lunes, 24 de marzo de 2008

RadarLibros, domingo 23 de marzo de 2008

nota de tapa

El hombre que renunció a su destino


Ettore Majorana fue un joven prodigio de la ciencia de la década del ’30: su talento despertaba las mayores expectativas y se contaba entre los alumnos selectos de Enrico Fermi, quien lo consideraba un genio en la estirpe de Galileo y Newton. Sin embargo, un día de 1938 dejó dos notas de despedida, tomó el barco que unía Nápoles con Palermo y desapareció para siempre. ¿Qué tuvo que ver su decisión con el desarrollo de la bomba atómica? ¿Por qué conmovió por igual a los claustros universitarios y a los despachos del poder fascista? ¿Y cuál es la pista argentina? Este es el caso que reconstruyó Leonardo Sciascia en su formidable La desaparición de Majorana (Tusquets), que acaba de llegar a las librerías argentinas.



Por Juan Forn

1- Una de las pocas fotos conocidas de Ettore Majorana.





2- Sciascia a fines de los años 80, a orillas del mediterraneo, el mismo mar sobre cuyas aguas desapareció majorana el 27 de marzo de 1938, cuando fue visto por ultima vez a bordo del barco que unía napoles con palermo. su desaparición cifra, para sciascia, un misterio científico que presagia la guerra mundial, la bomba atómica y los límites eticos del conocimiento.


