miércoles, 13 de mayo de 2009

Lytton Strachey/Carson Mc Cullers


Lytton Strachey, el escritor británico que reinventó el género de la biografía y lo convirtió en un arma de provocación intelectual, tuvo una vida apasionante y trágica. Ernesto Schoo la cuenta a propósito de la aparición en la Argentina de un texto de Strachey sobre Hume, que anticipamos en forma exclusiva.







LYTTON STRACHEY. Retrato realizado por su íntima amiga Dora Carrington.



No podía haber sido sino inglés. La excentricidad de su apariencia y de la pose, la larga y estrecha figura, la tupida barba, la curiosa expresión facial que mezcla una aparente timidez (¡esos grandes anteojos!) con la inminencia de una salida burlona o una reflexión insólita, las manos de dedos afilados. Todo eso y mucho más, en el célebre retrato, pintado por Henry Lamb en 1914, hoy expuesto en la National Portrait Gallery de Londres [ver página 6]. Desde el cuadro, en una habitación sombría que ni siquiera el enorme ventanal consigue iluminar (a través de él vemos un sendero bordeado de árboles de tupidas copas, un trozo de cielo gris, unas señoras enlutadas precedidas por un perrito blanco), Giles Lytton Strachey (1880-1932) no nos mira a los espectadores, sino a un punto indefinido que está a espaldas nuestras, a un costado. Como absorto en una visión se derrama -literalmente- del sillón de mimbre hacia el piso, donde las piernas larguísimas se enroscan cerca de una silla en la que están apoyados un paraguas y un sombrero.
La melancolía de esta pintura -uno de los retratos más tristes que se hayan pintado jamás- parecería no corresponder con la leyenda de travesura y sarcasmo que ronda a la memoria de Strachey, integrante famoso del Grupo de Bloomsbury, apreciado como uno de los mejores biógrafos en la historia de la literatura inglesa, renombrado especialista en letras francesas y personaje pródigo en anécdotas demostrativas de un uso letal de la ironía. El retratista captó, quizá sin saberlo, el sentimiento que la muerte -en cierto modo, temprana- de su amigo dejó en el ánimo del Grupo. Lytton no cumplió cabalmente la promesa que sus notables dotes de escritor alentaron en quienes lo querían y admiraban, nunca escribió la gran novela que Virginia Woolf, por ejemplo, esperaba de él (y ella lo lamenta, apenada, en su Diario). Quizá Strachey mismo no creía en esa promesa; o, por lo menos, sabía que su talento no daba para tanto: tal vez no fue un gran pintor, sino un refinado miniaturista. Evaluación que no rebaja el mérito, sino que lo ubica en sus límites.
Fue el undécimo hijo (y el quinto varón) de una pareja aristocrática, la de sir Richard Strachey, general ingeniero, y lady Jane Maria Grant, activa sufragista. El general había actuado en la India como mano derecha del virrey, el conde de Lytton, padrino de bautismo del futuro escritor, quien le debe su nombre de pila (precedido de un Giles que nunca usó) y que desde chico mostró un sorprendente talento para las letras y para disfrazarse de mujer y recitar poemas famosos, tanto en inglés como en francés. Esto enfurecía al general y encantaba a lady Jane, quien se propuso dar a Lytton una excelente educación. Terminado el secundario, fracasó en el intento de ingresar a Oxford y se dirigió entonces a Cambridge, donde permaneció entre 1899 y 1905, especializándose en literatura francesa y relacionándose con Thoby Stephen (hermano mayor de Virginia Woolf), Saxon Sydney-Turner, Clive Bell y Leonard Woolf. Siguiendo una tradición universitaria inglesa, los cinco amigos formaron un grupo, The Midnight Society; según Bell, el núcleo inicial del Bloomsbury Group.
Cuando, en febrero de 1904, murió sir Leslie Stephen -padre de Vanessa (1879), Thoby (1880), Virginia (1882) y Adrian (1883)-, los cuatro hermanos decidieron que ya habían tenido bastante de boiseries de roble oscuro, cortinados espesos, muebles complicados y gigantescas plantas de interior: dijeron adiós a los sofocantes interiores victorianos, dejaron el caserón de Hyde Park Gate donde se habían criado y se mudaron a 46 Gordon Street, en Bloomsbury. Sus parientes y amigos clamaron al escándalo: ¿cómo era posible que cuatro retoños de la alta burguesía acomodada y culta, emparentados con la aristocracia, abandonaran un barrio prestigioso para vivir en uno de reputación dudosa? Bloomsbury, en el distrito londinense West Central 1, desplegaba y despliega aún, en los alrededores del Museo Británico, multitud de pequeños locales dedicados al esoterismo y talleres de artistas, restauradores de antigüedades y oficios varios. Nada adecuado para dos señoritas de buena familia, aunque vivieran con sus hermanos. Los Stephen contribuyeron a perfeccionar el rechazo: pintaron todas las habitaciones de blanco radiante, compraron muebles sencillos, funcionales, y colgaron en las paredes los cuadros de Vanessa, notable pintora influida por los fauves franceses, es decir, colores agresivos, crudos, formas distorsionadas: expresión, antes que belleza clásica.
