viernes, 3 de junio de 2011

Pasolini/Mastronardi (reseñas)

Las cenizas de Pasolini


El despojamiento de un escritor que ha pasado por todos los géneros y estaciones del deber ser artista, reflejado en el espejo de Dante. La fuerte marca teórica de Erich Auerbach. El calvario del comunista cristiano y, quizás, un anticipo de la muerte violenta. La Divina Mímesis, último libro de Pier Paolo Pasolini aunque escrito a mediados de los años sesenta, condensa un recorrido estético e ideológico que aún interpela a los intelectuales, sobre todo en las sociedades capitalistas más desarrolladas.


Por Guillermo Saccomanno

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Un escritor anónimo, apenas entrega al editor su libro Fragmentos infernales, es asesinado a palazos en Palermo. El texto tiene notas marcadas, pero faltan en el original. Apuntes sueltos, informa el editor, se hallaron en los bolsillos del muerto y en la guantera de su auto. Sobre el final del libro, hay una sección: “Iconografía amarillenta (para un poema fotográfico)”. Se trata de una serie de fotos. Puede verse al comunista Julián Grimau fusilado por Franco en Madrid durante 1963 y al griego Grigoris Lambrakis, liquidado ese mismo año en Atenas. Después, una del crítico Gianfranco Contini. En otras, un edificio en el Friuli, partisanos, manifestaciones callejeras, jóvenes del subproletariado. Hay una foto que llama la atención: Carlo Emilio Gadda con Pier Paolo Pasolini. Después, el poeta Sandro Penna. También taxi boys de periferia, la tumba de Gramsci, una manifestación de neofascistas, un grupo de intelectuales vanguardistas entre los que figuran Edoardo Sanguinetti y Umberto Eco, chicos de Kenia, el Tercer Mundo. Cada foto parece proponer un verso y la suma articula elementos de una historia social italiana contemporánea (que alcanza hasta mediados de los ‘70, cuando es asesinado el autor), pero también, en conjunto, arman una historia personal en clave. ¿Por qué no considerar estas fotos como documentos que funcionan como citas literarias? El autor de este libro no ha sido otro que el mismo Pasolini. Fue hijo de un padre militar fascista que le salvó la vida a Mussolini. Guido, su hermano menor, fue fusilado en una refriega entre partisanos. Pier Paolo, a su vez, militante del PCI, fue expulsado por “actos impuros”. Marxista y cristiano, era siempre molesto tanto para las buenas conciencias progresistas como para una hipócrita reaccionaria sociedad sotanuda. No hubo zona álgida que no tocara. Advertía las mutaciones perversas de una sociedad que se corroía a sí misma y las denunciaba. La corrupción política, financiera y social fueron sus últimos blancos predilectos. Su novela inconclusa, Petróleo, iba por ahí. Pasolini sabía qué intereses afectaba. Su muerte es hoy menos una incógnita y cada día el mayor la sospecha de un crimen político. La Divina Mímesis, en su intención de “manuscrito encontrado en una botella”, adquiere, con sus cantos en prosa, un dramatismo que supera lo ficcional: como el autor imaginario del texto, Pasolini fue asesinado en un balneario de las afueras de Roma poco después de dar el texto a la imprenta. La realidad imitando al arte, diría Wilde.



