El buen salvaje
El último 9 de octubre, Jean Marie Gustave Le Clézio llegó a la gloria literaria al obtener el Premio Nobel. Muchos en el mundo se sorprendieron, y aun se preguntaban quién es este autor. Entonces se encontraron con un maduro caballero de infinita elegancia y una extensa obra marcada por el multiculturalismo, la fiebre de los viajes y el afán por conocer nuevos horizontes. Al calor del gran premio, sus libros empezaron a aparecer en nuestras costas. Aquí ofrecemos un perfil de Le Clézio y una introducción a las obras más significativas que por estos días pueden conseguirse en las librerías del país.
Por Juan Pablo Bertazza
Centésimo quinto autor premiado, nonagésimo sexto hombre, decimocuarto francés, segundo en saber maya (el otro había sido Miguel Angel Asturias) y el primero, tal vez, en tener un aire de actor nouvelle vague tan marcado que, cuando lo eligieron en la revista Lire como el mejor escritor francés vivo, le preguntaron si no había desplazado a Modiano, Julien Green, Jean d’Ormesson y Julien Gracq un poco por su aspecto físico. “Eso no quiere decir nada pero, efectivamente, el físico puede contar”, respondió. El Premio Nobel concedido en 2008 a J.M.G. Le Clézio constituyó, sobre todo, una gran sorpresa: unos días antes del anuncio, los que buscaron en Google Noticias la nómina de los candidatos al Nobel pudieron detectar en la web de un periódico español el nombre del futuro ganador perdido entre los candidatos de más peso y curiosamente presentado como “Jean Marie Le Clézio, una escritora francesa que empezó a sonar con un poco más de fuerza”.
Hasta el jueves 9 de octubre de 2008, justamente, Le Clézio era en gran parte del mundo un escritor raro, es decir, casi un desconocido. Mientras que en Francia era un escritor rare, es decir, poco frecuente y, sobre todo, muy misterioso: a pesar de haber contado con importantes reconocimientos en ese país –ganó el Renaudot con sólo 23 años por su primera novela édita Le procès verbal (El atestado, 1963), el premio Paul Morand en 1980 por Desierto y, ahí va de nuevo, fue elegido en una encuesta de la revista Lire de 1994 como el más importante escritor francés vivo–, Le Clézio siempre les escapó a las costumbres intelectuales francesas tan adeptas a grupetes, cócteles y apariciones en TV. Lo cual no significa que sea un escritor indiscutible ni mucho menos pero sí que cuenta con una obra fuera de lo común, que se sostiene por sí sola, lo cual hoy por hoy no es poco.
Al respecto hay algo que lo distingue de lo que se suele asociar con la idea de escritor: mientras muchos simulan hablar de todo cuando en realidad hablan de sí mismos, la obra de Le Clézio, por el contrario, parte de su biografía para escapar de ella y, finalmente, hablar de un abuelo, su padre o quien sea con ánimo de universalidad. Mucho tiene que ver, seguramente, su impresionante bagaje cultural pre internet, que va de lo libresco a la botánica pasando por todo lo que se puede aprender en una vida a condición de dormir muy poco (cabe aclarar que Le Clézio sufrió toda su vida de insomnio). En cuanto a su estilo, si bien es cierto que es muy inestable, tiene un marcado realismo que siempre esconde algo mágico y, sobre todo, el don de recolectar la poesía del mundo sin hacer uso de frases poéticas ni palabras sospechosamente literarias.
Jean Marie Gustave Le Clézio nació el 13 de abril de 1940 en Niza, proveniente de una familia que, en el siglo XVIII, emigró a Isla Mauricio, donde el autor pasó los primeros años de su infancia y a la que considera su verdadera patria dentro de su naturaleza nómada. Luego esa familia atravesaría una diáspora entre Nigeria (su padre), Trinidad y Tobago (su tío) y París (su abuelo materno). En bretón, Le Clézio significa “les enclos” (“los cercados”), algo bastante paradójico para un hijo de un inglés y una bretona que, antes de recibirse de licenciado en Letras y de que le robaran la única copia de su tesis sobre Lautréamont en el aeropuerto de Albuquerque, quedó fascinado de chico con El libro de las maravillas de Marco Polo, a los ocho años viajó a Nigeria para conocer a su padre, provocó un escándalo al denunciar la prostitución infantil de Tailandia en una entrevista con Le Figaro luego de haber viajado a ese país, se volvió adicto a la ciudad de México y lo demostró por escrito en una novela que cuenta el amor entre Frida Kahlo y Diego Rivera y, sobre todo, en su brillante El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido (1988), fue definido por la Academia Sueca, justamente, como escritor de la ruptura, y hasta es tomado por Deleuze como ejemplo de lo que él llama, en su Abécédaire, los viajes inmóviles. Paradójico el significado de su nombre, en definitiva, si tenemos en cuenta que tan sólo para presentar sucintamente su vida hace estricta falta un planisferio.
El Nobel 2008 será recordado, entre otras cosas, por lo que dijo Horace Engdahl, secretario permanente de la Academia Sueca, días antes de la entrega: “la literatura norteamericana es incapaz de participar en el gran diálogo de la literatura”. Sin embargo, en varias oportunidades, Le Clézio confesó que su primer libro lo escribió bajo influencia de J. D. Salinger, a tal punto que, por entonces, empezó a hacer otra novela –con un guiño a Albonico y Daisy, personajes del escritor oculto– que nunca terminó pero fue absorbida por El atestado. Sobre el autor que la semana pasada cumplió 90 años, Le Clézio maneja una sorprendente hipótesis de lectura: “Yo pensaba que Salinger tenía una línea directriz que era el budismo zen, que sobre ese tema él hacía evolucionar sus personajes y construir su obra. Creo que todos sus relatos muestran algo de eso y, sobre todo, la adaptación del mundo neoyorquino al budismo zen, el mundo de la infancia así abordado no es otra cosa que una metáfora de ese encantamiento absoluto”. Por su parte, ya una vez enterado del Nobel, en una conferencia de prensa bajo la mirada del mundo, se animó a responderle a un periodista que le preguntaba si había entre los autores norteamericanos quien se mereciera ese mismo premio: “Sí, seguramente. La literatura norteamericana es muy atípica. Al contrario de la francesa, no tiene un centro. Emana de todo tipo de estados y escritores que son muy distintos y están lo suficientemente lejos unos de otros. Por eso no creo que pueda hablarse de la literatura norteamericana sino que es necesario distinguir porque se trata de una literatura multiforme”.
