sábado, 22 de marzo de 2008



El arte de la ficción

Anticipo de La historia comienza , el libro de Amos Oz, donde analiza los comienzos de clásicos de autores como Chejov y Kafka
¿Quién no ha tenido la horrible experiencia de estar sentado delante de una hoja en blanco?, se pregunta el escritor israelí Amos Oz en La historia comienza (Fondo de Cultura Económica/Siruela), un libro de ensayos sobre literatura del que ofrecemos un anticipo. Las cruciales primeras líneas de un relato, afirma, cifran el germen de su conclusión y sellan un contrato con el lector. Después de indagar en el improbable desafío de acertar esas primeras frases. Entre ellos, Kafka, Chejov, García Márquez y Carver. La cocina de la escritura en estado puro.
Por Amos Oz
Mi padre escribía libros sesudos. Siempre me envidió la libertad que yo gozaba, como novelista, de escribir como quisiera, directamente de la cabeza a la página, sin las limitaciones de toda esa búsqueda e investigación preliminar, sin la carga de la obligación de conocer todos los datos existentes en la materia, sin el impedimento de cotejar fuentes, proporcionar pruebas, comprobar citas y poner notas a pie de página: libre como pájaro. ¿Tiene uno ganas de escribir: "Shmuel ama a Tsila"? Pues adelante, a escribirlo. ¿Quiere escribir: "Pero Tsila ama a Gilbert"? Allá va. ¿Quiere añadir: "Sin embargo, Shmuel y Gilbert se aman"? ¿Quién puede rebatirlo? ¿Quién puede venir a discutírselo con datos contrarios o con fuentes que a lo mejor se le han pasado por alto? Yo, por otra parte, tenía cierta envidia a mi padre. Cada vez que se ponía a trabajar en un artículo erudito, su mesa de trabajo se llenaba, de un extremo a otro, de libros abiertos, separatas, textos de consulta, diccionarios, un arsenal de artillería de apoyo. El nunca tenía que estar, como yo, sentado contemplando una única y burlona hoja en blanco en medio de un escritorio desierto, como un cráter en la superficie de la luna. Solo yo y el vacío y la desesperación. Ponte a sacar algo de nada en absoluto. Por cierto, estoy hablando del mismo escritorio. Cuando mi padre murió, yo heredé su mesa, que durante años y años estuvo densamente poblada, como un suburbio de Calcuta, mientras que ahora está tan desierta como la pista de aterrizaje de Kosovo. En realidad, ¿quién no ha tenido la horrible experiencia de estar sentado delante de una hoja en blanco que le sonríe a uno con su boca desdentada: "Adelante, vamos a ver si me pones la mano encima"? Una página en blanco es en realidad una pared encalada sin ninguna puerta ni ventana. Empezar a contar una historia es como tontear con una persona totalmente desconocida en un restaurante. ¿Recuerdan al Gurov de Chejov en "La dama del perrito"? Gurov hace al perrito un gesto monitorio con el dedo una y otra vez, hasta que la dama le dice, ruborizándose: "No muerde", y entonces Gurov le pide permiso para dar un hueso al can. Tanto a Gurov como a Chejov se les ha dado así un hilo que seguir; empieza el coqueteo y el relato despega. El comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede acercarlo a uno a la dama. Imaginen que deciden escribir acerca de una muchacha de Nahariya -llamémosla Mathilda- que averigua que tiene una prima en Grecia a la que no conoce. Supongamos que la prima se llama también Mathilda. Imaginen que la Mathilda de Nahariya resuelve ir a Grecia en septiembre a conocer a su prima y tocaya. Muy bien, pero ¿qué debe ir primero? ¿Mathilda despertándose una soleada mañana? ¿Mathilda en la agencia de viajes? ¿Mathilda de niña, aquel memorable día en que se pilló los dedos en el ventilador? ¿O Mathilda en Tesalónica, tomando una habitación en un hotel lleno de granjeros, donde conoce a un tímido apicultor? ¿O debemos quizás empezar el relato con