Adiós al punk
Empezó a publicar a los 38 años, pero de un modo arrollador: parte de la generación vanguardista, bohemia y lacaniana de fines de los ’60, era un publicista exitoso en plena dictadura cuando ganó el Premio Coca-Cola con Mis muertos punk (1979) y empezó un nuevo capítulo en la narrativa argentina. Sus libros de cuentos (Música japonesa, Ejércitos imaginarios, Pájaros de la cabeza, Restos diurnos) entendieron como pocos la vida cotidiana bajo la dictadura y la transición democrática. Los pichiciegos (1982), escrita durante la guerra, se cuenta entre las mejores novelas bélicas del siglo. Sus artículos periodísticos envolvían en provocación un desafío lúcido a los lugares comunes del
pensamiento. Sus poemas lo mostraban inquisitivo ante el extrañamiento de la vida. Y sus novelas, sobre todo las publicadas a partir de Vivir afuera (1998), como un bisturí sociológico de la Argentina. Además, su editorial La Tierra Baldía alentó a los poetas y escritores más radicales de su época. Pero siempre su obra y su mirada estuvieron puestos en rasgar el complejo velo de palabras que cubre ese lugar en el que vivimos y que llamamos realidad. La semana pasada, Rodolfo Enrique Fogwill, el escritor que quiso convertir su nombre no sólo en adjetivo sino también en marca, murió a los 69 años. Radar lo despide a través de amigos, escritores y lectores de la obra que dejó.
La muerte según Fogwill
Por Vera Fogwill
Cuando casi adolescente empecé a escribir, nada casualmente Fogwill se quitó el Rodolfo Enrique y el Quique y pasó a ser, no sé cómo, sólo Fogwill para todos, incluso para mí. Una manera egocéntrica de saber que todo le pertenecía a él. Incluso los Fogwilles de Devon en su sangre y toda raza o estirpe menor que le sucediera. A mí me queda pensar si podré seguir siendo Fogwill, más allá del absurdo título de condesa que heredé. Si debo firmar simplemente así, como hubiese querido él, o debo cambiarme el nombre definitivamente por el seudónimo literario con el que desde hace años escribo.
Ser la hija de Fogwill es como el poema que escribí el otro día sobre Borges que titulé “Las pobres hijas de Borges”, en alusión a lo que no tuvo y a lo que, si hubiera tenido –una hija que escriba–, le habríamos dicho todos: “Pobre hija de...”. Es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu, intentar ser meditativo siendo el hijo de Osho, intentar ser persona siendo el hijo de un animal.
“Escribo para no ser escrito”, se limitaba a decir siempre él. ¿Y ahora qué carajo hago, papá? ¿Escribo para que no seas escrito o dejo de escribir? Me quedo impregnada de las palabras que me envió Teresa Lamborghini, otra pobre hija de, al día siguiente del funeral de mi padre, que fue casualmente pocos meses después que el de su padre y en el mismo lugar. “Fui a saludarte, Vera... a verme supongo... Tensiones que ni llorar podés... Entre los hermanos, las actuales, las ex que llegado el momento no quieren perder actualidad, las que iban a ser o creyeron ser o quisieran ser y al revés... Que si se lo crema al muerto, que si se lo entierra, que si se lo atendió debidamente, que... Esto es sólo el comienzo, te dije con un abrazo fuerte con el que de paso me abracé, cosa que no había tenido tiempo de hacer desde noviembre, cuando yo estaba ahí adonde ahora estás. Sigue que empiezan a reescribir, adelante nuestro, ahí, ‘cosas’ que uno sabe que ni remotamente fueron como se las está relatando... Y ahora tantos escribirán.”
Sólo puedo escribir estas líneas a pedido de mi íntimo y querido amigo Martín Pérez, y lo hago en breves minutos, en medio de la noche, casi sin detenerme a pensar. Cuando salí del quirófano, en mi parto, antes de que me den a mi hijo, pese a tener prohibido aparecer, él ya había logrado inmiscuirse e invadido mi habitación del sanatorio a media noche. Ya había llamado a todo el mundo para contarles y me esperaba allí, creo que fumando. Yo quería asesinarlo, pero tanto amor me lo impidió. No puedo dejar de oír sus comentarios a su nieto cuando volvían de la plaza: “Ni una mina, una pálida, todas viejas chotas de veinte con culos gordos, ¿no, Aki? ¿No hay otra plaza por acá?”.Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento. Su mejor novela es su vida, una vida más impactante que cualquier escrito que hayan podido encontrar o leer de él y/o sobre él. La mejor literatura la hizo en las noches arrullándome para dormir, jamás –mientras me tocaba estar con él– me dormí sin un cuento de mi padre, jamás. Hasta de grande era capaz de meterse en mi cama a contarme un cuento, pese a que yo, dormida, me sobresaltaba y le decía: “¡Papá, ya estoy grande para cuentos!”, “¿Papá, estás drogado?”, “¡Papá, soy tu hija!, ¡Papá!”.
Debo confesar que no creo en la muerte, en la única muerte que creo es en la mía. Ahí dejarán de existir todos, los que están y los que no están, porque viven en mí. De beba me llevaba en moto, y caminaba poniéndome adentro de una bolsa de mercado. Mi cabecita salía por esa hamaca ya desorbitada. Mi padre durante mi infancia no me llevó a Disney, a pesar de tener colecciones de autos antiguos, excéntricos y barcos y mucha plata, o guitas, como decía o dice él. Me llevaba a la pensión donde vivía su amigo Leonardo Favio y me hacía practicar y tocar frente a ellos en la guitarra milongas y gavotas. En sus años brasileños me llevaba de visita a lo de su amigo Caetano Veloso y lo observaba componer tristes canciones. En sus años de barco me hacía vivir solos en alta mar. Una vez mi abuela me llevó a verlo a Londres, donde estaba viviendo. Yo no entendía por qué no llevábamos equipaje, ni tomábamos aviones. Londres era finalmente la cárcel. Allí lo visitaba. Y él no tenía problema en presentarme a un asesino que había matado a su mujer por rompe-pelotas. Y me explicaba que por fin allí escribía en paz, sin chicos hinchando las bolas, tráiganme puchos.
Mi padre era de esos que te enseñan y te obligan a dar el asiento a los mayores, pero se queda cómodamente sentado mientras lo hacés vos. Pero también era de los que llegaban cargados de chocolates para entregar al colegio en plena época de Malvinas. Creo que fue esa sola vez a mi colegio, porque nunca lo vi en los actos. Tenía once años y mi mayor preocupación era pensar cómo podía pagar todas las deudas, éramos nuevamente muy pobres. Un abogado me explicó que las deudas no se heredaban, pero se equivocó. Se hereda otra cosa: la herencia es la vivencia. Llego a lo de mi viejo, está cagado a palos, viene un cana a llevarse la tele, la puerta abierta siempre, me mira y se la lleva igual. Fogwill parecía un monstruo, estaba desfigurado, pero estaba bien, no había pasado nada, nena. Me levantaba en la mañana y mi padre siempre me dejaba una nota al pie de mi diario íntimo. Lo había estado chusmeando a fondo. Analizaba mis textos sobre pijamas parties como textos de Proust. Me explicaba por qué estaba bien o mal escrito. Yo sólo tenía escrito “me gustan Los Parchís”, o “mi amiga Viole es lo más”. Sin embargo, él precisaba saberlo todo. Todo lo que yo hacía era genial, siempre fue un fan mío, por no decir suyo.
