decir, eventos nacionales absorbidos por Conejo a través de la televisión) y la vida privada de este ciudadano norteamericano arquetípico del siglo XX. Mi viaje terminaba en Florida –lo cual era perfecto, dado que el cuarto volumen, Conejo en paz, lo encuentra en la tierra de los condominios geriátricos–. El pobre Conejo moría, la novela terminaba y también mi viaje. No recuerdo qué leí en el vuelo de vuelta, sí que volé convencido de que el cuarteto de Conejo es la gran obra maestra de la ficción norteamericana de posguerra, aunque preguntándome si alguna vez volvería a encontrar circunstancias tan perfectas para volver a leerla.
Querido John
Por John Irving
Como la mayoría de los hombres de mi edad –soy una década más joven que John Updike– empecé a leerlo por el sexo. Estaba en la escuela secundaria cuando leí Corre Conejo y en la universidad cuando leí El centauro. Había terminado el taller de escritura de Iowa y tenía mi primer trabajo como profesor cuando leí Parejas, que fue publicada casi al mismo tiempo que mi primera novela, Libertad para los osos. La gente siempre fue crítica de lo que escribía Updike; yo siempre lo defendí porque escribía tan bien. Fue uno de esos escritores que me enseñaron: sos un escritor porque escribís bien, no por tu “tema”.
Como Margaret Atwood, Updike no tenía miedo –no escribía la misma novela una y otra vez–. Ok, estaban las novelas de Conejo, y los cuentos de Bech; y después las maravillosas brujas (de Eastwick) volvieron, recientemente, como viudas. Lo que hacía diferente al sexo es que era elegante, refinado –pero sin embargo no menos inapropiado, o sucio, cuando Updike quería que lo fuera–. Kurt Vonnegut dijo que hay escritores que, si no hubieran conseguido ser escritores, estarían presos. Escritores que simplemente no habrían podido ganarse la vida si la escritura no les hubiese funcionado; entre éstos estaba Vonnegut, y también yo. Pero Updike siempre me dio la impresión de que podría haber sido exitoso en cualquier cosa. Era inteligente; no todos los escritores son intelectuales. Yo no lo soy. El sí, pero se lo tomaba con humor, no era ostentoso.
También tenía reflejos. Su novela Terrorist fue criticada por los expertos en terror que de pronto abundaron; Updike no tenía razón aquí, o no entendió este elemento correctamente o lo que fuera. Yo creí que su novela demostraba reflejos alucinantes, y que tenía profundidad. Me importaban los personajes –algo que muchos intelectuales que escriben ficción no entienden en absoluto–.
No éramos amigos. Nos conocimos socialmente durante el breve período en que viví en Massachusetts –en Cambridge– y él estaba en Beverly Farms. Cenamos juntos unas pocas veces. Intercambiamos una amable pero no muy frecuente correspondencia, también. Por un período de tiempo –ya no más– los fans solían confundirme a mí con él y al revés. ¿Cómo pudo pasar? ¿Porque los dos éramos ‘John’? Era sorprendente, pero me llegaron muchas cartas de fans que originalmente estaban dirigidas a él, y él recibió cartas de fans destinadas a mí, y esto nos dio la ocasión de escribirnos para reenviarnos las cartas de fans cruzadas. Esto ya ha terminado, y no ha vuelto a suceder en cinco o seis años. Quizá se trataba de correspondencia proveniente de un solo pueblo demente o de una misma familia degenerada; quizá era generacional, y se murieron –todos esos que creían que yo era John Updike y que John Updike era yo–. Las cartas comenzaban con un “Querido John Irving” y yo las leía hasta que me daba cuenta de que el autor estaba hablando de una novela de Updike; a él le pasaba lo mismo. Admito que extraño esta locura; probablemente nunca va a volver a pasar.
¡Miren todo lo que hizo! Sus novelas, sus cuentos, sus poemas, los ensayos, la crítica. Era productivo, y envidiado. Lo leía porque siempre supe que me iba a entretener. Su escritura era vivaz; había una energía constante en el lenguaje, y una alegría, un gran buen humor.
