Por Jose Pablo Feinmann
Litografía de autor anónimo sobre el asesinato de Facundo Quiroga en Barranca Yaco.
Durante los noventa estuvieron de moda en las academias de los países del primer mundo las llamadas teorías poscoloniales. Sus representantes fueron esencialmente tres: Gayatri Spivak (India), Edward Said (Palestina) y Homi Bhabha (Pakistán). Si recordamos un libro muy difundido de Edward Said encontraremos en él un minucioso análisis de elementos colonialistas en textos de los países metropolitanos. Said procede del siguiente modo: analiza textos de Jane Austen o de Conrad o de Melville o incluso la ópera Aída y encuentra en ellos la presencia de la mirada del imperio. Es el mismo imperio el que construye la mirada colonial. El colonizador (como el sujeto kantiano con el objeto de conocimiento) constituye la imagen del colonizado y su mundo. Los textos del imperio están escritos por los escritores del imperio. Las colonias no tienen escritores. Están condenadas a verse por medio de la mirada del Otro, del amo imperial. Este amo imperial crea su propia justificación histórica en tanto construye esa historia. La produce y a veces la explicita. Observemos la interpretación que hace Said de una novela como Moby Dick, cuyos rasgos imperialistas pocos se habían detenido a estudiar: “Melville construye en el capitán Achab una alegoría de la conquista del mundo que Estados Unidos desea; está obsesionado, se comporta de un modo compulsivo y se muestra imparable, absorto completamente en su propia justificación retórica y su sentido del simbolismo cósmico”. Siempre hemos visto en Achab a un personaje metafísico en busca de lo absoluto, del sentido de la existencia o, sin más, de Dios. Esto enfurecía a Melville, pero así ocurrió. Said ve en Achab la furia imperialista de Estados Unidos. En suma, el autor colonial (Said) se vale de los textos de los autores del imperio para analizar el colonialismo porque es en ellos donde encuentra su explicitación. O su justificación. Fueron los autores imperiales, no los de las colonias, quienes produjeron los textos que validarían la acción siempre civilizatoria del imperio. Pues el colonialismo de la modernidad se consideró portador de valores inexistentes en las colonias, de aquí su acción benéfica. El concepto de civilización encierra la tarea cultural, moral o religiosa con que el colonialismo embellece y justifica sus acciones. Si Roma conquistaba nuevos territorios lo hacía en nombre de la grandeza de Roma. No tenía una teoría del progreso histórico. El colonialismo sí. Desde que el evangelio y la cruz se unen a la espada en la conquista de América hasta el progreso que Europa dice llevar a todo territorio que conquista, el colonialismo de la modernidad asume un papel de humanización, de rescate de las sombras de la barbarie de todos los territorios periféricos que conquista.
El caso de Facundo es hondamente original. Los escritores poscoloniales debieron llamarse a sí mismos neocoloniales, pues sus países no dejaron de ser espacios dominados por las potencias metropolitanas. Pero se asumieron como países liberados de la dominación colonial y no elaboraron el concepto de lo neocolonial. La élite que escribió los textos que habrían de justificar la acción progresista del imperio se escribieron –-precisamente– en el imperio. No había una élite ilustrada en la colonia. Con el pacto neocolonial, por el contrario, surge una élite ilustrada. En nuestro país: Moreno, Castelli, los rivadavianos y luego los brillantes jóvenes románticos, Echeverría, Alberdi, Juan María Gutiérrez y el poderoso sanjuanino Sarmiento. Ya, en Inglaterra, un talentoso político como Richard Cobden, desde la escuela manchesteriana, desde el liberalismo, reclamaba la emancipación política de las colonias: “¡Que nombren a sus gobernadores, sus inspectores, sus aduaneros, sus obispos y sus diáconos, y que paguen hasta las rentas de sus cementerios!”. Que sean libres. Que tengan bandera, himno, gobierno independiente. Sólo queremos comerciar con ellos. Si lo hacemos, serán nuestros. El inteligente esquema del imperio es ser el taller del mundo y relegar a las ex colonias a la producción de materias primeras. Todo producto sin valor agregado vale menos que otro con valor agregado. El producto industrial de la metrópoli siempre se impondrá (en los términos de intercambio) al de la neocolonia, mero producto de la generosidad del suelo y no del esfuerzo humano. Sarmiento, en Facundo, desarrolla esta teoría con más brillantez que nadie. “Inglaterra nos pondrá el remo en la mano.” Ningún texto colonialista escrito en un país central podría superar a Facundo. He aquí –en suma– la diferencia en las neocolonias y sobre todo en nuestro país: los textos que justifican nuestra integración complementaria a las industrias del imperio fueron escritos por escritores nativos, por hombres de la élite gobernante. Llegará a decir José Hernández que vale tanto un vellón de oveja como una máquina de producir manufacturas. Taller del mundo, Inglaterra. Granero del mundo, Argentina. Este esquema dará origen a una clase ociosa, dispendiosa, que se acostumbrará a gozar de la abundancia fácil. Esta será la Argentina próspera de “nuestros abuelos” que la oligarquía gobernante evoca como el paraíso perdido. Estaba destinado a perderse. Luego de la crisis del ‘29 los términos de intercambio se inclinan drásticamente a favor de los productos manufacturados y no de los primarios. El granero del mundo, la tierra de “los ganados y las mieses”, se derrumba sin piedad.
