El jardín de la catástrofe
Ya nadie habla de las cenizas del sur, o las recuerdan sólo cuando en Aeroparque se suspenden los vuelos. Pero a cuatro meses de la lluvia de toneladas de ceniza, expulsadas con la fuerza de 14 bombas atómicas y que arrasaron con animales, vegetación y ecosistemas casi completos, poblaciones enteras sobreviven bajo un manto gris, en medio de una catástrofe sin precedentes y con amenazas de enfermedades, falta de ayuda y un futuro incierto. Villa La Angostura quizá sea el lugar que mejor refleje la complejidad de la situación: mientras los ricos emigraron y siguen especulando, quienes trabajan para su confort no saben qué va a ser de ellos.
Desde Villa La Angostura
Era el Día de la Primavera y la ruta se iba volviendo arenosa y espectral al acercarse a Villa La Angostura. “Pero esto no es nada comparado con los primeros días de la ceniza”, asegura un poblador. “Ahora no es nada”, repite otro. “Lo peor ya pasó”, se ilusiona un tercero. Si lo peor ya pasó, más vale no imaginar lo que fue. Pero, ¿y si no es así? Si no pasó, ¿qué le espera a Villa La Angostura? La naturaleza, según Nietzsche, carece de moral. Y si un don tiene es crear una sospecha del lenguaje. Esa mañana el paisaje boscoso de una naturaleza sombría te hacía sentir tan extraño como lo visible: un gris opresivo que todo lo dominaba, los árboles teñidos de ese gris, sus ramas pesadas de ceniza, ceniza el camino, ceniza el túnel en que se iba convirtiendo la ruta. Porque viniendo desde el norte, en el camino nublado por la ceniza, una imagen adelantaba ahora lo que vendría más adelante: dos bueyes de un marrón desteñido, grisáceo. Los bueyes en el medio de la ruta permanecían, más que quietos, paralizados, aturdidos, con el lomo cubierto de cenizas y los ojos en sangre. Ni se movieron cuando el auto les pasó al lado. Podía pensarse en una resignación animal. Pero esperaban algo y nada más que ese algo, ese algo que era la muerte. Y la muerte ya estaba aquí. A uno se le aflojaron las piernas y se desplomó a un costado levantando una nube de ceniza. El otro ni se movió. Siguió esperando.
Ya más cerca, adentrándose en los bosques serranos que rodean la Villa, está ese cartel que anuncia: Bienvenidos a Villa La Angostura. El Jardín de la Patagonia. Pero los bosques cubiertos de ceniza y arena volcánicas ya no son, no pueden, no podrán por un tiempo tan largo como indeterminado recobrar su naturaleza de jardín natural. El tránsito se interrumpe una y otra vez por el trabajo incesante de las máquinas topadoras, envueltas en esa niebla gris, que no paran de cargar con ceniza una caravana de camiones. “Miles de camiones harán falta para que esto vuelva a ser el jardín”, me diría un poblador. Y al pronunciar “jardín” entonaba un sarcasmo triste. Pero no quiero adelantarme. Todavía estoy entrando en Villa La Angostura cuando un golpe de viento levanta la ceniza y me ciega. Cuesta respirar, la boca se seca, un raspón en la garganta, el pecho que se cierra, aunque el diario Río Negro anunció en la edición de esta mañana que nuevamente la atmósfera se volvió “respirable” en La Angostura.
El paisaje remite a Hiroshima y Nagasaki. La asociación con los horrores nucleares no es gratuita. Aquella tarde del sábado 4 de junio, esa tarde que fue noche de golpe mientras los temblores se sucedían, se calculó que las explosiones de la rajadura del volcán Puyehue equivalían a la intensidad, según algunos, de 14 bombas atómicas. El volcán Puyehue (en mapundún, lugar de los peces) había estallado en erupción. Perteneciente al cordón volcánico Caulle y la cordillera Nevada, una cadena que no perdió su capacidad de furia, el Puyehue, con su rajadura, estremeció la tierra a más de 80 km. Afectó a la distancia, por ejemplo, a Ingeniero Jacobacci, donde, en aquel momento, exterminó el ganado y ahora mismo, en el presente, conspira contra la supervivencia de sus habitantes.
