lunes, 8 de abril de 2013

Omar Mollo/Dante Panzeri


Omar Mollo: M.A.M., mambo, Sumo, drogas, Divididos, Ricardo y tango

EL REY DEL MAMBO

En los ’70, fundó y comandó M.A.M., una banda de sonido pesado y alma hippie que sonaba increíble y que los productores perseguían, pero que nunca tocó en vivo ni grabó un disco hasta 30 años después. Su legado: de ahí saldría la base con que Luca Prodan armaría Sumo y de lo que después sería Divididos. Mientras, Omar Mollo seguía su camino de drogas y misticismo en Brasil, volvía a la Argentina, se distanciaba de su hermano y –por sugerencia de rockeros pero también de tangueros de ley– se dedicó al canto de arrabal. Hoy, reparte su tiempo entre Amsterdam y Ramos Mejía, es respetado en las dos veredas musicales y gira por Europa, donde lo presentan como “el Ozzy Osbourne del tango”.

Por Mariano del Mazo
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Sexo, droga, rock and roll, mente, alma & muñeco. La prehistoria de Omar Mollo es casi el comienzo y desarrollo de un cuento de Hans Christian Andersen. Porque el patito feo del rock pesado se transformó en un cisne de exportación del tango. Patito Mollo lo llamaban justamente de chico, por aquello de a cada paso una cagada. Ahora lo reciben embajadores. Pero ahora, ahora, este buen cantor con matriz inequívocamente goyenecheana está fumando en un bar de Palermo y diciendo: “En un momento me dediqué a vivir la vida loca. Estuve diez años metido en cualquiera. Si no me morí, no fui preso y si no me volví loco fue de pedo”.
La prehistoria de este menjunje donde metieron la cuchara el gurú Maharashi, Pappo, Antonio Carrizo, Sumo y Rubén Juárez –todo atravesado por un accidente de autos mortal que le cambió la vida del modo más extraño y oblicuo posible– habrá que rastrearlo en una fábrica de calzado de Pergamino. Mejor dicho, en el incendio de esa fábrica. El padre de Omar y Ricardo había puesto justamente la mente y el alma en su orgullosa pyme y entre las cenizas decidió rehacerse en El Palomar. “Yo ya en Pergamino hacía tango y folklore desde los cinco años. También bailaba malambo. En la esquina de casa vivía Tatín Sarlinga, que era guitarrista de Antonio Tormo. Tomaba clases con él. A los seis agarré la guitarra y se formó un grupito con chicos de mi edad, Los romanceros de Achalay. Llevamos a grabar un casetito. Hasta salió una nota en el diario de Pergamino. Figuro como el Patito Mollo. Cuando tenía siete nació Ricardo, y me vino una regresión de la gran flauta. Cacé de nuevo la mamadera, el chupete... Fue el primer quilombo que tuve con mi hermano.”
Ante la desaprobación de su padre, en El Palomar profundizó el berretín por el folklore. Un fileteador famoso en el pago chico, el Tano Peretta (“un artista en serio”), lo escuchó y pidió permiso a la familia para llevarlo a un concurso que tenía Antonio Carrizo en Radio El Mundo. “El programa se llamaba El Mundo de la guitarra. Fui cinco veces y gané las cinco. Gracias a Carrizo me hice de cinco guitarras. Mi viejo no me demostraba ningún orgullo, al contrario: me decía ‘te falta’. Después con los clientes y los proveedores se le caía la baba.”
