lunes, 9 de marzo de 2009

Pattie Boyd, Valentín Fernando

PERSONAJES >PATTIE BOYD: DE LA BEATLEMANIA A LA CLAPTONDEPENDENCIA

Pattie te quiero


Pocas chicas fueron tan famosas, envidiadas y también odiadas durante la explosión del swinging London como la rubia modelo Pattie Boyd. Su noviazgo y posterior matrimonio con George Harrison la embarcaron en una gira mágica y misteriosa en plena beatlemanía. Una burbuja de fiestas inolvidables, drogas y algo de meditación que se pinchó junto con su matrimonio, pero que no pudo terminar con su gusto por los héroes de la guitarra. Entonces, a principios de los ’70, Pattie dejó al beatle por Eric Clapton y vivió una década al límite, con días muy largos que arrancaban con desayunos recargados con vodka. Un maravilloso presente (Editorial Circe) es la autobiografía donde la musa de canciones como “Something” y “Layla” desmigaja sus agitados y doloridos recuerdos.

Por Nicolas G. Recoaro
Crónicas de una superviviente a la que las buenas vibraciones y la agitación del swinging London le cambiaron la vida. “Tirábamos a la basura el reglamento. Una nueva época y un nuevo sistema de valores habían nacido. La gente quería experimentar y divertirse. Mientras fueras joven, guapo y creativo, el mundo era tuyo. Era una edad dorada, una época emocionante en la que vivir. Como modelo, posando para los fotógrafos de más éxito de Londres, yo estaba donde estaba la acción”, recuerda Pattie Boyd en su recién aparecida autobiografía. Niña bien con ancestros aristócratas e infancia difícil en la sabana africana, de adolescencia gris templada en internados religiosos que terminó estallando en coloridos catálogos de moda luciendo las minis de Mary Quant y los flequillos a lo Twiggy, Pattie Boyd fue un auténtico icono mod que flechó a George Harrison en plena beatlemanía y que acabó ganándose el odio de millones de fanáticas al llevarlo al altar. Pasó la década del ’60 en una gira mágica y misteriosa en aquel mundillo idílico de fiestas inolvidables, mansiones fastuosas y meditación lisérgica hasta que la burbuja pop estalló en mil pedazos, y en plena crisis sentimental dejó a Harrison y se convirtió en la amante y compinche de Eric Clapton. Todavía la esperaban más de un problema con las drogas, sus frustraciones con la maternidad y una promisoria carrera como fotógrafa de elite.




Pattie y un fortachón Eric Clapton.


Con Un presente maravilloso, Pattie Boyd, en colaboración con la periodista Penny Junor, rompe cuatro décadas de silencio con una autobiografía nada condescendiente, que desmigaja los placeres y las miserias de su vida dentro de la realeza pop de los ’60. Desde “Something” hasta “Layla”, las auténticas memorias de una musa.






Twiggy y Pattie posando para la Vogue italiana.


Africa mia

La historia cuenta que Patricia Anne Boyd nació en Somerset, durante la mañana del día de San Patricio, en marzo de 1944. Su árbol genealógico se remonta a un excéntrico tatarabuelo que heredó incontables hectáreas en Lucknow, en el norte de la India, al defender los dominios de la realeza británica durante la violenta Rebelión de los Cipayos en el siglo XIX. Su familia materna creció sin sobresaltos, entre lujos coloniales y plantaciones de azúcar y añil; amasando su fortuna en la frontera con Nepal y educando a sus hijos en los colegios más distinguidos de Inglaterra. La rama paterna de la familia de Pattie no había tenido la misma suerte. Su padre, Colin Ian “Jock” Langdon Boyd, creció en una familia de granjeros medio pelo del valle de Fowey de Cornualles, en el sudeste de las islas británicas. Jock tuvo una infancia algo triste –pasaba los días dedicado a la caza y los caballos– hasta que decidió ingresar en la academia militar para luchar contra los nazis. Bendita suerte la de Jock: un accidente de autos le impidió ir al frente con su regimiento, y en su nuevo destino como piloto de la RAF (Royal Air Force) conoció a Dianna, la futura madre de sus cuatro hijos. Pattie recuerda: “Mis padres se casaron siendo jóvenes e inexpertos y, como cientos de otras parejas casadas durante la guerra, apenas sabían nada el uno del otro cuando llegaron al altar. Mi madre tenía diecisiete años cuando conoció a Jock Boyd en el baile de Somerset. El tenía veintitrés y estaba despampanante con el uniforme de la RAF, con sus relucientes botones de latón y las alas doradas en el hombro izquierdo. Bailaron toda la noche y después de dos breves encuentros más, Jock le escribió y le propuso matrimonio. En general era un buen partido. Pero en cuanto se casaron resultó que no tenía dinero, y mi madre, acostumbrada a un estilo de vida lujoso, tuvo dificultades para adaptarse”. Un nuevo accidente del desdichado Jock y las penurias económicas ahogaban a la joven pareja, hasta que aceptaron el rescate financiero propuesto por los padres de Dianna. Un boleto de ida a Langata, en plena sabana de Kenia.
Durante aquellos siete largos años en Africa, Pattie aprendió del calor y la tierra seca que se mezclaban en las humildes casas de sus criados; de hienas, chacales y leones que merodeaban su casa; y del terror paranoico que sentían sus familiares por miedo a que sus niñeras africanas intentaran asesinar a sus hijos. Tiempos agitados en que la Rebelión de los Mau-Mau, comandada por las tribus Kikuyu, Embu y Mau, intentaba acabar con más de una centuria de colonialismo británico en Kenia. “Supongo que hoy día podría decirse que los Mau-Mau eran combatientes por la libertad, pero yo los veía como terroristas que trataban de provocar y enfurecer a los africanos que yo conocía y apreciaba. Querían derrocar al gobierno británico y expulsar a los colonos blancos que les habían arrebatado las tierras. Sus tácticas dieron frutos: en los años ’50 hubo un éxodo de europeos.” Sin embargo, la verdadera rebelión que causó un cimbronazo en la vida de Pattie fue la separación de sus padres. Jock no daba pie con bola en aquel paisaje africano –trabajaba medio tiempo cuidando caballos y tiempo completo en el hipódromo con una amante– y sin la ayuda de los padres de Dianna no podía solventar los colegios británicos de sus hijos y la pequeña casa que habían alquilado en Nairobi. Cansada de sus andanzas, Dianna abandonó a Jock y decidió volver a Inglaterra con sus hijos. “Y de pronto, en diciembre de 1953, yo estaba en Inglaterra, en un mundo de luz artificial sacado de un cuento de hadas. La noche de Kenia era negra como una boca de lobo, la única luz era la de la luna y las estrellas.” Pattie comenzaba a encandilarse con las luces de neón y las marquesinas londinenses que la verían brillar algunos años después.

My Sweet George
Para los primeros años de la década del ’60, la adolescente rubia y desgarbada que había crecido en claustrofóbicos internados religiosos consiguió algunos trabajos como modelo y decidió dejar la comodidad de la casa materna, para mudarse a pocas cuadras del nuevo centro del mundo: King’s Road. “Así era Londres en los años ’60. Hablabas con los desconocidos y los invitabas a ir a tu piso sin pensártelo dos veces. King’s Road era como el patio de un colegio exclusivo. Todo el mundo iba a las mismas fiestas, a las mismas tiendas, a las mismas cafeterías. Todo el mundo tenía un aspecto fabuloso y se mostraba relajado y efusivo”, recuerda Pattie. Flequillos a lo mod, doradas fiestas chic, minifaldas diseñadas por Mary Quant en su boutique Bazaar, fotos para Vanity Fair, Honey, Tatler, The Times y el yeah, yeah, yeah de cuatro chicos epilépticos de Liverpool que no dejaba de sonar en el ambiente. Pattie se metía en las trincheras de la revolución del swinging London con el glamour de una auténtica chica de tapa de la revista Vogue.







Pattie y George Harrison.

“¿Amores adolescentes? Demasiados”, confiesa Pattie en su libro, pero el verdadero flechazo fue con George –uno de aquellos chicos del yeah, yeah, yeah–, durante el rodaje de A Hard Day’s Night, donde la modelo había conseguido un pequeño papel. “Con sus suaves cejas marrones y su pelo castaño oscuro, era el hombre más guapo que había visto nunca. Estar cerca de él era electrizante. Cuando el tren llegó a Londres y terminó el rodaje, me quedé triste de que se acabara ese día tan mágico. Como si George me hubiera leído el pensamiento dijo: ‘¿Quieres casarte conmigo?’” Pattie desistió de la anticipada propuesta nupcial, pero aceptó ir a comer a un restaurante de Oxford Street.
Marzo de 1964, Pattie y George ya son novios y la beatlemanía empieza a crecer como una bola de nieve lanzada desde la punta del Himalaya. Giras maratónicas y fans histéricas que no dejan de desmayarse y llorar ante el más mínimo suspiro beat. ¿Las mujeres más odiadas por aquellas falanges de desquiciadas? Maurenn Cox, la novia de Ringo; Cynthia, la mujer de Lennon; Jane Asher, la novia de Paul; y por supuesto, Pattie Boyd. Y aunque Brian Epstein hizo lo imposible para ocultar las parejas estables de sus cuatro minas de oro, las despechadas fans tejían redes de espionaje dignas de la KGB. “Los fans nos hacían la vida inaguantable. Solía recibir cartas insoportables, sobre todo de chicas norteamericanas. Cada una decía ser la novia legítima de George y que si no lo dejaba en paz, me echaría una maldición o me mataría. Una noche fuimos a ver a Los Beatles al Hammersmith Odeon. Al salir por una de las puertas laterales nos siguieron unas cinco chicas. Yo iba disfrazada, pero debieron de reconocerme porque tan pronto como nos metimos en el callejón que había a un lado del edificio, se abalanzaron sobre mí y empezaron a darme patadas. Uno de seguridad agarró a una de ellas y me la sacó de encima, pero ella forcejeó como una gata salvaje y le arrancó un buen puñado de pelo. Casi me mata.”
¿La historia de la princesa y su príncipe azul? Más o menos. El 21 de enero de 1966, George y Pattie celebran su casamiento –“me habría gustado casarme por iglesia, pero Brian Epstein no quiso armar mucho revuelo”–, como en una de esas publicidades que venden el sueño pop en envase familiar. De ahí en más, los tortolitos comenzaron a beber a grandes sorbos los placeres de la vida: viajes caros, autos caros, ropa cara, mansiones caras, fiestas caras y redadas policiales antidrogas muy caras. “Las drogas formaban parte de nuestra vida en aquella época y eran una fuente de diversión. Tomábamos antidepresivos, estimulantes, ácidos, y fumábamos hachís. La policía no compartía nuestra opinión. Creo que el establihsment creía que estaba perdiendo el control, que la juventud estaba siendo corrompida por sus héroes melenudos y hippies. Muchas de las canciones de Los Beatles eran inducidas claramente por las drogas, pero ellos iban de buenos; gustaban a todo el mundo, hasta a la generación de nuestros padres. Los Rolling Stones eran los chicos malos, abiertamente sexuales, disolutos y peligrosos. Si hubieran sabido...” Años lisérgicos a los que el señor y la señora Harrison les pusieron un brusco freno de mano después de un pésimo viaje por el Haight Ashbury californiano. Entonces los trips de ácido mutaron en exclusivos tours a la India guiados por el Maharishi Mahesh Yogi y las largas noches de vinos franceses, cocaína y zapadas junto a Mick Jagger, Marianne Faithfull, Bob Dylan, Twiggy, Ronnie Wood –la lista de invitados era interminable– en la mansión de Friar Park se metamorfosearon en prolongadas mañanas de meditación, arroz integral y sesiones de sitar con Ravi Shankar.
Para fines de los ’60, Los Beatles eran historia y Harrison se quedó colgado en su santuario personal aprendiendo de memoria las enseñanzas de Paramahansa Yogananda y alabando la figura de Krishna y su séquito de apetecibles vírgenes. “Me había dejado atrás, o tal vez yo había elegido quedarme atrás. No quería pasarme todo el día salmodiando. George lo hacía obsesivamente durante tres meses y luego se volvía loco. Quería alcanzar el plano espiritual al que aspiraba, pero los placeres de la carne eran demasiado tentadores”, rememora Pattie. La fortuna y sus fantasmas volvieron a alcanzarlos en plena crisis matrimonial provocada por las recurrentes infidelidades de George (la gota que colmó el vaso fue el affaire con la mujer de Ringo). Luego de casi una década soportando estoicamente sus engaños, Pattie decidió abandonarlo, sin antes dejarle una buena lección al ex beatle: sacó la bandera de OM que Harrison tenía ondeando en el tejado y puso en su lugar la de una calavera pirata.
Muy atrás en el tiempo quedaban los años en que aquel tímido muchachito de Liverpool le dedicaba “Something” como prueba de su amor.
Clapton es Dios
No muchos días antes de que la relación entre los Harrison comenzara a llegar a punto muerto, Eric Clapton solía formar parte del jet set del rock and roll que merodeaba la mansión de Friar Park durante las memorables bacanales. En alguno de aquellos amaneceres sin sentido, Clapton comenzó a enamorarse perdidamente de la esposa de su amigo George. La llamaba por teléfono, le escribía cartas y hasta salió algún tiempo con la hermana de Pattie. “Hasta que una tarde encendió una grabadora, subió el volumen y me hizo escuchar la canción más poderosa y conmovedora que yo había oído nunca. Era ‘Layla’ y trataba de un hombre que se enamoraba desesperadamente de una mujer que lo quiere, pero no está libre.” Algunas semanas después, Clapton se sincera con su amigo, pero no consigue que Pattie –como le suplica en “Layla”– alivie su alma apesadumbrada. Despechado, Eric la amenaza diciéndole que iba a suicidarse consumiendo heroína. La promesa casi lo hace golpear las puertas del cielo.
Los siguientes tres años, Clapton los pasó en el ostracismo más absoluto en su caserón de Hurtwood Edge, consumiendo cantidades industriales de droga y soñando con Pattie. Su breve participación en el Concierto para Bangladesh –compartiendo escenario con Harrison en “While my Guitar Gently Weeps”– fue el preludio de un duelo a punta de guitarras que terminó dos años después, durante una cena en Friar Park. “En cuanto cruzó la puerta, George le dio una guitarra y un altavoz, como un hombre del siglo XVIII podría haber ofrecido una espada a su adversario, y durante dos horas, sin pronunciar una sola palabra, tocaron a dúo. Se notaba el aire electrizante y la música desbordaba de emoción. Cuando terminaron, no dijeron nada.” El mítico graffiti “Clapton es Dios” tenía razón. Eric había vencido a George y la damisela debía cambiar de manos. Cuestiones del destino o del machismo rockero. Al poco tiempo, Pattie rompía con George definitivamente.
Pronto se casaron y la señora Harrison pasó a ser la señora Clapton. “Si por George había sentido un amor grande y profundo, con Eric había una pasión tan embriagadora e incontenible, que me sentía casi fuera de control.” Pattie y Clapton pasaron juntos más de una década caminando totalmente borrachos por el borde de una cornisa. Giras de noches interminables. Pattie sobrevivía a una pasión que ardía alimentada por litros y litros de vodka y brandy, hasta que los fantasmas de las adicciones, su maternidad frustrada y las infidelidades –con la desagradable sorpresa de dos hijos extramatrimoniales de Eric– la hicieron decir “basta, hasta acá llegamos”. Y le pidió el divorcio.
Luego, para Pattie llegó el turno de reconstruir su vida lejos de los mitos, lejos de las leyendas, como fotógrafa. Atrás quedaban sus años como musa del rock. “Ser la musa de dos músicos tan extraordinarios era una gran presión, porque ellos creían ver en mí la persona asombrosa que yo no era.” Además, Pattie se hizo una promesa. Nunca más saldría con un rockstar.



Desde esta sangre
Hoy su obra es prácticamente desconocida e inhallable salvo en algunas librerías de viejo. Pero Valentín Fernando (seudónimo de Abraham Valentín Schprejer) llegó a obtener reconocimiento por varios de sus libros –en especial por la novela Desde esta carne– y participó en varias polémicas claves de los años ’50, entre Boedo y Contorno y la literatura de izquierda. Unas viejas carpetas halladas en una mudanza, una novela inédita que aún busca lectores, reactualizan la historia de este olvidado escritor. Historia contada aquí por su nieta, quien no llegó a conocerlo, pero empezó a reconstruirlo con emoción y sorpresa a partir de esos papeles ya amarillentos.

Por Nina Jäger

La herencia literaria de Valentín Fernando no había encontrado todavía a su heredero hasta que me topé con sus papeles de casualidad en medio de una mudanza. Como sucede en Mi oído en su corazón, descubrí escritos que podían decirme mucho sobre mi familia y también sobre mi propio pasado. Una carpeta amarilleada que había sido olvidada hacía muchos años, varios sobres con cuentos, artículos en diarios y revistas, todo apareció para mí como un gran tesoro de lo desconocido, un baúl lo suficientemente profundo como para meterse a hurgar. Pero las carpetas no eran de un padre inédito, como le ocurrió a Hanif Kureishi sino de un abuelo escritor, al que por un desfasaje de diez años entre su muerte y mi nacimiento no llegué a conocer. Sin buscarlos y como si me llamaran a cumplir con una tarea predestinada, me encontré después con una novela suya en una librería de usados en San Telmo y con un número de la revista Sur donde él escribió. Y así esos papeles no sólo iban a decirme cosas de mi pasado sino que también me iban a proponer un futuro literario posible. Porque entre esas carpetas dejadas de lado por cuestiones familiares ajenas a la literatura (mudanzas, agonías, exilios, detenciones) había una novela inédita que una enfermedad y una muerte prematura le habían impedido publicar. Eso fue motivo suficiente para apropiarme de la herencia que el seudónimo de un abuelo que no conocí tenía para ofrecerme. Y a medida que empecé a sacar papeles del baúl la lista de motivos para elegir heredarlo fue creciendo sin parar. Tanto que terminé por fantasear que finalmente, en realidad, lo conocía.
Valentín Fernando, escritor, se llamaba en la vida no literaria Abraham Valentín Schprejer. Al final de su vida breve, el nombre elegido le había servido para firmar más de media docena de novelas, algún libro de cuentos, relatos publicados en diarios y revistas y artículos críticos sobre cine y literatura.
La primera dificultad al intentar conocer la vida literaria de mi abuelo estaba en reunir en una sola figura un nombre y un seudónimo que se diferenciaban sobre todo por el judaísmo (o la falta de él). Valentín Fernando eligió tener una doble identidad, como muchos otros de su generación, para no tener que dar explicaciones ni soportar posibles (y más que probables) prejuicios en un medio hostil a sus orígenes.
Pero el cambio de nombre solamente le facilitó las cosas en alguno que otro medio. No lo usó para negar su origen, ni en la literatura ni fuera de ella. De todos modos, estaba lejos de ser un escritor que se ocupara solamente de los temas que atañen a sus raíces. En sus novelas hay personajes judíos: Fernando se apropió del tema y lo usó con fines literarios.
Las reflexiones de un personaje suyo sobre el judaísmo no sólo aportan al destino fatídico de la novela y sus personajes, sino que además ilustran bastante bien la actitud de Fernando en ese aspecto. “Primero existe un odio que ellos mismos no entienden, que no saben cómo manejar ni por qué lo sienten. Es como si hubiesen nacido con él. Sí, sé que vos no sentís eso. Vos sos tan judío como yo, y yo casi tan cristiano como vos. Los que interesan son los otros, ese conjunto de muchachos que de pronto maduran, sí, esa es la palabra, que maduran en bestias llenas de odio. Pero en mi caso el odio es doble porque yo no me escondo. No les tengo miedo, y la crueldad que se saciaría en la primera ocasión frente a un individuo cobarde, de pronto crece por la sorpresa que experimentan y hasta por un inconfesado temor ante un adversario que no esperaban.”

EN CARNE PROPIA
Comenzó a publicar con sólo 25 años, en 1946. Con su primera obra, La calle tiene sus hijos, que no pudo salir a la venta porque la policía la incautó bajo la inculpación de contener expresiones inmorales, ganó el primer premio de prosa organizado por Emecé y la revista Contrapunto. Ese mismo año también dio a conocer la novela El ancho camino, con la que algún tiempo antes había obtenido una mención en el concurso del diario Noticias Gráficas. Las requisas policiales en librerías hacia el fin de la década del 40 y comienzos del ‘50 entorpecieron la circulación de varias de sus novelas, incluso de las que no fueron reprobadas por la censura. Cara o seca (sic), novela que legalmente no había sido señalada por el dedo, tuvo que venderse a escondidas por el miedo que tuvieron los libreros a partir de la incautación en la librería El Ateneo.
Escribió cuentos y artículos para La Nación y para las revistas Contorno y Sur, entre otras. De ahí en adelante, su producción literaria no se detuvo. Publicó siete libros en vida (con la última novela, Baldío al Sur, fue finalista del Premio Planeta en 1972, cinco años antes de morir) y mereció una reedición por Sudamericana de la novela Desde esta carne, que conmemoraba los veinte años de su publicación original, en 1952. Como ya había ocurrido con su primer libro, la primera tirada de esa novela fue censurada e incautada por contener escenas de sexo y violencia explícitos. También se reeditó, muchos años después de su muerte y gracias a la intervención de su hijo mayor, en ese momento dueño de la pequeña imprenta que lo publicó, la novela Tiempo del miedo, en 1994. Hoy su obra sigue intentando esquivar la muerte con esa novela que quedó sin publicar y que azarosamente llegó a mis manos.
Actualmente su obra es prácticamente desconocida y tampoco es leída en los círculos académicos. Y eso sorprende porque familiarizarse con su escritura nunca deja de valer el esfuerzo de buscar algún libro suyo entre los usados más viejos. Pero en los tiempos de Fernando su obra circuló mucho y mereció intervenciones críticas de escritores que hoy son muy reconocidos. Entre otros, Carlos Correas escribió sobre él en la revista Las ciento y una y Juan Sasturain reseñó varias de sus novelas en el diario La Opinión. Además de autor conocido y apreciado en su momento, Fernando fue un pionero en sus opiniones y valores literarios. Son conocidas las operaciones de rescate de la obra de Roberto Arlt que hizo la revista Contorno. Pero Contorno nació en 1953, y antes de eso ya alguien se había preocupado por la poca circulación de su obra. En 1946 Fernando publicó en la revista Todo, que dirigía Bernardo Kordon, una nota sobre Roberto Arlt, la literatura argentina, el realismo y las representaciones urbanas.
El rescate de un escritor hasta ese momento dejado de lado no era solamente un acto de justicia literaria. Era también una manifestación de gusto y preferencia (Arlt fue siempre una de sus más grandes admiraciones) y una total declaración de principios organizadores de la propia obra. En 1949, en una versión más extendida, el artículo volvió a salir en la revista dirigida por Bernardo Kordon, Davar, donde Fernando se permitió escribir un parágrafo entero con reflexiones sobre su propia escritura, y así sentó las bases de muchas de las cosas que escribió después, entre ellas su respuesta a los críticos “dientes de leche” –mote con el que él mismo los calificó por su corta edad, aunque él no era ningún veterano en ese momento y lamentablemente nunca llegó a serlo– acerca de Desde esta carne, probablemente su novela más lograda y de seguro la de más circulación.
De la figura de Arlt eran tentadores varios aspectos diferentes, pero probablemente el más aprovechable para Fernando (y tal vez incluso para toda la generación de Contorno también) era el que le permitía pensarse a sí mismo como un escritor y a su tarea de escritura como un verdadero oficio. Porque el trabajo de escritor era para Fernando lo que realmente tenía que ocupar su tiempo. Todas las demás preocupaciones eran distracciones molestas que no hacían más que desviarlo de lo que él mismo llama, referido a Arlt, el “impulso hacia su destino”. Fernando se sirve de las ideas de Sherwood Anderson para sacar a la luz en un artículo de rescate literario esa incomodidad suya que ya hacía tiempo se había vuelto evidente: “Cada día se hace más preciso que hay hombres que nacen sólo para escribir”. Y si bien se cuenta en la familia que él siempre se enorgulleció de no haber tenido nunca que pagar para ser publicado, mérito muchas veces difícil de lograr, también se lamentó no haber podido ganarse la vida con las palabras y tener que atender, siempre desganado, a los clientes de su farmacia en Villa Caraza, que asiduamente interrumpían la escritura en la que se sumergía en el cuartito de atrás de su negocio.
Pero para él las relaciones entre la vida y la literatura eran mucho más que eso. En los tempranos ‘50 Fernando asistió a muchas funciones con debate en el Teatro del Pueblo y a tertulias literarias en librerías o en casas de escritores. En una de esas veladas (por fallos en la memoria nunca pude terminar de averiguar en casa de quién), Valentín Fernando conoció a una mujer. Era una cordobesa (polaca, en realidad, pero con acento cordobés), farmacéutica como él, que había venido a Buenos Aires hacía pocos meses. Una amiga la había invitado a esa peña en la que se interesó rápidamente por un escritor joven que se acercó a charlarle. Terminó por ser, después de poco tiempo, su segunda esposa (vía México, por falta de leyes de divorcio vincular) y, más tarde, madre de sus dos hijos y abuela de sus cuatro nietos, a tres de los cuales él no llegó a conocer.
Pero además, para Fernando una cosa era elegir como oficio la escritura y así tener que –o querer– dejar de lado las demás ocupaciones, y otra muy distinta era olvidarse, por esa razón, de que existe un “afuera” de la literatura que incluso es, o uno pretende que sea, parte importante de ella. A propósito de Desde esta carne, los críticos “dientes de leche” señalaron unas malas, falsas o poco realistas resoluciones novelísticas que Fernando se encargó de derribar. “Pretender que yo escriba otra cosa porque la literatura nacional tiene que ser otra cosa es ignorar crasamente el problema literario y humano, lo que es más lastimoso aún. Sobre todo es ignorar de plano la cuestión primera del creador: el hombre en libertad, el espíritu en libertad.” Y esa libertad para Fernando estaba íntimamente relacionada con una función inconsciente: la manera en que el artista aprovecha lo que procesa a partir de lo que ve o imagina.
Ya en una de sus primeras novelas, El ancho camino, Fernando hizo hablar a los personajes con la vehemencia justa y así logró que los hilos de las marionetas no se descubrieran, aunque a veces lo pagó con algo de grandilocuencia. “Me revientan los tipos que buscan la vida adentro de los libros, de la música. Mejor dicho, los que la buscan sólo en ellos. Introvertidos, egoístas, viviendo solamente dentro de cuatro paredes, hablando del frescor del alba sin haber trasnochado en su perra vida, hablando del amor como si tuvieran que aplicar un código penal seco y estridente, creyendo que el arte y la música son meras fabricaciones intelectuales, sin saber que se necesita tanta virilidad para hacer una sonata como para hacer un hijo. Esos tipos secos, candidatos prematuros para algún convento o monasterio, rascapapeles y eruditos de pacotilla sin saber por qué, moralistas, tránsfugas, tipos sin sangre.”
Y fue tal vez esa vehemencia lo que faltó en el final de su vida. Con dos infartos recientes, grandes problemas económicos, una hija exiliada y un hijo preso, Valentín Fernando vivió sus últimos días sumido en una gran depresión, que ni sus veinticinco años de psicoanálisis pudieron paliar.
Uno de sus cuatro hermanos, que en ese momento vivía en Rio de Janeiro, quiso sacarlo de la depresión haciéndose pasar por una editorial brasileña que requería sus cuentos para publicar en una revista. (Pasaron muchos años, incluso Fernando ya había muerto, cuando su hijo –mi tío– viajó a Brasil y allí supo por boca de ese hermano de su padre la verdad, e inclusive recibió los cuentos manuscritos). Menos de una semana antes de su muerte, el hijo le pidió que hiciera un intento por salir a flote. Pero la motivación en él ya se había acabado.
EL PAIS DE OCTUBRE
En el tomo sobre la época del peronismo clásico de la colección Literatura Argentina del siglo XX, Guillermo Korn escribió un artículo sobre Valentín Fernando y Bernardo Kordon. Es una de las pocas intervenciones críticas de los últimos años que lo incluyen o siquiera lo mencionan.
Korn se encarga, de un modo muy justo y acertado, de remarcar a Fernando como un rediseñador de la ciudad porteña desde la literatura. Pero a Fernando no le alcanzaba con lograr una configuración porteña de sus personajes, de sus espacios ni de su escritura.
“Toda literatura que quiera trascender, cualquiera sea su latitud y su tiempo, tiene que tomar el camino de la universalidad.” Tal vez en este aspecto está lo más criticable de la obra de Fernando, el punto en el que no terminó de lograr lo que buscaba. Porque sus obras no son universales, como él lo hubiera pretendido. Son eminentemente porteñas. No por transcurrir en ambientes de barrio o, como observó F. J. Solero en Sur, por lograr captar la esencia misma de Buenos Aires. La escritura de sus novelas es de por sí porteña, aunque el uso del lunfardo sea a veces un tanto torpe. Fernando mismo adopta para sí el lugar de porteño a la hora de escribir. Y no sólo por ser, como dijo recientemente Vicente Muleiro, “autor de una de las pocas obras sobre el entramado profundo del 17 de Octubre de 1945” (El día de octubre). Todos sus textos tienen olor a río y aire de bandoneón, así no suene un solo tango. Y si bien él probablemente no hubiera renegado de todo eso, que claramente era una parte importante de sus intereses a la hora de escribir, tampoco se acerca a esa universalidad que pretende como trascendencia, si es que en realidad ese programa es realizable. Porque tal vez el error no tenga que ver con un esquema que no logró aplicar en las novelas sino con la idea misma de un universal necesario para la trascendencia de la literatura, con el supuesto de que no alcanza con escribir buenas novelas porteñas para merecer un reconocimiento a largo plazo.
La mirada de Fernando, que creía firmemente en una militancia desde la escritura, nunca dejó de lado temas socioculturales contemporáneos a él. De todos modos no quiso identificarse ni quiso que se lo identificara con la tradición del grupo de Boedo. Su realismo no es moralizante ni preceptivo y ésa puede haber sido una razón para que los críticos “dientes de leche” lo acusaran de una deficiente representación de lo real. Porque la aflicción, es cierto, gobierna sus novelas (y más aún sus cuentos) y pocas veces los personajes pueden salir de la oscuridad y de la precariedad socioeconómica, que finalmente tampoco los redime.
Especialmente en Desde esta carne, pero en general en toda su obra, a Fernando le interesaban temas relacionados con el sentimiento moderno en la ciudad. La antinomia carneespíritu, en la que para él Arlt se destaca como ningún otro, se hace lugar dentro de un entramado sociocultural de época que domina la narrativa de Fernando. “Eramos como dos animales que se buscaran pero jugando, dos animales salvajes que sabían que detrás de la ficción estaba la aventura, nuestra aventura. Porque después de caminar varias cuadras, cerca de una pensión de altos muros amarillos (era el mismo camino de aquella noche, desde el puerto), me fui acercando, sin querer, y me di cuenta de que ella avanzaba cada vez más despacio; y así, en medio de la pradera, me fui sintiendo salvaje, y puro, salvaje y puro, desatado en mi ansia de aquella muchacha vestida de blanco, en busca de la libertad. Y nos quedamos sin palabras, porque las palabras existían ya.”
Antes de encontrar sus papeles, para mí la identidad de mi abuelo era un nombre, Abraham Valentín Schprejer, y una corta serie de anécdotas. Sabía que había muerto joven y que su hija, mi madre, se había despedido de él mientras se subía a un avión, casi de improviso, rumbo al exilio, intuyendo que probablemente no volvería a verlo. Y un día esas palabras que ya existían hacía muchos años me presentaron una identidad nueva, un seudónimo que había participado en épocas y en círculos que yo había conocido en los libros.
AMERICA POSTUMA
“Los americanos (...) nos ponemos a trabajar (...) complaciéndonos con nuestra misión de huérfanos, sabiendo que no tenemos antepasados y que, si surgen, en nuestra condición de semidioses, debemos ahogarlos, sepultarlos, olvidarlos”, escribía F. J. Solero sobre Desde esta carne en 1953 en Sur. Nada más acertado a la generación que esta orfandad literaria, la falta de padre artístico en el americano de mediados del siglo XX, tema que Fernando abordó en varias oportunidades en novelas y artículos.
Y justamente su novela inédita lleva por título América, padre y narra, desde una primera persona que funciona casi como un alter ego del autor, la muerte del padre. Para el americano éste no puede estar, como planteó Solero, sino muerto o agonizando. Y parece que la novela inédita de Fernando viniera a confirmarlo.
“Me dijeron la noticia por teléfono. Era la voz de mi hermana mayor. Yo había descolgado el auricular con indiferencia. No había nada que llamara mi atención en la tarde que se deslizaba mansa. Además, nadie esperaba nada inmediatamente. Hubiera podido vivir cinco, diez años más sin sobresaltos, y tal vez en cierto instante, sin que nadie se diera cuenta, el sabor agrio de sufrir las cosas se hubiera transformado en el dulce gusto de la muerte.” En la voz de un narrador que rememora parte de su infancia y que también cuenta lo que sabe de la vida de su padre, inmigrante en América, se lee un reencuentro con lo propio y un acierto en el lenguaje de una memoria personal.
Y esto no es solamente porque en la versión no corregida de América, padre pueda leerse en clave autobiográfica. Al principio los personajes llevaron nombres de personas que existen o existieron en la vida de mi abuelo (sus hermanos, sus padres, su esposa, sus hijos). Pero evidentemente él se dio cuenta de que para contar esa historia no era necesario apropiársela, y entonces decidió cambiar, con letra manuscrita, la identidad de todos para contar una historia sobre personajes y no sobre personas. Aunque por momentos se olvidó de esos cambios y en cierto punto incluso dejó de hacerlos. Y eso hace todavía más difícil la tarea de entender sus notas casi jeroglíficas. Notas que, pienso, tal vez no escribía solamente para sí mismo. Porque se dice en la familia que mi abuelo sabía que él no llegaría a publicarla.
Abraham Valentín Schprejer falleció a los cincuenta y seis años. Con él, en principio, también murió Valentín Fernando. Pero el nombre, del cual quedaba afuera la mitad más importante de su identidad, murió con muchos años a cuestas de una profesión que, a su propio entender, no hizo más que quitarle tiempo de escritura.
El reconocimiento que obtuvo después de su muerte fue y sigue siendo injustamente pequeño. A las personas no se las puede traer de vuelta de la tumba para rescatarlas del olvido, pero a los escritores sí. Incluso se los puede conocer después de muertos. Lo cierto es que a medida que escribía esta nota fui descubriendo la mayor parte de las cosas que hoy sé sobre Valentín Fernando. Por suerte para mí él dejó una novela inédita y así, tal vez, la posibilidad de volver a publicarlo y de no ser yo la única que lo conoce después de muchos años.

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