En cuanto a la recepción del Nobel por parte de los críticos, las aguas estuvieron bastante divididas, más allá de cierta indiferencia rencorosa de algunos medios norteamericanos. Sin duda, una de las críticas más llamativas fue, como decíamos, la del chileno Camilo Marks, que salió a decir que Le Clézio es “una lata, como todos los escritores franceses del Noveau Roman y de esa época, y será olvidado en dos años”.
Lo cierto es que Le Clézio es de esos escritores que parecen adelantarse varios años a las críticas que les hacen los que no lo leyeron nunca. Muchos le endilgan el aburrimiento característico del Nouveau Roman, movimiento del que aun cuando pueda compartir algunos rasgos, Le Clézio se cansó de negar no sólo su influencia sino también que le interese como lector. Pero la más absurda de todas las críticas es la que le reprocha bastardear la literatura usándola como un mero medio para expresar sus ideas políticas sobre el colonialismo y los aborígenes (universo al que admira pero jamás trató en términos idílicos), lo cual es desmentido en sus propias novelas (muchas de las cuales son lo suficientemente opacas para sostener ese argumento) y, otra vez, en diversas entrevistas en las que aclaró estar en contra de la literatura de tesis, y en una de las cuales hilvanó una frase preciosa: “Creo que los escritores no están para salvar el mundo sino para sufrirlo”.
Hasta el jueves 9 de octubre de 2008, justamente, Le Clézio era en gran parte del mundo un escritor raro, es decir, casi un desconocido. Mientras que en Francia era un escritor rare, es decir, poco frecuente y, sobre todo, muy misterioso: a pesar de haber contado con importantes reconocimientos en ese país –ganó el Renaudot con sólo 23 años por su primera novela édita Le procès verbal (El atestado, 1963), el premio Paul Morand en 1980 por Desierto y, ahí va de nuevo, fue elegido en una encuesta de la revista Lire de 1994 como el más importante escritor francés vivo–, Le Clézio siempre les escapó a las costumbres intelectuales francesas tan adeptas a grupetes, cócteles y apariciones en TV. Lo cual no significa que sea un escritor indiscutible ni mucho menos pero sí que cuenta con una obra fuera de lo común, que se sostiene por sí sola, lo cual hoy por hoy no es poco.
Al respecto hay algo que lo distingue de lo que se suele asociar con la idea de escritor: mientras muchos simulan hablar de todo cuando en realidad hablan de sí mismos, la obra de Le Clézio, por el contrario, parte de su biografía para escapar de ella y, finalmente, hablar de un abuelo, su padre o quien sea con ánimo de universalidad. Mucho tiene que ver, seguramente, su impresionante bagaje cultural pre internet, que va de lo libresco a la botánica pasando por todo lo que se puede aprender en una vida a condición de dormir muy poco (cabe aclarar que Le Clézio sufrió toda su vida de insomnio). En cuanto a su estilo, si bien es cierto que es muy inestable, tiene un marcado realismo que siempre esconde algo mágico y, sobre todo, el don de recolectar la poesía del mundo sin hacer uso de frases poéticas ni palabras sospechosamente literarias.
Jean Marie Gustave Le Clézio nació el 13 de abril de 1940 en Niza, proveniente de una familia que, en el siglo XVIII, emigró a Isla Mauricio, donde el autor pasó los primeros años de su infancia y a la que considera su verdadera patria dentro de su naturaleza nómada. Luego esa familia atravesaría una diáspora entre Nigeria (su padre), Trinidad y Tobago (su tío) y París (su abuelo materno). En bretón, Le Clézio significa “les enclos” (“los cercados”), algo bastante paradójico para un hijo de un inglés y una bretona que, antes de recibirse de licenciado en Letras y de que le robaran la única copia de su tesis sobre Lautréamont en el aeropuerto de Albuquerque, quedó fascinado de chico con El libro de las maravillas de Marco Polo, a los ocho años viajó a Nigeria para conocer a su padre, provocó un escándalo al denunciar la prostitución infantil de Tailandia en una entrevista con Le Figaro luego de haber viajado a ese país, se volvió adicto a la ciudad de México y lo demostró por escrito en una novela que cuenta el amor entre Frida Kahlo y Diego Rivera y, sobre todo, en su brillante El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido (1988), fue definido por la Academia Sueca, justamente, como escritor de la ruptura, y hasta es tomado por Deleuze como ejemplo de lo que él llama, en su Abécédaire, los viajes inmóviles. Paradójico el significado de su nombre, en definitiva, si tenemos en cuenta que tan sólo para presentar sucintamente su vida hace estricta falta un planisferio.
El Nobel 2008 será recordado, entre otras cosas, por lo que dijo Horace Engdahl, secretario permanente de la Academia Sueca, días antes de la entrega: “la literatura norteamericana es incapaz de participar en el gran diálogo de la literatura”. Sin embargo, en varias oportunidades, Le Clézio confesó que su primer libro lo escribió bajo influencia de J. D. Salinger, a tal punto que, por entonces, empezó a hacer otra novela –con un guiño a Albonico y Daisy, personajes del escritor oculto– que nunca terminó pero fue absorbida por El atestado. Sobre el autor que la semana pasada cumplió 90 años, Le Clézio maneja una sorprendente hipótesis de lectura: “Yo pensaba que Salinger tenía una línea directriz que era el budismo zen, que sobre ese tema él hacía evolucionar sus personajes y construir su obra. Creo que todos sus relatos muestran algo de eso y, sobre todo, la adaptación del mundo neoyorquino al budismo zen, el mundo de la infancia así abordado no es otra cosa que una metáfora de ese encantamiento absoluto”. Por su parte, ya una vez enterado del Nobel, en una conferencia de prensa bajo la mirada del mundo, se animó a responderle a un periodista que le preguntaba si había entre los autores norteamericanos quien se mereciera ese mismo premio: “Sí, seguramente. La literatura norteamericana es muy atípica. Al contrario de la francesa, no tiene un centro. Emana de todo tipo de estados y escritores que son muy distintos y están lo suficientemente lejos unos de otros. Por eso no creo que pueda hablarse de la literatura norteamericana sino que es necesario distinguir porque se trata de una literatura multiforme”.
