jueves, 21 de marzo de 2013

Céline/Feinmann-González/Trevor/Mizayawa Kenji


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Escupiré sobre vuestra tumba

Cuando en 2011 se cumplieron cincuenta años de su muerte, Louis-Ferdinand Céline quedaría finalmente excluido de los festejos nacionales que Francia les dedica a sus artistas, escritores e intelectuales. Las heridas por su antisemitismo no terminaron de cerrar. Este año, de todos modos, seguirá siendo objeto de biografías y ensayos que vuelven una y otra vez sobre su genio literario y su mal genio humano. En Argentina acaba de publicarse el Céline de Philippe Sollers, donde se reúnen los textos que el novelista e intelectual de Tel Quel le dedicara a lo largo de cuarenta años. Desde París, Sollers habla sobre su libro y los desafíos que el más grande de los malditos franceses sigue provocando en la cultura de su país.

Por Juan Pablo Bertazza
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El 21 de enero de 2011, cuando el por entonces ministro de Cultura Frédéric Mitterand retiró el nombre de Céline de los festejos nacionales de ese año, la historia y la histeria volvían a repetirse. Porque no fue esa la primera vez que, tras amagar con dárselo, terminaban dejando a Céline sin ningún tipo de reconocimiento oficial: en marzo de 1987 la municipalidad de Montpon-Ménestérol inició los trámites para la creación de la calle Louis-Ferdinand Céline, pero debió renunciar inmediatamente a su propósito por la férrea resistencia de un comité de ex combatientes. En 1985 se había intentado poner una placa en la fachada de su célebre departamento en la calle Girardon, donde Céline vivió durante la guerra, pero luego de un primer acuerdo sobrevino el rechazo de la prefectura de París. En 1992, un nuevo intento: el boletín celiniano solicita que se nombre monumento histórico a su última casa en Meudon, locación de muchísimas escenas literarias de sus libros Rigodón y De un castillo a otro, pero el pedido también fue desestimado, en este caso, por intercesión de la Dirección general de asuntos culturales. Por último, en 2010 se intentó poner una placa conmemorativa en la casa que ocupó el escritor en Génova, pero también quedó sin efecto luego de que el propietario del inmueble recibiera una serie de amenazas anónimas.
Cuando llegó el 2011 muchos pensaron que la historia no se volvería a repetir. Todo estaba encaminado, de hecho, para el homenaje nacional por el cincuentenario de su muerte. Hasta que la Asociación de hijos e hijas de judíos deportados en Francia pidió que la celebración quedara sin efecto a causa de su antisemitismo furibundo. Mitterand escuchó el reclamo, releyó uno de los tres panfletos en cuestión, Bagatelas para una masacre, y expresó su veredicto: “no caben dudas”.
“Te puede gustar Céline sin ser antisemita, como te puede gustar Proust sin ser homosexual” dijo en alguna oportunidad Sarkozy sobre Céline. Y, alcoyana, alcoyana, la otra fanática era Carla Bruni, pero Bruni antes de conocer a quien sería su futuro esposo. De hecho, hace muchos años la cantante le pidió a un amigo novelista que le presentara a Lucette Destouches, la viuda de Céline que, con cien años de edad y plena de proyectos de reediciones, vive aún en la célebre casa de Meudon, una apacible comuna ubicada en la periferia sudoeste de París.
Uno de los grandes enigmas tiene que ver, entonces, con tratar de explicar su brote antisemita luego de la escritura de dos notables novelas que no dejaban aflorar (casi) ningún rasgo de racismo: Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito. Una teoría aduce que el joven Louis Destouches, nacido el mismo año en que se destapó el escándalo Dreyfus, vivió su niñez y adolescencia en un mundo donde predominaban los pequeños comerciantes antisemitas. La otra teoría, que no excluye ese tufo familiar antisemita, puntualiza algunos acontecimientos fundamentales en los que convergen la decepción amorosa y el resentimiento literario: en 1934, en un viaje a Estados Unidos, Céline descubre que el gran amor de su vida, la bailarina Elizabeth Craig (a quien le dedica Viaje al fin de la noche), lo abandonó por un tal Ben Tankel, hijo de una familia de inmigrantes judíos rusos. Por otro lado, la recepción crítica de Muerte a crédito fue mucho menor a sus expectativas: “son todos sucios tontos y judíos”, lanzaba Céline en las primeras páginas de Bagatelas, acreditando la idea de que el fracaso relativo de su novela y el nacimiento de su antisemitismo podrían estar ligados. De hecho, Muerte a crédito apareció en las librerías el 12 de mayo de 1936, una semana después de la asunción al poder de León Blum, cuyas reformas en importantes avances sociales hicieron que hoy sea considerado una de las grandes figuras del socialismo francés.
A pesar de todo eso, Céline es uno de los grandes genios literarios del siglo XX, en Francia sólo comparable con Proust. Artífice de una verdadera revolución copernicana en el lenguaje y el estilo, Céline empleó muchas veces la imagen del bastón en el agua para explicar su singular poética: “para que un bastón parezca recto en el agua y poder evitar la refracción de la luz solo hay que torcerlo bajo el agua”. Ese era su poderoso método: retorcer el lenguaje hablado para poder imprimirle una emoción fluida en el escrito.
Rebautizado Céline en homenaje a su madre y su abuela materna, Louis Destouches ejerció de médico, viajó y tuvo que exilarse a lo largo del mundo cuando lo acusaron de cómplice de la ocupación alemana en Francia. Ante cada visita al tribunal, se presentaba diciendo que era “una víctima de una especie de affaire Dreyfus al revés”. Antes de eso, combatió en la Primera Guerra Mundial dejándole heridas y secuelas que lo acompañarían hasta su muerte.
Vida compleja y transversal dentro de los escritores polifacéticos, las anécdotas de Céline parecen no tener fin, acaso porque participó de todos los dramas del siglo veinte y, al mismo tiempo, su obra es fuertemente autobiográfica: fue utilizado como bandera para unas elecciones municipales celebradas en 1953 en Meudon, de hecho, en uno de los afiches se lo define a Céline como “escritor hitleriano y pornográfico, y amigo íntimo de muchos nazis”, además de ponerlo a la misma altura de un antiguo ministro del lugar, Fernand de Brinon, y de un alto jerarca nazi, Otto Abetz. Por otro lado, a pesar de que su obra nunca se llevó bien con el cine, Céline apareció en una película del período entreguerras llamada Tovaritch, un film de 1935 del célebre director teatral Jacques Deval, quien lo habría tentado para hacer una versión hollywoodense de Viaje al fin de la noche. Céline aparece algunos segundos durante las primeras escenas del film, donde lo vemos pasar por un almacén, y sólo pronuncia una frase: “Au revoir, monsieur”.
Una buena modalidad para evaluar la importancia y complejidad de una personalidad histórica es indagar en la cantidad de biografías y libros escritos al respecto. Los de Céline, además de ser múltiples, no paran de salir. Entre los más destacados se cuenta la flamante biografía Céline de Henri Godard, la publicación de Cartas a la Nouvelle Revue Francaise, con prefacio de Philippe Sollers precisamente, donde Céline se muestra cruel, divertido, intransigente. Y hasta un monumental libro de más de mil páginas llamado De un Céline a otro, cuyo autor, David Alliot, desencantado con las formas convencionales de realizar una biografía, se propuso nada menos que recopilar todo lo que alguna vez se dijo sobre el escritor en un verdadero caleidoscopio de testimonios en los que conviven su viuda, sus compañeros de regimiento, escritores, amigos de la última hora y todos quienes lo conocieron.
En los próximos meses, aparecerá en Francia El Caso Céline, los archivos daneses, de Francois Marchetti y Heinz Frellezen, investigación en la que se incluirá el documento correspondiente al proceso verbal de arresto de Céline el 17 de diciembre de 1945 (rescatado del Ministerio de Justicia de Dinamarca), un dramático episodio que le valdría un año y medio en prisión, y revela que el escritor estaba armado con un revólver y también sospechado de haber practicado abortos clandestinos.



Para liberar al maldito

Por Alejandra Varela
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Céline Philippe Sollers Paradiso 110 páginas
Puede tratarse de una cuestión de carácter, o de un actor con una sensibilidad especial para escuchar y para reconstruir esos fragmentos de voces, ya que las palabras suelen encimarse, se presentan desprolijas, atropelladas. Del otro lado un público ofendido, intérprete de una ofensa. Es lógico que no quieran a Louis-Ferdinand Céline, ya que el autor odia a esa humanidad que le sirve de ingrediente para su literatura. La corta en pedacitos y la devuelve sangrante, espectral, con sus vísceras afuera, como Prometeo ofreciendo su hígado a las aves de rapiña.
Céline ha dejado una marca, entonces es imposible no escribir sobre él. El “problema” Céline es el lenguaje de la literatura francesa, el idioma callejero y burlón. Un Fausto que ha sellado su pacto con el demonio en la pureza de dar vuelta la escritura y mostrar todas sus hilachas, sus puntos suspensivos. “No se puede curar el miedo, Lola”, sentencia el protagonista de Viaje al fin de la noche. El autor detrás de esa frase se convierte en un fantasma producido en la prisión de Vestre Faengsel que visita a Phillippe Sollers para murmurarle confidencias.
Céline es, en el texto de Sollers, el personaje de una tragedia, su desmesura, su imprudencia es la de hacer palpable esa forma rancia de la vida que dibuja sujetos mediocres. Vuelve liviano el drama para internarlo en un territorio común a todos, accesible en su abanico de implicancias y culpas. Ese arrebato por incriminar a quien lo escucha es imperdonable.
No es, entonces, el antisemitismo de Céline el problema sino su estilo. Su sinceridad es la válvula para activar el fascismo de los otros. Esa pasión que Sollers señala en Céline es una manera brutal de salir de la norma. Céline explicita un fascismo que habita secretamente en su auditorio. Manifestarlo se parece demasiado a dejarlos desnudos, a llevarlos al abismo del ridículo, ya que existe la posibilidad de que se trate de una broma, de un modo de hablar del nazismo desde la parodia, desde la peligrosa identificación. Reconocerse como antisemita es una manera de sacar el Mal de la vitrina donde parece encerrado y convertirlo en un objeto tangible y contagioso. Ir hacia Céline se parece a la posibilidad de desaparecer en él, de no reconocerse.
La tentación en la que cae Sollers es la de pensar a Céline como un escritor total, que abre las compuertas de la literatura francesa a una sonoridad que despabila. El estilo como una máquina capaz de trasformar cualquier ideología, de hacer del nazismo una metáfora, el sacrificio de ese héroe malogrado que es Céline. Si el escritor es una figura molesta, su antisemitismo es la manera que encuentra de irritar, de darle corporalidad al Mal hasta correr el riesgo que adquieran su nombre y su cara. Sollers atraviesa la osadía de pensar que esa transgresión es la que convierte a Céline en una figura descollante. El protagonista no se amedrenta, se abraza a esa noche que no tiene regreso y la convierte en la materia de una obra literaria que se desentiende de los panfletos de su autor.
De nada servirá un escritor biempensante y apocado en su modo de ver el mundo. Sollers encuentra en esa concordia una amenaza que silencia cualquier apasionamiento. Se enamora de una idea. Pensar el antisemitismo de Céline como una pasión puede presentarse como un recurso fascinante pero tal vez atrapa a Sollers en un error. Como el héroe de una tragedia capturado por la desmesura, Céline sería alguien que no puede pensar, ciego ante el destino. Alcanzado por un rapto de locura, como si un rayo lo hubiera transformado en un demente, Céline se vuelve a los ojos de Sollers el chivo expiatorio, el exiliado que debe huir de Francia hacia Copenhague acorralado por las amenazas, acusado de traición a la patria, sometido en la cárcel danesa a una tortura demasiado parecida a la que padecen en ese mismo momento las víctimas de los campos de concentración.
Es verdad que el antisemitismo de Céline es demasiado deliberado como para no encerrar en sí mismo una trampa, si se lo compara con Martin Heidegger, aun con su rectorado en la Universidad de Friburgo y sus observaciones sobre la belleza de las manos de Hitler, Céline es un bufón vociferante que contrasta con el modo lúcido en que su literatura supo contar el horror. Pero no alcanza con enfrentar a Céline con un racimo de escritores políticamente correctos que producen una literatura insípida, carente de crítica y que se refugian en la partitura progresista. La confrontación existe pero la acción de Céline entra en tensión con su obra al límite de llevar a que esa soga que equilibra cada extremo se desgarre entera. Su literatura no puede borrar su adhesión a una ideología que hizo de la supresión del otro una herida que destrozó al sujeto para siempre.
Sollers construye un edificio de palabras fabulosas que se sostienen en la lucidez de una verdad que obliga al lector a volver a Céline para liberarlo de su antisemitismo y descubrirlo como un autor que va más allá de sí mismo, dejando fisuras en sus propias palabras, pero no puede evitar disculpar a Céline al zambullirlo en el mar de una culpa colectiva, al dibujarlo como un exiliado de las letras que despierta un odio asombroso, alimentado del mismo monstruo que se intenta combatir.
El Céline editado por Paradiso es una recopilación de variados artículos que Sollers publicó en diferentes medios y editoriales francesas desde los ’60. En la repetición de algunas frases se nota la persistencia de haber convertido el caso Céline en una militancia personal. El libro apela a un lector conocedor de Céline a quien brinda provocadores argumentos para la discusión.
Céline es el personaje que encarna lo mejor y lo peor de una época, el reflejo donde conviven las imágenes de la barbarie con sus víctimas y verdugos. Se convierte, así, en uno de sus personajes, tocado por la guerra que habla en el idioma de los cadáveres.





Philippe Sollers habla desde París

El hombre que ríe

Por Pablo E. Chacon
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“Al principio, leí los últimos libros de Céline, De un castillo al otro y Fantasía para otra ocasión. La gran poesía que emana de su prosa me pareció extraordinaria. Nada que ver con la novela realista y naturalista. Su estilo enfrentaba directamente a la Historia, y por esa razón se convirtió en un chivo expiatorio. Su estilo: una especie de martilleo musical. Y la risa, algo totalmente nuevo. No hay nada más divertido que Conversaciones con el profesor Y. El francés `desea’ profundamente esta risa que Molière y Voltaire simbolizan como un desafío constante del espíritu a la pesadez del resto de los hombres del planeta.”
Philippe Sollers responde sobre Céline desde París en medio de la gira de presentación de su último libro, Portraits de femmes (Retratos de mujeres), continuación por otros medios de Femmes (Mujeres), la novela –publicada en castellano en 1986– donde completa el giro desde el hipervanguardismo de la revista Tel Quel al “clasicismo” de L’infini, siempre un paso delante de sus colegas.
“Los panfletos de Céline siguen prohibidos en Francia, pero desde el año pasado se puede conseguir una edición crítica canadiense irreprochable; leer, o fingir que se leen esos panfletos sin una edición crítica, es una impostura constantemente manipulada. Los dos autores más escandalosos del planeta son Sade y Céline. Escribieron en francés, ¡qué casualidad!”
En los últimos años, y sobre todo a raíz de los cincuenta años de la muerte de Céline en 2011, cuando el Ministerio de Cultura le negó los festejos nacionales, se terminó de expulsarlo del panteón, o por lo menos, se dejó en claro que su reivindicación como escritor no incluirá jamás a su persona. “Yo también creo que los automatismos biempensantes en la actualidad son un peligro. Existe una subestimación de las pasiones bajo la ilusión de que se las podría aplastar con el peso del consenso. Bueno, Céline hizo todo lo contrario. Se convirtió en el tipo que denunció con mayor precisión la violencia, la institucionalización de las disciplinas, el temor y el temblor de un siglo que empeoró todavía más cuando él se murió. Céline habla de lo que conoce, y no diría que su antisemtismo era sólo una provocación. Era algo más que eso. Pero la gran mayoría de los franceses eran antisemitas, incluso algunos miembros de la Resistencia, y muchos ingleses también. Cuando en 2011 el gobierno francés decidió no saludar oficialmente el cincuentenario de su muerte, sólo estaba cometiendo una ridiculez, ejerciendo otra vez ese automatismo biempensante al que es tan aficionado por derecha o por izquierda, si es que esos términos todavía dicen algo.”
Amigo de Roland Barthes, Louis Althusser, Jacques Lacan, Régis Debray, padre de un hijo de Julia Kristeva, ex maoísta en los ’60 pero siempre “chino”, hombre culto, de mil flores y mil amantes, Sollers se ocupa de Casanova, Venecia, Pascal Quignard, Mozart, Céline, Matisse, Proust, el psicoanálisis, siempre, sin ahorrarse críticas a los herederos del autor de los Escritos. Y en estos días, ahora mismo, promoviendo desde sus columnas semanales en Le Point, críticas ácidas, bien fundadas, al socialismo de François Hollande; involucrado en la aprobación de una ley de matrimonio homosexual y en la legalización de la marihuana, con la boquilla de fumador y trasfondo de espectáculo, después del suicidio de Guy Debord, el teórico de esa sociedad que en la pluma de Sollers parece que fuera su invento. Este hombre, que ha leído y ha escrito mucho, se las arregla. Sus clásicos, sus amores, su falta de resentimiento, su sentido del humor, su jovialidad, su desprecio por el poder y las burocracias lo han inmunizado contra las proporciones del miedo que asalta hoy al macho alfa. Céline es el hombre que ríe. Sollers es un hombre que ríe. ¿Céline colaboracionista? ¿Y el resto de los franceses, dispara? Se salvan algunos. Sollers siempre está de moda. Y conoce el truco para que no sea evidente. Así lo cuenta en el flamante Portraits de femmes. “Supongamos alguien refractario de nacimiento. Muy pronto se va a dar cuenta de que hay un trucaje masivo. Su familia es un montaje azaroso; su país, una fábula; la escuela, una prisión de futuros cadáveres; la armada, una comedia penosa; la religión, cualquiera sea, un opio de mala calidad. Lo que entiende aumenta sus dudas, la publicidad incesante le da náuseas (...) ¿Se ocupará del dinero? No. ¿De política? Tampoco. ¿De la feria de las imágenes? No hay tiempo; sólo, quizá, como medio de sobrevivir en el país de los locos y las locuras. Este hombre, ¿no es entonces ‘humanista’? No cometerá la estupidez de declararse antihumanista. ¿Es ateo entonces? No, el papel es ingrato, y reclama convicciones. Pero entonces, ¿Dios, la fe, la verdad, el porvenir de la humanidad, la ciencia? Las ciencias, por qué no, las matemáticas primero.”





Una puerta abierta a Oppen

George Oppenheimer, quien luego abreviaría su apellido a Oppen, fue un poeta de izquierda a quien Ezra Pound, aun en las antípodas ideológicas, apreciaría enormemente. Su obra planteó en forma permanente la pregunta de por qué escribir poesía, a lo largo de un siglo marcado por las guerras y las crisis mundiales. La edición de la Universidad Diego Portales de Chile de George Oppen: poesía, ensayo y entrevistas ofrece una antología bilingüe con textos testimoniales que permiten acercarse a su poética. Rescatado por los beatniks a finales de los años ’50, la obra de Oppen es poco conocida en lengua castellana, constituyendo este volumen una inmejorable puerta de acceso.

