jueves, 25 de febrero de 2010

Patti Smith




Acaba de salir Just Kids, el extraordinario libro de memorias en el que Patti Smith recuerda los comienzos de los ’70 en Nueva York junto a Robert Mapplethorpe, cuando una generación inesperada refundó la ciudad y su arte.

Por Mariana Enriquez

Retrato de los artistas cachorros

¿Cómo se forjó esa década áspera, rabiosa, desilusionada pero con esperanza, crecida a la sombra de Dylan, Warhol, Los Beatles y Vietnam, esa década que tomó a Nueva York como el centro del mundo y habitó sus barrios marginales, sus departamentos derruidos, para crear una movida llena de poesía francesa, de espíritu beat y de actitud punk, esos años ’70 iluminados e insomnes que no bailaron música disco? Patti Smith, madrina y fundadora de aquella época, los revisita en Just Kids, un libro de memorias, recién editado en inglés, a la manera del Crónicas de Dylan, en el que recuerda esos primeros pasos junto a su hermano del alma, el fotógrafo Robert Mapplethorpe, en una década y una ciudad que no los esperaba y que terminarían refundando.

Por Mariana Enriquez

Patti y Robert en la tapa de Just Kids

Patti Smith tenía 20 años cuando llegó a Nueva York desde Nueva Jersey, y dejaba atrás un ingrato empleo en una fábrica, una familia que la quería, pero probablemente no la comprendía, y su primer hijo, que nació cuando ella tenía 19 años y fue dado en adopción. Estaba llena de influencias, de devociones: Jean Genet, Rimbaud, Dylan, Lotte Lenya. Quería ser artista, no sabía si pintora o poeta o qué, pero eso que la urgía y atragantaba sólo podía ser conseguido en Nueva York, que entonces vivía el fin de una de sus etapas de bohemia más mitológicas: Dylan en Greenwich Village, Warhol y sus estrellas, la Velvet Underground. Ella llegaba para inaugurar otra etapa de la ciudad; una ciudad que ya no existe, con sus artistas hambrientos en departamentos que nadie quería alquilar, el optimismo entre la pobreza y el peligro, una elegante crudeza que podía encarnar tanto en los Ramones como en Tom Verlaine. O en Robert Mapplethorpe, que es el otro absoluto protagonista de Just Kids, el volumen de memorias de Patti Smith que acaba de publicarse en inglés, y que comienza y termina con el llamado telefónico que le anuncia a la autora la muerte de su mejor amigo, de su alma gemela, en 1989. Pero la narración no llega tan lejos. Apenas se pone en puntas de pie para mirar el éxito futuro, presagiado por la pequeña y enorme colaboración entre Mapplethorpe y Smith que les daría un nombre a los dos: la tapa de Horses, el disco debut de Smith y uno de los retratos más famosos de Mapplethorpe, donde ella posa con el saco al hombro, en una actitud desafiante y tan joven, hermosa en su delgada androginia.



Más tarde, ella sería la poeta punk, la rockera mística que parecía siempre flotar por sobre sus contemporáneos (Patti Smith es brillante en la construcción de mitologías, propias y ajenas; y él sería el fotógrafo terriblemente talentoso y controversial, con sus imágenes de hombres, flores y cuero, y sus acusaciones de obscenidad). Pero la historia que Patti quiere contar se detiene antes. Como si quisiera guardar la pureza de esos comienzos hambrientos en todo sentido, cuando ella ni siquiera sabía que sería cantante y poeta, y él todavía dibujaba. Cuando se estaban formando, solos, niños silvestres con pinturitas escuchando Blonde on Blonde y mirando libros de arte, obligados a compartir todo, recolectando talismanes. Algunos críticos compararon Just Kids con Crónicas Volumen 1 de Dylan, y es cierto que los libros se parecen, deliberadamente quizá, sobre todo en la insistencia en el linaje, las referencias, la vida vagabunda, la inocencia previa a la iluminación. Sólo que Patti Smith es, claro, una alumna de Dylan. O se siente una alumna, que es lo mismo. Entonces hay algo de fan y de suburbio en su libro, un ansia de hablar de su generación para que esa juventud que de verdad hizo la escena neoyorquina de los ’70 no se quede sin voz, una preocupación por mostrar de qué se alimenta un artista antes que un desvelo sobre cómo escaparle a la fama. Y, sobre todo, Just Kids es una elegía al amigo y el amante, el chico de rulos lleno de ambición que armó con Patti Smith una primitiva nueva familia donde los roles de género y la sexualidad eran un hermoso lío que no atormentaba demasiado a nadie. Son una pareja del futuro, la bisagra entre décadas, visionarios con los ojos insomnes, ambiciosos, duros y algo místicos, listos para sobrevivir a los años ’70.
El año nuevo de 1970

