Continúa la saga de libros referidos a los años que antecedieron al golpe militar de 1976. El terror, y especialmente la organización Montoneros, están ahora bajo el foco. Un político como Julio Bárbaro, ensayistas y periodistas indagan y cuestionan a la militancia de entonces. Y no agotan las explicaciones sobre la raíz del fenómeno violento.
Por: Marcos Mayer
EL ATENTADO CONTRA RUCCI, que acabó con la vida del dirigente máximo de la CGT, se produjo tras la asunción del gobierno por Juan Perón, en 1973.
Los militantes de Montoneros solían recorrer las calles al canto de "Somos terroristas". Lo recuerda Pilar Calveiro en Política y/o violencia, un libro publicado hace un par de años y que es uno de los comienzos de lo que parece ser hoy una creciente revisión, o, mejor dicho, regreso crítico a los hechos y perspectivas del accionar guerrillero en la década del 70. En un texto más reciente, Sobre la violencia revolucionaria, Hugo Vezzetti califica de "terrorista" la acción que condujo al secuestro y luego a la muerte del general Pedro Eugenio Aramburu en mayo de 1970, acta de fundación política de Montoneros. La palabra está llena de controversias, porque se juega en el territorio de la conflagración y está cargada de componentes violentos. Por lo cual parecería útil recurrir a un texto que viene de realidades muy distintas y escrito en ese tono desapasionado con que la academia suele describir fenómenos de fuerte intensidad. En su Guerras justas, de Cicerón a Irak –editado en el curso de este año por el Fondo de Cultura–, el profesor australiano Alex Bellamy –experto en relaciones internacionales de la Universidad de Queensland– propone algunos acercamientos a la definición de "terrorismo". Da algunas características: El terrorismo tiene motivaciones políticas, lo llevan a cabo actores no estatales y ataca deliberadamente a no combatientes. Los militantes de Montoneros solían recorrer las calles al canto de "Somos terroristas". Lo recuerda Pilar Calveiro en Política y/o violencia, un libro publicado hace un par de años y que es uno de los comienzos de lo que parece ser hoy una creciente revisión, o, mejor dicho, regreso crítico a los hechos y perspectivas del accionar guerrillero en la década del 70. En un texto más reciente, Sobre la violencia revolucionaria, Hugo Vezzetti califica de "terrorista" la acción que condujo al secuestro y luego a la muerte del general Pedro Eugenio Aramburu en mayo de 1970, acta de fundación política de Montoneros. La palabra está llena de controversias, porque se juega en el territorio de la conflagración y está cargada de componentes violentos. Por lo cual parecería útil recurrir a un texto que viene de realidades muy distintas y escrito en ese tono desapasionado con que la academia suele describir fenómenos de fuerte intensidad. En su Guerras justas, de Cicerón a Irak –editado en el curso de este año por el Fondo de Cultura–, el profesor australiano Alex Bellamy –experto en relaciones internacionales de la Universidad de Queensland– propone algunos acercamientos a la definición de "terrorismo". Da algunas características: El terrorismo tiene motivaciones políticas, lo llevan a cabo actores no estatales y ataca deliberadamente a no combatientes.
Estas aproximaciones permiten internarse en estos libros para entender qué aportan y cuáles son los puntos ciegos en los que tropiezan con una parte de la historia que aún parece difícil de evaluar y narrar desde alguna distancia.
Lo interesante del análisis de Bellamy es que, por un lado, elude la condena moral y por el otro involucra en todas sus definiciones al Estado, es decir que se acerca al terrorismo desde una perspectiva explícitamente política. Al punto que cuando debate con otras visiones, por ejemplo, las que consideran la locura o las desviaciones morales de quienes cometen actos terroristas, declara que no le parecen pertinentes. La mayoría de los textos que vienen siendo publicados alrededor de la guerrilla setentista, participan tanto de la condena moral como de un análisis que considera fenómenos psicopatológicos.