Por Guillermo Saccomanno
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¿Cómo biografiar una existencia en la que cada acto, se trate de la revolución, la escritura o la renuncia a la misma, está cargado de absoluto? Es evidente que la vida ajetreada y viajera de George Oppenheimer no es sencilla de perfilar. La única chance de escribirla, hasta ahora, proviene de las memorias de su viuda. La biografía debería empezar en 1908 en Nueva York, como hijo de un hombre de negocios. Cuando tiene cuatro años, su madre se suicida. El padre vuelve a casarse. De esta unión, nace una hija: June. Si bien George mantendrá con su hermana una afinidad sin fisuras, la relación con el padre será de una tensión creciente. La familia se traslada a San Francisco, donde el padre abre salas de cine. George se ve incriminado en un accidente automovilístico como responsable de una muerte. Lo expulsan del colegio. El padre lo arrastra a Europa, donde termina la secundaria. George abomina no sólo a su padre. También lo que representa, una clase: “El clamor de la riqueza - árbol/ Tantas veces sacudido - es la voz/ del Infierno”, escribirá. En 1926 ingresa en la Universidad de Oregon y se enamora, en un curso de poesía, de Mary Colby, su compañera de toda la vida. En el campus, los amantes son descubiertos la primera noche que pasan juntos. Abandonan la universidad, se largan a la ruta, hacen dedo por todo el país, recalan en Texas y se casan. Trabajan como pueden, en lo que pueden, mientras escriben poemas que despachan a revistas locales. La pareja se compra una lancha, navega los Grandes Lagos y ancla en Nueva York. Acá Oppen conoce a Louis Zufovsky y Charles Reznikoff. Como él, son judíos, poetas y de izquierda, y son bautizados “objetivistas” por Ezra Pound. George ordena sus poemas, reduce su apellido a Oppen y compone su primer libro: Discrete Series (Serie discreta). Oppen y su mujer viajan a Europa. Oppen visita a Pound. Con Zufovsky se las ingenian para montar una pequeña editorial: “To Publishers”. Editan How to Read de Pound y A Novelette and Other Prose, del médico poeta William Carlos Williams.
Conviene detenerse en este período: si bien Pound le resulta un ejemplo de tenacidad, constancia y trabajo en la palabra, la admiración no le inhibe a Oppen la reticencia con las ideas políticas del maestro. Cabe acotarlo, la influencia de Pound no es tanta como la de Williams, que exigía del poema que fuera un ojo: “El agujero pequeño del ojo/ Lo llamaba Williams, el agujero pequeño/ Nos ha expuesto desnudos/ Al mundo/ Y no cerrará”.
Oppen, como marxista, descree de la poesía como un arma capaz de transformar la historia. A lo sumo su función –si es que la poesía cumple una– es registrar la experiencia personal y ver –siempre se trata de ver– qué hay en esa visión que pueda ser compartida. No es casual que uno de sus libros se titule Of Being Numerous (De ser muchos). Acá Oppen plantea: “Obsesionados, confundidos/ Por el naufragio/ De lo singular/ hemos elegido el significado/ De ser muchos”. Lo social, como la búsqueda de claridad –y Oppen, como buen marxista, habrá de volver sobre la cuestión de la claridad una y otra vez–, le imponen anotar la Gran Depresión y también su efecto en el yo escritural. Durante la Gran Depresión, Oppen duda de la utilidad de la poesía y empieza a militar en el Partido Comunista, organiza huelgas, reúne votantes en Brooklyn. Desde 1934 hasta 1958 Oppen no escribirá un solo verso. Todo un silencio –rasgo poco acostumbrado en los poetas profesionales– que no implica la renuncia a las lecturas de Marx, Heidegger, Kierkegaard, Maritain y Simone Weil. La pareja se muda a Detroit. Oppen trabaja en la industria de defensa y, aunque la edad lo excluye, es incorporado al ejército. Conduciendo un convoy en Alsacia, es herido y devuelto a su país. Haber sido condecorado en combate no lo exime de la caza de brujas macartista, la persecución del FBI y la CIA, que impulsa a la pareja al exilio en México. Recién en 1958, cuando Oppen retorna a su país, vuelve a la escritura. Su regreso se vincula también con el rescate de su obra que llevan adelante los nuevos poetas beat.
George Oppen: Poesía, ensayo y entrevistas. Selección de Kurt Folch Universidad Diego Portales 317 páginas
La consagración lo reencuentra de nuevo con Pound y sus amigos en la redacción de New Directions. Entre ellos está Williams, que fuera visitante asiduo de Pound cuando, caído en desgracia y enjaulado por su adhesión al fascismo, fue internado en el psiquiátrico Saint Elizabeth. Los integrantes de la revista literaria esperan una tarde la llegada de Pound, el viejo fascista “loco” –que no tenía un pelo de insano–. Todavía no completamente rehabilitado por el establish-ment y pesándole aún la sanción por antisemita, esa tarde Pound entra a la redacción, se sienta en silencio y todos se ponen nerviosos. Alguien le pide a Pound: “Ezra, mostrale a George tu nuevo libro”. Pound, con voz grave, responde con una pregunta: “¿Cómo puedo saber que le interesa?”. Oppen se para, camina hasta el viejo y le tiende su mano: “Me interesa”. Pound también se para, le estrecha la mano y se pone a llorar. Esa tarde han pasado décadas del primer encuentro entre el entonces joven Oppen con el maestro de Rapallo. Han corrido ríos de sangre y de tinta entre ambos. Hay una discordancia entre sus poéticas. Nada más distante del ascetismo de Oppen que el manierismo de los Cantos. Entonces, qué los une, se pregunta uno. La anécdota del reencuentro entre el ex militante del PC que, sin embargo, no se había convertido a la derecha y el viejo fascista, que tampoco renegaba de su compromiso político, revela tal vez algo en común desde sus distintas perspectivas, un mismo enemigo: el capitalismo y la usura. También, por supuesto, la poesía entendida como oficio o, si se prefiere, como artesanía.
Casi desconocido en nuestra lengua, corresponde subrayar el mérito de George Oppen: poesía, ensayo y entrevistas, una cuidadosa antología bilingüe de su obra por parte de la Universidad Diego Portales. Esta selección permite apreciar, en la poesía de Oppen, la fuerza de sus cortes abruptos y las pausas, casi al modo Thelonius Monk, tanto más transmisores que las palabras de las que desconfía: “Las palabras no pueden ser completamente transparentes/ Y eso es lo “descorazonador” de las palabras”. Es interesante observar cómo su poesía, a medida que se empecina en la sencillez y lucha contra todo amaneramiento, deviene duda de la escritura y su valor. En uno de sus escasos artículos, Oppen compara su oficio con el deseo de los impresionistas. “La Academia decía que Renoir pintaba ‘canallas en el parque’. El deseo de los impresionistas era ver más allá del objeto y más allá de las actitudes artísticas de la Academia. El artista no depende de su tema y por eso no puede ser juzgado por sus intereses intrínsecos, tampoco la discusión sobre si puede derivar en discusión sobre sus objetos retratados.” En consecuencia, Oppen puede escribir, si se trata, por ejemplo, de poesía erótica: “Sus tobillos son relojes/ Sus sobacos cauces de agua/ Cuando da un paso/ Camina sobre una esfera/ Camina sobre la alfombra, vistiéndose/ Cepillándose el pelo/ Su gesto de rutina, abstraído, / Exclama esta mañana el femenino/ ‘mi pelo, el peinado’”. Oppen reflexiona: “Pero la emoción que produce el arte es la emoción que busca conocer y revelar, la crisálida de la belleza, como se suele decir. La belleza de la música de fondo y de las luces tenues son arte, pero arte del masajista y del perfumista”.
Para Oppen, todo lo que se ve es conocimiento y toma de conciencia y todo aquello que decora falsea la sinceridad, la sinceridad como conducta en la que se empecinará en su poesía. “La poesía es la respuesta directa a cada momento”, opina. O sea: “Una prueba de la verdad”. Pero, se pregunta uno, cómo leer su poesía sin contextualizarla. El marxista exige ser leído en un marco histórico, una época que legitima y justifica sus actos. Su naufragio, que puede ser uno de muchos.
Sobre el fin de su biografía, la obra de Oppen tendrá finalmente la veneración merecida. Publicará algunos poemarios más. No en vano a Oppen se lo ha comparado con Paul Celan: en sus versos continuarán cerniéndose deliberadamente frases inconclusas que, como es su estilo, deberá completar el lector. Ráfagas de sentido, de esto se trató siempre su objetivo y ahora, en la madurez, más que nunca. Su último libro, Primitive, lo publica en 1978. Ya desde el título pide ser entendido como una vuelta a la primera vez de todo, incluyendo la primera vez que uno se acerca al lenguaje. El conjunto está teñido por la preocupación de unos versos de su venerado Sherwood Anderson: “Queremos saber/ si hicimos algún bien / allá afuera”. Pero sus versos se han vuelto sombríos, pesimistas: “La palabra abriendo/ y abriéndome/ a mí mismo y estoy harto”, escribe. El Alzheimer está sitiándolo. Muere en California en 1984 a los setenta y seis años.




Los moderados

Con dos estilos diferentes, pero con un mismo afán de recorrer la historia reciente de la Argentina con las herramientas de toda una vida, José Pablo Feinmann y Horacio González –los dos intelectuales de la revista Envido, que transitaron en paralelo el alejamiento del marxismo, el acercamiento al tercer peronismo de la JP y el largo desencanto democrático hasta la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia– se sentaron durante largas charlas moderadas por el periodista Héctor Pavón a mirar atrás con “la voluntad de pensarlo todo”. Historia y pasión reúnen esas conversaciones en las que atraviesan –con ideas, recuerdos, experiencias– el último medio siglo argentino para terminar convergiendo en una moderación trágica, melancólica y activa a la vez.

Por Gabriel D. Lerman
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Si se buscaran dos figuras literarias con las cuales pensar sus estilos, sus inflexiones, a uno le tocaría Kafka y al otro Macedonio. Pero no sólo por el aparente dramatismo personal de uno y la capacidad de juego en el lenguaje del otro, sino por una cadena de sentido versátil, heterodoxa, que esas figuras permiten desplegar. Feinmann sería El Proceso de Kafka llevada al cine por Orson Welles. Sería, Feinmann, Anthony Perkins, ante el mecanismo irremediable del sistema. González, por el contrario, es el parroquiano de la mesa de bar que une la tertulia literaria martinfierrista con el existencialismo sartreano de Contorno y luego, de inmediato, el peronismo de principios los setenta. En esto último se tocan, se parecen. Es, quizás, el único acontecimiento que atornilla sus vidas sin complacencias. De hecho, el peronismo de González y Feinmann es un acontecimiento primero vital y luego cultural, en el sentido de convertirse ellos, para nosotros, los que tenemos algunos años menos, en intérpretes de aquel tercer peronismo, el peronismo de la victoria, el peronismo de la JP. Son albañiles de un legado frágil, perdido en la memoria.
La Facultad de Filosofía y Letras de Viamonte 430 en los sesenta, las cátedras nacionales durante Onganía, la revista Envido, la irrupción de Montoneros, el crecimiento exponencial de la Juventud Peronista, la campaña del Luche y Vuelve en 1973, Cámpora, la vuelta de Perón y la separación de Montoneros, los abismos de la política y la lucha armada, el golpe, la represión, la ignominia. Y desde allí al kirchnerismo. Todos son jalones, estaciones de tránsito y demora, ritos de pasaje, subidas y bajadas que los encuentran en la ruta, pero que instauran y moldean dos cosmovisiones, parecidas y diferentes, de pensar la política, de meterse, de escribirla, de ser protagonista.
Horacio González y José Pablo Feinmann se conocieron en un bar de la calle Independencia o en la casa de Abrales, amigo de Arturo Armada, quien los había convocado a ambos por separado, a propósito de las reuniones del comité de redacción de la revista Envido. Eran los jóvenes intelectuales de la corriente nacional. Marxistas en ruptura hacia el peronismo, pensando lo nacional y lo latinoamericano. Querían una filosofía del Tercer Mundo, creían en un acercamiento con los curas obreros, con los sindicatos peronistas. Tiempos del Cordobazo, de unidades básicas rejuvenecidas, de Perón que ahonda su distancia con los esquemas de poder existentes desde su derrocamiento y da señales de agitación, de regreso combativo y referencias al socialismo nacional y las luchas de liberación. No es menor el impacto de la guerrilla cubana y sus influjos continentales, así como el florecimiento de posiciones latinoamericanas diversas que combinan nacionalismos populares, insurgencias revolucionarias, militares antiimperialistas, sindicatos clasistas y movimientistas que desafían el orden social.