una descripción detallada de las espesas telarañas que hay en el trastero de debajo de la escalera? ¿Qué hay que contar en el primer capítulo? ¿Y en el primer párrafo? ¿Mathilda mirando los pendientes que pertenecieron a su abuela, que también se llamaba Mathilda? ¿Cuánto debe revelar la primera frase? ¿"En medio del camino de la vida/ errante encontré por selva oscura/ en que la recta vía era perdida"? (Dante, "Infierno"). Tal vez la estrofa inicial de Dante para el "Infierno" podría servir como línea inicial para todos los relatos: "En medio del camino de la vida" es, más o menos, donde empiezan en realidad muchos relatos. Así pues, uno se sienta y se pregunta qué debe ir primero y cómo llegar a ese comienzo en medio del camino. Sentándose. Garabateando en la hoja. Arrugándola. Tirándola. Garabateando en la hoja siguiente: formas. Flores, triángulos, rombos, una casa con una pequeña chimenea, un gato sin pelo. Arrugándola de nuevo. Tirándola. Para entonces, Mathilda empieza a desaparecer. Uno da la vuelta a una nueva hoja. Ay, la nueva hoja no es más amable que la anterior. Así son las cosas: no hay perrito, no hay dama. En realidad, esto sucede siempre, no solamente a los novelistas sino a cualquiera que se ponga a escribir cualquier cosa. A Tsila se le ha encomendado que entreviste a Gilbert, uno de los solicitantes del puesto de coordinador de personal en una fábrica. Tsila tiene que informar por escrito de sus impresiones. Escribe: "La entrevista tuvo lugar en el Café Bagdad a las seis de la tarde". Lo tacha. Eso no es totalmente exacto, porque la entrevista empezó, efectivamente, a las seis, pero se desarrolló entre las seis y las siete menos cuarto. Además, ¿a quién le importa si eran las seis o las ocho, si se trataba de Bagdad o de Alaska? Tacha de nuevo. Muerde el extremo del bolígrafo. Piensa. Luego escribe: "Al principio de la entrevista, Gilbert me entregó " Vuelve a tachar; cambia "Gilbert me entregó" por "el solicitante me entregó un curriculum vitae , que insistió en que leyera en el momento, antes de empezar nuestra conversación. Adjunto el curriculum ". Lo tacha. ¿Qué importancia tiene eso? Además, "insistió" resulta demasiado fuerte aquí, pues Gilbert no fue tan categórico. ¿"Pidió"? Demasiado débil. En realidad, lo que hizo fue menos que insistir pero más que pedirme que leyera su curriculum primero. ¿Hay una palabra intermedia entre "pedir" e "insistir"? [...] Tsila vuelve a empezar: "Gilbert Kadosh, veintinueve años, nacido en Gedera, Israel, divorciado, sirvió cinco años como inspector de policía " No. Demonios, ¿es que no puedes poner las cosas como es debido? Sí que sirvió en la policía cinco años, pero fue inspector solo el último año y medio. Y ¿por qué no empezar buscándole la gracia? Pero ¿ dónde está la gracia? Encima se está haciendo tarde. Y Tsila ha prometido llamar a Mathilda antes de que acabe su turno. Un asco otra vez. No está claro si "su turno" se refiere al turno de Mathilda o al de Tsila. Basta. Tsila no presentará su informe hoy. Mañana será otro día. No es el fin del mundo. Nuevo tachón. "Mañana será otro día" está muy trillado. Por otra parte, ¿y qué? ¿Qué tiene de malo que esté trillado? ¿Por qué no? ¿Y no resulta chocante acabar con tres preguntas sinónimas: "¿Y qué? ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué no?" Tsila hace pedazos la hoja y llama a Mathilda (que se ha ido a Grecia a buscar a la otra Mathilda). Empezar es difícil. Cierto es que hay diversas estrategias para abordar esta dificultad: hay escritores que nunca empiezan por el principio mismo, sino por un par de escenas fáciles de la parte central del relato, solo para entrar en calor. (El problema es que hasta una escena fácil de la parte central del relato requiere una frase inicial.) Unos, como el Grand de Camus en La peste , escriben y reescriben cien veces la primera frase de un libro y nunca pasan de ahí. Otros tiran la toalla -podemos imaginar- y, quizá desesperados o agotados, deciden empezar como se les ocurra, qué diablos importa, uno puede empezar por cualquier sitio, sin nada en absoluto, incluso con algo aburrido o un poco tonto. Ahí tenemos, por ejemplo, al gran Dostoievski y su flojo principio de un relato titulado Noches blancas : "Era una noche prodigiosa, una noche de esas que quizá solo vemos cuando somos jóvenes, lector querido. Hacía un cielo tan hondo y tan claro que, al mirarlo, no tenía uno más remedio que preguntarse si era verdad que debajo de un cielo semejante pudiesen vivir criaturas malas y tétricas". Una pena, vamos. Ni siquiera la aduladora apelación al "lector querido" puede redimirlo de su banalidad sentimental. Y esto, al fin y al cabo, es nada menos que Dostoievski. Sabe Dios cuántos borradores y más borradores hizo, rehízo, destruyó, maldijo, garabateó, arrugó, arrojó a la chimenea, tiró al inodoro, antes de conformarse por fin con esta especie de "bueno, vale". Ahora bien, puede que no sea así. Después de todo, Noches blancas es un relato escrito en primera persona desde el punto de vista de un personaje sentimental, y lleva el subtítulo Una historia de amor sentimental (De las Memorias de un soñador) . De modo que bien pudiera ser que la penosa frase de inicio sea deliberada y premeditadamente penosa. De ser así, tenemos que replantear la cuestión. ¿Cuántos borradores tuvo que escribir y reescribir Dostoievski para llegar finalmente a ese raro espécimen de floja frase inicial? ¿Cuánto refinamiento y destilación tuvo que poner en ese cielo tachonado de estrellas, en ese "lector querido" y en ese cielo que "quizá solo vemos cuando somos jóvenes"? Podríamos formular la cuestión de la siguiente manera: ¿dónde está, si es que existe, la línea de separación entre presentar un personaje sentimental en primera persona y producir un texto sentimental? ¿O es que ya no hay textos buenos y malos, sino solo textos legítimos bien acogidos y otros textos, no menos legítimos, que no hallan buena acogida? Volvemos a nuestra cuestión. ¿Dónde empieza un relato como es debido? Todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector. Hay, por supuesto, toda clase de contratos, incluidos los que son insinceros. A veces, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre escritor y lector, a espaldas del protagonista. Es el caso del inicio del Quijote y de Ayer mismo , de Agnón. Hay contratos engañosos, en los cuales el autor parece revelar toda suerte de secretos, de modo que el desprevenido lector muerde el anzuelo, imaginando que en efecto se lo invita a entrar en el cuarto oscuro y sin darse cuenta de que ese "entre bastidores" no es en realidad lo de detrás de las bambalinas sino solamente un nuevo decorado; mientras el lector se imagina que forma parte de una conspiración, en verdad no es más que la víctima de otra conspiración más sutil: el contrato visible no es más que un objeto de mentira, el sujeto de un contrato interno, más sutil, más taimado. Este es, por ejemplo, el caso del inicio de Michael Kolhaas , de Kleist; de El proceso , de Kafka, y de El elegido , de Thomas Mann. (El primer capítulo de El elegido se titula "¿Quién toca las campanas?", y se informa con toda seriedad al lector de que no es el campanero el que toca las campanas, sino "el espíritu del relato", solo para encontrarse después con que este "espíritu del relato" no es ciertamente ningún espíritu sino un irlandés llamado Clemence.) Hay comienzos que funcionan como una trampa de miel: en un primer momento se nos seduce con un sabroso cotilleo, con una reveladora confesión