En abril de 1938, en la sección Personas Buscadas de todos los grandes diarios italianos, se pedía información sobre el paradero de Ettore Majorana, siciliano de treinta y un años, visto por última vez el 27 de marzo anterior, en el barco que cruzaba diariamente de Nápoles a Palermo. Majorana era por entonces, a pesar de su juventud, profesor titular de física teórica en la Universidad de Nápoles. Enrico Fermi, el físico italiano que ganaría el Premio Nobel ese mismo año y luego se exiliaría en Estados Unidos e integraría el núcleo duro de científicos que desarrollaron la bomba atómica, dijo al enterarse de la desaparición de quien había sido fugazmente su discípulo, en Roma, unos años antes: “Hay varias clases de científicos. Están los de segundo y tercer orden, que hacen correctamente su trabajo. Están los de primer orden, que hacen descubrimientos que abonan el progreso de la ciencia. Y luego están los genios como Galileo o Newton. Pues bien, Ettore Majorana era uno de ellos”.
Lo curioso del caso es que Majorana no protagonizó ningún descubrimiento en su breve trayectoria como investigador, apenas publicó un par de artículos en vida (menos por iniciativa propia que por insistencia de sus colegas) y no dejó otros papeles póstumos que un largo ensayo que tenía muy poco que ver con la física teórica (trataba sobre la estadística como herramienta política contra el determinismo).
De hecho, ni siquiera fue para estudiar física que Majorana se trasladó de Sicilia a Roma: cursaba la carrera de ingeniería cuando uno de sus compañeros lo convenció de cambiar de carrera y postularse para integrar el legendario grupo de trabajo que Fermi había formado en el Instituto de Física, los “ragazzi di Via Panisperna”.
Hay personas cuya timidez las hace invisibles. Y hay personas que precisamente por no hablar atraen de modo estruendoso la atención sobre sí mismos, involuntariamente. Ese era el caso de Ettore Majorana –desde pequeño hasta el día de su desaparición–. La última carta que envió a su familia el día en que se perdió su rastro para siempre decía: “No vistáis de negro. Si es por seguir la costumbre, poneos alguna señal de luto, pero no más de tres días. Luego recordadme con vuestro corazón y, si podéis, perdonadme”. Veintiocho años antes, cuando aún no sabía leer, los adultos de la familia le hacían hacer cálculos de tres y cuatro cifras (multiplicaciones, divisiones, raíces cuadradas y cúbicas) delante de las visitas. El pequeño Ettore se metía debajo de la mesa, para concentrarse y para evitarse la exhibición también, y desde ahí daba los resultados, a los pocos segundos.
La corta y excéntrica vida de Majorana, su enigmática desaparición, el perfil que dibujaban su genialidad y su incomodidad con esa genialidad, fueron como un rodillazo en los cojones para la Italia de Mussolini. En el legajo judicial del caso, después de las dos notas de despedida que dejó Majorana (una a su familia, otra a su colega Corelli de la universidad), se suceden una afirmación de Fermi (“Con lo inteligentísimo que era, tanto si hubiera decidido desaparecer como hacer desaparecer su cadáver, lo habría logrado sin ninguna duda”), un asombroso aforismo del jefe de la policía fascista Arturo Bocchini (“A los muertos se los encuentra; son los vivos los que desaparecen”) y, a continuación, una sorpresiva anotación de puño y letra del mismísimo Duce: “Quiero que lo encuentren”. Subrayado dos veces.
Nunca lo encontraron. A pesar de las sugestivas evidencias que acercó la familia (Majorana llevaba encima su pasaporte y todos sus ahorros, que eran considerables y que había retirado esa mañana del banco, el día en que subió al vapor que hacía el trayecto Nápoles-Palermo, el día de su presunto suicidio; y por lo menos dos personas juraban haberlo visto semanas después de aquella misteriosa jornada), la policía italiana cerró, archivó y olvidó para siempre el caso en agosto de 1938.
Nada que fuese a intimidar a Leonardo Sciascia: un caso cerrado cuarenta años, con la mayoría de los posibles testigos muertos, o seniles, o imposibles de rastrear. A lo que había que sumarle el elemento siciliano: ese precipitador ambiental que pocas personas en Italia han explorado y enfrentado y retratado como Sciascia. Y precisamente por ahí empezó la magistral lección narrativa que nos ofrece en La desaparición de Majorana, el último de sus libros llegado a estas costas: ¿quién mejor que Majorana, alguien “oriundo de un lugar donde vivir contra la ciencia, o al menos sin ella, ha sido siempre lo normal”, alguien devenido científico y transplantado a Roma exclusivamente por su propia genialidad precoz, quién mejor que alguien así podía con su desaparición dar lugar a un mito, a un mito preventivo?, como agrega Sciascia.