En cuanto a la recepción del Nobel por parte de los críticos, las aguas estuvieron bastante divididas, más allá de cierta indiferencia rencorosa de algunos medios norteamericanos. Sin duda, una de las críticas más llamativas fue, como decíamos, la del chileno Camilo Marks, que salió a decir que Le Clézio es “una lata, como todos los escritores franceses del Noveau Roman y de esa época, y será olvidado en dos años”.
Lo cierto es que Le Clézio es de esos escritores que parecen adelantarse varios años a las críticas que les hacen los que no lo leyeron nunca. Muchos le endilgan el aburrimiento característico del Nouveau Roman, movimiento del que aun cuando pueda compartir algunos rasgos, Le Clézio se cansó de negar no sólo su influencia sino también que le interese como lector. Pero la más absurda de todas las críticas es la que le reprocha bastardear la literatura usándola como un mero medio para expresar sus ideas políticas sobre el colonialismo y los aborígenes (universo al que admira pero jamás trató en términos idílicos), lo cual es desmentido en sus propias novelas (muchas de las cuales son lo suficientemente opacas para sostener ese argumento) y, otra vez, en diversas entrevistas en las que aclaró estar en contra de la literatura de tesis, y en una de las cuales hilvanó una frase preciosa: “Creo que los escritores no están para salvar el mundo sino para sufrirlo”.
Amor en los tiempos del cólera
La cuarentena
La cuarentena
Tusquets
358 páginas
Entre los libros editados en nuestro país de Le Clézio, La cuarentena tal vez sea el mejor. Y viene a legitimar un poco aquello de la lectura como esfuerzo: si bien después de empezado el libro se vuelve un tanto disperso, una vez que se le encuentra el tono, que se lo habita, resulta excepcional. Uno de los últimos descendientes de la sinarquía que constituye la estirpe de los Archambau (que “de jóvenes, parecen viejos, y cuanto más viejos son, más rejuvenecen”) vuelve a su patria de Isla Mauricio para investigar, reconstruir o tantear un poquito el itinerario realizado por su abuelo Jacques, su esposa Suzanne –que quería convertirse en la Florence Nightingale de Isla Mauricio– y su hermano León, que habían sufrido un verdadero calvario durante el trayecto a la isla a causa de la cuarentena que se inició a raíz de un par de casos de cólera en su barco. Esa especie de Purgatorio (“esto es terreno neutral, una isla desierta”) antes de ingresar al supuesto paraíso de la isla Mauricio constituirá una especie de Odisea sin Itaca y con una Penélope a bordo pero casi muerta de cólera. Los dos viajes y los dos personajes que comparten nombre intergeneracional –Léon– sugieren una mezcla que tendrá como gran protagonista al mar: si bien los diversos narradores están identificados como repulgues de empanadas por distintos márgenes, inventarios de plantas y formato de diario, las distintas sociedades, el tiempo y los paisajes parecen fundirse en una gran ola.
La cuarentena les viene bien a quienes reducen la obra de Le Clézio a su corrección política. Y si es verdad que la historia denuncia el colonialismo, enamorándose de Suryavati –una india que lo unta con cenizas de muertos, le enseña estrellas, plantas, pájaros y leyendas–, León no sólo comete el terrible pecado de la corrección política sino que también deja a los suyos, abandona a su hermano y su esposa, que están muertos de tanto temerle a la muerte. Justamente esa mezcla de vida y muerte es lo que le inspira a Léon un amor que (además de hacer acordar un poco a “Historia del guerrero y la cautiva”) conjuga lo poético, lo erótico y un arrebato a la Rimbaud, personaje que va apareciendo en diversos momentos siempre ligado a la figura de Léon y al que, efectivamente, conocieron los antepasados de Le Clézio.
La cuarentena les viene bien a quienes reducen la obra de Le Clézio a su corrección política. Y si es verdad que la historia denuncia el colonialismo, enamorándose de Suryavati –una india que lo unta con cenizas de muertos, le enseña estrellas, plantas, pájaros y leyendas–, León no sólo comete el terrible pecado de la corrección política sino que también deja a los suyos, abandona a su hermano y su esposa, que están muertos de tanto temerle a la muerte. Justamente esa mezcla de vida y muerte es lo que le inspira a Léon un amor que (además de hacer acordar un poco a “Historia del guerrero y la cautiva”) conjuga lo poético, lo erótico y un arrebato a la Rimbaud, personaje que va apareciendo en diversos momentos siempre ligado a la figura de Léon y al que, efectivamente, conocieron los antepasados de Le Clézio.