No me enseñó a manejar. Las minas no pueden manejar, por eso le robó el Citroën a mi vieja. Cuando no puedo dormir, nada mejor que escuchar el tipeo de una máquina de escribir IBM. Traía a genios como Laiseca para que compartamos el mate, prefería llevarme a geriátricos a ver tíos abuelos moribundos, prefería llevarme a velorios a ver amigos ya muertos, prefería llevarme al bar La Paz a escuchar sobre los que se habían ido hasta la hora que llegaba la revista Billiken, que siempre me compraba antes de irme a dormir a la madrugada.
Finalmente, luego de haberme explicado toda su vida qué era la muerte, la muerte de las creencias de cualquiera que sea que uno tenga, de cualquier sueño que uno quiera, de cualquier cosa que uno vea, me la mostró. Cuando una semana antes me dieron sus cosas en el hospital, elegí un libro de los que tenía con él. Era una novela de Elvio Gandolfo: Cuando Lidia vivía, se quería morir. La abrí al azar y decía algo así como “el padre se despide de la hija muerta”. La cerré aterrada. Mi papá me estaba avisando que él no se moría ahora, que me moría yo. Luego de tener una semana para digerir esto y más, pude estar ahí toda esa última noche y darle la mano y ver cómo era todo eso de lo que de alguna manera me había estado hablando toda su vida. La muerte de a poco de cada parte de su cuerpo, el fallo de un órgano, la defunción de un miembro inferior, superior, la presión que se va, el latido que se apaga, así como en una cátedra de vida. Sin dolor. Ver eso, vivir eso, me posiciona en otra parte. Nacer es bello, morir lo es también. Sobre todo cuando la persona que muere lo sabía y, más que eso, lo decidía. Sobre todo cuando esa persona vivió y muy pocos lo hacen; vivir es ser, y él fue quien quiso. No todos lo logramos, no todos podemos traspasar la barrera moral y reírnos. Ahora es sólo parte de mí y no Partes del todo, como titulaba él uno de sus tantos libros. Ahora si me remito a su “Sentimiento de sí”, aquel poema magnífico que me dedicó sólo a mí: “Padres: metros maestros de palabras, restos de lo legado y lo perdido, poderes, patrias, potestades, nada...” Y en el que me puso a mano en la primera hoja: “Gracias por tu silencio”. Aquel silencio que prometí tener y que cumplí.
No puedo dejar de pensar en que se fue literariamente haciendo referencia a Piglia, con su respiración artificial. Era muy chica, se publica Help a él y le había puesto Vera a un personaje y Vera era una puta... Y esa puta soy yo, la diferencia es que en ese entonces ni siquiera sabía lo que era coger. Poco entendía de la referencia sonora a “El Aleph”, y el juego con el nombre de Beatriz Viterbo para Vera Ortiz Bety. Yo cursaba tercer grado y le pregunté, llorando: “¿Por qué le pusiste Vera a una puta que te cogés y te mea? ¡Por favor, no se lo regales a mi maestra, papi!”. En ese entonces no había Veras, así que esa Vera para la nena que era entonces sólo podía ser yo. El sólo me contestó otra cosa: “Vera es la verdad, estar cerca de ella, en la orilla. Eugenia, tu segundo nombre, es el origen de la génesis del gen, del genio”, que me dio origen, y estaba hablando de él, claro. Y agregó: “Fog-will es y será siempre estar entre la niebla, tinieblas, o mejor aún: el deseo de ellas”. Pero se parece más sonoramente al fuck.
Cuando falleció, que es sólo ya un decir, o una obra más suya, subí a mi auto estacionado en la puerta del hospital. Estaba con el amor de mi vida, a quien mi padre adoraba y en la radio empezaba a sonar “No me importa morir”, ¿de quién?, de El Otro Yo. Con Suomi nos miramos. Mi papá me trabó la puerta. El no lo vio, yo sí. Es que soy yo!, yo!, yo!, como dice aún su contestador. Yo.
Fin de fiesta
Por Gustavo Nielsen
Así como me gusta estar en las reuniones de los arquitectos, detesto las reuniones de los escritores. Los arquitectos llegan a una fiesta después de trabajar, se relajan y ven al otro como un colega, no como un competidor. Los arquitectos se divierten en las fiestas, y si comparten lo que hacen en sus trabajos lo hacen porque otro les ha preguntado. Y después pueden comer o bailar sin poses. Pueden reírse a carcajadas y besarse en público, pero no para escandalizar o para conseguir cámara en los medios, sino porque sí, porque tienen ganas.
Los escritores, en público, se parecen a los actores. ¿Alguno de ustedes estuvo en una fiesta de actores? No hay reunión más desagradable para la persona común. Los actores empiezan a fingir en cuanto llegan a la fiesta, y la competencia abrumadora se terminará cuando se vayan. Los escritores son como los actores, parados cada uno sobre su pedestal, hablando de su obra. Se pueden sonreír cuando hablan de la de los otros, pero cuando pasan a explicar la propia se cargan de aplomo y severidad.
En los dos campos hay excepciones. Hay arquitectos pagados de sí mismos, pijoteros en sus saberes y prontos a exhibir lo poderosos y geniales que son en el brunch gremial. Y hay escritores copados, con los que uno puede ir a cenar tranquilo, que se toman su propia obra como un trabajo más (y no como un designio divino) y son capaces de burlarse de ella y de todo (y de todos), de la literatura misma. Y cuando te pueden ayudar lo hacen sin esperar nada, y comparten información, y son siempre iguales, estén contestando un reportaje o durmiendo la mona.
Si tuviera que hacer una lista con los arquitectos que me gusta estar, no alcanzaría esta página. Pero mi lista de escritores es bien corta, y son con los que salgo a veces, o en los que me refugio durante las entregas de los premios, o a los que acepto ir a sus cumpleaños. Poquísimos hermanos. Entre esos personajes estaba Fogwill. Nos acaba de dejar.
Fogwill fue un escapista de la hipocresía en un mundo de hipócritas. Un tipo íntegro, capaz de darte una mano en un mal momento; alguien al que le interesaba lo literario por afuera de quien lo hiciera, un propulsor de textos, escritores, ideas. Un tipo que jamás iba a firmar un panfleto idiota para quedar bien con un editor, con un diario. Alguien que decía lo que le parecía sin eufemismos, directamente a la cara. Alguien de verdad, además de ser un escritor enorme, el mejor cuentista que ha dado
Se fue un Maestro, pero sobre todo se fue mi amigo. Estoy muy triste.
Te voy a extrañar, te voy a releer. Un abrazo allá adonde estés.
Adiós, capo; gracias.
Adiós, Fog.
Pan ha muerto
Por Jorge Accame
Eramos un grupo de escritores, editores y periodistas. Estábamos en el aeropuerto de Corrientes, volviendo del foro que se hace en el Chaco todos los años, cuando alguien leyó un mensaje en su celular y dijo: “Murió Fogwill”.
En ese momento, sin comprender bien por qué, me vino a la memoria una vieja frase del mundo griego: “Hay que avisar que Pan ha muerto”.
No conocí personalmente a Fogwill, pero disfruté sus textos. Sus palabras caminaban en el borde, misteriosas, perturbadoras, elegantes. Recuerdo con frecuencia “Japonés”, lo menciono cuando en algún grupo se conversa sobre los cuentos que más nos gustaron a lo largo de la vida.
De golpe sentí el peso de un desamparo profundo. No importa quién haya sido, si fuimos amigos o no: cuando un escritor muere, nos sabemos un poco más solos. Muere un aliado.
Un curioso mito dice que cuando el marinero Tamo viajaba en una nave hacia Italia, escuchó una voz que le gritaba desde la costa: “¡Tamo, al llegar a Palodes, proclama que el gran dios Pan ha muerto!”. Tamo obedeció y la noticia causó mucha tristeza.
