Se estrenó la cuarta entrega de la saga de Piratas del Caribe, con Johnny Depp encarnando de nuevo al inefable Jack Sparrow, Keith Richards y Goeffrey Rush haciendo otra vez de las suyas y Penélope Cruz subiéndose a bordo. Como si fuera poco, ésta viene en 3 D. Para hacer honor a este auge de la piratería, mientras Alfredo García disecciona la saga que nació de un juego mecánico en Disneylandia, José Pablo Feinmann recuerda a los grandes piratas del cine, con el incomparable Errol Flynn a la cabeza y seguido de una cantidad insospechada de mujeres de abordaje tomar.
A partir de su etapa sonora, el que se adueñó de la personalidad del pirata fue un actor alto, extremadamente buen mozo, ágil, con una sonrisa devastadora que se llamó Errol Flynn. No importa si hoy nadie lo recuerda y para las nuevas generaciones pirata sólo hay uno, el Jack Sparrow de Johnny Depp. Cuando Flynn hacía sus piratas nadie sabía nada de Depp, nadie sospechaba que alguna vez arribaría a este mundo ni nadie habría creído que su misión en él sería la de presentarnos un pirata con rimmel abundante y delineador intenso alrededor de sus cálidos ojos, casi los de un niño que necesita cariño más que sangre.
Flynn creó al pirata del cine sonoro por medio de su interpretación del Capitán Blood. Admitamos que el nombre del personaje tiene su encanto. El Capitán Blood es el Capitán Sangre. Que no es lo mismo que el Capitán Rimmel. El film es del año 1935, en blanco y negro (seguramente hay copia coloreada), y está dirigido por un maestro del arte de Hollywood, Michael Curtiz, a quien todos ubicarán apenas digamos que es el director de Casablanca. La música es de Erich Wolfang Korngold, considerado un compositor serio. Tanto, que sus partituras están grabadas por André Previn y el eximio violinista Jascha Heifetz, uno de los más grandes del siglo XX; si no el más. La historia está basada en la novela de un best seller de la época: Rafael Sabatini.
El Capitán Blood surge en una época de sonrisas escasas y grandes tristezas, la Depresión. La gente necesita distraerse. No puede tomar conciencia de que el sistema en que vive puede dejarla en la miseria absoluta de la noche a la mañana sencillamente porque no es perfecto como siempre le dijeron. Ahí está Hollywood para ayudar a olvidar. Junto con las comedias musicales, los films de piratas fueron los más apropiados para soñar. Aseguraban muchas cosas: tesoros enterrados, espadachines, corsarios, barcos de todo tipo, cañonazos entre bergantines o entre galeones españoles y piratas codiciosos, mujeres hermosas siempre secuestradas por el héroe pirata, romances, el mar infinito, la vegetación de las islas, motines, tormentas, la legendaria Isla de Tortuga, donde se daban cita los más temibles delincuentes del mar, el ron, las grandes borracheras, los duelos a espada entre el pirata bueno y el malo que, casi siempre, era francés o también el comandante de un bergantín español. Durante el año en que se estrena El Capitán Blood le andan cerca La isla del Tesoro, El conde de Montecristo y, muy especialmente, Motín a bordo, con Clark Gable y Charles Laughton, en el papel del impiadoso Capitán Blight. (Se dice que Laughton despreciaba tanto a Gable como actor que no lo miró durante una sola escena de la película. Tal vez envidiara algo de su pinta. Como sea, el célebre actor de Lo que el viento se llevó siempre fue, por sobre todas las cosas, una de las más grandes maderas de Hollywood.)
