Yala Man
Héctor Tizón es ya desde hace décadas uno los autores insoslayables de la literatura argentina. Sus cuentos y novelas no sólo han creado desde el pueblo de Yala, en el Noroeste, un mundo de riqueza poética y densidad humana alejada de la siempre endogámica Buenos Aires, sino que también han sabido dialogar con soltura y autoridad con las sólidas tradiciones españolas y latinoamericanas. Por eso, la aparición de un primer volumen de memorias es un motivo de regocijo para sus lectores. Radar viajó a Jujuy para entrevistarlo y hablar de esos episodios iniciáticos, encuentros inesperados y homenajes que el libro reúne.
Por Angel Berlanga
–“Bueno, si lo termino quiere decir que termino ya con todo, y no sólo con el libro.” Me parece que pensaba eso, sí, y que por eso se demoró tanto la publicación. Creo que me jugaba en forma no tan inexpresada, con bastante claridad.
En el estudio de su casa del barrio Los Perales, en Jujuy, Héctor Tizón acaba de decir que no es supersticioso, que al contrario, que provoca, que ve una escalera y le pasa por debajo. Había encontrado, hace ya varios años, ese título impecable para unas memorias, El resplandor de la hoguera. “Refiere –dice– a ese recorrido y resumen que se hace frente al fuego encendido para no enfriarse, lo que se rescata mientras las llamas se consumen.” El libro se publicó a fin de 2008, mientras pasaba algunos problemas de salud. “Tenía miedo de que fuera una preeminencia expresa”, dice. La ligazón entre memorias y despedida. Quizá por eso, contra eso, el tono de estos textos breves, esencia de su vida y su literatura, no da música de final. Es más, Tizón cambió un parecer: “Quizá valga la pena escribir unas cuantas páginas más”, dice, en contraste con su opinión de los últimos tiempos en cuanto a si no le sería mejor, ya, el silencio.
Así es que, en el atardecer lluvioso en el que transcurre esta entrevista, comienzos de 2009, Tizón habla de ese libro, cuenta qué está escribiendo, anticipa parte de lo que hará este año, dice que los sueños son parte de la biografía de un hombre, recuerda amigos e historias, opina de Jujuy, de Cuba, de Bolivia.
Y al final convida whisky.
HABLA, MEMORIA
“A veces, percibimos la vida más intensamente cuando la recordamos, con más tranquilidad que en el momento en el que transcurre. Este es el impulso que lleva a un escritor a escribir diarios o anotaciones autobiográficas, esto y la certeza de que el pasado no permanece en su lugar, nunca se mantiene estático. Sólo puede revivirse en la memoria, y la memoria es un mecanismo que nos permite tanto olvidar como recordar; la memoria es arbitraria: redescubre, inventa, organiza. El verdadero instrumento de la creación es la memoria y de allí también que todo lo que un escritor escribe sea autobiográfico, con más o menos matices.”
La definición está en el comienzo de El resplandor de la hoguera y preconfigura su mirada sobre lo real y lo ficticio, lo biográfico y lo literario. En resguardo, quizá, de aquella sospecha de “final”, las memorias llegan hasta las “vísperas del regreso” del exilio en España, con la caída de la dictadura. El libro se nutre, por un lado, de textos que provienen directamente de anotaciones en diarios y, por otro, de recuerdos. “Alguna vez he pretendido darle, así, una estructura como onírica, que hace hincapié en una y otra cosa –dice–. Ha sido una especie de esfuerzo por no olvidarme de buenos momentos y de la gente que he conocido. Es una especie de homenaje a los demás. Es lo que al cabo de una larga vida se tiende a olvidar.”
El libro cuenta, entonces, de su infancia en Yala y de su etapa de formación universitaria, política e ideológica, de sus estadías como diplomático en México e Italia, de “la tarea de escribir” y de “la obra”, de amigos, del destierro durante el Proceso. Y se vale para hacerlo, por lo general, de anécdotas e hilachas de historias que podrían impresionar como laterales y acaban, quizá, siendo fundamentales: subir a los techos, de chico, para pasarse horas leyendo; alguien que cuenta cómo se le apareció el diablo; un compañero de pensión como influyente en el año en que se declaró comunista; su visita en La Plata sin invitación a la casa de Benito Lynch; la previa a la edición de Fuego en Casabindo, su primera novela publicada en la Argentina; su amistad con Martínez Estrada (“un hombre temperamental, huraño, atrabiliario, tímido y entrañable a la vez”) y Rulfo; su encuentro con Onetti en Madrid y las noticias que le llegaban sobre Malvinas.
