lunes, 21 de septiembre de 2009

Shakespeare

Astillas de una conciencia impar
Carlos Gamerro apuntala la universalidad del conjunto de la obra shakespeariana y propone un esbozo iluminador de viejas y nuevas lecturas en torno del "Bardo de Avon", del que, tal vez, toda la humanidad sea entera invención.
Por: Carlos Gamerro


SHAKESPEARE HOY "Idea gozosa: cualquiera de nosotros puede, al menos en parte, ser Shakespeare", escribe Gamerro.

Cuál será la razón de la incomparable vigencia de Shakespeare, de la vitalidad que sus obras siguen manifestando, en casi todas las naciones del mundo, cuatro­cientos años después de haber sido escritas? Homero, los trá­gicos griegos, Cervantes, Dan­te tal vez, le pisan los talones; Virgilio, Goethe, Molière, Jane Austen, Melville, Tolstoi y mu­chos otros lo siguen con la len­gua afuera. Las respuestas que uno dé, o escuche, podrán ser muy disímiles; pero indefecti­blemente incluirán palabras co­mo "universalidad", "atempora­lidad" o "genio" (que, como su palabra hermana, "loco", suele ser un inestimable comodín pa­ra catalogar todo aquello que no podemos explicar). En lo que sigue, apenas me aventuraré a señalar algunas características de la obra shakespeariana que apuntalan su proteica ubicui­dad, intentando en lo posible prescindir de estos términos ya algo bastardeados.
Adaptabilidad. Porque cuan­do se dice que Shakespeare es universal, se está diciendo que es particularmente localizable; cuando se lo tilda de atemporal, lo que se quiere decir que es su­premamente temporalizable. Se ha llevado la acción de Rey Lear al Ja­pón feudal, la de Ricardo III a una hipotética Inglaterra fascista, la de Hamlet a Wall Street, la de Romeo y Julieta a prácticamente todos los pueblos del orbe; Timón de Ate­nas funciona inmejorablemente en ambientes yuppies (pertenece al poco frecuentado género al menos en literatura, de la tragedia mene­mista) y Trabajos de amor perdi­dos , llevado a los años 30, ha dado una excelente comedia musical a lo Esther Williams. Se han hecho, en la Alemania nazi, versiones fascistas de Coriolano y, posterior­mente, al menos una antifascista (la de Brecht), y todavía no pierdo las esperanzas de verla en versión peronista, o al menos gorila, con los plebeyos romanos metiendo las patas en la fuente.
Pero esto, claro, no quiere decir que cualquier obra de Shakespeare pueda adaptarse a cualquier época y lugar. El mismo es a veces muy específico ( Macbeth es minucio­samente escocesa, El mercader de Venecia sólo allí podría suceder); otras, para nada: hay que recordar­se constantemente que Sueño de una noche de verano transcurre en Atenas, y no en la Inglaterra rural; que Medida por medida es una comedia vienesa, que Cuento de invierno transcurre en Sicilia y Bohemia y Noche de epifanía en Iliria; notaciones cuyo sentido es, simplemente, el de "en un país lejano".
Pero incluso las obras de lo­calización rigurosa han sido tras­ladadas, exitosamente a veces, desastrosamente otras, en tiempo y lugar. El secreto está en saber elegir situaciones distintas, pero equivalentes: Rey Lear y Macbeth pudieron ser trasladados al Japón feudal, en los filmes Ran y Trono de sangre , ambos de Kurosawa, porque las características de este mundo (sus relaciones sociales, su ho­mologables a los de las obras ori­ginales; pero en cambio el intento de trasladar la acción de Hamlet al Wall Street de fines del siglo XX, perpetrado en el filme Hamlet (2000) de Michael Almereyda, fracasa miserablemente: Elsino­re y Wall Street tienen muy poco que ver, son mundos regidos por lógicas diferentes. Algo parecido sucede con El mercader de Vene­cia (1973) televisivo de Laurence Olivier: al trasladar la acción al siglo XIX, con la loable intención de realizar un comentario sobre el antisemitismo europeo moderno, el pacto del préstamo a cambio de la libra de carne se vuelve inverosí-mil: ¿Cómo, en la Italia del siglo XIX, podría la ley siquiera tomar semejante acuerdo en cuenta? Las obras de Shakespeare son flexibles, pero no son de goma: para cada una existen otros escenarios posi­bles, pero hay que saber elegirlos con cuidado.