Pan es el único dios que murió.
Me pregunto si los escritores –todos los hombres en realidad– no son acaso como dioses que finalmente mueren. Más memorables y dignos que dioses, resignando la naturaleza inmortal. Quedan sus palabras, como decía Calímaco, sobre las cuales Hades nunca arrojará sus manos.
Oraciones a nada
Por Daniel Freidemberg
Son muy pocos, entre los que empezaron a escribir poesía en
Haga lo que haga con las palabras, lo más propio de Fogwill es un arte de pensar. Ni como filósofo ni como teórico, sino como una máquina de desplegar por escrito el pensamiento, bajo la guía de una inteligencia feroz, una hiperaguda intuición del instante y un implacable aparato de vigilancia crítica. Excepto en alguna columna de opinión, un olfato afinadísimo para detectar qué falla en eso que el pensamiento enfoca, incluido el pensamiento mismo, trabaja al lado de un anhelo profundo: captar grupos de palabras capaces de condensar algo que tiene que ver con la verdad y, antes de que se disuelvan, hacer que queden reverberando, únicos, de la manera más precisa posible (y la menos mentirosa). Es en la poesía donde ese mecanismo encuentra sus límites y donde consigue ir más lejos.
A diferencia del narrador de “Música japonesa” o el agitador del campo intelectual, que tiene mucho que decir porque ve lo que otros no pueden o no quieren, el que balbucea en las líneas insistentes y entrecortadas de Partes del todo parece estar buscando qué decir, atisbando cómo se abren paso en su escritura algunas frases. Un desconcertado y expectante Fogwill, que ha leído muy bien a Leónidas Lamborghini, trabaja sobre las posibilidades de la palabra “aspirar”, articula preguntas insistentes y va aspirando, mientras esboza una “oración a nada”, como acosado por la evidencia de que escribe en la nada, a averiguar, en palabras, de qué se trata eso de escribir poesía.
Descartados por él mismo sus dos primeros libros de poemas (“esa mezcla de Lacan y underground que hacíamos los graciosos a fines de la década del sesenta”), el poeta que se deja ver en Partes del todo va de ahí en adelante haciendo de la escritura de poesía un trabajo de la mente que se interroga sin solución por cuestiones como las que involucran ciertas palabras una y otra vez reiteradas: “dolor”, “aire”, “voz”, “forma”, “vida”, “memoria”, “escribir”, “mirada”. Aunque en “El antes de los monstruito” y en varios momentos de Ultimos movimientos, el narrador y articulista consigue asomar en los poemas, no le va a impedir eso seguir encarando a la poesía como tanteo, búsqueda, reflexión que se vuelve sobre sí misma, un poco al modo de Alvaro de Campos, tal vez el poeta al que más quiso parecerse Fogwill. No un urdidor de climas sugerentes ni alguien que produce algún tipo de encanto o deslumbra con el salto inesperado de lo inédito en el encuentro de palabras, sino alguien que propone un trabajo: ir pensando al mundo y en ese movimiento pensarse, sometido todo al fluir que propone la sucesión de los versos, como cuando se entona una “oración a nada”.
El maligno
Por Horacio González
Fogwill quiso develar las leyes internas que explican la falacia moral del vivir. Lo hizo como jovial Mefistófeles porteño, que piensa gozosamente a través de la privación del decoro y el civismo. Lindando con la picaresca —su novela sobre un caminante que termina cantando la marcha peronista en un tren escocés lo revela—, fraguó una oratoria convulsionada y colorida. Poblada de nombres, de emblemas teóricos, jeroglíficos perdidos de la cultura argentina marginal, homenajes confidenciales a amigos y amigas desaparecidos y muertos. Lo veo ahora como autor de una gran meditación sobre lo irreversible.
Fue un inquisidor lírico que cosechó jergas que transitaron los modismos rockeros más insufribles hasta las citas casi memorizadas y oportunas de Pechêux, con el agregado de alguna inesperada vinculación con Hegel. Arqueólogo de sus propias contradicciones, Fogwill inventó una fina perfidia e hizo del pensar un espectáculo demoledor. Lo que demolía es la idea de que al mundo ya lo tenemos interpretado. Y entonces, cada nombre, cada membrete, cada anécdota sacada de la penumbra de las historias personales o grupales, podía significar un carroñero contragolpe de interpretación. Todo se vuelve abierto, en carne viva y despojado de cualquier recurso a la jerarquización de los episodios. A lo nimio y lo magno, lo tornó relevante, tenso, cargado de presagios.
Elaboró sus filosofías sádicas como categoría no externa sino intrínseca al pensamiento o a la filosofía y cometió la equivocación de presentarse como alguien que conocería excepcionalmente la dimensión de los grandes terrores. “Aún no los conocemos...”, llegó a decir. Molestaba esa idea. Fogwill tuvo el presentimiento de partir de una idea amarga sobre el alma: no es posible no fingir, no es posible no sublimar, pero tampoco es posible olvidar las relaciones escatológicas entre los deseos infamantes y lo que luego las vidas hacen con ellos, al encubrirlos de majestuosidad. La verdad es una lucha juguetona para poner al derecho aquello que las personas fingen, aquello que las personas figuran a costa de desviar lo que realmente son. En forma módica, no completa ni exhaustiva, exploró esas formas del terror en el trato con las cosas, pero muchos conocieron el momento angustioso en que hablaba con autenticidad de gran y exquisito poeta.
Cultivaba y a la vez supo apartarse de los juegos florales de la infamia. Fue un patólogo de almas y un “sociólogo del mercado”, festejó la iniquidad para convertirla en una cifra del mundo y disculpar así sus propios pensamientos, divertidamente viles, sobre la naturaleza humana.
El acto nupcial entre un deseo y un objeto contiene un sentido de imposición secreta que los planificadores de almas dicen escrutar. Ese escrutamiento significa un resignado pesimismo sobre las personas y las instituciones. Sobre todo las instituciones, que alteran las vidas, nos formulan necesidades y nosotros nos entregamos a ese condicionamiento suponiendo que las instituciones nos aman: llenamos formularios, solicitamos atenciones y derechos. Fogwill decidió ser un agonista arbitrario contra las instituciones. Criticaba a los que, en las instituciones, hacían exactamente lo que él. Su honra era la del culpable, y rompe así la insistente asociación entre ética y ejemplo personal. Al contrario, muestra la vileza de lo que critica entregándose dadivosamente a esos mismos males con astucia jocosa y altanería de aprovechador. Muchos supimos tolerar esos rasgos y comprenderlos como una dolorida fórmula literaria aplicada a un extremo “teatro de la personalidad”.
Fogwill dedicó su máscara literaria a analizar el acertijo de poderes, lo que nadie osaría declarar a costa de reducir la vida a fantasmagorías de dinero, sexo y muerte. Todo eso lo vinculaba inesperadamente al surrealismo, en el sentido de un uso de la “potencia del mal”, pensando desde el poder de las palabras en el momento catártico en que ellas parecerían revelar su veneno enmascarado.
La asociación automática de ideas fue el método de Fogwill, reconocible expediente de las poéticas surrealistas, del psicoanálisis y del marketing, lo que es también algo relacionado con la burla de la cultura. La asociación de ideas se hace con cadenas semánticas que habían sido remotamente escindidas e inútilmente buscaron en la lengua humana el camino de su reunificación, hasta que algún maligno consigue atarlas nuevamente. Ese maligno se apoyará en afinidades misteriosas entre palabras e ideas. Desde luego, es el conocido atributo del lenguaje poético, sobre el cual algunos se sitúan con prudencia de orfebre y otros se lanzan como heliogábalos exasperantes. Fogwill trabajó mucho para que creamos que era ese maligno, y en homenaje a su desesperante poética le concedimos esa función, que no era otra cosa que el reverso radicalizado de su romanticismo tardío.