o con una aventura espeluznante, pero al final averiguamos que lo que estamos atrapando no es un pez vivo, sino un pez disecado. En Moby Dick , por ejemplo, hay muchas aventuras, pero también muchas exquisiteces no mencionadas en el menú, ni siquiera en el contrato inicial ("Llamadme Ishmael"), pero que se nos conceden como un plus especial, como si compráramos un helado y ganáramos un pasaje para dar la vuelta al mundo. Hay contratos filosóficos, como la famosa frase inicial de Anna Karenina , de Tolstoi: "Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz lo es a su propia manera". En realidad, el propio Tolstoi, en Anna Karenina y en otras obras, contradice esta dicotomía. A veces se nos pone frente a un contrato con un principio áspero, casi intimidatorio, que advierte al lector desde el mismo comienzo: los pasajes son muy caros aquí. Si usted cree que no puede permitirse un cuantioso pago por adelantado, será mejor que ni siquiera intente entrar. No habrá concesiones ni descuentos. De este tipo es, por ejemplo, el principio de El sonido y la furia , de Faulkner. Pero ¿ qué es, en última instancia, un comienzo? ¿Puede existir, en teoría, un comienzo adecuado para cualquier relato? ¿No hay siempre, sin excepción, un latente "comienzo antes del comienzo"? ¿Acaso previo a la introducción, al prólogo? ¿Un acontecimiento anterior al génesis? ¿Una razón que diera motivo al factor del cual se originó la causa primera? Edward A. Said distinguió entre "origen" (un ente pasivo) y "comienzo" (que él considera un concepto activo). Si, por ejemplo, queremos empezar un relato con la frase "Gilbert nació en Gedera el día siguiente a la tormenta que arrancó el cinamomo y destruyó la valla", a lo mejor tendríamos que hablar de la caída del cinamomo, tal vez incluso de las circunstancias en las que se plantó, o tendríamos que remontarnos a cuándo, de dónde y por qué vinieron los padres de Gilbert a establecerse precisamente en Gedera, y contar por qué se fundó Gedera, y dónde estaba la valla destruida. Pues si Gilbert Kadosh nació, alguien tuvo que tomarse la molestia de engendrarlo; alguien tuvo que haber esperado algo, o temido, o amado o no amado algo. Alguien pidió y se le concedió; alguien disfrutó, o solo hizo como que disfrutaba. En suma, para que la narración esté a la altura de su obligación ideal, tiene que retroceder por lo menos hasta llegar al big bang , a ese orgasmo cósmico con el cual empezaron todos los bangs menores. Y, por cierto, ¿qué existía aquí en realidad justo antes del big bang ? ¿Una encarnación anterior de Gedera? En nuestro contrato inicial, el de la tormenta y el cinamomo, debiera existir, como un cromosoma, lo que un día hará que Gilbert Kadosh se case, luego se divorcie, ingrese en la policía, luego se retire y solicite un nuevo empleo, que es lo que da lugar a que conozca a Tsila, ese día que pidió -insistió; no, ni pidió ni insistió, sino algo entre insistir y pedir- que leyera su curriculum , y desde entonces Tsila se ha sentido fascinada por él, averiguando al final que Shmuel, que la ama, se está enamorando también de Gilbert. ¿O no deberíamos empezar por Gilbert ni por Tsila, sino por este Shmuel? ¿O incluso por la tatarabuela de Shmuel, Mathilda, que era también tatarabuela de Mathilda, la amiga de Tsila, la que fue a Grecia a buscar a su desconocida prima y tocaya?
Amos Oz nació en Jerusalén hace 69 años, estudió en Oxford y fue uno de los fundadores del movimiento pacifista israelí Shalom Aishav


Compromiso, lucidez y ternura
Las obras del escritor están marcadas por el uso musical del lenguaje hebreo y una profunda humanidad. Este rasgo se traduce políticamente en el rechazo del fanatismo y una actitud conciliatoria ante la confrontación entre israelíes y palestinos.