Sabemos que a Sciascia lo pudieron siempre los relatos morales. Por lúdico, cínico o decontracté que logre sonar a nuestro oídos, sabemos que por debajo, en el fondo, al final, desembocaremos en un relato moral. Esa es su magia. Ese es su sino siciliano. Otros manejan la lupara; él maneja como nadie ese registro de las cien páginas y el chicotazo final (esas cien páginas que dan ganas de leer en voz alta de principio a fin, tan bien escritas están, tan llenas de inteligencia y belleza y verdad). Calvino y Pasolini lo admiraban por eso (también lo admiraban muchos otros, pero teniendo a esos dos qué necesidad hay de otros).
El relato moral que propuso Sciascia en esa oportunidad (porque el libro se publicó en Italia en 1975, aunque la traducción acabe de llegar a nuestras librerías) consistió en considerar a Majorana uno de esos científicos que sintieron la zozobra religiosa ante lo que alcanzaría indefectiblemente la ciencia –porque la ciencia no se sabría detener, no se querría detener, eso lo sabía cualquier científico–. Por eso desapareció Majorana en 1938: para no tener que inventar la bomba atómica –porque sabía que, si no se iba, no podría no inventarla.
Sciascia empieza La desaparición de Majorana por las primeras víctimas que tiene toda desaparición: los familiares del ausente y la ansiedad, la impaciencia, la decepción que se siente en esos casos ante la escasa voluntad y sagacidad y eficiencia de una policía que, ante una “desaparición con propósito de suicidio” (como se caratuló el caso Majorana) tiende a pensar que su tarea, su problema, se reduce a encontrar un cadáver o un loco. Porque nadie que deja dos notas suicidas (una, la carta a la familia; la otra, la carta a Corelli) no cumple después su cometido, salvo uno que tenga varios tornillos sueltos.
Sciascia lamenta que la rama napolitana de la policía fascista no supiera coincidir con Proust: “Las enfermedades de las personas inteligentes son fruto, en su gran mayoría, de la inteligencia. Necesitan un médico que al menos sea consciente de eso”. Para Bocchini y sus secuaces, en cambio, para el propio Mussolini, la voluntad de desaparecer de Majorana sólo podía deberse a la debilidad mental, a la sinrazón: se la volara o no después, había evidentemente perdido la cabeza.
Sin embargo, no hay una señal de desequilibrio en toda la vida de Majorana. Más bien todo lo contrario. Aunque no pueda hablarse de “normalidad” en su caso, hay una asombrosa serenidad en Majorana en relación con su “don”, desde la infancia hasta el momento de su desaparición. Serenidad y hasta pasividad también. Majorana no fue de los que, una vez “descubierto”, no pararon de brillar y asombrar. Ya incorporado al círculo selecto del Instituto de Física (después de ser abducido de la facultad de ingeniería), Majorana no desarrolló ni un solo proyecto. Es más: todas sus anotaciones y cálculos los hacía con un lápiz ínfimo en la marquilla de sus cigarrillos Macedonia, y cada vez que terminaba un paquete y lo arrojaba hecho un bollo, se despedía también de todas aquellas anotaciones. La única vez que no pudo con su genio, y verbalizó delante de sus colegas de la Via Panisperna la teoría de los protones y neutrones que casi dos años después formularía Heisenberg en Leipzig, se negó empecinadamente a ponerla en papel. Hasta que el alemán lo hizo –y cuando eso ocurrió, en lugar de mostrar desdén o envidia por Heisenberg, pasó a considerarlo una especie de amigo desconocido, “alguien que sin saber de él lo hubiera salvado de un gran peligro”.
De hecho, la única vez que Majorana pidió algo mientras estuvo en el Instituto de Física fue una beca para estudiar con Heisenberg en Leipzig. “Para que nos entendamos –dice Sciascia al respecto–, Heisenberg vivía el problema de la física y su papel como físico dentro de un vasto y dramático contexto de pensamiento. Era un filósofo.” Majorana tenía veinticuatro años cuando estuvo en Leipzig. Nadie sabe de qué hablaba con Heisenberg en las caminatas que hacían los dos solos. Los miembros sobrevivientes del grupo de Leipzig sólo recuerdan en silencio a aquel joven italiano, o contestando con monosílabos, tanto en las jornadas de trabajo como en las pocas veladas sociales a las que asistió.
Sciascia se atreve a imaginar aquellas conversaciones (“¿para qué, si no, se esforzó tanto Majorana por aprender alemán?”). Y nos dice al respecto: “En un mundo más humano, más justo y cuidadoso a la hora de elegir sus valores y sus mitos, la figura de Heisenberg nos parecería más digna que la de otros físicos que por esas mismas fechas trabajaban en energía atómica. Heisenberg no sólo no desarrolló la bomba atómica para Hitler sino que se pasó la guerra aterrado de que los otros, los del otro lado, estuvieran haciéndolo”. Y, como bien se sabe (en el libro Monstruos de buenas esperanzas, de Nicholas Mosley, comentado en estas páginas el año pasado, hay uno de los mejores relatos del hecho), ya en 1933 envió Heisenberg ese mensaje a los físicos ingleses, a través de su maestro Niels Bohr (lamentablemente, el viejo y sabio Bohr, que se sumió en un creciente misticismo en sus últimos años, no transmitió el mensaje, fuese porque no lo registró o porque no le creyó a Heisenberg).
