Un aplauso para el asador
En Zona de prólogos (Seix Barral), veintiún escritores y críticos fueron convocados desde la Universidad Nacional del Litoral para releer la obra entera de Juan José Saer, desde su primer volumen de cuentos, En la zona, de 1960, hasta La Grande, su último libro publicado en 2005. El resultado es un juego de lecturas, relecturas y recuerdos de tantos personajes convocados por la imaginación del escritor en una zona entrañable que fue creciendo a lo largo de las décadas en cuentos, novelas, ensayos y poemas. Aquí se publican algunos fragmentos de Tununa Mercado, Beatriz Sarlo, Noé Jitrik, Martín Kohan y Alan Pauls.
Hay una primera conclusión que pudiera parecer un poco evidente al abordar la propuesta de Zona de prólogos: Saer es un escritor para ser releído. Y no lo es sólo porque efectivamente pueden releerse los libros de Saer como hicieron los críticos y escritores convocados en este volumen, sino porque hay algo decididamente abierto e inacabado en el corazón de su sistema literario, hay todavía múltiples entradas para un mundo propio, no cerrado. En ese sentido, la propuesta de Zona de prólogos es ni más ni menos que una invitación para volver a Saer libro por libro, obra por obra en orden cronológico. Otra conclusión, no tan evidente, y que se va desenvolviendo a medida que se avanza en la lectura: no se lee a Saer en contra de otros escritores argentinos. Si bien hay que admitir que él tenía gustos definidos y definiciones estéticas fuertes, que aparecen muy bien representadas en la confrontación que hace Beatriz Sarlo entre el momento de salida de Rayuela (1963) y el de Responso (1964) –confrontación que se agranda porque los dos textos ni siquiera se rozan– o en la consideración de Glosa como novela política que hace Martín Kohan, la obra de Saer obtuvo un grado tal de autonomía que lo alejó del uso posible de tal contra cual; provoca la necesidad de absorberse en su mundo, simplemente se aleja del campo de confrontación, que queda como un horizonte ya lejano donde chisporrotean fuegos cruzados de los años ‘60.
Saer quedó indudablemente incluido en ese diálogo tenso y por momentos de oídos sordos entre los ‘60 y los ‘80, que empezó a abrirse paso desde la apertura democrática. Por entonces, una matriz pluralista y antiautoritaria del discurso literario y el campo cultural vino de la mano de cierto elitismo intelectual que menospreciaba todas aquellas propuestas de escritura que, por una razón o por otra, logarara algún impacto de lectura por decir así, popular. Se rechazó lo comercial, algo un poco absurdo porque el campo editorial de esos años todavía era un páramo (y no Pedro, justamente), en nombre no de la calidad estética sino de la complejidad conceptual y literaria de los libros. Lo curioso es que sin ser un escritor del mercado ni mucho menos, en la mitad de los años ‘80 Saer logró filtrar en el campo literario argentino un combo más que atractivo: con El entenado y Glosa puede deslumbrar a un lector más o menos avezado pero no necesariamente especializado; con La ocasión, llega con el prestigio de un premio como el Nadal. Se lo empieza a estudiar en las facultades, no sólo en la UBA, también en Rosario, en Santa Fe. Este libro, sin ir más lejos, es parte de una iniciativa de la Universidad Nacional del Litoral, donde se nombró a Saer doctor Honoris Causa, título que no llegó a recibir en mano. En la facultad y sus alrededores –bares, calle Corrientes, talleres literarios– empezó a circular su obra, se leían Palo y hueso, La Mayor, Cicatrices, Nadie nada nunca. Era el descubrimiento que a la vez ya era un redescubrimiento: a partir de los ‘80, se lo lee con la plena conciencia de que ese autor había sido muy relegado en las décadas anteriores.
Esa suerte de tensión entre leer por primera vez y releer ahora, tal como lo propone Zona de prólogos, aparece nítida en Noé Jitrik, quien confronta su lectura contemporánea a la salida de El limonero real con la que hace ahora para el libro. Todos los convocados se encuentran, en rigor, con esta suerte de regreso al recuerdo de lectura para la lectura del presente. Hay, entonces, en juego, tres tiempos de lectura: la contemporánea a la salida de los textos, la Gran Recuperación de los ‘80 y esta tercera visita del nuevo siglo, con el autor ausente y la presencia de la novela inacabada, La Grande (muy interesante artículo de Juan José Becerra, que cierra el libro), lo que confirma la sensación de relato que vuelve y envuelve, la puerta que, cuando parece cerrarse, se abre.
Hay que aclarar que aquí el uso de la palabra “prólogo” se inclina para el lado de la metáfora. Como señala el compilador, Paulo Ricci, “es un libro de prólogos al que le faltan, detalle no menor, todos los libros prologados”.
“También es una evocación, desde la lejanía que impone hablar de los libros en su ausencia, de la proximidad que tenemos con muchos de esos textos, escritos que tal vez hace tiempo no visitamos pero que pertenecen a nuestra más preciada intimidad”, señala también Ricci. “Este libro es un pretexto para volver a leer todos los libros de Juan José Saer.”
Que así sea. No sólo para los relectores. Es casi seguro que quien vuelva sobre los pasos de su biblioteca o quien vaya a abordar a Saer por primera vez, vuelva a sentir el sabor –o lo sienta por primera vez– del contacto personal que inmediatamente genera, esa preciada intimidad que señala Ricci. Inmersión en un ciclo que la muerte interrumpió pero sin dejar de permitir que las entradas sigan abiertas, en el futuro, en la zona.
Glosa
Una novela política
Glosa es efectivamente, y evidentemente, una de las más notables novelas políticas que haya dado la literatura argentina. Lo es, y esto es lo más interesante, no solamente sin refrendar la confianza general de que la realidad puede ser representada sin obstáculos, sino poniendo severamente en duda esa confianza. Ya es sabido que el proyecto literario de Saer insiste en la corrosión de las certezas de la experiencia, de la verdad, de la transposición de lo real en el lenguaje: ya es sabido que su escrupulosa detención en los detalles tiene menos que ver con el efecto de lo real que con el efecto de lo irreal. Pero la constancia en esta empresa podría haber llevado a Saer más o menos lejos de los discursos de la verdad que tienen a la realidad como objeto privilegiado; por el contrario, y no por casualidad, es justamente allí, en el corazón de los discursos de la verdad, donde Saer aplica el discurso de zozobra de sus procedimientos narrativos: ya sea en relación con el discurso jurídico, en relación con el relato histórico, o en relación con el género policial (vale decir: ya sea en Cicatrices, en El entenado o en La pesquisa). Y en todos los casos, con un grado mayor o menor de intensidad o transparencia, lo hace en relación con la realidad política y sus lenguajes posibles.
La ocasión
Mujer, gaucho malo, caballos
Todo es borroso en el origen del héroe. El nombre, la tierra natal, la lengua materna. El que ahora se hace llamar Bianco antes fue Burton, y antes aun Bianco Burton. No mucho más deduce el narrador de esa A que iniciala el nombre del personaje. ¿Andrew? ¿Andrea? Malta, alegado lugar de nacimiento, es un espacio histórico y culturalmente tan mixto, está tan empapado de esoterismo y de sospechas que aclara menos de lo que oscurece, y debe competir, además, con dos rivales de mérito: Inglaterra (escenario de las primeras performances de mentalismo del héroe) y Prusia (su patria de adopción). Italiano, inglés, francés, español: Bianco, ciudadano del mundo, habla muchos idiomas, pero los habla todos con un infalible dejo extranjero. Es como si el acento (cuyo origen, una vez más, resulta inidentificable) no fuera el accidente que afecta el uso del idioma sino el idioma mismo, en verdad el único propio que tiene, del que todas las lenguas que Bianco domina fueran a su vez variantes que elige estratégicamente, en función de coyunturas específicas: viajes, trabajos, necesidades profesionales. En el principio de La ocasión, pues, toda procedencia tiende a desdibujarse en una bruma doble, a la vez remota y deliberada.Como si el origen fuera al mismo tiempo un hecho olvidado en el pasado y un material susceptible de elaboración, de tratamiento o de fraude.
Sin ese fondo brumoso, vagamente apócrifo, sin embargo, Saer jamás podría repetir, desplazándolo apenas con uno de sus toques de hartazgo irónico, el bautismo a la Melville con el que abre el libro: “Llamémoslo nomás Bianco”. Tampoco recortaría con tanta nitidez el acontecimiento que de algún modo pone en marcha la ficción, esa hecatombe que parte en dos la vida de su héroe y pasa a ocupar para siempre el lugar del origen: la maquinación que desenmascara a Bianco en un teatro francés, a sala llena, a mediados del siglo XIX, obligándolo a cajonear por un momento una promisoria carrera internacional de mentalista. Se trata en verdad de un nuevo punto de partida, un segundo arranque, una reinauguración. Todo lo que en el origen de Bianco es indeterminado y turbio (lugar, nombre, circunstancias), adquiere ahora la precisión, el brillo de una pesadilla: cuándo (1857), dónde (un teatro de París), quién (una camarilla de académicos positivistas empeñados en impugnar sus poderes mentales), para qué (restituir, contra la prédica práctica de Bianco, devoto de las facultades de la mente, la primacía de la materia sobre el espíritu).