La lengua hebrea es un instrumento poderoso, expresivo y musical. Poderoso, porque en ella se escribió, allá a comienzos de la civilización judía, una fascinante biblioteca mítica, sagrada y secular, la Biblia hebrea; moduló luego una parte de esa enciclopedia de la interpretación y la polémica de los sabios del Talmud; más tarde produjo una cantidad de poéticas plegarias medievales, para sumergirse después, y durante muchos siglos, en una suerte de hibernación de la que fue rescatada recién a fi nes del siglo XIX. Lengua expresiva porque en su más honda memoria el hebreo guarda acordes bíblicos que poetas y prosistas seculares modernos entonan a menudo, evocando una expresión del Génesis o del Cantar de los Cantares, a veces hasta cambiando una palabra como un guiño de inteligencia hacia un lector que le descubre un nuevo matiz al texto consagrado. Y es una lengua musical porque resuenan en el hebreo voces de todas las épocas, es al mismo tiempo un instrumento fl exible, abierto todavía a la creación de términos y expresiones en un país en plena ebullición ideológica, cultural y política. Amos Oz decía en un reportaje: "Con los años entendí que no quiero reducirme a escribir prosa austera o barroca; lo que quiero es utilizar todo el diapasón. Cuando lo creo necesario, empleo las palabras más recónditas y olvidadas, y que vaya el lector a consultar el diccionario; no me importa. Y lo hago no para demostrar nada, sino porque tengo a mi disposición una orquesta entera y puedo emplear todos los instrumentos musicales del rico idioma hebreo". Esta reflexión venía a cuento de su novela La caja negra, que constituyó un punto de infl exión en su obra. A partir de ella comenzó la búsqueda de un idioma menos florido, más cotidiano, más propio del personaje que del autor. Seguía diciendo Amos Oz acerca de La caja negra: "Es una novela en cartas, en telegramas, de modo que hablan solo los personajes y yo callo. Quise oír en forma muy mimética el modo en que cada uno de ellos se expresa. De igual manera, en una novela como El mismo mar, el lector encontrará la música del libro de los Salmos al lado del lenguaje talmúdico y el del medioevo, y encontrará el lenguaje urbano telavivense más actual; hay de todo, depende de quién hable. Y no me importa orquestarlos uno al lado del otro y hasta gozo haciéndolo". Amos Oz suele decir que es más viejo que su país. Efectivamente, nació en Jerusalén en 1939, casi un decenio antes de la proclamación del Estado de Israel, pero su obra pertenece a una generación nacida a la literatura hebrea en los años sesenta; una generación que participó en esos años de todas las guerras de Israel y que en la década del setenta constituyó el movimiento Shalom Ajshav (Paz Ahora), encabezado precisamente por tres escritores: David Grossman, Abraham B. Yehoshúa y Amos Oz. Los tres dedican buena parte de su tarea literaria, periodística y ensayística a defender esa postura, pero es Amos Oz quien lo hace de un modo más agudo y sistemático. Si bien no se puede decir que sus novelas y cuentos tengan un contenido político, la mirada que translucen no es ajena a su postura ideológica. En varias ocasiones dijo que si lo obligasen a definir con una sola palabra de qué tratan sus novelas, diría que tratan de familias, y si fuesen dos las palabras, diría que tratan de familias infelices. En una de sus obras mayores, aparecida hace unos pocos años, Una historia de amor y oscuridad, recorre novelándola su propia memoria familiar con el trasfondo de los primeros años de Israel, y lo hace con una conmovedora lucidez y ternura. Ya adulto, el escritor puede hacer las paces con el suicidio de su madre cuando él solo tenía doce años, con su padre, consigo mismo y con su mundo. Dice: "Aprendí a ver a mis padres como si fuesen mis hijos y a mis abuelos, como mis nietos, de modo que este es un libro sobre el amor, el humor y la piedad; no es un libro airado ni doloroso sino lleno de compasión". Es la misma mirada con que observa el drama palestino israelí. Lo que lo mueve como activista y como escritor son las disputas entre dos familiares cuando ambos tienen toda la razón, y el suyo es un pacto intensamente judío con la vida, opuesto al fanatismo y a la inflexibilidad, sinónimos de muerte. Respecto de los colonos israelíes que sueñan con el "Gran Israel", Amos Oz dice que el sueño de ellos es su pesadilla, del mismo modo que su sueño es veneno para ellos. Este sueño suyo, opuesto a la fantasía religiosa de los colonos, es vivir en paz y en libertad, librándose