Allí comenzaron a reunirse aquellos amigos universitarios con Thoby, Adrian y sus hermanas, a quienes se fueron agregando el pintor Duncan Grant (primo hermano de Lytton Strachey), el novelista Edward Morgan Forster ( Pasaje a la India, A Room with a View ), el economista John Maynard Keynes, el crítico literario Desmond MacCarthy (y su mujer, Molly), el crítico de plástica y marchand Roger Fry, la novelista Violet Dickinson y, poco a poco, algunos de los nombres del arte y de la cultura ingleses que serían mundialmente famosos al avanzar el siglo XX, como el poeta T. S. Eliot, el filósofo Bertrand Russell, la escritora Katherine Mansfield y muchos más (hasta Ludwig Wittgenstein pasó por allí). Los historiadores rigurosos limitan, sin embargo, la denominación de Grupo de Bloomsbury a aquel núcleo inicial, donde Lytton descollaba, entre tantas inteligencias, por su vasta cultura y su humor incisivo.
Fundamental para el grupo y sobre todo para Strachey fue el aporte de uno de los maestros de Cambridge, el filósofo George Edward Moore, cuyo credo podría resumirse así: "el sumo bien de esta vida consiste en alcanzar una alta calidad humana, en experimentar gratos estados mentales y en intensificar la experiencia mediante la contemplación de las grandes obras de arte".
Un golpe feroz abatió al grupo en noviembre de 1906: Thoby Stephen murió, a los 26 años de edad, de una infección contraída durante el viaje a Grecia que hizo con sus hermanas en septiembre de ese año. Golpe del que no se repusieron nunca: para ellas, como para los amigos íntimos, el apuesto y brillante Thoby era una criatura solar.
Como pudieron, los "bloomsberries" (así denominados por sus detractores, que fueron muchos) siguieron adelante y en el camino adquirieron una especie de hada madrina, de protectora, acaudalada y extravagante: lady Ottoline Morrell, quien puso a disposición del grupo su mansión londinense en Bedford Square y su casa de campo, Garsington Manor, en Berkshire. Quentin Bell, sobrino de Virginia Woolf, en su espléndida biografía de ésta, pinta a lady Ottoline como "una iglesia barroca austríaca, ambulante", de la cual surgían, alternadamente, "el arrullo de una paloma y el rugido de un león".
¿Qué mantuvo unidas a personalidades tan opuestas y que a menudo disentían con vigor? Ante todo, el rechazo al mundo victoriano y sus presuntos valores morales: pura hipocresía, para los de Bloomsbury. También a sus elaboradas ceremonias, la pompa cortesana y los alardes imperiales. El crítico Michael Holroyd, autor de la mejor historia hasta hoy escrita sobre el Grupo (publicada en 2006), dice:
Sus convicciones sobre la naturaleza de la conciencia y su relación con la naturaleza exterior, sobre la fundamental separación entre los individuos, que involucra a la vez aislamiento y amor, sobre lo humano y no humano del tiempo y la muerte, y sobre los bienes ideales de verdad, amor y belleza: todo esto subraya la insatisfacción del grupo con el capitalismo y sus guerras imperialistas. Estas convicciones de Bloomsbury también informan de su crítica del materialismo realista, en pintura y en ficción, así como de sus ataques a la sociedad represiva y no ecuánime en cuanto a la diversidad sexual, y su deseo de instalar un nuevo orden social basado en la liberación de las normas restrictivas del orden establecido.
Suena a anarquía, pero este ideario nunca pudo concretarse en la realidad, y si bien provocó una revolución estética, no impidió que lord Keynes se volviera millonario aplicando sus talentos al juego de la Bolsa, ni que la mayoría de los "bloomsberries" disfrutara de un pasar por lo menos decoroso.