Así que Benito Lynch y Martínez Estrada eran bastante cascarrabias.
–Sí, sí. A Benito Lynch lo traté poco, pero a Martínez Estrada lo conocí bastante, sobre todo en México. Venía mucho a mi casa, allá. Una vez le renové el permiso de residencia, porque él no quería ir a buscarlo. Me llamó un día Orfila Reynal, del Fondo de Cultura Económica, para decirme que no cobraba los sueldos de la universidad: se negaba a firmar los recibos si no le daban en el mismo momento la plata. Entonces le dije: “Don Ezequiel, ¿usted va a vivir del aire? ¿Por qué no quiere firmar?”. “Porque no muestran el dinero. A esos burócratas no hay que creerles nada.” Después se arregló: alguien debe haber firmado por él, porque era muy terco.
¿Y qué le parece, a la distancia, como ensayista y escritor?
–Creo que es un autor ineludible en la historia del pensamiento de la Argentina. Inclusive me gustan mucho los cuentos de él. Su poesía, en cambio, no me conmueve tanto. Lo que más conmovía a Borges era la poesía de Martínez Estrada. “¿Sabe por qué lo dice este cabrón?”, me dijo un día don Ezequiel. “Porque no quiere decir que soy un buen cuentista.”
En algún momento, al referirse al libro, mencionó que contaría sobre Antonio Di Benedetto. ¿No lo hizo por algo en especial?
–No, y me arrepiento, ahora. A pesar de que no era un hombre fácil, era muy querido, muy buena persona. Lo conocí bastante en Madrid, estaba dañado por el exilio, mucho más que otros. Se victimizaba hasta el punto de impedirle cumplir con los actos de la vida cotidiana. Tenía siempre unos deseos intensos de regresar. Total, que al muy poco tiempo de regresar, murió. Acá, de antes, nos conocíamos por carta; era, por cierto, el tiempo en que había varios escritores de lo que ustedes llaman “el interior”: Di Benedetto, Moyano, yo. Era muy formal; por ejemplo, cuando uno lo invitaba a comer, en la casa del exilio, que era como una casa de estudiantes, siempre venía con su traje más oscuro y elegante. Sus libros de cuentos me parecen estupendos. Y hay una cosa fundamental, que noté leyéndolo y también se lo oí decir a Saer, que lo estimaba mucho: es el creador del objetivismo. Los franceses se lo atribuyen a Robbe-Grillet, pero yo creo que fue él quien lo experimentó primero.
LOS LIBROS Y LAS GANAS
Enero es el mes más lluvioso del año. Llueve en Jujuy, dicen, desde antes de Navidad. La humedad le da a la vegetación, a su follaje y a sus colores, una intensidad que contrasta en estos días con la sequía bonaerense. Las casas pobres predominan en la treintena de kilómetros que hay entre el aeropuerto y el centro de San Salvador. La ciudad está rodeada de cerros que esta tarde se ven entre brumas. Para llegar al barrio Los Perales hay que cruzar el río Grande y subir la cuesta; la casa de Tizón y Flora Guzmán está al fondo de una cortada que balconea al caudal de agua marrón, sedimentosa, que viene desde Humahuaca. “Vivo aquí desde hace siete años –dice–. Sin dejar la casa en Yala, ¿no? Nada más que aquello es mucho más agradable en primavera. Incluso en invierno, con una buena calefacción, está bien. Porque el invierno es duro, allá. Hay días que nieva, inclusive, aunque ésos no son los días más fríos. Pero la lluvia es insoportable, uno se siente como apresado. Tampoco soy muy amante de salir a caminar kilómetros, pero con la lluvia hasta los perros se ponen tristes.”
¿Qué son las ganas, ahora?
–Creo que son el motor fundamental de la vida de alguien. Yo no concibo la vida sin ganas. Pueden ser específicas, pero estoy hablando de las ganas de existir, de estar vivo. Y de hacer lo que uno esté realmente motivado para hacer. Toda mi vida, de una manera u otra, han sido los libros. Como lector, como estudiante, como escritor, como periodista. Siempre. Ahora, no es que anduve con mis bibliotecas a cuestas, porque vivía de un lugar a otro. De casado, por ejemplo, creo que nos hemos mudado 33 veces. De manera que en cada lugar donde tenía la perspectiva de vivir un tiempo, hacía una biblioteca que, por rara casualidad, se repite. Uno queda fiel a las lecturas que alguna vez lo motivaron, con las que disfrutó, sintió placer. Cuando fui a España, por supuesto, no llevé un solo libro. No sé qué habrá hecho la policía con ellos.
La policía le allanó su casa.