PARECIDOS, DIFERENTES

El diálogo de Feinmann y González, de-sarrollado a fin del año pasado en casa del primero en su mayor parte y luego en la Biblioteca Nacional, que dirige el segundo, aparece acompasado, propuesto, atendido, por el periodista Héctor Pavón. Discreto, a veces ofreciendo diques o aperturas que impidan la deriva errática del intercambio, Pavón permite orientar temas y subtemas, clasificar conjuntos e intersecciones.
En esta conversación que se presenta con “la voluntad de pensarlo todo”, Feinmann y González, González y Feinmann, recuperan entrañablemente la figura de David Viñas, elogian y desmitifican a Jorge Abelardo Ramos, hablan todo el tiempo de Perón –de su libro Conducción política, de sus logros y sus derrapes–, de Hernández Arregui y la formación de la conciencia nacional, de El Eternauta y Oesterheld, de Néstor y Cristina. Del miedo durante la dictadura, de las diferencias con Montoneros, de su relación con los curas obreros, de López Rega.
Una primera lectura, y sobre todo la calidez y la empatía que se profesan, parecieran advertir que es el encuentro de dos viejos amigos donde se destacan los acuerdos, la confirmación, la celebración mutua. Sin embargo, a poco de andar, cada uno por su lado hilvana y fija preocupaciones, tonos, inflexiones que los caracterizan por cuenta propia. Mientras que Feinmann ejerce una tonalidad dramática en su discurso y, quizás, expone una voluntad comunicativa más explícita en relación con un conjunto de lectores amplios, no necesariamente comprometido con los temas y los supuestos que maneja, González, en cambio, intenta hablar de otro modo, como provocando en Feinmann una interpelación diferente. Inflexión sutil, González prefiere llevarlo a una relativización del tiempo y del espacio transcurridos, de escenas y textos vividos y leídos, de manera quizá de producir un rescate diferente de aquellos pasados caídos entre bambalinas, epifánicos, originarios, fundacionales.
Historia y pasión La voluntad de pensarlo todo. José Pablo Feinmann Horacio González Planeta 424 páginas
Feinmann se abraza al pasado como afirmando una conciencia de constatación, como buscando las pruebas concretas del esto fue así y asá. Se juramenta una veracidad obsesiva y da como garantías de fidelidad a cada etapa su propio padecer, sus inclemencias, su memoria acaudalada. En este sentido, el efecto es doble y paradójico. Por un lado, González resulta iluminador para pensar desde la distancia, desde un rememorar menos literal y más versátil, más culturalmente mediado por la conciencia del tiempo transcurrido. Por otro, Feinmann, al construirse como testimoniante, aporta información de una precisión pasmosa, insistente, que abona su habilidad narrativa y recrea, en sí mismo, una avidez por el relato novelesco. Y ahí es donde los dos discursos se vuelven brumosos entre sí. Uno, porque que reitera su mirada sociológica crítica, desde un bosque de lecturas y pasadizos apabullante, donde casi con oído musical oye sonar una cuerda allí donde explota el barullo. El otro, porque ha adquirido una capacidad narrativa endemoniada, que transita de la primera persona ficcional al yo personal, de la glosa intelectual a la confesión sin escalas. Y entonces construyen interpelaciones diferentes, que agigantan las distancias. Mientras que González mudó de Envido al exilio en San Pablo, de la revista Unidos a la universidad y a El ojo mocho, y de la Biblioteca a Carta Abierta, Feinmann, en cambio, pasó de Envido a Ni el tiro del final, de la novela Ultimas imágenes del naufragio a la película del mismo título, de la revista Humor a Página/12, de una novela a otra novela, de los cursos en el Centro Psicoanalítico Argentino a los fascículos sobre filosofía y peronismo, y de allí a Canal Encuentro.
En tanto González generó un tránsito intelectual cada vez más apegado a expresiones que vinculan el debate teórico con el cotidiano y cierto afán de traducción cultural, de intermediación, Feinmann adoptó una versión rioplatense del giro autobiográfico, tan de la cultura contemporánea, donde una posmodernidad crítica le permite el abordaje y la confección de temas y estilos graves, desde los soportes más encumbrados de la industria cultural: cine, prensa, radio, TV. Dos modos distintos, que convocan incluso lectores diversos y hasta antagónicos. Feinmann narra y piensa la crisis del sujeto contemporáneo en primera persona, ficción o no ficción, como una nueva tragedia que lo golpea una y otra vez en el nuevo siglo, y González piensa y reanima la crítica, intelectual, desde soportes clásicos de la universidad y el mundo intelectual, asumiendo como dados los supuestos de esa declinación.

DIFERENTES, PARECIDOS

Ahora bien, paradójicamente, ambos llegan a puertos vecinos. Y sólo la puja coyuntural en la que vivimos acaso impida reconocer que en el largo plazo los dos se acercan a un paradigma de la moderación política. Una moderación trágica, melancólica, pero también activa, que comienza con sus posiciones políticas en los setenta y continúa hoy, cuando surgen en el Parnaso como dos de los intelectuales más connotados de lo que podría pensarse como el campo kirchnerista. Moderados porque recorren las laderas poceadas de la historia argentina con nobleza integradora, pero trágicos porque no vacilan en afincar sus hilvanados en la conciencia de que existen espacios muy estrechos de intervención política y el cambio social. Y eso no los desmerece: deambulan por una veta frágil y lateral a riesgo de desdibujarse y hacer evidentes las contradicciones inherentes a todo proceso. Quizás el malentendido sobre la moderación tenga que ver con el piso desde el cual se articulan sus posicionamientos en la política argentina. Es decir, resulta legítimo hablar de moderación en tanto y en cuanto una base de problemas cruciales aparecen sobre la mesa y no al revés: derechos humanos, Asignación Universal por Hijo, paritarias, heterodoxia económica, alianza estratégica con América latina, poder político anticorporativo, entre otros. De base, como piso, porque todo da entender que la pérdida o el desafío político de esos principios retrotraen lo conseguido y sofocan la moderación.