Cuando Lytton dejó el Trinity College de Cambridge, su madre le pagó el alquiler de un departamentito en 69 Lancaster Gate. La generosidad de lady Jane no pasó de ahí: Strachey debió ganarse la vida colaborando en The Spectator y otras publicaciones importantes, y debió hacerlo hasta bien entrado en la madurez: nunca fue rico, como no lo fue casi ninguno de los miembros del Grupo, salvo Clive Bell por herencia familiar y lord Keynes por su astucia financiera. Entre 1910 y 1912, Lytton alternó temporadas en Suecia con estadías en un diminuto cottage en Dartmoor; en ese último año se instaló en otra modesta casa de campo en los Berkshire Downs y publicó su primer trabajo importante: Landmarks in French Literature , elogiado por el Times Literary Supplement . El 9 de mayo de 1911, en carta a su madre le anuncia que se ha dejado crecer la barba, "de un color muy admirado, castaño rojizo, que me hace ver como un poeta decadente francés, o algo igualmente distinguido". Hacia abril de 1914, Landmarks ... había vendido 12.000 ejemplares, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, sin alcanzar la fama y la recaudación a que su autor aspiraba.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1914, Lytton proclamó su objeción de conciencia y se negó a participar. Sometido a la inquisición de la junta respectiva, hizo alarde de su innata teatralidad, tal como se muestra en el film Carrington, de Christopher Hampton (1995), que le valió a Jonathan Pryce el premio al mejor actor en el Festival de Cannes. Antes de sentarse ante los majestuosos jueces, depositó un neumático sobre el asiento de su silla, anunciando que esto se debía a sus hemorroides. A la clásica pregunta: "¿Qué haría usted si viera que unos soldados alemanes están violando a su hermana?", respondió, según una versión: "Me ofrecería a reemplazarla". La otra versión dice que la respuesta fue: "Me interpondría entre ellos"; que viene a ser lo mismo, pero más sutil. Con sensatez, los jueces decidieron que era mejor mantener a este personaje lejos de los cuarteles y las trincheras. Así fue como, en 1916, lady Jane aflojó de nuevo los cordones de la bolsa y le regaló cien libras, que sumadas a otras tantas de su amigo Harry Norton, más el importe de sus colaboraciones en la Edinburgh Review , le permitieron a Lytton alquilar otro cottage, esta vez en Wiltshire, donde comenzó a escribir el libro que le daría fama y fortuna, Victorianos eminentes .
A todo esto, en el círculo de Bloomsbury ingresó una joven pintora, talentosa y bella, Dora Carrington (admirablemente interpretada por Emma Thompson en el film de Hampton), que se enamoró perdidamente de Strachey. En el Grupo reinaba la más absoluta libertad sexual, y la bisexualidad era habitual: el dios Pan de este Olimpo era el joven y agraciado pintor Duncan Grant, quien revoloteaba de cama en cama sin reparar en el sexo del ocupante. Así fue amante, entre otros, de Keynes (quien se casó después con una bailarina de los Ballets Rusos de Diaghilev, Lydia Lopokova), de Forster, de Strachey y también de Vanesa Stephen, que estaba casada desde 1907 con Clive Bell, con quien tuvo dos hijos: Julian, que moriría en la Guerra Civil Española, y Quentin, el historiador de la familia. Vanesa tuvo con Grant una hija, Angélica, a quien Bell dio, sin embargo, su apellido. Virginia, por su parte, como es sabido, se casó con Leonard Woolf en 1913. En 1909, Lytton le había propuesto un matrimonio que debía ser blanco, naturalmente, pero ella lo rechazó (hay quienes aseguran que también fue blanca la unión con Woolf). Adrian, considerado por sus brillantes hermanos poco menos que un tonto (no lo era, en absoluto: sólo que, como el menor, debió competir con raros talentos), se recibió de médico, se casó con una muchacha que sus cuñadas aborrecieron y terminó dedicado al psicoanálisis.
En 1918, concluida la Gran Guerra, Lytton Strachey publica Victorianos eminentes , su obra maestra. Son las pérfidas biografías de cuatro personajes adorados por la imaginación del público victoriano (y por la reina Victoria en primer lugar): Florence Nightingale, "la dama de la linterna", la enfermera legendaria que organizó el servicio médico y sanitario durante la Guerra de Crimea; el cardenal Manning, que transitó del protestantismo al catolicismo y (según Strachey) perfeccionó el cisma entre ambas iglesias cristianas; Matthew Arnold, creador de la Escuela Pública inglesa; y el general Gordon, el héroe de Khartun, presentado en el libro como un héroe, sin duda, pero a la vez como un hombre atolondrado y terco, que provocó su propia muerte y la de un ejército entero. Lytton Strachey sugiere, con punzante ironía, que estos "victorianos eminentes" no actuaron sino por cálculo personal, que eran unos hipócritas redomados -la hipocresía como base auténtica de esa época remilgada- y que, al fin de cuentas, no causaron sino desastres. Se puede disentir con su tesis, pero no eludir el encanto de la prosa y la sutileza corrosiva de sus velados sarcasmos. Contra la moda victoriana de las biografías ejemplares y sus moralejas idealistas, Strachey opina: "Las biografías victorianas han sido tan familiares como un cortejo fúnebre, y revisten la misma traza de un funeral bárbaro y solemne".