Combinaba música, trabajo en la fábrica y escuela hasta que, como todo nacido en 1950 y caminador del legendario lejano oeste del Conurbano, fue mordido por el rock. A los 17 formó una banda, Año biciesto, que lo tenía a D’Artagnan Sarmiento en teclados. Hacían covers de Santana, Beatles. Llegaron a trabajar en el circuito marplatense de verano, en el sótano del boliche Jet, enfrente del Casino. A 400 kilómetros Ricardo Mollo podría haber parafraseado aquello de Serrat: crecía imitando a su hermano. Y superándolo. En la soledad de El Palomar se transformó en un guitarrista notable. Omar, en tanto, después de una actuación en el Canal 8 de Mar del Plata, se enteró por el diario que había salido sorteado para el servicio militar. “Fue un golpe en la nuca. Volví a casa, y ahí lo veo a Ricardo que la estaba rompiendo y que tenía ganas de formar un grupo. Cuando terminé la colimba armo M.A.M.”
Mente Alma y Materia, o Mente Alma y Muñeco, explica, sin aclarar la insólita diferencia entre “materia” y “muñeco”; “es indistinto”, agrega apenas. Omar Mollo se zambulló en el espíritu de la época e hizo todo lo que marcaba el manual del rocker. Hippismo, I Ching, Castaneda, Gurú Maharashi. “El M.A.M. viene del I Ching, que lo aprendí de un grupo de artistas de Castelar. Me fue cambiando el bocho, organizaba reuniones en casa. Además de la banda, que completaban un batero llamado Juan Rodríguez –que no era el de Sui Generis, otro– y Raúl Lagos en bajo, había una cosa muy espiritual. Con Ricardo hicimos un pacto, que después cada uno fue cumpliendo en la vida, sin que nos consultáramos. Nos regiría M.A.M. hasta la muerte. Fijate que todos nuestros hijos tienen las iniciales M.A.M. Yo tengo dos hijas: Melisa Alejandra y Maia Ailén; Ricardo también, del primer matrimonio, María Azul y Martina Adabel. Y ahora tuvo a Merlín Atahualpa con Natalia, una gratísima sorpresa para mí.”
¿Por qué?–Porque estábamos medio alejados, naturalmente. Y bueno, pasaron muchas cosas. Yo lo sentí como, no sé, un homenaje a los viejos tiempos.
M.A.M. empieza a volverse algo serio, con resonancias místicas y míticas, no sólo en los suburbios. Omar Mollo alquiló un sótano en una esquina frente a la Base Militar de El Palomar, Héctor Starc iba con su Fiat 1500 a zapar, salían notas en la revista Pelo, y desfilaban productores como Jorge Alvarez y Daniel Grinbank con la intención de sacarlos del ostracismo, en tiempos en que el llamado rock pesado movilizaba. Pero filosóficamente M.A.M. estaba más cerca de Arco Iris que de Pappo’s Blues: se movían dentro de una endogamia totalmente sectaria. Estuvimos cinco años ensayando ¡sin salir a tocar! Te imaginás cómo sonábamos. Yo estaba en un mambo muy volado. Rechazaba cualquier posibilidad de negocio, detestaba el materialismo. Es más: me llamaban el Gurú. Creo que al fin y al cabo era un tipo muy elemental. Iba a la sala, pasaba la aspiradora, encendía sahumerios, armaba una especie de templo y ensayábamos todos los días cuatro o cinco horas temas que duraban quince minutos. Después conocí a David Lebón, y fuimos a una conferencia del Maharashi. Nos engachamos. También estaba Carlos Cutaia. A los seis meses, a través de un mahatma obtuvimos el conocimiento en Córdoba. Ni me acuerdo cómo llegamos, pero fue en un campo. A mí me sirvió mucho ese conocimiento. Aprendí cuatro técnicas de meditación, aprendí la importancia del verbo. Okey, después la cagué. Pero me sirvió.
¿Por qué la cagaste?
–Uf, es largo. Me fui a Brasil e hice desastres. Drogas.
¿Qué drogas?
–Todas.

