jueves, 25 de febrero de 2010

Manucho Mujica Láinez

Manuel Mujica Lainez

Este año se cumple el centenario de su nacimiento. Es uno de los grandes escritores argentinos del siglo XX, creador de la llamada "saga porteña", notable fresco de una época y de una clase. Además, fue un personaje novelesco, que fascinaba a quienes lo conocían con anécdotas, humor, irreverencia y una pose de esteta decadente

Manuel Mujica Lainez

Por Jorge Cruz
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010

Ahora que Manuel Mujica Lainez espera al lector en cualquier anaquel, sin otro objetivo que el gusto y el placer, como esperan siempre un Henry James, Stendhal o Galdós; ahora que, sin haber padecido el cono de sombra de las posteridades esquivas, los años lo han liberado de anécdotas que fraguaron una versión frívola de su persona, es oportuno señalar, para quienes no vivieron su época, el relieve que alcanzó su figura sobre todo en los movidos años 60, de variada actividad en todos los órdenes de la cultura y el arte. Mujica Lainez había institucionalizado desde tiempo atrás sus cumpleaños, los 11 de septiembre, en su casa de la calle O´Higgins, entre Juramento y Mendoza, donde circulaban a lo largo de la tarde y la noche amigos, conocidos y medio conocidos, gente del mundo social, artistas en general, gente encumbrada y gente común, halagada por la generosidad del agasajado y a la vez gran agasajador. Ya era un personaje.

Pero a partir de la publicación de la novela Bomarzo y, más aún, a raíz de la prohibición, por el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, de la ópera homónima, cuya autoría compartió con Alberto Ginastera, el escritor multiplicó la venta de sus libros y se convirtió en figura mediática y hasta popular, reconocible a donde fuera y requerida por los semanarios y por los programas de radio y televisión. Fue ingenioso comensal de más de un almuerzo con Mirtha Legrand y entrevistado forzoso en suplementos y revistas. No era habitual entonces, en un escritor, ese frecuente primer plano.

Mujica Lainez lo alcanzaba pasados ya los cincuenta años, pues había nacido en el año del Centenario de Mayo de 1810, en tiempo de solemnes y frecuentes celebraciones. La Argentina era una fiesta, había conseguido situarse entre las primeras naciones del mundo y, para muchos, estaba destinada a proseguir, de modo incesante, el ascendente camino emprendido en las últimas décadas. Los poetas, sobre todo, competían en exaltarla: así dos grandes como Rubén Darío y Leopoldo Lugones, los de mayor prestigio entonces, le dedicaron cantos de gloria en el número con que LA NACION conmemoró el feliz jubileo. Puede suponerse que el futuro escritor, antes de asomarse al mundo y durante sus primeros meses, debió de haber absorbido ese efluvio de fervor patriótico que flotaba en el aire, amalgama de gozo, orgullo y esperanza.

Creció en una familia de vocaciones literarias. Por su madre, Lucía Lainez Varela, también escritora, estaba emparentado con los neoclásicos Juan Cruz y Florencio Varela, próceres de nuestra literatura; con los Varela periodistas de La Tribuna , hombres del 80; con el romántico Miguel Cané, a quien le dedicó un libro; con el hijo de éste, el autor de Juvenilia , y con Manuel Lainez, fundador y director de El Diario . Es natural que en los hábitos y en las conversaciones familiares gravitaran de modo profundo estas herencias y remembranzas, sobre todo en el infante Manuchito (así lo apodaban), imaginativo y predestinado a escribir.

Lo mimaba un grupo femenino formado por su abuela materna, Justa Varela Cané, y sus hijas Justa (madrina del chico), Josefina, Ana María y Marta. Estas tres últimas vivieron largamente, siempre pendientes del sobrino preferido, quien, cuando se mudó a El Paraíso, en las sierras cordobesas, las llevó consigo. Junto a las hermanas Lainez, su memoria y su espíritu se impregnaron, desde temprano, de cultura francesa, según era habitual en los hogares cultos latinoamericanos. Los clásicos de Francia reinaban por sobre los clásicos del propio idioma, el francés era índice no sólo de cultura sino también de buenas maneras y refinamiento. Así ocurría hasta en la Rusia de los zares.