El libro tuvo enorme éxito, fulminado por los críticos tradicionales y adorado por miles de lectores jóvenes. En 1916, Lytton había vuelto a vivir con su madre, pero la atmósfera familiar lo deprimía: uno de sus hermanos mayores, Oliver, y tres amigos, Harry Norton, John Maynard Keynes y Saxon Sydney-Turner, convinieron en pagarle el alquiler de The Mill House, en Berkshire -muchas veces pintada por Carrington-, donde vivió hasta que otro gran éxito editorial, Reina Victoria (1921), le permitió comprar por fin una propiedad a su gusto. Volvamos a Dora Carrington y su amor desesperado por Lytton. Ante el fracaso de numerosos intentos de llevarlo a la cama, concibió un plan que concordaba con la libertad sexual de que el Grupo disfrutaba: se casó con el apuesto Ralph Partridge, amante de Strachey, y los tres se fueron a vivir a la bella casa de campo, Ham Spray House, en Wiltshire, adquirida por el escritor con los réditos de Reina Victoria . Allí vivió Lytton desde 1924 hasta su muerte de cáncer, el 21 de enero de 1932. Por cierto que no reinaba la paz en Ham Spray, como cabe suponer, y eran frecuentes las reyertas, sobre todo entre Dora y su marido, mientras Strachey las soportaba, impasible, abstraído en la lectura. Numerosas fotos ilustran estas curiosas escenas del ménage à trois : Ralph posando completamente desnudo para su mujer, que lo está dibujando, en el jardín, y Lytton, derramado su largo y estrecho cuerpo en una reposera, envuelto en mantas y tocado con un sombrerito de brin blanco, como los usados por entonces en la playa, leyendo siempre. La tragedia clausuró esta situación singular: Dora no soportó la ausencia de su amor imposible y se suicidó de un escopetazo el 11 de marzo del mismo año 32. Los Woolf la habían visitado el día anterior y Dora le había regalado a Virginia una cajita francesa que había pertenecido a Lytton.
De a poco, el Grupo comenzó a disgregarse. Matrimonios, muertes (la de Lytton, la de Julian Bell, hijo de Vanesa, en la guerra de España), la caída de Wall Street en 1929, éxitos y fracasos, la deriva en Europa hacia una situación política compleja y amenazante (las dictaduras fascistas de Mussolini en Italia, de Primo de Rivera en España, de Oliveira Salazar en Portugal, de Hitler en Alemania, después la de Franco), el paulatino descenso del todavía poderoso pero herido Imperio Británico (problemas laborales en Inglaterra, la situación en Irlanda, Ghandi en la India), las frecuentes recaídas de Virginia en estados de perturbación mental... Las esperanzas de una modernidad triunfante, superadora de los viejos males de la civilización occidental, se alejaban velozmente. En los años 30, ya instalada Virginia Wolf como una de las mayores escritoras del mundo, junto a Joyce (a quien detestaba) y a Proust (a quien amaba: "¿Cómo puede alguien escribir después de él?"), acaso el "bloomberry" más notorio era Desmond MacCarthy, con sus charlas en la BBC y su columna en el Sunday Times , junto con lord Keynes, gracias a sus consejos durante la crisis del 29 y después ( La teoría general de la ocupación, el interés y el dinero , 1936).
Al ingresar en el siglo XXI, ¿cuál sería el legado de Bloomsbury, qué nos queda de sus integrantes? Seamos sinceros: de la mayoría de ellos, nada, o muy poco. Sí, por supuesto, las siempre reeditadas novelas de Virginia, los espléndidos textos de Strachey (¿alguien se habría acordado de él, antes del film de Hampton?), la vigencia de Keynes en un mundo que respondería a la tesis del eterno retorno. No es poco, aunque lo parezca en medio de la estridencia contemporánea. En 1995, Michael Holroyd -el mejor historiador de Bloomsbury, ya lo dijimos- escribió en el San Francisco Chronicle : "Fueron los verdaderos progresistas y la encarnación de la vanguardia en los primeros años de este siglo. Cada vez que volvemos a verlos, parecen ofrecer algo al mundo contemporáneo, ya fuere en ética sexual, liberación, biografía, economía, feminismo o pintura."