Aquella niña marroquí
El pez dorado
El pez dorado
Tusquets
231 páginas
“Era un cuento que no iba a tener más de quince páginas como mucho y que se transformó, aun cuando traté de evitarlo, en una novela. No pude hacer nada: los capítulos que yo ni siquiera había previsto empezaron a escribirse solos. Y no estoy hablando de los personajes sino del relato mismo, me pregunto si no se trata de algo parecido a una invasión microbiana”, dijo alguna vez Le Clézio de esta novela relativamente nueva. El pez dorado (1997) es una aconsejable vía de acceso a las temáticas características de Le Clézio: el nomadismo, los viajes y la errancia, el colonialismo, la convivencia o no entre distintas culturas y sociedades, ahora en un amplísimo itinerario que va desde un campamento africano hasta París, pasando por Boston. Como sucede con otros de sus libros, el epígrafe es, en este caso, un proverbio náhuatl que dice mucho de la obra: “Oh, pez, pececillo dorado, ¡ten mucho cuidado! Son muchas las redes y trampas que te tiende este mundo”. Laila, una niña marroquí, es raptada a los seis años y criada por una mujer mayor, Lalla Asma, que se transformará en su abuela. A lo largo de su vida, Laila –que siempre se está escapando de todos lados, salvo de los sitios de los que podría irse fácilmente– no sólo irá llamando la atención tanto de hombres como de mujeres, sino que también va despertando en los otros un incontrolable deseo de propiedad, que se materializa en el hecho de que siempre quieren encerrarla con llave.
La llaneza que, en la primera parte del libro, muestran casi todos los personajes le da a la novela un delicioso aire de cuento infantil: “Vivía como un animalito doméstico, me parecía bien todo lo que me gustaba y halagaba, y mal todo lo que era peligroso y me daba miedo, como Abel, que me miraba como si quisiera comerme, o como Zohra, que hacía que la policía me buscara diciendo que yo había robado a su suegra”. Esos atractivos lugares comunes van tomando mayor significado hacia el final de esta novela con estructura circular, cuando la protagonista aprende a no fiarse de las apariencias excepto por un viejo en quien sí confía: El Hadj Mafobe, que sugestivamente la confunde con su nieta perdida. Entre los diversos modelos literarios de este libro puede rastrearse El lazarillo de Tormes en lo que hace a la astucia que va desplegando Laila para ganarse el pan de cada día entre sus diversos amos/jefes/criadores, y tal vez el aspecto iniciático de Jane Eyre.
La llaneza que, en la primera parte del libro, muestran casi todos los personajes le da a la novela un delicioso aire de cuento infantil: “Vivía como un animalito doméstico, me parecía bien todo lo que me gustaba y halagaba, y mal todo lo que era peligroso y me daba miedo, como Abel, que me miraba como si quisiera comerme, o como Zohra, que hacía que la policía me buscara diciendo que yo había robado a su suegra”. Esos atractivos lugares comunes van tomando mayor significado hacia el final de esta novela con estructura circular, cuando la protagonista aprende a no fiarse de las apariencias excepto por un viejo en quien sí confía: El Hadj Mafobe, que sugestivamente la confunde con su nieta perdida. Entre los diversos modelos literarios de este libro puede rastrearse El lazarillo de Tormes en lo que hace a la astucia que va desplegando Laila para ganarse el pan de cada día entre sus diversos amos/jefes/criadores, y tal vez el aspecto iniciático de Jane Eyre.
La isla del tesoro
Viaje a Rodrigues
Viaje a Rodrigues
Norma
125 páginas
Cuando, en 1980, Le Clézio estaba por cumplir los cuarenta años, se le ocurrió una idea más obsesiva que disparatada: reescribir todos los libros que hasta entonces había publicado. Si bien el proyecto no fue llevado a cabo, sí dejó ciertas marcas en su obra compuesta de casi cincuenta novelas, y plagada de recurrencias, simetrías y reescrituras. Viaje a Rodrigues (1986) constituye además de una saga de El buscador de oro (1985), el germen, un boceto, un adelanto, la versión simplificada de La cuarentena en lo que hace a estilo, extensión y el uso de diversos narradores a partir de una especie de diario de viaje. También acá predomina el uso de imágenes que van de lo onírico a lo sensual non-stop. Otra vez, un hombre viaja para buscar no sé sabe bien qué de un abuelo, una persona mitad geómetra, mitad agrimensor que a principios del siglo XX dejó su familia y su destino para buscar el enigmático tesoro escondido por un corsario inglés que no se sabe si existe o es fruto de su imaginación. Historia inspirada en la biografía del escritor, parece que ya de grande Le Clézio tuvo acceso a un cofre que había guardado su padre con cartas, documentos codificados y crípticos de su abuelo en torno de un tesoro, algunos de los cuales se incluyen en este libro.
Claro que el escenario principal es ahora la pobre, ancestral y como detenida en el tiempo isla Rodrigues, una de las macareñas dependiente de Mauricio, “donde la vida de un insecto y de una planta es ya un milagro”. Justamente en una entrevista concedida a Le Magazin-Littéraire el Nobel explicó: “Cuando llegué a Rodrigues, me impresionó enseguida porque es una roca en el medio del mar. Un islote desierto, sin playa, con muros que caen al mar y que no tienen nada agradable. Es un sitio infinitamente salvaje, un lugar que no fue hecho para el hombre”.
Le Clézio relata, en todo su esplendor, el fracaso y la paradoja de quienes hacen todo lo posible por conocer a los enigmáticos antepasados que constituyen gran parte de lo que son ellos mismos: “La idea de mi supervivencia en mi posteridad no me conmueve demasiado. El porvenir, ese irritante enigma, me aburre. Pero elegir el propio pasado, dejarse flotar en el tiempo ya transcurrido como levantado por una ola, tocar en el fondo de uno mismo el secreto de quienes nos han engendrado: eso es lo que permite soñar, lo que da paso a otra vida, a un flujo refrescante”.
Claro que el escenario principal es ahora la pobre, ancestral y como detenida en el tiempo isla Rodrigues, una de las macareñas dependiente de Mauricio, “donde la vida de un insecto y de una planta es ya un milagro”. Justamente en una entrevista concedida a Le Magazin-Littéraire el Nobel explicó: “Cuando llegué a Rodrigues, me impresionó enseguida porque es una roca en el medio del mar. Un islote desierto, sin playa, con muros que caen al mar y que no tienen nada agradable. Es un sitio infinitamente salvaje, un lugar que no fue hecho para el hombre”.