La Angostura está a una distancia más corta y amenazante del volcán: 40 km. Es decir, nada. Cuando empezó todo, y todo es el desastre, fue el sábado aquel, el 4 de junio. Debían ser las tres de la tarde cuando se vio venir en el cielo, inminente y veloz, una masa negra. No era una nube. Más bien una oscuridad que se cernía sobre todo y sobre todos desatando el temor y el temblor. El temor humano, la confirmación de las más aterradas conjeturas. El temblor, los sacudones de la tierra. Después, una lluvia nutrida de cenizas, arena volcánica y piedras que alcanzaron pronto el medio metro de altura. En esa súbita noche, al desconcierto se le pegó el pánico. La primera reacción de los pobladores consistió en abastecerse, correr al supermercado, al almacén. Pronto se cortó el suministro de agua y electricidad. Y la interrupción del suministro de los servicios duró un mes. Difícil imaginarlo para quien no estuvo ahí y también para el que hoy, ahora, ve sus consecuencias, el polvo gris dominándolo todo. El caserío pretencioso, con su aura germano-barilochense, el delirio del coto restringido alguna vez soñado por el conservador arquitecto Bustillo en los años ‘30, donde décadas más tarde estaría alojada la depuesta presidenta Isabel Martínez, prisionera del último golpe militar, esta Villa, digo, se transformó en una geografía tenebrosa de Edgar Poe o Howard Lovecraft. Dicho en criollo, el paisaje se eternautizó. Una foto que circuló en los medios en esos días muestra un tipo enfundado, al que apenas se le ve el rostro, cargando bidones de agua. Y la Villa de turismo elitista, el territorio del medio pelo en ascenso, el chetaje esquiador y amante del snowboard, se transformó en zona de desastre y su color fue este gris difícil de describir. Porque este gris puede ser, de acuerdo a la luz de un cielo habitualmente de un opaco Turner, un ocre desteñido que, en zonas, es un terroso débil. Y sí, además de que oprime, la ceniza induce al barbijo. Las neumonías, entre otras enfermedades respiratorias, asolaron en los primeros días a los desprevenidos. Es cierto: los medios difundieron por entonces las imágenes dramáticas de la tormenta de cenizas que alcanzó tanto Neuquén capital al norte como El Bolsón al sur, mientras los pronósticos superficialmente alentadores sugerían y sugieren que el fenómeno no podía, no puede durar demasiado. Hoy, con más fundamento, se conjetura que la pluma de ceniza, al obedecer al viento puede dar la vuelta al mundo. La pluma, de 12.000 km de altura, se elonga aumentando entre 5 y 9 km diarios y avanza a 100 km por hora. “Qué digo miles, millones de camiones harán falta para reparar esta catástrofe, porque estamos ante una auténtica catástrofe ambiental”, sentencia Gerardo Ghioldi (50), responsable de la Biblioteca Osvaldo Bayer que pronto celebrará, rodeada de cenizas, sus veinte años. Ghioldi no parece exagerar. Entonces una conclusión que, por apresurada, no deja de ser cierta: ese cartel de la entrada debería anunciar: Bienvenidos al Jardín de la Catástrofe.
Según el boletín 8300, para la cosmovisión mapuche, el sismo que sacudió a Chile es un aviso de la Mapu, para que empecemos a reflexionar. La sociedad, dice el Lonko Ramón Nawel del Lof Wiñoy Meliá, debe comprender que los lagos, los ríos, las montañas y todo lo demás son seres vivos. Algo que la “ciencia occidental” aún no comprende.
El arquitecto José Picón (59) y su compañera Norma Godoy (53), licenciada en Educación, están desde mediados de los ’90 en La Angostura. José tiene toda una trayectoria en el cooperativismo y los derechos humanos. En estos días es candidato a concejal K. Norma, además de docente, es colaboradora en un centro de asistencia a víctimas de la violencia. Los dos levantaron las cabañas que alquilan en un predio que llamaron Villa del Bosque. La ceniza cubre todavía sus construcciones de madera, los canteros alguna vez florales, el pasto que fue verde, los techos de tejas rojas ahora grises. La ceniza llovizna y se amontona hasta la mitad de las ventanas, lo que confiere al huésped la sensación de estar enterrado.