Por Ernesto Schoo


Para LA NACION- Buenos Aires, 2009







De izquierda a derecha: Edward le Bas, Barbara Bagenal, el crítico de arte Clive Bell y su esposa la pintora Vanessa Bell (hermana de Virginia Woolf), Peter Morris y Lytton Strachey.




La gloria de un ángel de la razón


Este texto sobre el filósofo David Hume, que integra la colección de ensayos La muerte de los filósofos (La Bestia Equilátera), muestra la destreza del autor para retratar a personajes históricos.


Por Lytton Strachey

¿Dónde reside la virtud más representativa de la humanidad? ¿En las obras de bien? Es posible. ¿En la creación de objetos bellos? Quizá. Pero no dejará de haber quien mire en una dirección diferente y la encuentre en el distanciamiento. Para todos ellos David Hume debe de ser un gran santo en el almanaque; porque jamás hubo otro mortal tan libre de los estorbos de lo personal y lo particular, nadie jamás practicó con tanto éxito el arte de la imparcialidad. Y, a decir verdad, carecer de inquinas personales es algo muy noble y raro. Puede decirse que es la antítesis de lo animal. Si se dispusiera una serie de criaturas, ordenadas de acuerdo con su interés decreciente por el entorno inmediato, habría que empezar con la ameba y terminar con el matemático. El máximo distanciamiento puede hallarse entre los matemáticos puros: la mente se mueve según patrones infinitamente complicados, absolutamente libres de consideraciones temporales. Sin embargo, esta libertad misma -la condición esencial de la actividad del matemático- quizá le brinde una injusta ventaja. Puede equivocarse, pero no engañar. El metafísico sí. Los problemas con los que trata tienen una abrumadora importancia para él y para toda la humanidad; su oficio consiste en tratarlos con exactitud tan imparcial como la que se dedica a un problema numérico teórico. Ese es su oficio y su gloria. En la mente de Hume, uno puede mirar con facilidad este equilibrio sobrehumano de oposiciones que contrastan: las preguntas de tan hondo calado, las respuestas de tan suprema calma. Y la misma hermosa cualidad puede ser seguida en el curso de su vida, donde la sabiduría de la filosofía se vincula de un modo triunfal con las vicisitudes de la mortalidad.
Su historia atraviesa tres etapas: juventud, madurez, reposo. La primera fue la más importante. Si Hume hubiera muerto a la edad de veintiséis, su real trabajo en el mundo ya habría sido hecho y habría ganado la fama de un modo irrevocable. Nacido en 1711, hijo menor de un pequeño hacendado escocés, muy temprano fue dominado por la pasión literaria que no abandonó por el resto de su vida. A los veintidós años tuvo una crisis -física y mental- nada infrecuente en jóvenes con genio cuando la adolescencia ha llegado a su fin y se determinan las líneas del destino. Hume se vio de pronto superado por la inquietud, la enfermedad, el desasosiego y la vacilación. Abandonó el hogar, viajó a Londres y luego a Bristol, donde, para ganar su propio dinero, trabajó como oficinista en un comercio. "Pero -como escribió mucho más adelante en su autobiografía- a los pocos meses comprendí que ese escenario era por completo inadecuado para mí." No resulta extraño. Y luego ocurrió aquello, por un golpe de sabiduría instintiva dio el extraño paso que iba a ser el punto de partida de su carrera. Se fue a Francia, donde permaneció durante tres años -primero en Reims, luego en La Flèche, en Anjou- solo por completo, con el dinero justo para llevar una existencia austera en extremo, y con pocas perspectivas. Durante aquellos años escribió el Tratado de la naturaleza humana , la pieza maestra que contenía lo más importante de su pensamiento. El libro abrió una nueva era en la filosofía. Los últimos vestigios de los prejuicios teológicos -que aún eran débilmente visibles en Descartes y Locke- fueron dejados de lado; y la razón, con toda su fuerza y pureza, se instaló en su propio ser. Hume se convirtió en alguien absolutamente comprometido con la razón -a seguir a la razón dondequiera que esta lo condujera, con una completa e imprudente confianza- y en eso consiste el gran encanto de sus escritos. Pero hay mucho más: leyendo a Hume uno jamás se descubre solo, siempre lo acompaña un guía por demás competente. Con asombroso vigor, con angelical lucidez, Hume nos lleva a través del desconcierto y la oscuridad de la especulación. Es como ir en un avión que se ha separado imperceptiblemente del suelo; con estremecedora calma, se eleva y eleva; y sostenido por la poderosa fuerza del intelecto, uno mira hacia abajo para que el mundo aparezca como nunca hasta ahora. En el Tratado hay algo que no vuelve a aparecer en la obra de Hume: un sentimiento de excitación, la excitación del descubrimiento. Por momentos hasta duda y retrocede, asombrado de su propia temeridad.
La visión intensa de estas múltiples contradicciones e imperfecciones en la razón estaba tan grabada en mí, y espoleaba tanto mi cerebro, que estoy dispuesto a rechazar toda creencia y razonamiento y no puedo contemplar ninguna opinión como más probable o más posible que otra. ¿Dónde estoy o qué soy? ¿Qué causa mi existencia y bajo qué condiciones retornaré? ¿De quién tendré que recibir favores, y de quién debo esperar algún disgusto? ¿Qué seres me rodean? ¿Y sobre quiénes tengo influencia, o quiénes han influido sobre mí? Estoy perplejo con todas estas preguntas y comienzo a figurarme a mí mismo en la condición más deplorable que se pueda imaginar, rodeado de la más profunda oscuridad, privado por completo del uso de todo miembro y facultad.
Y luego su coraje regresa otra vez para acelerar toda la exploración.
El Tratado , publicado en 1738, fue un completo fracaso. Por muchos años Hume permaneció en la pobreza e intrascendencia. Se ganaba a duras penas la vida con trabajos precarios como secretario, escribiendo mientras tanto una serie de ensayos sobre temas filosóficos, políticos y estéticos, que aparecían con intervalos en pequeños volúmenes y que, en forma gradual, le fueron trayendo cierta reputación. A los cuarenta años le dieron el puesto de bibliotecario en los tribunales de Edimburgo; recién entonces su empleo se volvió estable. El trabajo no sólo le proporcionó un modesto medio de vida, también puso bajo su mando una gran biblioteca; se propuso escribir la historia de Inglaterra, tarea con la que ocupó los siguientes diez años.
La Historia de Gran Bretaña fue un gran éxito; se imprimieron muchas ediciones del libro; Hume pasó a ser conocido por el público como historiador, profesión que ocupaba la mayor parte de su día. Después de su muerte esta obra fue considerada por muchos años la historia estándar de Inglaterra, hasta que se abrieron nuevos campos de conocimiento y pasó a estar de moda un estilo diferente de escribir la historia. Este libro fue muy típico del siglo XVIII. Fue un intento -uno de los primeros- de aplicar la inteligencia a hechos del pasado. Hasta entonces, con pocas excepciones ( Enrique VII de Bacon fue una de ellas), la historia estuvo en manos de biógrafos como Commines y Clarendon, o de moralistas como Bossuet. Montesquieu, en sus Considerations sur les Romains , fue el primero en abrir el nuevo campo; pero su libro, brillante y voluminoso como era, debe ser categorizado más como investigación filosófica que como narración histórica. Voltaire, casi exactamente contemporáneo de Hume, fue por cierto un maestro de la narración, pero estaba demasiado ocupado en desacreditar al cristianismo como para convertirse en un historiador digno de aceptación. Hume no tenía ninguna segunda intención; sólo quería decir la verdad tal cual como la veía, con claridad y elegancia. Y tuvo éxito.