–Sí, pero cuando ya no estaba. Cuando me vine sólo traje unos cuantos, nomás, muy escogidos. Sobre todo escritos por amigos y dedicados: de esos nunca me desprendo. Me acuerdo todavía de lo que me contaron que fue el allanamiento: quedó sólo un libro en los estantes y era de Paco Urondo, dedicado por él. Los que vinieron, evidentemente, no tenían la menor idea de quién era.
¿Trató mucho con Urondo?
–No mucho, no. La última vez que lo vi fue en Buenos Aires, muy poco antes de que muriera. Lo recuerdo con un excesivo entusiasmo en lo que hacía, que incluso me pareció sobreactuado, diría. Era una excelentísima persona y un gran poeta. Fuimos a tomar una copa con él y Antonio Seguí, el pintor.
Al lado de un ventanuco de este estudio, frente a la biblioteca, hay dos grabados de Seguí. En otra pared hay un Cristo: es una pintura popular mexicana que conserva desde los años ‘50. “Fijesé qué cosa curiosa –Tizón se levanta, va hasta el cuadro, señala–. Son judíos con cara de indios.” Aunque no sea creyente, Tizón relee la Biblia con frecuencia. “Buena parte de ella está inmejorablemente narrada –dice, toma una edición muy grande que aparece sobre una mesa ratona, vuelve a dejarla–. Hasta el Antiguo Testamento, que parece de una pedagogía tiránica. Pero no. Muchos de los versículos del Nuevo Testamento, además, son acápites para un libro.”
¿Qué lo asombra por estos días?
–Los días más plenos que vivo son cuando me asombro de algo. Descubrir, por ejemplo, que todavía hay gente honrada en el mundo. Hablo de la honra como sinónimo de dignidad. Yo, que creo que las relecturas son más placenteras que las lecturas, me asombro cuando descubro un placer o una enseñanza en un libro. Muy temprano, antes de empezar a trabajar, leo el Quijote: es asombroso el uso del lenguaje. Todos los días me doy cuenta de que había una cosa que nunca había visto escrita antes. Hace poco releí, también, Moby Dick, de Melville: es uno de los grandes libros de nuestra vida.
¿Cómo recuerda aquellas primeras publicaciones en El intransigente, cuando tenía 14 o 15 años?
–Con un poco de vergüenza. Escribir era un acto muy satisfactorio, al margen de lo que parezca ahora. No quisiera ver eso publicado, de ahí que casi nunca dé pistas para encontrarlas –no va a faltar algún becario que vaya y lo busque–. Uno empieza dando tropiezos memorables. Tanto el bípedo como el ave: se empieza a los golpes.
¿Ubica algún momento en el que se dijo “Bueno, ahora sí, ya soy escritor”?
–Es una respuesta difícil. Ahora, irremediablemente, sí: creo que lo dije en este libro. A veces pienso que haberlo escrito significa que ya me queda poco por decir, y que por eso uno habla de sí mismo, aunque en realidad hablo más de algunos de los que fueron mis amigos. Ponerse en lugar del otro sirve, también, para posicionarse uno mismo. Una relación. A menudo me pregunto si vale la pena seguir escribiendo, aunque eso quizá sea una especie de muletilla. Me siento bien cuando descubro que sí, que quiero escribir una cuantas páginas más. Es como decir: “Vale la pena que el corazón siga latiendo”. Sobre todo porque uno no sabe qué pasa cuando el corazón deja de latir. Ni siquiera por experiencia ajena. La muerte, ése sí que es un acto de imaginación.
Por estos días escribe unas notas inclasificables. “Como si fuera una larga conversación, por momentos con otra persona, por momentos conmigo mismo”, dice. “Por la forma en la que están saliendo no van a ser una obra de ficción, ni ensayo, ni memoria. Es decir, una cosa sin género. Tal vez una crónica, aunque no lo parezca del todo, o un diario, aunque tampoco parezca eso.” Tizón tiene escritas, además, lo que llama “una serie de crónicas del desierto”. “Nada de eso está publicado –dice–. De vez en cuando releo alguna, la aclaro, le pongo citas marginales. Tal vez me anime y lo publique como libro. Con estos textos no me apura nadie. Con las memorias, en cambio, los editores estaban muy encima.”