Uno, dos, muchos libros
En ese sentido, llama la atención que la gran mayoría de estos libros están escritos por periodistas y que ninguno de ellos tenga a un historiador por autor (aunque Guerrero reivindique que el suyo es un libro de historia). Quien más se acercaría a este perfil sería Hugo Vezzetti que proviene del psicoanálisis pero que ha investigado en la historia de las ideas y de los saberes en la Argentina. De hecho, su texto se separa del resto en varios aspectos.
Conviene, previamente, hacer una lista tentativa de títulos recientes. Además de los ya mencionados, han aparecido en el curso de 2009: Todos mataron, de Ricardo Canaletti y Rolando Barbano; Volver a matar, de Juan Bautista Yofre; Juicio a los 70, de Julio Bárbaro; El peronismo armado, de Alejandro Guerrero, y Noticias de los Montoneros, de Gabriela Esquivada, a los que habría que sumar las nuevas ediciones de Operación Traviata, de Ceferino Reato, y Monte Chingolo, de Gustavo Plis-Sterenberg. El panorama se completa con dos abordajes del tema desde la ficción: Timote, de José Pablo Feinmann, y Muertos de amor, de Jorge Lanata, de 2008.
Llama la atención que casi ninguno de los periodistas que se embarcaron en escribir sobre los 70 se dedica profesionalmente a la política. La especialidad de Canaletti y Barbano son las noticias policiales, Reato se desempeña en la sección Internacionales y Esquivada tiene más que ver con el mundo de la cultura.
Pero el hecho de esta preponderancia de una forma de abordar la realidad habla de muchas cosas, que es útil dejar al menos anotadas. La idea, muy fuerte en el libro de Esquivada y, por razones casi opuestas, en el de Reato, de que hay una persistencia, un martilleo obsesivo de las realidades pasadas en el presente remite a varias lecturas posibles de este fenómeno de indagación de una zona cuyos protagonistas sólo habían sido retratados hasta ahora como héroes o como víctimas, y muchas veces en los dos papeles al mismo tiempo.
Lógica guerrillera
Vezzetti lo plantea explícitamente: se ha dado un paulatino desplazamiento de la figura del combatiente que ya no está marcado por ese doble rol, al punto que el propio autor reescribe la versión sobre La noche de los lápices que había dado en Pasado y Presente, dedicado al tema de la memoria. Mientras entonces eran simples estudiantes que habían emprendido una lucha por el boleto estudiantil, en el nuevo texto se los retrata como militantes de la UES, la rama secundaria de la JP. Conviene detenerse en su texto, que de algún modo resume las posibilidades y límites de un espacio que recién pasa por los primeros intentos de abordaje.
Si se sigue su libro –y también el resto– la lógica del accionar guerrillero, esa "fe ciega en la eficacia del asesinato político para profundizar la confrontación y ampliar los contingentes volcados a la acción militar", parece, analizada desde hoy, una serie de puntos ciegos, formas de pensar el mundo casi incomprensibles y que trasmiten una ajenidad irreductible. Entonces, ¿por dónde entrar a leer esta apuesta setentista para poder echar luz sobre ella? En este sentido, el libro arma varios contextos de interpretación; uno teórico que abarca el extenso primer capítulo, en el que se recorren distintos análisis sobre la función de la memoria de los hechos del pasado en la construcción del presente. Otro, pese a que esto está más que matizado, lee la violencia guerrillera en relación con el terrorismo militar. Un fantasma que recorre acechando su libro tanto como el de Julio Bárbaro: la teoría de los dos demonios. Tal vez habría que intentar separar, al menos a los fines del análisis, el hecho de la violencia guerrillera del terrorismo de Estado.
Finalmente, Vezzetti trabaja sobre la idea, trasladada de Bourdieu, del "habitus" guerrillero, tramo en el que abundan los símiles entre las actitudes y creencias de los combatientes argentinos –sobre todo los Montoneros– y las milicias fascistas.