En la década de 1920, dificultades económicas decidieron al paterfamilias a establecerse en París. ¿Era un lujo? No. Gracias al fuerte valor del peso argentino, una familia podía mantener su buen nivel de vida, gastando menos en ese destino por tantos codiciado. La permanencia en Europa les permitió a la señora recoger material para un libro que publicó en 1928 con el título de Recordando , y a los chicos, Manuel y su hermano Roberto, afianzar el francés y luego, en Londres, el inglés. Asimismo, en esa estancia europea, se afirmó en Manuel el apego a los libros y a los objetos bellos que lo acompañaron siempre. Particular importancia tuvieron para él los meses pasados en la école Descartes, de París, donde las enseñanzas del profesor Charles-Marie Bernard le resultaron de gran provecho cuando llegó el momento de optar por el periodismo.

Ese momento llegó cuando, luego de concluir los estudios secundarios en San Isidro e iniciar y abandonar los de Derecho en la facultad correspondiente, reemplazó un puesto para él insufrible en el entonces Ministerio de Agricultura y Ganadería, por el de "redactor de crónicas" en LA NACION, donde ya habían aparecido algunas colaboraciones suyas. Nada podía resultarle más grato, como ámbito y como oportunidad, al bisoño escritor. Su alborozo se demostró en seguida en la redacción del Cancionero de LA NACION , donde anotaba versos circunstanciales dedicados a sus compañeros de entonces: los escritores Alberto Gerchunoff, Álvaro Melián Lafinur, Eduardo Mallea, Leonidas de Vedia, Margarita Abella Caprile, el dibujante Alejandro Sirio, el músico Roberto García Morillo. Las charlas se animaban, en la vieja Redacción de la calle San Martín, con la presencia de Leopoldo Lugones, Juan Pablo Echagüe, Enrique García Velloso, Enrique Loncán, Alfonso de Laferrere, Arturo Cancela, Enrique Méndez Calzada y tantos otros.

Los primeros libros

Mujica Lainez publicó casi treinta libros, y a un cuarto de siglo de su muerte, acaecida en 1984, algunos de los más logrados siguen reeditándose y, lo que importa, leyéndose. Impresiona la congruencia de una obra que fue edificándose con sabia cautela, paso a paso, afirmándose en sucesivos grados de madurez. En los comienzos, el joven escritor se probaba a sí mismo escribiendo cuentos y poemas en el estilo del posmodernismo en retirada. Los poemas exhibían destrezas pictóricas y los cuentos revelaban la capacidad de seducción de un narrador nato, dotado de exuberante inventiva. Ninguna de esas páginas pasó de las publicaciones periódicas en que aparecieron. El autor no las consideraba dignas del libro. Sólo mucho después, en años de fama, consintió en que algunas de ellas fueran rescatadas del olvido. Y fueron bienvenidas, porque cuando un creador ha dado rebosantes pruebas de talento, aun lo menor cobra nuevo sentido al acomodarse en la perspectiva de la totalidad.

Si no editó sus primicias de poeta y de narrador, en cambio, consideró que merecían ese honor los ensayos reunidos en Glosas castellanas (1936), su primer libro. Son trabajos publicados en LA NACION, frutos de lecturas de clásicos de la lengua, indicios de admiración y reconocimiento a una herencia secular que los hispanoamericanos compartimos con los peninsulares. Dos años después apareció su primera novela, Don Galaz de Buenos Aires , semblanza de un personaje iluso y fracasado en la precaria villa del siglo XVII. La prosa muestra el nostálgico gusto por las sensaciones modernistas, ya probadas por autores como Enrique Larreta, el Valle Inclán de las Sonatas , Gabriel Miró. Es el primer eslabón de una serie de obras propiamente argentinas o, con mayor precisión, porteñas, que se prolonga hasta fines de la década de 1950. Por ese cauce nacional van las biografías de Miguel Cané (padre), en 1942; Hilario Ascasubi, el de Santos Vega (1943); y Estanislao del Campo, el autor del Fausto criollo (1948). Tres libros rigurosos y encantadores, en los cuales el autor ensaya sus recursos narrativos. De la misma época son Canto a Buenos Aires (1943), su único libro en verso; y Estampas de Buenos Aires (1946), comentarios a las imágenes de barrios porteños trazadas por la dibujante Marie Elisabeth Wrede.