DADO VUELTA ESTAS VOS


En 1979 conoció a un tipo muy elegante, de Hurlingham, que vestía con pilotines ingleses y tocaba el bajo como un animal: Diego Arnedo. En M.A.M. se formó la dupla que destacaría en Sumo y Divididos. “Era impresionante lo que sonaba M.A.M. con Diego y Ricardo. Pero siempre teníamos problemas con los bateristas.”
Como Divididos.
–¡Es que Divididos es M.A.M.! La base es la misma. Si yo le enseñé a tocar a mi hermano, cómo manejar el tema de las bases. Yo le enseñé todo. A Arnedo también, loco. Y si no que hagan un careo. Yo no quiero hablar de eso, porque parezco un resentido. Pero es la verdad. Estoy laburando, me va realmente bien con el tango, pero la historia es la historia.
¿Cómo te llevás con tu hermano?
–Bien, bien. Normal. Yo era la oveja negra de la familia, él era el responsable. Siempre me cagaba a pedos. En un momento, cuando él tenía 13, 14, yo lo vareaba por mis amigos: era increíble lo que tocaba. Ya era el mejor guitarrista del país a esa edad. Iba a verlo a David Lebon, o al Flaco Spinetta, les mostraba cómo tocaba Ricardo y se caían de culo. Pero después mi hermano se puso muy serio. Se hizo cargo de la fábrica de mi viejo, se levantaba a la seis de la matina, laburaba, ensayaba, todo. Y yo era un bardero. No podía tocar y trabajar, quedaba extenuado. Tenemos mucha diferencia de edad. Yo le decía: “No me des bola a mí, hacé lo que vos quieras”. Puede ser que la relación haya sido conflictiva en algún momento, pero ya somos grandes. Llegamos a hacer terapia familiar para ver quién estaba loco. Mi viejo murió joven, a los 58. Ricardo quedó al mando de la fábrica y yo tenía un tallercito en el fondo donde hacía serigrafía y las etiquetas para los calzados.
El viaje a Brasil fue un punto de inflexión. Ante la caravana de excesos de su hermano mayor, Ricardo Mollo decidió con Diego Arnedo disolver M.A.M. Después de una experiencia con otro bajista –Rinaldo Rafanelli, con el grupo Demo– todos los caminos condujeron a Sumo. La historia es conocida. Omar pasó la década del ’80 complicada. “Ricardo y Diego eran muy claros. Sabían lo que querían. Yo también, pero... ¿cómo te puedo explicar? A mí me cagó la cabeza mi forma radicalizada de ver la vida. Tendría que haber transado. Vivís en sociedad, ¿qué vas a hacer, boludo? Nunca tenía un mango. Estaba contactado con todo el rock argentino. Todo, ¿eh? Me dedicaba a negocios non sanctos, hacía un asado en casa y venían todos: los que están muertos y los que están vivos. Si me preguntás si yo iba a ver a Sumo, te digo que no, ¡que ellos venían a verme a mí! Luca no, Luca era faso y ginebra. Yo estaba en cualquiera, y no le echo la culpa a nadie. Nunca lloré. La mochila me la banqué.”
¿Cómo viviste la etapa de Sumo?
–Ayudando. Cuando llegó el momento en vez de ponerme en la posición de “yo formé M.A.M, cómo me van a echar a mí”, dije “ok, está todo bien, ¿en qué puedo servirles?” Yo he manejado los camiones, he manejado el ómnibus, le he hecho la sala a Divididos cuando empezó con Federico Gil Solá en Hurlingham.