Sin raíces, “suelto”, siempre en el límite difuso entre el infantilismo de la farsa y la inquietud de la ilegalidad –una franja pícara en la que Saer siempre se movió con una destreza única–, el Bianco europeo tiene mucho de advenedizo, de aventurero y aun de impostor, y ningún tránsfuga de ley se daría el lujo de ignorar las posibilidades de rediseñarse a sí mismo que proporcionan esa clase de catástrofes existenciales. Bianco, de hecho, las aprovecha con una avidez oportuna: renuncia de un día para el otro a su biografía europea y cambia de mundo, viaja y se instala en la Argentina semisalvaje de mediados del siglo XIX, lanzada por entonces a atraer flujos inmigratorios con la promesa de trabajo, tierras fértiles y un enriquecimiento más o menos instantáneo. Mundo nuevo, vida nueva: en esta tierra chata y sin límites, piensa Bianco, podrá financiarse el tiempo y la tranquilidad necesarios para elaborar la refutación de los positivistas que sueña para su rentrée. Sólo que el incidente del complot tiene la violencia, el valor de la efracción de un trauma, y el Bianco que cruza el océano ya es otro. No un impostor (alguien esencialmente infiel, dispuesto a reescribir su propia vida según las circunstancias que se le presenten) sino una víctima: alguien fijado a una coyuntura única –la experiencia traumática– que lo dispara hacia el futuro y lo cambia, pero en cuya órbita está condenado a girar para siempre.
El limonero real
Todavía y más
Quizás haya que ver El limonero real en una doble perspectiva; la primera en relación con la obra entera de Saer; la otra con los propósitos más notorios de la narrativa argentina. En cuanto a ese conjunto narrativo, los rasgos que ordenen El limonero real, que se hallaban ya en los textos precedentes, impregnarán casi toda su obra, aunque en sus novelas últimas lo concerniente a personajes, características y conflictos o incluso tramas, ocupará más lugar y reducirá un tanto la radical propuesta de El Limonero real. Me atrevería a decir que su proyecto, de una coherencia ejemplar, tiene en este libro una summa, aquí está todo lo que lo funda y le confiere un lugar muy diferente, dentro de una línea, aunque sin entregarse a ella, que incluiría la propuesta de Macedonio Fernández, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Antonio Di Benedetto.
Razonamiento o ubicación que nos conduce al segundo tema, cómo entra este libro en la narrativa argentina, cuyos productos no ocultan una marcada predilección por la “historia” en detrimento de la escritura; en el fondo, opción por un “realismo” apasionado por fragmentos “interesantes” de devenires psicológicos o sociales y aun históricos. El limonero real presenta, por el contrario, un dilema para lecturas directas y llenas de intenciones que eran y son generales y muy aceptadas, se diría que naturalizadas. El limonero... es difícil o fue difícil, tal vez ahora no lo sea tanto; ahora, entiendo, no ofrece la fácil dificultad –si se lee buscando o percibiendo algo más que lo evidente– de novelas que le son contemporáneas, como las de Puig en una línea, o las de Viñas en otra vertiente, o las de Beatriz Guido en otra inflexión, autores con los que se comparó su propuesta, desechada o puesta en suspenso con argumentos que hoy no resistirían una mera consideración. Pero lo que no fue ni es difícil es reconocer en su aislamiento una fuerza única que pudo haber producido un cambio en las ideas recibidas de lo que debía y podía ser la novela para esta literatura y que quizá no lo produjo, o no lo produjo del todo aunque quizá lo produjo y no lo podemos verificar, pero por nuestras limitaciones, no por las de ese texto todavía, y más, deslumbrante.
La vuelta completa
Un inconformismo seco e implacable
La vuelta completa, caminando alrededor, walking around, el merodeo propio de quien gira en torno de la realidad sin comprometerse en otra acción que observarla, parece ser el signo de estos títulos de Juan José Saer. Connotación pueblerina para una ciudad pequeña, a la medida del observador que la recorre como si la desconociera. En los pueblos, en efecto, dar vuelta a la plaza es una aventura de riesgos inesperados. Aquí el círculo es más amplio pero siempre circunscrito al desplazamiento posible, unas cuadras a la redonda, de pronto un lugar al que se puede llegar en taxi, una ciudad a la medida de un vagabundeo y de una rutina que se cumplen a pie. Un individuo gira sobre sí mismo y en la rotación arrastra a otros semejantes en una panorámica cuyas líneas de contacto y puntos perimetrales distribuyen una trama.
