Acaba de salir Just Kids, el extraordinario libro de memorias en el que Patti Smith recuerda los comienzos de los ’70 en Nueva York junto a Robert Mapplethorpe, cuando una generación inesperada refundó la ciudad y su arte.
Por Mariana Enriquez
Retrato de los artistas cachorros
¿Cómo se forjó esa década áspera, rabiosa, desilusionada pero con esperanza, crecida a la sombra de Dylan, Warhol, Los Beatles y Vietnam, esa década que tomó a Nueva York como el centro del mundo y habitó sus barrios marginales, sus departamentos derruidos, para crear una movida llena de poesía francesa, de espíritu beat y de actitud punk, esos años ’70 iluminados e insomnes que no bailaron música disco? Patti Smith, madrina y fundadora de aquella época, los revisita en Just Kids, un libro de memorias, recién editado en inglés, a la manera del Crónicas de Dylan, en el que recuerda esos primeros pasos junto a su hermano del alma, el fotógrafo Robert Mapplethorpe, en una década y una ciudad que no los esperaba y que terminarían refundando.
Patti Smith tenía 20 años cuando llegó a Nueva York desde Nueva Jersey, y dejaba atrás un ingrato empleo en una fábrica, una familia que la quería, pero probablemente no la comprendía, y su primer hijo, que nació cuando ella tenía 19 años y fue dado en adopción. Estaba llena de influencias, de devociones: Jean Genet, Rimbaud, Dylan, Lotte Lenya. Quería ser artista, no sabía si pintora o poeta o qué, pero eso que la urgía y atragantaba sólo podía ser conseguido en Nueva York, que entonces vivía el fin de una de sus etapas de bohemia más mitológicas: Dylan en Greenwich Village, Warhol y sus estrellas, la Velvet Underground. Ella llegaba para inaugurar otra etapa de la ciudad; una ciudad que ya no existe, con sus artistas hambrientos en departamentos que nadie quería alquilar, el optimismo entre la pobreza y el peligro, una elegante crudeza que podía encarnar tanto en los Ramones como en Tom Verlaine. O en Robert Mapplethorpe, que es el otro absoluto protagonista de Just Kids, el volumen de memorias de Patti Smith que acaba de publicarse en inglés, y que comienza y termina con el llamado telefónico que le anuncia a la autora la muerte de su mejor amigo, de su alma gemela, en 1989. Pero la narración no llega tan lejos. Apenas se pone en puntas de pie para mirar el éxito futuro, presagiado por la pequeña y enorme colaboración entre Mapplethorpe y Smith que les daría un nombre a los dos: la tapa de Horses, el disco debut de Smith y uno de los retratos más famosos de Mapplethorpe, donde ella posa con el saco al hombro, en una actitud desafiante y tan joven, hermosa en su delgada androginia.
El año nuevo de 1970
Nuestra década
Nevó la noche de Navidad. Caminamos hasta Times Square para ver a la marquesina blanca proclamar “War is Over! If you Want it (La guerra terminó, si vos querés). Feliz Navidad de John y Yoko”. Estaba sobre el quiosco donde Robert compraba la mayoría de sus revistas para hombres, entre Child’s y Benedict’s, dos restaurantes abiertos las 24 horas.
Mirando hacia arriba, nos impactó la ingenua humanidad de este tableau en Nueva York. Robert me tomó de la mano y mientras la nieve espiralaba a nuestro alrededor, miré su rostro. Había entrecerrado los ojos y decía que sí con la cabeza, impresionado por ver cómo dos artistas tomaban la calle 42. Para mí era el mensaje. Para Robert, el medio.
Con la inspiración renovada, caminamos hacia la calle 23 para estar en nuestro espacio. Nos paramos junto a la ventana y miramos hacia afuera, y vimos caer la nieve más allá del cartel fluorescente de Oasis, con su escuálida palmera. “Mirá —me dijo—, está nevando en el desierto.” Pensé en una escena de esa película de Howard Hawks, Scarface, donde Paul Muni y su chica están mirando por la ventana a una marquesina de neón que dice: “El mundo les pertenece”. Robert me apretó la mano.
Los ’60 terminaban. Robert y yo celebrábamos nuestros cumpleaños. Robert cumplía 23, y después yo. El número primo perfecto. Robert me hizo una corbata con la imagen de la Virgen María. Yo le regalé siete calaveras de plata pegadas a una tira de cuero.
El llevaba puestas las calaveras. Yo llevaba puesta la corbata. Nos sentíamos listos para los años ’70.
“Es nuestra década”,
me dijo.
Infancia, adolescencia y Dios
Una plegaria diferente
Algunos críticos compararon Just Kids con Crónicas de Dylan, y es cierto que se parecen. Sólo que Patti Smith es una alumna de Dylan. O se siente una, que es lo mismo. Entonces hay algo de fan y de suburbio en su libro, un ansia de hablar de su generación para que esa juventud que de verdad hizo la escena neoyorquina de los ’70 no se quede sin voz, una preocupación por mostrar de qué se alimenta un artista antes que un desvelo sobre cómo escaparle a la fama.
El hotel Chelsea y la mesa de Warhol
Yo no tenía idea de lo que sería la vida en el hotel Chelsea hasta que me mudé ahí, pero enseguida me di cuenta del enorme golpe de suerte que había sido encontrar esa habitación. Con lo que pagábamos nos podríamos haber alquilado un departamento grande cerca de las vías en el East Village, pero hundirse en este hotel excéntrico y maldito daba una sensación de seguridad además de una educación estelar. Una semana o dos después de mudarme allí, pasé a El Quixote. Era un bar-restaurante que quedaba junto al hotel, conectado al lobby por una puerta, lo que lo hacía sentir como nuestro bar, cosa que había sido durante décadas. Dylan Thomas, Terry Southern, Eugene O’Neill y Thomas Wolfe habían estado entre los que levantaron demasiadas copas allí.
Llevaba un largo vestido de rayón estilo marinero con lunares blancos y un sombrero de paja, mi estilo Al este del Paraíso. En la mesa a mi derecha, Janis Joplin atendía a la corte con su banda. Más allá estaban Grace Slick y Jefferson Airplane junto con miembros de Country Joe and The Fish. En la última mesa, de cara a la puerta, estaba Jimi Hendrix, con la cabeza agachada, comiendo con el sombrero puesto, frente a una rubia. Había músicos por todas partes, sentados ante mesas con langostinos en salsa verde, paellas, sangrías y botellas de tequila. Me quedé ahí parada, alucinada, pero no me sentía una intrusa. El Chelsea era mi hogar y El Quixote, mi bar. No había guardias de seguridad, no había sensación de privilegio. Estaban ahí porque tocarían en Woodstock. Grace Slick se puso de pie y pasó a mi lado. Estaba usando un vestido largo, que llegaba al piso, y tenía ojos violeta oscuro como Liz Taylor.
“Hola”, le dije, notando que yo era más alta.
“Hola”, contestó ella.
Cuando subí a mi habitación, sentí una inexplicable sensación de hermandad con esta gente, aunque nunca podría haber predicho que iba a seguir su mismo camino. En ese momento yo todavía era una vendedora de libros de 22 años, medio gangster, que luchaba con algunos poemas incompletos. El Chelsea era como una casa de muñecas en La dimensión desconocida, con cien habitaciones, cada una un pequeño universo. Yo caminaba por los pasillos buscando sus espíritus, muertos o vivos. Mis aventuras eran algo traviesas: empujaba apenas una puerta entreabierta para tener una breve visión del piano de Virgil Thomson, o me quedaba frente a la placa de Arthur C. Clarke, esperando que él emergiera repentinamente. Ocasionalmente me chocaba con Gert Schiff, el académico alemán, armado con volúmenes sobre Picasso, o con Viva en Eau Sauvage. Todos tenían algo que ofrecer y nadie parecía tener mucho dinero. Hasta los exitosos parecían tener el dinero justo para vivir como linyeras extravagantes.
Yo amaba el lugar, su ajada elegancia, y su historia, que guardaba con tanto celo. Había rumores sobre un par de pantalones de Oscar Wilde languideciendo en los sótanos inundados. Aquí había pasado sus últimas horas Dylan Thomas, sumergido en la poesía y el alcohol. Thomas Wolfe se movía entre cientos de páginas de un manuscrito que formaba You Can’t Go Home Again. Bob Dylan había escrito “Sad Eyed Lady of the Lowlands” en nuestro piso y una anfetamínica Edie Sedgwick, se decía, había incendiado su habitación cuando intentaba pegarse sus gruesas pestañas postizas a la luz de las velas.
Tantos habían escrito, conversado y convulsionado en estas habitaciones de casa de muñecas victoriana. Tantas polleras se habían arrastrado por las escaleras de mármol. Tantas almas trascendentes se habían casado, hecho su marca y sucumbido aquí. Yo olía sus espíritus mientras me escurría silenciosamente de piso en piso.
El gran deseo de Robert era penetrar en el mundo que rodeaba a Andy Warhol, aunque no quería ser parte de su elenco estable, ni una estrella en sus películas. Robert solía decir que conocía el juego de Andy y sentía que, si pudiera hablar con él, Andy lo reconocería como un par.