UN HOMBRE JUSTO
En octubre de este año cumplirá 80: nació en octubre del ‘29 en Rosario de la Frontera, Salta, en un hotel con aguas termales al que su madre, anota, “había ido en busca de remedio para sus males”. Eso, por supuesto, no desmiente que sea jujeño: Tizón es de Yala, 15 kilómetros al norte de San Salvador. De ahí su identidad. Publicó los cuentos de A un costado de los rieles, su primer libro, en México, en 1960. Luego vendrían Sota de bastos, caballo de espadas, La casa y el viento, Luz de las crueles provincias, La mujer de Strasser y El viejo soldado, entre otros títulos. Desde 1994 es juez de la Suprema Corte de Justicia de Jujuy. Veinte años atrás, en una entrevista, María Esther Gilio le preguntó si aceptaría ese oficio: “No podría jamás”, le respondió entonces. Ahora, cuando se le menciona, se ríe y dice: “Uno nunca sabe lo que le puede pasar”. Está a la espera de que este año le den la jubilación. “Estoy cansado, creo que es una etapa ya concluida –dice–. Llega un momento en que uno tiene que cambiar de pieza musical, digamos. Son muchos años.”
Escribió que, por lo general, la vida de un hombre es la persecución de un ideal. ¿Sabe cuál fue el suyo?
–No exactamente, pero en todo caso no es un ideal unívoco. Tampoco tan difuso que se confunda con un ideal utópico. Ser un hombre justo. Y lograr, así, el respeto de mis vecinos. Son, más bien, ideales ecuménicos y modestos. Sin hacer hincapié en nada que a uno le parezca permanente, porque eso no existe. Recuerde ese verso tan hermoso de Cardenal, que dice: “Tu rostro pasará como pasaron Grecia y Roma”. Y bueno, ahora podríamos agregar la Unión Soviética y, dentro de muy poco, Estados Unidos. O los sistemas que caracterizaron a ambos. El mundo se está occidentalizando cada vez más y en realidad se va a correr la misma suerte.
Arrancó optimista pero terminó medio sombrío.
–En los días que vivimos tenemos que esforzarnos para ser optimistas. No hay muchos motivos. En algunos países más que en otros, quizá. No ahora, pero mucho más en el futuro el hombre feliz va a ser el que vuelva a localizarse, es decir, lo contrario a globalizarse. La globalización nos ha traído esta... macdonalización de la vida. Hemos perdido hasta los sabores culinarios propios.
“No sé si el exceso de información sea sinónimo de progreso –dice–. La civilización ha pasado por etapas de analfabetismo casi universal, pero no fue un mundo más cruel e injusto que éste.” Tizón le reconoce a la fluidez de las comunicaciones el progreso en el achique de la brecha de los derechos entre hombre y mujer y algunas otras desigualdades. “Ahí creo que es positiva, y nos ha devuelto una mayor sensibilidad –dice–. No sé qué sentía el hombre medio a comienzos del siglo XIX ante las hambrunas y la esclavitud en Africa, por ejemplo. Por el impacto del libro de Gide, Viaje al Congo, uno se da cuenta de que la gente no tenía mucha idea de eso. Ahora nos enteramos de inmediato de las desgracias que ocurren: si eso sirve como objeto de reflexión, nos va a mejorar a todos. Pero si nos insensibiliza a fuerza de convertirse en una cosa crónica y cotidiana, no sé si va a ser demasiado útil.”
En el libro cuenta de su evolución política. ¿Cómo se define usted? Habla, también, de izquierda y derecha.
–Porque existen. Es la derecha la que niega eso. Porque tiene absoluta conciencia de lo que quiere, hacia dónde se encamina. Dice que las ideologías han muerto: las que no son de derecha. Por la obvia razón de ser juez no me puedo definir, pero tampoco puedo hablar por señas cuando hay que hacerlo. Soy antifascista. En algunas páginas de este librito que se acaba de publicar digo algunas cosas sobre eso y me refiero al neoliberalismo, a esta concepción todopoderosa que acaba de provocar uno de los desastres más señalados de la humanidad.
Que recién asoma, parece.
–Y que cada vez va a pedir más. Estamos ahora indemnizando a los incendiarios y a los ladrones.
¿Qué pasó con la noción de igualdad, de comunidad? ¿Percibe que está instalada irrevocablemente la idea de que la exclusión es inevitable?
–De ninguna manera admito esa idea de que “bueno, siempre fue y será así”, aunque esté instalado en algunos discursos cínicos, políticos. No es nuevo: cuando Cristo estableció los mandamientos a través del Sermón de la Montaña, la gente que lo rodeaba veía esto como una profesión de fe y de salvación, lo veía como un loco que decía disparates. Lo que conocemos como civilización occidental en eso ha avanzado más con la Revolución Francesa que con la revolución soviética. Creo que ha hecho más por la igualdad y la fraternidad, y por echar las bases de una civilización racional y laica. En el sentido de no reemplazar un dios por otro dios, en buscar la razón por sobre el oscurantismo. La escuela, la educación, ha hecho muchísimo en ese sentido. Sobre todo en este país, aunque asistamos a amagues por reimplantar la enseñanza religiosa: en Salta se la ha impuesto hace poco, lo que me parece una barbaridad atrabiliaria.