El papel de Blood estaba listo para el actor que había triunfado con El conde de Montecristo, Robert Donat, pero apareció Jack Warner e impuso a Flynn, para eso era el jefe del estudio. Fue una gran elección. Sobre todo porque Warner contrataba el presente de Flynn, no su futuro. Necesitaban una dulce compañera para el héroe y tampoco se equivocaron. Olivia de Havilland (que habría de ser luego una notable actriz dramática) tuvo la parte de Arabella Bishop. Faltaba el villano. La elección fue tan acertada como las dos anteriores. O, si tenemos en cuenta esa frase sabia que dice “una historia vale tanto como valen sus villanos”, fue la gran elección de la gente de casting de la Warner. El villano llevaba el nombre de Capitán Levasseur, algo que evocaba al cruel devastador de los mares al que se llamó El Olonés. Se convocó, para Levasseur, a Basil Rathbone, una de las figuras más queribles del cine. El más perfecto de todos los Sherlock Holmes que hayan podido existir. Rathbone nació para hacer Holmes y así fue: lo hizo y lo hizo gloriosamente, para toda la eternidad o lo que de ella quede. Había nacido en Johannesburgo en 1892, se destacó como intérprete de Shakespeare en Inglaterra y luego hizo alrededor de setenta films entre Hollywood y su país de origen. Muchos lo recordarán por las películas de terror de American International que hizo Roger Corman en los ‘60, con Vincent Price, Boris Karloff, Peter Lorre y hasta la bellísima Barbara Steele en El pozo y el péndulo. Fue, por ejemplo, el pérfido médico que atiende al señor Valdemar, en la extraña versión de ese cuento en que Valdemar, antes de tornarse una putrefacción acuosa, ahorca a Rathbone, porque, entre otras cuestiones menos relevantes, el matasanos se llevaba demasiado bien con su mujer, la siempre bella y helada Debra Paget. Rathbone hizo catorce films de las aventuras de Sherlock Holmes entre 1939 y 1946. Es su legado imperecedero e invencible.
La historia del Capitán Blood es lo que no puede dejar de ser: abre el futuro, se anticipa a todo porque es sencillamente la primera. Flynn y De Havilland harían siete películas más. El maestro Korngold haría el score de seis futuros films de Flynn y Michael Curtiz lo dirigiría en ocho que habrían de venir. Blood es un médico injustamente arrestado y vendido a una plantación en Jamaica bajo la condición incómoda e inevitablemente laboriosa de eso que se denomina esclavitud, una costumbre muy de la época y siempre presente. Blood, sin embargo, logra algunos favores del gobernador y echa sus ojos sobre su hija Arabella, la dulce De Havilland. El azar interviene: unos piratas españoles atacan la isla y la toman por asalto. Pero Blood y su grupo de amigos roban un vigoroso bergantín y se hacen a la mar. Deciden ser piratas. A partir de ahí ocurren muchas cosas. Entre las principales, el duelo entre Blood y Levasseur. Que, desde luego, gana Blood. Se reencuentra con De Havilland y todo termina bien.
El que no terminó bien fue Errol Flynn. Debemos dejar en claro que nadie consiguió superarlo: ni Tyrone Power, ni Stewart Granger, ni Louis Hayward –que no pasó de la clase B–, ni aun durante nuestros días Harrison Ford, aunque en los dos primeros Indiana Jones roza sus alturas. La carrera de Flynn fue brillante. Hizo muchas películas imborrables: La carga de la Brigada Ligera, Príncipe y mendigo, Las aventuras de Robin Hood (es su figura la que identifica los entrañables libro de tapas amarillas que llevan ese nombre), Murieron con las botas puestas, El caballero audaz, Montana, Contra todas las banderas, El Señor de Ballantrae, La vida de Diana Barrymore y una última, de 1959, que horrorizó a Hollywood y a todo Estados Unidos: Cuban Rebel Girls. ¿Cómo llegó El Capitán Blood hasta la indignidad de formar parte de la guerrilla castrista junto a una menor de apenas diecisiete años o tal vez quince? La historia es tan larga como la más larga de las borracheras. Que en eso transformó Flynn su vida: en un trago interminable, en miles de botellas vacías y de madrugadas tristes, crudas, en las que caía derrotado y beodo hasta el delirio sobre su cama solitaria, estuviera o no en ella la más hermosa de las ascendentes starlets del momento. En suma, el alcohol deterioró su encanto, le quitó brillo a su sonrisa, dibujó oscuras y densas bolsas bajo sus ojos, arrugas que quebraban sus labios en un gesto de desdén o de asco, por la vida, por sí mismo. Tuvo algún reconocimiento aún por la versión de una novela de Hemingway (The Sun also Rises) pero lo pusieron cuarto en el cast custodiando desde la retaguardia