69
Nadie se quiere morir, y nadie se quiere ver muerto: pero algún comentario –alguna guarrada– hubiese hecho Fogwill si se le hubiera dado la posibilidad de comentar que el número de su muerte es el 69. Así como alguna infidencia insinuaría alrededor del tema de Papel Prensa (después de todo, la trastienda de negociados durante los ‘70 era una de sus recurrencias), y más de un improperio –más de una guarrada– diría si pudiese leer todas estas despedidas y homenajes: las haría sentir a todas erradas, por excesivas o por insuficientes. En todo ello, daría otra muestra de eso que ahora se destaca –como antídoto por haberlo padecido– como su talento para la injuria. Porque eso es también lo que deja un escritor: un estilo, una leyenda, una red de suposiciones que van más allá de lo que dijo. Pero, sobre todo, lo que deja son libros. Y los libros de Fogwill, su literatura, no está hecha de injuria: está hecha de comprensión y desconcierto. Comprensión del complejo entramado que conforma lo que llamamos realidad. Desconcierto ante el absurdo daño que las sociedades se causan a sí mismas. Y entre ambos, como una membrana delgada que captura las vibraciones de la sociedad, el trazo cadencioso de las palabras: una literatura hecha de la música del sentido, de pequeños detalles en los que fijar la atención en medio del caos, de la locura que acecha bajo la máscara del yo, del sexo como el único modo de arrojarse de cabeza a la locura y salir con vida: con más vida.
Una vez, cuando le preguntaron si le tenía miedo a la locura, dijo que la había conocido de chico en el espejo frente al que pasaba horas haciendo muecas hasta no reconocerse. A veces pareciera que en sus cuentos vemos las muecas que nosotros no nos animamos a hacer, pero que nuestro reflejo igual nos recuerda.
Fogwill incorporó a la literatura eso que una generación, o dos, o ahora tres, reclamó para sí: una velocidad que venía de afuera, un oído para su época, un idioma para su tiempo.
Porque si sus libros son de un lirismo áspero es porque algo quieren rasgar: ese entramado complejo en el que nos movemos –sus personajes se mueven, sus lectores se mueven–, construido de discursos, palabras, intenciones escondidas del otro lado de las palabras. Por eso, siempre parecía venir de otro lado: en sus libros, como en sus entrevistas, Fogwill traficaba saberes, un legado borgeano algo raro en la literatura argentina de las últimas décadas, volcada sobre sí misma, solipsista, hundida en operaciones vanguardistas de ingenio ingenuo. Fogwill probablemente sea a Borges lo que Sid Vicious fue a Sinatra cuando hizo su versión de “My Way”: sabe de autos y cigarrillos, dijo Borges de él. Justo de cigarrillos, de publicidades de cigarrillos, esos carteles que cambian como marca del paso del tiempo y con que abre “Help a él”, homenaje, vuelta de pescuezo y anagrama de “El Aleph”. Fogwill trafica saberes pero sobre todo discursos: náutica, droga, viajes, confort, sexo. La suya es una literatura aireada –engañosamente aireada– por escenarios y locaciones de una vida mejor de la que habitualmente transita la literatura argentina. Así como creía que la realidad en que vivimos –el efecto de realidad– se forjaba en otro lado, en esferas de poder real y manipulación, esferas que permanentemente insinuaba conocer a través de las reuniones, los negocios y el dinero que las bambalinas de la publicidad ofrecía, eran esferas, sujetos, discursos y lugares que él reclamaba como un eco para sus ficciones. Sus cuentos siempre parecen estar a una llamada o a una mesa de distancia de un poder verdadero. Casi podría decirse que en vez de elegir la Carta a la Junta de Walsh, la literatura de Fogwill está escrita bajo el resplandor de neón del cartel de Coca Cola que brilla por la ventana de “Esa mujer”. En un país lacaniano como éste, quizá no sea casual que haya irrumpido ganando el Premio Coca Cola con Mis muertos punk a fines de los ‘70.
Como Jorge Asís, ese otro escritor de Quilmes que irrumpió con toda la incorrección de la que se podía cargar a la literatura tras la muerte de Walsh, ninguno de los dos renunció, a su manera, al enfrentamiento o a la política. Pero Fogwill pareció creer siempre que la verdadera batalla se libraba en el lenguaje. Los discursos políticos, la construcción mediática, el supuesto saber técnico de las ciencias sociales, el efecto social de los saberes técnicos, el deseo inducido de la publicidad, pero también la elección precisa de una palabra inapropiada (“una palabra bien puesta puede hacer dudar al hombre que te está por matar”, decía), la grieta de sentido que abren en la realidad las palabras mal usadas, la música hipnótica de una frase que empieza y termina diciendo lo mismo para dar vuelta, en su camino, enrevesado, fonético, musical, poético, el sentido de lo que dice.
“La literatura no cuenta historias, sino maneras de contar historias”, repitió más de una vez. Tal vez ahí radicara su verdadera obsesión: encontrar el modo de contar la Argentina. De contarla y explicarla. Escribir es pensar, decía en Vivir afuera. Y no era así, Fogwill sabía que no era exacta o solamente así: su problema no era pensar, sino saber, ser consciente, de que toda verdad necesita ser contada de determinada manera para ser entendida. Esa era la forma que buscaba una y otra vez.
Como el trabajo de alguien que sabe que va perdiendo pero de todos modos se entrega a su causa, la literatura de Fogwill se niega a ser compasiva. Consigo misma y con nosotros. Su literatura no sólo nos exige que seamos mejores: también nos exige que seamos más buenos.
Despiadado West
Conocí a Fogwill de grande. Tenía 38 años, dos hijos, una agencia de publicidad llamada ad hoc, una consultora de mercado llamada Facta que daba de comer a los semiólogos, sociólogos, lingüistas y lacanianos más brillantes de la época, una oficina gigante en un edificio francés de Callao y Santa Fe, una cuenta corriente en British Airways, un velero, algún auto más o menos antiguo, varias máquinas de escribir IBM con bochita, una colección de zapatos náuticos, provisiones regulares de un polvo blanco que a los pichis como yo, cuando lo veían por primera vez hundir la nariz en él, le gustaba describir como un “remedio para la sinusitis”.
Lo tenía “todo”. Pero Fogwill quería ser escritor. Día por medio reunía a todo su equipo en la sala de arte de la agencia y se sentaba en el piso a leer en voz alta —en determinados versos muy alta, casi estruendosa— su último libro de poemas. Un poema por hoja, mucho papel en blanco, muchos juegos tipográficos. Leía una página y la dejaba caer al piso con un vago desdén, como si la descartara para siempre, mientras una larga oruga de ceniza se asomaba al vacío temblando en la punta del cigarrillo. Cuando terminaba de leer preguntaba sonriendo: “¿Te gustó?”. Nunca esperaba la respuesta: no quería “intercambiar”. Lo que más le gustaba de la ceremonia era la idea de que la poesía pudiera raptar, paralizar, enmudecer a un lector.