Lo que habría que preguntarse es hasta qué punto estas elecciones permiten avanzar en la elucidación del objeto de análisis. Y en ese sentido, el libro elude algunos interrogantes y precisiones que permitirían acercarse de otro modo a la violencia de los sesenta y los setenta. Lo cual hubiera requerido algunas puntualizaciones históricas como el paso de la guerrilla rural a la lógica del atentado urbano. En los planteos del foco rural hay un proyecto, aún de eficacia harto discutible: que la progresiva conquista de territorio y por consiguiente de las adhesiones de campesinos y obreros culminaría, por simple cambio de las relaciones de fuerza, en la toma del poder. El modelo aprendido en Sierra Maestra. Por su parte, el acto fundador de lo que Vezzetti, de clara marca urbana, –el asesinato de Aramburu– no sólo es un hecho violento, se plantea para sus ejecutores como la instauración de una justicia paralela, justificada por la historia de la proscripción del peronismo. Al ajusticiar –es el término que eligen los Montoneros (las redefiniciones del vocabulario que opera la militancia revolucionaria serían una buena pista a indagar, en la medida en que el lenguaje construye la realidad)– a quien se sindica como organizador de la Revolución Libertadora e ideólogo principal del secuestro del cadáver de Evita, lo que se pretende no es ya disputar un territorio físico sino fundar un territorio político, con reglas propias.
Un Estado paralelo
A partir de esta constatación se podrían retomar las definiciones de terrorismo. El proyecto de los Montoneros, sobre el cual se centran la mayoría de los textos, y que ubican en un plano secundario el accionar de otros grupos, como el ERP, pero cuya cultura política, tal como surge de la minuciosa indagación de Plis-Sternberger, contiene varias claves para entender las motivaciones y convicciones de la guerrilla, suponía la construcción de un Estado paralelo y el trazado de fronteras claras entre los militantes –activos y pasivos en distintos grados– de la causa y sus enemigos, también participantes en mayor o menor medida. El grado de compromiso con el sector al que se combatía no atenuaba el grado de culpabilidad del enemigo, se tratara de un torturador, un sindicalista corrupto, o un empresario explotador. De allí, que una de las características que Bellamy adjudica al terrorismo, el atacar a personas no armadas, queda por lo menos matizado en el caso argentino. Cuando se secuestra y asesina a Oberdan Sallustro, director de la filial de Fiat en la Argentina en 1972, el hecho de que el funcionario no portaba armas no invalida, desde el punto de vista del ERP, que se lo ajusticie cuando el ejército irrumpe en la cárcel del pueblo donde lo tenían encerrado. Lo mismo ocurre en relación al hecho de que Aramburu fuera ejecutado desarmado y no en combate. Pero para ambas organizaciones, tanto el militar como el empresario integraban un campo, el de las fuerzas antipopulares, que tarde o temprano tomarían su lugar en el mundo de las armas. El combate ya está entablado en todos los órdenes de la vida social y la guerrilla no es sino el brazo ejecutor de uno de los bandos en pugna. Si se consideran las cosas de este modo, se puede pasar a algo que falta en Vezzetti o en Bárbaro, que es una crítica de una concepción política de la violencia –y no de la violencia en sí misma–, que incluso evitaría la sensación de reproches que llegan con décadas de atraso. Lo notable es que, a diferencia de lo que pasa con la lucha revolucionaria donde la conquista del territorio se da de forma gradual, el atentado urbano considera apropiado desde su propia fundación el territorio de la representación popular. Para decirlo de otro modo, la guerrilla urbana actuó desde el mismo principio con la idea de que se le había delegado la representación de los intereses populares.
Por más delirante que parezca fue esta una lectura política de la realidad de una notable persistencia y aceptada con entusiasmo por una porción importantísima del país. De hecho, la JP fue durante años la organización con más capacidad de movilización de la Argentina.
Límites de la autocrítica
Entonces el "habitus" romántico-fascista del que habla Vezzetti –que es en definitiva la relación del combatiente con su propia actividad y la forma en que imagina su misión y su destino– explicaría sólo en parte la adopción de la violencia como camino excluyente para cambiar las estructuras. Más compleja es la cuestión de la responsabilidad que le cabe a las organizaciones guerrilleras: que se someta a jefes y militantes a la justicia, con toda su pertinencia, es también un objetivo parcial y cuyo cumplimiento seguramente poco aportará a la comprensión de aquellos tiempos. Hay en este texto, y también en Bárbaro y en Calveiro, un llamamiento a (sino un duro reproche a su falta) la autocrítica de la cúpula de las organizaciones guerrilleras.