a Tyrone Power, Ava Gardner y ¡Mel Ferrer! Aceptó luego el papel de John Barrymore –otro alcohólico tan tenaz como él– en la biografía de Diana Barrymore interpretada por la formidable Dorothy Malone de Palabras al viento, por la que ganó un Oscar, en la que hizo un strip tease y culminó su despliegue masturbando a una torre de petróleo en tanto Hudson y Bacall parten en busca de la felicidad. El Oscar de Palabras al viento le valió a Malone el protagónico de la vida de Diana Barrymore, tan alcohólica como John. Para hacer de John Barrymore, el hombre del perfil invencible, eligieron a Flynn: nada mejor que un alcohólico para interpretar a otro. Sólo con una diferencia –según muchos analistas de las desdichas ajenas–: si John Barrymore se autodestruyó en sesenta y dos años, Flynn logró lo mismo en apenas cincuenta. Y llega el final: el Capitán Blood se enamora de Fidel Castro. Viaja a Cuba. Está con Fidel en la Sierra Maestra y filma Cuban Rebel Girls, una apología de la Revolución Cubana, en los tiempos en que los guerrilleros se presentaban como unos barbudos democráticos que sólo venían a echar a un tirano sangriento. De eso se enamoró Flynn y de eso trata la película. Pero lo más espantoso para la moral norteamericana fue su relación con Beverly Aadland (de la que nunca más se supo). Ella tenía diecisiete años. Algunos dicen quince. Era, como fuere, menor de edad. Flynn la exhibía como su amante. La disfrazó de guerrillera y protagonizó el film. Que fue una calamidad. Sólo duraba sesenta y ocho minutos. Flynn murió de un ataque al corazón a fines de ese año, 1959. Todos los críticos coincidieron: “Realmente, una trágica película final, un triste final también para el robusto y heroico guerrero de tantos clásicos de la pantalla”. Así se hundió el Capitán Blood. Solo, ni siquiera con su barco.
Nos hemos extendido tanto con Flynn que algunos pensarán que no hubo otro pirata hasta Jack Sparrow. Pero no. Nos atraen –como a todos– los abismos. Y el de Flynn es impecable. Después de Blood fue el general Custer. ¡Caramba, un actor que asume esos papeles no puede autoliquidarse porque se le antoja! Tiene una responsabilidad social. Pero la vida de Flynn fue ejemplar: lo que se ve en la pantalla es una cosa. La vida es otra. Si a Custer Caballo Loco lo liquidó una sola vez en el Little Big Horn, cada día del pobre y gallardo Errol Flynn fue un intolerable Little Big Horn, fatídico lugar hacia el que cabalgó desde el mismísimo y maldito instante en que asomó su bigote a este mundo.
Sólo nos resta un recorrido algo vertiginoso pero, al menos, exhaustivo. Antes del ambiguo Jack Sparrow hubo piratas que fueron decidida, unívocamente mujeres. Las cosas solían ser así en las películas de piratas: o se era hombre o se era mujer. Desde este punto de vista hay que reconocer la originalidad de Sparrow y hasta del mismo Johnny Depp, quien seguramente aportó mucho a su personaje.
En 1951, la actriz Jean Peters, que habrá de lucirse en El Rata de Samuel Fuller y en Viva Zapata! de Elia Kazan, interpreta a La Mujer Pirata, conocida como Capitán Providence. Trata de enamorarla un marino francés, el eterno “francés” Louis Jourdan, que anda en amores con Debra Paget. Peters tuvo críticas fabulosas, pero sólo manifestó a los críticos que el cine no le agradaba y habría preferido ser maestra en alguna escuela. Este afán por el bajo perfil y su concepción austera de la vida la llevaron a casarse con Howard Hughes. (Nota: como hoy nadie recuerda a nadie, aclaremos que Howard Hughes es el personaje que hace Leonardo Di Caprio –¿recuerdan a Di Caprio?– en ese film de Scorsese llamado El aviador. Un loco como hubo pocos, pero lleno de millones y millones de dólares.) La pasó mal Peters: el tipo era demente y vivía encerrado. Peters habrá pensado a menudo: “Casarse conmigo y vivir encerrado, este tipo no está loco, está peor”. Porque Jean era muy bonita. En Niágara, donde todo se montó para el lucimiento de Marilyn, ella consigue superarla con sencillez, sin todo ese aparataje que monta la Monroe y todo el final de la película es suyo, ya que la superaba ampliamente como actriz. Si la recuerdan El Rata, en esas escenas de amor con Widmark, con las sombras y las luces del film noir, la cámara de Fuller y el calor y la transpiración recordarán que les gustó mucho. Tanto como en Viva Zapata!. Pero dejó el cine por Hughes, que ni la tocó. Se llenó de dinero para siempre, sin duda. Pero, ¿qué costo tiene el aburrimiento, vivir presa de un pirado irredimible? Mejor hubieras hecho El Regreso de la Mujer Pirata, Jean.