La Divina Mímesis. Pier Paolo Pasolini El cuenco de plata 108 páginas

Un dicho popular afirma que donde fuego hubo, cenizas quedan. Y las cenizas, si se las revuelve, pueden avivar un fuego que aún no se ha extinguido. Este es el efecto de La Divina Mímesis. Del mismo modo que Pasolini encuentra que el fuego de Dante sigue vigente –en su tiempo, en el nuestro–, ese fuego del Infierno, que es también el fuego de la pasión, la operación de lectura que implica acercarse a este Pasolini desolado es ratificarlo más ardiente que nunca. Durante años Pasolini pensó en una reescritura de la Commedia. Traductor y prologuista de La Divina Mímesis, Diego Bentivegna señala que junto a Contini, los años 50 son para Pasolini los del magisterio intelectual de Erich Auerbach, de cuya obra extrae el concepto de mímesis, entendido en un sentido peculiarmente atento a sus dimensiones lingüísticas. Para leer La Divina Mímesis es importante recordar que, en el recorrido crítico de Auerbach, Dante ocupa un lugar de bisagra en la literatura occidental. La escritura pasoliniana acá representa un momento de plenitud del proyecto mimético en el que se conjugan lo sacro y lo profano, lo ridículo y lo sublime, lo frívolo y lo teológico. Anterior a La Divina Mímesis, el fervor dantesco de Pasolini se puede remontar a un ensayo de 1965: La voluntad de Dante de ser poeta (recopilado en el imprescindible Empirismo herético, traducido y anotado por Esteban Nicotra), donde se planteaba la trascendencia de la operación lingüística de Dante: correrse del latín, escribir su Commedia en lengua toscana, es decir, toda una actitud política al apartarse de una lengua culta hegemónica adoptando una plebeya. Esta estrategia pasoliniana de retornar a Dante, era una resignificación que desafiaba a “cierta crítica marxista italiana” a volver a los orígenes de la lengua si quería discernir una poesía cuestionadora de una adocenada. Casi redundante señalarlo: para Pasolini Dante representa el creador total que marca el pasaje de la Edad Media al Renacimiento, el ideólogo que articula teorías políticas, que no perdona a los tibios que no toman partido, el poeta que noveliza su concepción del mundo apelando a los sublenguajes populares. Como Dante, Pasolini no es sólo un escritor. Es también poeta, narrador, ensayista y cineasta. No es casual que en su adaptación del Decamerón de Bocaccio (que fuera el primer biógrafo de Dante) actúe interpretando a Giotto (amigo de Alighieri, ilustrador de su Commedia). No hay género que Pasolini, en una mímesis existencial y renacentista no intente. “Mi obsesiva actividad de hacedor de demasiadas cosas”, escribe en una de sus cartas de 1965. “Demasiadas cosas” es también este libro que, como tácita exégesis de Auerbach, se nos presenta, además de como reescritura íntima del Infierno, examen de conciencia, autocrítica, manifiesto personal, panfleto y, ¿por qué no?, arte poética.


Aquella “voluntad de ser poeta de Dante”, que fuera también la del joven Pasolini, es ahora, en este 1975, el año de su muerte, la inocencia perdida de quien sentó la Belleza en sus rodillas y la encontró amarga. Si Dante es hereje al encarnar la divinidad en una mujer, Pasolini, siguiendo sus pasos, es también blasfemo: la divinidad está representada en su vértigo justiciero y atracción homoerótica por un subproletariado que tiene todas las de perder y terminará extraviándose como el intelectual enamorado que se le acerca con un ánimo redencionista. La conciencia de su “pequeño yo”, tal como la llama Pasolini, es asimismo temporada en un Infierno que será patronímico de un Rimbaud venerado y luego acusado como icono castrador. El “yo soy otro” en Pasolini es boomerang y desgarramiento que le echa en cara todo su pasado “artístico”, lo que va desde el poeta que empezó escribiendo en friulano Poesías a Casarsa (un gesto equivalente a la lengua toscana de Dante), el poeta de Las cenizas de Gramsci, el narrador de Ragazzi di vita, hasta el director que concluirá escarbando en las heces de la República de Saló. Desde esta perspectiva Rimbaud es interpelado: “Nuestro héroe verdadero, absoluto, ha sido Hitler. El ha sido el representante de los Rimbaud de provincia, que han caminado el empedrado de sus ciudades con la misma jactancia con la que otros jóvenes pequeñoburgueses –y sobre todo aquellos que, siendo trabajadores, se transforman en pequeñoburgueses– han aceptado el conformismo de sus padres”. La interpelación no mella sólo a Rimbaud sino todo intento de poetizar una realidad inmunda. Para los poetas de verdad no cabe ningún Paraíso. Ni siquiera los dos ilusorios que esboza con sarcasmo al final de este testamento: el paraíso neocapitalista y el paraíso comunista.