Nuestra década

Nevó la noche de Navidad. Caminamos hasta Times Square para ver a la marquesina blanca proclamar “War is Over! If you Want it (La guerra terminó, si vos querés). Feliz Navidad de John y Yoko”. Estaba sobre el quiosco donde Robert compraba la mayoría de sus revistas para hombres, entre Child’s y Benedict’s, dos restaurantes abiertos las 24 horas.

Mirando hacia arriba, nos impactó la ingenua humanidad de este tableau en Nueva York. Robert me tomó de la mano y mientras la nieve espiralaba a nuestro alrededor, miré su rostro. Había entrecerrado los ojos y decía que sí con la cabeza, impresionado por ver cómo dos artistas tomaban la calle 42. Para mí era el mensaje. Para Robert, el medio.

Con la inspiración renovada, caminamos hacia la calle 23 para estar en nuestro espacio. Nos paramos junto a la ventana y miramos hacia afuera, y vimos caer la nieve más allá del cartel fluorescente de Oasis, con su escuálida palmera. “Mirá —me dijo—, está nevando en el desierto.” Pensé en una escena de esa película de Howard Hawks, Scarface, donde Paul Muni y su chica están mirando por la ventana a una marquesina de neón que dice: “El mundo les pertenece”. Robert me apretó la mano.

Los ’60 terminaban. Robert y yo celebrábamos nuestros cumpleaños. Robert cumplía 23, y después yo. El número primo perfecto. Robert me hizo una corbata con la imagen de la Virgen María. Yo le regalé siete calaveras de plata pegadas a una tira de cuero.

El llevaba puestas las calaveras. Yo llevaba puesta la corbata. Nos sentíamos listos para los años ’70.

“Es nuestra década”,

me dijo.

Infancia, adolescencia y Dios

Una plegaria diferente

Algunos críticos compararon Just Kids con Crónicas de Dylan, y es cierto que se parecen. Sólo que Patti Smith es una alumna de Dylan. O se siente una, que es lo mismo. Entonces hay algo de fan y de suburbio en su libro, un ansia de hablar de su generación para que esa juventud que de verdad hizo la escena neoyorquina de los ’70 no se quede sin voz, una preocupación por mostrar de qué se alimenta un artista antes que un desvelo sobre cómo escaparle a la fama.