La onda porteña

La línea literaria del escritor asciende de modo notable con los dos libros siguientes: Aquí vivieron (1949) y Misteriosa Buenos Aires (1950), sucesión de relatos que transcurren, el primero, en San Isidro, pago entrañable para Mujica Lainez, y el segundo, en Buenos Aires, desarrollados desde el asentamiento de Pedro de Mendoza hasta casi los años contemporáneos del escritor. Son obras de un excepcional cuentista, con piezas en su mayoría antológicas, por su interés narrativo y su prosa impecable, en las que revela, por vez primera, su gusto por volar imaginativamente a través del tiempo. Misteriosa Buenos Aires , en particular, se ha convertido en una referencia asidua entre los ecos literarios suscitados por la capital porteña.

A continuación, cuatro obras narrativas que profundizan en la alta clase porteña -ya indagada, en parte, en los relatos anteriores- nos dan la medida de la identificación del escritor con un sector social que fue el propio y que él mostró con luces y sombras, con actitud veraz impregnada de nostalgia e ironía. Los Ídolos (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955) e Invitados en El Paraíso (1957), calificados habitualmente como "saga porteña" por la relación establecida entre personajes del mismo círculo familiar, constituyen el punto más alto de la obra de Mujica Lainez, no sólo por su magistral construcción literaria, sino también por lo que contienen de testimonio profundamente sentido. Son narraciones luminosas, pobladas de personajes contemplados con humor, con mirada no torva ni demoledora sino piadosa y hasta jovial.

Entre la última novela de la saga y la obra siguiente mediaron cinco años, inusitado paréntesis en un autor para quien escribir era una necesidad, un modo de ser. Después de Invitados en El Paraíso , como le ocurría siempre al poner punto final y fecha a un libro, se sentía vacío por la falta de un tema que lo instigase a volver a empuñar la leal estilográfica. Consideraba cerrado el ciclo porteño y su imaginación necesitaba nuevas incitaciones. Sin embargo, actividades de otro tipo lo distrajeron de la desazón que le provocaba el período de pausa y busca. Eran los años del primer posperonismo. Le había tocado dirigir las relaciones culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores, después de lo cual se dio a los placeres de viajar. También lo distrajeron las satisfacciones de los premios que por entonces distinguieron su obra.

La onda histórica

En uno de esos viajes por Europa, conoció Bomarzo, no lejos de Roma, donde, en el parque del castillo, un noble italiano había hecho esculpir unos sorprendentes monstruos de piedra. Nada mejor que este hallazgo para encender la inventiva del escritor y franquearle la entrada al mundo deslumbrante del Renacimiento; nada mejor para espolear su portentosa imaginación y su pasión de erudito. La novela se apoyó en una copiosa y precisa documentación, rebuscada con deleite y asentada en cuadernos que han quedado como testimonios de una empresa asombrosa. En Los Ídolos había llamado "flaubertismo" a este afán de documentarse. En tal sentido, Bomarzo (1962) resultó una de las hazañas de nuestra literatura.

Ganado por la fascinación de la Historia y dispuesto a trasladarse hacia otros tiempos, Mujica Lainez rumbeó hacia otra etapa de la historia de Occidente: la Edad Media, con la misma pasión por documentarse y, en este caso, por captar el misterio de una época poco afín a la mentalidad contemporánea. La nueva novela apareció en 1965 con el título de El unicornio . La pueblan personajes de carne y hueso y personajes feéricos que se entremezclan en el siglo XII, en tiempos de las Cruzadas. Recluida en el campanario de la iglesia de Lusignan, donde pasa su infinito tiempo leyendo libros de historia, el hada Melusina, la protagonista, "graduada en fantasía", como dice el autor, redacta sus complicadas memorias. Inmortal como el duque de Bomarzo, escribe desde la perspectiva de siglos, con la angustia de haber fracasado, también como el duque, en el logro del amor.

Dos obras publicadas seguidamente son réplicas y reacciones respecto del empeño documental manifiesto en Bomarzo y El unicornio . Se trata de Crónicas reales (1967) y De milagros y de melancolías (1968). En ellas resuelve inventar la historia, sin apelar a bibliotecas ni archivos: en el primer caso -una serie de relatos-, las vicisitudes de unos reyes que gobiernan un nebuloso país próximo al mar Negro; y, en el segundo -una novela-, nada menos que la historia de América. Al entusiasta lector de libros sobre épocas pasadas lo intrigaban las relaciones entre la historia y la verdad. No era nueva en él la reacción contra la idealización y la deshumanización de los sucesos históricos. Veía con irónico escepticismo a los próceres solidificados en poses estatuarias propias de la Historia como Panteón.

En referencia a De milagros y de melancolías , dijo que era una "tentativa de probar que la historia es una invención del historiador". Al final del texto figura una bibliografía apócrifa, presuntamente utilizada para sustentar la narración, pero, en verdad, con la intención de burlarse de su propia manía "flaubertiana". En cuanto a ambos libros, Mujica Lainez afirmó que juntos formaban una especie de antihistoria del mundo occidental, compuesta por un escritor que se vengó así, alegremente, de las torturas que le había impuesto la celosa Historia, cuando escribía novelas como Bomarzo y El unicornio .

Entre la novela que reinventa la historia americana y el próximo libro pasaron cuatro años. Otro paréntesis llamativo. Corresponde al período de la instalación en Cruz Chica, donde había comprado una mansión ya bautizada como El Paraíso, al igual que la casa de la última novela del ciclo porteño, Invitados en El Paraíso . El traslado fue una aventura fatigosa caracterizada, en lo literario, por cierta sequedad creadora y algunos proyectos desechados. El auxilio provino de la propia angustia del autor sin tema. En un relato indirectamente autobiográfico titulado Cecil (1972), es el perro, obsequio del fotógrafo Cecil Beaton, quien relata las vicisitudes de su pobre amo, perturbado por los dolores de cabeza que le provocaba el ordenamiento de libros y objetos queridos en la nueva morada. Es un relato conmovedor por su sinceridad.

Luego de este remezón doméstico, Mujica Lainez retomó su disciplina y su ritmo de trabajo. Hasta el año de su muerte, los nuevos libros se sucedieron acompasadamente y bebiendo en fuentes ya probadas. El laberinto (1974) recrea la España barroca y la América de los conquistadores, y utiliza, como en aquéllas, documentación histórica. El viaje de los siete demonios (1974) es otro desafío a la Historia, en el cual a cada pecado corresponde un demonio y una distinta ubicación en el tiempo y en el espacio. Las tres novelas siguientes - Sergio (1976), Los cisnes (1977) y, sobre todo, El Gran Teatro (1979)- retoman aproximadamente la línea del ciclo porteño.

En el último tramo de su obra, ya en la década del 80, da a conocer dos libros de ficción: El escarabajo (1982) y Un novelista en el Museo del Prado (1984). El escarabajo se sitúa en la línea de las obras históricas, pero con más elementos paródicos y satíricos. El punto de vista narrativo es similar al de La casa y Cecil , es decir, un ser no humano, aunque humanizado; en este caso, un escarabajo de lapislázuli, un talismán egipcio forjado para la reina Nefertari, que va pasando de mano en mano a través de los siglos y los espacios geográficos.