Aunque creía que tenía méritos para una audiencia con Andy, sentía que cualquier tipo de diálogo significativo con él era difícil, porque Andy era como una anguila, perfectamente capaz de resbalarse y escapar de cualquier confrontación importante. Esta misión nos llevó al Triángulo de las Bermudas de la ciudad: Brownie’s, Max’s Kansas City y la Factory, cada uno ubicado a pasos de los otros. La Factory se había mudado de su ubicación original en la calle 47 a 33 Union Square. Brownie’s era un restaurante de comida saludable que quedaba a la vuelta, donde la gente de Warhol almorzaba, y Max era donde pasaban las noches.
Las políticas de Max eran muy similares a la escuela secundaria, excepto que los populares no eran las cheerleaders, ni los jugadores de football, ni la reina de la graduación, sino en la mayoría de los casos un chico vestido de chica que sabía más como ser chica que la mayoría de las chicas.
Max’s Kansas City quedaba en la calle 18 y Park Avenue South. Supuestamente era un restaurante, aunque pocos de nosotros teníamos el dinero para comer ahí. El dueño, Mickey Ruskin, era notoriamente amistoso con los artistas, incluso ofreciendo un buffet a la hora de los cócteles por el precio de una bebida. Se decía que este buffet mantenía con vida a muchos artistas en la lucha y a muchas travestis. Yo no lo frecuentaba porque estaba trabajando y Robert, que no bebía, era demasiado orgulloso para ir. Había un gran cartel que anunciaba que se estaba a punto de entrar a Max’s Kansas City. Era un lugar casual y austero, adornado con piezas de arte abstracto que le habían dado a Mickey artistas con cuentas de bar sobrenaturales. El gran salón ofrecía bifes y langosta. El cuarto de atrás, bañado en luz roja, era el objetivo de Robert, y el blanco definitivo era la legendaria mesa redonda que todavía guardaba el aura color rosa del ausente rey plateado.
En nuestra primera visita sólo llegamos a la primera sección. Nos sentamos en una cabina, compartimos una ensalada y comimos un snack. Robert pidió Coca. Yo tomé un café. El lugar estaba bastante muerto.
Hasta hacía poco se habían sentado a la mesa redonda miembros de la realeza como Bob Dylan, Bob Neuwirth, Nico, Tim Buckley, Janis Joplin, Viva y la Velvet Underground. Era tan oscuramente glamoroso como uno podría desear. Pero corriendo por su arteria primaria, lo que en última instancia aceleraba su mundo y después los derrumbó era la anfetamina. La anfetamina les amplificaba la paranoia, a algunos les robaba sus poderes innatos, les chupaba la confianza, les destrozaba la belleza.
Andy Warhol ya no estaba allí, y tampoco su corte. Andy no salía mucho desde que Valerie Solanas le había disparado, pero también podía ser que, como sucedía con frecuencia, se hubiera aburrido. A pesar de su ausencia, en el otoño de 1969 todavía era el lugar para ir. El cuarto de atrás era el templo para aquellos que quisieran las llaves del segundo reino plateado de Andy, muchas veces descripto como un lugar de comercio más que de arte. No pasó nada en nuestro debut en Max’s y nos fuimos en taxi a casa. Sin embargo, Robert y yo seguimos yendo y eventualmente nos graduamos al cuarto de atrás y nos sentamos en un rincón bajo la escultura fluorescente de Dan Flavin, bañados en luz roja. La portera, Dorothy Dean, se había prendado de Robert y nos dejó entrar. Yo sabía que Max’s era importante para Robert. Me ayudaba tanto con mi propio trabajo que no podía negarme a participar de su ritual nocturno.
Mickey Ruskin nos permitía sentarnos durante horas tomando café y Coca, y rara vez pidiendo otra cosa. Algunas noches estaban totalmente muertas. Caminábamos a casa exhaustos y Robert decía que no íbamos a volver nunca más. Otras noches eran desesperadamente animadas, un cabaret oscuro insuflado de la energía maníaca de Berlín años ’30. Peleas a los gritos hacían erupción entre actrices frustradas y drag queens indignadas. Todos parecían estar haciendo una audición para un fantasma, y el fantasma era Andy Warhol. Yo me preguntaba si a él le importaban, aunque fuera un poco.
Una de esas noches, Danny Fields, el manager de los Ramones, llegó y nos invitó a sentarnos a la mesa redonda. Este simple gesto nos dio una residencia a prueba, lo que era un paso muy importante para Robert. Fue elegante en su respuesta. Inclinó la cabeza y me guió hasta la mesa. No reveló lo mucho que le importaba.
Robert estaba cómodo porque, finalmente, estaba donde quería estar. No puedo decir que yo me sintiera cómoda en absoluto. Las chicas eran lindas pero brutales, quizá porque parecía haber un porcentaje muy bajo de machos interesados. Podía notar que a mí sólo me soportaban, y se sentían atraídas por Robert. El era el blanco de ellas, tanto como el círculo interno era el blanco de él. Me parecía que todos estaban tras él, hombres y mujeres, pero en ese momento Robert estaba motivado por la ambición, no por el sexo.
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