Por Patti Smith
Patti y Robert: ella todavia no era musica ni el fotografo, pero los dos estaban seguros de que serian artistas y conquistarian la ciudad.
Cuando era muy joven, mi madre me llevaba a caminar por Humboldt Park, en las orillas del río Prairie. Tengo vagos recuerdos, como impresiones en platos de vidrio, de un viejo galpón lleno de botes, una playa de conchillas y un puente de piedra. El río desembocaba en una amplia laguna y sobre su superficie vi un milagro singular. Un largo cuello curvo se elevó desde un vestido de plumaje blanco. Cisne, dijo mi madre, al darse cuenta de mi excitación. Palmeó el agua brillante con sus grandes alas y se elevó al cielo. La palabra apenas daba cuenta de su magnificencia y no atrapaba la emoción que producía. Verlo me generó una necesidad para la que no tenía palabras, un deseo de hablar del cisne, de decir algo de su blancura, de la naturaleza explosiva de su movimiento, del lento batir de sus alas. El cisne se unió al cielo. Yo luchaba para encontrar palabras que le dieran sentido a lo que sentía. Cisne, repetí, no del todo satisfecha, y sentí un cosquilleo, un curioso deseo, imperceptible para los que caminaban a mi lado, para mi madre, los árboles o las nubes. Nací un lunes, en el norte de Chicago, durante la gran tormenta de nieve de 1946. Llegué un día antes de lo planeado, mientras los niños nacidos en Año Nuevo se iban del hospital con un refrigerador nuevo. A pesar de los esfuerzos de mi madre por mantenerme en su vientre, entró en trabajo de parto mientras el taxi se arrastraba bordeando el lago Michigan, a través de una cortina de viento y nieve. Según el relato de mi padre, llegué siendo una cosita larga y delgada, con neumonía, y me mantuvo viva sosteniéndome sobre el vapor de una humeante bañera. Mi hermana Linda llegó durante otra tormenta, la de 1948. Por necesidad, me vi obligada a crecer rápido. Mi madre planchaba en casa y yo me sentaba en la entrada esperando al heladero y al último de los vagones pintados con dragones. Me daba hojas de hielo envueltas en papel marrón. Yo me metía una en el bolsillo para mi hermanita, pero cuando más tarde trataba de sacarla, descubría que había desaparecido. Cuando mi madre quedó embarazada de mi hermano Todd dejamos nuestras saturadas habitaciones de Logan Square y migramos a Germantown, Pennsylvania. Durante los años siguientes vivimos en casas para familias de personal doméstico, barracas blancas que daban a un campo abandonado plagado de flores salvajes. Llamábamos al campo The Patch, y en el verano los adultos se sentaban y hablaban, fumaban cigarrillos, y se pasaban jarras de vino de diente de león mientras los chicos jugábamos. Mi madre nos enseñó los juegos de su infancia: estatuas, Red Rover y Simón Dice. Hacíamos collares de margaritas para adornarnos el pelo y coronar nuestras cabezas. En las noches juntábamos luciérnagas en frascos, les sacábamos las luces y hacíamos anillos para nuestros dedos. Mi madre me enseñó a rezar; me enseñó la plegaria que su madre le había enseñado. Ahora me acuesto a dormir, ruego a Dios que cuide de mi alma. A la noche me arrodillaba frente a mi camita mientras ella se paraba a mi lado, con su infaltable cigarrillo, para escuchar cómo repetía después de ella. No deseaba nada tanto como decir mis plegarias, pero sin embargo estas palabras me atormentaban y la llenaba de preguntas. ¿Qué es el alma? ¿De qué color es? Yo sospechaba que mi alma, siendo traviesa, se iba a marchar mientras dormía y no iba a poder volver. Intentaba no quedarme dormida lo mejor que podía, para mantenerla dentro mío, adonde pertenecía. Quizá para satisfacer mi curiosidad, mi madre me mandó a catecismo. Nos enseñaban versículos de la Biblia y la palabra de Jesucristo. Después nos ponían en fila y nos recompensaban con una cucharada de miel. Había sólo una cuchara en la jarra para servir a muchos chicos con tos. Instintivamente me alejaba de la cuchara, pero rápidamente acepté la noción de Dios. Me alegraba pensar en una presencia sobre nosotros, en movimiento continuo, como una estrella líquida. Insatisfecha con mi plegaria infantil, pronto le pedí a mi madre que me dejara inventar una propia. Me alivió no tener que decir “si me muero antes de despertar, le pido a Dios que se lleve mi alma”, y poder decir en cambio lo que estaba en mi corazón. Liberada, me acostaba en la cama cerca de la estufa de carbón, recitándole a Dios largas cartas. No dormía mucho y debo haberlo agobiado con mis interminables votos, visiones y planes. Pero con el paso del tiempo empecé a experimentar un tipo de plegaria diferente, una silenciosa, que requería más escuchar que hablar. Mi pequeño torrente de palabras se disipó en una elaborada sensación de expansión y recesión. Fue mi entrada en el brillo de la imaginación. Este proceso era especialmente magnificado por las fiebres de la gripe, paperas, sarampión y varicela. Las tuve todas y con cada una era privilegiada con un nuevo nivel de alerta. Yaciendo profundo dentro mío, la simetría de un copo de nieve que giraba sobre mí se intensificaba a través de mis párpados y atrapaba un valioso souvenir, un jirón del calidoscopio del cielo. Mi amor por la plegaria rápidamente rivalizó con mi amor por los libros. Solía sentarme a los pies de mi madre y la miraba tomar café y fumar cigarrillos con un libro en su falda. Estaba tan absorta que me intrigaba. Incluso antes de ir a la guardería me gustaba mirar sus libros, sentir el papel, y alzar esa primera página hecha de papel biblia. Quería saber qué había en ellos, qué capturaba su atención tan profundamente. Cuando mi madre descubrió que había escondido su copia escarlata del Libro de los mártires de Foxe bajo mi almohada, se sentó a mi lado y empezó el laborioso proceso de enseñarme a leer. Con gran esfuerzo pasamos de Mamá Gansa a Dr. Seuss. Cuando avancé hacia el terreno donde ya no necesitaba instrucción, se me permitió unirme a ella en nuestro repleto sofá, ella leyendo Las sandalias del pescador y yo Zapatos rojos. Estaba fascinada por los libros. Quería leerlos todos, y las cosas que leía provocaban nuevos deseos. Quizá me fuera a Africa y ofreciera mis servicios a Albert Schweitzer, o podría defender al pueblo como Davy Crockett. Podía escalar el Himalaya y vivir en una cueva haciendo girar una rueda de plegarias que hacía girar la tierra. Pero la necesidad de expresarme era mi deseo más fuerte, y mis hermanos fueron mis primeros coconspiradores en la cosecha de mi imaginación. Escuchaban con atención mis historias, actuaban con gusto mis obras de teatro y peleaban con valentía en mis guerras. Con ellos de mi lado todo parecía posible. En los meses de la primavera yo solía estar enferma y condenada a la cama, obligada a escuchar los juegos de mis camaradas a través de la ventana abierta. En los meses de verano, los más jóvenes reportaban cuánto de nuestro campo salvaje había sido salvado del enemigo. Perdimos muchas batallas durante mis ausencias y mis cansadas tropas se juntaban alrededor de mi cama para que yo les ofreciera la bendición, sacada de la biblia de los niños soldados, A Child’s Garden of Verses de Robert Louis Stevenson.