Esa es la forma de esta novela dividida en dos; a menos de la mitad, como si abriera un capítulo, pero con título propio, La vuelta completa empieza a girar alrededor de sí misma en un nuevo círculo con el nombre de “Caminando alrededor”. Publicada en 1966 por la Biblioteca Popular Constancio C. Vigil en Rosario, su reedición reabre uno de los espacios inaugurales del entorno narrativo gregario de Saer, que irá ajustando sus dimensiones y el variado protagonismo de sus figuras a lo largo de varias de sus novelas. Hay quienes puedan esmerarse en la identificación y en el rastreo de ciertos nombres y que logren armar un esquema de sus apariciones en diferentes cruces y peripecias. Si lo hiciera, el gráfico resultante sería radial/ circular y permitiría detectar el equilibrio de una narrativa que sienta las bases para convocar a sus personajes y reiterarlos en futuros desarrollos. Aquí están los que seguirán siendo, podría decirse, en las novelas de Saer: van a volver, girarán en redondo y reaparecerán en cualquier esquina con un efecto de lectura regocijante, el que produce el encuentro en una eternidad posible. Pero más que los personajes reconocibles, el efecto de perduración se reiterará en las señales de un estilo pertinaz y envolvente.
Responso
Vidas rotas
En 1963 se publicó Rayuela. En diciembre de 1964, Responso. Difícil encontrar dos libros más distintos. Cortázar escribía desde una base sólida, armada con las vanguardias clásicas, el surrealismo y sus marginalia. Saer, en cambio, da la impresión de que ha leído bien a Pavese. La forma complicada de Rayuela parecía el futuro de una ficción cuyo mandato proscribía la lectura lineal, de comienzo a fin; el programa de Rayuela podía resultar novedoso pero era muy claro en sus indicaciones. Sobre Saer era difícil decir mucho, en principio porque en 1964 tuvo muy pocos lectores. Rayuela era un libro esperado. A Saer no lo esperaba nadie o sólo Juan L. Ortiz, Hugo Gola y sus amigos santafesinos, como Roberto Maurer, a quien está dedicado Responso.
Además, los dos comienzos sonaban inconmensurables: “¿Encontraría a la Maga?”. La pregunta descorría el telón ante un escenario parisino habitado por personajes inteligentes, arbitrarios y misteriosos. Leído ese comienzo mítico contra la imagen familiar de una mujer que está a punto de poner azúcar en una taza de té, Responso no promete nada, sino que pide una lectura a la que no le hace grandes promesas.
Tengo la primera edición de Responso, que no ofrece ninguna pista sobre la novela ni sobre su autor. Habituada, como todos hoy, a que los libros aparezcan centelleando en medio de un display publicitario que gestiona la prensa y avanza interpretaciones molestas o serviciales, el primer libro que Saer publicó en Buenos Aires llevaba sólo la garantía del sello: Jorge Alvarez, editor de una movida innovadora.
Saer fechó la escritura de Responso entre diciembre de 1963 y enero de 1964. Tenía, por lo tanto 26 años, que no fueron motivo suficiente para escribir una novela juvenil. Esa novela será Cicatrices, aunque es arriesgado y probablemente injusto que la edad de algunos de sus personajes y la relación de Angel con su madre sean toda la prueba de juventud de un texto original y seguro. La literatura de Saer parece haber sido compuesta siempre por un escritor que desprecia (u oculta) las vacilaciones del que comienza. Su editor, Alberto Díaz, me dice que, en las sucesivas reediciones para Seix Barral, Saer no corregía nada o sólo, muy de vez en cuando, alguna errata. Lo escrito ya estaba escrito para siempre.
Si las fechas son verdaderas, Responso se escribió muy rápido, digamos que más o menos tres páginas por jornada para armar una trama que transcurre entre las ocho de la tarde de un día de diciembre de 1962 y el amanecer del siguiente, más un flashback en el segundo capítulo, que sintetiza los diez años anteriores, pero claro está: no parece una síntesis. Esa velocidad de escritura (Roberto Maurer recuerda las noches interminables de aquellos primeros años, que compensaban las también interminables horas diurnas dedicadas a leer y escribir) podría razonablemente atribuirse a la juventud. Pero no parece juvenil, salvo unida a otros casos excepcionales de historia literaria, la seguridad sin vacilaciones de la novela. Saer quiere mostrarse ya hecho como escritor aunque quizá no como el que será pocos años después. Es un escritor formado el que termina su formación en sus tres primeros libros, fórmula paradójica que, sin embargo, es exacta. Responso no se podría hacer mejor: lo que sí estaba en el futuro eran mejores novelas de Saer. Pero Responso no es un ejercicio preliminar.
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