Tizón dice que Jujuy no es una provincia muy compleja. “No digo que tenga bien repartida la riqueza ni mucho menos –aclara–. Lo que pasa es que aquí no hay una gran riqueza. Y en consecuencia tampoco hay una polarización social. Eso se pone en evidencia en que es menos violenta que otras partes del país. Desde ya que no es una violencia aparatosa ni mucho menos. Los delitos que se cometen son más bien de orden pasional.” En Jujuy, dice, predomina la cultura altoperuana, que no tiene mucho que ver con la rioplatense: “Vivimos en la frontera y, culturalmente, se trata de una frontera viva, no es un trazado pétreo. Es curioso, pero la república nace, se produce, por la gente que se preparó ideológicamente en Chuquisaca, de donde viene el jacobinismo de Castelli, o lo que se dice del extremismo de Belgrano”.
CUBA, BOLIVIA, JUJUY
En unos días Tizón viaja a Cuba para ser parte del jurado del Premio Casa de las Américas. A cincuenta años de la Revolución, a cuarenta de haber sido premiado ahí mismo, considera que las “correcciones” sobre las libertades de los últimos tiempos son grandes avances. “Todavía falta un camino por andar, pero me parece que el yogui va a triunfar sobre el comisario, parafraseando al famoso libro de Koestler –dice–. El bloqueo ha sido el mayor obstáculo para que se morigeren los aspectos más hirsutos y duros de la revolución. No creo que esa estupidez, esa especie de agresión universal, pueda sostenerse ya ni siquiera meses. Cuba nos ha dejado la enseñanza de que cuando se tienen las cosas claras, se puede. Y también nos mostró qué cosas, desde lo político, no pueden hacerse, porque sólo sirven para afirmar al enemigo. La experiencia cubana es imposible de borrar del pasado de los pueblos de América latina.”
¿Cómo ve la situación en Bolivia a partir de Evo Morales?
–Es un fenómeno quizá mucho más notable y asombroso que el de Cuba. Nadie hubiera pensado que un indígena como él llegara a presidente con mayoría electoral y con los sistemas fabricados por los que crearon la discriminación. Creo que es uno de los fenómenos políticos mundiales más notables.
Más allá de lo electoral, ¿observa cambios de fondo?
–Sí. Ahí se intentó hacer lo mismo que en la ex Yugoslavia. Es más, el embajador norteamericano que Evo Morales expulsó había sido diplomático en Kosovo. Me refiero a la tentativa de secesión en Santa Cruz de la Sierra, que por rara casualidad es la zona más rica en petróleo y gas. Pero la fuerza que representa impidió esa barbaridad.
¿Y cómo se percibe el fenómeno en Jujuy?
–Aquí el 30 por ciento de la población es boliviana. Y es una inmigración bienvenida, a mi juicio. Muchos de los oficios son ejercidos aquí por ellos. Si no estuvieran se notaría una enorme carencia. Por otra parte tenemos tantos puntos en común que ya ni siquiera entre nosotros nos diferenciamos: cierta forma del habla, el arte culinario, la música, la cosmovisión en general.
EL SUEÑO DE LOS HOMBRES
“Creo que durante largos períodos uno vive más intensamente en los sueños que en la realidad –dice Tizón–. Para mí son una parte importante de la biografía de un hombre. Por lo demás, en la interpretación de los sueños no creo en absoluto.” El libro de Freud, confirma, no está en su biblioteca. “La interpretación que José hizo de los sueños del faraón ha sido una especie de arte del lambisconeo, como dirían los mexicanos –ejemplifica–. No hay nada más arbitrario que interpretar un sueño: es una forma de malversarlo. En cuanto uno pretende hacerlo, se esfuma. Siempre es equívoco, eso. Como aquello de la pitonisa; el rey va y le pregunta: ‘¿Entraré en guerra?’. Y ella le dice: ‘Si entras en guerra, destruirás un reino’. Pero no le dice cuál, si el suyo o el del otro. La interpretación es tamizar por la razón una cosa que no es racional.” Los sueños, dice, tienen mucha presencia en su narrativa. A los propios, sin embargo, no los anota: “Los pienso un poco y en la medida en que quiero tratar de darles un lugar en mi vida, pasado o presente, se esfuman. Son ligeros y tibios, como decía Cernuda en el poema”.