El hotel Chelsea y la mesa de Warhol

Ingresando en la aristocracia del arte

Yo no tenía idea de lo que sería la vida en el hotel Chelsea hasta que me mudé ahí, pero enseguida me di cuenta del enorme golpe de suerte que había sido encontrar esa habitación. Con lo que pagábamos nos podríamos haber alquilado un departamento grande cerca de las vías en el East Village, pero hundirse en este hotel excéntrico y maldito daba una sensación de seguridad además de una educación estelar. Una semana o dos después de mudarme allí, pasé a El Quixote. Era un bar-restaurante que quedaba junto al hotel, conectado al lobby por una puerta, lo que lo hacía sentir como nuestro bar, cosa que había sido durante décadas. Dylan Thomas, Terry Southern, Eugene O’Neill y Thomas Wolfe habían estado entre los que levantaron demasiadas copas allí.

Llevaba un largo vestido de rayón estilo marinero con lunares blancos y un sombrero de paja, mi estilo Al este del Paraíso. En la mesa a mi derecha, Janis Joplin atendía a la corte con su banda. Más allá estaban Grace Slick y Jefferson Airplane junto con miembros de Country Joe and The Fish. En la última mesa, de cara a la puerta, estaba Jimi Hendrix, con la cabeza agachada, comiendo con el sombrero puesto, frente a una rubia. Había músicos por todas partes, sentados ante mesas con langostinos en salsa verde, paellas, sangrías y botellas de tequila. Me quedé ahí parada, alucinada, pero no me sentía una intrusa. El Chelsea era mi hogar y El Quixote, mi bar. No había guardias de seguridad, no había sensación de privilegio. Estaban ahí porque tocarían en Woodstock. Grace Slick se puso de pie y pasó a mi lado. Estaba usando un vestido largo, que llegaba al piso, y tenía ojos violeta oscuro como Liz Taylor.

“Hola”, le dije, notando que yo era más alta.