Ecumenismo. Shakespeare escri­bía para todas las clases y públi­cos de su tiempo. Todos. La reina Isabel de incógnito en el teatro público, rodeada de un público de caballeros, burgueses, aprendices, chorritos y prostitutas, tal como la muestra la película Shakespeare enamorado , puede ser una exa­geración fáctica pero es una indu­dable verdad metafórica: la reina veía las mismas obras, en la corte, que su pueblo en los teatros públi­cos. No fueron muchas las épocas donde se dio un fenómeno pare­cido: el teatro ateniense, el drama español del Siglo de Oro, y pare­mos de contar. Shakespeare llegó a vivir para ver, durante el reinado de Jacobo I, la ruptura de esto que se ha llamado "el pacto isabelino": en 1608 su compañía, los King's Men, abre un segundo teatro, el cerrado Blackfriars, para un pú­blico más reducido y distinguido, más redituable que el abierto The Globe. Quizás sea sintomático que, poco después (postulemos, como fecha simbólica, el 29 de junio de 1613, día en que se que­ma el Globe hasta los cimientos) Shakespeare dejará definitivamen­te el teatro: su sucesor como dra­maturgo principal de la compañía, John Fletcher, escribirá para estos nuevos públicos galantes.
No hay, en nuestro tiempo, espectáculo público de parecido ecumenismo, salvo el fútbol. El teatro actual es altamente elitista, y ni siquiera el cine llega a todos –distintas películas, y distintas salas, para diferentes públicos–; y un importante segmento que se queda afuera porque no puede costearse el precio de las entradas. El teatro era el único espectáculo público al que podría llamarse cultural (si bien una definición amplia de espectáculos culturales incluiría los despedazamientos de osos y toros a cargo de perros bra­vos, y las ejecuciones públicas.) El teatro, mucho más que el púlpito, era la escuela del pueblo, y en mu­chos sentidos: política, de moral, de costumbres. Y Shakespeare, a diferencia de muchos de sus cole­gas, que apenas se proponían pro­porcionar un entretenimiento te­rrible o agradable, se tomaba muy a pecho estas múltiples tareas.
Un teatro, además, que funcionaba sin mecenas ni subsidios: ejemplo temprano de empresa cultural pu­ramente capitalista; libre, si no de la censura, al menos de la penosa carga de agradar a algún noble o soberano en particular.
Totalidad. También en lo formal el teatro isabelino era más que tea­tro. Sus características le permitían acercarse a ese ideal del "arte total" que en el siglo XIX sería ensayado por la ópera y en el XX por el cine. El carácter abstracto del espacio escénico permitía que las obras en él representadas pudieran mover­se libremente en el espacio y en el tiempo, y fomentaba una estructu­ra dramática de breves y múltiples escenas, sin división en actos (que fue agregada posteriormente, por los editores), más parecida a la del cine que a la del teatro actual: una de las muchas razones por las que Shakespeare se da tan bien en el ci­ne . Ambas cualidades encuentran su ejemplo más extremo en Anto­nio y Cleopatra , pieza en cuarenta y dos escenas que se mueven libre­mente entre Roma, Grecia y Egip­to. Cada vez que la veo no puedo dejar de pensar que, si Shakespea­re hubiera nacido entre nosotros, de joven se habría mudado a Ho­llywood antes que a Londres.
Las obras incluían música, canciones y danzas; mezclaban, al modo barroco, lo cómico y lo se­rio, lo alto y lo bajo, lo sublime y lo ridículo; la ausencia de escenogra­fía en lugar de convertirse en una limitación, hizo que los parlamen­tos de los actores resplandecieran con descripciones del paisaje, las tormentas, las batallas, el reflejo en el agua de la luz de la luna, des­cripciones que el teatro moderno ha debido resignar a la novela. Y estando escritas mayormente en verso, se conjugan en ellas los tres géneros principales: el poético, el narrativo, el dramático.
Por supuesto, si las virtudes del teatro de Shakespeare fueran las del teatro de la época, todos sus colegas deberían tener, hoy, pareja vigencia. Este no es, como sabemos, el caso: apenas Marlowe y Jonson se le acercan a veces, y las mejores obras de John Ford y John Webster podrían, con buena vo­luntad, parangonarse con las más flojas del bardo. El caso de Shakes­peare es el del winner takes all (el ganador se queda con todo): vio las posibilidades que el nuevo medio ofrecía, las aprovechó al máximo, y dejó tras de sí tierra arrasada. Es notable la sensación crepuscular que se desprende de los dramas jacobinos que lo suceden: los de Webster, Ford, Middleton y John Fletcher. Como si Shakespeare, además del teatro, hubiera agotado las posibilidades de toda la vida so­cial, que después de su muerte se encaminó hacia la oscura vorágine de la guerra civil.
Imperialismo. Es hora de echar un chorro de agua fría en medio de este bullente frenesí bardolá­trico. ¿No será la preeminencia de Shakespeare apenas un factor de la preeminencia de los países anglosajones en los últimos dos siglos de la historia mundial? ¿Si Napoleón hubiera triunfado en Waterloo, o Alemania ganado las dos guerras, por ejemplo, estaría yo en este momento escribiendo una nota sobre las razones de la incomparable vigencia de Molière o Goethe? Hipótesis imposible de probar o rebatir, pero no por eso descartable. Aunque intuitiva­mente uno siente que, los laure­les, Shakespeare se los tiene bien merecidos, y que la difusión de la lengua y la cultura anglosajonas han sido intensificadores, más que causantes, de su actual potencia: la preeminencia material y militar de Inglaterra no ha resultado, por ejemplo, en una comparable difu­sión de la música inglesa, o de la pintura inglesa.