En Un novelista en el Museo del Prado , el itinerario se verifica, en cambio,por medio de figuras del mundo del arte, que escapan de sus marcos y cobran vida de noche, cuando el silencio y la penumbra invaden los salones del Museo. Entre la publicación de estos libros, el autor reúne narraciones y crónicas aparecidas, en su mayoría, en LA NACION. Se editan con el título de El brazalete y otros cuentos (1978), Los porteños (1980) y Placeres y fatigas de los viajes (1983-1984). Este esquema de la obra mayor de Mujica Lainez deja al margen pero no olvida los poemas dispersos, las páginas sobre pintores argentinos, los trabajos en colaboración con el fotógrafo Aldo Sessa, las traducciones de Shakespeare, Molière y Racine, las conferencias y las lecturas radiales, los libretos de la cantata Bomarzo y de la ópera; los escolios a la colección Clásicos Castellanos de Estrada y los dibujados y coloreados laberintos en los que se enredan breves y poéticos textos, aparte de intentos inéditos o inconclusos que se guardan en El Paraíso.

El personaje

Este autor de tan excepcional categoría vivía, como tal, sometido a una disciplina severa, cuyos resultados potenciaba la natural facilidad de pluma, la de su siempre pronta estilográfica. A esa ventaja, que lucía, sobre todo, en la actividad periodística, se sumaban la rápida inteligencia y la curiosidad insaciable. Y otra virtud, la de no dejar nada escribible para después. Por la mañana redactaba a mano las páginas de sus libros; luego las pasaba a la atareada Underwood que hoy se exhibe en la casa museo de Cruz Chica, entre cientos de objetos y miles de libros. El resto del tiempo lo dedicaba a LA NACION -donde durante muchos años tuvo a su cargo la crítica de arte- y a la vida social. Comidas en casa de gente amiga (era un comensal codiciado), cócteles y jornadas de teatro, ópera, conciertos y cine lo mantenían al tanto de la actualidad artística. Sus intereses, en esta esfera, eran múltiples. Cabía preguntarse cómo persona de tanta actividad laboral y social podía, a la vez, escribir libros tan elaborados y de extensión considerable.

Cuidadoso del atuendo desde siempre, en los años de fama y éxitos (a partir de la década del 60) le añadió notas ligeramente extravagantes de hombre de mundo con hábitos de dandi: el monóculo, los chalecos llamativos, las corbatas tipo plastrón y el bastón ornamental que ocultaba un estoque. Cuando se mudó a El Paraíso, la indumentaria se tornó más sobria, más campesina, con sombrero flexible o boina; campera o abrigo de gruesa lana resistente a los fríos serranos y el bastón ahora más servicial.

En la conversación no desaprovechaba oportunidad de dar rienda suelta a sus ocurrencias del momento. Alguien que lo conocía bien y le tenía afecto decía que, en esas ocasiones, Manucho (así lo llamaban todos) no reparaba en los riesgos que sus ironías podían causar a la amistad. Muestras de la gracia o del ingenio burlesco constan en sus improvisaciones en verso. En las sesiones de la Academia Argentina de Letras, de la cual fue miembro desde 1955, solía empuñar la estilográfica para dibujar mientras atendía a las deliberaciones.

Se debatía una vez sobre si el diminutivo de la palabra mano era manito o manita. Por entonces el escritor debía asistir, en Quito, junto con Ángel J. Battistessa, a un coloquio académico. De inmediato Mujica le hizo llegar a su colega estos cuatro versos: "Ya que nos vamos a Quito/ donde el corazón palpita,/ tomémonos la manito/ Battistessa, o la manita". En otra ocasión, ante la duda de si a la dama que integra un gabinete debía decírsele ministro o ministra, compuso los siguientes: "Según se sacuda el sistro/ que nuestro cuerpo registra,/ se puede decir ministro/ o ministra".