“Hola”, contestó ella.

Cuando subí a mi habitación, sentí una inexplicable sensación de hermandad con esta gente, aunque nunca podría haber predicho que iba a seguir su mismo camino. En ese momento yo todavía era una vendedora de libros de 22 años, medio gangster, que luchaba con algunos poemas incompletos. El Chelsea era como una casa de muñecas en La dimensión desconocida, con cien habitaciones, cada una un pequeño universo. Yo caminaba por los pasillos buscando sus espíritus, muertos o vivos. Mis aventuras eran algo traviesas: empujaba apenas una puerta entreabierta para tener una breve visión del piano de Virgil Thomson, o me quedaba frente a la placa de Arthur C. Clarke, esperando que él emergiera repentinamente. Ocasionalmente me chocaba con Gert Schiff, el académico alemán, armado con volúmenes sobre Picasso, o con Viva en Eau Sauvage. Todos tenían algo que ofrecer y nadie parecía tener mucho dinero. Hasta los exitosos parecían tener el dinero justo para vivir como linyeras extravagantes.

Yo amaba el lugar, su ajada elegancia, y su historia, que guardaba con tanto celo. Había rumores sobre un par de pantalones de Oscar Wilde languideciendo en los sótanos inundados. Aquí había pasado sus últimas horas Dylan Thomas, sumergido en la poesía y el alcohol. Thomas Wolfe se movía entre cientos de páginas de un manuscrito que formaba You Can’t Go Home Again. Bob Dylan había escrito “Sad Eyed Lady of the Lowlands” en nuestro piso y una anfetamínica Edie Sedgwick, se decía, había incendiado su habitación cuando intentaba pegarse sus gruesas pestañas postizas a la luz de las velas.

Tantos habían escrito, conversado y convulsionado en estas habitaciones de casa de muñecas victoriana. Tantas polleras se habían arrastrado por las escaleras de mármol. Tantas almas trascendentes se habían casado, hecho su marca y sucumbido aquí. Yo olía sus espíritus mientras me escurría silenciosamente de piso en piso.

El gran deseo de Robert era penetrar en el mundo que rodeaba a Andy Warhol, aunque no quería ser parte de su elenco estable, ni una estrella en sus películas. Robert solía decir que conocía el juego de Andy y sentía que, si pudiera hablar con él, Andy lo reconocería como un par.

Aunque creía que tenía méritos para una audiencia con Andy, sentía que cualquier tipo de diálogo significativo con él era difícil, porque Andy era como una anguila, perfectamente capaz de resbalarse y escapar de cualquier confrontación importante. Esta misión nos llevó al Triángulo de las Bermudas de la ciudad: Brownie’s, Max’s Kansas City y la Factory, cada uno ubicado a pasos de los otros. La Factory se había mudado de su ubicación original en la calle 47 a 33 Union Square. Brownie’s era un restaurante de comida saludable que quedaba a la vuelta, donde la gente de Warhol almorzaba, y Max era donde pasaban las noches.

Las políticas de Max eran muy similares a la escuela secundaria, excepto que los populares no eran las cheerleaders, ni los jugadores de football, ni la reina de la graduación, sino en la mayoría de los casos un chico vestido de chica que sabía más como ser chica que la mayoría de las chicas.

Max’s Kansas City quedaba en la calle 18 y Park Avenue South. Supuestamente era un restaurante, aunque pocos de nosotros teníamos el dinero para comer ahí. El dueño, Mickey Ruskin, era notoriamente amistoso con los artistas, incluso ofreciendo un buffet a la hora de los cócteles por el precio de una bebida. Se decía que este buffet mantenía con vida a muchos artistas en la lucha y a muchas travestis. Yo no lo frecuentaba porque estaba trabajando y Robert, que no bebía, era demasiado orgulloso para ir. Había un gran cartel que anunciaba que se estaba a punto de entrar a Max’s Kansas City. Era un lugar casual y austero, adornado con piezas de arte abstracto que le habían dado a Mickey artistas con cuentas de bar sobrenaturales. El gran salón ofrecía bifes y langosta. El cuarto de atrás, bañado en luz roja, era el objetivo de Robert, y el blanco definitivo era la legendaria mesa redonda que todavía guardaba el aura color rosa del ausente rey plateado.