de la ocupación de los territorios palestinos. "La solución –dice– es retomar el compromiso histórico entre palestinos e israelíes. Los palestinos reclaman su derecho sobre la tierra y tienen razón; los judíos israelíes, también. La solución es dividir la tierra en dos naciones: Israel y Palestina, que convivan en paz. Si me preguntan en cuánto tiempo, lo desconozco, pero tengo claro que no existe otra alternativa. Es necesario un ‘divorcio civilizado’ entre ambos pueblos, a la manera de Checoeslovaquia, en dos Estados." Amos Oz sostiene que la tragedia de israelíes y palestinos solo se puede resolver mediante un compromiso; nadie puede obtener el cien por ciento para sí. Ese espíritu de compromiso, compasión y ternura recorre también sus novelas. Y en sus ensayos se ríe de los intelectuales de izquierda que desprecian Hollywood, a los que no les gustan las simplificaciones americanas y, sin embargo, cuando se trata de Medio Oriente, quieren saber quiénes son los buenos y quiénes los malos, para abogar por los buenos y escupir a los malos, e irse a dormir tranquilos. Solo que la cuestión entre Israel y Palestina no es entre buenos y malos sino que se trata de un conflicto entre dos legítimos derechos, es decir que se trata de una tragedia. Y Amos Oz agrega: "Frente a las tragedias de Shakespeare, que terminan con el escenario lleno de sangre y la justicia tal vez prevalece, está Chejov: todo el mundo acaba triste, desilusionado, pero vivo. Yo y mis colegas de Paz Ahora no estamos buscando un fi nal feliz para esta tragedia porque no puede haberlo; lo que buscamos es una solución chejoviana, un compromiso". Al recibir en el 2004 el Premio Internacional Catalunya, fue entrevistado por Lluis Amiguet, y a su pregunta sobre la fe religiosa, Amos Oz respondió recordando un cuento suyo: "Un día paseando por Jerusalén me crucé –¿en qué otra ciudad del mundo podría encontrarlo?– con Dios. Lo invité a un café y hablamos como dos viejos amigos sobre lo divino y sobre lo humano y al final le dije: ‘Amigo Dios, siempre quise preguntarte cuál es la religión que más se acerca a ti: ¿el judaísmo, el cristianismo, el islamismo...?’ Y Dios me confesó de entrada que Él era poco religioso, y al fi nal, acabó reconociendo: ‘Hijo mío, creo que incluso soy un poco ateo’. Y eso mismo es lo que yo creo: seguramente, Dios es ateo". Y, después de una larga pausa, relata Amiguet, Amos Oz añadió sonriendo: "El humor es el mejor antídoto contra el fanatismo". Por Eliahu Toker
Para LA NACION
Sobre el comienzo de "El violín de Rothschild"
Anton Chejov
"Terribles pérdidas"
El título del relato de Chejov "El violín de Rothschild", publicado en 1894, engaña al lector en cuatro puntos: el Rothschild de la historia no es el famoso filántropo; no es el violinista; el violín no le pertenece hasta cerca del final del relato; ni siquiera es el protagonista sino simplemente un personaje secundario, un pobre flautista de los que tocan en las bodas, un judío empobrecido. El violín del título pertenece en realidad a un tal Yakov Ivanov, conocido por todos como Bronce. Este Bronce, un viejo que odia a los judíos, vulgar y cruel, se gana la vida fabricando ataúdes y a veces, por unos pocos kopeks, toca su violín en las bodas con un andrajoso grupo de músicos judíos. [...] Podemos hallar cierta similitud entre el comienzo de este relato y el de "Un médico rural": la premisa básica del arranque, en ambas historias, es rebatida en el transcurso del relato. El contrato inicial acaba desmoronándose y revela retrospectivamente un tipo muy diferente de contrato: como en "Un médico rural", en la narración de Chejov el lector tendrá que volver a leerlo y a valorarlo todo. El mundo de Chejov, impregnado de sutiles observaciones sociales, una leve pesadumbre y un humor compasivo, está desde luego muy alejado del mundo de pesadilla de Kafka. Pero el contrato que se despliega al principio de este relato (y al principio de algunos otros de Chejov) es engañoso. Al igual que el contrato de "Un médico rural", está lleno de puntos débiles.
El pueblecito era pequeño, peor que una aldea; vivían en él casi nada más que viejos, los cuales morían tan de tarde en tarde que incluso fastidiaba. En el hospital y en los calabozos de la cárcel había poca necesidad de ataúdes. En una palabra, las cosas iban mal. Si Yakov Ivanov hubiera sido fabricante de ataúdes en una ciudad de provincia, seguramente tendría casa propia y lo llamarían Yakov Matvéich, pero aquí en el pueblecillo le llamaban simplemente Yakov. [...]