En el mencionado Cancionero de LA NACION abundan las referencias a colegas del diario suscitadas por algún rasgo personal, o porque alguien emprendía un viaje o regresaba, porque había publicado un libro o recibido un premio, acontecimientos celebrados en almuerzos o comidas, con infaltables discursos o, como en el caso de Manucho, versos alusivos. También figuran los dedicados a amigos, como los dirigidos a Alejandra Pizarnik, con motivo precisamente de una cena que se le ofreció en noviembre de 1966. "Como el buzo en su escafandra/ y el maniático en su tic,/ me refugio en ti, Alejandra/ Pizarnik./ ¡Oh, tú, ligera balandra,/ oh, literario pic-nic,/ con tu aire de salamandra/ modelada por Lalique!/ ¡Oh Alejandra,/ oh mi Casandra/ chic!"

Como Borges, era un antiperonista constitucional. Como su gran colega, estimaba que los secuaces del inquietante movimiento eran incorregibles. El hecho, tan comprobado a lo largo de sus interminables avatares, lo movió a concentrarse en su trabajo de escritor, protegido por su propensión a mirar desde lo alto las miserias humanas. Cuando una joven periodista le preguntó qué opinaba del "retorno" (el de Perón, claro), se sacó el lazo del cuello respondiendo que, según él, era un galicismo, juicio enigmático que dejó a la periodista sin elementos para seguir indagando.

El escritor

No fue Mujica Lainez un innovador ni perdía el sueño por el afán de situarse en las líneas de vanguardia ni por pertenecer a los círculos "de culto", como suele decirse. Fue más bien un marginal de la literatura. Muy seguro de sí mismo, de lo que quería y de lo que podía, se mantuvo fiel a sus convicciones, aun cuando marchara contra la corriente. Fue un escritor de personalidad perfectamente definida. No escribió novelas históricas cuando ni porque estaban de moda. Sus temas y su estilo de escritura obedecían a inclinaciones muy enraizadas en él y a una preparación que, como se ha visto, fue larga y minuciosa. Sus libros emprendieron una trayectoria propia y sus reediciones y traducciones señalan que si tuvo fieles lectores en vida, los sigue teniendo hoy más allá de las inconstancias del gusto y las modas.

Favoreció este extrañamiento del escritor no sólo su peculiar mundo imaginario, proyectado hacia el pasado, sino también el desajuste cronológico respecto de las generaciones o los grupos literarios de su época. Cuando aparecieron sus primeros libros, hacía tiempo que los martinfierristas se habían dispersado. Las llamadas Novísima Generación del 30 y Generación del 40 fueron sobre todo promociones de poetas. En cuanto al grupo Sur, cuando la revista nació y se expandió, en las décadas de 1930 y 1940, Mujica no había publicado las obras narrativas que ratificaron su talento. Su vida intelectual se centraba en el diario LA NACION, donde trabajaba junto a notables escritores, y, durante algunos años, en el Museo de Arte Decorativo, donde se consagró "a la lenta y fragosa" elaboración del catálogo descriptivo de las colecciones.

Como Borges, tuvo una visión idealizada de la Argentina, una Argentina criolla, sobria y decente. En un poema que aquél le dedicó en La moneda de hierro , le dice con exactitud: "Tu versión de la patria, con sus fastos y brillos,/ entra en mi vaga sombra como si entrara el día". En los pareados finales, sin embargo, registra, con reprimido dolor, la certidumbre de que esa Argentina ya no existe: "Manuel Mujica Lainez, alguna vez tuvimos/ una patria -¿recuerdas?- y los dos la perdimos". Hay en esa visión del país y de la literatura cierto anacronismo a la vez irónico y poético, que esquiva lo contemporáneo y opta por lo secular y lo inmortal. En ese vasto friso, el hombre no deja de mostrarse como el ser menesteroso, pequeño y frágil que es, capaz de resentimiento y de traición, pero también de gestos heroicos y, sobre todo, capaz de percibir y crear belleza.