La cuestión reclama al menos un par de preguntas: ¿No hay una autocrítica implícita y práctica en el hecho de que Montoneros carezca hoy siquiera de una expresión residual –si se exceptúa la casi secreta edición on line de El Descamisado, el órgano de prensa de la organización en los 70– y en el hecho de que a nadie parece interesarle las opiniones de Mario Firmenich acerca de la situación actual del país y de ninguna otra cosa? Y, en el caso de producirse esa autocrítica, ¿cuál sería el beneficio? Bárbaro (ver recuadro) ensaya la respuesta de que los errores no aceptados no permiten mirar el futuro con claridad. El planteo es polémico y merece seguirse discutiendo.
Como también abre una punta a la polémica una afirmación que se encuentra en el primer tramo de El peronismo armado, de Alejandro Guerrero, y que su autor no retoma: "En todo caso, el delito montonero, el único imperdonable, sería introducir en el cuerpo social argentino un debate que ni Perón ni los peronistas llamados 'ortodoxos' podían permitir: qué era el peronismo. Y si el debate no podía permitirse ni resolverse en términos ideológicos se resolvería inevitablemente a balazo limpio, masacre mediante. En ese sentido, se hace notable la negativa –sostenida hasta hoy– de los viejos montoneros, de los sobrevivientes, a retomar el debate." Un análisis detenido de esta afirmación y de los presupuestos que la sostienen requeriría un espacio importante, que el autor retacea, pese a las más de 600 páginas de su libro. Lo que puede dejarse apuntado es que se entiende a la guerrilla en su relación interna con el peronismo y que el enfrentamiento dentro del movimiento implicó la apertura de heridas que nadie quiere cerrar porque no hay disposición a convertir los hechos en historia. Como si este fuera el paso previo al olvido.
Un aspecto a considerar en estos libros, que aparece problematizado en la escritura de Sobre la violencia revolucionaria, es la cuestión de los destinatarios buscados de cada uno de los trabajos. Pareciera claro en Calveiro y Bárbaro que los interlocutores privilegiados son los integrantes de su misma generación, los coetáneos de los jefes guerrilleros. En Vezetti, los lectores interpelados no terminan de definirse: por momentos pareciera que polemiza con quienes ven en el combatiente un modelo perimido, pero condenado a un heroísmo para toda la eternidad, por otros parece querer compartir sus ideas con quienes hacen la crítica, desde la izquierda, del accionar guerrillero –uno de los muy citados es Oscar del Barco, quien hace cinco años, en una carta abierta, hizo una autocrítica del apoyo de muchos intelectuales a la violencia guerrillera–. Por otra parte, se extraña una mayor cantidad de información contextual que acerque sus provocadoras reflexiones a lectores que no formaron parte de la época y que desconocen a protagonistas y circunstancias.
En tiempo presente
La cuestión de los destinatarios queda más claro en el libro de Reato, dado que su texto sobre el asesinato de José Ignacio Rucci se plantea como una reformulación de la lectura del pasado que estaría dominada en la Argentina por lo que bautiza como el "paradigma Verbitsky", que ha dominado las lecturas e interpretaciones de los 70 y a partir del cual se define que el mal y el bien estarían en zonas repartidas. La muerte de Rucci es postulada como la piedra de toque que desarmaría este andamiaje. Pero su prólogo va un poco más lejos y brinda hasta cierto punto una explicación del éxito de muchos de los textos que revisan la guerrilla de los 70 y que las editoriales están promoviendo, si se considera la reedición de Monte Chingolo, seis años después de su primera publicación.