En nuestra primera visita sólo llegamos a la primera sección. Nos sentamos en una cabina, compartimos una ensalada y comimos un snack. Robert pidió Coca. Yo tomé un café. El lugar estaba bastante muerto.

Hasta hacía poco se habían sentado a la mesa redonda miembros de la realeza como Bob Dylan, Bob Neuwirth, Nico, Tim Buckley, Janis Joplin, Viva y la Velvet Underground. Era tan oscuramente glamoroso como uno podría desear. Pero corriendo por su arteria primaria, lo que en última instancia aceleraba su mundo y después los derrumbó era la anfetamina. La anfetamina les amplificaba la paranoia, a algunos les robaba sus poderes innatos, les chupaba la confianza, les destrozaba la belleza.

Andy Warhol ya no estaba allí, y tampoco su corte. Andy no salía mucho desde que Valerie Solanas le había disparado, pero también podía ser que, como sucedía con frecuencia, se hubiera aburrido. A pesar de su ausencia, en el otoño de 1969 todavía era el lugar para ir. El cuarto de atrás era el templo para aquellos que quisieran las llaves del segundo reino plateado de Andy, muchas veces descripto como un lugar de comercio más que de arte. No pasó nada en nuestro debut en Max’s y nos fuimos en taxi a casa. Sin embargo, Robert y yo seguimos yendo y eventualmente nos graduamos al cuarto de atrás y nos sentamos en un rincón bajo la escultura fluorescente de Dan Flavin, bañados en luz roja. La portera, Dorothy Dean, se había prendado de Robert y nos dejó entrar. Yo sabía que Max’s era importante para Robert. Me ayudaba tanto con mi propio trabajo que no podía negarme a participar de su ritual nocturno.

Mickey Ruskin nos permitía sentarnos durante horas tomando café y Coca, y rara vez pidiendo otra cosa. Algunas noches estaban totalmente muertas. Caminábamos a casa exhaustos y Robert decía que no íbamos a volver nunca más. Otras noches eran desesperadamente animadas, un cabaret oscuro insuflado de la energía maníaca de Berlín años ’30. Peleas a los gritos hacían erupción entre actrices frustradas y drag queens indignadas. Todos parecían estar haciendo una audición para un fantasma, y el fantasma era Andy Warhol. Yo me preguntaba si a él le importaban, aunque fuera un poco.

Una de esas noches, Danny Fields, el manager de los Ramones, llegó y nos invitó a sentarnos a la mesa redonda. Este simple gesto nos dio una residencia a prueba, lo que era un paso muy importante para Robert. Fue elegante en su respuesta. Inclinó la cabeza y me guió hasta la mesa. No reveló lo mucho que le importaba.

Robert estaba cómodo porque, finalmente, estaba donde quería estar. No puedo decir que yo me sintiera cómoda en absoluto. Las chicas eran lindas pero brutales, quizá porque parecía haber un porcentaje muy bajo de machos interesados. Podía notar que a mí sólo me soportaban, y se sentían atraídas por Robert. El era el blanco de ellas, tanto como el círculo interno era el blanco de él. Me parecía que todos estaban tras él, hombres y mujeres, pero en ese momento Robert estaba motivado por la ambición, no por el sexo.

Un collar persa

Yo volvía del trabajo, nos sentábamos en el piso a comer spaghetti y a examinar su trabajo. Me atraía el trabajo de Robert porque su vocabulario visual estaba cerca de mi vocabulario poético, incluso cuando parecía que nos movíamos hacia destinos diferentes. Robert siempre me decía: “Nada está terminado para mí hasta que te lo muestro”.

