sábado, 23 de junio de 2012

La escuela/¿Para qué necesitamos las obras maestras?

Paradigma en cuestión


La escuela, esa máquina anticuada

¿Redes o paredes?, el polémico ensayo de la investigadora argentina -que Tinta Fresca publica en estos días y que aquí anticipamos- examina las causas profundas y las raíces históricas de la crisis que hoy se vive en las aulas.


Por Paula Sibilia|Para LA NACION 
Entre tantas preguntas abiertas, cada vez más difíciles de responder debido a su creciente especificidad y a lo arduo que resulta imaginar alternativas para el futuro de nuestro presente, una certeza es casi obvia y podría servir aquí como punto de partida: actualmente, la escuela está en crisis. ¿Por qué? Los factores que llevaron a esa situación son innúmeros y sumamente complejos, pero una vía para comprender los motivos de ese malestar consiste en recurrir a su genealogía. Al observarla bajo el prisma historiográfico, esa institución gana los contornos de una tecnología : se la puede pensar como un dispositivo, una herramienta o un intrincado artefacto destinado a producir algo. Y no cuesta demasiado verificar que ese aparataje se está volviendo gradualmente incompatible con los cuerpos y subjetividades de los chicos de hoy. La escuela sería, entonces, una máquina anticuada. Por eso, tanto sus componentes como sus modos de funcionamiento ya no sintonizan fácilmente con los jóvenes del siglo XXI.
En esa junción que, aun así y no obstante, insiste en ocurrir todos los días durante largas horas, en casi todos los rincones del planeta? las piezas no encajan bien: se descubren relieves imprevistos en sus engranajes y los circuitos se obstruyen con frecuencia, ocasionando todo tipo de fricciones, trabas, ruidos, desbordes e incluso tremendos destrozos. Se trata, en fin, de organismos que no se ensamblan tan armoniosamente como solía suceder algún tiempo atrás; y, en consecuencia, tienden a desencadenar conflictos de toda especie y de la más variada gravedad cuando se los pone en contacto. Más allá de las particularidades individuales de cada estudiante y de las diversas instituciones cobijadas bajo la categoría "escuela", dejando de lado también las significativas diferencias relativas a los contextos socioeconómicos e inclusive geopolíticos de cada caso, sería difícil negar esa incompatibilidad . Hay una divergencia de época: un desajuste colectivo entre los colegios y sus alumnos en la contemporaneidad, que se confirma y probablemente se refuerce día a día en la experiencia de millones de niños y jóvenes de todo el mundo. Se trata de algo que ya parece constituir una marca generacional y que, de hecho, ha sido teorizado por varios autores recurriendo a motes relacionados con ciertas letras del alfabeto ?generación Y o Z, por ejemplo, así como N de net y D de digital ? o bien a la más desahuciada etiqueta "post-alfa", además de la exitosa expresión "nativos digitales" y otras por el estilo.
Como quiera que sea, y aunque nadie ignore que ese desacople se viene gestando desde hace ya bastante tiempo, quizás incluso a todo lo largo del extenso y conturbado siglo XX, la brecha se ha vuelto incontestable en los últimos años. La primera década del nuevo milenio fue decisiva, en ese sentido, y probablemente lo serán aún más las que vendrán. Esa constatación ocurre, justamente, cuando se está sellando un encaje casi perfecto entre esos mismos cuerpos y subjetividades de la actualidad, por un lado, y un nuevo tipo de maquinaria, por otro lado, bastante distinta y quizás opuesta a la parafernalia escolar. Se trata, claro está, de los aparatos móviles de comunicación e información, tales como los teléfonos celulares y las computadoras portátiles con acceso a Internet, que ensancharon hasta el abismo la fisura abierta hace más de medio siglo por la televisión y su concomitante "cultura audiovisual". A partir de la evidencia de ese choque se han originado las diversas tentativas de fusionar de algún modo ambos universos: el escolar y el mediático. Esas iniciativas se despliegan actualmente en varias partes del mundo respondiendo a la urgencia del conflicto y tratando de resolverlo de modos innovadores, aunque todavía con métodos experimentales y resultados inciertos.

Desde luego, no se trata de un fenómeno fortuito ni demasiado enigmático: hay explicaciones históricas e inclusive antropológicas para esa creciente discrepancia entre los colegios y los chicos de hoy, así como para la hostilidad y los dilemas que suelen acompañarla. Esas justificativas comprenden un amplio abanico de factores económicos y políticos, además de importantes cambios sociales, culturales y morales, que fueron desencadenándose en las últimas décadas con una brusca aceleración en los años más recientes. ¿De qué transformaciones se trata? Aunque haya en juego ciertos movimientos contradictorios o de alta complejidad, que no hacen más que sumar incertidumbres al cuadro presente, sus lineamientos básicos resultan casi obvios para quienes transitamos algunas décadas del siglo pasado y nos ha tocado ser adultos a principios del XXI. Y están lejos de poder sintetizarse aludiendo exclusivamente a los avances técnicos.
Tras haberse iniciado probablemente en el periodo de postguerra o, con más seguridad, a partir de los años 1960, la germinación de esos procesos ha demorado bastante tiempo, pero ahora sus frutos cristalizan con un triunfalismo que no deja lugar a dudas. Y aunque sea evidente que la causa de tan complejo movimiento histórico no se limita a los dispositivos tecnológicos de reciente popularización, su confluencia con esta crisis que ya estaba decantando ha motivado, precisamente, que la grieta sea cada vez más ineludible. Por un lado, entonces, tenemos a la escuela con todo su clasicismo a cuestas; por otro lado, la presencia cada vez más incontestable de esos "modos de ser" típicamente contemporáneos. Esa desarticulación se ha vuelto muy difícil de soslayar mirando hacia otro lado o fingiendo que no pasa nada, o bien tratando de emparchar vanamente un artefacto abstruso que, a todas luces, parece haber perdido buena parte de su eficacia y su sentido al depararse con el nuevo paisaje que creció a su alrededor.
En virtud de la generalización de ese panorama, este ensayo se propone examinar en qué consisten esos cambios tan profundos que vienen afectando a los cuerpos y las subjetividades en los últimos tiempos, y que ahora permitirían vislumbrar la consumación de una metamorfosis. De hecho, aunque haya prosperado en el breve plazo de una misma generación, se trata de una transformación tan intensa que suele despertar toda suerte de perplejidades, especialmente en aquellos que no han nacido inmersos en el nuevo medio ambiente sino que atravesaron esa mutación y ahora sienten sus efectos en la propia piel. Al fin y al cabo, estamos aludiendo a una transición entre ciertos modos de ser y estar en el mundo -que, sin duda, eran más compatibles con el colegio tradicional y con las diversas tecnologías adscriptas al linaje escolar- y estas nuevas subjetividades que florecen actualmente y que manifiestan su flagrante disconformidad con dichas herramientas, mientras se ensamblan alegremente con otros artefactos.
Bajo esta perspectiva, por tanto, queda claro que la escuela es una tecnología de época. Aunque hoy parezca tan "natural" y obvio algo cuya inexistencia sería inimaginable, lo cierto es que esa institución no siempre existió en el orden de una eternidad improbable, como el agua y el aire, ni siquiera como las nociones de niño, infancia, hijo o alumno, igualmente naturalizadas pero también pasibles de historización. Muy por el contrario, entonces: el régimen escolar fue inventado algún tiempo atrás y en el seno de una cultura bien definida; es decir, en una confluencia espacio-temporal bastante concreta e identificable, hasta se diría que demasiado reciente para haberse arraigado al punto de volverse incuestionable. De hecho, esa institución fue ideada con el fin de responder a un conjunto de demandas específicas del proyecto histórico que la diseñó y se ocupó de ponerla en práctica: la modernidad. Claro que había habido, antes, escuelas o colegios, pero no equivalían a lo que ahora nombramos con esos términos. En la Edad Media, por ejemplo, "eran reservados a un pequeño número de clérigos y se mezclaban las diferentes edades en un espíritu de libertad de costumbres", cuenta Philippe Ariès, aclarando que recién "al principio de los tiempos modernos se convirtieron en un medio de aislar cada vez más a los niños durante un período de formación tanto moral como intelectual, de adiestrarlos gracias a una disciplina más autoritaria y, de ese modo, separarlos de la sociedad de los adultos". Pero, como aclara el mismo historiador francés, "esa evolución del siglo XV al XVIII no se dio sin resistencias".
Sin duda, fue una estrategia sumamente audaz que, en contrapartida, también requería ciertas condiciones básicas para poder funcionar: además de estipular metas y objetivos, hubo que establecer determinados requisitos, de diversa índole, para que semejante maquinaria pudiera operar con eficacia. Entre las exigencias históricas a las cuales buscaba responder la creación de esa curiosa entidad figuran los desmesurados compromisos de la sociedad moderna, que se pensó a sí misma -al menos, idealmente- como igualitaria, fraterna y democrática. Y, por consiguiente, asumió la responsabilidad de educar a todos sus ciudadanos para que estuvieran a la altura de tan magno proyecto, desplegando con ese fin los potentes recursos de cada Estado Nacional. Hacía falta alfabetizar a cada uno de los habitantes de la nación en el uso correcto del idioma patrio, por ejemplo, enseñándoles a comunicarse con sus contemporáneos y con las propias tradiciones mediante la lectura y la escritura. Además, había que instruirlos para que supieran hacer cálculos y lidiar con los imprescindibles números. En suma, un conjunto de aprendizajes útiles y prácticos que fueron desplazando a una multitud de dogmas y mitos sin aval científico o cuya inutilidad se tornó flagrante; es decir, todo aquello que ya no servía para nada tras haber perdido el substrato cultural que antes le diera sentido. Y, por último aunque no menos esencial, era necesario aleccionar a los hombres del futuro en los usos y costumbres dictados por la virtuosa "moral laica" enarbolada por la burguesía triunfante: un menú inédito de valores y normas que se impuso junto con ese inmenso proyecto político, económico y sociocultural.