Tres fragmentos del libro

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FILOSOFIA Y PODER


¿Ustedes son los filósofos del kirchnerismo?
JPF: –A mí me molesta lo de “filósofos del kirchnerismo”. En un medio me pusieron “El filósofo ultra K”, ya no K; “ultra K”; no sé qué es ser “ultra K”. Antes había ultraizquierda, ultraderecha... ultra K... es todo muy superficial y periodístico, e incluso es así como social. “¿Vos qué sos? ¿K o anti K?” Esto surgió a partir de la 125. Ahí las relaciones humanas, sociales, se pusieron muy tensas: quién había ido, quién estaba de un lado, quién estaba del otro, quién estaba con “el campo”, esa entidad casi metafísica. Y el que era K, no estaba con el campo; el que era anti K, estaba con el campo. Pobrecitos, muchos no tenían ni dos baldecitos de tierra de campo, pero bueno, salieron a defender el campo. Y ahí surgió una gran división. Muchos dicen que Cristina y Néstor metieron a todos en la misma bolsa. Pero también es cierto que hay una enorme vocación, por ejemplo, en un dirigente popular como Buzzi, de la Federación Agraria, de estar en la misma bolsa que los grandes terratenientes. Y te diría que hasta hace grandes méritos para estar totalmente en la misma bolsa, porque vi una foto de la revista Gente, de Buzzi con Luly Salazar. Un dirigente popular se tiene que dar cuenta de que no puede ir a una fiesta de la revista Gente, pero él ya se había acostumbrado a ese mundo de brillos y éxitos, se acostumbraron inmediatamente. Una vez, Guillermo Saccomanno largó una frase concluyente: “Pertenezco a una clase a la que odio”. Yo no digo tanto, porque es cierto que en la clase media hay mucha gente a la que lejos de odiar, quiero mucho. Pero también es cierto que resulta muy doloroso que en esta ciudad se presenta Daniel Filmus, al que conocía y conozco como intelectual de valía de Flacso, y por el otro se presenta “El pibe”, como bien le dice Gabriela Cerruti, un muchacho de las farras de los ‘90, un hijo de un hombre poderoso, que disfrutó los ‘90 farreando y bueno, en el 2000 lo eligen presidente de Boca y ahora sueña con ser presidente de la República. Me dolió mucho que eligieran a Macri en lugar de a Filmus. Yo escribí una nota dura contra Filmus, pero que derivó en una cosa simpática de él, porque yo le decía: “Con esa cara de osito Winnie Pooh, no va a calmar las ansias de mano dura de la población de Buenos Aires” y al día siguiente él me contestó como Winnie Pooh en una nota de Página/12 que me pareció tan adorable que lo llamé y me dijo: “¿Por qué no venís el viernes a tomar un café?”. Y ahí nació la idea de Filosofía por Televisión, porque me dijo: “¿Vos qué querrías hacer en televisión?”, y yo le dije: “Hace años que quiero hacer un programa de filosofía, estoy seguro de que lo haría bien, pero nadie me lo dio nunca”. “¿No? Pero qué buena idea”, dijo. Esto es este gobierno también. A mí me gusta este gobierno, no sólo por los Kirchner, me gusta porque hay gente así. Y lo llamó a Tristán Bauer y pude hacer este programa que era inimaginable para mí. Y llevo seis temporadas. Y estoy grabando la sexta con gran esfuerzo. Y en la sexta, hay una parte de pensadores y grabé todo un programa dedicado a David Viñas. ¿Te das cuenta? ¿Cuándo voy a hacer eso? No lo voy a volver a hacer jamás. Yo sé que con ningún gobierno voy a hacer eso. Hay un programa dedicado a David Viñas y creo que hice algo lindo, porque tomé El Jefe, una película muy importante de Fernando Ayala, y un guión inteligentemente antiperonista de David; siempre fue antiperonista, David.
HG: –Bueno, como él decía, “contrera pero no gorila”, “contrera sí, gorila no”.


LA LETRA K


HG: –El tema sería entonces cómo nos toca a cada uno la cuestión del kirchnerismo. Evidentemente, la letra K juega un papel importante en esto porque es una letra que en el alfabeto tiene una presencia menor en cuanto al uso idiomático y mayor a su extrañeza, por lo menos en los idiomas que provienen del latín, a diferencia del anglosajón. Es una letra que tiene cierto estereotipo también. Y tiene un apellido cuyo significado está emparentado con la función eclesiástica, Kirchner, Kirsch, que absolutamente quiere decir alguien que presta un servicio en la iglesia. Te digo esto, porque el hecho de que se use periodísticamente como letra que connota una adhesión es una facilidad que tiene el periodismo y no tiene por qué no usar. Incluso creo que el Gobierno eligió en un principio la letra K también como un distintivo, un pequeño blasón, y en general, el lenguaje tiende a la comodidad también. No siempre eso es bueno, hasta el día en que eso no es absolutamente bueno. Pero el lenguaje tiene esa veta de comodidad que la publicidad siempre acompaña y defiende. Después el tema es cómo se sienten esas personas que son alcanzadas por ese veredicto alfabético. Si eso inhibe o no inhibe mayores alcances para la adhesión política y puede llegar a enriquecerse. Retomando el tema en el punto que lo dejó Viñas, hubo un episodio entre Viñas y un periodista de Clarín, hubo un juicio muy desagradable, porque a Viñas también se le dijo K. Había ido a unas reuniones, en una época del problema del campo, y Viñas se sobresaltó mucho con eso, por el hecho de llevarlo a una adhesión que, en el caso de él, era a lo específico de esa coyuntura. Podía ese momento coincidir con una concepción, como siempre tuvo Viñas de la Argentina, es decir, una izquierda cultural con una cierta memoria yrigoyenista familiar y una izquierda genérica de los años ’60 con cierto toque existencialista. Que se le haya dicho K lo incomodó profundamente y también se lo dijo a un periodista de Clarín. En el sentido de que él no era oficialista y ninguna cosa que se le pareciera, además de que un intelectual no podía ser oficialista, de lo cual nunca nadie pensó lo contrario, porque también la palabra “oficialista” tiene un uso despectivo. Ninguna palabra de la lucha política en Argentina hoy deja de emplearse despectivamente. La Argentina se convirtió en el reino del eufemismo y la descalificación por el mero hecho de pronunciarse un nombre. Y eso en cierta medida es responsabilidad de todos nosotros, que hablamos distintas lenguas, entre otras la lengua política. Pero como el periodismo eso lo sabe y en realidad ya no hay más periodismo donde las palabras se empleen inocentemente, todos los diarios usan las palabras con el correspondiente halo de significados ocultos –-digo “halo” como un pequeño homenaje a David, que le gustaba emplear esa expresión–. Entonces, David Viñas me parecía como alguien que indebidamente quiso ser apropiado por una letra y el periodismo de rescate viene a decir “no” a esa letra, ya lo dijo él mismo, que no le pertenecía. Era Viñas, según Clarín, condenando la idea del intelectual oficialista. Como si David fuera una ficha a ser jugada en tal o cual ruleta. Episodio inútil, porque revela hasta qué punto una letra mal usada ahora da toda una concepción política. Entonces eso lo debe saber cualquier político, inclusive esto puede hacerse en contra de la voluntad del político cuyo apellido es encabezado por esa primera letra, también, ¿no? Kirchner era un político desconocido, creo que hasta al propio David lo escuché decir que con ese apellido y esa forma de mirar, en ningún barrio tenía ninguna posibilidad. Eso evidentemente fue desmentido. Y la letra K, que está en el medio del alfabeto, repartió los dos hemisferios del alfabeto, de ahí que en las comidas, en las reuniones amistosas, o en la selección que uno hace de las personas que ve, esa letra tiene una presencia muy fuerte, hacia un lado o hacia otro. Yo también creo que el kirchnerismo es, en primer lugar, un fenómeno político de políticos profesionales que hicieron su carrera fuera de las grandes metrópolis y que la hicieron lentamente, con todo el curso habitual que tienen las carreras políticas, y tienen sus peldaños, que se van subiendo progresivamente al compás de la vida electoral y que siempre son puestos en términos de un concepto que los políticos tienen. “Llegué”, “Llegué a tal meta”. Uno suele escuchar a políticos que dicen “Llego a tal lado”, y eso hace mal a la política en general porque mejor sería pensar que nunca se llega y si se llega a algún lado no es el previsto. En el caso de Kirchner, su llegada, digamos, fue realmente inesperada. Estaba a contramano de como había hecho su carrera.