Afuera ya casi es de noche. La lluvia sigue. Quizá mañana, antes del regreso, haya mejor luz para unas fotos. Tizón pregunta: “¿Toma un trago de whisky?”.
Salud.
De novela a miniserie
A fines del año pasado Tizón recibió un llamado de Tristán Bauer, que le propuso hacer una miniserie en base a la segunda parte de la novela Sota de bastos, caballo de espadas. “En ese tramo, que se llama ‘El centinela y la aurora’, aparece Belgrano –comenta Tizón–. Aunque yo lo llamo ‘el caudillo’, que es como lo llamaba el pueblo. En este libro está la resistencia al invasor español en la guerra gaucha pero desde el punto de vista de la plebe, de los pobres. No hay una sola opinión de personajes, como se les llamaba antes, decentes.” El proyecto contempla ocho capítulos que se emitirán por Canal 7 y Canal Encuentro en 2010, enmarcados en el Bicentenario; Tizón se propone “ir echándole el ojo y el oído” al guión, sobre el que se empieza a trabajar en estos días. Está entusiasmado: se imagina a Gastón Pauls en el papel de Belgrano. La novela fue publicada por Crisis en 1975 y reeditada un par de veces.
Lavalle, Sabato y los huesos
“Una vez, hace ya mucho tiempo, vino Matilde, la mujer de Sabato, y me contó que él estaba escribiendo sobre Lavalle –rememora Tizón–. Luego me enteré de una cosa que dije no, no puede ser: él creía que Lavalle se había suicidado. A mí me pareció que por una razón: ésa es la versión de los apólogos fascistas del rosismo: Claro, es imposible enfrentarlo, entonces me suicido. Le dije que tenía una carta de un testigo presencial de cuando pasó eso; en esa época había ya fotocopias, pero no estaba muy difundido, eso, de manera que le llevé el original. Me lo dio un hombre que vendía rosquillas en la iglesia San Francisco, que está en la esquina de la cuadra en la que lo mataron acá, en San Salvador. En esa carta el testigo cuenta que sintió que una partida de la vanguardia de Oribe venía cruzando el Xibi Xibi, el otro río, dando voces y tiros al aire. Rosas había ordenado que le traigan la cabeza de Lavalle así que venían persiguiéndolo, pero no sabían que estaba alojado ahí, en esa casa. Cuando él los escuchó se acercó a la puerta y uno de los tiros, al voleo, le acertó: se desangró ahí, en el zaguán.”
Pero los federales no se enteraron: la escolta de Lavalle, apostada en el fondo del caserón –que hoy es el Museo Histórico Provincial–, cargó el cuerpo y huyó rumbo a la frontera. “En Yala le sacan las vísceras y en Humahuaca lo descarnan y se llevan los huesos en una bolsa, porque querían evitar que lo decapiten y le lleven la cabeza a Rosas –sigue Tizón–. Entonces le di la carta a Sabato y le dije: ‘Mire, Ernesto, no se suicidó, lo mataron, acá está el testimonio’. ‘¿Y podría prestarme eso?’ ‘Claro, cómo no’. Y no me lo devolvió nunca. Posiblemente se haya perdido. Una lástima, porque era un documento impresionante.”
Con la historia tan cercana, ¿nunca pensó en escribir sobre Lavalle? “En algún momento sí, pero estaba escribiéndolo Sabato”, dice Tizón, refiriéndose a Sobre héroes y tumbas. Es más: los huesos del prócer ya estaban presentes en su infancia, en la escuela: “En lo que era una especie de placard lo metían a uno cuando se portaba mal –cuenta–. Ahí, entre mapas y otras cosas, había un esqueleto, que usarían para enseñar anatomía. Frente a eso lo sentaban a uno, en la oscuridad, en una especie de poyo, y le decían: ‘Es el esqueleto de Lavalle. A portarse bien’.”
La ballena azul
“Como en Yala la escuela se derrumbó me mandaban a una acá, en una antigua hacienda que se llama Los Molinos, en la que Belgrano pasó unos días –-cuenta Tizón–. Con la maestra, que también vivía en Yala, venía yo. Era una de las abanderadas de lo que sería el feminismo ahora, porque conducía su auto y fumaba, y a mí eso me llamaba mucho la atención. De la escuela primaria me acuerdo de pocas anécdotas. Los bancos de los asientos eran dobles, sería por economía, y en ese tiempo no teníamos cuaderno, teníamos pizarra con tizas de colores. Un día la maestra nos dijo: ‘Bueno, ahora les voy a hablar de la ballena’. Debía ser la primera vez que oía esa palabra. No recuerdo la explicación, pero sí que la dibujó y la pintó, y que luego nos dijo ‘Ustedes cópienla’. Ella se paseaba por la fila de asientos y de repente sentí el grito de una compañera que recuerdo como gordita, a la que le dio no sé si una cachetada o un punterazo. ‘Pero animal, ¿cómo vas a pintar la ballena de azul? –le dijo–. ¿De qué color vas a pintar el mar?’. Nunca habíamos visto nosotros el mar.”