Una vez, cuando vino a cenar, mi hijo del medio, Brendan, estaba en una fase de disfrazarse, hacer voces con acentos, actuaciones bizarras. Updike y yo estábamos comiendo cuando Brendan apareció en un kimono; estaba aferrando una vela encendida y algo que parecía (o era) un micrófono. “Buenas noches”, dijo Brendan. “Estas son las noticias en japonés.” Y después arremetió con una incomprensible imitación de un noticiero japonés; era bastante convincente. (Creo que Brendan debía tener entre 8 y 10 años en ese momento.)
Eso fue todo. Brendan se fue, con una reverencia, y nosotros volvimos a nuestra comida. Updike no conocía a Brendan de antes.Cuando nos estábamos despidiendo, Updike preguntó: “Las noticias en japonés, ¿son un evento frecuente?”.“No, fue sólo para nosotros”, le dije. No se me ocurrió qué otra cosa responder. Brendan nunca había hecho algo así antes, y nunca lo volvió a hacer.“Bueno, eso fue... especial”, dijo Updike.Lo voy a extrañar. Y a las cartas de sus fans.
Por John Irving
Como la mayoría de los hombres de mi edad –soy una década más joven que John Updike– empecé a leerlo por el sexo. Estaba en la escuela secundaria cuando leí Corre Conejo y en la universidad cuando leí El centauro. Había terminado el taller de escritura de Iowa y tenía mi primer trabajo como profesor cuando leí Parejas, que fue publicada casi al mismo tiempo que mi primera novela, Libertad para los osos. La gente siempre fue crítica de lo que escribía Updike; yo siempre lo defendí porque escribía tan bien. Fue uno de esos escritores que me enseñaron: sos un escritor porque escribís bien, no por tu “tema”.
Como Margaret Atwood, Updike no tenía miedo –no escribía la misma novela una y otra vez–. Ok, estaban las novelas de Conejo, y los cuentos de Bech; y después las maravillosas brujas (de Eastwick) volvieron, recientemente, como viudas. Lo que hacía diferente al sexo es que era elegante, refinado –pero sin embargo no menos inapropiado, o sucio, cuando Updike quería que lo fuera–. Kurt Vonnegut dijo que hay escritores que, si no hubieran conseguido ser escritores, estarían presos. Escritores que simplemente no habrían podido ganarse la vida si la escritura no les hubiese funcionado; entre éstos estaba Vonnegut, y también yo. Pero Updike siempre me dio la impresión de que podría haber sido exitoso en cualquier cosa. Era inteligente; no todos los escritores son intelectuales. Yo no lo soy. El sí, pero se lo tomaba con humor, no era ostentoso.
También tenía reflejos. Su novela Terrorist fue criticada por los expertos en terror que de pronto abundaron; Updike no tenía razón aquí, o no entendió este elemento correctamente o lo que fuera. Yo creí que su novela demostraba reflejos alucinantes, y que tenía profundidad. Me importaban los personajes –algo que muchos intelectuales que escriben ficción no entienden en absoluto–.
No éramos amigos. Nos conocimos socialmente durante el breve período en que viví en Massachusetts –en Cambridge– y él estaba en Beverly Farms. Cenamos juntos unas pocas veces. Intercambiamos una amable pero no muy frecuente correspondencia, también. Por un período de tiempo –ya no más– los fans solían confundirme a mí con él y al revés. ¿Cómo pudo pasar? ¿Porque los dos éramos ‘John’? Era sorprendente, pero me llegaron muchas cartas de fans que originalmente estaban dirigidas a él, y él recibió cartas de fans destinadas a mí, y esto nos dio la ocasión de escribirnos para reenviarnos las cartas de fans cruzadas. Esto ya ha terminado, y no ha vuelto a suceder en cinco o seis años. Quizá se trataba de correspondencia proveniente de un solo pueblo demente o de una misma familia degenerada; quizá era generacional, y se murieron –todos esos que creían que yo era John Updike y que John Updike era yo–. Las cartas comenzaban con un “Querido John Irving” y yo las leía hasta que me daba cuenta de que el autor estaba hablando de una novela de Updike; a él le pasaba lo mismo. Admito que extraño esta locura; probablemente nunca va a volver a pasar.