El próximo gran pirata es Robert Newton en La isla del tesoro. Después Newton hace El Pirata Barbanegra, donde se copia a sí mismo. O mejor dicho: construye su impecable caricatura. Tyrone Power se impone con El Cisne Negro junto a Maureen O’Hara. Ella acompaña a un ya más que decadente Flynn en Contra todas las banderas. Otra pelirroja, Rhonda Fleming, hace a La Rouge, junto a Sterling Hayden, en El Halcón de Oro, una novela de Frank Yerby, best seller de la época (junto a Frank Slaughter). El Capitán Kidd, de 1945, presentaba a Charles Laughton en el protagónico. Luego haría su caricatura en Abbot y Costello contra el Capitán Kidd. Un minúsculo actor clase B hizo El Capitán Pirata en 1952 junto a una chica mexicana tan inexpresiva, tan fría y, sin embargo, uno no ha podido olvidarla: Patricia Medina. Será porque hizo películas que sucedían en Bagdad, con alfombras voladoras y todo. Ya no las hacen más. Ya no vuelan alfombras sobre Bagdad.
Un suceso inolvidable fue El Pirata Hidalgo, con Burt Lancaster. Cierta vez, en la década del ‘80, Luis Puenzo contaba a un grupo de amigos que le habían dicho que Burt Lancaster quería hacer la parte de Ambrose Bierce en Gringo Viejo. El problema, para los productores, es que sabían que tenía serios problemas cardíacos. Le pidieron a Puenzo que fuera a verlo y les diera su opinión. Puenzo nos confesó: “Fui, les hice caso, eran los productores, pero... ¡no se imaginan los nervios que tenía! ¡Ir a ver al actor de El Gatopardo y Novecento!”.
No dijo eso. El respeto reverencial y hasta el temor por Lancaster le venían de la infancia. De aquí que lo que en verdad dijo fue: “¡Ir a ver al Pirata Hidalgo!”.
No al “actor de El Pirata Hidalgo”. Al pirata hidalgo sin más. Así viven los pibes las películas. Para nuestra generación, El Pirata Hidalgo fue decisivo. Algunos críticos de hoy dicen que Lancaster “evolucionó desde piratas hidalgos y westerns hasta Visconti y Bertolucci”. Tonterías. Lancaster estaba tan bien en El Pirata Hidalgo y Veracruz como en Il Gatopardo y Novecento. Y El Pirata Hidalgo la dirigió Robert Siodmak, que luego hizo Los asesinos. Y Veracruz... Robert Aldrich. Que después hizo Bésame mortalmente. Y Ataque. ¿Alguien tiene algo que decir?
En 1986, Roman Polansky hace Piratas con Walter Matthau. Un fracaso absoluto. Polansky llevó el barco de la película al Festival de Cannes. No ganó nada. Al menos no se le hundió el barco. Matthau estaba como siempre: antipático, gruñón, irascible. ¿Quién dijo que podía hacer otra cosa aparte de los villanos que hizo durante la primera parte de su carrera? Se enganchó a Jack Lemmon de la mano de Neil Simon y zafó. Pero nunca me gustó ese tipo. Tampoco a Robert Downey Jr. En Chaplin, haciendo de Chaplin, le preguntan si le gusta Matthau. “No –dice–, demasiado gruñón.” Si lo dijo Chaplin...
Hay muchas más. La pirata con Geena Davis, Mattew Modine y Frank Langella. Excelente, pero decidieron hundirla. Arruinó la carrera de Genna Davis. No hay que olvidar El Pirata de Vincente Minnelli con Judy Garland y Gene Kelly. Y La Princesa y el Pirata, de 1943, con Bob Hope y Virginia Mayo. Virginia estaba deliciosa. Y luego las diferentes remakes de La isla del tesoro. Aquí el desafío es hacer el papel de Long John Silver, el gran personaje creado por Robert Louis Stevenson. Primero lo hizo Wallace Berry. Luego Robert Newton en una versión que permaneció como la definitiva. Luego, en 1982, Orson Welles: muy bien. Y en 1990, para TV, una versión inesperada. Christian Bale (tres años después de El Imperio del Sol) hace el personaje de Jack, el valiente niño. Y Charlton Heston asume a Long John Silver. Nunca obtuvo mejores críticas. Dirigió Fraser Heston, su hijo. En 1999 surge aún otro veterano para meterse en la piel del Capitán Silver, Jack Palance. No la vi. Pero dicen que Palance está conmovedor. Cómo no. ¿Alguien recuerda cómo muere en Ataque? Pocas veces un actor murió así en la pantalla.