Traducción: Mónica González



El feroz encanto de contar una vida

Por Jorge Fernández Díaz Director de ADNcultura


Borges era despectivo con el género de las biografías. "Son una ejercicio de la minucia -decía-. Un absurdo. Algunas constan exclusivamente de cambios de domicilio." Sin embargo, escritores a quienes Borges admiraba tenían puntos de vista diferentes. "La biografía es la única y verdadera historia", decía por ejemplo Thomas Carlyle. Se trata de un género noble que viene del principio de los tiempos y que se mixtura y confunde incluso con la mismísima novela. Bernal Díaz del Castillo, gran cronista de Indias, realiza una autobiografía y sin embargo es como si hubiera escrito una de las grandes novelas épicas de todos los tiempos. El Facundo de Sarmiento, en el siglo XIX, y Soy Roca de Luna, en el siglo XX, son dos biografías que a la vez pueden y deben ser leídas como dos novelas grandiosas. Pero luego están las biografías puras y duras, y dentro de ellas las memorias, los diarios, los epistolarios y otras variaciones del simple pero a la vez complejo arte de contar una vida.
Lytton Strachey es reconocido por haber modernizado el género y por haberlo elevado a niveles extraordinarios. Strachey era un inglés que había estudiado en Cambridge y que se había vuelto un especialista en literatura francesa. Extravagante, sufriente, pacifista, homosexual, irónico y trágico, este gran escritor integró en 1907 el denominado Círculo de Bloomsbury. En ese barrio londinense que rodea el Museo Británico, tenía su casa la escritora Virginia Wolf, quien fue la figura aglutinadora de un grupo de intelectuales caracterizados por su severa mirada contra la moral victoriana y contra los dogmas sociales de la religión. Todos eran liberales y humanistas, irredimiblemente individualistas y críticos, y admiradores de Gauguin, Van Gogh y Cézanne.
Strachey y Virginia Wolf compartían noches y tertulias con esa elite secreta donde estaban el economista John Keynes, los filósofos Ludwig Wittgenstein y Bertrand Russell, y los escritores Edgard Morgan Forster y Katherine Mansfield, entre otras mentes brillantes.
También estaba con ellos Dora Carrington, una pintora extraordinaria que siempre estuvo enamorada de Strachey, y que a pesar de que él no podía corresponderle por razones obvias, vivió con él hasta el final. Cuando el gran biógrafo murió por un cáncer de estómago, el 21 de enero de 1932, Carrington (Emma Thompson la interpretó en el cine) cayó en un profunda depresión y terminó pegándose un tiro.
La mayoría de las biografías de los miembros del Círculo de Bloomsbury son igualmente trágicas. Pagaron un alto precio por la libertad sin prejuicios y por la creatividad sin límites. Sus biografías son herederas también del estilo de quien elevó la narración biográfica a la categoría de arte mayor.
Strachey es el protagonista de esta edición porque se publica por primera vez en la Argentina un libro que contiene algunos de sus textos memorables. Uno de ellos, que reproducimos en nuestras páginas, es un breve ensayo sobre el filósofo británico David Hume donde puede apreciarse, en frasco chico, toda su técnica. Ernesto Schoo cuenta además los pormenores de este genio olvidado y de aquel grupo de hombres que discutían en la casa de Virginia Wolf una nueva forma de entender la vida.




Literatura extranjera
Carson McCullers y la iluminación


Ráfagas de visión le revelaban a la escritora estadounidense el mundo de una novela o un relato. Esos instantes de poética lucidez le permitían recrear, a menudo, episodios de una vida dramática que enfrentó con entereza