Le Clézio relata, en todo su esplendor, el fracaso y la paradoja de quienes hacen todo lo posible por conocer a los enigmáticos antepasados que constituyen gran parte de lo que son ellos mismos: “La idea de mi supervivencia en mi posteridad no me conmueve demasiado. El porvenir, ese irritante enigma, me aburre. Pero elegir el propio pasado, dejarse flotar en el tiempo ya transcurrido como levantado por una ola, tocar en el fondo de uno mismo el secreto de quienes nos han engendrado: eso es lo que permite soñar, lo que da paso a otra vida, a un flujo refrescante”.
Llueve sobre mojado
El diluvio
El diluvio
Seix Barral
316 páginas
Casi como cuando se quiere ver un DVD formateado para una región que no es la propia. Cuente o no, ésa es la primera impresión que se tiene al leer las primeras páginas de otra de las grandes obras de Le Clézio. Como si se estuviera transitando el laberinto del Minotauro sin hilo de Ariadna, como una superficie lisa de la cual no hay nada para sostenerse. Descripciones abstractas, plagadas de colores, tonos musicales, movimientos diversos y la recurrencia de una ventana alta y una bicicleta que sustituyen a los personajes humanos. Hasta un gráfico injertado en el libro y lleno de cruces, como si se tratara de un cementerio en el que descansan, y no precisamente en paz, palabras y conceptos como “butaca”, “mano”, “sol”, “montaña”, “agua”, “pescado”. La calma que sigue a ese huracán de signos empieza cuando se nos cuenta, en términos un poco más tradicionales, la ¿historia? de François Besson.
Publicada en 1966, El diluvio constituye uno de los grandes volantazos en la obra de Le Clézio: si la mayoría de sus libros transcurren en paisajes abiertos donde los traslados y los diversos fenómenos naturales muchas veces tienen más poder que los propios personajes, esta novela asfixiante que muchos críticos ligaron a El extranjero de Albert Camus no se sale de las cuatro paredes de una ciudad que vendría a representar por la negativa la admiración de Le Clézio por las culturas y formas de vida milenarias vinculadas con el conocimiento práctico y la convivencia con la naturaleza. En este caso, el pobre itinerario de Besson no marca otra cosa que el crack-up de una civilización occidental contado de todas las maneras posibles, como cuando Besson abre un cajón y se encuentra con una especie de aleph del consumismo: “pañuelos sucios, calcetines sucios, agendas, gafas de sol con los cristales rotos, hojas de afeitar, pistola de juguete, trozos de tiza manchados de tinta, tarjetas postales, cajas de cerillas italianas, paquete de cigarrillos La nueva Habana, papeles y cartones de toda especie, formulario de inscripción de Air France para su correo de steward sobre las grandes líneas, fragmento de espejo, diccionario inglés-francés y francés-inglés-, imán, fotografía de él mismo en una calle de Londres bajo la nieve, rollo de cinta adhesiva y tijeras sin punta, pasaporte, botones de puño de camisa, pulsera de reloj sin reloj, llavero sin llaves, tubo de dentífrico sin cepillo”.
Publicada en 1966, El diluvio constituye uno de los grandes volantazos en la obra de Le Clézio: si la mayoría de sus libros transcurren en paisajes abiertos donde los traslados y los diversos fenómenos naturales muchas veces tienen más poder que los propios personajes, esta novela asfixiante que muchos críticos ligaron a El extranjero de Albert Camus no se sale de las cuatro paredes de una ciudad que vendría a representar por la negativa la admiración de Le Clézio por las culturas y formas de vida milenarias vinculadas con el conocimiento práctico y la convivencia con la naturaleza. En este caso, el pobre itinerario de Besson no marca otra cosa que el crack-up de una civilización occidental contado de todas las maneras posibles, como cuando Besson abre un cajón y se encuentra con una especie de aleph del consumismo: “pañuelos sucios, calcetines sucios, agendas, gafas de sol con los cristales rotos, hojas de afeitar, pistola de juguete, trozos de tiza manchados de tinta, tarjetas postales, cajas de cerillas italianas, paquete de cigarrillos La nueva Habana, papeles y cartones de toda especie, formulario de inscripción de Air France para su correo de steward sobre las grandes líneas, fragmento de espejo, diccionario inglés-francés y francés-inglés-, imán, fotografía de él mismo en una calle de Londres bajo la nieve, rollo de cinta adhesiva y tijeras sin punta, pasaporte, botones de puño de camisa, pulsera de reloj sin reloj, llavero sin llaves, tubo de dentífrico sin cepillo”.
Historia de O
Adscribir a Osvaldo Lamborghini al mito es a esta altura un lugar común que no deja de ser rigurosamente cierto. Escritor mítico y con el aura de maldito aún iluminándolo, se extrañaba una biografía dedicada a su persona. Ricardo Strafacce cumplió con creces, elevando el nivel de un género poco frecuente en la literatura argentina.
Por Ariel Idez
Osvaldo Lamborghini, una biografía
Ricardo Strafacce
847 páginas
Mansalva
Osvaldo Lamborghini es un escritor que convoca al mito: durante años se habló en los corrillos literarios de una portentosa biografía “de más de mil páginas” sin que nadie pudiera aclarar si el libro en cuestión existía o si también formaba parte del ya extenso acervo mítico que rodea su obra. Pues bien, Osvaldo Lamborghini, una biografía no sólo existe sino que acaba de ser publicado por la editorial Mansalva y gracias a los buenos oficios de su autor, Ricardo Strafacce, viene a poner blanco sobre negro en la leyenda, al tiempo que aporta claves para una lectura renovada de un escritor sin el cual no sería posible entender la literatura argentina actual.
Autor siempre atento a las inflexiones de los géneros, lector devoto del Martín Fierro (¿poema o novela?), Osvaldo Lamborghini practicó él mismo esta política transgenérica, como lo revela una de sus frases más célebres: “En tanto poeta, ¡zas! novelista”. Sólo que su oscilación no se limitó al locus del libro sino que se desplegó en el escueto y vertiginoso espacio de la frase. Tal vez por eso no extrañe que su biografía pueda ser leída como una de las mejores novelas de los últimos años. A estos efectos concurren los buenos oficios de Strafacce, que aúna un trabajo de investigación rigurosísimo y un lúcido análisis crítico de los textos con una escritura fluida, plena de recursos narrativos y el aporte de la singular vida de su biografiado, quien asumió a conciencia el estigma del artista genial y maldito y lo encarnó hasta sus últimas consecuencias.