UN DIA EN LA VIDA


Los Mollo eran amigos de Ernesto Caldentey, un gerente de banco que iba a ver Sumo. Su mujer estaba muy deprimida y un día Caldentey le pidió a Omar que tratara de hacer algo. “Vos que sos gurú, hablale, intentá sacarla de la depresión a Graciela.” “Yo pensé que estaba loco, no le hice caso –dice Omar–. La fuimos a ver una vez y nada más. Al poco tiempo Ernesto se mató en un accidente de autos: un colectivo lo llevó puesto de contramano. Veinticinco años después de la tragedia yo estaba a punto de tocar en La Trastienda, me llamaron de una radio de Ramos Mejía y la conductora era Graciela. Me vio, me preguntó ‘¿cómo estás?’ No nos despegamos más. Ella me rescató, empezó a hacer las tareas de manager. Y me convenció para que me dedicara al tango.”
Desde hace una década Omar Mollo reparte su año entre Amsterdam y Ramos Mejía. Hace rato pasó los límites del “rockero veterano que coquetea con el tango”. Gira por Europa solo, con músicos europeos, con el sexteto de Carel Kraayenhof –el músico que tocó “Adiós Nonino” en la boda de Máxima– y últimamente con Astillero, la orquesta que dirige Julián Peralta, uno de los fundadores de la Fernández Fierro. Con un estilo fraseador y expansivo y una buena entonación, quedó a mitad de camino entre la guardia de los ’70 y la nueva camada de cantores. “Yo cantaba en las reuniones, informalmente. De pronto se formó una bola. Venía Andrés Ciro y me decía: ‘tenés que dedicarte al tango’. El Pelado Cordera, Ricardo Iorio, igual. A mí me daba miedo. Después vinieron los del palo. Rubén Juárez, por ejemplo, me bancó a muerte. ‘No cometas la boludez de disfrazarte de tanguero’, me dijo. En Europa, Carel Kraayenhof todavía me presenta ante la gente como ‘el Ozzy Osbourne del tango’. Una locura.”
A diferencia de las tendencias de los años ’90, Mollo recaló en la década del ’40. Su fuerte está en el vivo, donde da rienda suelta a un vigor interpretativo que subraya la emoción hasta las fronteras de lo teatral. En él confluye y se acerca a la realidad la curiosa definición que hacían algunos arribistas del género del Goyeneche crepuscular: “Cuando el Polaco canta tango hace rock and roll”. La frase es estrafalaria, y lo sigue siendo, pero en el caso de Omar Mollo adquiere cierto sentido.
Viene de presentar su último disco, Barrio Sur, en el ND Ateneo. Allí reúne clásicos como “Cuando me entrés a fallar”, “Los cosos de al lao” y “Afiches” con “Tango del diablo” (Andrés Ciro), “Rocanrol” (Edu Pitufo Lombardo) y hasta una extraña versión de “Muchacha (ojos de papel)”. Ya está pensando en el próximo álbum. “Tengo una asignatura pendiente. Quiero mandarme en la composición. En Barrio Sur escribí una canción, ‘Para Gra’. Vamos a ver.”
En M.A.M. componías.
–Sí, pero rock. El tango no es joda.



La pelota no se mancha

Si hay un mito periodístico en el deporte argentino, ése es Dante Panzeri. Admirado por sus pares y por los mejores que lo sucedieron, conflictivo en las redacciones por sus principios (su renuncia a la dirección de El Gráfico es memorable), denunciante del negocio y los dirigentes, enemigo del boxeo (golpea el cerebro, decía), el automovilismo (una actividad industrial, decía) y las entrevistas a los deportistas (no tienen nada que decir, decía), defensor de los jugadores y enfrentado al mito de los DT (cualquiera es DT, decía), autor de dos libros cruciales (Fútbol, dinámica de lo impensado y Burguesía y gangsterismo en el deporte), fue un pionero en proponer una manera de pensar el fútbol por encima de los resultados. Por supuesto, no ganó fortunas y murió poco antes del Mundial ’78, al que tanto se opuso en solitario. La inesperada y bienvenida edición de lo mejor de sus notas en Dirigentes, decencia y wines (“al fútbol de hoy le faltan tres cosas: dirigentes, decencia y wines”, decía) les da la oportunidad a muchos de descubrir al hombre que proponía pensar y disfrutar del deporte sin versos ni negociados.