Patti con Rickenbaker, año 78. Tanto esta foto como la de tapa de este numero son de Robert Mapplethorpe.
A los 20 años tomé el autobús de Filadelfia a Nueva York. Usaba mis dungarees, una polera negra, y el viejo piloto gris que había comprado en Camden. Mi pequeña valija, amarilla y roja, contenía algunos lápices de dibujo, un anotador, las Iluminaciones de Rimbaud, alguna ropa y fotos de mis hermanos. Yo era supersticiosa. Era lunes: yo había nacido un lunes. Era un muy buen día para llegar a Nueva York. Nadie me esperaba. Todo me esperaba. Inmediatamente tomé el subte desde Port Authority hasta DeKalb Avenue en Brooklyn. Era una tarde de sol. Esperaba que mis amigos pudieran albergarme hasta que encontrara un lugar propio. Llegué a la dirección que tenía, pero mis amigos se habían mudado. El nuevo inquilino me llevó hasta una habitación al final del piso y sugirió que su compañero de habitación a lo mejor tenía la nueva dirección de mis amigos. Entré en la habitación. En una simple cama de hierro estaba durmiendo un chico. Era pálido y delgado y tenía grandes rulos oscuros; estaba acostado con el torso desnudo y collares de mostacillas le colgaban del cuello. Me quedé parada ahí. El abrió los ojos y sonrió. Cuando le conté mi problema, se levantó de un solo movimiento, se puso sus pantalones y una remera blanca, y me pidió que lo siguiera. Lo miré mientras caminaba delante mío, guiándome con su paso liviano, un poco chueco. Le miré las manos mientras tamborileaba los dedos contra su cadera. Nunca había visto a nadie como él. Me llevó a otro edificio en Clinton Avenue, me dedicó un saludo de despedida, sonrió y se fue... Hacía calor en la ciudad, pero yo seguía usando mi piloto. Me daba confianza cuando salía a la calle a buscar trabajo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en la sucursal uptown de la librería Brentano’s. Hubiera preferido hacerme cargo de la sección de poesía a las ofertas de joyería étnica, pero me gustaba mirar artesanías de países lejanos. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia. Estaba hecho con dos placas de metal unidas con pesados hilos negros y blancos, como un viejo y exótico escapulario. Costaba 18 dólares, lo que me parecía mucho dinero. Cuando la librería estaba tranquila, me gustaba sacarlo de caja y trazar la caligrafía escrita sobre su superficie violeta, mientras soñaba con la historia de su origen. Poco después de empezar a trabajar ahí, el chico que había visto brevemente en Brooklyn vino al negocio. Se veía bastante diferente con su camisa blanca y una corbata, como un chico de colegio católico. Me explicó que trabajaba en la sucursal de Brentano’s de downtown y que tenía un crédito de la empresa que quería usar. Pasó un rato mirando todo, las mostacillas, las pequeñas cerámicas, los anillos de turquesa. Finalmente dijo: “Quiero éste”. Se trataba del collar persa. “Oh, es mi favorito también”, le dije. “Me recuerda a un escapulario.” “¿Sos católica?”, me preguntó. “No, solamente me gustan las cosas católicas.” “Yo era monaguillo”, me sonrió. “Me encantaba revolear el incensario.” Yo estaba contenta porque él había elegido mi pieza preferida, pero también estaba triste porque se la iba a llevar. Cuando la envolví y se la entregué, le dije impulsivamente: “No se la des a ninguna chica. Salvo a mí”. Inmediatamente me sentí avergonzada, pero él ya había sonreído y dicho: “No lo haré”. Hacia el final de mi primera semana en la ciudad seguía con mucha hambre y sin lugar adónde ir. Empecé a dormir en el negocio. Me escondía en el baño mientras los otros empleados se iban, y cuando el sereno cerraba me echaba a dormir arropada en mi propio saco. Por la mañana, parecía que había llegado temprano a trabajar. No tenía un peso, y revolvía los bolsillos de los sacos colgados de los empleados buscando monedas para comprar maníes en la máquina de golosinas. Desmoralizada por el hambre, quedé shockeada cuando no llegó un sobre para mí el día de pago. No había entendido que el pago de la primera semana era retenido, y me fui al