En el principio fue El fiord, una novela (¿o relato?) de escasas páginas que recreaba los aires de orgía política que campeaban en El matadero de Echeverría y, como aquél, estaba llamado a (re)fundar la literatura argentina. A partir de entonces muchos comenzaron a preguntarse, al igual que César Aira en la edición póstuma de sus textos, “¿cómo se puede escribir tan bien?”. Se trataba de un fraseo inédito en el que las consignas políticas del momento fraguaban en frío en los octosílabos de la gauchesca. Con ese librito se perfilaba al mismo tiempo un misterio, el del alumbramiento de ese estilo, que parecía haber sido parido (como en el mismo relato) de la nada. La biografía intenta dar cuenta de estos interrogantes; por un lado rastrea los escritos anteriores (muy escasos y desparejos, lo cual resulta aún más asombroso) y por el otro reconstruye con precisión el “clima de época” y la experiencia sindical de Lamborghini, su formación teórico-política y sus apasionadas lecturas de los poetas gauchescos, herencia directa de su hermano Leónidas, con quien mantendría una relación de amor-odio durante toda su vida, plasmada en obras maestras como la “Novena escena del paciente” de Leónidas y “Die Verneinung”, de Osvaldo. En lo que respecta a la reconstrucción histórica, la detallada documentación que aporta este trabajo permite asomarse a las tensiones y evoluciones del campo literario de la época y aborda episodios poco conocidos, como el caso de la revista Literal, fundada por Germán García, Luis Gusman y el propio Lamborghini, que introdujo el inédito cruce de psicoanálisis lacaniano y literatura, junto a los inicios literarios de Aira, Fogwill, Héctor Libertella, Arturo Carrera y Néstor Perlongher, entre otros y en virtud de cuya presencia también puede postularse a este libro como una historia naciente del canon actual de la literatura argentina.
Atentos a aquella “muerte del autor” decretada años atrás por el posestructuralismo, algunos se preguntarán si vale la pena internarse en la incierta selva de la vida de un escritor y si esta excursión a los pormenores existenciales modificará en algo la lectura de su obra. La respuesta es que sí, y por varios motivos. En primer lugar Strafacce no se limita a narrar las peripecias de su biografiado (ya de por sí extraordinarias) sino que también intercala un pertinente análisis de sus escritos. En segundo lugar, y más importante aún, la biografía permite constatar algo que ya se intuía en la lectura de la obra de Lamborghini: la fuerte impronta autorreferencial que recorre casi todos sus textos (exceptuando los de sus últimos años en Barcelona, en los que prescindió de este recurso para abocarse a la pura invención). Esta mención constante de acontecimientos personales está presente en la prosa, pero también, y tal vez más aun, en su poesía, que a la luz de las revelaciones de Strafacce cobra un cariz semántico completamente nuevo (sin alterar un ápice la genialidad del estilo que ya desde antes la volvían imprescindible) y puede ser leída de una forma completamente distinta bajo esta clave. También en esto Lamborghini parece haber anticipado (y superado al mismo tiempo) una tendencia de estos días, el “giro autobiográfico”, como él mismo escribía: “(...) a mí me salvará ese acceso a una escritura/ confesional megalómana, burdamente/ mitómana”. A esto cabe sumar que la biografía consigna absolutamente todo lo que escribió y publicó a lo largo de su vida, incluyendo sus artículos periodísticos, reseñas literarias, guiones de comics y cine. En este punto resulta clave la perspicacia del biógrafo, que no trata a estos materiales con deferencia sino que los lee atentamente y rastrea en ellos muchas veces el germen de desarrollos posteriores en la obra de Lamborghini.
Un lugar aparte merece su correspondencia, tal vez el último tesoro entre los inéditos lamborghinianos, de la que Strafacce hace un uso generoso para deleite del lector. En esas cartas Lamborghini despliega el teatro de la palabra y monta el drama del autor que comprende, entre resignado y lúcido, su inevitable destino: escribir para ser publicado y celebrado sólo después de su muerte, como él mismo confiesa: “El aire póstumo, el manuscrito encontrado entre los papeles del ‘maestro’ imaginario, en la tecnología de una botella de whisky”.
Libro imprescindible para los admiradores de Lamborghini y puerta de entrada ideal para quienes deseen abordar su obra, esta biografía le pone un piso muy alto a un género que en nuestras letras nadie había tratado con tanto rigor, seriedad y talento y es, al mismo tiempo, la apasionante crónica de un escritor genial que releyó la literatura argentina y la transformó –pervirtió– para siempre.
Autor siempre atento a las inflexiones de los géneros, lector devoto del Martín Fierro (¿poema o novela?), Osvaldo Lamborghini practicó él mismo esta política transgenérica, como lo revela una de sus frases más célebres: “En tanto poeta, ¡zas! novelista”. Sólo que su oscilación no se limitó al locus del libro sino que se desplegó en el escueto y vertiginoso espacio de la frase. Tal vez por eso no extrañe que su biografía pueda ser leída como una de las mejores novelas de los últimos años. A estos efectos concurren los buenos oficios de Strafacce, que aúna un trabajo de investigación rigurosísimo y un lúcido análisis crítico de los textos con una escritura fluida, plena de recursos narrativos y el aporte de la singular vida de su biografiado, quien asumió a conciencia el estigma del artista genial y maldito y lo encarnó hasta sus últimas consecuencias.
En el principio fue El fiord, una novela (¿o relato?) de escasas páginas que recreaba los aires de orgía política que campeaban en El matadero de Echeverría y, como aquél, estaba llamado a (re)fundar la literatura argentina. A partir de entonces muchos comenzaron a preguntarse, al igual que César Aira en la edición póstuma de sus textos, “¿cómo se puede escribir tan bien?”. Se trataba de un fraseo inédito en el que las consignas políticas del momento fraguaban en frío en los octosílabos de la gauchesca. Con ese librito se perfilaba al mismo tiempo un misterio, el del alumbramiento de ese estilo, que parecía haber sido parido (como en el mismo relato) de la nada. La biografía intenta dar cuenta de estos interrogantes; por un lado rastrea los escritos anteriores (muy escasos y desparejos, lo cual resulta aún más asombroso) y por el otro reconstruye con precisión el “clima de época” y la experiencia sindical de Lamborghini, su formación teórico-política y sus apasionadas lecturas de los poetas gauchescos, herencia directa de su hermano Leónidas, con quien mantendría una relación de amor-odio durante toda su vida, plasmada en obras maestras como la “Novena escena del paciente” de Leónidas y “Die Verneinung”, de Osvaldo. En lo que respecta a la reconstrucción histórica, la detallada documentación que aporta este trabajo permite asomarse a las tensiones y evoluciones del campo literario de la época y aborda episodios poco conocidos, como el caso de la revista Literal, fundada por Germán García, Luis Gusman y el propio Lamborghini, que introdujo el inédito cruce de psicoanálisis lacaniano y literatura, junto a los inicios literarios de Aira, Fogwill, Héctor Libertella, Arturo Carrera y Néstor Perlongher, entre otros y en virtud de cuya presencia también puede postularse a este libro como una historia naciente del canon actual de la literatura argentina.
Atentos a aquella “muerte del autor” decretada años atrás por el posestructuralismo, algunos se preguntarán si vale la pena internarse en la incierta selva de la vida de un escritor y si esta excursión a los pormenores existenciales modificará en algo la lectura de su obra. La respuesta es que sí, y por varios motivos. En primer lugar Strafacce no se limita a narrar las peripecias de su biografiado (ya de por sí extraordinarias) sino que también intercala un pertinente análisis de sus escritos. En segundo lugar, y más importante aún, la biografía permite constatar algo que ya se intuía en la lectura de la obra de Lamborghini: la fuerte impronta autorreferencial que recorre casi todos sus textos (exceptuando los de sus últimos años en Barcelona, en los que prescindió de este recurso para abocarse a la pura invención). Esta mención constante de acontecimientos personales está presente en la prosa, pero también, y tal vez más aun, en su poesía, que a la luz de las revelaciones de Strafacce cobra un cariz semántico completamente nuevo (sin alterar un ápice la genialidad del estilo que ya desde antes la volvían imprescindible) y puede ser leída de una forma completamente distinta bajo esta clave. También en esto Lamborghini parece haber anticipado (y superado al mismo tiempo) una tendencia de estos días, el “giro autobiográfico”, como él mismo escribía: “(...) a mí me salvará ese acceso a una escritura/ confesional megalómana, burdamente/ mitómana”. A esto cabe sumar que la biografía consigna absolutamente todo lo que escribió y publicó a lo largo de su vida, incluyendo sus artículos periodísticos, reseñas literarias, guiones de comics y cine. En este punto resulta clave la perspicacia del biógrafo, que no trata a estos materiales con deferencia sino que los lee atentamente y rastrea en ellos muchas veces el germen de desarrollos posteriores en la obra de Lamborghini.
Un lugar aparte merece su correspondencia, tal vez el último tesoro entre los inéditos lamborghinianos, de la que Strafacce hace un uso generoso para deleite del lector. En esas cartas Lamborghini despliega el teatro de la palabra y monta el drama del autor que comprende, entre resignado y lúcido, su inevitable destino: escribir para ser publicado y celebrado sólo después de su muerte, como él mismo confiesa: “El aire póstumo, el manuscrito encontrado entre los papeles del ‘maestro’ imaginario, en la tecnología de una botella de whisky”.
Libro imprescindible para los admiradores de Lamborghini y puerta de entrada ideal para quienes deseen abordar su obra, esta biografía le pone un piso muy alto a un género que en nuestras letras nadie había tratado con tanto rigor, seriedad y talento y es, al mismo tiempo, la apasionante crónica de un escritor genial que releyó la literatura argentina y la transformó –pervirtió– para siempre.
Conoce al que habla
Un chico se queda mudo sin motivo aparente. Y de grande, ya recuperada el habla, sigue indagando en las causas del trauma. Una original y bien construida novela de Gabriel Báñez con la que ganó el Premio de Novela Letra Sur.
Por Angel Berlanga
La cisura de Rolando
Gabriel Báñez
Editorial El Ateneo
221 páginas
Ah, la comunicación, la comunicación. “No preguntes qué es el lenguaje: conoce al que habla”, se lee en los Upanishads, y suena bárbaro, pero por qué no preguntar, cómo conocer al que habla, cuántos lados tiene ese por conocerse. Y ¿cómo hacer en el caso de Rolando, el protagonista de esta novela?: a los once años se quedó mudo, “una afasia temporal postraumática”, pero no tiene idea de cuál fue el trauma. Nadie, a su alrededor, parece saber la causa. Igual hay que buscar una solución: la madre, costurera, por ejemplo, prueba con unos cuantos especialistas médicos, expertos en cuerdas vocales, videntes, psicólogos, espiritistas, promesas a Pancho Sierra, pero no hay caso. El chico se maneja con notas escritas en papelitos y cree que “dejar de hablar fue una ventaja” que lo distinguía entre los pibes del suburbio, años cincuenta, pero la presión de mamá y de unas tías arpías para que sea normal y no una desgracia es fuerte, así que él también prueba por las suyas: electromagnetismo, ventriloquia por correspondencia. Luego, ya desalentado, se compenetra con el código Morse. Y después, con el transcurso del tiempo, una escritura más sistematizada.