Seguramente no fue así, pero así lo recuerdo yo: cuantos más libritos de poemas aparecían, más se vaciaba la cartera de clientes. No le importaba. Quería ser escritor, y la agencia iba convirtiéndose en una rara forma de cenáculo literario: parquet crujiente de roble francés, techos con molduras, lieder de Schubert las veinticuatro horas del día, afiches de Johnny Walker, cigarrillos Pall Mall, chocolates Cadbury, una corte de profesionales ociosos sentados ante sus tableros de dibujo escuchando a un energúmeno con la camisa afuera vociferando versos como éste: “Pido una poesía «repugnante» para una época repugnante”. Una noche, caminando por Callao, con la misma aviesa jovialidad con que acababa de despellejar a algún contemporáneo, anunció que una semana más tarde caería preso. Quería ser escritor; decía que en la cárcel tendría mucho tiempo para escribir. Como el blend de publicista y sociólogo que era, le interesaban menos las cosas que la lógica de las cosas. También en el caso de la literatura, de la que pretendía saberlo todo: escribir, hacer versos, contar, pero también los secretos de la literatura como institución. De modo que mientras aprendía a escribir se convirtió en editor, como una versión aggiornada del programa institucionalista de Fernando Vallejo (que se hizo escritor escribiendo una gramática literaria del español). Seguía al pie de la letra el consejo de Osvaldo Lamborghini, uno de sus ídolos, a quien por supuesto editó: “Primero publicar, después escribir”. Tengo esos libros (incluido el primero de Fogwill, uno de los suyos que prefiero, El efecto de realidad). Son de los pocos que “atesoro”. Todavía hoy, cuando los abro, me llama la atención la fuerza brutal, física, casi libertelliana, con que están impresos. El poema impreso en página impar pasa como en relieve, invertido, del otro lado de la página. Estoy seguro de que Fogwill también estaba atrás de ese tipo de cosas. Era un maniático de lo gráfico: defendía una tipografía como si fuera una causa política.
De hecho, las tres invenciones en las que pienso cuando pienso en Fogwill son tipográficas. Una es conceptual, y es el uso absolutamente idiosincrático que siempre hizo de los dos puntos (que no tardó en contagiar a todos los escritores de mi generación). “Algo raro: estaban en el Florida, eran como las once de la noche...”: así empieza Vivir afuera, la novela balzaciana con que pretendía “responder” en los ‘90 a lo que Respiración artificial había sido en los ‘80. Primera página de En otro orden de cosas: “Pero no habló: hizo apenas un ruido diferente con los cajones de la cómoda”. Y el comienzo de La buena nueva: “Impresionante: la prensa mundial se ocupó del milagro”. Y el primer verso del segundo poema de “Sobre lengua y deseo”: “Otra cosa: siempre otra cosa acude”. Y en el cuento “El hilo de la conversación”: “Fama de sabedor tenía: mucha”. La frase se detiene en vilo, como al borde de un precipicio, y hace surgir lo inesperado: una explicación, una disidencia, un cambio total de rumbo. Los dos puntos son un arma de análisis y de suspenso, un principio de slow motion y de elipsis, una modalidad de la demostración y un veloz atajo sintáctico.
La segunda es sociocultural: las comillas. Fogwill fue el gran entrecomillador de la literatura argentina contemporánea. Entrecomillaba usos, formas de decir, lugares comunes y creencias como quien crucifica una libélula con alfileres contra una plancha de corcho. Las comillas le permitían detectar, encuadrar y exhibir el blanco predilecto de sus cacerías: todo cristal de consenso. (El arte de los dos puntos y las comillas confluyen en un género ingrato, dificilísimo, que Fogwill —buen lector de Borges— dominó como nadie: la autopresentación, los prólogos, epílogos o comentarios con que los escritores acompañan a veces sus propios textos. Nadie como él para transformar esa convención de las reediciones en una gran ocasión de inteligencia y belleza.)
La tercera es tonal, y es la multiplicación gráfica o prosódica de los signos de exclamación. Pocas prosas tan escritas como la de Fogwill, y al mismo tiempo pocas prosas tan fonéticas, tan cantadas, tan gritadas. Toda su gestualidad retórica (eso que en las fotos aparece en las cejas) siempre fue de orden musical.
Las tres invenciones vienen de la poesía, quizás el único lugar donde Fogwill podía desertar de su propio mito personal con felicidad, despreocupadamente, sin el pánico del síndrome de abstinencia. En la primera página de uno de aquellos libritos de poesía caseros, Los trabajos del día, escribió esta dedicatoria: “a Allan, de Fogwill el Poeta”, y la pata de la “a” de “Poeta” levanta vuelo y dibuja en el aire una especie de margarita defectuosa. Origen perdido o ideal imposible, ese retrato naïf de poeta nunca deja de brillar a lo largo de su obra, y brilla más cuanto más trata de eclipsarlo la imagen del Fogwill público, el maldito, el francotirador. Ahí su perfil, trabajado alrededor de la ambivalencia, se vuelve curiosamente unívoco. Al revés de lo que se piensa, sabíamos siempre lo que Fogwill iba a decir. Bastaba invertir lo que hubiera dicho el delegado más inteligente, razonable y conspicuo de la esfera del progresismo. Como muchos de los colegas con los que compartió el goce de la psicopatía —una escuela intelectual y artística que hoy está en extinción, pero de la que salieron algunas de las mentes más brillantes de la cultura argentina contemporánea—, le gustaba corromper, desilusionar, reponer todas las bajezas (dinero, mala fe, interés, voluntad de poder, bajas pasiones) que cualquier experiencia debía reprimir para merecer el adjetivo “espiritual”, o “cultural”, o “humana” (empezando por la literatura). Y lo reprimido por excelencia, para él, era la guerra. Era clausewitziano (aunque su noción y su práctica de la beligerancia se confundían a menudo con pasatiempos menores, más bien risueños, de vestuario de varones: el pechazo, la pijomaquia, el verdugueo.
Más que marxista —una identidad que reivindicaba para sí con cierta razón, no importa la alergia que inspirara en los marxistas ortodoxos—, Fogwill interpretaba la figura de un revolucionario primitivo: alguien cuya misión esencial es darlo vuelta todo, poner de cabeza lo que está de pie, adentro lo que está afuera, al revés lo que está al derecho. Pocos encarnan como él el impresionante proceso histórico por el cual los saberes más fértiles del programa emancipador de los años ‘60 (grosso modo, las “ciencias humanas”) cambian de signo, dejan de ser instrumentos de lectura y de cambio y pasan a inspirar, alimentar y programar la lógica de mercado que en un principio denunciaban. En el Fogwill de Vivir afuera —el que mezcla a Lombroso con Landrú, el que rotula comportamientos, actitudes, identidades, el que de un tic, una tara o una particularidad sintáctica deduce una cuna y un destino sociales— es imposible distinguir qué es saber sociológico y qué sagacidad publicitaria, donde termina la disciplina que lee la lógica de la vida social y dónde empieza la disciplina que la piensa, la programa y la celebra. Una y otra vez, la ficción de Fogwill no hace sino poner en escena ese movimiento de conversión, inversión, incluso (es el legado de Lamborghini) de parodia: esa “trasmutación de valores” que explica cómo sus intervenciones públicas, siempre radicales, terminaban siendo radicalmente conservadoras.
Murió Fogwill. ¿Qué vamos a extrañar de él mientras releemos esas rarezas clínicas, hiperrealistas y tridimensionales que son sus novelas? Yo, creo que su voz, su generosidad y su frase. En particular esas frases que avanzan bien, tranquilas, y de golpe toman velocidad y siguen sin pausa, y duran más de la cuenta, y cuando terminan están en el mismo punto donde habían nacido, sólo que ahora el sentido ha cambiado por completo. Esas frases que pegan toda la vuelta. Eso, y el encarnizamiento carnavalesco con que libró su verdadera batalla. Porque la bête noire de Fogwill no fue el bien pensar progresista, ni el candor de las ilusiones humanas, ni la hipocresía, ni siquiera los efectos analgésicos del sentido común. Fue la piedad. La clave de esos treinta años de guerra sin cuartel está en el sello apócrifo que figura en el “pie de imprenta” de Los trabajos del día, una edición artesanal de 1980 que él mismo se había encargado de diagramar, imprimir y anillar. El nombre del sello —como robado de un cowboy de la revista El Tony— es Despiadado West.
Música
Fogwill era un yachtman que, por un retro romántico en su cultivado cinismo, se empobreció a medida que fue convirtiéndose en el escritor que siempre había sido.
En los años pos dictadura la denegación de toda violencia alcanzó las zonas más banales y los dichos de Fogwill comenzaron a jaquear un campo cultural en donde las buenas maneras en el trueque de reconocimientos mutuos exigían agraviar solamente a quien no tenía poder para poner una nota de calificación, invitar a un congreso o negar una promoción: cuanto más timorato era el humillado más parecía gozar de la injuria, con risas que se le adelantaban como si la injuria, en lugar de una interpelación, fuera el fruto de un modo de ser (Fogwill), con orgasmos de masoquismo por la certeza de que el injuriar era una forma de reconocer (¡y la mayoría de las veces no era así!). Cuanto más Fogwill defenestrara un lugar o a una persona, más posibilidades tenía de que el lugar le abriera sus puertas y que la persona se sometiera a su servidumbre: como publicista él sabía que las razones eran varias, todas a su favor: si el humillado devolvía bien por mal era 1) para evitar un agravio mayor, 2) para dandyar fingiendo que no le importaba, 3) para hacer uso de la marca Fogwill.
Como en tantos gestores del autodiseño, había en Fogwill una política del nombrar. Si Lucio V. Mansilla nombraba para ceñir a los miembros de una elite con el alambrado por sobre cuyos hilos espiaran y envidiaran los públicos; si Roberto Bolaño, que compartía con sus lectores el saber sobre su riesgo de muerte, en Derivas de la pesada y Sevilla me mata, nombraba para inventar un canon al mismo tiempo que engendraba una deuda encarecida por su posible carácter póstumo, Fogwill nombraba como quien lanza un producto, pero su insistencia en transmitir a quiénes leer y cómo era precariamente utilitaria: él sabía que no es posible calcular lo que se transmite ni cuándo la deuda se revierte en odio u olvido.
Fogwill se oponía a la legalización del aborto, de las drogas y del matrimonio gay pero no por simple golpe de efecto. En sus coqueteos facistoides, o en sus slogans reaccionarios, había siempre un punto de razón, una demostración por el absurdo cuando no el síntoma de un duelo patológico por la revolución (un trotskista es para siempre). Sus mejores libelos, publicados por segunda vez en Los libros de la guerra exigían a las buenas conciencias que se hicieran cargo de la complejidad de sus actos –sus efectos– en lugar de autoembelesarse en el conformismo de hacer con ellos meros ruido de ciudadanía.
¿Era Fogwill un misógino? ¿Y qué? En el misógino el horror a la femineidad proviene de su idealización: al despotricar contra las mujeres, él ignora cómo sus argumentos se convierten en una denuncia de la condición en que ellas son y viven y de cómo se las sueña; en última instancia, no cesa de escribir por ellas y para ellas a modo de conjuro por el desolado reconocimiento de la permeabilidad de la diferencia de los sexos. A lo mejor Fogwill era un feminista negro: en una revista feminista llamada Alfonsina, en polémica con su directora, bajo el seudónimo de María de la Cruz Estévez, ejercía una pedagogía de la argumentación mucho más rica que cualquier verdad acerca de la anatomía de los contrincantes. Su relato “La larga risa de todos estos años” es una teoría política del secreto (el caballo se llamaba Macri) que incluye un chasco sobre el género (el chasco de que haya géneros). En “Help a él”, a una sexualidad atravesada por la medida del falo y sustentada en la física de los sólidos, opone la de un intercambio constante de fluidos, más allá de todo resultado, de todo fin y del fin de la vida.
En Fogwill la voz fónica, la poética y la narrativa era una. Y no sólo él era gran vocalista de lo suyo, también lo era de lo de otros, desde Lugones a Lamborghini. Había una música Fogwill, un ritmo, por eso el joven Juan Boido aprendió a amar la literatura sabiéndose de memoria las primeras líneas de “Muchacha punk”.
Henri Meschonnic avisa: el sentido no es el significado, tampoco el ritmo, pero el ritmo es la materia del sentido y no una forma bajo presupuesto. Fogwill leía el ritmo en la poesía de Héctor Viel Temperley como el de la respiración en el crawl. El ritmo Fogwill también era físico: diástole, sístole, inhalar, exhalar –aire, humo, merca–, teclear una palabra, otra. La sustancia era accesoria: se sublimaba en la escritura más allá de su química como, dicen los que creen, se separa el alma del cuerpo luego de la muerte. Fogwill decía: “La droga te da algo que te hace creer que es de ella y es tuyo y luego te lo quita”. No Fogwill: la droga te dio algo que, vos sabías, era tuyo y por eso, cuando la dejaste, te lo quedaste.
Fogwill era de Quilmes, o sea con vista al río, cerca de donde ahora está. Hace poco me agradeció por e-mail que lo elogiara por su “desapego”. Como el del ritmo cuando sobrevive al efecto de realidad del cuerpo llamado Fogwill, que no se ahoga como nunca lo hizo en sus obras.