guardarropas llorando. Cuando volví al mostrador, noté a un tipo de barba acechando, que me miraba. El supervisor nos presentó. Era un escritor de ciencia ficción y me quería invitar a cenar. Aunque ya tenía 20 años, el consejo de mi madre de no ir a ningún lado con extraños reverberaba en mi mente. Pero la perspectiva de una cena me debilitó y acepté. Caminamos hasta un restaurante que quedaba en la planta baja del Empire State. Nunca había comido en un lugar lindo en Nueva York. Pero aunque estaba muerta de hambre, apenas lo disfruté. Me sentía incómoda y no tenía idea de cómo manejar la situación. El parecía estar gastando mucho dinero en mí y me preocupaba qué podía pedir a cambio. Después de la cena caminamos hacia el downtown. Me sugirió subir a su departamento para tomar un trago. Este era el momento sobre el que mi madre me había prevenido, pensé. Miraba desesperadamente a mi alrededor cuando vi que se acercaba un hombre joven. Fue como si se hubiera abierto un pequeño portal del futuro, y de él salía el chico de Brooklyn que había elegido el collar persa, como una respuesta a una plegaria adolescente. Inmediatamente reconocí su caminar algo chueco y sus rulos. Estaba vestido con sus pantalones y un chaleco de pelo de oveja. Alrededor de su cuello colgaban cantidad de collares de mostacillas, un joven pastor hippie. Corrí hacia él y lo agarré del brazo. “Hola, ¿te acordás de mí?” “Claro”, sonrió. “Necesito ayuda”, exclamé. “¿Podrías fingir que sos mi novio?” “Seguro”, dijo, como si mi súbita aparición no lo sorprendiera. Lo arrastré hasta el escritor de ciencia ficción. “Este es mi novio”, dije, sin aliento. “Me estaba buscando. Está muy enojado. Quiere que vaya a casa con él ahora.” El tipo nos miró a los dos confuso. “Corramos”, grité, y el chico me tomó de la mano y huimos a través del parque, hacia el otro lado. Sin aliento, colapsamos en la entrada de algún edificio. “Gracias, me salvaste la vida”, le dije. Aceptó estas noticias con una expresión divertida. “Nunca te dije mi nombre; me llamo Patti.” “Yo me llamo Bob.” “Bob”, dije, mirándolo de verdad por primera vez. “De alguna manera no parecés un Bob. ¿Está bien si te llamo Robert?” El sol había caído sobre Avenue B. Me tomó de la mano y caminamos por el East Village. Yo hablé la mayor parte del tiempo. El sonreía y escuchaba. Le conté historias de infancia, las primeras de muchas. Me sorprendía lo cómoda y abierta que me sentía con él. Después me contó que estaba viajando en ácido. Yo solamente había leído sobre el LSD y no tenía idea de la cultura de la droga que estaba floreciendo en el verano del ’67. Pero Robert no parecía alterado ni raro, al menos no de las maneras que yo había imaginado. Irradiaba un encanto que era dulce y travieso, tímido y protector. Caminamos hasta las dos de la mañana y finalmente, casi en simultáneo, nos revelamos que ninguno de los dos tenía un lugar donde dormir. Nos reímos. Pero era tarde y estábamos cansados. “Creo que sé de un lugar donde podemos quedarnos”, me dijo. Su último compañero de habitación no estaba en la ciudad. “Sé donde esconde la llave. No creo que se moleste.” Nos tomamos el subte hasta Brooklyn, encontramos la llave y entramos al departamento. Los dos sentimos timidez cuando entramos, no tanto por estar juntos y solos sino porque era casa ajena. Robert se preocupó por hacerme sentir cómoda y después, a pesar de la hora, me preguntó si quería ver su trabajo, que estaba almacenado en una habitación de atrás. Robert lo extendió sobre el suelo para que lo viera. Había dibujos, bosquejos y pinturas. Pinturas y dibujos que parecían salir del subconsciente. Yo nunca había visto algo así. Miramos libros sobre dadaísmo y surrealismo, y terminamos la noche inmersos en Miguel Angel. Cuando amaneció, nos dormimos abrazados. Cuando despertamos, él me saludó con su sonrisa torcida, y yo supe que era mi caballero. Como si fuera lo más natural del mundo, nos quedamos juntos, y nos separábamos sólo para ir a trabajar. No siquiera lo hablamos: el entendimiento era mutuo.

No hay comentarios: