RadarDomingo, 23 de Marzo de 2008
Bob Zimmerman
Bob Zimmerman
La semana pasada, después de tocar en Córdoba y antes de tocar en Rosario, Bob Dylan dio un concierto deslumbrante en la cancha de Vélez. Miguel Rep estuvo ahí block en mano y éstas son las notas y los dibujos de esa noche inolvidable.
Por Miguel Rep
Se nota que, en la Argentina, a Dylan le gusta el peronismo. Vino por primera vez en el ‘91 (Obras), en el ‘98 (River), y ahora, en pleno Cristinato. La primera vez, previo a la convertibilidad. La segunda, con el inicio de la recesión. Esperemos que no sea mufa.
En el público también se nota mucho peronista de los ‘60; mucho ex monto de los ‘70, con sus hijos a rastra: el viejo Bob como antorcha que se traslada de generación a generación. También mucho público snob post Love & Theft, todos recién llegados al banquete del Mesías con Modern Times bajo el tímpano, consumidores a los-que-les-agrada-todo, ya sea ABBA, Living Colours, Leonard Cohen o Miranda! Y, claro, también están los ex hippies y los no tan ex, los que llegaron a Vélez silbando “Mr. Tambourine”, ansiosos de fantasear con añejas panderetas de Peace & Love. Todos allí, yo mismo, sentaditos educadamente, tempraneros y tardones, veinte mil de nosotros y de ellos, en esa ceremonia de fragancias mezcladas de porros y panchos, bajo un cielo perfecto de idus de marzo.
Atardece y en escena está Gieco. Esa tarde, un desalmado baleó a un hincha velezano, y esa muerte flota en el estadio donde nos sentimos muy, muy visitantes. Anochece, y León Gieco nos vuelve el alma con covers de Chico Buarque, Jara, Lins, y al final suben Charly y Santaolalla para terminar una hora justita con “Pensar en nada” y “El fantasma de Canterville”. Nos dejan la noche servida, el terreno para Bob. Los tres argentinos bajan del escenario, con la esperanza de cruzárselo a Dylan en los pasillos. Pero los guardan selladamente de 21.05 a 21.30, encierran a León y a Charly en el camarín. Los apresan. Custodia férrea. No podrán ver ni un centímetro de Dylan, rodeado de sus propios marines. García salta en su jaula, maldiciendo, imagínenselo.
¿Y Bob? Bob venía de tocar en Córdoba dos días atrás. Luego se tomó un avión privado él solito. Sus músicos viajaron más tarde en un vuelo regular. Y Dylan, ya en Buenos Aires, a pesar de tener una reserva a nombre de Zimmerman en el Sheraton, gambetea a todos alojándose en el Hyatt. Ahora está solo en su camarín, como un vaquero, esperando la hora señalada, las 21.30. Piensa su lista de temas. Vestido de negro, puntual, sale al pasillo. En Vélez hay cuatro veces más gente que en Córdoba. Se apagan las luces. Y luego que el locutor esponsorizado por Columbia Records lo anuncie, suena la batería marchosa de “Rainy Day Women # 12 & 35”, y se hace la completa luz. Los seis músicos están ahí, y las piernas largas y su guitarra colgando son lo único juvenil que le queda a Bob. Empieza el show. Ya Gieco olvidó su frustración y disfruta de la voz deforme y sin atajos de su mentor. Ya todos estamos viviendo en esta ceremonia de atemporalidad, de escasos artificios, las luces se quedan quietas, como las estrellas, y rebotan en la estatuilla del Oscar y en la Fender que cambiará enseguida por el teclado. Y Dylan tocará su armónica, apoyada en la saliva de ese bigote anchoíta que, bajo el ala del sombrero oscuro, lo convierte en ladino y compadrito, nada más, hasta cerrar con la palabra wind. Y se irá. El artista que siempre se va. Toca y vase. Pero lo que deja durará por siempre.
¿Cómo será Dylan? ¿Charlará con el chofer, de vuelta? ¿Tocará dinero? ¿Estará tan chapita? ¿Entenderá algo del país en el que soltó sus notas musicales? ¿Qué hará en el hotel? ¿Hará zapping en su habitación y se cruzará con Crónica TV? ¿Se reirá con alguien en estas giras? ¿Hablará con la cocinera que se trae de allá? ¿Se afeitará solo? ¿Qué soñará esta noche?
Este hombre viejo, ¿es el mismo que tocó con los Travelling Willburys, el que inició en la droga a Lennon y a McCartney, el del accidente de moto, el que erigió a Woody Guthrie como su Súper Yo, el que enchufó el folk y se desenchufó de Joan Baez y de Pete Seeger, el que ninguneó a Donovan, el que se cristianizó furiosamente, el que se avivó de que con su apellido original no iría muy lejos y tomó prestado el nombre del poeta que está en la tapa de Sargeant Pepper’s, el tipo con el que nunca vamos a conversar ni Nigro, ni Soriani, ni yo? Como el tiempo, el poeta insignia de la era de las preguntas, no responde.
Hemos vivido un hermoso momento, él transpiró más que nosotros, y eso es todo.
Se nota que, en la Argentina, a Dylan le gusta el peronismo. Vino por primera vez en el ‘91 (Obras), en el ‘98 (River), y ahora, en pleno Cristinato. La primera vez, previo a la convertibilidad. La segunda, con el inicio de la recesión. Esperemos que no sea mufa.
En el público también se nota mucho peronista de los ‘60; mucho ex monto de los ‘70, con sus hijos a rastra: el viejo Bob como antorcha que se traslada de generación a generación. También mucho público snob post Love & Theft, todos recién llegados al banquete del Mesías con Modern Times bajo el tímpano, consumidores a los-que-les-agrada-todo, ya sea ABBA, Living Colours, Leonard Cohen o Miranda! Y, claro, también están los ex hippies y los no tan ex, los que llegaron a Vélez silbando “Mr. Tambourine”, ansiosos de fantasear con añejas panderetas de Peace & Love. Todos allí, yo mismo, sentaditos educadamente, tempraneros y tardones, veinte mil de nosotros y de ellos, en esa ceremonia de fragancias mezcladas de porros y panchos, bajo un cielo perfecto de idus de marzo.
Atardece y en escena está Gieco. Esa tarde, un desalmado baleó a un hincha velezano, y esa muerte flota en el estadio donde nos sentimos muy, muy visitantes. Anochece, y León Gieco nos vuelve el alma con covers de Chico Buarque, Jara, Lins, y al final suben Charly y Santaolalla para terminar una hora justita con “Pensar en nada” y “El fantasma de Canterville”. Nos dejan la noche servida, el terreno para Bob. Los tres argentinos bajan del escenario, con la esperanza de cruzárselo a Dylan en los pasillos. Pero los guardan selladamente de 21.05 a 21.30, encierran a León y a Charly en el camarín. Los apresan. Custodia férrea. No podrán ver ni un centímetro de Dylan, rodeado de sus propios marines. García salta en su jaula, maldiciendo, imagínenselo.
¿Y Bob? Bob venía de tocar en Córdoba dos días atrás. Luego se tomó un avión privado él solito. Sus músicos viajaron más tarde en un vuelo regular. Y Dylan, ya en Buenos Aires, a pesar de tener una reserva a nombre de Zimmerman en el Sheraton, gambetea a todos alojándose en el Hyatt. Ahora está solo en su camarín, como un vaquero, esperando la hora señalada, las 21.30. Piensa su lista de temas. Vestido de negro, puntual, sale al pasillo. En Vélez hay cuatro veces más gente que en Córdoba. Se apagan las luces. Y luego que el locutor esponsorizado por Columbia Records lo anuncie, suena la batería marchosa de “Rainy Day Women # 12 & 35”, y se hace la completa luz. Los seis músicos están ahí, y las piernas largas y su guitarra colgando son lo único juvenil que le queda a Bob. Empieza el show. Ya Gieco olvidó su frustración y disfruta de la voz deforme y sin atajos de su mentor. Ya todos estamos viviendo en esta ceremonia de atemporalidad, de escasos artificios, las luces se quedan quietas, como las estrellas, y rebotan en la estatuilla del Oscar y en la Fender que cambiará enseguida por el teclado. Y Dylan tocará su armónica, apoyada en la saliva de ese bigote anchoíta que, bajo el ala del sombrero oscuro, lo convierte en ladino y compadrito, nada más, hasta cerrar con la palabra wind. Y se irá. El artista que siempre se va. Toca y vase. Pero lo que deja durará por siempre.
¿Cómo será Dylan? ¿Charlará con el chofer, de vuelta? ¿Tocará dinero? ¿Estará tan chapita? ¿Entenderá algo del país en el que soltó sus notas musicales? ¿Qué hará en el hotel? ¿Hará zapping en su habitación y se cruzará con Crónica TV? ¿Se reirá con alguien en estas giras? ¿Hablará con la cocinera que se trae de allá? ¿Se afeitará solo? ¿Qué soñará esta noche?
Este hombre viejo, ¿es el mismo que tocó con los Travelling Willburys, el que inició en la droga a Lennon y a McCartney, el del accidente de moto, el que erigió a Woody Guthrie como su Súper Yo, el que enchufó el folk y se desenchufó de Joan Baez y de Pete Seeger, el que ninguneó a Donovan, el que se cristianizó furiosamente, el que se avivó de que con su apellido original no iría muy lejos y tomó prestado el nombre del poeta que está en la tapa de Sargeant Pepper’s, el tipo con el que nunca vamos a conversar ni Nigro, ni Soriani, ni yo? Como el tiempo, el poeta insignia de la era de las preguntas, no responde.
Hemos vivido un hermoso momento, él transpiró más que nosotros, y eso es todo.
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