Dice, hablando de los 70: "Una época que el gobierno del presidente Kirchner elevó a una suerte de manantial de los sueños (...) para moldear la realidad del presente". Jorge Lanata, en un reportaje concedido en ocasión de la publicación de su novela, apuntaba en el mismo sentido: "Kirchner hubiera querido ser parte de aquello, pero no estuvo, como tampoco estuvieron muchos de sus funcionarios. Había más ex montoneros reciclados con Menem que hoy con Kirchner, aunque su impronta sea medio montonera por lo soberbia." Y en el prólogo a la reedición de su trabajo, Reato sube la apuesta: "pasada la época de gloria del kirchnerismo, ese asesinato ocurrido hace 36 años, que continúa impune, puede convertirse ahora en un asunto político urticante, que podría poner en jaque la política de derechos humanos de los Kirchner y de algunos de sus principales aliados."
Es decir, que son libros que buscan ponerse en sintonía con los tiempos actuales: lo mismo sucede con los trabajos de Juan Bautista Yofre. En otra dirección trabajan Esquivada, Plis-Sterenberg y Hugo Vezzetti, quienes desde diferentes perspectivas (una fuerte apuesta al relato periodístico en los dos primeros casos, una marcada impronta analítica en el último), aceptan ese pasado cuya presencia en el presente tiene que ver con conflictos no resueltos y no con su reformulación en términos actuales como postulan Reato y Lanata.
Necesaria coda personal. No uso jamás la primera persona en mis artículos y voy a pedir que aquí se me permita una excepción porque, de un modo u otro me corresponden las generales de la ley y no me parecería honesto hablar de estos textos y de la época que los nutre como si me fueran ajenos. Fueron tiempos marcados por la muerte, aunque muchos de los pesares hoy hayan quedado amortiguados por el paso del tiempo. Por otra parte, esa sensación de cambio inminente, de poderío abrumador de la voluntad –incluso contra todo lo que mostraba la razón– hoy es un cuestionamiento que me hago y que no puedo resolver. ¿Los de entonces somos tan distintos a los de hoy? Por eso hubo que elegir cada palabra, para tratar de evitar rechazos o aprobaciones automáticos y tratar de aportar a un debate necesario, pero que todavía no encuentra los términos para formularse. Gabriela Esquivada abre su libro con un epígrafe luminoso de Leonard Cohen: I can't forget but I don't remember what (No puedo olvidar, pero no recuerdo qué)". Tal vez ese sea el estado de ánimo con que debiéramos empezar a discutir sin chicanas y sin segundas intenciones. Para que el debate valga la pena.
Estas aproximaciones permiten internarse en estos libros para entender qué aportan y cuáles son los puntos ciegos en los que tropiezan con una parte de la historia que aún parece difícil de evaluar y narrar desde alguna distancia.
Lo interesante del análisis de Bellamy es que, por un lado, elude la condena moral y por el otro involucra en todas sus definiciones al Estado, es decir que se acerca al terrorismo desde una perspectiva explícitamente política. Al punto que cuando debate con otras visiones, por ejemplo, las que consideran la locura o las desviaciones morales de quienes cometen actos terroristas, declara que no le parecen pertinentes. La mayoría de los textos que vienen siendo publicados alrededor de la guerrilla setentista, participan tanto de la condena moral como de un análisis que considera fenómenos psicopatológicos.
Uno, dos, muchos libros
En ese sentido, llama la atención que la gran mayoría de estos libros están escritos por periodistas y que ninguno de ellos tenga a un historiador por autor (aunque Guerrero reivindique que el suyo es un libro de historia). Quien más se acercaría a este perfil sería Hugo Vezzetti que proviene del psicoanálisis pero que ha investigado en la historia de las ideas y de los saberes en la Argentina. De hecho, su texto se separa del resto en varios aspectos.
Conviene, previamente, hacer una lista tentativa de títulos recientes. Además de los ya mencionados, han aparecido en el curso de 2009: Todos mataron, de Ricardo Canaletti y Rolando Barbano; Volver a matar, de Juan Bautista Yofre; Juicio a los 70, de Julio Bárbaro; El peronismo armado, de Alejandro Guerrero, y Noticias de los Montoneros, de Gabriela Esquivada, a los que habría que sumar las nuevas ediciones de Operación Traviata, de Ceferino Reato, y Monte Chingolo, de Gustavo Plis-Sterenberg. El panorama se completa con dos abordajes del tema desde la ficción: Timote, de José Pablo Feinmann, y Muertos de amor, de Jorge Lanata, de 2008.