Fogwill, o algo por el estilo
Difícil, dijo hace unos días Horacio González, va a ser acostumbrarse a la ausencia de (Rodolfo Quique) Fogwill. Difícil, también, enunciar esa dificultad mejor de lo que el propio Horacio lo hizo. Pero, por supuesto, no se trata de una competencia: Quique mismo no nos hubiera ahorrado sarcasmos (un arte a veces necesario en el que era maestro, en efecto) a propósito de quién tiene el elogio más largo, o algo por el estilo. Y “estilo” es la palabra, por supuesto, para hablar de Fogwill. Si el estilo es el hombre, Quique era un hombrete –con afilado estilete–. Abundemos en dificultades: por ejemplo, la de encontrar muchos estilos tan reconocibles, inconfundibles e irreversibles –muchas de sus frases no tienen vuelta atrás– en la literatura argentina. Incluso en la de su propia generación, que abunda, por suerte, en ofensivas estilísticas. Dificultad no menor sería también evaluar hoy –estamos demasiado próximos– lo que significó y sigue significando esa generación, la de los ‘60/’70, para la literatura argentina: los Lamborghini, Puig, Briante, Saer, Piglia, Gusmán, Libertella, Sánchez, Zelarayán, García, Peyceré, y pido disculpas por los lapsus de olvido que seguramente estoy cometiendo, aunque no por la selección de preferencias. Para hablar de Fogwill sin incurrir en el a veces irritante, a veces desopilante anecdotario personal que todos, inevitablemente, tenemos con él (lo lamento, Quique: no te voy a dar el gusto de contar nada de esto: las ambivalencias que con toda intención provocaste ya forman parte de tu personaje, y yo quiero hablar de otra cosa) habría que discutir largamente eso: la literatura argentina de esos años de pre-plomo en los que parecía haber estallado de la nada una voluntad de escritura, de “estilo”, que revolviera los fondos de la lengua nacional para ponerla a trabajar de nuevo contra sí misma. No sé si hablar de “experimentación con el lenguaje” –una muletilla crítica que no dice gran cosa: la literatura argentina, la que importa, hizo eso siempre, de Sarmiento en adelante; los “europeos en el exilio”, que en este país son normalmente los que pueden publicar, están siempre reinventando el huidizo rioplatense–. Tampoco, exactamente, de “vanguardia”: aunque no faltaron los gestos (entre violentos y displicentes), los manifiestos y las revistas (de la inflexión literal a la definición de un sitio, pasando por otros puntos de vista) que suelen acompañar o anticipar las avanzadas político-culturales de la producción escritural, lo que primaba era, me parece, el deseo férreo, militante, de no dejarle pasar nada a nadie. Escribir, en ese momento, no era fácil –como algunos parecen pensar ahora–: cada vez que se ponía una frase, había que saber que se arriesgaba la poco complaciente diatriba de los otros: “¡Mirá, mirá vos lo que dice este pelotudo!”, era lo menos que se podía merecer. ¿”Individualismo competitivo”? Puede ser, demasiado a menudo. Pero porque aquellos hombres (y algunas mujeres, claro) querían sentir que no estaban simplemente –como había sucedido en otros momentos “vanguardistas”– haciendo juegos de palabras, sino poniendo la palabra en juego. No había inimputables, la relación frívola con la lengua se pagaba caro. Tampoco se escatimaban plácemes, el pelotudo de ayer podía ser un genio hoy, y retroceder al casillero anterior mañana. O todo junto en el mismo día, porque la pasión por ese revoltijo de la lengua hacía de cada renglón una urgencia, una decisión de lectura –y no sólo de escritura– que comprometía a la totalidad con cada excepción. Ni la sombra terrible del todavía vivito-y-coleando Borges se salvaba de la oscilación cotidiana entre el pedestal y el patíbulo: se lo trataba como un igual, aunque se lo supiera inalcanzable. Probablemente ese vértigo que asombraba a los visitantes ocasionales de la ex (no existe más) calle Corrientes tuviera algo que ver con la oscura premonición de que pronto las palabras se iban a volver mucho más peligrosas, aunque en otro sentido. La política, las distintas formas del “compromiso” –y tampoco a Sartre y sus contornos locales se les perdonaba la vida, ciertamente–, estaba sin duda allí (el momento no hubiera permitido otra cosa), revoloteando como un pájaro mitad eufórico, mitad ominoso. Pero ante todo, y al final de todo, estaba inscripta como política de la escritura: contra toda idea (o ideología) “realsocialista” del “reflejo”, se apostaba a la refracción, desde la propia lengua, no de un insoslayable condicionamiento, sí de cualquier determinismo. “La historia no es todo”: no era un presupuesto, era una inevitabilidad: se hacía política –con frecuencia violenta– con las palabras antes que con los temas (estos estaban, pero estaban escritos: todo “contenido” tenía que estar marcado por la letra candente). No era exactamente antirrealismo: más bien al revés, era tratar de dotar a la palabra de la singularidad material, cada vez irrepetible, de lo real.
Fogwill estaba en todo eso. Contribuyó, más aún, a formularlo, a darle forma. Lo hizo como narrador, poeta, ensayista. Lo hizo también –hoy conviene recordarlo– como editor, en una época en que a un Perlongher le hubiera costado más publicar aquí que en Austria-Hungría. Y en que no había tiempo –ni mucha oportunidad– de quejarse porque las multis de la madre patria ninguneaban la poco exportable lengua del Plata. Había que meterle para adelante, inventando editoriales para un solo título, o fotocopiando y haciendo circular (“circulear”, hubiera dicho Quique, que sabía fingir cuándo perder la elegancia). Y no había –como no hay– tele que soportara la pelea contra la lengua desde la lengua. Contra las otras lenguas también, sobre todo la francesa: había mucho, sí, telquelismo y poétiquismo, y se tragaba, un poco al sesgo, mucho Barthes y Blanchot y Sollers y Bataille y Kristeva (¡y Lacan!). Fogwill también traspiraba sus franceses: uno de los mejores ensayos breves que le recuerdo chorreaba admiración –algo que no se permitía a menudo– por las delicias estilísticas de Lévi-Strauss (era, sí, extremadamente culto, y entre sus iconografías de sí mismo no estaba la del escritor ingenuamente agreste de que algunos gustaban posar; sabía, por ejemplo, una enormidad de música clásica, aunque despreciaba olímpicamente el jazz, lo que nos provocó más de un debate). Pero, en el él como en los otros, no se sabe bien cómo, la escritura que licuaba todo eso era de acá y para acá. Sin tantos pudores que nos agarraron después, se podía escribir en un galoperonismo o un francomarxismo o un parisinofreudismo nacionales, crispados por la sorna –modo ambiguo de honrar la época–, con tal de que la letra mantuviera localizado el cuerpo, y a menudo sus humores (alguna vez habría que analizar –con perdón de la palabra– el lugar de las excrecencias corpóreas en la literatura del momento: un derrame que compartían un poco ferozmente Lamborghini Osvaldo y Fogwill, y quizá –con mayor fineza retórica– el primer Gusmán). Y lo hizo también, Quique, en tanto (¿cómo decirlo sin ofender su tenaz postura de histriónica rabia antiacademizante?) “maestro” incorrecto, o transmisor socarrón, o mecenas incómodo, o vaya a saber: hay más de un estimable escritor de la(s) “generación(es)” siguiente(s) que pueden dar cuenta de esa deuda –o de esa culpa: Fogwill entendería el mal chiste, era germanoparlante– hoy un poco olvidada. Muchos/as recordarán las “fogwilladas” con poca ternura –de esa que otros dicen se ocultaba en un corazón acorazado–. Es comprensible: no cultivaba un mito simpático, y es posible que a veces su personaje cínico (también en el sentido griego) bordeara una autenticidad que demostraba que sus provocaciones podían ser abusivas, pero no necesariamente siempre gratuitas: en su cacareada descreencia de todo (que hace un poco inútil la discusión sobre si era “postmoderno”, “de derecha” y así) había –hay– un fideísmo casi fundamentalista que casi siempre ponía el dedo en alguna llaga, y que pasaba sin mucha transición a su escritura. Eso se ve en muchos de sus cuentos, y sobre todo en su Pychiciegos, más que en su poesía disfrazadamente romántica. Eso también es “de época”, y Quique lo actuó con premeditado exceso. Por otra parte, no es cuestión de dejarle pasar nada tampoco a él, que nunca dio ni pidió clemencia. Sí es cuestión, en cambio, de decir que se murió uno de los mejores escritores argentinos que nos haya sido dado merecer. En estos días, en algún lado, se dijo que venía tercero después de Borges y Cortázar. Eso es, desde luego, una reverenda sandez. Si era uno de los mejores no es porque se lo pueda hacer figurar, ni a él ni a nadie, en algún concurso de Mister Literatura; sino porque –al igual que lo hicieron, cada uno en su estilo, los otros coetáneos que nombré– puso un ladrillo que no estaba antes en el paredón de la lengua de los argentinos, en un momento de la historia que pedía a gritos acabar con las indulgencias y las felices facilidades.
En fin. Si alguien quiere husmear un poco de iracunda nostalgia en todo lo anterior, sepa que no tengo la más mínima intención de disculparme por eso. Hemos llegado a un punto en que tenemos todo el derecho a decir que hubo pasados decisivos que enseñaron a leer a los futuros que hoy son presentes. Si no admitimos eso de una buena vez, como diría Benjamin, ni los muertos van a estar a salvo. Y todo será todavía más pobre. Pero al menos de eso, Fogwill, vos no tendrás la culpa.
