jueves, 21 de marzo de 2013

Rimbaud en Java/Pratt/Artl, dominio público


Domingo, 17 de marzo de 2013
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El llamado de lo salvaje

Por Mariana Enriquez
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No hay muchos misterios que puedan compararse al de la vida de Rimbaud; no hay muchas vidas que puedan compararse a la de Rimbaud. Vivió muchas vidas, además; pero el acto radical, desgarrado, de abandonar la literatura a los 20 años, después de publicar uno de los libros más importantes de la historia de la literatura, Una temporada en el infierno, dejarlo todo cuando otros recién empiezan a encontrar su voz, siendo dueño no sólo de una voz sino de quizás el genio más indiscutible de la poesía francesa, es una decisión que interpela casi de manera insoportable y un enigma imposible de resolver, sobre todo porque Rimbaud jamás explicó esta decisión.
Rimbaud dejó de escribir y empezó a viajar. Primero por Europa, finalmente en el gran viaje de su vida –donde encontraría su trabajo y un nuevo cotidiano, duro y sacrificado, pero rutinario al fin– en el Cuerno de Africa, donde comerció armas, cueros, café, marfil. Ni una palabra escrita durante esta época, salvo las cartas a su familia, amigos y socios. Ni siquiera llevó diario. Sin embargo, los biógrafos y especialistas en Rimbaud han logrado reconstruir con bastante detalle su vida en Africa, con las cartas, por supuesto, pero también con testimonios de quienes lo conocieron y algún material documental. Rimbaud en Africa sigue siendo un misterio en otro sentido, en el de siempre: por qué el poeta genio eligió esta vida y de un modo tan definitivo. Pero los pormenores materiales están lejos de ser opacos.
Hay otro viaje más breve, muy significativo y que en la mayoría de las biografías de Rimbaud, incluso las muy detalladas y extensas, suele ocupar renglones. Es el que hizo a Java, Indonesia, en 1876. De ese viaje se ocupa Rimbaud en Java, el delicioso libro del novelista, crítico y ensayista Jamie James (crítico de arte y cultura de The Wall Street Journal desde hace 25 años, ex crítico de The New Yorker, puesto al que renunció para mudarse a Bali, Indonesia, donde vive hoy). Mezcla de ensayo, crónica de viajes y breve biografía, Rimbaud en Java describe su objeto en las primeras páginas: “En 1873, tras el desastroso final de su enloquecida aventura amorosa con un hombre mayor que él, el poeta Paul Verlaine, Rimbaud se embarcó en un agitado período de viajes por el extranjero, que alcanzó su punto geográfico más distante en la isla de Java. En mayo de 1876 se enlistó como mercenario en el ejército colonial holandés y viajó en barco hasta las Indias Orientales. Poco después de arribar a su guarnición en la zona central de Java desertó y se esfumó en la jungla. Desde ese momento hasta que reapareció en Francia, a finales de aquel año, no se sabe nada de su paradero. Este libro es un estudio sobre el viaje de Rimbaud a Java. Lo he denominado su ‘viaje perdido’ porque sabemos menos de él que de cualquier otro pasaje de su vida. Desde los quince años, Rimbaud fue un frecuente escritor de cartas. Su correspondencia abarca cientos de páginas de sus obras completas, pero de 1876 no sobrevive siquiera una misiva... Fuera de un puñado de lacónicos, opacos documentos oficiales relativos a su enlistamiento y deserción, el viaje a Java representa un vacío”.
Rimbaud en Java no promete lo que no puede cumplir. Desde el principio, James admite que no hay en estas páginas revelaciones con las que llenar ese vacío. Lo que sí hay es una reconstrucción de la época, su espíritu y el tránsito de Rimbaud por ahí, contada con gracia, inteligencia y una erudición amplia, pero nunca arrogante. La primera parte del libro, “Viaje a Java”, es una narración basada en los hechos de la aventura javanesa, con descripciones de los lugares y costumbres basadas en informes de otros cronistas y escritores extranjeros en los mismos sitios. La segunda parte especula, con fundamentos, sobre la laguna que representa la huida de Rimbaud como fugitivo militar a través de Java. Y la tercera plantea un ángulo muy poco visitado en los textos sobre Rimbaud: lo que Oriente pudo haber representado para el poeta, teniendo en cuenta el inescapable auge del orientalismo en la Francia del siglo XVIII, al que Rimbaud no era ajeno.
Rimbaud hecho graffiti hoy en día y dibujado por Verlaine, 1872
Hay mucho de trabajo detectivesco en este pequeño libro. Se detiene en pequeños enigmas, como el de la palabra “baou” del poema “Dévotion” de Iluminaciones (Baou –la hierba de estío zumbadora y apestosa–. Por la fiebre de las madres y los niños), repasa la controversia que ha desatado el vocablo entre los académicos (no es una palabra francesa, ¿qué significa, de dónde la sacó?) y se pregunta si no la habrá escuchado en Indonesia, aunque después parece descartar su propia hipótesis. Reconstruye el camino de Rimbaud con gran dedicación, desde su estancia en el monasterio medieval de Harderwijk antes de partir a Java —una ciudad conocida como “la cloaca de Europa”– hasta la llegada a Batavia, los hábitos de los soldados allí y en el siguiente puesto, Semarang, el campamento de Salatiga (“ubicado en las suaves laderas de un volcán inactivo, el Merbabu, quedaban ocho kilómetros, una abrasadora marcha de dos horas bajo el sol del mediodía”) y la placa de mármol que homenajea a Rimbaud ahí, en uno de los ex bungalows para oficiales, que es hoy parte de las oficinas del intendente. Fue colocada en 1997 por el embajador francés, Thierry de Beucé. Lleva como inscripción el familiar verso de “Democracia”: “Aux pays poivrés et détrempés” (“En los países picantes de pimienta y empapados”). Y finalmente la deserción dos semanas después de llegado a Salatiga, de la que poco y nada se sabe. “Se propusieron muchas teorías sobre sus movimientos en Java. La más fantasiosa es el relato de Paterne Berrichon –cuñado, hermano de Isabelle– de un Rimbaud que deambula por un paisaje similar a los del aduanero Rousseau... en compañía de orangutanes.” James especula sobre si visitó fumaderos de opio en la Java rural y se vale de descripciones tomadas de libros como la novela El enemigo del opio (1888) de M.T.H. Perelaer. Y, de manera apasionada, se mete en esos callejones sin salida que son lugar común para los rimbaudianos: cómo fue el viaje de vuelta a Francia desde Java. Según su amigo Delahaye, había regresado a Charleville el 9 de diciembre de 1876. Según Isabelle, el 31. Enid Starkie, su biógrafa inglesa –indiscutiblemente, la rimbaudiana más destacada–, llegó hasta límites increíbles para encontrar barcos que cumplieran con las fechas y lo trajeran a casa a tiempo. Jamie James hace constar cada teoría, aporta la propia, se obsesiona. Su fascinación con Rimbaud es vasta y data de sus años universitarios. Dice, en charla con Radar: “En mi college en Massachusetts, pasaba más tiempo leyendo y escribiendo poesía que cumpliendo con las lecturas de la cursada. Me atraía particularmente la poesía de la Escuela de Nueva York, Frank O’Hara y John Ashbery. Era 1970 y muchos de nosotros experimentábamos con drogas psicodélicas y el rock underground nos proveía la banda de sonido. En mi segundo día de college alguien tenía una copia de la traducción de Iluminaciones de Louise Varèse con las Cartas del vidente que se pasaba de mano en mano. Cuando lo agarré y leí ‘Después del diluvio’ por primera vez, pensé que era más extraño y hermoso y misterioso que cualquier tema de The Doors o The Velvet Underground. Yo tenía la misma edad que el poeta cuando dejó de escribir y era un aspirante a escritor yo mismo; confronté por primera vez su impactante decisión de decirle adiós a todo eso. He leído ‘Después del diluvio’ cientos de veces desde entonces y sigue siendo un misterio para mí”.

El camino del vidente

Rimbaud en Java, cuenta James, iba a ser originalmente una novela. Pero no funcionó. Dice: “Después de trabajar inútilmente por medio año con los pobremente organizados fragmentos de Rimbaud en Java, la novela, me senté y escribí la primera página de este libro y todas las otras siguieron rápidamente. Fue muy revisado, en un momento era el doble de largo. Pero nunca tuve dudas sobre lo que quería hacer. Desprecio la biografía ficcionalizada o la ficción biográfica, particularmente las de artistas y más particularmente las de escritores. El problema es siempre que el talento, la sutileza, la profundidad de pensamiento y la belleza de expresión del sujeto del libro excede por tanto la del autor, a veces hasta un grado ridículo. Una vez leí veinte páginas de una historia de detectives con James Joyce como el investigador, que lo tenía metiendo la nariz por ahí y preguntando como Miss Marple. Era absurdo”. No renunció, sin embargo, a hacer su peregrinación Rimbaud, poco después de mudarse él mismo al sudeste de Asia: “No pude hacer mucho más que seguir los pasos conocidos del Maestro hasta el punto en que se esfumó. Las únicas paradas fijas del itinerario fueron los puertos de Yakarta y Semarang, la estación de tren de Tuntang y la ciudad de Salatiga”.
Cuando empezó esta “peregrinación”, ¿esperó encontrar algo nuevo, alguna sorpresa, algo como la fotografía de Rimbaud adulto que apareció sorpresivamente en 2010? ¿O estaba convencido de que la opacidad de ese viaje era definitiva?
–No esperaba encontrar nada. Como fugitivo de la Justicia, él mantuvo el perfil más bajo posible. Y además ha pasado demasiado tiempo: todo se pudre aquí, hasta las piedras. No hay un “recorrido turístico”, no hay nada que ver que pueda ser definitivamente asociado con Rimbaud, excepto por la placa de mármol en la oficina del intendente en Salatiga. ¡Es un viaje demasiado largo para ir a ver una placa de mármol! Hace algunos años, un diario en Yakarta entrevistó a la esposa del intendente de Salatiga, que propuso establecer una ruta turística. Ella asegura que la casa con la placa de mármol había sido la residencia de Rimbaud cuando estuvo en Salatiga. La llamé y le pregunté cómo sabía que ésta había sido la casa de Rimbaud. Me respondió: “Porque la placa está ahí, en esa casa”. Típica lógica tropical.
¿Cuánto cree o de qué manera impactó la Java colonial en Rimbaud? ¿Por qué no escribió sobre esa experiencia? Algunos aventuran que ciertos poemas de Iluminaciones se escribieron después de este viaje. Usted no parece estar de acuerdo con esta hipótesis.
–La probabilidad es muy alta de que Rimbaud haya dejado de escribir creativamente antes de su viaje a Java. La conjetura de mi novela fallida fue que experimentar la vida en los trópicos, donde la imaginación y la realidad se funden continuamente, finalizó su proceso de abandono. No solamente dejó de escribir, ¡dejó de leer literatura! Java fue su primera inmersión en el islam, lo que le dio la oportunidad de experimentar la vida en un lugar donde la ley de la religión, incluso aunque era heterodoxa y enraizada en antiguas leyendas, era la única constante.
Según cómputos de los especialistas, Rimbaud pasó veintiuno de treinta y seis meses entre 1875 y 1877 en un barco o viajando por tierra, visitó trece países y recorrió más de 50 mil kilómetros. Esta errancia, esta inquietud, ha desvelado a los biógrafos, todos tienen una teoría. Usted parece des-romantizarla, sin embargo, cuando afirma que, en gran parte, se debía a que era prófugo de la Justicia.
–Es una de las posibilidades: puede ser cierta, usualmente es todo lo que uno puede decir sobre la vida y el trabajo de Rimbaud. No hay que exagerar los riesgos. Si lo hubieran atrapado en su huida a través de Java, difícilmente lo habrían puesto frente a un pelotón de fusilamiento; pero era un desertor del ejército holandés y no había cumplido su deber legal como ciudadano francés sirviendo al ejército de su propio país. La mejor explicación puede encontrarse en su escritura, cuando dice en Una temporada en el infierno: “Mi jornada está hecha; dejo Europa. El aire marino quemará mis pulmones; los climas perdidos me curtirán”. Pionero en todo lo que hizo, Rimbaud estableció el patrón para Gauguin y otros artistas europeos hacia el fin de la era colonial que escaparon de los lujos de la tecnología y la riqueza en búsqueda de una vida más simple.
Una de las muchas ilustraciones de Ernest Delahaye, amigo íntimo de Rimbaud, que solía dibujarlo como un viajero incansable en su correspondencia.

Vivir su vida

Uno de los primeros biógrafos de Rimbaud es Paterne Berrichon, cuñado del poeta, que ofrece en La vie de Jean-Arthur Rimbaud (1897) una visión de Rimbaud en Java como fugitivo en la selva donde es casi un Tarzán. ¿Cree que Isabelle le contó estas historias, que Rimbaud le mintió a su hermana?
–“Mentir” es una palabra demasiado poderosa. Creo que está más cerca de la común hipocresía que surge de la piedad religiosa. Isabelle dejó afuera partes que, creía, iban a dañar la reputación de la familia, es decir, todo lo importante. Y Berrichon dejó que su imaginación llenara los vacíos, como cuando dice que el joven Rimbaud había sido protegido en la selva por amables orangutanes, animales que se habían extinguido en Java hacía más de 200 años. Era una típica biografía de la época. El propósito no era decir la verdad sino influenciar la opinión pública, propaganda familiar.
Como especialista, ¿cuál es su opinión de la biografía clásica de Enid Starkie? ¿Y de la más reciente, la del escritor Edmund White?
–Para mi generación, el descubrimiento de Rimbaud dependió tanto de la biografía de Starkie como de la propia poesía. Ella sola creó un campo de estudios modernos sobre Rimbaud. Un puñado de académicos había empezado a estudiar aspectos de su vida basados en rigurosos standards modernos; D.A. De Graaf y Vernon Underwood, por ejemplo, habían empezado la búsqueda de un itinerario confiable de su viaje a Java, por ejemplo. Pero antes de Starkie el estado de la biografía rimbaudiana era mayormente hagiografía edulcorada, la alabanza al angelical niño genio. Sobre todo, Starkie es una enorme narradora. Se equivocó en muchas cosas, particularmente acerca de los años africanos, que retrata como un patético fracaso. Es cierto que estuvo solo y enfermo mucho tiempo ahí, pero también fue un explorador y comerciante exitoso. No obstante, tomado como un relato integral de su vida, su historia de Rimbaud no tiene rival. El libro de Edmund White es breve y muy útil para muchos lectores que se asustan ante la mera visión de 500 páginas. Está escrito bellamente, por supuesto, y su lectura de los poemas siempre es perspicaz y bien enfocada.
En Rimbaud en Java, usted usa sus propias traducciones de poemas de Rimbaud cuando necesita citarlos. ¿Por qué decidió no usar otras traducciones canónicas? ¿Qué decisiones tomó?
–Mi principal motivo fue sencillamente ofrecer textos buenos y claros para ilustrar mis ideas sobre los trabajos citados. Con los poemas en prosa hay menos problemas, los más básicos, como la fidelidad al texto y la satisfacción de los requirimientos de la buena prosa en inglés. No me propuse hacer sutiles traducciones literarias. Sencillamente no estaba satisfecho con las traducciones de las que disponemos en inglés. Mi principal objeción a las traducciones existentes –incluida la tan elogiada nueva versión de Iluminaciones de John Ashbery– es que cuando se alejan del significado literal del francés, le dicen al lector más cosas acerca del traductor que acerca de Rimbaud. Traducir versos presenta una cantidad de diferentes problemas y no me hago ilusiones de haber triunfado sobre los notables traductores que me preceden. Simplemente ignoré las demandas de la versificación para poner un texto lúdico a consideración de los lectores, difícilmente una solución, pero el problema es insoluble.
¿Por qué es tan fascinante que Rimbaud haya abandonado la poesía? Son incontables los textos que, sea reconstruyendo los viajes, sea analizando los textos, intentan llegar al corazón de este enigma.
–Su abandono de la poesía es uno de los misterios sagrados de la literatura. Es simplemente incomprensible, particularmente para los escritores, que alguien pudiera haber desechado semejante don. Nunca escuché una explicación satisfactoria. Indudablemente Rimbaud estaba disgustado con el ambiente peleador de la vida literaria en París y harto de su retorcida relación con Verlaine; pero incluso a los veinte años, cuando casi seguramente había dejado de escribir, le dio una copia de Una temporada en el infierno a un nuevo amigo que había conocido en Italia. Todos los escritores aman su trabajo, no importa cuán insatisfechos estén con él. Algunos lo aman secretamente, otros abiertamente, pero Rimbaud realmente parece haberles dado la espalda. Y nunca se arrepintió.
Hay algo de detective en los intentos de resolución del rompecabezas Rimbaud.
–El enigma de la vida de Rimbaud está en el corazón de su poesía: la lucha sin fin por identificar algo que sea verdadero. Las apariencias toman la solidez de los hechos, mientras que los hechos son siempre engañosos. “Los Reinos de la Experiencia se pudren en el viento precioso”, dice Bob Dylan en “Gates of Eden”. “El príncipe y la princesa discuten lo que es real y lo que no”, pero eso no importa dentro de las puertas del Edén.
Rimbaud en Java.
El viaje perdido
Jamie James
La Bestia Equilátera
157 páginas




Las cartas africanas ilustradas por Hugo Pratt

Etiópicas

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En 1991, cuando se cumplió el centenario de su muerte, Edizioni Nuages de Milán le encargó a Hugo Pratt ilustrar las cartas que Rimbaud envió a su familia y socios comerciales desde Africa. No podía haber un mejor ilustrador: Pratt conocía la región; vivió en Etiopía entre 1937 y 1943, años fundamentales de su vida, su última infancia, la primera adolescencia. No es excesiva especulación pensar que el estímulo de esa tierra diferente, extrema, intensa y hermosa debe haber determinado su imaginación para siempre: son los años de sueños aventureros, de primeras rebeldías, del despertar erótico. La familia de Pratt fue evacuada en 1943, pero su padre permaneció capturado en un campo de prisioneros francés, donde murió de cáncer. Etiopía, escenario de la Segunda Guerra Mundial tras la ocupación italiana, también le trajo a Pratt una de los dolores personales más desgarradores. En Etiopía, además, Pratt conoció a monseñor Jarosseau, que también conoció a Rimbaud.
Poco después, tras una vuelta a Italia, Pratt se instalaría en la Argentina, en editorial Abril y haciendo Misterix.
Veinte años después de aquella famosa “colaboración”, la editorial Gallo Nero lanzó la edición bilingüe de Cartas de Africa, que por estos días se distribuye en las librerías argentinas. En la introducción de Nadine y Dominique Petifaux se lee sobre estas cartas: “Abundan las pruebas del interés y la comprensión por aquella tierra y el respeto hacia sus habitantes. No describe ningún paisaje, ningún ambiente: él procede de la ‘literatura’, pero aprende somalí, ordena que le envíen una gramática amárica y solicita durante meses una traducción del Corán ‘que incluya el texto en árabe y su exacta pronunciación latina’. Insiste en proporcionar una imagen veraz, tanto geográfica como humana, de las zonas que recorre. Declara que ‘la gente de Harar no es ni más salvaje ni más canalla que los negros blancos de los países a los que llamamos civilizados’, para luego añadir que se puede esperar de ellos una fidelidad y un reconocimiento insólitos en Europa”.
Entre la correspondencia se incluye una carta al rey Menelik, futuro emperador de Etiopía, fechada en 1890; le escribe sobre negocios y firma como “negociante francés en Harar”.
Rimbaud llegó al Cuerno de Africa en 1880; vivió en Adén, Yemen, hasta fines de ese año, cuando se estableció en Harar, Etiopía. En 1891 volvió a Francia, enfermo de cáncer y murió en Marsella el 10 de noviembre, poco después de que le amputaran la pierna derecha, a los 37 años.
Cartas desde Africa
Arthur Rimbaud
Ilustraciones de Hugo Pratt
Gallo Nero
88 páginas




La cámara que escribe

Este año, la obra de Roberto Arlt ha entrado en dominio público. Pero no sólo sus novelas, sus cuentos y sus aguafuertes conocidas, sino esa parte inmensa que queda todavía inédita, producto del asombroso trabajo periodístico que hizo hasta su muerte. Mientras empiezan a llegar a las librerías las primeras ediciones de esta nueva etapa, Miguel Vitagliano repasa lo publicado para proyectar la poderosa actualidad que tendrán los inéditos que vayan apareciendo.

Por Miguel Vitagliano
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El 5 de abril de 1928, Crítica publicó una noticia desconcertante. Contaba que una mujer había llamado al diario diciendo que iba a suicidarse y que enseguida enviaron al lugar a un fotógrafo y a uno de los cronistas de policiales que, finalmente, forcejearon con ella hasta quitarle el revólver. El redactor se refería a la mujer como “la pre-suicida”, y al cronista por su nombre, era Roberto Arlt.
Ese suceso prefigura la relación que Arlt iba a tener con el periodismo: intervenir e interferir en la noticia. Más aún, traza la marca que recorre todos sus escritos, la obsesión por capturar el instante, el momento en que algo está terminando de ser y laten a la vez las múltiples posibilidades de lo que será. Una insistencia que parece condensarse en el mechón caído sobre la frente de su retrato fotográfico más clásico, el que llegó a tener destino de poster en los ‘70: el mechón como el signo de lo que se resiste a entrar en caja, y que es también lo quieto que subraya la inminencia de lo por venir.
Cuatro meses más tarde, Roberto Arlt comenzó a tener un lugar destacado con sus notas, dos columnas en espacio central, pero en un nuevo diario, El Mundo, donde no dejó de publicar hasta un día después de su muerte, el 26 de julio de 1942. Pero no se trataba de notas para policiales sino de aguafuertes y crónicas que escribía a partir de la escueta información contenida en los cables que llegaban a la redacción. Sobre un dato que cabía en dos líneas, como, por ejemplo, la instalación de una máquina expendedora de alimentos en un almacén de Memphis, Arlt interfiere la dirección de la noticia, la arranca del confort tecnológico para reconducirla a los lazos cotidianos en un barrio porteño y el mundo del trabajo. Otras veces se concentra en un dato de apariencia irrelevante, o decide que la ficción interpele los rumores, como cuando, en 1939, escribe el monólogo de un “doble” de Hitler. En todos los casos busca hacer saltar la banca del sentido común y ver el trayecto que tomarán sus restos hasta que se coagulen en un próximo juego.
¿Cuántos fueron esos escritos? Los cálculos despiertan asombro teniendo en cuenta lo que Sylvia Saítta asevera en El escritor en el bosque de ladrillos (2000), la más completa biografía del autor: “Durante todos los días de su vida, Arlt redactó una nota para El Mundo”. El mismo Arlt se mostraba interesado por las cantidades. “A veces me he puesto a pensar en los metros que he escrito”, escribe en una aguafuerte cuando aún no llevaba un año redactándolas: “Ciento treinta y tres metros de prosa hasta la fecha. Cuando me muera, ¿cuántos kilómetros de prosa habré escrito?”.
Más sencillo que ese cálculo, o al menos otro posible, es observar que después de cumplidos 55 años de su muerte se han publicado alrededor de diez libros con esos textos; en su mayoría inéditos en cada caso. El más reciente es El paisaje en las nubes (2009), editado por Rose Corral y con un prólogo de Ricardo Piglia, que reúne 236 crónicas. Un volumen de más de 700 páginas que, sumado a los demás, superarían con creces los dos tomos de las obras completas editadas en 1981. Aún hoy hay textos de Arlt que aguardan ser estudiados y reunidos en un libro. Lo que resulta significativo, si aceptamos que la desmesura de atrapar el instante es la obsesión que recorre de su obra. Y que en esos escritos explora las técnicas de lo que se llamaría después “Nuevo Periodismo”, que en la actualidad no deja de interpelar el lugar social de la literatura. Ya en 1932, Arlt practicaba el periodismo “gonzo”, cuando en una serie de aguafuertes recorre los hospitales de Buenos Aires para dar a conocer en qué estado se encuentran, lo hace bajo el disfraz de estudiante de medicina o de inspector municipal, y logra poner en jaque a las autoridades ante la población. Una modalidad que repetiría meses más tarde, visitando como cliente a brujas y curanderas.
El interés por “los kilómetros” de sus columnas no se debe a que Arlt asimile cantidad y valor informativo o valor estético, su interés está en mantener la cuenta de lo que invierte en su trabajo. Quiere avizorar lo que sus escritos son capaces de hacer, los sentidos posibles que pueden expandir y ahondar. Porque para Arlt los escritores son “buzos” que sumergen las palabras en las profundidades de su tiempo, y exploran el mundo a través de ellas. Cada palabra es un concentrado –se “tiñe”– de su propia época, y por eso su desazón en “La tintorería de las palabras” –una crónica del ’40 con fondo de Segunda Guerra–, al descubrir que el lenguaje se ha vuelto “tartamudo, impotente”. Ya nada orienta siquiera a los buzos que llegan a perder pie hasta en la superficie. “Han variado las velocidades”, escribe: “Para esta suerte de vida que ya no es vida, sino agonía, ¿qué estilo, qué palabra, qué matiz, qué elocuencia, qué facundia, qué inspiración dará el ajustado color?”. Arlt invierte porque quiere tener más para gastar, no es un pequeño ahorrista –es más, los detesta–, está convencido de que el desprendimiento es la respuesta efectiva contra la impotencia.
En las aguafuertes que dedica al cine, reunidas por Sebastián Gallo y con prólogo de Jorge B. Rivera en Notas sobre el cinematógrafo (1997), Arlt hace foco sobre tres constantes. La necesidad de captar la urgencia del presente (que a él lo llevaría a desplazar la novela por el teatro), la tendencia creciente hacia la imitación (todos quieren parecerse a Rodolfo Valentino o Greta Garbo), y por contrapartida la valoración hacia lo que resiste siendo diferente. Así como Valentino es siempre igual a sí mismo y emularlo es un modo de ahorrar para entrar en caja, el actor alemán Emil Jannings representa el puro despilfarro. Mientras los individuos se repiten, dice Arlt, en escasas expresiones, el actor de Alta traición “tiene un mundo” de gestos, y eso lo mantiene vivo, fuera de cualquier caja. Es como Chaplin: su “maravilloso arte” reside en seguir siendo hombre en la pantalla. Arlt se propone registrar los miles de gestos dispares que se mueven a su alrededor, es como si encarnara a El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertog, una película que no vio y, sin embargo, cuesta creer que no sea su propia máquina de escribir registrándolo todo en la ciudad.
Piglia sostiene, en El paisaje de las nubes, que Arlt concibe la literatura como un laboratorio donde examina “las conductas inesperadas y las especies ambiguas”, que son muestras “microscópicas de la vida social”. Es lo que hace en sus novelas, cuentos, obras de teatro, pero también en los textos que publica en la prensa. Los primeros debieron esperar dos décadas luego de su muerte para ser incuestionablemente clásicos, los segundos, más de medio siglo. Un modo de entender la literatura fue lo que signó en cada caso la postergación, y un modo de concebir la escritura fue lo que hizo posible también el reconocimiento. El conflicto no debería ser confinado al pasado, al menos para despabilar tanta historia de certezas. Eso es lo que sucede ante cada nueva edición de las crónicas y las aguafuertes de Arlt; se hace imposible leerlas sin tomarlas como capítulos de las novelas futuras que anunciaba en sus columnas, como si insistieran en que nada puede darse por terminado ni definitivo.

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