LOS JOVENES DE AYER


¿Ustedes pueden trazar un puente entre los ideales sesentistas, el ‘73 y el presente?
JPF: –Y bueno, sí, yo digo que sí, ese puente lo traza Néstor cuando habla de la generación diezmada, cuando habla de la generación que lo dio todo y no recibió nada, no tuvo nada, algo así dice, y esos ideales, que son los de la generación del ‘70, son los ideales que no va a dejar en la puerta de la Casa de Gobierno, que es como cuando Evita dice: “El alma que traje de la calle no la dejé cuando entré a los ámbitos del poder”. Es esa frase de la fidelidad al pasado y no traicionar la fidelidad al pasado cuando se entra en el lujoso ámbito del poder. Y después toda la tarea con los derechos humanos y después las figuras que están en el gobierno de Cámpora, Righi, Juan Manuel Abal Medina y muchos más, la verdad que muchos más, viejos compañeros, estaban en el gobierno. Yo creo que sí, está bueno, a mí lo que me gusta de este gobierno, voy a ser breve en la enumeración, es que no le gusta a la oligarquía, ésa es una buena señal que yo aconsejaría que aplicara alguien como Pino Solanas. Yo no puedo entender que Pino Solanas observe el paisaje político nacional y no se da cuenta de quiénes están de un lado y del otro y cómo se pone al lado de gente que abominó durante toda su vida, o eso nos dijo. Bueno, y entonces esta gente que tiene en contra a la Sociedad Rural, a las corporaciones, a la oligarquía, bueno, yo no estoy de ese lado. Hay cosas que son muy simples, donde está la Sociedad Rural vos no estás, estás enfrente, listo. Después la unidad latinoamericana, el Mercosur, la lucha contra el ALCA, la libertad contra EE.UU., el rechazo del FMI... Bueno, son todas cosas notables, y la aparición de la militancia juvenil, que eso surge después de la muerte de Néstor. Pero Néstor era un setentista, él te hablaba como un setentista. Yo estuve con él. El, con sus patas largas en la mesa, me dijo: “Mañana saco el cuadro de Videla”. Y me quedé entusiasmado, claro. ¿Cómo no te va a entusiasmar eso? Bueno, cometió un error cuando pidió perdón y se olvidó de los radicales, porque, realmente, ése fue un gran error. Los radicales hicieron algo muy importante en su historia y fue el Juicio a las Juntas. Me resulta increíble que Gil Lavedra y Strassera estén en contra de este gobierno, porque este gobierno continúa la obra que hicieron y tuvieron que interrumpir por la relación de fuerzas de ese momento. Yo creo que sí, y este gobierno, hasta te diría, yo dije en algún momento que era la etapa superior del camporismo, en algún punto lo veo así, porque el rechazo de toda violencia es fundamental en este gobierno y la fórmula que larga Cristina, Nacional, Popular y Democrático. Lo que hizo Perón lo hizo desde un gobierno elegido democráticamente, pero que era autoritario. Porque un gobierno que se apropia de todas las radios, que cierra el diario La Prensa... Pero aquí pasa algo dialéctico. Que cuando el autoritarismo se impone a los reaccionarios, como los llama Engels en De la autoridad, un gran trabajo de Engels, queda el autoritarismo, y aparece un gobierno autoritario. Cuando vos tenés que ejercer el autoritarismo para derrotar a las fuerzas reaccionarias y subís al poder, subís con tu autoritarismo, y ahí es una nueva cara de la injusticia.



El muchacho peronista

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HG: –Algo me hizo pensar en el peronismo como alguien que se adentraba en un terreno desconocido y fascinante, puesto que mi primera inclinación, nunca abandonada por otro lado, era el mundo de la izquierda y la lectura del marxismo. Pero el peronismo era la transfiguración de todo sin abandonar nada, y me gustó encontrarme con muchos sacerdotes ahí. He tenido grandes amistades, tenemos un amigo común, el padre Domingo Bresci. Y después mi cura modelo era el padre Jorge Galli, era en ese momento un cura armado, después tuvo serios dilemas con Montoneros. Y después participé bastante en la política argentina con Brunatti, que tiene un ámbito cristiano peronista, es una figura por la que tengo mucho cariño. Y Galli era un personaje de los curas obreros, discípulo del obispo Podestá. Y era albañil y todas sus metáforas religiosas eran de la albañilería, un cura popular peronista que en su capilla de Pergamino tocaba la campana cuando Boca hacía goles, y los de River iban a protestar y él respondía: “Bueno, si hay goles de River... La parroquia es de todos, vienen y tocan la campana. Yo soy de Boca y toco la campana...” Eso lo recuerdo con gran cariño. A mí me marcó mucho Galli como un cura conocedor de la vida popular, basado en lo picaresco que aparece en tantas novelas. Un cura hedónico digamos y al mismo tiempo con un peronismo popular con grandes metáforas de la albañilería como si fuera masón; era realmente un sacerdote, una sacralidad popular, pero previo a los del Tercer Mundo, previo a Mugica.




Un Trevor de cuatro hojas

Con catorce novelas, veinte colecciones de relatos e incursiones en otros géneros e incluso en la no-ficción, el irlandés William Trevor es considerado uno de los mejores cuentistas vivos y es nominado habitual al Booker Prize (la última vez, en 2009, por su excepcional novela Verano y Amor) y un nombre que suele rondar el Nobel. Sin embargo, su exitosa trayectoria apenas se conoce en castellano. La colección de cuentos Una relación perfecta es una buena puerta de entrada al universo Trevor con relatos que comparten los tópicos y personajes habituales del autor: parejas disfuncionales, mujeres de mediana edad solitarias, niños desconectados de su ambiente, viejos que padecen el paso del tiempo y curas que chapotean en una Irlanda tan melancólica como provinciana.

Por Ana Fornaro
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Para William Trevor (Mitchelstown, Irlanda, 1928) ser criador de pollos y además melancólico es una combinación que lo catapultaría al suicidio. Y aclara que, a pesar de los rumores, no crió un pollo en su vida. También agrega que no fue polista –como también se decía– y que quizá sí sea un poco melancólico ya que en definitiva todos los escritores lo son. Una persona extremadamente feliz no puede escribir. No puede porque está dedicándose a ser feliz. Pero una persona presa de la melancolía tampoco; está ocupada en sentir su propio dolor. Estas son algunas de las cosas que Trevor –considerado uno de los mejores cuentistas vivos– responde cuando los periodistas intentan establecer vínculos entre su vida y su literatura. El irlandés que se fue de su país a los veintidós años para instalarse en Inglaterra empezó a escribir al mismo tiempo que se aburría como creativo publicitario. Había dejado la escultura y le cayó del cielo un trabajo para el que no era bueno. Sin embargo duró unos años y fue durante esas horas de oficina cuando comenzó a tejer historias seducido por explorar mundos que no le eran familiares. Trevor, a pesar de que sitúa a la mayoría de sus historias en pueblos o ciudades irlandesas, escribe sobre lo que le es ajeno, sobre lo que le da curiosidad. Después del éxito obtenido con su novela The Old Boys (1964) pudo dedicarse enteramente a la literatura y lo ha hecho de manera furiosa. Con catorce novelas, veinte colecciones de relatos, seis obras de teatro, dos libros infantiles y algunos libros de no ficción, fue acumulando premios y reconocimientos varios siendo un nominado habitual al Booker Prize (la última vez, en 2009, por su excepcional novela Verano y Amor) y un autor que suele estar ahí cuando se manejan los nombres para el Nobel. Sin embargo, a pesar de su exitosa trayectoria, lo que se conoce de él en el mundo hispano es muy poco en comparación con su producción.
La reciente edición de Una relación perfecta (traducción del libro de cuentos Cheating at Canasta de 2007) es una buena puerta de entrada al universo Trevor, con doce relatos que comparten los tópicos y personajes habituales del autor: parejas disfuncionales, mujeres de mediana edad solitarias, niños desconectados de su ambiente, viejos que padecen el paso del tiempo y curas que chapotean en una Irlanda tan melancólica como provinciana. Trevor es un determinista geográfico, todos sus personajes están limitados y mostrados a partir de un territorio.
Una relación perfecta. William Trevor Salamandra 220 páginas
Muchos de los relatos de Una relación perfecta arrancan con diálogos empezados, sumergiendo al lector de improviso en una historia más grande de la cual él solo será testigo de una parte. No hay grandes peripecias o vueltas de tuerca. Las historias avanzan tranquilas al ritmo de descripciones puntillosas que contrastan con lo no dicho. Trevor consigue que el lector piense que no necesita saber más acerca de los personajes, ni sobre su pasado ni sobre su futuro, ya que nunca hay grandes conclusiones. La historia es ese instante que no da lugar a transformaciones sino que todo está en el devenir que desemboca en la muerte, la gran protagonista de este libro. En todos los relatos la muerte está ahí, a veces en el centro, a veces agazapada, y parece reírse de todos los tristes. Ahí radica la ironía de Trevor, una ironía parecida a la que se encuentra en la música, donde hay que estar familiarizado para identificarla.
Un adolescente que mata sin querer a la niña boba del pueblo, una mujer que es infiel sólo para experimentar lo que sintió su marido toda la vida, un irlandés que vuelve a su país en busca de dinero y para eso extorsiona al cura pedófilo de su pueblo, un hombre que se va hasta Venecia para cumplir el deseo de su esposa muerta, una viuda que se deja morir por la decadencia de su finca, son algunas de las excusas que hacen que la máquina narrativa se ponga en funcionamiento. Las escenas domésticas, los detalles insignificantes y los diálogos anodinos son los que tejen las relaciones humanas, tema fetiche del escritor. Trevor no calla a sus personajes, los deja decir banalidades, los deja decir los silencios también. Pero sobre todo no los juzga, muestra las miserias de los buenos y la humanidad de los crueles con un manejo excepcional de una tercera persona que va cambiando de focalización varias veces a lo largo del relato. En esta colección de historias sobresalen “Hombres de Irlanda”, “Valentonadas” y “En Olivehill”, tres cuentos que representan distintos aspectos de la sociedad irlandesa actual: los abusos de la iglesia católica, la violencia gratuita de jóvenes y la reclusión de una mujer vieja al ver que todo su entorno ya no le pertenece.
“Soy de los pocos autores irlandeses que se reclaman irlandeses. La mayoría reniega de ese rótulo. Lo importante no es sentirse irlandés, lo importante es tomar el provincialismo irlandés y volverlo universal”, dice Trevor, quien ha sido frecuentemente comparado al Joyce de Dublineses por el manejo de la tercera persona subjetiva y los pliegues irónicos del discurso indirecto. Admirador de Hemingway y Carson McCullers, este autor ya no lee literatura contemporánea ni traducciones. En su granja, donde no cría pollos, relee a Dickens, a la travestida George Eliot y a Jane Austen mientras continúa con su experimentación invisible, disfrazada de naturalismo.