No hay un afán escandalizador en las aseveraciones de Pasolini: “La repetición de un sentimiento se vuelve obsesión. Y la obsesión transforma el sentimiento”. Y después: “Es necesario ver con quién se casa la Obsesión una vez convertida en Religión. Pero mientras tanto, la Religión, la Instituida, ha celebrado todos los casamientos posibles. Y aún celebrará alguno más. Sus deseos no tienen fin, y obtendrá sus machos... Hasta que encuentre alguno que la tenga tan grande que la matará.” La escenografía de Dante se aggiorna en su libro póstumo: hay carteles de burocracia, señales ferroviarias, barreras y alusión a los campos de exterminio. Tampoco es gratuito que su pasaje por el Infierno comience en la penumbra de un cine, que su sala en sombras sea la escenificación de la selva oscura y un proyector la expresión visionaria: “Oscuridad igual a luz”, escribió.




Unas palabras a Mastronardi


Nacido en Gualeguay pero residente en Buenos Aires, donde vivía en hoteles y representaba el papel del provinciano en la ciudad, Carlos Mastronardi fue uno de los poetas argentinos más influyentes en sucesivas generaciones. La Universidad Nacional del Litoral acaba de publicar su obra completa en dos volúmenes que incluyen, además de sus libros de poemas, memorias, cuadernos, artículos y poesía no recopilada en libros. Arnaldo Calveyra escribió un prólogo donde recuerda su relación personal con Mastronardi girando alrededor de una pregunta obstinada: ¿cómo se aprende a escribir un poema?


Por Arnaldo Calveyra

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Tardes con ese olor


Tardes con ese olor, tenían ese olor, olor a esos años, había por las calles ese olor, la poesía, intenta escribir un poema tenía ese olor, olor a zaguanes y más zaguanes, calles de esos barrios, de un barrio de Buenos Aires en particular, el de Primera Junta en particular al salir del subterráneo de la línea A y encaramarme al tranvía en dirección a la calle Thorne (445, 2º A, casa de Carlos Mastronardi), olor yendo de cancel en cancel, insistente, tenaz olor de arquetipo, calles traspasadas a ese olor, en todo caso, por esos años –flamantes años 50– la poesía, el poema, salir en su busca, tenía ese olor.


Y porque en esta tarde de marzo de 2001 está de vuelta en mi pieza.


¿Qué es lo que vuelve memorable un poema?, ¿qué es lo que hace que “La rosa infinita” sea uno de esos poemas a los que se vuelve a lo largo de una vida?, ¿de entre sus componentes cuál y cuáles son los que mejor contribuyen a que los leamos una y otra vez con el mismo deleite?, ¿y de entre esos componentes hay uno, habría uno (¿pero cuál?) que sería la causa central de ese deleite? ¿Qué es, justamente, lo que vuelve memorable los poemas a años de escritos?, ¿se transforman esos poemas en los años, se las arreglan con los años? Demasiado sé que el tiempo destiñe la mayor parte de los poemas que se escriben. Por qué, me pregunto, y estaría tentado de preguntárselo una vez más a usted, querido Mastronardi –querida la persona que usted fue–, en el caso de “La rosa infinita” –un ejemplo entre su obra poética– y como si de un grabado al aguafuerte se tratara, el tejido sigue intacto, intactos el perfume, color, sonido y sentido, luna que le ofrece al niño lo que el niño le pide, sigue brindando lo que le pedimos, intensidad de días y de tardes concentrados a esa luz hecha de palabras sobre una página, intensidad, sí, de tardes (“también sus cariñosos”), ¿es como siempre, como casi siempre, la temperatura de dos palabras puestas a trabajar juntas hasta la incandescencia?, ¿se trata de la temperatura que pueden arrojar esas palabras reunidas por voluntad del poeta?, ¿palabras que se visitan (“flores visitadas”), convertidas en notas musicales en el pentagrama?