© LA NACION

Mujeres en la vida de Manucho

En la niñez, la madre, muy culta, y las tías, que vivían en un mundo irreal, cobijaron la sensibilidad y la fantasía extremas de ese chico precoz. Más tarde, su comprensiva esposa le evitó los ajetreos domésticos y familiares

Mujeres en la vida de Manucho
Junto a su esposa, Ana de Alvear, Anita, en la terraza de El Paraíso, donde también vivieron sus tías
Foto: FACUNDO DE ZUBIRÍA

Por Ernesto Schoo
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010

"Fui creciendo entre mujeres", confía Manuel Mujica Lainez a Hugo Beccacece, en nota titulada "Las memorias que nunca escribirá Mujica Lainez", publicada en la revista dominical de LA NACION, el 15 de octubre de 1978. Su padre, Manuel Mujica Farías, tipifica el papel distante que asumían los padres en los primeros años del siglo XX (Manucho nació el 11 de septiembre de 1910): los hijos eran cosa de mujeres. A los cuatro años y medio de edad, Manucho recorría a bordo de un triciclo la azotea de su casa (donde hoy se alza el Automóvil Club Argentino, en la Avenida del Libertador), cuando tropezó con una inmensa olla de agua hirviente que se volcó sobre él: todo su cuerpo se volvió una llaga. Roque, el cocinero, atinó a untarlo con clara batida de pies a cabeza, salvándolo de una muerte horrible. La convalecencia fue larga y su madre, Lucía Lainez Varela (apodada Chía), y sus tres hermanas, las famosas tías Lainez, envolvieron al niño en una red de cuidados, mimos, anécdotas familiares y relatos fantásticos: "Las mujeres de mi familia me estimularon la imaginación e hicieron de mí un escritor", afirma Mujica en esa misma nota.

"Mamá era una mujer muy culta, que sabía muy bien el francés. Además, era muy hermosa." Lo escribe Manucho en el precioso libro que recopila sus Diarios escritos durante el largo trámite de adquisición y puesta a punto de su propiedad en las sierras de Córdoba, "El Paraíso", en Cruz Chica, donde murió, el 21 de abril de 1984. Los Mujica residieron varios años en París, donde la vida era más barata que en Buenos Aires. El escritor y su hermano menor, Roberto (Buby), estudiaban pupilos en la école Descartes, rue de la Tour. Los jueves, su madre los llevaba al teatro, al Louvre, o a recorrer los libreros de viejo a orillas del Sena. El regreso a Buenos Aires fue un golpe duro: "Como volver al Escorial después de haber vivido en Versalles".

Quiere la leyenda que alguna vez Chía Lainez de Mujica y Marcel Proust se encontraran por casualidad tomando el té en el Ritz de París. Enterado de que era argentina, el escritor se le habría acercado pidiéndole una entrevista para saber algo más sobre su lejano país. Se vio rechazado: "No era bien visto que una señora sola fuese abordada por un señor en el salón de té de un hotel, y le permitiese sentarse a su mesa", habría comentado Chía a sus hermanas. ¡Las tías Lainez! ¿Quién, cercano a Manucho, no supo de estas señoras, que suelen aparecer en las ficciones de su sobrino predilecto como hechiceras bondadosas o como parcas agoreras? Pepita (Josefina), Anamama (Ana María) y Nenatony (Marta) eran, como Chía, hijas de un hombre que reclamaba "nada de realidad, no me hablen de la realidad", y de una dama no menos fantástica, Justa Varela, que recibía a su nieto en lo que se dio en llamar "la cama china": "Ella dormía en una enorme cama china que, con los años, descubrí que no era tal sino un quiosco para tomar té. Era de maderas claras y marfil. Ella me recibía allí y al entrar en esa especie de cuarto dentro del cuarto, yo sentía que penetraba en otro mundo, que me internaba en una geografía distinta, en el país de la imaginación".