El contrato inicial es engañoso porque el narrador adopta deliberadamente el punto de vista del viejo fabricante de ataúdes, así como su lenguaje y sus términos de referencia; al hacerlo, el narrador obliga al lector a realizar una especie de cautelosa "traducción": la avaricia es también una palabra en clave que encubre una profunda soledad. [...] La transformación trágica contiene la gran innovación de Chejov, tanto en sus relatos como en sus obras teatrales: eliminar la antigua barrera entre comedia y tragedia; borrar la estricta convención según la cual los personajes "bajos", los tipos toscos e ignorantes, pertenecen necesariamente a la esfera cómica -como mucho, en ocasiones se los coloca en una situación de patética consternación- mientras que la dimensión trágica se reserva exclusivamente a los personajes "nobles".


Sobre el comienzo de El otoño del patriarca
Gabriel García Márquez
"Como era posible que una vaca llegara hasta un balcón"

Al principio de la novela de Gabriel García Márquez El otoño del patriarca, una multitud invade el palacio presidencial. El narrador, que se halla entre la multitud, describe cómo las turbas encuentran el cadáver del patriarca, que ha gobernado el país durante cientos de años, o quizá desde siempre. [...] El principio es el final; la muerte del tirano y la caída de su régimen se han producido no porque haya pasado el tiempo, sino porque el tiempo se ha podrido; se ha desintegrado en "el tiempo incontable de la eternidad" (con estas palabras concluye el libro). Desde el comienzo mismo, se pide al lector, como si fuese a iniciar un viaje a un agujero negro en el espacio exterior, que sincronice su reloj con el tiempo que está fuera del tiempo. Además, si bien la novela está escrita en pasado verbal, al final descubrimos que el pasado no es solo lo que fue sino también lo que es y lo que será. [...] No obstante, el contrato inicial no invita al lector a un morboso valle de desesperación ni a una lúgubre alegoría metafísica. Por el contrario, el comienzo es una invitación a un carnaval sensorial. García Márquez pinta el horror del infierno en la deteriorada residencia gubernamental en matices de alegre escándalo: ... una tarde de enero habíamos visto una vaca contemplando el crepúsculo desde el balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria, qué cosa más inicua, qué país de mierda, pero se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por las escaleras [...] Desde el comienzo mismo de la novela ("Durante el fin de semana se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas "), el lector debe aceptar las reglas del juego; la completa eliminación de la línea habitualmente trazada entre lo respetable y lo burlesco, entre lo horrendo y lo cómico; entre la indagación metafísica y el gozo de la revelación sensacionalista, entre un gobernante endiosado y un general de opereta en una corrompida república bananera. [...] Desde el principio, el lector tiene que moverse por la novela por dos caminos paralelos: es una oscura fábula metafísica sobre el universo y su amo, y al propio tiempo una obra juguetona y ferozmente despiadada, llena de júbilo anárquico: kafkiana y carnavalesca a la vez, esta novela con aires de farsa logra ofrecernos un ciclo de delirantes pesadillas.