¿Aprovechar que usted está en la habitación de al lado para hacerle una vez más –esta vez por escrito– estas preguntas, preguntarle, de paso, por su manera de componer un poema? Pero la frustración no tarda, llega enseguida, casi enseguida al acordarme de su manera de “despersonalizar” el diálogo, de alejar del fuego de su tarea de poeta mi curiosidad posadolescente. Con su gentileza de todos los instantes pero en forma inapelable recuerdo que me respondía: “La literatura es vasta...”. Usted me acercaba el mundo de la poesía pero no le gustaba o no creía formar parte (¿socialmente?) de ese mundo. Durante los diez años en que su generosidad entrañable me paseó por los misterios de la palabra poética –y a veces yo creía estar a punto de saberlo, de develar el enigma pasión mediante–, recuerdo también mi pregunta obstinada de esos años: “¿cómo se aprende a escribir un poema?”, pregunta que mirada desde ahora habría de proceder en línea directa del romanticismo, del siglo XIX, de una idea más o menos clara, más o menos confusa, personal y precipitada, de la inspiración poética complicada en mi caso por una práctica diaria de piano –donde los “resultados” son más inmediatamente tangibles– y por el temor a que ambos aprendizajes pudieran neutralizarse uno con otro.



Mastronardi. Obra completa Ediciones UNL Tomo I, 1016 páginas Tomo 2, 880 páginas

¿Qué hace que uno vuelva a unos poemas, a unos versos en un poema, a tres palabras en una carta?, ¿se trata de la ausencia de aparato retórico para que en esa ausencia uno pueda poner en juego sus intuiciones del lector? Vacío de aparato retórico, sí, ¿pero y el metro alejandrino de “Luz de provincia”? ¿El alejandrino en “Luz de provincia” como retórica sublimada pero vigente (“el trabajo borra las huellas del trabajo” de Valéry), bastidor, marco transparente ante la vastedad de mundos que el poema convoca, en que el poema se va convirtiendo a medida que nuestra lectura avanza?, ¿los componentes del trinomio ritmo/sentido/tiempo reunidos y vivificados uno con otro, uno gracias al otro, de la mano ya, ritmo que acarrea el sentido, que en gran medida lo engendra y lo propaga para ir a echarse como otro vasto río sobre los diferentes ámbitos del poema, tiempo que deposita su mota de polvo que el sol de la pieza revela, lengua vuelta dialecto por necesidades del poema?, ¿resulta una vez más la dificultad, que es malestar en el principiante, entre fondo y forma?


sentido + ritmo + tiempo


A propósito de la contienda entre fondo y forma, recuerdo que nos paseábamos una tarde por el barrio de Flores cuando en eso nos cruza una dama vestida como un árbol de Navidad al que sólo le faltaran las lucecitas de colores. Usted siguió silencioso pero casi enseguida, levantando una mano dirigida “a nadie” como usted solía, en la semioscuridad de la tarde me dijo, o dijo: “Van al sastre antes que al estilo”.


El tiempo que pasa, que figuró entre sus preocupaciones esenciales, llega a “Luz de provincia” como una respiración que es de inmediato la nuestra de lectores. Así, el venirse de la muerte, que en usted era “tiempo sentido” –a usted le gustaba juntar esas dos palabras–, nunca tiempo cuantitativo, nunca tiempo en rama (en el remitente de una de sus últimas cartas yo puedo leer: Astronardi, tengo el sobre sobre mi mesa), el tiempo como la máscara que un día termina por ser la cara del que la lleva puesta desde el día de su nacimiento. En sus últimos años, en el retiro de Gualeguay, desde una ventana de la casa de su sobrino Jorge Washington Lecuna, usted contemplaba, estoy seguro que con extrañeza y siempre con el mismo asombro, las ventanas de la casa de enfrente donde habían vivido sus abuelos maternos y adonde de niño usted solía ir de visita con sus padres. En suma, la manera de hacer intervenir el tiempo como el sujeto invisible de sus poemas y, más precisamente, su relación con el tiempo, su estarse con el tiempo, su tardarse en el soliloquio y diálogo con el tiempo, su modo activo de ponerse en sus manos, “alguno se tardaba, callado frente al pueblo”, no era sino una de las maneras que usted tenía de tratar con los personajes que día a día se van convirtiendo en personas de la muerte.


Siempre me preguntaré –y los años están lejos de atenuar la pregunta– por la manera en que usted componía sus poemas. Usted nos dejó muchas páginas escritas sobre la cuestión. Pero siempre me preguntaré por su actitud una vez llegado a presencia de la página en blanco. ¿Se trataba, simplemente, de poner en práctica unos preceptos?, ¿de “cultura olvidada pero influyente”? ¿Obtendré esta noche la respuesta o la misma respuesta: “La literatura es vasta”?

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