Llama la atención que casi ninguno de los periodistas que se embarcaron en escribir sobre los 70 se dedica profesionalmente a la política. La especialidad de Canaletti y Barbano son las noticias policiales, Reato se desempeña en la sección Internacionales y Esquivada tiene más que ver con el mundo de la cultura.
Pero el hecho de esta preponderancia de una forma de abordar la realidad habla de muchas cosas, que es útil dejar al menos anotadas. La idea, muy fuerte en el libro de Esquivada y, por razones casi opuestas, en el de Reato, de que hay una persistencia, un martilleo obsesivo de las realidades pasadas en el presente remite a varias lecturas posibles de este fenómeno de indagación de una zona cuyos protagonistas sólo habían sido retratados hasta ahora como héroes o como víctimas, y muchas veces en los dos papeles al mismo tiempo.
Lógica guerrillera
Vezzetti lo plantea explícitamente: se ha dado un paulatino desplazamiento de la figura del combatiente que ya no está marcado por ese doble rol, al punto que el propio autor reescribe la versión sobre La noche de los lápices que había dado en Pasado y Presente, dedicado al tema de la memoria. Mientras entonces eran simples estudiantes que habían emprendido una lucha por el boleto estudiantil, en el nuevo texto se los retrata como militantes de la UES, la rama secundaria de la JP. Conviene detenerse en su texto, que de algún modo resume las posibilidades y límites de un espacio que recién pasa por los primeros intentos de abordaje.
Si se sigue su libro –y también el resto– la lógica del accionar guerrillero, esa "fe ciega en la eficacia del asesinato político para profundizar la confrontación y ampliar los contingentes volcados a la acción militar", parece, analizada desde hoy, una serie de puntos ciegos, formas de pensar el mundo casi incomprensibles y que trasmiten una ajenidad irreductible. Entonces, ¿por dónde entrar a leer esta apuesta setentista para poder echar luz sobre ella? En este sentido, el libro arma varios contextos de interpretación; uno teórico que abarca el extenso primer capítulo, en el que se recorren distintos análisis sobre la función de la memoria de los hechos del pasado en la construcción del presente. Otro, pese a que esto está más que matizado, lee la violencia guerrillera en relación con el terrorismo militar. Un fantasma que recorre acechando su libro tanto como el de Julio Bárbaro: la teoría de los dos demonios. Tal vez habría que intentar separar, al menos a los fines del análisis, el hecho de la violencia guerrillera del terrorismo de Estado.
Finalmente, Vezzetti trabaja sobre la idea, trasladada de Bourdieu, del "habitus" guerrillero, tramo en el que abundan los símiles entre las actitudes y creencias de los combatientes argentinos –sobre todo los Montoneros– y las milicias fascistas.
Lo que habría que preguntarse es hasta qué punto estas elecciones permiten avanzar en la elucidación del objeto de análisis. Y en ese sentido, el libro elude algunos interrogantes y precisiones que permitirían acercarse de otro modo a la violencia de los sesenta y los setenta. Lo cual hubiera requerido algunas puntualizaciones históricas como el paso de la guerrilla rural a la lógica del atentado urbano. En los planteos del foco rural hay un proyecto, aún de eficacia harto discutible: que la progresiva conquista de territorio y por consiguiente de las adhesiones de campesinos y obreros culminaría, por simple cambio de las relaciones de fuerza, en la toma del poder. El modelo aprendido en Sierra Maestra. Por su parte, el acto fundador de lo que Vezzetti, de clara marca urbana, –el asesinato de Aramburu– no sólo es un hecho violento, se plantea para sus ejecutores como la instauración de una justicia paralela, justificada por la historia de la proscripción del peronismo. Al ajusticiar –es el término que eligen los Montoneros (las redefiniciones del vocabulario que opera la militancia revolucionaria serían una buena pista a indagar, en la medida en que el lenguaje construye la realidad)– a quien se sindica como organizador de la Revolución Libertadora e ideólogo principal del secuestro del cadáver de Evita, lo que se pretende no es ya disputar un territorio físico sino fundar un territorio político, con reglas propias.