Dos fragmentos
Un encuentro con Benito Lynch
Sentado yo en un bar, frente al edificio del diario El Día, de La Plata, solía verlo salir y encaminarse por la acera rumbo al Club Social, del cual era un sempiterno asistente aunque no contertulio, según me dijeron luego.
—Es don Benito Lynch —dijo el mozo del bar—, el que escribe en el diario.
Yo no recordaba haber leído de él nada hasta entonces, tal vez algún cuento, pero sí recordaba la versión en el cine de El inglés de los güesos, encarnada por Arturo García Buhr y Anita Jordán en el papel de Balbina.
A mi modo de ver de entonces, cuando yo rendía exámenes de mis últimas materias en Derecho, era un anciano más bien claro, de frente amplia, cabellos grises, y enjuto y cabizbajo. De tanto observarlo en la calle y cumplir el mismo recorrido, comencé a buscar —tampoco entonces fue tarea fácil— sus libros en La Plata y en Buenos Aires. Hasta que un día lo seguí, cuando salía del Club Social para encaminarse luego por la diagonal 17, y lo vi entrar en una vieja casa, bastante arruinada, con rejas al frente y algunas plantas en la galería.
Luego de unos minutos, con el aldabón llamé a la puerta, y al cabo de una corta espera, apareció una vieja y me preguntó qué quería.
—Quiero ver a don Benito Lynch —dije.
—El no está —dijo la mujer luego de titubear.
—Lo acabo de ver entrar.
La mujer entró a la casa y reapareció para decirme:
—Don Benito dice que para qué quiere verlo.
—Para nada.
La vieja criada volvió a entrar y dijo:
—Siéntese aquí y espere.
Me senté en un banco de madera en la galería. El día era apacible y me entretuve observando a un colibrí entre las hojas de una begonia.
Al cabo apareció el novelista y me preguntó de dónde venía y qué es lo que hacía yo.
—Estudio —dije.
—¿Para qué?
—Para abogado.
—Hay muchos —dijo él—. ¿Y usted, aparte de sus libros de leyes, lee?
—Sí, estoy leyendo ahora La montaña mágica. Pero he leído cuentos de Horacio Quiroga y Nacha Regules, de Manuel Gálvez.
Don Benito parecía escuchar con desgano, pero alcanzó a decir:
—Bueno, esos están bien. Pero el que vale la pena es Lugones. ¿De dónde es usted?
—De Jujuy.
—Conozco Jujuy. Nunca fui allí, pero es como si hubiese ido.
Me explicó entonces que su preceptor había sido el maestro Salinas, que después fue ministro de Yrigoyen, que apenas hablaba de algo que no se refiriera a esa provincia.
Luego me tendió la mano flaca y fría y se despidió.
Muchos años después relaté este encuentro a Ulyses Petit de Murat, que escribió uno de los mejores, y pocos libros, sobre la vida y la obra de Benito Lynch, y me dijo:
—Lo raro es que te recibiera. Era lo que se dice un viejo seco y frío. Pero era el mejor. Aunque nadie lo lloró ni lo recuerda ahora.
Yo lo recordaré a partir de entonces como un anciano que debió de haber sido más alto que cuando lo conocí, que todavía lo era, de rasgos afilados, enjuto y de nariz notable.
Al igual que Horacio Quiroga, toda su vida había sido más que recatada, huraña y, como Quiroga, contaba con varios suicidas entre sus parientes. Pero él murió a raíz de los traumatismos al ser atropellado por un tranvía en diciembre del cincuenta y cinco.
Edipo en Yala
Desde el amanecer garrapateo notas en este cuaderno. Cuando el sol remonta e interrumpo mi trabajo para jugar un rato con los perros sobre el césped de los fondos, A.H., el viejo extranjero que vive en Yala desde el treinta y dos o treinta y tres, me llama dando voces y asoma su cara colorada sobre la pirca, y con el aliento aromado por el anís turco, dice: “¡Ah, me había olvidado ayer: esa mujer, ¿recuerda?, de quien estaba contándole, la de Ocloyas, que se hace concubina del hombre que vuelve después de veinte años, era en realidad la madre. Me faltó decirle eso. ¿Por qué no escribe esa historia?”.