Por Angel Berlanga
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A 35 años de su muerte, Dante Panzeri es mucho más una leyenda del periodismo deportivo que un autor leído, vivo a partir de la lectura de sus textos. Una leyenda que habla de un tipo insobornable, comprometido a fondo con su trabajo, que excede por lejos el deporte, implacable en sus opiniones: el mejor en lo suyo, dice la leyenda. Su libro clásico, Fútbol, dinámica de lo impensado, es mucho más citado a la bartola, para lucrar con su aura, que leído: fue publicado por primera vez en 1967, se reeditó el año pasado. Publicó, en vida, otro: Burguesía y gangsterismo en el deporte. Y ya. Por eso, el volumen que acaba de armar Matías Bauso, Dirigentes, decencia y wines, con una recopilación de textos de Panzeri, un centenar de artículos, guiones para televisión, alguna nota inédita, trascripciones radiales y hasta un “diccionario panzeriano”, viene a reponer la esencia que le dio cuerpo al mito: su producción periodística a lo largo de cuarenta años.
Una selección, claro: cuenta Bauso que leyó unos cinco mil artículos. En los ’60, después de renunciar a la dirección de El Gráfico, Panzeri llegó a escribir entre ocho y diez textos por semana para Así, El Día, Crónica y otros medios, a la vez que trabajaba en radio y televisión. Su salida de El Gráfico en 1962, tras diecisiete años en la redacción y tres como director, es de película: en medio del cierre de la cobertura de un River-Boca, Constancio Vigil –hijo del dueño de entonces– le indicó que tenía que publicar en un lugar destacado las opiniones del ministro de Economía, Alvaro Alsogaray, que confesaba que no solía ir a la cancha, que esta vez había aceptado la invitación de la revista y que “el entusiasmo desbordante” le “significó un índice de verdadero valor”. Panzeri no aceptó esa propaganda política en medio de sus páginas, junto a su texto, y se fue.
En un autorreportaje que publicó en 1973, en Satiricón, escribió: “El único que sabe algo de lo que ocurre en una puja deportiva es el que juega, el que interviene en ella. Los demás somos todos chamuyetas, simples espectadores que documentamos recuerdos de cosas que jamás podrán repetirse”. Una década atrás, en El Día de La Plata, mientras elogiaba a Rojitas (aquel centrodelantero de Boca “formado en la Universidad del Instinto”), decía: “Yo no participo de la comodidad del periodismo sin opinión que por allí suelen creer lo ideal del periodismo”. Vaya manera de opinar: parece incapaz de resignar la fidelidad a su opinión, a sus conclusiones, como para acomodarse. En los textos se lo percibe antiperonista, pero no le va a hacer el caldo gordo a Alsogaray, y también se reúne con el almirante Lacoste para tratar de convencerlo de que el Mundial ’78 sería contraproducente para el país. En su último trabajo, como jefe de deportes de La Prensa, duró cien días. “A esa altura ya estaba enfermo de cáncer y los Gainza Paz se habían dado cuenta de que habían cometido un grave error –dice Bauso–. No publicaba notas de boxeo ni de automovilismo, por principio. La gente compraba el diario y no salían las formaciones de los equipos que iban a jugar a la noche. ‘¿Y yo cómo sé cómo van a formar? –argumentaba Panzeri–. ¿Cómo voy a poner que van a jugar a estos 11, si nunca terminan jugando esos 11? Los demás diarios que mientan, nosotros no les mentimos’.”
Murió el 14 de abril de 1978, antes de ese Mundial que le parecía un despropósito. Anota Bauso: “Pocos acudieron al sepelio. Del fútbol apenas Peucelle, Pedernera, Duchini y alguno más. Unos escasos colegas y su familia. Amigos de otros ámbitos. Y casi nadie más. No es extraño. Los fastos oficiales, las necrológicas laudatorias y las multitudes son para los muertos consagrados e inofensivos. Panzeri murió como debía: sin apoyos, relegado, sumido en la oscuridad y la incomprensión. Uno de los precios por no ceder, por ser fiel a sí mismo hasta el final”.