¡Miren todo lo que hizo! Sus novelas, sus cuentos, sus poemas, los ensayos, la crítica. Era productivo, y envidiado. Lo leía porque siempre supe que me iba a entretener. Su escritura era vivaz; había una energía constante en el lenguaje, y una alegría, un gran buen humor.
Una vez, cuando vino a cenar, mi hijo del medio, Brendan, estaba en una fase de disfrazarse, hacer voces con acentos, actuaciones bizarras. Updike y yo estábamos comiendo cuando Brendan apareció en un kimono; estaba aferrando una vela encendida y algo que parecía (o era) un micrófono. “Buenas noches”, dijo Brendan. “Estas son las noticias en japonés.” Y después arremetió con una incomprensible imitación de un noticiero japonés; era bastante convincente. (Creo que Brendan debía tener entre 8 y 10 años en ese momento.)
Eso fue todo. Brendan se fue, con una reverencia, y nosotros volvimos a nuestra comida. Updike no conocía a Brendan de antes.Cuando nos estábamos despidiendo, Updike preguntó: “Las noticias en japonés, ¿son un evento frecuente?”.“No, fue sólo para nosotros”, le dije. No se me ocurrió qué otra cosa responder. Brendan nunca había hecho algo así antes, y nunca lo volvió a hacer.“Bueno, eso fue... especial”, dijo Updike.Lo voy a extrañar. Y a las cartas de sus fans.
Credo
Por John Updike
La página en blanco ofrece una libertad absoluta, de modo que... hagamos uso de ella. Desde un principio me harté de lo falso, lo automático. Traté de no forzar mi sentido de la vida para transformarlo en algo de muchas capas y ambiguo mientras tenía en mente cierta sensación de transacción, de regateo entre el lector ideal y yo. La ferocidad doméstica de la clase media, el sexo y la muerte como enigmas para el animal pensante, la existencia social como sacrificio, los placeres y recompensas inesperados, la corrupción como una suerte de evolución... son algunos de los temas que he tratado de objetivar en forma narrativa. Mi trabajo es meditación, no pontificación. No pienso mis libros como sermones o estrategias para una guerra de ideas, sino como objetos de diferentes formas y texturas y dotados del misterio de todo lo que existe. La primera idea que tuve sobre el arte, cuando era niño, fue que el artista traía al mundo algo que no existía antes, y que lo hacía sin destruir nada a cambio. Una especie de refutación de la conservación de la materia. Esa me sigue pareciendo su magia central, su núcleo de alegría.
Por John Updike
La página en blanco ofrece una libertad absoluta, de modo que... hagamos uso de ella. Desde un principio me harté de lo falso, lo automático. Traté de no forzar mi sentido de la vida para transformarlo en algo de muchas capas y ambiguo mientras tenía en mente cierta sensación de transacción, de regateo entre el lector ideal y yo. La ferocidad doméstica de la clase media, el sexo y la muerte como enigmas para el animal pensante, la existencia social como sacrificio, los placeres y recompensas inesperados, la corrupción como una suerte de evolución... son algunos de los temas que he tratado de objetivar en forma narrativa. Mi trabajo es meditación, no pontificación. No pienso mis libros como sermones o estrategias para una guerra de ideas, sino como objetos de diferentes formas y texturas y dotados del misterio de todo lo que existe. La primera idea que tuve sobre el arte, cuando era niño, fue que el artista traía al mundo algo que no existía antes, y que lo hacía sin destruir nada a cambio. Una especie de refutación de la conservación de la materia. Esa me sigue pareciendo su magia central, su núcleo de alegría.
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