Facundo proponía la entrada del Progreso (el gran valor del siglo) en el país poseído por la certeza de esa utopía: el Progreso del imperio sería el Progreso del mundo neocolonial. Había una sola senda: la senda de la complementación con la economía y la cultura europeas. Siguiendo esta senda, por ahora detrás de ellos, alguna vez los alcanzaríamos. El Progreso era para todos. Era el tren de la Historia. Algunos ocupaban por ahora la retaguardia. Otros la vanguardia. Pero ese tren era para todos. Porque había una sola vía y por ella marchaban los países imperiales y los neocoloniales. En algún momento sus marchas se igualarían y el mundo sería el del trato entre países de un mismo nivel en la escala del progreso. Sarmiento no sospechaba (nadie lo hizo) que no había un solo carril. Que los países imperiales marchaban por uno. Y los neocoloniales por otro. Que nunca se unirían. Estamos en el siglo XXI y la dulce historia del progreso de toda la humanidad está destruida. Las desigualdades son más crueles que nunca. En resumen: la introducción de la lógica técnico-imperial en los países nuevos no los llevó a la prosperidad sino al atraso. Esa razón técnico-imperial sólo fortaleció –en nuestro país– a la ciudad de Buenos Aires y selló una subalternidad (tomo este término de Gayatri Spivak) que aún continúa. La miseria en la Argentina es una realidad cruel y hasta monstruosa. Las luchas civiles que Buenos Aires emprendió en nombre de la civilización y el progreso sólo dieron como resultado el arrasamiento de los gauchos, de los negros y de los indios. La repartición de la propiedad de la tierra en pocas manos y también un manejo de la política privativo de esas mismas clases respaldadas por un ejército que le sabrá ser fiel hasta los extremos de la Argentina concentracionaria de 1976-1983. Los gobiernos populistas de Yrigoyen y Perón serían abatidos por golpes cívico-militares que restaurarían a los dueños de la “abundancia fácil” (que se consideran, muy naturalmente, los dueños del país porque poseen la tierra) y todo seguirá su camino “racional”.
Y es justamente el tema de la “razón” el que queremos trazar en este Estudio Preliminar. Se ha hablado tanto del Facundo que poco queda por decir. Los historiadores liberales –no bien leen líneas como las que acabo de escribir– lo califican a uno de “revisionista trasnochado”. Como si ellos (con esa concepción oligárquica y liberal) no estuvieran, más que trasnochados, cayéndose a pedazos, carentes de toda credibilidad, aniquilados por las jóvenes interpretaciones de historiadores nuevos y de lectores nuevos que califican como “oficial” o “digna del Billiken” la historia que ellos ofrecen.