“¿Hay alguien? Escribo por método, es como usar la armónica o el telégrafo –anota Rolando, Báñez–. El sonido es parecido también, aunque a veces me parece que repiqueteo para nadie.” Es casi al final de la adolescencia y de la primera parte de la novela: el chico narra sobre sus tentativas de comunicación, sobre la (problemática) relación que existía entre sus padres y, también, sobre sus fantasías y experiencias con las chicas: más allá de algunos destellos de felicidad, todo bastante fallido. Sordidez, frescura, crudeza, desamparo, iniciación: Báñez le da voz a este pibe con humor áspero y franqueza incorrecta y dan ganas de escucharlo, de leerlo, de ver qué le pasa a esa criatura, pongamos, arltiana. Una reivindicación, capaz, para su soledad en la ficción, bancada un tramo por un padre desopilante que recita el Eclesiastés en calzoncillos y por el ingeniero Behrenz, un técnico de radios y televisores con teorías electromagnéticas aplicadas a las relaciones humanas. Rolando aprende de él: cuando aparecieron las primeras antenas de tevé una tarde, justo con el comienzo de la señal de ajuste, cortó el cable y se colocó un polo en la coronilla, pegado con un chicle, y otro en la punta de la lengua: a ver si así. Estuvo como quince minutos, concentrado. “No sentí nada, salvo el riesgo de quedar calvo antes que mi padre”, cuenta.
En la segunda parte, Báñez (que ganó con esta novela el Premio Internacional Letra Sur 2008) da un salto fenomenal: Rolando sigue contando en primera persona pero ya anda por los cuarenta, es ingeniero topográfico, acaba de separarse y recuperó el habla hace más de veinte; se sabe, ahí, que pasó por episodios de disociación, chaleco químico, etc. Pero zafó, eso quedó atrás y ahora, inquieto por unas ganas bárbaras de adoptar un chico, se manda con un terapeuta lacaniano que lo maltrata a conciencia: es lo que necesita, el precio a pagar para conseguir “otra mirada”. “¿Nunca terminaste de asumirte, Rolando?”, le pregunta el pelado Moran en una sesión, la que recuerda como “la más brutal”. “De que sos más puto que las gallinas”, oye tras la repregunta. “Creo que le dije –evoca Rolando– algo así como que más puto sería él y su padre y su abuelo y lo único que atinó a responderme muy suelto de cuerpo fue que todos los hombres teníamos inclinaciones homosexuales. Pero no lo expresó en estos términos: “Tarde o temprano –murmuró–, todos quieren ser empomados”. Lo fenomenal del salto está dado por el contraste entre el chico y el adulto, sus relatos en primera persona, sus búsquedas de sentido detrás de las palabras y de las relaciones. Y, también, por las coincidencias: “El psicoanálisis es ilusión pura”, dice Moran, y de ilusiones puras estaba repleto aquel chico mudo. Báñez proyecta en el tiempo y en el relato una época sobre otra, una parte sobre otra, y le deja al lector para que componga las formas de los campos electromagnéticos. Y, no demasiado hindú, parece sostener: “Pregunta qué es el lenguaje: conoce al que habla”.
“¿Hay alguien? Escribo por método, es como usar la armónica o el telégrafo –anota Rolando, Báñez–. El sonido es parecido también, aunque a veces me parece que repiqueteo para nadie.” Es casi al final de la adolescencia y de la primera parte de la novela: el chico narra sobre sus tentativas de comunicación, sobre la (problemática) relación que existía entre sus padres y, también, sobre sus fantasías y experiencias con las chicas: más allá de algunos destellos de felicidad, todo bastante fallido. Sordidez, frescura, crudeza, desamparo, iniciación: Báñez le da voz a este pibe con humor áspero y franqueza incorrecta y dan ganas de escucharlo, de leerlo, de ver qué le pasa a esa criatura, pongamos, arltiana. Una reivindicación, capaz, para su soledad en la ficción, bancada un tramo por un padre desopilante que recita el Eclesiastés en calzoncillos y por el ingeniero Behrenz, un técnico de radios y televisores con teorías electromagnéticas aplicadas a las relaciones humanas. Rolando aprende de él: cuando aparecieron las primeras antenas de tevé una tarde, justo con el comienzo de la señal de ajuste, cortó el cable y se colocó un polo en la coronilla, pegado con un chicle, y otro en la punta de la lengua: a ver si así. Estuvo como quince minutos, concentrado. “No sentí nada, salvo el riesgo de quedar calvo antes que mi padre”, cuenta.
En la segunda parte, Báñez (que ganó con esta novela el Premio Internacional Letra Sur 2008) da un salto fenomenal: Rolando sigue contando en primera persona pero ya anda por los cuarenta, es ingeniero topográfico, acaba de separarse y recuperó el habla hace más de veinte; se sabe, ahí, que pasó por episodios de disociación, chaleco químico, etc. Pero zafó, eso quedó atrás y ahora, inquieto por unas ganas bárbaras de adoptar un chico, se manda con un terapeuta lacaniano que lo maltrata a conciencia: es lo que necesita, el precio a pagar para conseguir “otra mirada”. “¿Nunca terminaste de asumirte, Rolando?”, le pregunta el pelado Moran en una sesión, la que recuerda como “la más brutal”. “De que sos más puto que las gallinas”, oye tras la repregunta. “Creo que le dije –evoca Rolando– algo así como que más puto sería él y su padre y su abuelo y lo único que atinó a responderme muy suelto de cuerpo fue que todos los hombres teníamos inclinaciones homosexuales. Pero no lo expresó en estos términos: “Tarde o temprano –murmuró–, todos quieren ser empomados”. Lo fenomenal del salto está dado por el contraste entre el chico y el adulto, sus relatos en primera persona, sus búsquedas de sentido detrás de las palabras y de las relaciones. Y, también, por las coincidencias: “El psicoanálisis es ilusión pura”, dice Moran, y de ilusiones puras estaba repleto aquel chico mudo. Báñez proyecta en el tiempo y en el relato una época sobre otra, una parte sobre otra, y le deja al lector para que componga las formas de los campos electromagnéticos. Y, no demasiado hindú, parece sostener: “Pregunta qué es el lenguaje: conoce al que habla”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario