Literatura / tierra de narradores
El boom que viene de la India
A veinte años de que Khomeini decretara la fatwa contra Salman Rushdie por Los versos satánicos , los escritores indios han producido un corpus literario poderoso y reconocido en todo el mundo, signado por el cruce entre tradición y modernidad
Por Patricio Jara
Santiago de Chile, 2009
En un país con 1147 millones de habitantes, las proporciones se pierden y toda cuantificación es estéril. Más aún cuando se trata de literatura. Con tal cantidad de gente, que el gobierno indio invierta más de medio millón de dólares en traducir 50 títulos de autores locales al inglés, francés, alemán y español; que lleve una delegación de 60 escritores y casi 200 editores a la Feria del Libro de Fráncfort; que el festival literario de la ciudad de Jaipur sea uno de los más grandes jamás realizados siempre será poco. De modo que no hay otra manera de aproximarse a la literatura india que distinguiendo individualidades, partes que probablemente nunca hablen por el todo, pero al menos dan ciertas luces. A fines de los años 90 las editoriales inglesas y norteamericanas comenzaron a fijar su atención en jóvenes autores de raíces indias quienes, desde la novela, traían en sus historias un mundo desconocido, exótico y marcadamente enfocado en los clanes familiares. Hoy muchos de ellos parecen haber mudado la piel y se consolidan con una literatura desmarcada de los apellidos y anclándose, lejos de la ensoñación inicial, en la realidad; un universo lejano, pero sin condimentos; una India occidentalizada que muchas veces funciona como espejo de Sudamérica. Uno de los primeros referentes de la figuración global de la literatura angloindia se produjo a inicios de los años 80 con la novela Hijos de la medianoche , de Salman Rushdie (Bombay, 1947), la cual se transformó en una suerte de paradigma para los años siguientes no sólo por alcance político (un niño con misteriosos dotes paranormales nace en la víspera de la independencia de la Nación), sino también porque su autor había sido criado y formado académicamente en Inglaterra. Pese a que esta obra es una de las cien mejores novelas del siglo XX según la revista Time , sería otro el hecho por el que el autor logró notoriedad: la condena a muerte del ayatollah Khomeini por ofensas al islam con su novela Los versos satánicos. Para entonces Rushdie, que acaba de publicar La encantadora de Florencia ( novela llena de historias dentro de la historia, que contrasta la Florencia de los Médicis y el Imperio Mongol), ya había cimentado un prestigio literario del que goza hasta hoy, cuando se han cumplido 20 años de la fatwa decretada por el líder iraní y a la que el novelista, harto de ser visto como un símbolo de persecución, ya dejó de temer. "El éxito de los Hijos de la medianoche propició la difusión internacional de la literatura angloindia, de la que llegó a afirmarse, quizás exageradamente, que era el fenómeno literario más interesante desde el boom latinoamericano", explica Jorge Herralde, editor de Anagrama, quien publicó en español el segundo gran hito de los últimos años: El dios de las pequeñas cosas , de Arundhati Roy. La novela, que cuenta la historia de tres generaciones familiares, recibió el Premio Booker de Inglaterra y se tradujo a más de 30 idiomas. En España fue el libro de ficción más vendido de 1998 y en Chile estuvo varias semanas encabezando el ranking . El patrón parecía ser el mismo de la generación de García Márquez: contar maravillosas historias fundacionales. Dejando a un lado a V. S. Naipaul, Nobel de Literatura 2001, de origen indio pero nacido en Trinidad y Tobago además de criado en Inglaterra, el interés de la industria por multiplicar el fenómeno Roy fue instantáneo y los agentes se lanzaron en busca de nuevos autores, varios de los cuales no estaban en India, sino en Inglaterra o Estados Unidos y ya habían publicado en revistas como Granta , The New Yorker y en diversas antologías. Nacidos en la propia India y emigrados a temprana edad, muchos de ellos se especializaron en literatura creativa, como Kiran Desai, quien a los 35 años se transformó en la mujer más joven en ganar el Booker con El legado de la pérdida (Salamandra). Además, el impulso de la industria hizo posible descubrir narradoras londinenses con orígenes en la limítrofe Bangladesh, como Jhumpa Lahiri (1967), ganadora del Pulitzer 2000 con la colección de relatos Intérprete de ilusiones (Planeta). Criada en Estados Unidos, su novela El buen nombre (Emecé) confirmó, según el periódico mexicano La Jornada , "el talento de la autora para establecer, a través de la visión cultural y emocional, una comparación constante con la cultura estadounidense, tan distinta y ajena a la bengalí". Monica Ali (1967), de padre inglés y madre india, es autora de Siete mares, trece ríos (Emecé) y Azul Alentejo (Alfaguara), novelas que se destacan por su cariz más intimista para abordar las relaciones familiares, aunque en contextos similares a los de sus colegas. "Creo que todo el mundo puede leer mi novela, desde una persona mayor hasta un niño", dijo la autora en un encuentro con sus lectores en España. "Porque trata de temas interculturales. En este sentido, no creo que tenga un público en especial sino que el propio texto tiene cierta vocación universal, no va dirigido a nadie en concreto." Otras teclas Por más que muchas de estas novelas "étnicas" de autores debutantes fueran contratadas por sobre los 150 mil dólares (una cifra más que respetable en los años 90), pocos de ellos estuvieron dispuestos a repetir, en una segunda entrega, el exotismo de tramas o escenarios que tanto interés habían despertado en Europa. En el caso de Arundhati Roy (Kerala, 1961), en sus siguientes libros cambió de tecla y se empeñó en la escritura de ensayos políticos y reportajes de denuncia frontal, como El fin de la imaginación, que aborda la obsesión de su país por el armamento nuclear y El álgebra de la justicia infinita , sobre las implicancias del atentado al World Trade Center en su país y el resto del vecindario. "Hoy en día, y mientras algunos de nosotros lo contemplamos con auténtico horror, el Gobierno de la India anda meneando furiosa e insinuantemente sus caderas y rogando a los Estados Unidos que instalen allí sus bases, en lugar de hacerlo en Pakistán." Allí está, también, el caso de Vikram Seth (Calcuta, 1952), quien luego de retratar, en 1350 páginas, la conformación de las parejas y los matrimonios indios en su novela Un buen partido ("es posible que nos hallemos ante una de las mayores obras narrativas de la segunda parte del siglo XX", afirmó el diario español El Mundo ), dio un giro radical con Una música constante , que cuenta la historia de amor de una pareja de músicos europeos, situada en Londres, Venecia y Viena. "Ésta es mi primera novela europea. Me siento indio y soy escritor; por tanto, soy un escritor indio, pero no por ello necesariamente tengo que escribir siempre sobre India", declaró. El editor Jorge Herralde destaca el éxito que han tenido estos autores, y señala que Seth y Arundhati Roy, además de Rushdie, podrían formar "el podio de honor". Además, entre otros escritores angloindios, en 2007 se publicó la primera novela de Vikas Swarup (1963), ¿Quiere ser millonario? (Anagrama). Situada en Bombay, cuenta la historia de un chico marginal que participa en un concurso televisivo y fue llevada al cine por Danny Boyle con el título Slumdog Millionaire . La película basada en la novela de este diplomático nacido en Allahabad se llevó ocho estatuillas de las diez para las que estaba nominada en la última edición de los premios Oscar, entre ellas la de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión Adaptado. Tras el éxito de ¿Quiere ser millonario? , Swarup publicó a mediados del año pasado Six Suspects , novela aún no editada en español. Los actuales escritores indios se mueven sin complejos entre los escenarios locales y europeos; han obtenido premios y notoriedad en Francia, Alemania y Escandinavia. Aunque naturalmente son reacios a hablar de generación, muchos coinciden en que a la hora de hablar de su país, lo hacen situados más en la realidad urbana que desde el exotismo desatado. Así lo cree Anita Nair, de quien recientemente Alfaguara publicó su cuarto libro, El sátiro del metro , una colección de cuentos urbanos. La autora, como varios de sus colegas, proviene del mundo de las comunicaciones y conoce el curso de las aguas. "El periodismo ha sido una gran influencia", dijo Nair a Revista de Libros . "La investigación de los temas es probablemente un influjo de periodismo. También me inclino a editar como escribo, que es un resultado de mi experiencia en publicidad. Sin embargo, la más profunda influencia ha sido el entendimiento de la condición humana y el querer ir más allá de la superficie." El apoyo de la industria y de la prensa no han sido los únicos dentro del auge de la literatura india de la última década. A fines de 2005 el editor de un semanario de Nueva Delhi, sin mostrarse especialmente extrañado por esta expansión, aseveró que ésta es "un reflejo del creciente poder económico de India; la cultura va de la mano con este florecimiento". Pese a lo controversial de la frase, el tiempo terminó dándole la razón: al año siguiente India era el país invitado a Fráncfort y el Estado apoyó, como se ha dicho, con traducciones y viajes masivos. Por sobre el apadrinamiento, sin embargo, el gran empeño de la literatura india de hoy es poner en Occidente una polaroid de aquel mundo lejos del imaginario turístico del Taj Mahal. No extraña, entonces, que Aravind Adiga (Madrás, 1974), reciente ganador del Booker por su novela Tigre blanco , tampoco dude en ir al frente en temas espinosos cada vez que tenga la opción. "Aunque gran parte de la India siempre ha sido pobre, antes había muy poca delincuencia. Pero hoy la tentación de una persona pobre es mayor: ves los centros comerciales, la publicidad por todas partes; ves que tus vecinos la pasan mejor que tú. Eso te conduce a la frustración y la frustración a la ira." Hace tiempo que los indios perdieron el miedo; y que el resto del mundo se dé por enterado.
© El Mercurio / GDA
Salman Rushdie, muy activo
Anticipo / Mekas, una vida
Sin lugar adonde ir
Nació en Lituania y llegó a Nueva York en 1955, donde conoció a Andy Warhol. Cámara en mano, se integró a las vanguardias. Caja Negra publica sus diarios, que narran su reclusión en la Alemania nazi y cuya escritura abandonó cuando empezó a filmar
Por Jonas Mekas
Al releer estos diarios ya no sé si se trata de verdad o ficción. Todo retorna con la nitidez de un mal sueño que te hace saltar temblando de la cama; leo esto, no como mi propia vida, sino como la vida de otro, como si el sufrimiento nunca hubiera sido mío. ¿Cómo podría haber sobrevivido? Debo estar leyendo acerca de la vida de otro. Cuando empecé a escribir estas anotaciones en el diario estaba en Alemania, en un campo de trabajo forzado. Había algunas cosas que tenía que dejar fuera del diario. Entre ellas, el principal motivo de mi pasaje por Alemania, la Alemania nazi.
Durante los años 1943 y 1944, en los que Lituania estuvo ocupada por los alemanes, me involucré como muchas otras personas de mi edad en distintas actividades anti-alemanas. Me uní a un pequeño grupo clandestino que, entre otras cosas, publicaba un boletín semanal. Lo componían principalmente noticias transcriptas de la BBC. Daba información a las personas sobre las actividades alemanas en Lituania y otros países ocupados. Era uno de los muchos boletines de este tipo publicados por grupos clandestinos durante la ocupación alemana. La policía secreta alemana hacía todo lo posible para descubrir a los editores. Las únicas pistas que tenían eran las de los modelos de máquinas de escribir utilizadas para tipear los boletines. El modo en que entro yo en todo esto es que mi tarea consistía en el tipeo. Una vez por semana recibía material informativo, y preparaba las páginas. En esa época vivía en el altillo de la casa de mi tío en Bir?ai. Mi tío era un pastor protestante y la casa en la que vivía pertenecía a la iglesia y se encontraba a la orilla de un lago, muy alejada de las otras casas. Ahí también había un granero, y un enorme montón de leña para calentar la casa en invierno. Solí esconder la máquina de escribir en la pila de leña. Sentía que ahí estaba segura. Pero estaba equivocado. Un anoche fui a buscarla para tipear y no estaba? La única explicación que encontraba era que un ladrón la hubiera robado. Informé esto a mis amigos en la clandestinidad y todos estuvimos de acuerdo en que lo mejor para mí era desaparecer. No podíamos arriesgarnos a que el ladrón vendiera la máquina de escribir y que los alemanes descubrieran el modelo que habían estado buscando desesperadamente. Estaba claro para nosotros que, en ese caso, el ladrón revelaría el origen de la máquina. Tenía que tomar decisiones rápido. Había muchos modos de "desaparecer". Una posibilidad era unirse a los partisanos y esperar la retirada alemana. Pero había dos problemas importantes. Uno era mi constitución extremadamente frágil en aquellos años; el otro era que había dos grupos de partisanos, los partisanos pro-comunistas, pro-soviéticos, y los partisanos nacionalistas. A los comunistas no podía unirme. Había publicado un poema anti-estalinista y sabía que era un hombre marcado. En 1971, durante mi visita a Lituania, mi madre me dijo que la policía secreta rusa, cada noche durante un año, detrás de la casa, entre los arbustos, esperó a que volviera: creían que me había unido a los partisanos nacionalistas. Se llevaron todos mis primeros escritos, mis hermanos fueron arrestados, mi padre interrogado una y otra vez. Tampoco quería unirme a los nacionalistas. Me había aconsejado con seriedad y sabiduría personas mayores con mucha más experiencia -y, en primer lugar, mi tío (sólo años más tarde iba a descubrir cuán en lo cierto estaba) y es a él a quien tengo que agradecer hoy por estar vivo- que no tenía sentido unirse a ninguno de los dos bandos: todos los grupos iban a ser eliminados, o bien por los alemanes en retirada, o bien por los soviéticos que avanzaban. Me aconsejaron que viajara de inmediato a Viena. La opinión de mi tío fue que lo mejor para los dos, para mí y para Adelfas, era desaparecer, y cuanto más desapareciéramos, mejor. Así que ahora, según nuestros documentos fabricados con extremo cuidado, éramos estudiantes camino a la Universidad de Viena. Una vez en Viena, nuestro tío nos había dado nombre de personas a las que contactar. Por supuesto, esperábamos meternos en problema y ser interrogados, pero imaginábamos que saldríamos airosos. Era un riesgo que teníamos que correr. Los contactos en Viena nos conducirían luego a Suiza. Dos días después estábamos en camino hacia lo desconocido. Y es aquí donde comienza mi diario.
* * *
19 de julio, 1944
Hoy nuestro tren llegó a Dirschau, cerca de Danzig. Este es nuestro octavo día de viaje. No soy un soldado ni un partisano. No estoy apto física ni mentalmente para ese tipo de vida. Soy un poeta. Que los países grandes luchen. Lituania es pequeña. En toda nuestra historia las grandes potencias han marchado sobre nuestras cabezas. Si uno se resiste o no tiene cuidado, termina convertido en polvo bajo las ruedas de Oriente y Occidente. Lo único que podemos hacer los pequeños es, de alguna forma, intentar sobrevivir. Ese es el motivo por el que, si nos acompaña la suerte, nos dirigimos a la Universidad de Viena. No quiero tomar parte en esta guerra. No es mi guerra. Muchos huyen de Vilnius y Kaunas. Los alemanes están agregando divisiones, pero no pueden detener a los soviéticos. El espíritu de lucha decae, la retirada es desordenada. Más cerca de los frentes de combate, en torno a Bir?ai y Paneve?ys, hay bandas de partisanos y desertores alemanes. Quienes logran echar mano a un arma corren hacia el bosque, se esconden. Como no tengo intenciones de vivir en el bosque y, además, no tengo conocimientos sobre armas, mi decisión es huir, y cuanto antes mejor. Si me critican por falta de "patriotismo" o "coraje", a la mierda. Ustedes crearon esta civilización, estas fronteras, y estas guerras, yo no puedo ni quiero entenderlos, a ustedes ni a sus guerras. Por favor, manténganse alejados de mí, ocúpense de sus propios asuntos. Eso es, si llegan a entenderlos. En cuanto a mí, soy libre incluso en sus guerras. [...]
8 de octubre, 1944
El belga que trabaja a mi lado hoy cumplió años. Está esclavizado desde hace cuatro años. En el descanso para almorzar otros trabajadores le trajeron flores y las colocaron sobre su máquina. Las flores y las máquinas. La vida y el dolor. Las flores del campo eran rojas, azules y amarillas. Nos quedamos parados, observándolas, recordando las flores de nuestros propios campos. [...]
Sin fecha. 1947
Cuando repaso mi infancia, cuando doy vuelta sus páginas, revivo, me fortalece. Del mismo modo en que revivo cuando doy vuelta las páginas de la cultura: esas son las páginas de mi otra infancia. Al crecer, uno se rebela contra ambas... Quieren que sea más racional. Lo más racional es la máquina. Vayan a las máquinas. Todas sus partes separadas funcionan juntas. Pero yo vivo sin propósito, irracionalmente. Construyamos nuestras casas con nuestras propias manos. Y cultivemos el trigo, y hagamos pan. Entonces sabremos qué es la tierra. Ahora abrimos un grifo y sale agua. No tengo idea de dónde viene o cómo. Electricidad... Compramos el pan: no sabemos quién lo hace, cómo, dónde. Lo mismo pasa con nuestras vidas. Vivimos pero no sabemos cómo, dónde, por qué. Y no tiene sabor. [...] 10 de enero, 1948 Invito a leer todo esto como fragmentos de la vida de alguien. O como una carta de un extranjero que siente nostalgia. O como una novela, ficción pura. Sí, invito a leer esto como una ficción. El tema, la trama que anuda estas piezas, es mi vida, mi desarrollo. ¿El villano? El villano es el siglo veinte.
[Traducción: Leonel Lifschitz]
Foto: Sophie Bassouls / Sigma / CORBIS
En el corazón de underground
El diario íntimo del cine
Por David Oubiña
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
La mirada de Mekas es la de una persona desplazada, un excéntrico, un exiliado. Uno de sus poemarios se titula There is no Ithaca y lo primero que se escucha en el film Lost, Lost, Lost (1976) es una invocación: Oh, canta Ulises/ canta tus viajes/ cuenta en dónde has estado/ cuenta lo que has visto./ Cuenta la historia de un hombre/ que nunca quiso dejar su hogar/ que era feliz y vivía/ entre la gente que conocía y hablaba su lengua/ Y cuenta cómo fue arrojado al mundo después. La patria es, en un sentido inevitable, lo que se ha dejado atrás. No hay ningún sitio al cual volver. Condenado a sobrevivir fuera de lugar, Mekas intenta registrar todo en sus textos y en sus films porque, al fin y al cabo, eso es lo único que puede llevarse consigo. Más que un tema, el exilio es aquí el fundamento de una poética. El destierro de ese pequeño Ulises es, por supuesto, el del propio artista. Mekas comenzaba a ser un poeta conocido en Lituania cuando tuvo lugar la invasión alemana. Junto a su hermano Adolfas huyeron hacia Viena, pero fueron capturados y enviados a un campo de trabajos forzados, en donde permanecieron hasta el final de la guerra. De allí pasaron a un campo para personas desplazadas hasta 1949. En ese lugar, los hermanos vieron The Search (1948), un film de Fred Zinnemann acerca de las displaced persons: los enfureció la completa ignorancia del director sobre la situación de los relegados y eso los decidió a realizar sus propias películas. En esta convicción se anuncia ya toda la obra de Mekas: una mirada descentrada para observar el mundo y una actitud de oposición frente a la institución cinematográfica. Los Mekas llegaron a Brooklyn trasladados por las Naciones Unidas. Dice el cineasta: "Ellos me arrojaron en Nueva York porque estaban desmantelando los campos para personas desplazadas en Alemania. No soy un inmigrante. Fui depositado aquí y aquí me quedé". A poco de llegar, los hermanos compraron su primera cámara Bolex y comenzaron a acumular imágenes: Jonas Mekas se convirtió -para usar el título de uno de sus films- en "el hombre cuya memoria eran sus ojos". El registro de su ciudad, su vida cotidiana, sus amigos, sus viajes se convirtió en una forma del diario íntimo y, a la vez, en el libro de actas de la contracultura. Hoy ese material es imprescindible para entender el cine de los últimos cuarenta años. De Peter Kubelka a Andy Warhol, de Allen Ginsberg a Nam June Paik, de George Maciunas a Lou Reed, John Lennon o Stanley Brakhage, toda la vanguardia neoyorquina posa frente a la cámara de Mekas. Pero no se trata sólo de registrar los vibrantes latidos de la contracultura sino de generarlos. Además de cineasta, Mekas es el gran agitador del underground : ha sido curador, programador, crítico y editor. Dirigió la revista Film Culture , el gran órgano de difusión del cine experimental, y escribió semanalmente en el Village Voice -durante doce años- su columna Movie Journal para defender el cine no comercial. Fundó el Anthology Film Archives, creó la Filmmakers’ Cooperative y fue presidente del New American Cinema Group. Allí, junto a Brackhage, Jack Smith, Kenneth Anger, Lionel Rogosin, Emile De Antonio, Gregory Markopoulos, Shirley Clarke y Peter Bogdanovich, propuso un cine contrapuesto al mainstream pero también a toda la tradición narrativa y ficcional. Es decir, una verdadera refundación cinematográfica sobre la base de modelos ligados a la música, la poesía y las artes plásticas. Tal como se declaraba en el acta fundacional del grupo: "Estamos por el arte, pero no a expensas de la vida. No queremos films falsos, pulidos y bonitos: los preferimos toscos, sin pulir, pero vivos; no queremos films rosas: los queremos del color de la sangre". Antes de hacer films, Mekas había llevado un diario con ese mismo color de la sangre. Entre 1944 y 1955 -desde que huye de Lituania hasta que llega a Nueva York- consigna cotidianamente sus esfuerzos por sobrevivir. El diario fue publicado finalmente en 1991 y ahora la editorial Caja Negra lo edita en castellano bajo el título Sin lugar adonde ir . Este texto permite descubrir la génesis de su obra literaria y cinematográfica, el momento en que el pasado y el presente se transforman en material estético. Como sostiene Emilio Bernini en el certero prólogo que acompaña a la edición castellana: "El diario es un texto fundacional en la poética de Mekas, porque está en el origen de todo lo que hará durante y después de su escritura, es decir, su actividad como cineasta y poeta [...]. El diario es el primer registro, el primer tratamiento literario de ese material que es la propia vida, al mismo tiempo que el autor escribe sus poemas; y es una práctica de escritura que se abandona casi en el mismo momento en que empieza a filmar. En Sin lugar adonde ir está todo lo que su poesía contiene y está todo lo que el cine va a desplegar". En efecto, si Mekas reemplaza el diario por los films es porque descubre un instrumento que le resulta más maleable para continuar la misma exploración sobre la intimidad y el entorno, sobre la actualidad y el pasado. El cine parece un medio especialmente adecuado para entregarse al ejercicio de capturar el presente y, a la vez, practicar esa nostalgia que domina al diario. Por su capacidad para el repentismo y la inmediatez, los films documentales no hacen más que registrar aquello que se deja atrás de manera ineluctable. Jean Cocteau decía que Picasso le había enseñado a correr más rápido que la belleza para que pareciera que uno le está dando la espalda. En algún sentido, la voz que surge en los diarios y en los films de Mekas es la de ese sujeto apremiado: el cineasta es alguien fuera de lugar que sólo tiene el presente porque lo ha perdido todo. Pero empujado hacia adelante por esa fuerza irrefrenable, avanza con su cámara en la mano y, ocasionalmente, alcanza a capturar, aquí y allá, breves destellos de belleza.
Editorial
Todos quieren hincar el diente
Por Jorge Fernández Díaz
Director de ADNcultura
Jacques Chessex es un novelista suizo que ganó en Francia el prestigioso premio Goncourt en 1973. Entre las novedades librescas del verano, encontré un nuevo libro suyo llamado El vampiro de Ropraz . Es una nouvelle que se lee en no más de dos horas y que reescribe un hecho verídico: las andanzas de un asesino múltiple, necrófilo y antropófago que asoló a principios del siglo XX campiñas de Suiza. El protagonista no es un vampiro sobrenatural a la manera de la leyenda del príncipe Vlad, El Empalador, sino un depredador en la línea del "M" de Fritz Lang. Durante años las publicaciones populares le han colocado el mote de "vampiro" al cazador depravado. En los años 60 un diario argentino aseguraba que el secuestrador y asesino de una adolescente virginal era un zapatero (luego resultó inocente) que se afilaba los colmillos para perpetrar sus orgías sangrientas: "El vampiro de Florencio Varela". Si uno pudiera trazar una línea entre esa clase de "vampiros verdaderos" (homicidas de carne y hueso obsesionados por las vísceras y la sangre de sus víctimas), llegaría hasta el actual Hannibal Lecter, el glamoroso psiquiatra devenido en feroz caníbal que Stephen King bautizó como "el conde Drácula de la era de las computadoras y los celulares". Es, sin embargo, el otro vampiro, el no-muerto que infecta y que desciende directamente del Drácula de Stoker y el Nosferatu de Murnau y Herzog, el que más se ha reciclado para sobrevivir a la luz solar de los nuevos tiempos. Hollywood y Bela Lugosi, la Hammer y Christopher Lee lo resucitaron. A partir de entonces cada generación tuvo su vampiro y en los últimos treinta años no ha dejado incluso de mutar de género en género para ser inmortal. En King, esas criaturas viciosas y siniestras abren una guerra civil en un pueblo ( La hora del vampiro ), en Richard Matheson se apoderan del planeta ( Soy leyenda ), en Anne Rice se vuelven insoportablemente sufrientes ( Entrevista con el vampiro ), en Joel Schumacher visten como punks y juegan los ritos adolescentes ( The last boys ), en Francis Ford Coppola ejecutan una venganza contra la religión que los traicionó y viven amores monstruosos ( Drácula de Bram Stoker ), en John Carpenter se desarrollan dentro de una road movie y protagonizan una suerte de western moderno ( Vampiros ) y en el cómic incursionan en el mundo tecno y las artes marciales ( Blade ). A pesar de ello, después de Lecter los asesinos seriales parecieron ocupar el trono del vampiro sobrenatural. Hasta que apareció una narradora de literatura juvenil que ocupó la vacante de J. K. Rowling y su Harry Potter en el mercado mundial de los lectores menudos y que produjo un nuevo movimiento sísmico. Asociada inevitablemente a Hollywood, la escritora Stephenie Meyer lanzó la serie de Crepúsculo y mueve las estanterías. En la Argentina, como en casi todas las capitales del mundo, los cuatro libros del ciclo ocupan los primeros puestos de venta. Los padres, que ya no saben qué hacer para que sus hijos lean, aunque sea mala literatura, se los compran si pestañear. ¿Qué tiene Crepúsculo ? Romanticismo adolescente, con amor imposible y pecado de contagio latente incluidos. La idea del sexo y sus peligrosas consecuencias fluye por las venas de una historia puritana escrita por un ama de casa mormona. Pegándole una leída superficial y dejando a un lado la ideología, me molestan dos cosas: su ramplonería argumental, que hace acordar a telefilmes baratos de los años 70 (felizmente nadie los ha exhumado), y esa filosofía de lo "políticamente correcto" que ahora humaniza hasta a los monstruos. En mi época, los monstruos, los nazis y los comanches estaban para meter miedo. A ninguno de nosotros se nos ocurría vincular a esos personajes mitológicos del cine y los libros con la realidad, como tampoco se nos pasaba por la cabeza que luego de jugar con pistolas de plástico, lata y cebita íbamos a salir a la calle a matar con armas de fuego verdaderas. Pero mi opinión personal no importa. La nota de Ángel Faretta y la lectura a fondo de Graciela Melgarejo sobre los libros de Meyer les aclararán mejor de qué va la cosa, por qué se está leyendo tanto y por qué sucede ahora este renovado fenómeno. Yo, en lo particular y si de actualizar de verdad un mito y saborear una buena prosa se trata, me quedo con Chessex y un librito de tapas amarillas que editó Anagrama, que está escondido muy atrás en las librerías y que jamás llegará al ranking de los best sellers pero que se lee con la vieja sensación de descubrir cosas nuevas.
Mordiscos malignos
La hora del vampiro biempensante
Reflejo de la época y metáfora de los riesgos de la sexualidad adolescente de hoy, el ciclo Crepúsculo arrasó con los rankings de venta de todo el mundo y se transformó en un fenómeno de difícil comprensión. Qué hay detrás de esta serie que siguen millones de chicos. Claves para entender una vuelta de tuerca en la imagen vampírica Escriben Ángel Faretta y Graciela Melgarejo
Por Ángel Faretta
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
Cíclicamente reaparecen libros y films que retoman el mito del vampiro. La reciente publicación de la, por ahora, tetralogía debida a Stephenie Meyer, cuyo primer tomo - Crepúsculo - fue adaptado al cine, se ha convertido en un fenómeno comercial y de aceptación masiva, sobre todo, entre los adolescentes. El éxito de venta de ejemplares y de entradas así como la obsesión de los jóvenes por el tema invita a repasar, historiar y analizar su origen tanto en la literatura como en el cine. Finalizado el siglo XX y entrados ya en el XXI, la relación polémica entre lo sacro y lo profano viene tomando tintes diversos, o en todo caso se resuelve mediante atajos para nada escrutados. Se intenta disimular o disolver la existencia de todo lo negativo, del mal y la muerte, entre otras cosas que puedan recordar la huella de lo sagrado. Así lo solidario, lo social, lo "inclusivo" y lo no-trágico es lo único que se desea, se permite ver y se impetra casi con vociferante unanimidad. Todo lo terrible, lo dramático, lo cruento, lo directamente monstruoso sólo puede aparecer como marca de una sola causa: "lo social". Es posible que hasta la propia lidia en esta España tenga los días contados o que se la conserve para turistas y curiosos. Así lo otro, lo absolutamente otro, como terrible, oscuro, negado, reaparece travestido de diversos disfraces o directamente regresa con toda crudeza pero de nuevo sus partes componentes son desguazadas e interpretadas como resultado de la marginalidad, la exclusión y otras causas racionales. Ahora hasta al vampiro, que recorrió de la mano de grandes artistas y poetas el sendero de las dos o ya tres revoluciones industriales, se lo quiere, como medida cautelar, domesticar y convertir en un marginado más. El procedimiento de "adecentamiento" es tan extremo que este nuevo vampiro del siglo XXI ni siquiera se atreve a mancharse los colmillos con la sangre coagulada de una morcilla asada. O es, como en el mamarracho que se extrajo del libro de Meyer, alguien que ha logrado integrarse, sin perder, eso sí, su blanca palidez hoy tan de moda, pero abandonando en cambio esas ingestas de hemoglobina tan desagradables...
Atravesamos una época en que la disolución forzada de lo trágico en lo social sin más hace que hasta al vampiro se le hayan no sólo limado sino extraído los colmillos -sean estos apéndices diabólicos o meramente sexuales- para reemplazárselos por los postizos que le provee una doxa sentimental. Posiblemente el próximo paso sea conseguirle al vampiro desdentado, exangüe y hasta vegetariano una terapia alternativa, a ver si puede abandonar ese resto de adicciones que de vez en cuando lo asaltan ciertas noches de insomnio. Las primeras obras literarias que tratan del vampiro aparecen a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Entre ellas están La novia de Corinto , de Goethe, una balada de Coleridge titulada "Christabel" y un relato del padre del relato fantástico, E. T. A. Hoffmann, a las que se suman las nouvelles La muerte enamorada , de Gautier, y Carmilla , de Sheridan Le Fanu. El tema vampírico también se encuentra en poemas de Baudelaire y de Jules Laforgue. En todos estos autores, la figura e imago del vampiro aparece en forma exclusivamente femenina. De igual modo, más tarde, en pinturas de Klimt y en El vampiro de Munch, se ven mujeres de tipo vampírico, dispuestas a sorber la sangre de aquellos a quienes han seducido. Hay una excepción temprana en el relato de John William Polidori titulado "El vampiro", producto de la más que célebre velada en la Villa Diodati de Ginebra en 1816, en la que participaron Mary y Percy Shelley, lord Byron y Polidori, de la cual, como se sabe, surgió poco después el Frankenstein de Mary Shelley. Dos cosas deben puntualizarse acerca de este breve relato de Polidori. Por un lado, que su valor agregado deriva de los incidentes privados de la relación de su autor con Byron, de quien fue médico y, al parecer, amigo íntimo. Por otro, que el vampiro -lord Ruthven- no aparece como un muerto vivo, a la manera descrita por el monje benedictino Dom Calmet en el siglo XVIII, menos aún aparece allí su homologación con la imaginería del murciélago ni con la heráldica de la subespecie vampiro. Pero sí es una figura masculina que bebe la sangre de mujeres para mantenerse siempre joven. Sus rasgos más obvios están tomados del propio Lord Byron, en curiosa simetría prospectiva con lo que sucedería casi un siglo más tarde con Bram Stoker y su relación con el divo teatral Henry Irving, cuya figura y conducta le inspiraron a Stoker el personaje de Drácula. El mito del vampiro había aparecido curiosamente en forma erudita hacia el siglo XVIII y en pleno iluminismo. Digo "curiosamente" porque reapareció como polo erudito dentro de la polémica eclesial católica contra la mentalidad iluminista y su foco de irradiación, la Enciclopedia. El monje benedictino Dom Agustin Calmet hizo circular por aquellas fechas (1746) su más citado que leído tratado Dissertation sur les apparitions des esprits et sur les vampires et revenants . Tras su publicación, surgieron las más diversas polémicas. Contra el abate entró el siempre ingrato y chocarrero Voltaire, quien aprovechó el brulote que había confeccionado al respecto para celebrar que los jesuitas ya no existían. Pero también intervinieron en la polémica el propio médico de la emperatriz María Teresa de Austria -Gerard van Switen-, el cardenal Lambertini y luego el mismo Lambertini como Papa Benedicto XIV. Salvo la curiosa excepción del relato de John Polidori -por lo demás publicado anónimamente en 1819-, la primera narración de que se tenga noticia sobre los vampiros es de E. T. A. Hoffmann. Se titula Vampirismus y fue recogida en volumen el mismo año en que se publicó el cuento de Polidori. En este caso, la entidad nocturna y depredadora es una mujer. Además, el cuento presenta ya una temprana variante de la bipartición femenina entre la oscuridad y la luz, entre el bien y el mal. Esta continuidad de la mujer oscura y nocturna con lo vampírico prosigue su despliegue, con algunas variaciones, en la balada de S. T. Coleridge, "Christabel": la doncella pura y casta que da título al poema se contrapone a la malvada Geraldine, que vaga por el bosque y a quien aquella hospeda en su casa. Charles Baudelaire y Jules Laforgue escribieron poemas en los que aparecen mujeres vampiro que victimizan a hombres. El primero escribió dos poemas sobre vampiros. Uno de ellos, "El vampiro", apareció en Las flores del mal y el otro, "Las metamorfosis del vampiro", es una de las piezas condenadas de Las flores del mal , que se incluyeron en Los despojos . El de Laforgue es un poema, "Au lieu des derniers sacrements", de su primera etapa -si podemos hablar así de alguien muerto a los veintisiete años- y no fue recogido en libro hasta mucho después (1970). En los tres poemas, una figura femenina devora a una masculina. Pero existe una gran diferencia entre los dos autores. El poema de Baudelaire se desarrolla en un ambiente "alto" y la composición tiene un tono "clásico"; el de Laforgue transcurre en los suburbios, extramuros, entre personajes de clase baja y de estilo bohemio, además el texto hasta incluye expresiones de argot. Mientras que Baudelaire adapta marco, expresión y lenguaje clásicos a la nueva sensibilidad, al spleen , al nouveau frisson (estremecimiento) del que hablaba Victor Hugo; Laforgue parte de la radical horizontalización y hasta banalidad fotográfica de marco, decoración y expresión verbal, para reintroducir en ese medio en escorzo y sesgadamente la imago mítica tradicional. Es lo que continuará haciendo luego el cine y sobre todo el cine de clase B, llevándolo a su ultima ratio expresiva. La nouvelle del angloirlandés Joseph Sheridan Le Fanu titulada Carmilla e incluida en un tomo de relatos encadenados mediante el expediente de un memorialista, se publicó en 1872 bajo el título paulino de In a Glass Darkly . La acción tiene lugar en Estiria, en Mitteleuropa, un lugar exótico para un anglicano de la segunda mitad de la edad victoriana. Podría decirse que la calidad de "otro mundo", para lo anglicano y lo anglosajón, fue primero esa extensa franja de la Europa de los Habsburgo, lugar emblemático de lo diferente, del exotismo; y, más tarde, a fines del siglo XIX, de consuno con la expansión imperialista, el mismo papel le correspondió al África salvaje, a Asia, al Extremo Oriente. Habrá que esperar hasta los films de la Hammer -cincuenta años después- para que lo vampírico se difunda por las campiñas inglesas y sus posadas, así como por sus castillos y hasta aparezcan en sus clubs. Y un poco más todavía para que los vampiros, vueltos ya "legión", crezcan como flores del mal en medio de los desiertos de Arizona y Nuevo México para dispersarse por todo el territorio norteamericano, como sucede en un culminación del mito, el film de John Carpenter. En "Carmilla" aparece tanto ese vaivén entre Inglaterra y Europa central, como una oscilación entre lo pintoresco y lo gótico, entre la postura del médico y la del sacerdote católico, que refleja en buena medida la posición mental y espiritual del autor, nacido en Dublín, corazón de la Irlanda católica, pero de familia protestante y, más aún, descendiente de hugonotes franceses -es decir calvinistas y latinos de origen- por línea paterna (Le Fanu). Recordemos de paso que Abraham/Bram Stoker también tuvo padres anglicanos y nació en Dublín, un lugar mayoritaria y pasionalmente católico. Recién en 1896, con la siempre epónima novela de Bram Stoker, la figura del vampiro se volverá sobre todo masculina y se le sumará la leyenda centroeuropea de Drácula y la heráldica animal referida a los quirópteros. Estas mismas imágenes continuarán en el cine. Con Drácula , la novela de Bram Stoker, podría decirse que se llega a la autoconciencia del mito del vampiro. Su autor logra, además de un relato extraordinario (visto en forma retrospectiva, muy superior a la mayor parte de los escritos por sus contemporáneos más "serios" y "realistas"), una especie de resumen y epítome del mito vampírico y de todo lo relacionado con él. Podría decirse que en su recorrido novelístico, Stoker tiene presentes casi uno por uno los puntos anteriormente desarrollados, tanto los de carácter erudito y científico como los mito-poéticos, pero uno tras otro los va juzgando. Acentúa en buena parte su parentesco casi declarado con su paisano Sheridan Le Fanu. Hacia fines del siglo XIX y principios del XX, el mal, la negatividad, la oscuridad anímica y ni qué hablar del pecado eran temas tabú para la sociedad victoriana e industrial. Cualquier mancha originaria, imperfección, fondo oscuro en las almas era cosa mal vista y hasta de mal gusto. Como se ve, el mito vampírico es, en buena parte, una continuidad y contigüidad de duplicidades: espirituales, culturales, políticas y sexuales. El mito del vampiro desarrollado durante todo el siglo XIX por autores que casi siempre llevaban una doble vida o que estaban desgarrados por tradiciones contrapuestas (un médico italiano amante de un lord inglés, un irlandés no católico, otro irlandés amante o "cautivo" de un "divo" del teatro inglés, etcétera) desplegará modo sui la variada trama de duplicidades que desde entonces parecen separar al mundo occidental europeo. Ese vampirismo encubierto es más que visible en la siempre postergada o ignorada novela de Henry James, La fuente sagrada , en la que dos personajes rejuvenecen gracias a su contacto con jóvenes que, por su parte, se agostan. Publicada en 1901 y redescubierta cíclicamente por cierta crítica, no parece sin embargo que quiera advertirse en esa obra la primacía del tema vampírico o, en todo caso, no se intenta comprender esta primacía hasta sus últimas consecuencias. El tema del vampirismo puede interpretarse en ese relato tan sólo como una de las ambigüedades típicas de James, una hipótesis más de las tantas -a veces fatigantes- con las que este autor recubre como con capas sucesivas una realidad que, por otro lado, es posible que sea banal y bajamente sórdida, si la consideramos o la leemos a partir de los datos que el narrador omnisciente, del que apenas sabemos algo, nos ofrece. Ya en el siglo XX, como el cine y en especial el de clase B, toma la posta tanto del tema como del género, la continuidad poética de lo fantástico sufre una mutación, volviéndose tema nuevamente erudito, flor de invernadero de escritor refinado, confidencial, así como también gema preciosa y hasta camafeo de artista declaradamente de elite. Es el caso de M. R. James, tanto cuando trata el mito del vampiro como cuando explora otras provincias de la imaginación fantástica, y H. P. Lovecraft, creador de toda una mitología particular. Cine El primer vampiro de importancia en el cine fue, desde luego, el Nosferatu de F. W. Murnau. Sin embargo, hubo una versión anterior que sigue anclada en lo real o en la que se pretende vaciar de una cobertura mítica ya más que centenaria el tema del vampiro, para reabsorberla en lo psicológico y en la descripción de costumbres contemporáneas. Se trata de la película A Fool There was... filmada en 1915, protagonizada por Theda Bara y basada en un poema de Kipling cuyo título es "The Vampire". Fue éste el que dio origen, con un sentido epiceno, y a partir de su estreno, al término vamp y vampiresa para referirse a la mujer predadora que, tras el interés monetario de sus acciones, el más superficial, oculta un segundo motivo que oscila entre la etiología y la mitología. Más que basado en la novela de Bram Stoker, podría decirse que Nosferatu está inspirado en ella, puesto que la primera parte sigue el relato de aquel autor pero su segunda mitad y sobre todo su final son más que distintos. Se ve así que, ya en 1922, el cine no podía transferir sin más a un soporte fotográfico un texto literario anterior, sobre todo cuando éste trataba una variante mítica de un mito mayor. Nosferatu es el primer reflejo europeo del concepto de cine y no es para nada un dato menor que se produzca en territorio imaginario alemán. Dos films muy diversos, o aparentemente diversos en su cobertura fotográfica, aparecen a continuación en el despliegue del mito del vampiro hecho por el cine: Drácula de Tod Browning y Vampyr de Carl Theodor Dreyer. Y aparte de su casi contemporaneidad, uno configura casi definitivamente la versión norteamericana del vampiro en el cine y el otro es, tal vez, la temprana culminación -o petrificación- del vampiro según el cine europeo. Además, el primero parte de la novela de Stoker y el segundo, de In a Glass Darkly , de Le Fanu, la colección de cuentos que contiene "Carmilla", aunque Dreyer fracciona parte de este relato y lo yuxtapone con otros de la misma serie. El film de Browning aparece hoy curiosamente estático debido a los por entonces primarios tanteos -aun para Hollywood- del film sonoro, lo que es notorio en todos estos films hasta que se asentaron tanto técnica como imaginariamente, a mediados de la década del treinta. También en esta película, debido a la interpretación o más bien impostación de Bela Lugosi -y no se dice esto peyorativamente, claro está-, se acuñó una imago rotunda no sólo del Drácula de Stoker sino de todo el mito de lo vampírico llevado al cine. Además de su estatismo y de su temprano vínculo con el ambiente centroeuropeo, el film de Browning exhibe una contundente reafirmación del sustrato católico de la novela de Bram Stoker o, en todo caso, el criptocatolicismo del relato literario se vuelve plena autoafirmación de lo católico en la versión fílmica de Browning. Vampyr es un film-objeto producido por un magnate de gustos un tanto particulares, el barón Nicolas de Gunzburg, que además escribió el guión junto con Dreyer y que -vanidad de vanidad- es el protagonista absoluto del film bajo el nombre de Julian West. El barón pertenecía al círculo íntimo de Diaghilev y los Ballets Russes , redactor pionero de Vogue y, con los años, llegaría a ser el protector de un trío que terminaría por opacar la fama del aristócrata: Bill Blass, Calvin Klein y Oscar de la Renta. Es Vampyr un objet tanto en el sentido de cierto surrealismo chic a lo Cocteau, cuanto en el de una ensoñación homosexual, donde las más clásicas fantasías necrofílicas se muestran bajo una increíble fotografía espectral debida a Rudy Mathé. El film no carece de valor, claro está, pero sirve para ser empleado como el epítome y el non plus ultra de lo que los norteamericanos con agudeza epigramática llaman artie (obras de pretensiones artísticas), especie que hoy se ha multiplicado como los hongos bajo la lluvia y para cuyo cultivo se han creado los festivales de cine, las cinematecas, los circuitos alternativos y otras bobadas que ilusionan a los pequeños burgueses con tardías y confusas vocaciones estéticas. Dreyer sólo logrará sus mejores films cuando se dedique a lo suyo, como en Dies Irae , Ordet o Gertrud y no al filmar afrodisíacos fotográficos como en Vampyr o una santería con fotografía oblicua y hartantes primeros planos, como en su insufrible Pasión de Juana de Arco , una pasión desde luego compartida entonces por sus temerarios espectadores. La propia Universal continúa la saga comenzada con el film de Browning con variantes que era costumbre poner en segundo cuando no tercer plano. Así llegan La hija de Drácula (1936), dirigido esta vez por Lambert Hillier; El hijo de Drácula (1943), dirigido por Robert Siodmak con guión de su hermano Curt; La casa de Frankenstein (1944), dirigido por Erle C. Kenton, y finalmente La casa de Drácula (1945), del mismo director. Estos dos últimos films forman un dueto especular más que interesante, en el que se incorporan otras criaturas como Frankenstein o el hombre lobo en lo que parecía querer verse -o recordarse- tan sólo como un desfile de monstruos y criaturas fronterizas, un tanto a la manera de los circos y carnivals itinerantes cuya única función era la de ofrecer un grueso manjar para paladares poco exigentes. Pero al final de la misma serie, este nexo entre cine y circos itinerantes se muestra ya como gesto autoconsciente, como un resabio o continuidad sui generis de los ritos de iniciación, donde el espectador es el iniciado y los monstruos y horrores por los que se lo hace atravesar, posibilidades o avatares latentes que debe purgar. El mito del vampiro sufrió luego un hiato o fue reemplazado por otras reconfiguraciones de la poética fantástica. Esto ocurrió durante la década del cuarenta, debido a la magistral serie de films de clase B producida por el genial Val Lewton, que consta de nueve films rodados entre 1942 y l946. En ellos. se abordan otros mitos como el zombi, la mujer-pantera y directamente el satanismo, por ejemplo en La séptima víctima . En los años cincuenta y en Inglaterra reaparece el mito del vampiro en su nuevo avatar fílmico, debido a las producciones de la productora -también de clase B- Hammer. Se destacan, desde luego, los films dirigidos por Terence Fisher, pero existen otras gemas por descubrir como Prueba de la sangre de Drácula (1970), de Peter Sasdy. Lo que prima allí es una curiosa convergencia, puesto que es en la propia Inglaterra de Le Fanu y Stoker donde tardíamente, al menos en relación con Hollywood, se recurre a aquellas fuentes literarias para su traducción o reconfiguración fílmica. La misma serie fue contemporánea de ese pliegue y cambio de frente, al parecer definitivo, de las costumbres británicas que abarcó desde los angry young men (los jóvenes iracundos) de la década de 1950 hasta la generación de la década de 1960, con el swinging London floral y sus pretensiones de androginia. El film de vampiros de la Hammer puede aparecer aquí como un estricto anacronismo, si se tiene presente -cosa que suele olvidarse- que en sentido estricto algo anacrónico puede referirse tanto a un hecho que se supone ocurrió antes como después del tiempo en que sucedió. Finalmente, en lo que denominamos autoconciencia, cuando el cine alcanza su meta -y lo dice y proclama-, dos films con muchos puntos en contacto y otros que se oponen entre sí se nos muestran como piezas maestras: Drácula , de Francis Ford Coppola, y Vampiros , de John Carpenter. Forma parte raigal, esencial de esta autoconciencia el que ambos -a su manera- recorrieran la historia y hasta la metahistoria tanto del mitologema como de sus correlatos político-religiosos. O sea que estamos en ese punto donde mito e historia convergen. Por esa razón -pensamos-, no otra cosa que parodias y reciclados pueden esperarse de un mito que ya ha impreso su huella definitiva hasta fundirse con la historia. Entonces no queda más que el uso social, semiterapéutico, si entendemos esto de consuno con lo ligero, light , dietético y alternativo que invade o cerca hasta la medicina y la psicología. El vampiro se convierte así tan sólo en una cruda alegoría de las adicciones y de "lo adictivo" contemporáneo, como en la cruda y gruesa Adiction de Abel Ferrara, o en un pastiche tardorromántico con vampiros acosados por culpas sociales, como ocurre en esa caída libre al vacío que va de las novelas de Anne Rice hasta éstas -que forman un pesado cuarteto de ripios- de Stephenie Meyer y sus correspondientes y estólidas versiones fílmicas, Entrevista con un vampiro y ahora esta Crepúsculo , tal vez un título involuntariamente profético. En esos productos, el vampiro es sólo un marginado o un "excluido social" de consuno con la doxa del progresismo más vacuo. El mito vampírico aparece durante el iluminismo francés y llega hasta los resúmenes autoconscientes de Carpenter y de Coppola. En todo ese tiempo se juegan los anhelos y deseos de una parte del ccidente drásticamente secularizado. De allí que el vampiro, por ejemplo, tuviera escasa resistencia bajo soles y focos mediterráneos. Porque el católico latino en su lugar de origen no necesita -¿ni siquiera ahora?- de esas reconfiguraciones centroeuropeas ni de las hiperbóreas. Con su viejo diablo le basta y sobra.
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La espantosa imagen expresionista de Nosferatu, del director alemán Murnau. El actor es Max Schreck
Vampiros
A favor y en contra de Crepúsculo
La novela de Stephenie Meyer, la película homónima y las otras tres narraciones que componen la tetralogía de la autora sobre los vampiros, tienen un éxito entre los adolescentes comparable al de Harry Potter, de J. K. Rowling, entre los chicos. La escritora estadounidense se sirvió del sanguinario mito y de sus criaturas nocturnas para recrear con romanticismo costumbres y temas juveniles: las luchas de tribus, la vida comunitaria y la telepatía como una curiosa forma de comunicarse.
Por Graciela Melgarejo
De la Redacción de LA NACION
Esa única página del Prefacio de Crepúsculo -el primero de los cuatro libros de Stephenie Meyer en ver la luz del día (una paradoja, si se recuerda el tema)- encierra una promesa tan seductora, que ni el más avisado de los lectores sería capaz de despreciar: "Con la respiración contenida, contemplé fijamente los ojos oscuros del cazador al otro lado de la gran habitación. Cuando la vida te ofrece un sueño que supera con creces cualquiera de tus expectativas, no es razonable lamentarse de su conclusión. El cazador sonrió de forma amistosa cuando avanzó con aire despreocupado para matarme". La dialéctica del perseguidor-perseguido, del engullidor-engullido siempre es atractiva. Pero el lector avisado tendrá que esperar por lo menos unas 60 o 70 páginas para empezar a recobrar la esperanza de que pase algo. Los otros, o por lo menos los adolescentes a los que en apariencia va dirigida la historia de Bella y su novio vampiro Edward, se sentirán satisfechos desde el principio. Para los que no hayan leído todavía Crepúsculo ni ninguno de los tres libros que continúan la historia ( Eclipse , Luna nueva y Amanecer ), o ni siquiera hayan visto la película, vaya un breve resumen del argumento: Isabella (Bella) Marie Swan, una adolescente de 17 años, muy inteligente pero bien desmañada ("patosa" se autodefine, según la traducción... al español de España), hija de padres separados, ante el nuevo casamiento de su madre se muda a vivir con su padre Charlie, el sheriff del pequeño pueblo de Forks, en el estado de Washington. El pueblo es pequeño, pero tiene mucha vida interior, porque además de los compañeritos de colegio de Bella y sus respectivos padres, hay otros habitantes y con ciertas peculiaridades: una familia de vampiros (después se sabrá que éstos son "veganos", sólo beben sangre de animal) y una de indios quileutes, que descienden de lobos, por lo cual son licántropos. Para el que no lo sepa (o no haya visto la película Underworld ), vampiros y licántropos son enemigos irreconciliables y lo único que aceptan es destruirse los unos a los otros. A partir de ahí, cualquier parecido con series de TV como Buffy, la cazavampiros , Angel o Smallville es cierto. Los únicos que faltan en Forks son el doctor Frankestein y su monstruo. Algo de ellos hay en estos libros y es la estructura de patchwork que los caracteriza. Por momentos, este "mamarracho lleno de ripios", como lo define Faretta en su nota, aburre. Se siente que sobran, por lo menos, muchos diálogos romanticones y algunas buenas situaciones se estiran demasiado, pero las cuatro novelas levantan mucho cuando, por ejemplo, se describen los combates a muerte de vampiros contra licántropos, de vampiros contra vampiros o cuando Bella se transforma a su vez en vampiro. Sin embargo, ésta es por sobre todo una historia de amor, donde debe respetarse a rajatabla la castidad, a riesgo de que uno de los dos protagonistas desaparezca. De ahí, la tensión sexual que atraviesa prácticamente toda la tetralogía y en la cual se basa la originalidad del tema: un vampiro "abstemio" y virgen. Por eso, a no engañarse. Stephenie Meyer puede parecer un ama de casa norteamericana corriente -creció en Phoenix, Arizona, tiene 36 años, es casada, tiene tres hijos, se graduó en Literatura Inglesa y pertenece a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones)-, pero conoce su métier , aunque diga que la idea de Crepúsculo le llegó en un sueño fantástico que tuvo y que quiso guardar para siempre, y que sólo sabía de vampiros por los disfraces de Halloween. Cuando confiesa que algunos de sus autores favoritos son Orson Scott Card, Jane Austen, Daphne Du Maurier, Shakespeare, Edgar Rice Burroughs o L. M. Montgomery, uno puede ver de dónde saca a sus maestros. Orson Scott Card (1951), también mormón, es un escritor estadounidense de ciencia ficción y otros géneros, que se hizo muy conocido por la novela El juego de Ender (premios Hugo y Nébula), es autor del guión del cómic Ultimate Iron Man y dicta talleres literarios. La canadiense L(ucy) M(aud) Montgomery (1874-1942) es la autora de Ana, la de los tejados verdes . Shakespeare, Edgar Rice Burroughs y Jane Austen no necesitan presentación. La británica Daphne Du Maurier fue best seller en los años 30, 40 y 50, y varias de sus novelas sirvieron de inspiración a películas de Alfred Hitchcock (Rebeca, La posada maldita y Los pájaros) . A lo largo de la historia de Bella y Edward, aparecen nombrados (y hasta con fragmentos transcriptos) Cumbres borrascosas , Romeo y Julieta , Sueño de una noche de verano , El mercader de Venecia , Orgullo y prejuicio ; hay un poema de Robert Frost y menciones a Alfred Tennyson. En fin, mucha literatura en dulce montón y a veces de la buena. Cuando Crepúsculo se publicó en los Estados Unidos en 2005, Meyer fue comparada inmediatamente con J. K. Rowling y su Harry Potter . Aunque las dos autoras han gozado de las mieles de los primeros puestos en listas de best sellers durante meses y meses, y el cine las bendijo, las historias de Rowling estaban destinadas a los chicos; después, cuando sus protagonistas no tuvieron más remedio que crecer, empezaron a tocar temas de la adolescencia. En cambio, Bella, Edward y Jacob, el quileute amigo de ambos y licántropo contra su voluntad, tienen los problemas de identidad y acomodamiento al mundo de cualquier adolescente hecho y derecho. Los fanáticos de una y otra hasta discuten en distintos sitios de Internet cuál de las dos novelistas es la mejor. Por sobre todo, Stephenie Meyer ha logrado el fenómeno de crear comunidad. En la novela de Bella, todos viven en comunidades: los vampiros vegetarianos y los que no lo son; los licántropos, también, y hasta su forma de comunicarse por telepatía recuerda las modernas conexiones de las redes sociales. Buscado o no, el efecto es bien provocativo para una mente adolescente. El desaforado éxito de Crepúsculo pasará finalmente (de hecho, en los Estados Unidos el libro de Meyer best seller es el último, The Host , otra novela de amor pero con fondo de ciencia-ficción) pero sigue en pie el porqué estos temas han logrado crear un público lector tan joven y tan multitudinario. En un mundo dominado por los Bernard Madoff que les han quitado a muchos humanos su futuro hasta el fin de sus días, los vampiros y sus enemigos íntimos, los licántropos, no aparecen tan perversos, al fin sólo quieren un poco de amor. Y si la "exigua tribu de lectores de libros", como la llama nuestra María Elena Walsh, se ve beneficiada con unos cientos de miles de neófitos fieles, el resultado no habrá sido tan malo.
© LA NACION
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