Lo cierto es que, desde su regreso de Leipizg en 1933 hasta que se fue a Nápoles en 1937, Majorana apareció sólo una vez por el Instituto de Física. Y lo hizo para presentarse a concurso por la titularidad del grupo de trabajo cuando Fermi dejó el puesto (decidido como estaba a emigrar a Inglaterra o Estados Unidos en cuanto se diera la ocasión). El revuelo fue mayúsculo. El propio Fermi había reconocido delante del grupo la genialidad de Majorana, ¿pero depositar el trabajo de todos en manos de él? La solución, gestionada a toda velocidad entre gallos y medianoche, fue un decreto del Ministerio de Educación nombrando “por mérito” a Majorana titular de la cátedra de física teórica de la Universidad de Nápoles. Mejor mantenerlo ocupado enseñando.
Después de la desaparición de su hermano, Maria Majorana recordó haberle oído decir varias veces “que la física (o los físicos) iban por mal camino”. Y Corelli, el decano de la facultad napolitana con el cual Majorana conversaba largamente después de dar clase, dice haber tenido la impresión de que su joven colega “estaba trabajando en algo que le absorbía gran parte de su energía y de lo que evitaba hablar”.
El 26 de marzo de 1938, tres meses después de la llegada de Majorana a Nápoles, Corelli recibe en su domicilio una carta y un telegrama. La carta anuncia: “He tomado una decisión a estas alturas inaplazable. No es por egoísmo. Pero te pido perdón por traicionar tu confianza”. El telegrama, remitido con carácter de urgente y llegado unos minutos después que la carta, dice: “El mar me rechaza. No creas que soy una de esas jovencitas ibsenianas, porque es distinto. Renuncio a la docencia. Seguiremos en contacto”.
En la misma fecha fue despachada la carta a la familia. Recordemos: “Poneos alguna señal de luto, pero no más de tres días. Luego recordadme con vuestro corazón y, si podéis, perdonadme”. A la policía le pareció evidencia suficiente: Ettore Majorana habría tenido sus dudas pero acabó cumpliendo su propósito de arrojarse al mar desde el barco-correo nocturno que unía Nápoles y Palermo. Las corrientes de la bahía impidieron que se recuperara el cuerpo. Caso cerrado.
Sciascia termina su libro con una visita a un monasterio de clausura en el centro de Italia. Lo lleva un viejo amigo, el periodista Vittorio Nisticò, director del periódico comunista de Palermo, L’Ora, quien pasó por ese mismo monasterio de muy joven, como integrante de las tropas aliadas, y recuerda que uno de los monjes, que le ofreció comida cuando la patrulla de Nisticò hizo un alto en aquel monasterio, le había contado que entre los monjes de clausura había “un gran científico” que había elegido “retirarse del siglo”. Por lealtad esencial, no diré otra palabra sobre el formidable final de La desaparición de Majorana.
Les propongo, en cambio, un drástico cambio de registro. Pasemos de la afilada prosa de Sciascia a ese aquelarre verbal y visual que es la RAI. El popular programa Chi l’ha visto? (precursor del Gente que busca gente de Franco Bagnato) dedicó una de sus emisiones en el año 2006 la desaparición de Ettore Majorana. Créase o no, un equipo del programa se trasladó hasta Buenos Aires (“La pista argentina”) para entrevistar a un inspector de policía retirado de apellido Giménez, quien tras mirar brevemente una foto de Majorana tomada cuando éste tenía veintitantos años declaró muy suelto de cuerpo que lo había visto unas cuantas veces en los años ’60 (es decir, cuando Majorana habría tenido más de cincuenta años). A continuación, la madre de un tal Tullio Magliotti aseguró haber oído a su hijo hablar del tal Majorana por la misma época y, luego, la esposa de un tal Carlos Rivera rememoró un presunto encuentro de su marido con Majorana que habría tenido lugar en el Hotel Continental, donde se habría hospedado el científico por entonces. Al volver a piso, la conductora del programa, Federica Sciarelli, aseguró que continuarían las indagaciones en torno de “la pista argentina” y que pronto habría una nueva emisión sobre Majorana con más resultados.
Como la investigación de Chi l’ha visto se consideraba a sí misma “seria”, no incluyó en el programa otra hipótesis que se maneja sobre el misterio Majorana: que habría sido L’OmuCani, el “hombre-perro”, un vagabundo que erraba por las calles del pueblo siciliano Mazara del Vallo hasta que apareció muerto por causas naturales la mañana del 9 de julio de 1973. L’OmuCani ayudaba a los jóvenes del pueblo con sus tareas de ciencias y se ayudaba para caminar de un bastón con la fecha 5-agosto-906 tallada en él. Ettore Majorana había nacido el 5 de agosto de 1906.