Embebida en esa atmósfera en ascenso, la plataforma sobre la cual se irguió dicho programa ostenta un mote muy claro: disciplina. En sus lecciones impartidas a fines del siglo XVIII y publicadas algunos años más tarde, en 1803, bajo el título Sobre pedagogía , nada menos que Immanuel Kant dejó sentado que ése sería el objetivo prioritario de la educación. "La disciplina convierte a la animalidad en humanidad", afirmaba el filósofo alemán hace más de doscientos años, aseverando que sólo con ese instrumento en mano sería posible "someter a la barbarie". Quedaba explicitada, así, la función básica de la institución escolar entonces en ciernes: humanizar al animal de nuestra especie, disciplinándolo para modernizarlo y, así, iniciar la evolución capaz de convertirlo en un buen ciudadano. Una vez lograda esa primera meta, en segundo lugar cabría "cultivar" a los hombres para que éstos pudieran desarrollar determinadas habilidades, tales como leer y escribir o aprender otras destrezas más específicas. Esa tarea requeriría "la instrucción y la enseñanza", pero solamente podría consumarse a partir del trabajo civilizador previamente realizado sobre la naturaleza cruda de los alumnos. En ese sentido, para Kant, la disciplina sería una labor negativa , destinada a anular una etapa previa: "la acción por la que se borra en el hombre la animalidad". De ese modo se expurgaría su condición primitiva o su barbarie originaria, que se verificaba en algo gravísimo para el proyecto moderno: la ignorancia de la ley.
En cambio, la instrucción ya constituiría la parte positiva de la educación, inscripta necesariamente sobre la vital supresión del estado precedente, ya que sólo "la disciplina somete al hombre a las leyes de la humanidad y comienza a hacerle sentir su coacción". De manera que esa fase básica no consistiría solamente en enseñar a los niños cuáles son las reglas concretas que comandan la sociedad, sino en algo mucho más elemental e imprescindible: saber que la ley existe y, como tal, debe ser respetada. Siguiendo la escala de prioridades de la pedagogía kantiana, además de la disciplina y la instrucción, en tercer lugar sería necesario propagar la "civilidad", logrando así que cada hombre adquiera "buenas maneras, amabilidad y una cierta prudencia" para poder adaptarse con éxito a las costumbres y los usos sociales. Por último, el filósofo destacaba que "hay que atender a la moralización", de modo que habiendo aprendido a ejecutar un conjunto de tareas con distintos fines, cada uno tenga también "un criterio con arreglo al cual sólo escoja los buenos". En síntesis, la pedagogía tendría como meta propiciar "el desarrollo de la humanidad", de manera acumulativa y cada vez más perfeccionada, procurando que ésta no fuera sólo "hábil, sino también moral", pues "no basta con el adiestramiento; lo que importa, sobre todo, es que el niño aprenda a pensar"; y, fundamentalmente, que sepa comportarse como se debe. Ese ejercicio de la racionalidad transmitido por la educación formal así pautada era también, y quizás sobre todo, normalizador : se enseñaba a pensar y a actuar del modo considerado correcto para los parámetros de la época.
El texto de Kant sin duda merece el detenimiento aquí deparado, ya que su obra constituyó uno de los pilares de la modernidad; por eso, no conviene desdeñar el vínculo que esa pluma soldó entre la educación formal y la disciplina como un proyecto cardinal de la Ilustración. Ésta debía aplicarse e infundirse de inmediato en cada recién nacido "porque en otro caso es muy difícil cambiar después al hombre", explicaba el filósofo alemán; de lo contrario, ocurriría algo muy peligroso: éste quedaría a merced de sus caprichos. Por eso, la capacidad de doblegarse ante la razón y la disciplina debería inculcarse muy precozmente en la trayectoria vital de todos los ciudadanos: "si en su juventud se le dejó a su voluntad, conservará una cierta barbarie durante toda su vida", advertía el autor, agregando que "tampoco le sirve de nada el ser mimado en su infancia por la excesiva ternura maternal, pues más tarde no hará más que chocar con obstáculos en todas partes y sufrir continuos fracasos, tan pronto como intervenga en los asuntos del mundo". Por tales motivos, complementando la severidad paterna y el control familiar, fue necesario instituir la escuela moderna para reforzar esa misión, cuya utilidad sería tanto individual como colectiva.
De modo que no ha sido por razones banales que se adoptó el nuevo hábito: desde muy pequeños, los niños de la era burguesa debieron ser enviados todos los días a las escuelas "no ya con la intención de que aprendan algo", según recalcó el mismo Kant, "sino con la de habituarlos a permanecer tranquilos y a observar puntualmente lo que se les ordena". Por eso, para el ciudadano moderno, no haber sido instruido en el dominio de ciertas habilidades implicaría, sin duda, un problema; sin embargo, mucho peor que cualquier impericia -incluso más grave que cierta ignorancia o necedad- sería el hecho de no tener disciplina. Porque eso lo llevaría a equipararse a un salvaje o un bárbaro y, una vez consumada esa falta en el niño, ya no podría ser remediada más tarde con enseñanzas puntuales: convertido en un adulto indisciplinado, ese hombre estaría arruinado sin posibilidad de enmienda para los fines perseguidos por la civilización. De hecho, además de denunciar con firmeza esas fallas de carácter en los infantes maleducados que se convertirían, fatalmente, en adultos sin disciplina y por ende malogrados, ese autor identificaba algo similar "entre los salvajes que, aunque presten servicio durante mucho tiempo a los europeos, nunca se acostumbran a su modo de vivir". Al explicar los motivos de dicha resistencia al rigor disciplinario en los seres provenientes de otras culturas, el filósofo alemán no sólo no adhiere sino que niega explícitamente que hubiera en ellos "una noble inclinación hacia la libertad, como creen Rousseau y otros muchos". En cambio, Kant denuncia una especie de brutalidad que sería inherente a esas criaturas: "es que el animal aún no ha desenvuelto en sí la humanidad".

Aunque esas palabras provoquen cierto escozor en los lectores del siglo XXI, conviene aclarar que fueron redactadas sin titubeos, hace dos largas centurias, por uno de los pensadores con mayor relevancia de nuestra tradición; y, ciertamente, sus reflexiones han colaborado para consolidar a la institución escolar tal como la conocemos. Pues la educación formal constituyó un importante brazo armado de la Ilustración: además de desdoblar sus ímpetus modernizadores y secularizantes, liberando al soberano de las tinieblas de la ignorancia, también terminó siendo un fuerte movimiento de uniformización cultural, capaz de descalificar y asfixiar bajo su hegemonía racionalista todas las (muchas) manifestaciones consideradas inferiores. Un ejemplo típico de ese proceso es el caso de los idiomas que se impusieron como lenguas nacionales con toda la fuerza de la coacción estatal, aplastando así a los miles de dialectos hablados en los tiempos premodernos, tanto en las comarcas europeas como en sus colonias ultramarinas. La enseñanza impartida en los colegios fue fundamental para asentar esa homogeneización en torno a la norma y bajo la firme tutela de cada Estado, contribuyendo a cimentar los valores compartidos en el territorio delimitado por la simbología nacional.
La democracia representativa exige que los ciudadanos deleguen su poder en aquellos que manejarán de un modo directo los recursos del Estado y tomarán las decisiones políticas capaces de afectar a toda la población del país. Por eso se hizo necesario "educar al soberano" forjando su "conciencia nacional", algo que sólo se podría lograr mediante los relatos referidos a un pasado común a todos los ciudadanos de una misma nación, capaces de constituir cierta identidad ligada a la idea de pueblo. En efecto, en el siglo XIX, el "sujeto de la conciencia" que había sido instituido filosóficamente dos siglos antes devino "sujeto de la conciencia nacional", como una exigencia de la sofisticación del aparato jurídico moderno. Así, en esa "ficción ideológica" de un pasado común que sería causante del presente compartido -un relato generado por el discurso histórico- recayó la función de darle consistencia colectiva a cada pueblo. Y su solemne materialidad se compuso del clásico repertorio escolar: himnos cantados de pie, escudos en las paredes y escarapelas clavadas en el pecho, cuyo uso debía ser tan orgulloso como obligatorio; conmemoraciones patrias engalanadas con feriados y actos presididos por abanderados, escoltas y circunspectas declamaciones; manuales o libros de lectura plagados de relatos edificantes sobre próceres, heroísmos y gestas patrióticas; e, inclusive, museos y monumentos para ser visitados en las esporádicas excursiones extramuros.
Para que todo eso pudiera fructificar con los contundentes sentidos que tal mitología supo conquistar en aquel período histórico, había que plantar una semilla muy especial en la tierra fértil constituida por cada niño escolarizado. Mediante la enseñanza de la historia y la ritualización de las celebraciones escolares, debía lograrse que brotara en cada futuro ciudadano la conciencia de la identidad nacional. Cabe recordar que en la palabra discípulo resuena su raigambre disciplinaria, cuyo origen etimológico remite a discere y pueris , decir a los infantes: explicarles lo que está bien y lo que está mal, inculcándoles lo que se suponía que deberían saber y hacer. En esa misma línea, no es casual que el curioso vocablo alumno esconda lazos significantes que lo atan a la estirpe ilustrada, ya que su etimología revela la falta de luz y la necesidad de ser iluminado: a-lumno . Además de recalcar ese linaje filológico que revela la plasticidad del alumnado y su capacidad de ser cultivado, cabe recalcar el papel crucial desempeñado por el Estado en esos procesos. Al fin y al cabo, esa entidad alcanzó la envergadura de una megainstitución, constituyendo un suelo firme capaz de dar sentido y garantizar el buen funcionamiento de todas las demás instituciones, en torno de las cuales se organizó la sociedad moderna, tales como la familia, la escuela, la fábrica, el ejército y la prisión.
En ese contexto histórico, cuyas bases hoy parecen disolverse en contacto fluido con las lógicas del consumo y los medios de comunicación, el Estado encarnaba la solidez de lo instituido que era, al mismo tiempo, fuertemente instituyente. De su sobria investidura surgía la ley universal, bajo cuyo amparo se gestó un tipo de subjetividad que algunos autores denominan precisamente "estatal" o, incluso, "pedagógica". Según el historiador y filósofo argentino Ignacio Lewkowicz, por ejemplo, "el Estado-nación delegaba en sus dispositivos institucionales la producción y reproducción de su soporte subjetivo: el ciudadano". Ese tipo de sujeto era tanto la fuente como el efecto del principio democrático que postulaba la igualdad ante la ley; es decir, un individuo constituido en torno a ese código, que a su vez se apoyaba en dos instituciones clave: la familia y la escuela, ambas encargadas de engendrar a los ciudadanos del mañana. Se trata, por tanto, de un peculiar modo de ser y estar en el mundo que se iba formando minuciosamente desde el nacimiento de cada individuo, para que en su progresivo desarrollo hacia la adultez éste fuera capaz de transitar entre todas esas instituciones hermanadas por idéntico fin, usando el mismo lenguaje y alineadas bajo una causa común. Por eso, cuando atravesaban por primera vez el circunspecto pórtico escolar, vestidos con sus guardapolvos blancos y esgrimiendo sus valijitas colmadas de útiles, los pequeños en edad escolar ya venían preparados gracias a un modelaje previo que ocurría entre las paredes del hogar. Y algo similar sucedía en la transición del colegio hacia la universidad o la fábrica: todos esos recintos eran compatibles entre sí y con su respectivo material humano, ya que todos funcionaban según la misma lógica.
En virtud de ese encadenamiento, "cada una de las instituciones operaba sobre las marcas previamente forjadas", explica Lewkowicz, asegurando y reforzando así la eficacia de la operatoria disciplinaria: "la escuela trabajaba sobre las marcaciones familiares; la fábrica, sobre las modulaciones escolares; la prisión, sobre las molduras hospitalarias". En ese sentido, cada una de esas instituciones podría pensarse como un dispositivo, que exigía a los sujetos la tenencia de ciertos rasgos y la ejecución de determinadas operaciones para permanecer en ellas. Además de producir las subjetividades de sus habitantes en la práctica cotidiana de ese conjunto de actos y gestos, el mismo dispositivo se consolida en su accionar: ambos se fabrican al unísono. De ese modo, ya convenientemente disciplinados, instruidos, civilizados y moralizados -retomando los cuatro pilares pedagógicos destacados por Kant-, podían ingresar a cada una de esas instituciones equipados con las premisas que las guiaban. Comprendían así sus códigos y eran capaces de ponerlos en práctica, más allá de las peculiaridades o novedades encontradas en cada caso; y, desde luego, a pesar de las singularidades individuales y de la capacidad de resistencia que también resultaba esencial para movilizar tal aparataje. Al dirigirse hacia cada nueva instancia, dichos rasgos deberían reforzarse en el ciudadano en cuestión, depurando de esa forma la configuración de subjetividades crecientemente compatibles con esos modos de vida. La pérdida de eficacia en el funcionamiento bien aceitado de los engranajes disciplinarios es, justamente, uno de los indicios de la crisis actual. Un ingrediente primordial de ese deterioro es el debilitamiento del Estado en su papel de megainstitución capaz de avalar y dotar de sentido a todas las demás. En consonancia con ese declive, pierden peso y gravedad las investiduras que recubrían a figuras clave de la autoridad moderna como el padre y el maestro, por ejemplo, cuyas definiciones, atributos y potencias mutaron ampliamente en los últimos tiempos. De manera que la incompatibilidad aquí sugerida -entre la escuela como una tecnología de (otra) época y los chicos de hoy- sería un indicio sumamente elocuente de ese desajuste histórico que vivimos.



Un mundo con más pantallas que libros

Por Roxana Morduchowicz  | Para LA NACION


Los chicos viven en un mundo visual. Las casas argentinas tienen más pantallas que libros. Mientras que la mayoría de los hogares tiene dos televisores, menos de la mitad compra un diario o una revista regularmente. Las pantallas han transformado la manera en que los adolescentes forman su identidad, se relacionan con el otro, adquieren saberes, construyen conocimientos, incorporan aprendizajes y conciben el mundo.
Con Gutenberg, se dio el paso de la cultura oral a la escrita. En el siglo XX la cultura de la palabra dio lugar a la de la imagen. Hoy, vemos el paso de la lectura lineal a la percepción simultánea. Los chicos están acostumbrados a relacionar, a asociar y a comparar. Pero todo ello, ahora, con mayor rapidez y fragmentación.
Las lógicas de la escuela y de las pantallas son, sin duda, diferentes. La escuela está más centrada en el pasado (patrimonio cultural); las pantallas se centran en el presente. La escuela se construye sobre la duración en el tiempo. Las pantallas, sobre la fugacidad y lo efímero. Las pantallas privilegian la imagen. La escuela privilegia la palabra. Las pantallas priorizan la emoción; la escuela, la razón. Las pantallas buscan seducir; la escuela, argumentar. La escuela es un ámbito de interacción social; las pantallas se utilizan en un contexto individual y privado. Mientras que no prestar atención al docente puede acarrear alguna sanción, no hay efecto que penalice la dispersión frente a las pantallas. En la escuela las clases son correlativas. Las pantallas proponen simultaneidad y ventanas múltiples de las que se puede entrar y salir en cualquier momento.
Frente a esta realidad cultural, de nada sirve alarmarse o reaccionar defensivamente. Si aceptamos que los jóvenes construyen su capital cultural también fuera del aula, la escuela ya no puede concebirse como único lugar legítimo para transmitir un capital simbólico.
No se trata de elegir entre el libro, el diario, la televisión, una revista, el cine o Internet. Para fortalecer su capital cultural y asegurar su inclusión e inserción social, los adolescentes necesitan acceder a una diversidad de bienes culturales y aprender a diferenciarlos, analizarlos, compararlos, hacer sus propias búsquedas y tomar decisiones respecto de las respuestas que encuentran.
Lo único que no puede hacer la escuela respecto de las tecnologías es ignorarlas. Ello significaría ignorar a los propios jóvenes.


Aprender a conocer y a vivir juntos

Por Gustavo Fabián Iaies  | Para LA NACION


Ha crecido en los últimos años la visión de que la escuela debe transformarse bajo el signo de las nuevas tecnologías. Volver a pensarla desde la idea de las redes, las interacciones novedosas, la actualización permanente, la personalización de los saberes y los modos de vincularse con ellos. Esas visiones se pelean con el prejuicio de una escuela lenta, de rutinas, de viejas tecnologías, del orden sobre la creatividad, las formas sobre los contenidos.
En el año 1996, la Unesco presentó el documento "La educación tiene un tesoro", que presentaba una prospectiva de la educación del futuro. Planteaba cuatro objetivos centrales para los niños y jóvenes: aprender a conocer, a hacer, a ser y a vivir juntos.
La Escuela Latinoamericana fue el modo que los estados eligieron para "vivir juntos", a partir de "aplastar las diferencias" y ser "lo mismo". Esta escuela "inundada" de efemérides, de historias heroicas, de una geografía de "todos los climas y todos los relieves", fue el modo en que los hijos de españoles, italianos, rusos, polacos, pueblos originarios se sintieran argentinos, todos parte de lo mismo.
Y además, socializarlos cuando llegaban de las zonas rurales a las ciudades. Así, nos enseñaron a formar filas para entrar al aula, levantar la mano para pedir la palabra, entre otras pautas.
Robert Cowen plantea que los sistemas educativos tienen una "piedra de Rosetta", un "código genético" dado por la trama de relaciones sociales de las sociedades en que tuvieron origen. Nuestra sociedad dista de aquella de la inmigración, la industrialización, las familias verticales, la ciudadanía disciplinada. Es probable que nuestra escuela requiera una transformación en los valores que la organizan.
¿Pero esa transformación implica que no requerimos "aprender a vivir juntos"? Quizá sean otros modos de vivir juntos, pero será una manera de dialogar, alcanzar acuerdos, resolver disidencias, trabajar en equipos, construir relaciones.
Cuando se afirma que la nueva escuela debe "adaptarse" a la cultura digital, se pierde de vista que la pregunta clave para pensar la educación no es "¿Cómo es la sociedad?", sino "¿Cómo queremos que sea?"
Particularmente, sigo creyendo en la escuela como un espacio donde encontrarnos, aprender a leer, comprender, debatir, argumentar, pensar bajo parámetros científicos, conceptualizar el mundo en que vivimos. Pero también a estar con otros, valorarlos, ser parte de un grupo, "aprender a vivir juntos".


Todos esperan que el otro sea distinto

Por Raquel San Martin  | LA NACION

En su prolífica producción de conceptos, Pierre Bourdieu adoptó de la física la idea de "histéresis" para describir situaciones en las que las personas continúan actuando y pensando según parámetros internalizados en el pasado, a pesar de que la situación objetiva que las rodea cambió. ¿Vive la escuela argentina en estado de histéresis, en retraso con respecto a la sociedad en la que existe? Abundan los diagnósticos que lo afirman, y no es fácil contradecir a quienes hablan de desfases en el equipamiento, la formación docente, los contenidos y hasta la organización escolar y el concepto de lo que significa transmitir conocimientos sobre el mundo fuera de las aulas.
Pero esos diagnósticos dejan en la oscuridad un dato ineludible de nuestra realidad escolar: ni todas las escuelas viven en el pasado, ni toda la sociedad llegó ya al futuro. En rigor, como han demostrado varias investigaciones, mucho de lo que está desajustado sucede en el presente: son las expectativas con las que los distintos participantes en la vida escolar se miran entre sí. Los padres, los docentes, los alumnos y la sociedad esperan unos de otros actitudes y comportamientos que no siempre encuentran.
Así, los docentes esperan alumnos como los que les enseñaron a educar: motivados para aprender, socializados para comprender la autoridad, parte de un grupo homogéneo. Los padres aspiran a que la escuela los releve de casi toda su responsabilidad educativa formal. La sociedad quiere que los docentes reparen deudas sociales y políticas que los superan: la pobreza, la violencia, el desempleo. Los docentes advierten sobre su impotencia y reclaman apoyo material y simbólico. Como nadie parece obtener lo que cree que debería, el resultado es un estado de malestar generalizado, que se suma al otro rasgo característico de la vida escolar argentina y de buena parte del continente: la desigualdad, que ha logrado persistir a pesar del aumento de recursos para educación que los gobiernos dispusieron desde 2003.
Como en otros aspectos de la vida argentina, también en educación el discurso y la vida real se contradicen. Mientras que la educación se presenta como puerta de entrada al futuro y a la mejora social y personal, muchos chicos no logran terminar la escuela, reciben escasas horas de clase por día, migran con esfuerzo de la educación pública a la privada -como viene pasando en casi todas las provincias argentinas en la última década- y, sobre todo, tienen atado su futuro a la calidad de enseñanza que les toca según el lugar de nacimiento. No es que la escuela esté desactualizada, es que la política la ha dejado atrás.






Pensamiento / Estética

¿Para qué necesitamos las obras maestras?

En su ponencia durante el coloquio "Configuraciones de vida", organizado por la Universidad Nacional de San Martín, el autor analiza el poder que ciertas piezas de arte ejercen sobre nosotros y el modo misterioso en que nos relacionamos con ellas

Por Ricardo Ibarlucía  | Para LA NACION

 
La Gioconda en el Louvre, objeto de peregrinaje para millones de mujeres y hombres provenientes de los más lejanos rincones del mundo. Foto: AFP / DOMINIQUE FAGET

Hace poco menos de un año, en la amplia retrospectiva de Robert Doisneau que se presentó en el Centro Cultural Recoleta de la Ciudad de Buenos Aires, se exhibieron algunos de los famosos retratos de los espectadores de La Gioconda que el fotógrafo francés tomó en el Louvre en 1947. Estas fotografías, realizadas cuando por fin el museo volvió a abrir completamente sus puertas al público después de la Segunda Guerra Mundial, registran las diversas actitudes que puede despertar el encuentro con una obra maestra. Detrás de la soga que delimita los espacios, una mujer con el brazo en jarra lanza una mirada inquisidora. A su lado, un hombre de traje claro, con la cabeza adelantada, levanta las cejas, perplejo. Detrás de él, se recorta un espectador que parece fijar la vista en un detalle. Un chico le habla al padre, tapándose la boca, quizá por respeto al silencio de la sala. Una adolescente rubia y una anciana con sombrero observan delante de sí algo que evidentemente se encuentra lejos y es más pequeño de lo que se esperaba.
Desde la Revolución Francesa, cuando el Louvre fue transformado en museo público, la pintura de Leonardo ha sido depositaria de las renovadas miradas de los visitantes. Millones y millones de hombres y mujeres han peregrinado a París desde los más lejanos rincones del mundo sólo para verla. Se han publicado innumerables textos inspirados en ella, desde los ensayos de Théophile Gautier y Walter Pater -acaso las más bellas ensoñaciones de la crítica- hasta las novelas El código Da Vinci de Dan Brown y Valfierno de Martín Caparrós, que recrea las circunstancias de su robo en 1911. Artistas como Marcel Duchamp y Andy Warhol se han ocupado de parodiarla hasta convertirla en ícono pop. Se han filmado películas y series de televisión sobre su historia, se han fabricado toneladas de postales, afiches publicitarios, agendas, remeras, juegos de té y llaveros con la efigie de La Gioconda , y su nombre ha servido para bautizar restaurantes, hoteles, bares, perfumerías y hasta una marca de dulces.

 
El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli, consagrada por el público antes que por la crítica. 

Uno puede desembarazarse fácilmente de este problema diciendo que la Mona Lisa es un clisé, un lugar común de la cultura de masas, un objeto de consumo, cuya notoriedad nada tiene que ver con el mundo del arte, ni con las evaluaciones superiores que están en el corazón de la experiencia estética, y que concierne a otra categoría de cosas, como la industria cultural, el kitsch o el turismo. Mucho más arduo es, sin duda, tratar de comprender por qué un cuadro, que ha sido pintado según los criterios de una época dada, puede suscitar respeto y revelarse como una fuente de fascinación varios siglos después, más allá de las transformaciones que el gusto ha conocido, de las tendencias artísticas y de los juicios subjetivos. ¿Cuál es la razón que permite que ciertas obras de arte se destaquen del resto con un poder de evocación que no sólo perdura, sino que se actualiza de una generación a otra, de una época a otra?
Esta pregunta quizá sea uno de los mayores desafíos a los cuales la estética y la filosofía del arte deben enfrentarse. Las obras maestras, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, urden la trama en la que se despliega nuestra vida imaginaria mucho más de lo que creemos. Unas veces nos ofrecen un espejo, otras veces una lámpara, según la metáfora de William B. Yeats. ¿No dudamos como Hamlet, sentimos celos como Otelo, nos enamoramos como Romeo y Julieta? ¿No nos figuramos el infierno con los ojos de El Bosco, de Brueghel, de Dante, Milton o Blake? ¿No nos volvemos hacia Edipo para explicar los traumas de infancia? ¿No vemos la bruma de Londres, como sugiriera Oscar Wilde, desde que los impresionistas la volvieron visible? ¿Nuestro oído musical no se encuentra condicionado por la escala temperada de Bach?
I
El concepto de "obra maestra" ( masterpiece , chef-d'oeuvre , Meisterstuck , capolavoro ) es una adquisición moderna, ligada al desarrollo de la conciencia artística en las sociedades occidentales, la secularización de las prácticas artísticas y la autonomización de la esfera estética. Como ha mostrado Walter Kahn, la expresión tiene su origen en la tradición artesanal, más precisamente en el régimen medieval de las corporaciones, que exigía a todo aprendiz, para que le fuera acordado el estatuto de maestro, producir una obra que demostrara su excelencia en el oficio. La producción de una "obra maestra" formaba parte de una prueba de experticia, en la que un jurado de artesanos decidía, sobre la base de criterios más o menos establecidos, si el candidato podía ser admitido como miembro del gremio y adquirir, en consecuencia, el derecho de abrir un taller, vender sus productos en la ciudad y formar a su vez aprendices. En distintas regiones de Europa, este examen de competencia, que habilitaba al ejercicio de una profesión, podía también responder a finalidades económicas como organizar el comercio, regular la oferta y la demanda o proteger la industria local.
Con los siglos, el concepto de "obra maestra" se desplazó del campo de las "artes mecánicas" al de las "artes liberales", de las corporaciones de artes y oficios al sistema de las bellas artes, no sin sufrir una mutación semántica. Las nociones de "obra maestra" y de maestría se modificaron, dejando de invocar simplemente un conjunto de reglas y preceptos, cuya aplicación exigía un saber técnico. Así, desde principios del siglo XVI, la maestría ya no califica al artesano, sino al artefacto producido; ella designa una "obra capital", una pieza excepcional y ejemplar, dotada de propiedades distintivas, que representa un modelo de imitación. En este segundo período, como observa Martina Hansmann, el término expresa, por un lado, "una obra realizada de manera autónoma" y, por otro, "la emancipación de una perfección artística, posible en cada fase de la creación y sustraída a todo control exterior".
En el siglo XVII, con la aparición de las academias de pintura y escultura, la "obra maestra" participa fundamentalmente de un canon, es decir, de un corpus de obras paradigmáticas, también llamadas "clásicas", destinadas a realizar la belleza como valor cultural y legitimar a la vez los principios artísticos establecidos. Una nueva transformación se produce durante la segunda mitad del siglo XVIII. La obra maestra, como creación original que se sitúa más allá de las normas, tiene su origen en el Sturm und Drang . Con Goethe, Herder y el surgimiento del romanticismo alemán, la idea de maestría cede lugar a la de genio, "talento natural que da la regla al arte", según la formulación kantiana, que ahora se concibe como una facultad de acceso al absoluto. La obra maestra, desde este momento, es fuente de una revelación; expresa un "conocimiento extático", como lo llama Jean-Marie Schaeffer, que proporciona una intuición de esencias metafísicas, esencialmente superior a las formas cognitivas prosaicas, entre las que se cuentan los saberes técnicos del sistema artesanal.
Al mismo tiempo, la obra maestra, que antiguamente había comunicado un contenido religioso, ahora se autolegitima encarnando por sí misma el ideal del arte. Como sugiere Hans Belting, aquí es donde debemos situar el nacimiento del "mito de la obra maestra". Del romanticismo al esteticismo, de Gautier y Balzac con su novela La obra maestra desconocida a Pater y su glorificación del arte del Renacimiento, la utopía de la obra maestra como manifestación del absoluto, producto de una perfección artística inigualable, elevada a la inmortalidad, no dejará de subrayarse hasta proporcionar el fundamento hermenéutico de una nueva religión del arte -de un "servicio profano de la belleza", según la expresión de Walter Benjamin- cuyo templo moderno es el museo.
Tanto Belting como Arthur Danto, en sus penetrantes ensayos sobre el tema, han mostrado el estrecho lazo que existe entre este concepto romántico de obra maestra y la cultura del museo. De todos modos, pienso que sus respectivos análisis de este proceso histórico tienden a sobreestimar el papel jugado por la crítica de arte, en detrimento de los movimientos del gusto. La más lúcida refutación de esta creencia en el poder omnipresente de la teoría en la consagración de las obras maestras, a mi modo de ver, la ofrece Frank Kermode a propósito de Sandro Botticelli.
"Botticelli -explica Kermode- no se volvió canónico a través del esfuerzo académico sino por casualidad, o más bien por medio de la opinión." Cuando la Primavera y El nacimiento de Venus , emergiendo de la oscuridad de siglos, fueron expuestos en 1815 en la Galería de los Oficios de Florencia, llamaron la atención de los visitantes y, poco a poco, no sólo estos cuadros empezaron ser admirados, sino también los frescos sobre las paredes laterales de la Capilla Sixtina, que habían pasado inadvertidos al lado de las pinturas de Miguel Ángel. El interés en Botticelli se desarrolló más rápidamente que el estudio de sus obras, mucho antes de que Ruskin, Pater, Herbert Horne y Aby Warburg las hicieran su objeto de estudio. El público de los museos y del incipiente mercado de reproducciones demandaba un arte anterior al Renacimiento y Botticelli lo proporcionó, abriendo camino a los pintores prerrafaelistas y al "movimiento estético" de fin de siglo, que transformó la melancólica belleza de sus mujeres en moda. La Nachleben de Botticelli fue resultado de una nueva "forma de atención", sostiene Kermode: "El entusiasmo contó más que la investigación, la opinión más que el conocimiento".

 
Cristo en el Monte de los Olivos. En el dolor de la Segunda Guerra, los londinenses querían ver esta obra de El Greco. 
II
El ejemplo de Botticelli me permite introducir dos reflexiones complementarias. En primer lugar, pienso que una obra maestra puede entenderse en parte a la luz de lo que Warburg caracterizó, sin definir jamás, como una Pathosformel , una "fórmula de pathos " o "fórmula expresiva". Elaborada para examinar, en principio, la relación entre el arte de la Antigüedad y el del Renacimiento, esta noción ha recibido diversas interpretaciones. En mi opinión, la más productiva en términos estéticos es la que ofrece José Emilio Burucúa. La categoría warburguiana, argumenta, no debe confundirse con un reservorio intemporal de representaciones como los arquetipos inconscientes de Carl Jung; más bien se refiere a una síntesis primaria de "formas representativas y significantes", históricamente determinadas, en las que sedimentan las emociones concretas y ambivalentes que "una cultura subraya como experiencia básica de la vida social". Partiendo de esta definición, podríamos decir que las obras maestras son vehículos privilegiados para la transmisión de estas Pathosformel , entendidas como patrones de una experiencia estética primaria, en el sentido pleno de la palabra griega aisthesis . Dicho de otra manera, las obras maestras serían reconfiguraciones de esa experiencia estética básica que constituye el horizonte de comprensión, pretemático y prerreflexivo, de una cultura.
La segunda reflexión lleva a Luis Juan Guerrero, para quien existen tres conductas u "operatorias" estéticas fundamentales: en el campo de las "manifestaciones" artísticas, el comportamiento estructurante es el acogimiento de las obras de arte como objetos de contemplación; en el de las "potencias" artísticas, la creación y la ejecución; en el de las "tareas" artísticas, la promoción y el requerimiento. Desde el punto de vista de la recepción, primero están los espectadores y, desde el punto de vista de la creación, los artistas. Sin embargo, si consideramos las obras de arte en una secuencia histórica, ya no corresponde hablar de contempladores ni de creadores: "Los protagonistas [?] son los hombres anónimos de un conglomerado cultural, que piden al arte la premonición de sus esperanzas y la rememoración de sus glorias". Dice Guerrero:
Se trata, en otras palabras, del drama de un pueblo, de una cultura, de un momento histórico, que ha de ser asumido por sus propios protagonistas por medio de su presentación escénica. Pero no se trata de un conjunto pirandelliano de personajes en busca de un autor, sino de un coro humano en busca de los personajes que han de encarnar, en el escenario estético, su drama histórico.
En esta perspectiva, las obras de arte "no existen ya a la manera de entes contemplables, ni de procesos en trance de gestación, sino de propuestas operatorias, de sugestiones y demandas, de normas colectivas con sus respectivas estructuras de cumplimiento".
Las obras maestras responden a este tipo de requerimiento, al llamado silencioso de los hombres y las mujeres comunes, que no son artistas, historiadores, críticos de arte o curadores de museos. Para ilustrarlo quisiera referir un episodio contado por Neil MacGregor, director de la National Gallery. En 1939, al estallar la Segunda Guerra Mundial, todas las pinturas de este museo fueron trasladadas a una mina de carbón en Gales para ser puestas al abrigo de los bombardeos alemanes. La National Gallery permanecía abierta, a pesar de las circunstancias, y se organizaban cotidianamente pequeñas exposiciones de arte contemporáneo, a menudo con conciertos. Así fue hasta noviembre de 1941, cuando el museo adquirió el Retrato de Margarethe De Geer de Rembrandt. Una campaña de prensa fue impulsada entonces por algunos ciudadanos, reclamando que el cuadro se exhibiera. Al principio, se dudó en hacer lugar al pedido, pero finalmente la obra fue llevada a Londres. La exhibición tuvo un éxito inmenso y el público pidió entonces que una obra maestra fuera expuesta una vez por mes.
Esto dio comienzo a una serie de exposiciones totalmente sorprendente, que recibió el nombre de The Picture of the Month . Kenneth Clark, director de la National Gallery en ese momento, consideró que el públicó quería ver cuadros que evocaran serenidad y propuso, para las dos primeras exhibiciones, el Retrato de un hombre de Tiziano y Patio de una casa en Delft de Pieter de Hooch. Clark pensaba que el realismo del retrato y la calma de la escena de género holandesa complacerían la demanda de los londinenses. Pero se sorprendió al descubrir que el público no quería ver estas pinturas, sino particularmente otras dos: Cristo en el Monte de los Olivos de El Greco y Noli me tangere de Tiziano.
Las preferencias del público me parecen eminentemente significativas. MacGregor se pregunta, con razón, qué podían representar esos dos cuadros para el público londinense en enero de 1942, el momento más sombrío de la guerra, cuando Inglaterra acababa de perder el Imperio de Extremo Oriente y la situación en Europa parecía irreversible. ¿Por qué la gente quería ver aquellas pinturas? ¿Por qué deseaba contemplar aquella pintura de Jesús orando, lleno de angustia, en el huerto de los Olivos, frente a un ángel, mientras los guardias romanos vienen a arrestarlo (Lucas 22, 39-46)? ¿Qué significación podía tener, para aquellos hombres y mujeres que soportaban, noche tras noche, los bombardeos de la Luftwaffe, la escena de María Magdalena cuando reconoce a Jesús resucitado, que le dice "No me toques" (Juan 20, 17) y se inclina para bendecirla? Quizá proyectaban en esas imágenes un anhelo de redención después de tantas privaciones y sufrimientos. Quizá buscaban consuelo y esperanza. Quizá las encontraron.
MacGregor piensa que la elección de estos cuadros muestra el "rol social que en los momentos de crisis juega una gran obra maestra, el valor seguro que representa en tales circunstancias". La metáfora en juego es la del "tesoro"; en cierta forma, las obras maestras serían al mundo del arte lo que el patrón oro fue, en la historia económica, al sistema financiero internacional, sirviendo de respaldo y fijando el valor unitario de la moneda. Ahora bien, el dinero es puro valor de cambio; se basa en el crédito y la confianza. Si las obras maestras se encuentran investidas de esta autoridad, es porque representan y transmiten de algún modo creencias compartidas por la mayoría de los hombres y las mujeres de nuestra sociedad.
Las obras maestras poseen de hecho propiedades que no se encuentran en otras obras de arte, pero que son indisociables del reconocimiento que se les dispensa. Una significación densa, sedimentada en interpretaciones históricamente cambiantes, parece coexistir en ellas con un valor cultural relativamente estable. A sus cualidades estéticas se añade así una función social que sólo se define a través de los usos compartidos por una comunidad, en el conjunto de las prácticas cognitivas, lingüísticas y no lingüísticas, que constituyen lo que Ludwig Wittgenstein llamó "forma de vida". Esta función social es conservadora y crítica a la vez: desde el momento en que comunican valores comunes, las obras maestras tienen un "carácter afirmativo" ?en el sentido en que lo entendía Herbert Marcuse? ligado a la memoria y la tradición; en la medida en que constituyen formas de significación autónomas, representan, como nos enseñara Hamlet, "la conciencia del rey".

 
La ópera estatal de Dresde fue destruida en 1945. En 1977, y sin apoyo financiero del gobierno, los ciudadanos emprendieron su reconstrucción. 
III
Las obras maestras desempeñarían un papel vital en el entramado de convicciones, certezas y saberes prácticos que participan de nuestra visión del mundo. En efecto, los seres humanos no sólo se dejan tocar emocionalmente por las creaciones artísticas; circunscribir los procesos cognitivos a la ciencia, reduciendo el arte a la percepción, a la emoción y a las facultades no lógicas, ha sido quizá la herencia más nociva de la estética tradicional. El arte tiene tanto que ver con el placer como con el conocimiento: no es el pasatiempo de un público pasivo, que suele oponerse a la ciencia como un conocimiento fundado en demostraciones y experimentos. Como ha indicado Nelson Goodman, el filósofo que con mayor énfasis ha rechazado esta confusión: "Llegar a comprender una pintura o una sinfonía en un estilo que no es familiar, a reconocer el trabajo de un artista o de una escuela, a ver o escuchar de maneras nuevas, constituye un desarrollo cognitivo semejante a aprender a leer, a escribir o a sumar".
Las obras maestras, como cualquier obra de arte, funcionan como tales en la medida en que participan en nuestra manera de ver, sentir, percibir, concebir y comprender en general. "Un edificio -señala Goodman-, más que la mayoría de las obras, altera nuestro entorno físico; pero además, como obra de arte puede, a través de diversas vías de significación, informar y reorganizar nuestra experiencia entera. Al igual que otras obras de arte -y al igual que las teorías científicas, también- puede dar una nueva visión, fomentar la comprensión, participar en nuestro continuo rehacer el mundo." Podríamos ilustrar esto con la historia de la ópera estatal de Dresde, en la Theaterplatz, construida en 1876 por Gottfried Semper. Durante la noche del 13 de febrero de 1945, la Semperoper quedó reducida a escombros por las bombas de la RAF, como casi todo el casco histórico de la ciudad. En 1977, sin contar con respaldo financiero del gobierno de la República Democrática Alemana, que por otro lado había demolido el Schloss de Berlín, a cien kilómetros de allí, los ciudadanos emprendieron lentamente su reconstrucción, pieza por pieza, moldura por moldura, a partir de los planos originales descubiertos en un altillo. Una pintora y varios artistas, albañiles y cientos de colaboradores espontáneos trabajaron durante ocho años en la restauración del edificio, filmada por un equipo de tres documentalistas aficionados.
¿Qué pudo empujar a estos hombres y mujeres, algunos de los cuales habían sufrido cuando chicos los bombardeos, el hambre y las miserias de la guerra, la pérdida de seres queridos y la privación de las libertades políticas, a reconstruir una ópera a la que probablemente no hubieran ido nunca de haberse mantenido las condiciones económicas y sociales que permitieron su edificación en la segunda mitad del siglo XIX? La reconstrucción de la Semperoper, contra la voluntad de un régimen que la execraba como monumento de la burguesía, les permitió no sólo recuperar un edificio que había sido orgullo de Dresde, devolviendo a la ciudad sajona su antigua belleza y esplendor, sino también rehacer su mundo, reconfigurar su experiencia individual y colectiva, comprendiendo los horrores del pasado y resignificándolos para proyectarse en el porvenir. La reconstrucción de aquella obra maestra fue la obra de sus vidas.
Para terminar, quisiera hacer dos breves observaciones sobre el tipo de operatoria que comporta nuestro trato con las obras maestras. La primera nos lleva de regreso a Robert Doisneau, autor no sólo de los retratos de los espectadores de La Gioconda , sino también de la fotografía en blanco y negro de la pintura de Leonardo que dio en gran medida lugar a su difusión masiva. El fenómeno de la reproducción técnica de las obras de arte, como se sabe, es un problema extremadamente complejo que fue planteado por primera vez por Benjamin. Sin la menor ambición de discutir su tesis sobre la desaparición del aura de manera exhaustiva, me limito a recordar que todos nosotros, expertos y aficionados, debemos nuestra educación estética a fotografias como las de Doisneau o en colores, a diapositivas e ilustraciones en libros y, más recientemente, a archivos de imágenes digitalizadas o museos virtuales en la Red. Goodman, en un comentario oblicuo del ensayo famoso de Benjamin, propone considerar este tipo de procedimientos de reproducción como "instrumentos de activación" de las obras de arte. La "activación" o "implementación" de una obra debe distinguirse de su "ejecución": decimos, por ejemplo, que una novela ha sido "ejecutada" cuando ha sido escrita, un cuadro cuando ha sido pintado, una pieza musical cuando ha sido compuesta. Para obrar como tal, sin embargo, la novela debe ser publicada; la pintura, exhibida; la pieza, tocada frente a un auditorio. La publicación, la exposición, la interpretación musical, dice Goodman, son modos de implementación: "La ejecución consiste en producir una obra, la implementación consiste en hacerla funcionar".
La distinción de Goodman podría servir para reactualizar la tesis de André Malraux sobre el "museo imaginario" y clarificar el problema, planteado por Belting, de la relación entre la dimensión visual o icónica de las obras de arte, su forma de transmisión y su materialidad. ¿Qué lugar ocupan, en efecto, las obras maestras en el imaginario cultural? ¿En qué coordenadas espacio-temporales moran sus imágenes? ¿Cuáles son los niveles de conciencia en los que operan? Tiene razón Goodman cuando sostiene que creer que el efecto de una obra se anula en su reproducción visual o sonora, porque el aura es irrepetible, no es un argumento convincente. En todo caso, cesa "la acción directa", pero "el funcionamiento indirecto puede proseguir gracias a las reproducciones, lo que quiere decir que una acción a distancia, incluso póstuma, es posible". La "acción indirecta" no reemplaza la "acción directa", pero puede servir de complemento: en el caso de obras disponibles, ciertas reproduccciones ofrecen de hecho una "comprensión suplementaria", por ejemplo a través de la ampliación del detalle de un cuadro o tomas fotográficas desde distintos ángulos, como se hace con esculturas y obras arquitectónicas.
Otras técnicas de reproducción más complejas son muy útiles en trabajos de conservación y restauración, ya para examinar la morfología de una imagen o las capas sucesivas de composición. La fotogrametría digital y la reflectografía infrarroja se han aplicado, en el Centro Tarea del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de San Martín, en los trabajos de restauración de las doce Sibilas de San Telmo, el cuadro Chacareros de Antonio Berni, el mural Ejercicio plástico de Diego Alfaro Siqueiros y la colección de retratos de José Gil de Castro del Museo Histórico Nacional. En suma, es evidente que las reproducciones, como medios de activación y no meras formas vicarias, juegan un papel fundamental en los estudios sobre arte, tanto en un plano teórico como práctico. No encuentro ninguna razón para creer, por tanto, que las nuevas tecnologías no puedan contribuir a la educación estética, mejorando las condiciones de recepción de las obras de arte y expandiendo su efecto sobre un número cada vez más amplio de espectadores. Se dirá que esto es demasiado optimista, pero el hecho es que el arte no ha muerto. Desde la invención de la fotografía, su mundo no ha dejado de crecer y diversificarse.
Mi última observación está referida a la tarea de la estética y la filosofía del arte, vinculando lo que hemos dicho sobre las Pathosformel con la tesis de Benjamin sobre la reproductibilidad, los señalamientos de Goodman a propósito de la implementación y el abordaje "operocéntrico" del arte de Guerrero. Las obras maestras no son meramente marcas de la memoria o huellas de un pasado remoto que regresa como un fantasma. Antes bien, forman una sutil trama de pasado y presente, de proximidad y lejanía, en la que nuestra experiencia individual y colectiva se entreteje y a través de la cual buscamos abrirnos paso hacia el futuro. La reproducción técnica, lejos de cancelar la acción de las obras de arte, nos enseña a comprenderlas como artefactos que requieren ser "puestos en obra". Cuando olvidamos el carácter operatorio del arte, su significación más elemental se nos escapa y, con ella, su razón de ser. El lugar común que dice que las obras maestras son "cimas de la cultura" encierra una verdad. "Las cimas de las montañas no flotan sin apoyo; ni siquiera descansan sobre la tierra -escribió John Dewey con su modestia filosófica-. Es asunto de los que se dedican a la teoría de la tierra, géografos y geólogos, volver evidente este hecho en sus diversas implicaciones. El téorico que quiere lidiar filosóficamente con las bellas artes tiene que cumplir una tarea semejante."




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