Vamos a partir –para nuestro nuevo, creemos, análisis de Facundo– de la Escuela de Frankfurt y de las reflexiones sobre la técnica del segundo Heidegger. También –no considero a este texto como parte de la Escuela de Frankfurt– de las Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin. Sarmiento (junto a todos los ilustrados de su tiempo) veía en la introducción de la técnica de la modernidad en el país la única posibilidad de su desarrollo histórico. Era simple: había un único decurso histórico y era el que seguían los países de la centralidad occidental. Unirse a ellos, seguirlos, adquirir sus técnicas de progreso, sus bases culturales y –sobre todo– eliminar a quienes en el país se les oponían era la tarea que hacer. Sarmiento –contrariamente a Heidegger y Adorno–- tiene un desdén profundo por la naturaleza. En esto coincide con Marx, que era, como él, aunque por otros motivos, un enemigo de lo que podríamos llamar materia no trabajada. La pampa es el símil del mar en la tierra. Esta tierra, como el mar, no está aún trabajada, espera la mano del hombre de la cultura, la que le hará rendir sus frutos. Ese hombre no es el gaucho, que pertenece a la tierra, a las campañas. Sino el hombre de la civilización. El hombre de la ciudad. La antinomia entre ciudad y campaña (que es la misma que civilización y barbarie) es la que existe entre el trabajo técnico, el progreso y la extensión inútil, no trabajada, por la que el gaucho ejercita su destino de errancia. “Esta llanura sin límites (...) permite rodar enormes y pesadas carretas, sin encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del hombre apenas si ha necesitado cortar algunos árboles y matorrales.”
Esta inmensidad de las llanuras le entregará a Sarmiento una posible simetría que lo seduce: los campos argentinos tienen “cierta tintura asiática, que no deja de ser bien pronunciada”. Sólo hay que señalar aquí que Sarmiento había dialogado durante tres días –en Argelia– con el mariscal Bougeaud, que había conquistado para Francia ese país de Africa. Descubrió en las tácticas del mariscal francés los modos con que habría de luchar contra las montoneras gauchas. Bougeaud no se distinguía por ejercer la piedad sino por lo contrario. Le enseñó a Sarmiento que a la barbarie se la combate con la barbarie. “Debe uno hacerse más bárbaro que los bárbaros.” Así, por este rodeo cruel, entra la civilización moderna en los territorios del atraso. Bougeaud también explica que Argelia entregará a Francia sus materias primas, algo que justifica la dura empresa acometida. De las crueldades de Bougeaud en Argelia (logró derrotar nada menos que a Abd-el-Kader, poderoso caudillo árabe) poco vamos a decir. El imperialismo nunca fue piadoso para enclavar la cultura en los territorios ajenos a ella. Tampoco lo será Sarmiento en nuestro país. Su papel no era ése. Sarmiento fue el más poderoso ejecutor en el Plata de los decursos histórico-dialéctico-progresivos de la civilización de la técnica. Para él, las llanuras asiáticas y las dimensiones inasibles de la pampa eran lo mismo. La mano del hombre debía poner su huella en esa naturaleza intocada. Más aún: la civilización consistía en hendir, en quebrantar el orden natural e imponer ahí su propia legalidad. Su propio orden. El hombre debía conquistar la naturaleza para sumarla a la cultura. Heidegger, por el contrario, encontrará en la subjetividad cartesiana el momento preciso, exquisito, en que el hombre de la subjetividad, que es el de la modernidad capitalista, se afirma en el centro del conocimiento, se asume como el ente privilegiado que va a someter a todos los otros por medio de la instrumentalidad técnica. Esta conquista –que llevará al hombre a la perdición, que es, ya lo veremos en seguida, la del olvido del ser– hace del hombre el amo de lo ente. Este amo de lo ente llegará a su culminación dentro de la historia de la metafísica en la voluntad de poder nietzscheana. Este ente antropológico, que se pone a sí mismo en la centralidad del saber y del hacer apropiativo, olvida por completo el llamado del ser. O, como también suele decirlo Heidegger, aunque de un modo que ya lo acerca al misticismo de sus últimos escritos, el ser se retira. Hay dos movimientos que se corresponden: el hombre, dedicado a la conquista de lo ente, olvida al ser y el ser, a su vez, se retira. Este ente antropológico que se consagra a la conquista de la tierra por medio de la técnica acabará –según las últimas visiones de Heidegger– por destruirla. (Como se notará, estamos a un paso de tal situación. Nunca el poder destructivo del ente antropológico ha sido tan enorme y nunca los fundamentalismos religiosos –este exceso de Dios que define a nuestro tiempo– entregaron tal justificación trascendente para todos los proyectos de destrucción.) De esta forma, en el reportaje póstumo que concede a Der Spiegel, dirá: “Esto en que el hombre vive ya no es la tierra”. También Adorno y Horkheimer, en Dialéctica del Iluminismo, libro que comienzan a trabajar en su exilio en California a partir de 1940, introducirán un cambio de eje en el marxismo. El centro del análisis ya no es la lucha de clases sino la relación del hombre con la naturaleza. El libro parte de una crítica al Iluminismo. Esta filosofía, al haber deificado lo racional en el hombre, ha consagrado también a un amo de lo ente. No usan el lenguaje de Heidegger. El hombre del Iluminismo da origen a la razón instrumental. Esta razón parte de una relación de dominio sobre la naturaleza que luego se desplazará a una relación de dominio sobre los hombres. También Foucault hablará de las ciencias humanas como un instrumento, no para conocer al hombre, sino para dominarlo conociéndolo previamente. Adorno y Horkheimer recurren a la metáfora de Odiseo para mostrar cómo el hombre de la razón instrumental sujeta sus instintos con tal de no perder esa racionalidad que lo constituye. Así, Odiseo se hace atar al mástil: quiere escuchar a las sirenas pero no entregarse a ellas. Hacerlo sería extraviarse. Y el extravío de la razón es la locura. Que, según Foucault, acecha siempre a la razón, pues le recuerda que ella, la locura, existe, y que es parte de la razón. Algo que la razón quiere ignorar, niega compulsivamente y por eso crea los manicomios, para confinar ahí a los locos y evitar que su visión le recuerde sus peligros, es decir: que puede ser la antítesis de sí misma, el extravío total. Lo mismo hace la sociedad con los delincuentes. Esa razón instrumental de Adorno y Horkheimer (que es la razón capitalista, la razón de la modernidad burguesa, como lo es para Heidegger) domina, somete a la naturaleza y a los hombres y esa dialéctica (una dialéctica que avanza por medio del sometimiento instrumental de la naturaleza y de los hombres) culminará en la instrumentalidad de la muerte: en Auschwitz. Freud, por su parte, en El malestar en la cultura, dirá que la cultura es posible porque el hombre ahora, maniata, sujeta sus pulsiones primitivas. Ese hombre maniatado es tanto lo que sofoca en sí que sólo puede generar autodestrucción y destrucción. También Walter Benjamin, en un texto hermético y fascinante, tramado entre el marxismo y el mesianismo judío, describe un cuadro de Paul Klee que amaba. Descubría en él al ángel de la historia. El ángel estaba pasmado. Los ojos muy abiertos, las alas extendidas. ¿Hacia dónde mira el ángel? “Ha vuelto su rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies.”
Esta visión trágica de la cultura (esbozada en 1930 en Freud y en 1940 en Benjamin) se encuentra muy lejos del papel que Sarmiento le concedía.
Sarmiento era un escritor poscolonial que postulaba la profundización de la –por decirlo así– poscolonialidad para que su patria ingresara en la modernidad europea y extirpara de sí la barbarie de los campos, de la llanura, de lo asiático, de lo bárbaro. Lo dice a lo largo de todo Facundo: hay que europeizar el país. Hacerlo implicó aniquilar sus sentidos históricos laterales. ¿Laterales a qué? Al decurso necesario de la civilización burguesa. Argentina fue rica en producir esos sentidos laterales. Sin ellos, Sarmiento no habría escrito su obra maestra. Juan Facundo Quiroga expresaba un sentido lateral al de la modernidad burguesa, al de la racionalidad occidental. Era un “bárbaro” (un extranjero) ante ella. Pero habitaba en otra territorialidad. Llevaba en sí la posibilidad de una riqueza de sentido. El sentido lateral del proceso imperial de la burguesía debió ser aniquilado para que esa racionalidad se expresara. Sarmiento cuenta esa historia en Facundo. Pero, a la vez, como el gran escritor latinoamericano que era, pinta como pocos o como nadie ese sentido lateral que los grandes filósofos extrañan en la historia de la modernidad. ¿Obedecía a algún determinismo irrefutable su derrota? Para Marx, sí. Pocos coincidieron con Sarmiento como Marx. De aquí que el mediocre y dogmático “marxismo argentino” sea, sin más, sarmientino y, en el peor de sus abismos, abiertamente mitrista. Marx odiaba a la campaña tanto como el sanjuanino. En las páginas del Manifiesto destinadas a cantar las hazañas monumentales de la burguesía escribe: “La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, sustrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural”. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, “los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente”.
¿No es deslumbrante? No digo el texto de Marx. Hablo de Sarmiento. El, desde este lejano país del sur, provinciano, autodidacta, escribió, en 1845, antes que Marx (el Manifiesto es de 1848), innumerables textos que anticiparon a ése del Manifiesto. ¿Dónde está la diferencia? Marx era un dialéctico hegeliano. Pensaba que esa burguesía conquistadora haría nacer a su propio sepulturero: los modernos proletarios. Sarmiento no lo era: pensaba que esa burguesía conquistadora haría progresar al país, lo enclavaría en el tren de la historia, que era el del progreso, y lo llevaría a un horizonte pleno de prosperidad, de plenitud. Los dos se equivocaron. El proletariado no sepultó a la burguesía. Pareciera, ya decididamente, haber ocurrido lo contrario. Y el tren de la historia con el que soñaba Sarmiento no existía. O en todo caso: no era el mismo para todos. No había uno, había dos. Uno para los países conquistadores, para la modernidad de la burguesía, para el capitalismo de la técnica desbocada. Y otro para los países neocoloniales. Que serían, en el futuro, llamados también subdesarrollados o en vías de desarrollo o emergentes. ¿De qué tienen que emerger los países emergentes? Del atraso al que los condenó la racionalidad burguesa. Esto, Sarmiento ni lo imaginó. Acaso hacia el final de su vida, cuando vio que la clase triunfadora, la que capitalizaba las batallas impiadosas que él, Mitre, Sandes, Irrazábal, Paunero y luego el “héroe del desierto”, Roca, habían ganado sin otorgar misericordia alguna a los vencidos, era una oligarquía dispendiosa, improductiva, enemiga de la industria y seducida por el goce inmediatista de la abundancia fácil, esa oligarquía a la que él definió por el olor de sus ganados, “olor a bosta de vaca”, habrá meditado acerca del triste destino de los protagonistas de sus grandes libros: Juan Facundo Quiroga, Angel Vicente Peñaloza y hasta el Fraile Aldao. Sin embargo, en eso se equivocó menos que en sus visiones proféticas sobre el rumbo progresivo de la civilización que tanto lo deslumbró. Si es así será hora entonces de valorar a Sarmiento (no solo como genial escritor, como político de temple duro y mordaz, como nuestro efectivo mariscal Bougeaud o como gran creador de escuelas) sino como el que mejor escribió sobre el sentido lateral que la razón de la modernidad burguesa aniquiló. Ese sentido lateral fue el que expresaron Juan Facundo Quiroga y los demás caudillos federales. Sarmiento odió a Quiroga. Pero también, y mejor que la mayoría de quienes rodearon al caudillo, lo comprendió, contó su historia, lo admiró, vio en él al personaje más auténtico de la revolución americana. Si hubiera luchado en su contra, lo habría hecho degollar, qué duda cabe. Por propia confesión era un asesino. En Mi defensa escribe: “Ya he mostrado al público mi faz literaria; vea ahora mi fisonomía política; verá al militar, ¡al asesino!”. Pero sus tiempos no se cruzaron. Hizo de él un personaje inmenso. Si Facundo Quiroga expresaba el sentido lateral de la historia, otra cara del devenir histórico, ¡cuánto ha perdido la civilización con su exterminio! Es por Sarmiento, su feroz enemigo, que lo sabemos. Tal vez por estilo debiera culminar este Estudio preliminar con la frase anterior. Pero hay algo que no quiero privarme de confesar. Como él con Facundo, tengo una relación de amor-odio, o de fascinación y rechazo con Sarmiento. Sin embargo, pensemos brevemente en el fárrago filosófico en que hemos comprometido su libro. ¿No encontramos en él los temas fundamentales de la filosofía de la modernidad occidental? ¿Alguien podría decir que lo hemos visto disminuido ante Adorno, Heidegger, Marx o Foucault? De ningún modo. Me permitiré, entonces, decir mi más firme convicción sobre este libro que me honra prologar: Facundo no sólo es una formidable pieza literaria, también es uno de los libros centrales del pensamiento filosófico de Occidente.
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