La desaparición de Majorana

Leonardo Sciascia

Traducción: Juan Manuel Salmerón

Tusquets

119 págs.



Fenomenos

(Des)hecha en Japón

La novela celular hace famas, toma por asalto los rankings y promete un nuevo lenguaje en el país del haiku y la primera novela clásica

Por Rodrigo Fresán

“Made in Japan” equivale –desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, con la invisible invasión de transistores y miniaturas y la revancha radiactiva de macrocriaturas como Godzilla & Co.– a despacho desde otro planeta. Otro planeta que está en éste y cuyas virales invenciones sci-fi enseguida contagian al resto del globo.
Ahora son las novelas escritas y leídas en la pantalla del teléfono celular –las keitai shousetsu– las que vuelven a producir una cierta molestia ante la frenética evolución del aparato. Progresos que uno querría, por ejemplo, para aviones y aeropuertos.
Se sabe, se padece: en los últimos años el teléfono ha experimentado transformaciones dignas de la imaginación de un científico loco, ascendiendo en el inconsciente colectivo adulto a objeto de deseo y status, y agitando las hormonas de jóvenes con modales de droga dura. Con una inagotable capacidad para abducir funciones de otros electrodomésticos (pronto, de seguir así, se utilizarán para cualquier cosa menos para comunicarse) ahora, en el imperio del sol por siempre naciente, ha llegado el momento de leer por teléfono.


FIEBRE AMARILLA

Y no es que en Occidente no se hayan detectado ya síntomas: el celular se utiliza cada vez más para mirar (proyectando contenidos exclusivos de películas y series y potenciando la capacidad zombificante del engendro, como en Cell de Stephen King) y hasta se ha agotado en España algún poemario inspirado por una Musa Operadora con la jerga de los SMS.
Pero lo de Japón –con 78.000.000 de celulares activos– es tan grave como la fiebre amarilla. Los datos no mienten: la cultura responsable de una de las formas más nobles de la poesía (los haikus) y de la considerada primera novela clásica (La historia de Genji) ahora parece entregada a los pulsos y pulsiones de la literatura telefónica. Desde el 2003, los primeros puestos de las listas de best-sellers niponas aparecen literalmente tomados por los tonos de libros originalmente telefoneados. Escritos por autoras primerizas y anónimas y veinteañeras (y súbitamente célebres) con corintelladianos títulos como Amor profundo o Amarte otra vez o Cielo de amor. Millones de ejemplares vendidos en formato libro luego de haber sido descargadas por lectores adictos a las pequeñas pantallas que verán, ahí mismo, las veloces adaptaciones cinematográficas a la gran pantalla de todo eso.
Y la condena de periodistas y escritores y académicos no se ha hecho esperar: Japón es desde siempre un país de gran tradición lectora (sobre todo en medios de transporte, donde está mal visto hablar por teléfono) y está claro que de semejante soporte no surgirá una nueva En busca del tiempo perdido o algo que los rebeldes de Fahrenheit 451 consideren digno de memorizar para un futuro mejor.
Los enganchados al formato –ya sean productores o consumidores– no están interesados en la profundidad de largas sagas. Y basta con buscar y encontrar ejemplos de la prosa en Internet y enseguida comprender que de lo que aquí se trata y se cuenta es poco más que –como canta Pete Townshend– “tierra baldía adolescente” para gozo de lo que ya se conoce como “La Generación del Pulgar” (más datos en internet en el muy interesante ensayo Mobile Phones, Japanese Youth, and the Re-Placement of Social Contact de Mizuko Ito). A saber: invariable primera persona del singular, interacción con los lectores (que llegan a sugerir o imponer cambios), frases cortas, emoticones, pocos y superficiales personajes, tramas melodramáticas, maniqueísmo, amores y altas dosis de sexo y violencia con heroínas sufriendo violaciones en grupo, embarazos, abortos, contagio del sida, alienación, esas cosas.
“Soy bajita, soy estúpida, no soy bonita, no valgo nada, y no tengo sueños”, se presenta la sufrida protagonista de Cielo de amor. Y así –consciente o inconscientemente– parece convertirse en su propia y despiadada crítica literaria.
Si hay algo de buena suerte, Haruki Murakami escribirá una gran novela sobre los años de esta peste. O, si hay todavía mejor suerte, si la cura se descubre pronto, tal vez ni siquiera llegue, tal vez no haga falta escribir nada.