Rescates > Miyazawa Kenji, autor de El Principito japonés

El principe de oriente

Muerto a los 35 años, Miyazawa Kenji fue uno de los más peculiares escritores japoneses de los años ’20. Maestro dedicado toda su vida a trabajar con los empobrecidos campesinos de su pueblo natal, dejó varios poemas en prosa y relatos de literatura juvenil influidos por D’Amicis y Saint–Exupéry pero, al mismo tiempo, absolutamente particulares, con una prosa de gran belleza y una radical falta de sentimentalismo. En una bienvenida traducción directa del japonés, la editorial española Satori rescata su relato más importante, “El tren nocturno de la Vía Láctea”, que supo ser llamado “El Principito de Japón”, junto a “Matasaburo, el genio del viento” y “Gauche, el violoncelista”, clásicos populares en Japón de una vigencia tal que, incluso, tienen versiones animé.

Por Carolina Marcucci
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Miyazawa en el aula
“Si estudias y aprendes a distinguir lo cierto de lo falso, utilizando un buen método, te darás cuenta de que, al final, la fe es lo mismo que la ciencia.” De pronto, al terminar “El tren nocturno de la Vía Láctea”, se experimenta que ese conjunto de estrellas ya no es un objeto a considerar desde un telescopio. Más bien, es el resplandor de un instante que se logra con apenas cerrar los ojos. Y Miyazawa Kenji (1896-1933) es el descubridor de este prodigio. Nacido en Hanakami, hijo de un usurero, Miyazawa vino al mundo el mismo año en que Japón fue castigado por catástrofes climáticas históricas (el terremoto Meiji-Sanriku), y como si la tragedia colectiva no tuviera fin, en esa misma época, una desgracia no menor acechaba la isla: la guerra con Rusia. Afectado en su sensibilidad por la miseria de este contexto, cuando Miyazawa cumplía trece años, precoz, publicó su primer “tanka”. Luego, purgando la vergüenza por ser hijo de un usurero, estudió en la Universidad de Agricultura y Ciencias para dedicarse a ayudar los campesinos a modo de reparación personal.
En pocas oportunidades puede accederse a una traducción directa del japonés. Y ésta es una. La editorial española Satori, dedicada a la difusión de la cultura japonesa, publica ahora, por vez primera, a este autor que es todo un clásico en su país, con traducción y prólogo de Montse Watkins (1955-2000), quien en su momento realizó esta traducción para su propia editorial, Luna Books. A menudo supo compararse “El tren nocturno de la Vía Láctea” con El Principito. El hermano de Miyazawa contó que su hermano escribió bajo la influencia de los sensibleros relatos de Corazón. Lejos de la enseñanza moral de Saint-Exupéry y de D’Amicis, la búsqueda de Miyazawa, alquimizando budismo y cristianismo, propone otra cuestión: una búsqueda en el aprendizaje.
El tren nocturno de la Vía Láctea. Miyazawa Kenji Editorial Satori 165 páginas
“El tren...” narra la amistad de Giovanni y Campanella. Claro, llaman la atención los nombres italianos, y es aquí donde se encuentra la marca de D’Amicis, ya que los nombres provienen de sus personajes. Pero Miyazawa, a diferencia de D’Amicis, no se queda en el golpe bajo de intención edificante. Giovanni estudia y también trabaja para alimentar a su madre enferma porque el padre los abandonó. El Día de La Fiesta de las Estrellas el lechero no deja la botella diaria en su casa. Giovanni sale a buscarla. En la espera, sentado en La Columna de los Deseos, el cansancio lo vence, se duerme y al despertar se encuentra en la Estación de la Vía Láctea. Antes de llegar a la Estación de los Cisnes, se encuentra con su amigo Campanella. El viaje comienza. En cada estación los pasajeros que suben traen historias mitológicas cifradas. Pero todo viaje tiene su fin. Y entiéndase “fin” en su polisemia. Giovanni le dice a su compañero: “Campanella, nos hemos quedado solos de nuevo. Vamos a ir juntos hasta cualquier parte para siempre, ¿verdad que sí? ¿Sabes? Yo también, como el escorpión, podría dejar que mi cuerpo ardiera cien veces si fuese para la felicidad de todos.” El misterio crece sobre el final. Campanella desaparece y un pasajero sentado a su lado aconseja a Giovanni: “Guarda bien tu boleto. A partir de ahora ya no estás en un tren de sueños. Tienes que andar con paso firme a través del fuego y de las bravías olas del mundo. Pero no pierdas jamás este boleto. ¡Es la única cosa real de este viaje por la Vía Láctea!”. Al retornar al mundo real, Giovanni encuentra a Campanella ahogado en un río. De la experiencia, Giovanni conservará el boleto como testimonio de una revelación. Escena que remite a la parábola de Coleridge rescatada por Borges: “Si un hombre sueña el paraíso, en el paraíso le regalan una flor, y al despertar encuentra la flor en su mano ¿entonces qué?”.
La primera versión de “El tren...” data de 1924, cuando la muerte de su hermana Toshiko deja a Miyazawa devastado. De las múltiples versiones en que se concentró a lo largo de diez años, se conservan apenas cuatro, todas incompletas. El aprendizaje que Miyazawa persigue es, en su carácter fantástico, el de una verdad existencial. Y de esto tratan no sólo “El tren...” sino también los otros dos relatos que lo acompañan en esta edición. En “Matasaburo, el genio del viento”, nuevamente hay dos niños como protagonistas, alumnos de una escuela rural. Al terminar las vacaciones y regresar a la escuela, ambos se encuentran con un nuevo y extraño compañero pelirrojo vestido de occidental, a quien creen espíritu del viento. El tercer cuento, “Gauche, el violoncelista”, es la historia de un músico de pueblo que recibe inesperadamente las visitas de unos animales. Por las noches, los animales se acercan para sanarse con su música. El protagonista no sospecha de las intenciones de estos seres misteriosos hasta que lo prodigioso modifica la vida del músico convirtiéndolo en un gran concertista.
La prosa poética de Miyazawa, impregnada por la belleza de las imágenes, sumada a la reflexión de la búsqueda de un espacio y un tiempo –como si fuera uno y el mismo en distintas dimensiones–, difuminan las fronteras de lo imaginario y lo real. El genio de Miyazawa construye unas historias tan singulares como inolvidables. Acaso sea porque Miyazawa Kenji sostenía que “encontrar el camino hacia el mundo oculto en el resplandor de un instante es el problema esencial de la vida”.

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