Sobre el comienzo de "Un médico rural"
Franz Kafka
"Una madera en el torrente"

El relato de Kafka "Un médico rural" (1919) es la historia de un médico rural al que llaman, una noche tempestuosa, en medio de una nevada, a visitar a un paciente gravemente enfermo. El médico acude a la llamada y logra vencer varios extraños obstáculos pero es incapaz de ayudar al enfermo. Al final se encuentra "con un coche terreno y caballos ultraterrenos [ ], yo, un anciano", vagando por los campos. En la conclusión del relato, el médico dice: "¡Traicionado! ¡Traicionado! Una sola vez que se conteste una falsa llamada de la campanilla nocturna y ya no hay esperanzas de arreglo". Esta última frase manda de nuevo al lector al principio de la narración, con objeto de investigar dónde exactamente cometió el médico el único y solo error que nunca se puede rectificar. Según indica todo, el relato contiene una cierta moraleja. Al parecer, si el médico hubiera conocido esa moraleja en las primeras horas de la noche, hubiera podido evitar totalmente el error fatal. [...] Por otra parte, en el comienzo hay un informe exacto de un acontecimiento real y creíble, en el curso del cual los hechos dan un giro de pesadilla. Al lector no le resultará nada fácil identificar el momento preciso en que tiene lugar este vuelco. Como en muchas de las obras de Kafka, no hay un repentino cambio de marcha, sino por el contrario una especie de intangible desdibujamiento de la realidad misma, una resbaladiza y elusiva distorsión de las dimensiones, una metamorfosis a través de la cual todo se va tiñendo poco a poco de la sombra de una pesadilla. Me encontraba en un serio dilema: debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me esperaba en un pueblo a diez millas de distancia; un fuerte temporal de nieve barría el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito liviano, de grandes ruedas, lo más apropiado para nuestros caminos de campo; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín de instrumental en la mano, esperaba en el patio, listo para partir, pero faltaba el caballo, no había caballo. El contrato inicial es solo el objeto del verdadero conflicto, el conflicto interno. De acuerdo con las condiciones de este contrato interno latente, el médico es culpable a priori , condenado y sentenciado desde el principio, a pesar de su inocencia, aun antes de atender la falsa alarma y aun antes de dar inicio a su serie de excusas. Desde el comienzo mismo, el médico no es más que una "madera en el torrente". Se lo halla culpable solo porque la culpa de un hombre está siempre al acecho.


Sobre el comienzo del relato "Nadie decía nada"
Raymond Carver
"Quita eso de ahí antes de que me haga vomitar"

El relato "Nadie decía nada", de Raymond Carver, forma parte de la colección ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? , publicada en 1976. Es la historia de un chico que se busca una excusa para no ir al colegio, se queda en su desierta casa viendo la televisión, va de pesca a un río, conoce a una mujer que despierta sus deseos, se encuentra con un chico raro desconocido con dientes de conejo y juntos pescan algo que recibe el nombre de Bigfish , se lo reparten y el chico narrador se lleva un trozo a casa; encuentra a sus padres en medio de una pelea, trata de llamar la atención sobre el regalo que les ha traído, pero ellos se vuelven y le gritan que por favor tire a la basura "esa porquería". El título del relato no es explicado del todo hasta el final, cuando resulta -aunque no se afirma- que se refiere al deseo que siente el chico de oír de sus padres una palabra amable sobre el botín que ha traído. Quizás esperaba obtener su amor. [...] Ni la esperanza ni la decepción aparecen expresadas en la narración; se hallan en los intersticios, que el lector es invitado a llenar. El comienzo no contiene ninguna manifestación de sentimiento o emoción que no sea el aborrecimiento y la irritación que cada miembro de la familia experimenta hacia los demás. La primera parte se compone de frases cortas que describen hechos y de fragmentos de diálogo.
Los oía hablar en la cocina. No podía oír lo que decían, pero estaban discutiendo. Luego se callaron y ella empezó a llorar. Le di un codazo a George. Pensé que si se despertaba y les decía algo a lo mejor se sentían culpables y paraban. Pero George es tan estúpido Se puso a dar patadas y a chillar.

-Deja de pincharme, bastardo -dijo-. ¡Te voy a acusar!

-Tonto de mierda -dije-. ¿Es que nunca te enteras de nada? [...] La tarea del lector, "reunir" las voces del primer párrafo para trazar un cuadro familiar, es una preparación para el papel activo que desempeñará más tarde. Tendrá que entender, a partir de la corriente de información factual-conductual del chico, su profunda soledad, su ansia de amor y su desesperado intento de arreglar unas relaciones que no tienen arreglo. [...] Desde el primer párrafo se incita al lector a imaginar a través de este velo de censura emocional, no solo lo que veían los progenitores cuando miraban medio pez, sino también -y primordialmente- lo que sucede en el relato interior: soledad, compasión por el sufrimiento de la madre, dolor por la desintegración de la familia, vanos intentos de hablar, fantasías, falta de amor y los reprimidos tormentos de la adolescencia.

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