VUELTA DE PAGINA

Todo esto no quita –la Resistencia es poderosa– que el año pasado se hayan vendido en Japón 300.000 ejemplares de Los hermanos Karamazov. Están también, claro, los que dicen que mejor leer algo que no leer absolutamente nada. Y seguramente sean aquellos que, con el flamante Kindle (“dispositivo inalámbrico de lectura” patrocinado por la librería virtual Amazon, cuya primera tirada se agotó en horas y que supuso casi evangélica portada de Newsweek así como las alabanzas de la novelizada Toni Morrison), tienen hoy los mismos sueños húmedos que alguna vez dedicaron a los efímeros e-books. Otros, eufóricos, defienden y celebran el nacimiento de “un nuevo idioma narrativo”. En lo personal, me parece que habría que aplicar las ventajas de lo novedoso sin jamás perder de vista lo que fue, lo que sigue siendo. No creo que nadie esté esperando un nuevo lenguaje narrativo pero no estaría nada mal que se agilice el aprendizaje y se mejoren las aplicaciones del lenguaje de siempre. Es decir, por ejemplo, ya que estamos: no está nada mal la red si no se cae en ella. Una cosa es entrar y salir, otra muy distinta es quedarse enredado, para siempre, ahí dentro y, solipsistas, pensar que se está haciendo ahí la Historia que no se quiso o, seguramente, no se pudo hacer aquí.
Ya en 1994, en Elegías a Gutenberg (Alianza) Sven Birkerts anticipaba tiempos oscuros para las letras en la encandiladora Era Electrónica. Si no se entrena desde el principio a alguien en el placer de la decodificación de frases complejas, difícilmente se las quiera escribir después, decía. Meses atrás, Caleb Crain en The New Yorker (“El crepúsculo de los libros”) advertía sobre las zonas cerebrales que no se activan nunca en jóvenes más acostumbrados a sostener un móvil en la palma de la mano que a agarrar un libro utilizando todos sus dedos. Así, más temprano que tarde, alcanzaríamos la práctica pero estéril lengua de las máquinas: on, off, out of batteries y a esperar el milagro de que el medio sea el mensaje y que la tecnología sea la que certifique los méritos. De este modo, se habrá cumplido uno de los sueños de Warhol: la botella de Coca-Cola se impondrá sobre la bebida que contiene y los envases (los formatos, las formas) vencerán a los contenidos (los fondos, lo profundo).
La esperanza reside en que –como ocurre con toda moda móvil– el fenómeno sea pronto suplantado por una variante acaso peor pero también de vida más o menos corta sin perder nunca de vista el destino definitivo de semejante ingenio: ser arma arrojadiza de la top-model Naomi Campbell.
Mientras tanto y hasta entonces, los lectores de verdad todavía respiran tranquilos: no existe aún –por más que el Kindle asegure que la resolución de su pantalla es similar a la del “papel verdadero”– mecanismo que nos ofrezca esa sensación de íntima victoria y de épica expectativa que sólo ofrece el unplugged pero electrizante gesto de voltear una página.
Muy distinto es lo que uno siente por los amados libros de siempre cuando llega el momento de una mudanza.
Pero mejor no escribir o hablar –ni siquiera por teléfono– de ciertas cosas.

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