Con semejante bagaje familiar, el cruento episodio de infancia y la certeza de una sensibilidad fuera de lo común, no sólo cultivó una imaginación desbordante: se fabricó también la coraza que Manucho se sintió obligado a revestir frente a la agresividad del mundo. Sobre todo, el de la alta burguesía porteña que, al menos en esos tiempos, era mayormente intolerante con cualquier infracción, aun la menor, al estricto código impuesto por un patriarcado machista. Nació así el temible esgrimista de la palabra, el arquero sabedor del punto exacto en que la flecha abriría una herida, el humorista de ley que sembraba ocurrencias felices con la misma displicencia aparente con que observaba a sus congéneres. En la estricta intimidad, confesaba ser esencialmente tímido: casi nadie le creía, pero estaba diciendo la verdad. En esos ojos verdigrises, algo exorbitados, muy abiertos siempre, como sorprendiéndose de lo que veía u oía, asomaba, sin embargo, la chispa de bondad tan celosamente ocultada, la preocupación por el bienestar del prójimo. Cuando Sara Gallardo, la eximia novelista, fue a vivir con su hijo Sebastián, entonces niño, en uno de los edificios alzados en la colina de "El Paraíso", Manucho, sabiendo que ella atravesaba una difícil situación económica, pagó de su bolsillo todos los servicios y las expensas de la casa durante el tiempo en que Sara vivió allí.

Otra mujer, la propia, Ana de Alvear Ortiz Basualdo, tuvo un papel fundamental en la vida del escritor. Ella supo rodearlo del sosiego indispensable para la creación literaria, eximiéndolo de los trajines domésticos y familiares: "Yo no podría haber escrito mi obra sin la tranquilidad con que ella supo rodearme. Tener una casa montada, no preocuparse por las cosas domésticas, ayuda mucho. Además, Anita me ha tenido una paciencia inagotable. Es una mujer muy inteligente, muy comprensiva; sobre todo eso, muy comprensiva". Cualidad heredada, al parecer, de su madre, Felisa Ortiz Basualdo de Alvear, a quien Manucho admiraba.

Aunque siempre se era bien recibido en casa de los Mujica, primero en la residencia de la calle O´Higgins, en Belgrano (inolvidables, las multitudinarias recepciones en sus cumpleaños, los 11 de septiembre, cuando la escalera amenazaba desplomarse por el vaivén de los celebrantes) y luego en El Paraíso, acceder a la intimidad del escritor no era fácil. Rara vez se libraba a una confidencia personal: preservaba su fuero íntimo celosamente, aun frente a amigos de probada fidelidad. En esos raros momentos, abandonaba el disfraz y podía entreverse a la persona real. "Mirá en lo que me han convertido los años y la enfermedad -me dijo un día, inesperadamente, mientras por casualidad entrábamos juntos a un recinto de la Feria del Libro-: en un chino de marfil." En efecto: muy pálido, canoso (apenas si las cejas espesas conservaban algún hilo oscuro), vestido de blanco, apoyado en una frágil varita de bambú, semejaba una de esas menudas tallas venidas de las Filipinas.

Otras presencias femeninas aletearon muy cerca de Manucho. Intrigado por el más allá, los cultos esotéricos y el misterio del universo (y de nosotros mismos), recurría con frecuencia a las videntes -siempre eran mujeres-, de las que hubo muchas a través de los años. Algunas supieron explotar hábilmente su credulidad y su generosidad; otras parecían realmente dotadas de singulares virtudes proféticas. Mujica Lainez era esencialmente un espíritu religioso. Cumplía con las exigencias del dogma católico, pero no podría asegurarse que fuese un creyente convencido. Porque, una vez más escudado en la travesura, proponía adherir a la apuesta de Pascal: "¿Y si a fin de cuentas fuera verdad? Por las dudas...". Más de una vez le oí decir: "Sólo le pido a Dios que sea tan benévolo con mis faltas como yo lo soy conmigo mismo".

© LA NACION

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