Yo digo:
—¿Qué pasó después? ¿El se arrancó los ojos?
—Nada, hombre, nada —dice él—. Tuvieron once hijos.
Estos dos episodios están incluidos en El resplandor de la hoguera (Alfaguara).
En la tierra de la memoria
Por Claudio Zeiger
En la tierra de la memoria
El resplandor de la hoguera
Héctor Tizón
Alfaguara
161 páginas
De todas las confesiones, recuerdos, opiniones, conceptos e ideas vertidas por Héctor Tizón en las páginas de su último libro, El resplandor de la hoguera, quizá la más sorprendente resulta la aceptación de que le cuesta escribir; más aún, “incluso me es penoso escribir estas páginas”, dice. “Noto que este fenómeno de casi absoluta esterilidad es producido muchas veces por una cantidad de ideas, evocaciones, deseos, delirios que se agolpan impidiéndose el paso entre sí.”
Asociar a Tizón con la dificultad de escribir no resulta tan natural porque su escritura participa de las bondades de la claridad, la austeridad y la precisión. Parece el resultado de una decantación, sí, pero no de un tormento. Y sin embargo, si bien se lo piensa, ese fenómeno de “casi absoluta esterilidad” habla más de una poética que de un rasgo personal. No porque la esterilidad sea en sí una poética sino que en el esfuerzo por superarla puede amasarse algo así como una poética.
La literatura de Tizón se ha ido en cierta forma angostando, entrando por un desfiladero donde la palabra persigue la esencia del decir, la esencia de un paisaje, de un léxico, de una región que —según aprendemos a lo largo de la vida— no es otra cosa que la tierra de la memoria. Esta poética nacida de la dificultad parece al fin rendirse ante la evidencia de que hay que escribir de más para atrapar eso que se quiere atrapar: unas pocas páginas justificadas en una obra (pero ¡ay! no hay pocas páginas sin obra). Puede citarse, en leve digresión, el ejemplo tremebundo de José Donoso, quien quiso escribir una novelita corta en dos meses y terminó generando una de las novelas más deformes de América latina, El obsceno pájaro de la noche.
Dice Tizón: “Creo, desde hace mucho, que aquello que debiera escribir y aun no logro escribir, debe ser un libro breve, no un libro quizá, sino unas cuantas páginas, un par de páginas, no más. Pero para llegar a hacerlo debo prepararme largo tiempo, años tal vez, escribir y destruir lo que escribo o parte de lo que escribo, y volver a escribir; perder las pocas páginas logradas, sentir una gran angustia por esa pérdida y una gran nostalgia y aprovechar esa necesidad de decirlo, y rehacerlas. Y al cabo de esos años, al final de mis días, de esta lucha misteriosa y bella que es la vida, escribirlas de un solo golpe, de sol a sombra, en una jornada. Yo sé que así me sentiría apaciguado, mano a mano con las fantasmas, regresado a lo que más quise y dispuesto a desaparecer como una sombra, sin ruido, sin memoria, por esa misma rendija de la vida que lograra vislumbrar y convertir en palabras”.
Estas hermosas palabras que valen tanto para su obra ya hecha como para páginas futuras, también valen, especialmente valen, para caracterizar de qué se trata El resplandor de la hoguera. Recuerdos sin orden, ni método, pero no por ello inconexos o arbitrarios. Recuerdos de lugares, ciudades y amigos. Reflexiones sobre leer y escribir y también sobre los propios libros. Evocaciones (como la de la visita a Benito Lynch en su casona de La Plata o la de un tanto engolado Ricardo Balbín en la cárcel), fragmentos de historias y breves relatos de un lugar mítico llamado Yala... Y todo como si al cabo de años se hubieran escrito de un solo golpe en una sola jornada (aunque ya confesada la dificultad, deberíamos estar prevenidos de la sensación de claridad y sencillez).
Si bien el reconocimiento literario de la obra de Tizón es algo que no está en entredicho, creo que estaría bien subrayar que a veces no nos damos cuenta del tremendo escritor que tenemos tan cerca; no por un intento de totemizarlo, ni por menoscabar otros escritores que tanto la han yugado en la literatura argentina. Pero Héctor Tizón ha hecho opciones literarias muy fuertes volcándose a una región y una poética (en gran parte condensadas en este libro) fronterizas, y su enorme triunfo enarbolando las bellas banderas del idioma castellano se ha plasmado en una obra notable. Quizás así, como a la tierra yerma, se le arranquen a la Obra ese puñado de páginas que justifican el trabajo, la memoria y la vida.
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