Los militantes de una agrupación K juvenil, se acuerda Ghioldi, visitaron los barrios más pobres, los que, como de costumbre, resultaron los más damnificados. Sus viviendas, como me mostraría después Picón, son construcciones precarias, con techos de cartón, cubiertos por una tela de plástico negro. La arena del techo, al filtrarse, empolvaba el interior de estas taperas. Los militantes juveniles llegaron a una conclusión revolucionaria: los paisanos, los moradores, estaban deprimidos y como estrategia de rescate propusieron teatro para títeres, mimos, una murga.
José y Norma cuentan lo que se dijo y no se dijo de las ayudas prometidas a la Villa: desde la presidenta, que minimizó los reclamos y denuncias manifestando que la desesperación era “psicológica” hasta la visita de investigadores de la ONU que, según Ghioldi, “marcaron presente y se rajaron sin animarse a decir nada porque nunca antes habían visto un fenómeno semejante”. Nadie quiere mirar fijo lo que pasa en La Angostura. Se teme ver. Ver la relación del hombre con la naturaleza. Y la naturaleza del hombre en el capitalismo.
Ghioldi no olvida, no puede olvidar, lo que fueron esos primeros días y noches de la catástrofe. De los aproximadamente 12.000 habitantes que tiene la Villa, unos 4000 se marcharon al toque. Para siempre o en forma provisoria, pero se marcharon. Parejas jóvenes con chicos, que habían elegido La Angostura como lugar en el mundo y también como terreno de enriquecimiento personal, sin vacilar, optaron por la fuga. Sálvese quien pueda. Los más veteranos y afincados, aquellos que no tienen otro lugar donde ir quizá porque tampoco disponen de recursos para la fuga, acorralados, eligieron quedarse y no perdonaron a los fugitivos que regresaron al mes. Después del acovachamiento inicial, se lanzaron a la construcción de equipos de ayuda. “Me pasé una semana en pijama, encerrada, con mis hijos”, cuenta Alicia Soberón, maestra jardinera. “Hasta que no aguanté más y salí”, dice. Entonces Alicia se integró a los equipos. No fue distinta la actitud de Norma, que se sumó a una red de salud comunitaria trabajando en la contención de las víctimas y los socorristas que pasaban días sin dormir haciendo zafar habitantes de los estragos del cielo. Profesores de yoga también hacían su aporte: asistieron a más de 1200 habitantes enseñándoles a respirar en medio de la catástrofe. Nadie salía de sus casas, el pueblo estaba desierto. No había ni heridos ni muertos. El principal daño era –y sigue siendo– no sólo “psicológico” sino también sanitario y económico. En una población que especula con sobrevivir con dos temporadas de turismo de 90 días, al ver sepultadas en la ceniza sus expectativas, ya sea de lucro o supervivencia, el deterioro anímico se vuelve, por más que se lo niegue con un optimismo salvacionista, angustia pura. Angustia. Un mal psicológico con protocolo entre new age y políticamente correcto si se prefiere negar un factor resorte dentro del capitalismo: la ambición presuntamente racional que termina afectando la ecología y los mecanismos económicos mismos de la subsistencia.
Los relatos del 4 de junio impresionan. Cortocircuitos en los conectores de las casas. El cierre de alrededor de 200 negocios de chiquitaje. Gendarmería prohibiendo la circulación. Las 4x4 confundiéndose en la oscuridad, buscando escape sin poder sortear un tránsito atorado, sumidas en la negrura de esas nubes irrespirables, esa negrura surcada por los faros de las columnas de camiones del ejército que avanzaban por las calles del centro comercial.
Una de esas noches de pánico, un pastor protestante, poseído, se lanzó a las calles, parlante en mano, bajo la lluvia de cenizas, acusando la voracidad desenfrenada de la codicia, la sed de fortuna, el materialismo de los perdularios que habían provocado, ni más ni menos, que el estallido de la ira de Dios. El desastre era castigo merecido. Las almas culposas aceptaban los argumentos, imitaban al pastor, lo seguían. Hombres y mujeres empezaron a peregrinar en las sombras. Todo parecido con un film catástrofe no era coincidencia.
Otra noche empezó a nevar. Y la arena volcánica se transformó en un barro cementoso. El peso sobre el ramaje derribaba los árboles. En el silencio se oía la caída crujiente de los ñires, radales, colihues, cipreses y lengas. Murieron liebres y ciervos, las truchas en el Nahuel Huapi y los lagos de la zona del Correntoso y el Espejo. En el Mascardi y el Manso, millones de ratas que se alimentan en los bosques bajaban hacia el agua. Hay quienes recuerdan haber visto hace diez días en el lago Nahuel Huapi islotes de ratas muertas. Esto no terminó, se me ocurre. Acá todavía no bajó la ratada. La ratada, hay que aclararlo, la componen unos roedores lauchescos, fauna típica de estos bosques. “Pero esperamos la ratada”, dicen algunos. “Y sabemos el peligro que significa: el hantavirus. También faltan las lluvias y el deshielo de las laderas altas, lo que representa la inminencia de aludes.”
Mientras la catástrofe arreciaba, venían las elecciones. El pícaro y atildado gobernador Sapag determinó que se habilitara la escuela para la votación. La decisión irritó a no pocos, pero la bronca no alcanzó para frenar la votación. Sapag no es el único especulador que suele merodear La Angostura. Sus políticos del MPN, el histórico populismo provincial, tienen casas en las alturas de los alrededores. No faltó hasta hace poco –y sigue latente– la intención de lotear la ladera del Cerro Bayo y construir desde un country hasta canchas de golf. Si el negocio más rentable es la compra de lotes, se debe a que los ricos pueden pagar millones de dólares en el cerro Bayo con tal de salir esquiando desde la puerta de su cabaña.
Ahora, en este Día de la Primavera, las topadoras y los camiones, sin parar, siguen cargando ceniza. Hay quienes sostienen que la empresa detrás del operativo es Benito Roggio. Pero aunque nadie sabe demasiado a ciencia cierta dónde van a dar las infinitas toneladas de ceniza, lo que sí se ha comprobado es que la ceniza volcánica es útil para la fabricación de ladrillos livianos y económicos. Reflexión obvia: en el capitalismo el socorro es rentable. Para las empresas contratadas que ofrecen un servicio comunal. Y para quienes cometean. Porque el Estado no puede ser inocente al respecto.
A pesar de la gravedad de la situación, los especuladores inmobiliarios no dejan de frotarse las manos esperando que un fugitivo ansioso ofrezca su propiedad a un precio irrisoriamente bajo. Antes de la catástrofe, las tierras eran de un valor altísimo. Martín Zorreguieta, “Zorro” para los amigos, montó su exclusivísimo restó “Tinto”. Y su hermana, la princesa Máxima, que solía, también hasta antes de la tragedia, vacacionar con su prole, convenció a su marido, Guillermo de Orange, para que invirtiera en estas tierras patagónicas. La operación fue criticada en Rotterdam, al igual que una inversión anterior de la pareja en Mozambique, frustrada por la denuncia periodística.
“Hubo solidaridad, sí”, reconoce Picón. “Pero también muchos hijos de puta que lucraron con la desgracia. Los créditos del BID y el Banco Mundial para barrer el pueblo cubierto de ceniza vienen lentos”, especifica. “Muy lentos.” “Vinimos acá por la naturaleza”, dice Ghioldi. “Y el replanteo que debe hacerse La Angostura después del desastre es cortarla con la especulación. La Angostura, cuando vine, hace veinte años, la edad que tiene hoy la biblioteca, disponía de 400 camas. Ahora hay más de 4000, pero los turistas ocupan sólo 1000. Acá hay dos temporadas: 90 días. Y de eso se vive. Los especuladores compran hasta 400 hectáreas y después las lotean fraccionadas. Un negocio redondo. La construcción no se ha detenido a tiempo. Y la naturaleza se jodió.” En este aspecto, las tensiones sociales que presenta La Angostura no son distintas de las que viven otros centros turísticos con techos alpinos como Cariló, Mar de las Pampas, en la costa bonaerense, o San Martín y San Carlos de Bariloche en la Patagonia. Un paraíso perdido para unos pocos que lo disfrutan y un infierno para los demasiados que lo sufren haciendo el trabajo sucio. En La Angostura, los laburantes son o bien chilenos o descendientes de mapuches. Y habitan en barrios de viviendas precarias donde se depositan la explotación y el resentimiento.
A propósito, la cuestión mapuche no es un asunto menor en La Angostura. Ghioldi puede dar cuenta de la rabieta de los chetos contra las paredes exteriores de la biblioteca donde están pintadas la bandera mapuche y los pañuelos de las Madres. Esa oposición reaccionaria, cabe considerarlo, no es tan minoría sino que compone la ideología dominante de quienes todavía no decidieron si autodenominarse “angostos” o “villeros”, y seguramente este último término, el de “villeros”, les representaría una humillación de clase. “Otra situación que hay que tener en cuenta”, dice Picón, “es que cuando el país estaba mal, La Angostura andaba fenómeno y crecía. En la medida en que al país empezó a irle bien, el turismo empezó a encontrar otros lugares”. Con Picón recorremos El Mallín, el barrio pobre de la laguna Calafate. A partir del desastre, la tormenta de cenizas fue causando un desvío del desagüe cloacal a la laguna. “Techos arruinados por montículos de cenizas. Pibes que palean las cenizas y hacen lo que pueden. El esfuerzo es el mismo que se precisa para cambiar de sitio un médano con una pala. La mayoría de los moradores del barrio son jóvenes que tienen cuatro pibes y están esperando un quinto”, dice Picón. Y al rato comenta: “No quiero ni pensar en lo que será el verano, estas cenizas bajo el sol y el viento caliente”.
En la orilla del lago, una placa gris sobre el agua. Las embarcaciones cubiertas de ceniza transmiten una impresión lúgubre. Perdida la temporada de invierno, envueltos en las cenizas, algunos maníacos se esperanzan con el próximo verano. Pero tanto los optimistas desaforados por la necesidad como los escépticos saben que no habrá una recuperación en lo inmediato. Más allá de los voluntarismos, resulta difícil pensarle un futuro a Villa La Angostura. En la actualidad, los vuelos a Neuquén, Chapelco o San Carlos de Bariloche son infrecuentes y su cancelación es una constante. La forma más segura de acceso, a través del camino alfombrado por la ceniza, es en auto o en micro, alternativa que supone casi 18 horas de viaje en ruta desde Buenos Aires. Villa La Angostura no podrá superar este drama ecológico y social en un año o en dos. Tal vez, arriesgan los más sensatos, salir de esta fantasmagórica pesadilla de ceniza implique una década. Como suele ocurrir, los damnificados serán quienes hacen el trabajo invisible que los empresarios mal pagan y desdeñan y que los turistas prefieren ignorar. Porque el glamour, es sabido, no pasa hambre, no padece urgencias, y si se mantiene fuera de los beautiful landscapes que ofrecen las promociones, tanto mejor. El problema, el gran problema de La Angostura, es que ahora su landscape es espectral. Y además, a nadie le gusta vacacionar en un territorio que puede temblar y rugir en el momento menos pensado.
Un detalle final: mientras termino de apurar esta crónica, desde La Angostura me llega un mail informándome que el Puyehue acaba de entrar otra vez en erupción. Después, pasando por el barrio El Mallín, y no muy lejos, está el cementerio. Está en una subida. Lápidas y cruces emergen apenas entre las cenizas. Cenizas en el cielo, cenizas en las ramas curvadas hacia abajo, cenizas avejentando un perro hambriento que husmea entre las tumbas, cenizas en el viento, cenizas, siempre cenizas. Las cenizas de un paraíso perdido.
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