Mimesis. Esta hipótesis puede resumirse con una cita de Oscar Wilde: "La vida imita a Shakes­peare tan bien como puede." Wil­de sabía perfectamente de lo que hablaba: su propia relación con Lord Alfred Douglas repite punto por punto las coordenadas fijadas por su maestro en los Sonetos. Harold Bloom, en su Shakespea­re. La invención de lo humano , desarrolla la idea: a lo largo de su vastísima, infinitamente variada obra, Shakespeare habría agotado las posibilidades de lo humano, no sólo las ya sucedidas, sino tam­bién las por venir. Nuestro libre albedrío es una ficción: todos esta­mos actuando (algunos mejor que otros) guiones escritos por Shakes­peare. En su "Tema del traidor y del héroe", Borges ilustra esta te­sis con un ejemplo concreto: el de un grupo de patriotas irlandeses que deben ejecutar a un traidor y hacerlo pasar por mártir de la cau­sa revolucionaria. El ejecutor de este plan, "urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la múltiple ejecución: tuvo que plagiar a otro dramaturgo: al enemigo irlandés William Shakespeare.
Repitió es­cenas de Macbeth , de Julio César ." Estas escenas, posteriormente, pa­sarán a formar parte de la historia de Irlanda. Los personajes histó­ricos de Shakespeare se imponen a sus modelos reales : mi reacción al leer, en las crónicas de Holins­hed, la historia de Ricardo III , fue pensar que ese mediocre no estaba ni remotamente a la altura de su contraparte shakespeariana: que era, en pocas palabras, un impos­tor. Frente a la definición aristo­télica del arte como imitación de la vida, tendríamos lo opuesto: la mimesis shakespeariana no imita lo real, hace que lo real (nosotros) lo imite a él.
Variedad. Enfrentado a la clásica pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta, Joyce se habría debatido entre Dante y Shakes­peare, para terminar descartando al italiano, porque "el inglés es más variado". A lo cual podríamos agregar esta cita de Alejandro Du­mas (p.): "Me di cuenta de que las obras de Shakespeare incluían más tipos humanos que las de todos los otros dramaturgos combinados. Después de Dios, Shakespeare es quien más ha creado". Si alguien sostiene lo contrario, es simple­mente porque no ha leído, o visto, todas sus obras.
Traducibilidad. ¡Ah! ¡Pero el len­guaje! ¡Cómo pierde en la traduc­ción! exclaman con hipotético dolor quienes no pueden leerlo en el ori­ginal, con mal disimulado regocijo quienes disfrutan de ese privilegio. Frente a ellos, el comentario de es­te anónimo hablante nativo del in­glés, que imagino norteamericano, a su par que imagino sudamerica­no: "¡Qué suerte la de ustedes, que pueden escuchar a Shakespeare en su propio idioma!". A la pregunta de si los actuales hablantes del inglés son capaces de entender el lenguaje de Shakespeare, más de uno ha respondido con la pertinen­te pregunta de si el público isabeli­no podía hacerlo, dada la compleja urdimbre verbal de algunas obras como Trabajos de amor perdidos o Coriolano ; la respuesta, la mía al menos, la obtuve observando una representación de Sueño de una noche de verano en los jardines de Cambridge: un público compuesto en su mayor parte de niños siguió la obra completa de principio al fin sin que nunca decayeran las risas ni los gritos de alegría. En la práctica, la distancia lingüística no es tanta: incluso algunas obras contemporáneas combinan frag­mentos de Shakespeare con otros hablados en inglés moderno, co­mo Rosencrantz y Guildenstern están muertos de Tom Stoppard, o el film My own private Idaho de Gus van Sant, donde los taxi boys de Seattle dicen los diálogos de Enrique IV, y apenas se notan los saltos. La conclusión es clara: las obras de Shakespeare funcionan por más que no las sigamos pala­bra por palabra, funcionan para cualquier público de cual-quier edad, y en cualquier idioma: sobre­viven a las peores traducciones. En las buenas, claro, son arrolladoras.
Inmortalidad. Una inquietante posibilidad es la esbozada por otro cuento de Borges, "La memoria de Shakespeare". En él se sugiere que dicha entidad ha seguido viva en el mundo, que puede pasar de una persona a otra, incluso telefónica­mente. Idea gozosa: cualquiera de nosotros puede, al menos en parte, ser Shakespeare. Idea terrible: na­die puede, al menos en parte, no serlo; fatalmente lo somos, somos las astillas de su conciencia.

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