EL PRECURSOR DEL BARCELONA


A Panzeri le gustaba el fútbol inteligente, vistoso, bello y efectivo. Le gustaba es decir poco: fue a fondo en la defensa de esa idea. Por eso, nunca paró de criticar a quienes en pos del resultado sacrificaron alguno de aquellos elementos, más allá de campeonatos conseguidos. Al Estudiantes de Zubeldía, con Bilardo como insignia del juego sucio, el alfiler para pinchar al contrario, lo criticó sin tregua, y eso desde las páginas del diario El Día de La Plata. También criticó al equipo de José, aquel legendario Racing campeón. Consideraba una chantada el protagonismo de los directores técnicos, abominaba de los cursos y del apoyo psicológico, creía que la gran mayoría de los dirigentes usaban al fútbol como trampolín hacia la política. Creía, también, que “el negocio” arruinaría la esencia del juego. Propone –al final de su Dinámica– cambiar el sistema de puntuación, incrementar el número de futbolistas jóvenes y “disminuir el dinero en juego”: está claro qué prosperó y qué no. “Al fútbol profesional se lo puede salvar desalentando su materialismo –escribió–. Cambiar este fútbol exige destruir. Destruir lo que se está construyendo. Para poder entonces construir.” En un programa de propuestas que armó planteaba que los partidos no se televisaran, que hubiera topes en los sueldos y límite de profesionales por equipo, y que no se pudieran transferir jugadores al exterior hasta que cumplieran 28 años. El panorama de hoy lo espantaría, se sospecha. “Sí: si el tipo viera que en un partido de fútbol le dedican cien planos a Caruso Lombardi, se moriría –dice Bauso–. Ve Fútbol para todos y se muere, también, porque la utilización estatal del deporte a él lo enfermaba. Lo mismo al ver a los jugadores saliendo más en Gente que en El Gráfico. Ni hablar de los dirigentes. Le hubiera gustado, en cambio, ver a 15 o 20 periodistas deportivos que tienen muy buen nivel.”
Dirigentes, decencia y wines. Dante Panzeri Edición a cargo de Matías Bauso Sudamericana 544 páginas
Y el Barcelona actual, ¿no encarna algunas de sus ideas centrales? “Es un equipo que le encantaría, porque es exactamente todo lo que él predijo que podía llegar a suceder –dice Bauso–. Jugar sin 9 de área, salir para generar espacios adelante, tocar, tener la pelota hasta que aparezca el espacio, ser vertical, que la mejor defensa sea la posesión de la pelota, la presión inmediata sobre el rival. El dice que eso lo hizo La máquina de River, Millonarios –aquel ballet azul que comandaba Pedernera–, el Santos de Pelé. Le decían que su idea de fútbol ya era absolutamente impracticable: cuarenta y cinco años después, el Barcelona es la mejor refutación.” Aunque no haya puntos de contacto en la híper profesionalización, el rol como técnico de Guardiola y la formación en La Masía, Bauso destaca dos coincidencias más entre el ideario de Panzeri y este Barça: “Honestidad y convicción –dice–. Este equipo y él comparten eso. Y eso es algo diferencial en Panzeri: no soporta reprocharse nada. En el libro publicó la transcripción de una intervención de él en un noticiero de Canal 11: la noche anterior se había burlado de la dicción de un presidente de la AFA. Se disculpa y le dice que le haga juicio, porque más allá del pedido de perdón, él ya no se limpiaba por haber hecho eso. Que podía criticarlo y denunciarlo como funcionario, pero que de ninguna manera se podía burlar del defecto de una persona”.
“El aporte fundamental de Panzeri fue crear la ‘Teoría Política del jugador’ –escribe Bauso–. La dinámica de lo impensado constituye la idea crítica más célebre del fútbol argentino. No sólo es célebre sino una de las únicas. Fue un gesto inédito y bastante audaz elaborar una teoría del modo de ver (o jugar) el fútbol. Se instala en el momento más inoportuno, cuando Helenio Herrera, Juan Carlos Lorenzo u Osvaldo Zubeldía cautivaban al público con discursos elaborados y pícaros e instalaban una cultura del trabajo. Parafraseando una célebre frase de un genio de otro arte, se podría afirmar que la disposición táctica es una cuestión moral. Eso es lo que parece sostener Panzeri a lo largo de toda su obra crítica. Siguiendo la política del jugador, quien decide, quien soluciona los inconvenientes o crea dentro del campo de juego siempre es el jugador, el único que puede determinar lo que sucederá.” “Uno puede pensar, como falla en su teoría, que Guardiola y Tito Vilanova son muy importantes –dice Bauso–. Digo: alguien los tiene que ir guiando. Porque el jugador de fútbol es distinto, su ritmo de vida es otro. Es lo que dice Bielsa: son millonarios precoces. Y es difícil que un tipo siga matándose en los entrenamientos, con todas la privaciones que ha tenido. Los futbolistas sudamericanos son tipos que vienen de la miseria, algo que, decía Panzeri, era indispensable para ser buen jugador.”