Enrique Silberstein, un notable periodista de los años ‘60, escribió el mejor libro sobre este tema. Se llama: Piratas, corsarios, filibusteros, bucaneros. Lo editó el Centro Editor de América Latina. Atiendan a esto: “Los filibusteros (y los piratas) fueron la cuña que introdujo Inglaterra (o mejor dicho, sus empresarios) para ser los beneficiarios directos de los resultados de los descubrimientos de los españoles y los portugueses (...). Robar a los barcos españoles y transportar esclavos negros era la finalidad de los piratas y de los filibusteros. La ganancia obtenida por ambas actividades fue de una magnitud tal que el capitalismo nació casi solo. La enorme acumulación de capital que se produjo gracias a esas actividades llevó a la revolución industrial, a la creación de las instituciones básicas del capitalismo superior (bancos, bolsa de comercio, acciones, etc.), y al planteo de teorías que luego resultaron básicas en el estudio de la Economía”. Todos sabemos que el sanguinario pirata Morgan fue premiado por el Imperio británico con la gobernación de Jamaica. ¿Saben quién redactó las leyes para que gobernara la isla? John Locke. Que también era un pirata. La parte dura del oficio la delegaba. Lo suyo era la economía, el pensamiento, la fidelidad al Imperio y a su grandeza, que era la de la Civilización. Que no se devaluaba por tener que –a veces–- encarnarse en personajes como Henry Morgan, soldado de su Majestad, viejo erradicador de cabezas, lenguas y manos ajenas.
Y por último. En un episodio de The Kids in the Hall vemos a un joven probándole un zapato a un cliente en una zapatería común, modesta. De pronto nos mira y dice: “¿Oyeron hablar de Fletcher Christian? Fue un hombre de mar que le hizo un motín a su capitán. Un hombre duro, perverso. El capitán Blight. Les amotinó a los marineros de su nave, la Bounty. Después se fue a una isla paradisíaca, llena de bellas nativas. Se hicieron varias películas sobre él. En una lo interpretó Clark Gable. En otra Marlon Brando. En otra Mel Gibson. Pero, ¿saben algo? El pobre se murió a los treinta y siete años. Yo, en cambio, ¡voy a estar aquí hasta los noventa vendiendo zapatos!”.
De Jack Sparrow escribirá seguramente Alfredo García. El le hará justicia. A mí todos los efectos especiales me resultaron desagradables. La chica, esa inglesita Keira Knightley, es tan flaca que cualquier ola sobre cubierta se la lleva. Y tiene una sonrisa que le arruina la cara. En serio: Keira Knightley no puede sonreír. Se frunce toda. Una estrella sin sonrisa no es una estrella. Y Johnny Depp tiene rimmel y delineador y hace unos pequeños gestos que nos dicen: “¿Soy? ¿No soy? ¿Qué soy?”. Bien, es la ontología débil de los posmodernos. Es la realidad liviana, licuada. Nada es algo definitivamente. Todo es tan frágil que Jack Sparrow puede ser esto o aquello. La época de los imperativos se ha ido para siempre. Ya nadie te dice: “¡Tenés que ser un hombre, hijo mío!”. El padre de Sparrow, al menos, no. Basta de esas ontologías pesadas, rígidas, imperativas. “Hijo, sé un pirata. Ahora, un hombre, eso, elige el modo en que quieras serlo. Las posibilidades son infinitas”. Al morir los imperativos rígidos (¡Sé un hombre!) la libertad se expande, se abre a otras posibilidades, la licuación del Ser permite elegir tantas identidades como las gotas de una lluvia tierna de otoño. Cómo se sorprendería Errol Flynn ante este mundo. Sólo pudo ser una cosa: un alcohólico, un torturado, un perdedor. Son tres cosas, pensándolo bien. O son la misma cara de una sola: el fracaso, pensándolo mal.
Piratas y sirenas
El problema básico de las películas de piratas ya desde los más antiguos inicios del género en el período mudo (con clásicos como The Black Pirate con Douglas Fairbanks) es que Hollywood casi nunca podía representar en la pantalla a un antihéroe sin ningún tipo de escrúpulos. Por eso en general los piratas de Hollywood solían ser no auténticos piratas, sino más bien infiltrados para vencer a los forajidos del mar desde adentro de sus oscuros buques. Una rara excepción fue La mujer pirata (Anne from the Indies), de Jacques Tourneur, donde Virginia Mayo, probablemente por culpa de su ambigua sexualidad, ataba a gente a diestra y siniestra tal como se corresponde realmente con los hechos históricos.