Por Vlady Kociancich

Para LA NACION - Buenos Aires, 2009



Hay cuentos que arraigan en la memoria solitariamente. Los años se llevan consigo el título, el nombre del autor, la pertenencia al libro que lo incluía, junto con detalles menores del escenario en que trascurre y, poco a poco, sus señas de identidad, quién lo escribió, dónde y cuándo, van perdiendo importancia hasta que ese relato se suelta por completo de un ámbito, ya es un vagabundo que ronda entre otras lecturas, anónimo pero nunca olvidado.
Tuve esta experiencia bastante común y siempre incómoda con un cuento de Carson Mc
Cullers. Es la historia de un hombre casado y con dos hijos, que regresa a su casa después de un largo día de trabajo, preocupado por el alcoholismo de su esposa, y la encuentra borracha, ella en su cuarto, los chicos abandonados a juegos peligrosos en el living. El hombre se ocupa de sus hijos, luego de la mujer que baja del dormitorio tambaleándose, que aterra a los chicos con su ebriedad y sus insultos; al fin, logra calmarla y acostarla de nuevo. Mientras tanto, su resignación inicial se ha convertido en odio. En mi recuerdo del relato, la imagen más vívida y amarga era la del hombre ordenando la ropa interior que la joven esposa había amontonado en una silla. Un corpiño de seda en la mano, el marido la miraba dormir con desgarradora ternura, el odio desvaneciéndose en la contemplación del sueño de ese cuerpo que amaba. Pero el impacto de emoción que me produjo la escena surgía de la escritura, del estilo preciso y contundente del párrafo que cierra el cuento:
Con cuidado, para que Emily no se despertara, se deslizó en la cama. A la luz de la luna miró por última vez a su mujer. Sus manos buscaron la carne inmediata y la pena igualó al deseo en la inmensa complejidad del amor.
Todo gran escritor, aunque hayamos leído su obra apasionadamente, siempre nos reserva una sorpresa. Encontré mi sorpresa en la reciente publicación de El aliento del cielo , un volumen con prólogo y notas de Rodrigo Fresán, que recoge los cuentos completos y tres novelas de Carson McCullers: La balada del café triste, Reflejos en un ojo dorado y Frankie y la boda . Ahí estaba, identificado después de mucho tiempo, bajo un título insípido que casi obliga a pasarlo por alto -"Dilema doméstico"- aquel relato sombrío y magistral de un matrimonio hecho pedazos. Otro bochorno me esperaba. Quizá por el hartazgo de ignorar el nombre del autor, se lo había atribuido a Raymond Chandler, pensando que podría tratarse de uno de la veintena de relatos que Chandler escribió antes de lanzarse de lleno a la novela policial. Una filiación no del todo insensata. Como en "Una pareja de escritores" de Chandler, había un fondo común en el tratamiento del tema: el desencanto y la nostalgia, el realismo de los detalles, la economía del lenguaje. Pero sobre todo, la malignidad del alcohol, el eterno invitado a esa fiesta móvil de la literatura norteamericana que brilló entre los años treinta y los sesenta con inigualable fulgor. William Faulkner, Tennessee Williams, Scott Fitzgerald, Eugene O´Neill, Katherine Ann Porter, John Cheever, Raymond Carver, la lista es interminable. En esa lista irrumpió, para ubicarse con una primera novela entre los primeros lugares, una muchacha del sur de los Estados Unidos. La muchacha se llamaba Lula Carson Smith y tenía veintidós años. La novela que la consagró era El corazón es un cazador solitario. Un corazón hipotecado
Lula Carson Smith nació en 1917, en Columbus, Georgia. Fue la mayor de tres hermanos y sin embargo adquirió para la familia una condición de hija única que nunca perdería, ese estado de privilegio que concentra toda la atención de los padres en un solo niño pero que a la vez inyecta una conciencia de soledad no natural, un aislamiento que termina por proyectarse al mundo y buscar como sea el contacto del otro, un hambre de amor de cualquier suerte. Hambre insaciable que Carson McCullers trasmitiría a toda su obra y todos sus personajes en infinidad de matices. Dos circunstancias establecieron y consolidaron la idea de que nunca sería igual a nadie: su precocidad primero y después la grave enfermedad que contrajo en la adolescencia, una fiebre reumática que la torturó sistemáticamente hasta su muerte, en 1967.
El genio que su madre decía haber detectado en ella cuando todavía era un bebé se manifestaba en la música. Tenía seis años cuando se sentó al piano y tocó una pieza entera que sólo había oído en un film. Empezó a tomar clases y su futuro de concertista parecía definirse. Tanto, que a los trece decidió cambiar su nombre, Lula, que detestaba, por Carson. Pero mientras cursaba la escuela secundaria desganadamente, otro interés se atravesó en el camino de la pianista: la literatura. De hecho, como todos los escritores de raza, descubrió la pasión de la lectura antes de preguntarse sobre la posibilidad de escribir. Amaba a Proust y a Flaubert con la misma intensidad de su amor por hombres y mujeres, niños y viejos, burdeles y puestas de sol, barrios negros del Sur, límpidos suburbios del Norte, pueblos áridos y brutales, las marcas literarias de su encrucijada personal entre la vida y la muerte.