SI SOS BUENO, SOS BUENO, Y SI NO...


Es formidable la tarea de rescate que hace Bauso en Dirigencia, decencia y wines. Fue un año y medio de trabajo, que incluyó recorridas por hemerotecas, colecciones y, sobre todo, la inmersión en el Archivo Panzeri, que está en el Club Quilmes de Mar del Plata y casi no recibe visitas. Algunas de sus carátulas: Política y deporte; Estupideces; Delitos; Economía y finanzas del deporte; Salvajismo deportivo; Anecdotario; Estadísticas; Táctica y técnica del fútbol; Boxeo; Deporte y violencia; Guiones radiales; Renato Cesarini; Alberto J. Armando; Cuentos del tío; Camelos y ruidos; Declamación y dialéctica. El rescate de textos, que abarca entre 1951 y 1976, da cuenta de una escritura contundente, en la que abunda el humor, los nombres propios de los enfocados en sus críticas a veces despiadadas, y sus consideraciones, sin medias tintas ni paternalismos. Ante un partido, un jugador, un fenómeno o una circunstancia, quería que quedara clara su opinión: le parecía una estafa que el lector no encontrara la opinión del autor en el periodismo. “La idea fue que quedara algo que representara todo el espectro Panzeri, todas sus inquietudes, y para eso fue necesario que el libro fuera grande”, dice Bauso. Tras un ensayo inicial que enfoca vida, obra e ideario, este escritor y abogado organizó el libro en un puñado de capítulos temáticos: Visiones del fútbol, Mundiales, Boxeo, Periodismo, Los otros deportes, El Gráfico, Panzeri por Panzeri, Arbitros, Mundial ’78, Intercambio con lectores, Crítico de espectáculos. En este último ítem destroza Woodstock y a Isabel Sarli y ensalza a Bergman y a Astor Piazzolla, a quien ve como “un representante de la guerra entre mediocridad y lucidez”. El volumen incluye una entrevista a Fangio, crónicas de partidos, presentaciones en radio y televisión, elogios a la higiene del rugby, la reivindicación de los jugadores singulares (atorrantes, locos), glosarios de vocabularios futboleros y de avivadas picarescas, reivindicaciones a Fioravanti y a Amalfitani, respuestas a cartas de lectores, intimidades como jefe de Deportes. “Siempre me pareció que Panzeri era mucho más ‘el periodista’ que el autor de los libros suyos que circulan –dice Bauso–. El llegó a ser lo que fue por su trabajo cotidiano, y no tanto por esos libros, donde está más aplacado. La idea fue buscar al verdadero Panzeri, y eso implicó un desafío: ¿estará a la altura del mito? Y algo más: ver si se podía armar un buen libro suyo hoy, que esté a la altura.”
“Hay algo increíble: nunca se contradice, no se traiciona ni una vez –asevera Bauso–. Puede pasar que cambie de opinión, como le pasó con Artime: al principio decía que no sabía jugar, pero terminó reconociendo que estaba equivocado y que era muy productivo en sus equipos. Era un tipo de tremendas convicciones, y eso le hizo perder muchos amigos por el camino, porque cuando tenía que decir algo era más fuerte que él. Se peleó con Pepe Peña, con el que hacía un programa de radio en los ’50, y también con Pedernera, porque mientras dirigía a Gimnasia lo criticó, en esa postura que tenía de decir que el de técnico no era un trabajo digno. Recién se amigaron al final, cuando Panzeri estaba enfermo.” Algunos tipos le cayeron mal de arranque: José María Muñoz y su ampulosidad patriotera, sus latiguillos como relator que no significan nada, o Juan Carlos Lorenzo y sus “innovaciones europeas” para la Selección, a su cargo en los mundiales de 1962 y 1966. “En un partido en el de Chile llegó a darles papelitos a los jugadores, para que recordaran qué tenían que hacer –rememora Bauso–. Eso lo divertía a Panzeri, y siempre lo recordaba. En algún momento Lorenzo lo desafió a que fuera técnico él: le dijo que sí. ‘¿Cómo no voy a poder ser yo técnico’, si Lorenzo dirigió dos mundiales? Si dirigió Lorenzo, cualquier puede ser técnico.’ Para Panzeri el fútbol era bastante más sencillo: si sos bueno, sos bueno, y si no... Sin despreciar la organización y la solidaridad necesaria. Pero él creía que lo fundamental en el deporte era la inteligencia corporal, que no necesariamente se percibía en la vida diaria. Por eso detestaba hacer reportajes a deportistas: salvo casos excepcionales, creía que no tenían nada para decir. Cuando va a cubrir el Mundial a Chile se niega a hacer entrevistas: están todos los grandes jugadores y técnicos ahí, y él no hace ningún reportaje. Eso va acelerando su salida de El Gráfico, también, porque va a contramano de lo que el periodismo está empezando a hacer, de lo que el público reclama.”
Algunas respuestas de Panzeri a los lectores son memorables: ante uno de El Gráfico que amenaza con dejar de comprarla, anuncia: “Lo perdimos a Cafarella”; a otro, que lo acusa de resentido social, le da la razón. Denostaba al boxeo, porque creía que “mata e idiotiza por su naturaleza misma, por su regular obligación de golpear el cerebro humano”, y siempre lo raleó de las páginas que tuvo a cargo. Bauso opina que las mejores notas que escribió Panzeri son las de El Gráfico y las de La Opinión, donde escribió entre 1974 y 1976. A esa altura, sin embargo, su estrella empezaba a declinar: cada vez era más incómodo. Todavía iba a escribir en Satiricón e iba a durar ese poco en La Prensa. No alcanzó a empezar dos trabajos que tenía en perspectiva: para La Semana cubriendo el Mundial ’78, y en la inminente Humor. Escribe Bauso, al comienzo del libro que armó: “Dante Panzeri era un cabrón. Tenía carácter complicado. Era, también, entre otras cosas, testarudo, implacable, rígido, algo dogmático, obsesivo y difícil de llevar. Desde su salida de El Gráfico duró poco en la mayoría de sus trabajos. Su estilo literario es enrevesado y barroco. Es repetitivo. Sus obsesiones se parecían a manías. Poco veía del costado épico del deporte. Sus inclinaciones políticas lo alejaron siempre de lo popular. Era impiadoso con sus enemigos, los atacaba sin permitir tregua alguna. (...) Sus posturas muchas veces se excedieron en conservadurismo. Su crítica peca de impiadosa, pocas veces posaba una mirada cariñosa sobre el personaje inspeccionado. Aliviados ya de la carga, alejadas las sospechas del panegírico o de la hagiografía, podemos adentrarnos en la historia de Dante Panzeri, el periodista deportivo más importante de todos los tiempos”.
“La gente que hace vida pública cae en el frecuente error de suponer que su meta en la vida es la de pasar a la historia escribió Panzeri en aquel autorreportaje de Satiricón. El mayor servicio que en vida el hombre puede prestar es poniendo limpieza en la casa que ocupe mientras viva. Y no ocupando una página en algún libro luego de morir. De eso se encargarán otros que deciden si vivió para utilidad de los demás, o si sirve para ser usado como instrumento para con los demás. Pero nunca es el mismo hombre, consigo mismo, el que decide para qué sirvió lo que hizo.”




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