El último pichiciego
Nunca cruzamos una palabra en vida. Alguna vez lo vi de lejos, y no me acerqué a saludarlo. Otra le tocaba venir a un programa de lecturas que yo conducía, y un oportuno viaje a Iowa me quitó de su camino. Confieso que le tenía un poco de miedo. Aquel elogio hecho en privado, que me llegó como una confidencia, podía trocarse en sarcasmo o burla en una situación pública. Sobre todo porque los dos habíamos pisado el mismo terreno, pero que él había marcado (estaba por escribir “meado”, pero eso es lo que él hubiera escrito) antes: la guerra de Malvinas. Además, tenía una costumbre rara (extraña, aunque no inhabitual): le gustaba, más que pegarles a los padres, o a los pares (aunque también les pegaba), pegarle a los niños: y no sólo a los hijos, sino a los nietos: abuelo malo y padre terrible. En esto radicaba, en parte, su magnetismo: el niño que se acercaba a él, temblando de expectación, nunca sabía si iba a recibir un bofetón o una caricia (a veces los dos, pero entonces, en qué orden. Qué delicia).
Apenas pasó una semana de su muerte y ya han empezado los debates sobre la escritura de Los pichiciegos: si fueron cuatro o cinco gramos, si fueron tres o cuatro días. Confieso que la polémica no me quita el sueño. Cualquiera puede tomar mucha cocaína mientras escribe: para eso sólo necesita de una nariz y de un dealer. Lo de la velocidad importa un poco más, pero no, en este caso, como índice de habilidad o virtuosismo: Fogwill no solía jactarse de escribir rápido, y mucho menos de escribir sin corregir (eso se lo dejaba a Aira). A Los pichiciegos la escribió rápido porque tenía que terminarla antes de que terminara la guerra, y alguien con una inteligencia tan poco atada a nada sabía sin duda que ésta duraría lo que un suspiro.
Me corrijo: tenía que terminarla antes de que empezara la guerra. Me explico: la guerra de Malvinas fue, en principio, una guerra de ficción: ficción imaginada por la dictadura y escrita por la revista Gente. La guerra de Malvinas empezó a contarse como historia con el regreso y testimonio de los soldados, luego con investigaciones de periodistas e historiadores. El gesto fundamental de Fogwill en Los pichiciegos fue, entonces, el de la simultaneidad: desmintió el dictum de que deben pasar años o décadas para que un episodio histórico “se convierta” en literatura. Fogwill escribe durante los hechos; más bien, escribe antes de los hechos. Los hechos, luego, apenas vinieron a corroborar lo que él ya había escrito: que la guerra de Malvinas tuvo menos que ver con el heroísmo de los aviadores o con disparar contra los ingleses que con armar estructuras tribales de solidaridad y competencia (o sea, de supervivencia) para hurtar el cuerpo de los bombardeos, del hambre, del frío y, sobre todo, del ejército argentino.
No había leído Los pichiciegos cuando empecé a trabajar en mi novela Las Islas. La leí, en el transcurso de mi trabajo, con un propósito definido: ver qué había hecho Fogwill, para, nuevamente, apartarme de su camino. Me alivió, en gran medida, comprobar lo buena que era: yo podía dejarla de lado o, como terminé haciendo, recorrerla con cierta irresponsabilidad: toda esa zona de la guerra ya estaba ganada para la literatura.
Ahora que Fogwill está muerto, ya no puedo anticipar el encuentro que durante tanto tiempo demoré, porque lo juzgaba inevitable. Ahora ya no puede suceder. Tal vez me perdí de algo importante. Aunque no sé. El lugar donde los escritores se encuentran es en las páginas de sus libros. Cuando lo hacen en persona, suelen no hablar más que de trufas.
Memoria de paso
Se las arregló para que nunca más lo llamáramos Quique, excepto entre amigos comunes cuando no andaba cerca. Fue Fogwill como “Vi tul”, el comienzo de ese cuento dentro de un libro hoy olvidado –Mis muertos punk–, que empezó a cambiar el curso de la narrativa realista argentina. Lennon decía que cuando uno deja de resultar simpático, lo reducen al apellido. Y Fogwill nunca quiso parecer simpático. Aunque a pesar suyo lo fuera. El encanto fogwilliano se extinguía al rato, cuando él mismo se ponía obsceno o demasiado beligerante. Pero existía siempre: el humor, el gusto por la música, el ingenio verbal. Cantaba, por ejemplo, una canción de Guastavino con su voz lacerante y su terrible cara de loco. Hace un tiempo, en ocasión de haberle dado a Francisco Garamona el original de Un guión para Artkino, novela mecanografiada en IBM eléctrica que Quique había dejado en mi escritorio, Fogwill me lo agradeció en un prólogo con cinismo chismoso y gratuidad inconfundible. Nada que hacer. Como decía el maestro Sabato de otros desdenes: Quique Fogwill nunca perdonó los favores.
El inicio de la desdicha empezó para mí cuando dio por sentado que dejé de ser su amigo porque me había convertido en editor. Fogwill tuvo siempre una relación rabiosa con los editores. El principio de recelo no parte de un error, porque es cierto que el talento literario resulta algo verdaderamente indescifrable para gran parte de la gente relacionada con el negocio del libro. En su caso, sí, iba acompañado de su sentido implacable de la competencia: Fogwill fue –y hubiera seguido siendo– un extraordinario editor, como lo probó en los ochenta con su editorial –La tierra baldía–, y como lo demostraba en cada una de sus campañas de entusiasmo por autores que le gustaban, de César Aira a Belgrano Rawson, de Marcos Victoria a Héctor Viel Témperley. En una época, la mayoría de sus preferencias eran poetas, creo, porque Quique era poeta, y un poeta que a mí me gustaba por los libros –El efecto de realidad, Las horas de citar– que recuerdo y por los que no: el que incluye la serie (de sonetos, vuelvo a creer) sobre fumar. Y un lector extraordinario de poesía en voz alta, a la que daba cadencia especial el canturreo en el que mecía su lirismo con el propósito de disimularlo. Leímos juntos fragmentos de uno de los grandes libros de la poesía argentina, Odiseo confinado, de Leónidas Lamborghini, pero él quedó en desventaja porque Cristina Banegas recitó después –como nadie, como sólo ella– “Eva Perón en la hoguera”. Alguno (¿Piglia, el propio Fogwill?) comentó, como consecuencia de observar a no sé quién, que Cristina leyendo tenía el don de hacer llorar incluso a los más gorilas.
Ahora que se agolpan las últimas veces que lo vi, me acuerdo del cuento que da título a esta nota, “Memoria de paso” (que él a veces tarareaba de otro modo, de paso me moría), uno de los mejores de la narrativa de acá: la voz en primera persona singular pasa, en celebración anticipada del bicentenario, de una señorita patricia del virreinato a un celador de colegio secundario sospechado de fracaso. Vi a Fogwill en la Embajada de Chile, conversando de temas náuticos con Alejandro Katz. Lo vi en la presentación de un libro de C. E. Feiling, donde se encargó de desmentir lo que había escrito yo en el prólogo con el mismo aire desafiante que tenía cuando lo encontré la primera vez en La Paz, hace quién sabe cuánto, y elogió un artículo mío sobre Dabove publicado en la revista Sitio. “¿Te avivaste, boludo, de que Dabove es ‘bóveda’?” Y yo, que no, le dije por supuesto que sí.
Volviendo de correr un día, Quique me contó de su enfisema, pero ni siquiera entonces caí en la cuenta de que Fogwill era mortal.
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