Apenas había cumplido diecisiete años cuando siguió al primero de los impulsos de un corazón que demostraría ser imbatible a pesar del cuerpo enfermo en que estaba guardado. Vendió un anillo de esmeraldas que había heredado de su abuela y partió a Nueva York con la excusa de estudiar música aunque ya decidida a anotarse en materias de literatura. Como en sus libros, ese impulso mayor del corazón terminó en desastre: recién llegada a la ciudad perdió todo su dinero en el subte. Pero no se volvió a Georgia. Trabajó en lo que pudo para pagarse los estudios en la Universidad de Columbia mientras escribía los primeros relatos, sorprendentes por la calidad de una escritura en que se lee no sólo el material tomado de su vida hasta el momento (la música, los personajes solitarios y excéntricos, las preocupaciones intelectuales) sino un punto de vista que dará originalidad y grandeza a toda su obra: la falta de mensaje. El amor, la vida, la muerte, el fracaso simplemente son, pero en "su inmensa complejidad".
En 1935 se enamoró de Reeves McCullers, un cabo del ejército que también aspiraba a convertirse en escritor. "Todo lo que escribo me ha sucedido o me sucederá", confesaría ella en sus memorias. No exageraba. "El instante de la hora siguiente", un relato hecho antes de conocer a Reeves, profetiza la tortuosa y larga unión de la autora con su marido y el alcohol; el cuento al que yo le había perdido el rastro, "Dilema doméstico", trascribe la experiencia. Socios para una mutua destrucción, Carson y Reeves McCullers compartían todo: amigos, relaciones extramatrimoniales, bisexualidad, viajes, inquietudes literarias, enfermedades de uno y otro, en una imparable borrachera, en una cadena de crisis que duró veinte años, que incluyó varias separaciones, un divorcio y un nuevo casamiento, y que no se cortó hasta el suicidio de Reeves en París, en 1953. Se amaban, dijo un testigo, con desesperación. Literalmente.
Es difícil no compadecer a Reeves McCullers. Su vida fue un rompecabezas de valientes intentos echados a perder antes de armarse. Estudió seriamente para escribir pero no pasó de proyectos. Fue un soldado distinguido en las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial pero salió de la carrera militar como de un sueño pasajero. Reconoció el genio de su esposa pero no supo protegerlo. Le cedió su apellido sólo para verlo ensalzado en una fama ajena, en un éxito tan espectacular que a él lo convertía en una mera sombra de Carson. Y sin embargo, este escritor frustrado logró una gota de inmortalidad en las mejores obras de su mujer. La memoria del hombre que amó Carson McCullers dio el patético lirismo del relato "¿Quién ha visto el viento?". De Reeves, Carson oyó la historia de un escándalo sexual en una base militar que convirtió en una espléndida novela corta, Reflejos en un ojo dorado , donde son reflejos de Reeves la atracción reprimida que ejerce un soldado sobre un oficial, la belleza física de uno y la obsesión mortal del otro, el equívoco que inexorablemente conduce a una tragedia. Ausente y luego muerto el marido, el amigo, el compañero de su tránsito por los infiernos del alcohol, la soledad de Carson se recortaría a enamoramientos no correspondidos o vistos con horror, a un asedio grotesco de las personas que necesitaba amar con la misma violencia con que necesitaba la bebida.
El fin la retrató postrada en una cama, mirando fijamente un vaso de whisky con hielo, sin tocarlo. Ganarse el alma
"La escritura no es sólo mi modo de ganarme la vida; es como me gano mi alma", afirmaba esa mujer que no cesaba de leer y escribir pese al naufragio de su cuerpo en la parálisis de un brazo, en el ahogo de neumonías, mutilado por sucesivas operaciones de una mano, de un pecho con cáncer, de una cadera rota, un cuerpo en su mal tan distante del bien de la imaginación y del talento, que lo consideró un invasor extranjero del territorio más alto que le pertenecía y le hizo frente con sobrehumana indiferencia. Por el contrario, ganarse la vida escribiendo le resultó asombrosamente fácil. La buena suerte también intervino. Le tocó publicar en una época en que los escritores se ganaban el pan vendiendo cuentos a las opulentas revistas como el New Yorker o Harper´s Bazaar , que reclutaban, mediante un pago más que sustancioso, a jóvenes o nuevos autores junto a los consagrados.
McCullers escribió como vivió, peligrosamente, en el sentido de apostarse entera a lo que denominaba "una iluminación", la breve rágafa de segundos en que veía cristalizarse el mundo de una novela, el paisaje de un cuento. No buscaba buenas historias; las llevaba adentro. Historias conmovedoras y profundas en su aparente sencillez, de individuos aislados por un defecto, como en El corazón es un cazador solitario ; farsescas como La balada del café triste , con la mujer gigante enamorada de un enano y la antológica pelea cuerpo a cuerpo de la mujer contra el hombre que le disputa ese amor para vengarse de ella; ríspidas y audaces al límite, como la sordidez de las pasiones que se cruzan entre los cuatro personajes de Reflejos en un ojo dorado ; poéticas como Frankie y la boda , la novela del Sur que pinta la alucinada frontera entre la niñez y la adolescencia de una chica, una "iluminación" concebida con la estructura de una obra teatral, que McCullers y su amigo Tennessee Williams adaptaron para el escenario y que obtuvo un impresionante éxito de crítica y de público. Esas historias, merecidamente, le ganaron el alma que deseaba.
Como su admirado Proust, que sostenía que un verdadero artista no debe arredrarse ante los sentimientos, McCullers usó esa vaga palabra sentimental, alma, para designar el secreto universo de la creación literaria, el toque de una victoria sobre el tiempo que hay en la obra de algunos autores, la suprema neutralidad que borra de la escritura cualquier diferencia establecida a priori por su origen, entre hombres y mujeres, idiomas y nacionalidades, vidas felices e infelices, para darles a cambio una voz poderosa, sin género ni ancla temporal y única a la vez -el estilo-, que nos sigue narrando aunque pasen los años.

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