Pero la saga de Piratas del Caribe no se basa precisamente en hechos históricos: la película original fue probablemente el primer film en basarse en un juego mecánico, es decir la atracción mezcla de tren fantasma y montaña rusa acuática del parque de diversiones Disneyland. La atracción en cuestión, Piratas del Caribe, fue una de las primeras en entrar en funcionamiento en el primer parque de atracciones de Disney en California. El público se subía a un carrito típico de juego mecánico de parque de diversiones que iba por unos túneles oscuros y siniestros, y luego de caer por un par de cataratas vertiginosas deambulaba por un pueblo antiguo tomado por asalto por una banda de muñecos mecánicos, especie de cruza entre maniquíes y androides primitivos caracterizados como piratas. Había divertidas escenas de torturas, siempre con algún toque cómico que las hiciera más simpáticas y apropiadas para el entretenimiento familiar. Un ejemplo: un pirata corría desesperado de lujuria a una doncella alrededor de un aljibe. A su lado, de manera similar, un gallo perseguía infructuosamente a una gallina.
De hecho, el argumento, si así se lo pudiera llamar, o más exactamente el tono de esta atracción mecánica de parque de diversiones, en verdad era más dark en violencia y humor macabro que la increíblemente inocua primera película de la saga del Capitán Jack Sparrow. Lo mejor del film era modelar el personaje protagónico a imagen y semejanza de Johnny Depp, sin olvidar al menos simpático capitán pirata que sigue encarnando hasta ahora el talentoso Geoffrey Rush. Pero más allá de un leve toque fantástico que ya se evidencia en el título (Piratas del Caribe: La Maldición del Perla Negra) la trama del film de Gore Verbinski era una especie de comedia de enredos bastante ñoña, donde el verdadero protagonista era Orlando Bloom, que intentaba recuperar a su novia Keira Knightley de las garras de los bucaneros. Al final, Johnny Depp lanzaba una frase que parecía agregada por él al guión: “¡Este sí es un desenlace ecuménico!”, casi una autoburla de lo pacífico de una película de piratas realmente muy poco cruenta.
Luego de este inicio muy poco feroz, Verbinski apretó las clavijas en los elementos terroríficos para las dos siguientes y mucho mejores entradas en la saga, con sus ejércitos de zombies acuáticos y monstruos de las profundidades (Piratas del Caribe: El cofre de la muerte y sobre todo la tercera parte, Piratas del Caribe: en el fin del mundo, en la que también aparecía un pirata oriental interpretado por el inigualable Chow Yun Fat –El héroe de los policiales chinos de John Woo–. La saga no sólo ganó en efectos especiales, algunos realmente memorables, sino también en el clima oscuro que debe esperarse del género.
La nueva Piratas del Caribe: Navegando aguas profundas –dirigida por Rob Marshall–, estrenada el jueves pasado en los cines argentinos, es la que mejor equilibra las andanzas bucaneras con los elementos sobrenaturales. La historia narra los esfuerzos de tres expediciones distintas por llegar primero a una mítica fuente de la juventud. Una expedición es española, otra pirata a cargo del temible Barbanegra (Ian McShane en una gran caracterización) con su hija Penélope Cruz y su ex novio Jack Sparrow prisionero de una tripulación medio zombificada, y por último una inglesa pero al mando del pirata Geoffrey Rush con una pata de palo y terribles deseos de venganza.
Esta es la primera película 3D de la serie, el efecto estereoscópico se disfruta especialmente durante la escena del encuentro de los piratas con las sensuales pero peligrosisísmas sirenas, cuyas lágrimas son indispensables para el ritual de la vida eterna. A diferencia de la tradición clásica, estas sirenas seducen a los marinos y los arrastran al fondo del mar, donde los devoran con sus afiladísimos dientes, pero en esta superproducción de Disney hay lugar hasta para una rara historia de amor entre un predicador y una de las sirenas freaks. También vuelve a aparecer en un cameo Papá Sparrow, es decir el Stone Keith Richards, justo para hacer chistes sobre la evidencia que da su castigado rostro de que jamás ha pisado la fuente de la juventud.
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