Un Estado paralelo
A partir de esta constatación se podrían retomar las definiciones de terrorismo. El proyecto de los Montoneros, sobre el cual se centran la mayoría de los textos, y que ubican en un plano secundario el accionar de otros grupos, como el ERP, pero cuya cultura política, tal como surge de la minuciosa indagación de Plis-Sternberger, contiene varias claves para entender las motivaciones y convicciones de la guerrilla, suponía la construcción de un Estado paralelo y el trazado de fronteras claras entre los militantes –activos y pasivos en distintos grados– de la causa y sus enemigos, también participantes en mayor o menor medida. El grado de compromiso con el sector al que se combatía no atenuaba el grado de culpabilidad del enemigo, se tratara de un torturador, un sindicalista corrupto, o un empresario explotador. De allí, que una de las características que Bellamy adjudica al terrorismo, el atacar a personas no armadas, queda por lo menos matizado en el caso argentino. Cuando se secuestra y asesina a Oberdan Sallustro, director de la filial de Fiat en la Argentina en 1972, el hecho de que el funcionario no portaba armas no invalida, desde el punto de vista del ERP, que se lo ajusticie cuando el ejército irrumpe en la cárcel del pueblo donde lo tenían encerrado. Lo mismo ocurre en relación al hecho de que Aramburu fuera ejecutado desarmado y no en combate. Pero para ambas organizaciones, tanto el militar como el empresario integraban un campo, el de las fuerzas antipopulares, que tarde o temprano tomarían su lugar en el mundo de las armas. El combate ya está entablado en todos los órdenes de la vida social y la guerrilla no es sino el brazo ejecutor de uno de los bandos en pugna. Si se consideran las cosas de este modo, se puede pasar a algo que falta en Vezzetti o en Bárbaro, que es una crítica de una concepción política de la violencia –y no de la violencia en sí misma–, que incluso evitaría la sensación de reproches que llegan con décadas de atraso. Lo notable es que, a diferencia de lo que pasa con la lucha revolucionaria donde la conquista del territorio se da de forma gradual, el atentado urbano considera apropiado desde su propia fundación el territorio de la representación popular. Para decirlo de otro modo, la guerrilla urbana actuó desde el mismo principio con la idea de que se le había delegado la representación de los intereses populares.
Por más delirante que parezca fue esta una lectura política de la realidad de una notable persistencia y aceptada con entusiasmo por una porción importantísima del país. De hecho, la JP fue durante años la organización con más capacidad de movilización de la Argentina.
Límites de la autocrítica
Entonces el "habitus" romántico-fascista del que habla Vezzetti –que es en definitiva la relación del combatiente con su propia actividad y la forma en que imagina su misión y su destino– explicaría sólo en parte la adopción de la violencia como camino excluyente para cambiar las estructuras. Más compleja es la cuestión de la responsabilidad que le cabe a las organizaciones guerrilleras: que se someta a jefes y militantes a la justicia, con toda su pertinencia, es también un objetivo parcial y cuyo cumplimiento seguramente poco aportará a la comprensión de aquellos tiempos. Hay en este texto, y también en Bárbaro y en Calveiro, un llamamiento a (sino un duro reproche a su falta) la autocrítica de la cúpula de las organizaciones guerrilleras.
La cuestión reclama al menos un par de preguntas: ¿No hay una autocrítica implícita y práctica en el hecho de que Montoneros carezca hoy siquiera de una expresión residual –si se exceptúa la casi secreta edición on line de El Descamisado, el órgano de prensa de la organización en los 70– y en el hecho de que a nadie parece interesarle las opiniones de Mario Firmenich acerca de la situación actual del país y de ninguna otra cosa? Y, en el caso de producirse esa autocrítica, ¿cuál sería el beneficio? Bárbaro (ver recuadro) ensaya la respuesta de que los errores no aceptados no permiten mirar el futuro con claridad. El planteo es polémico y merece seguirse discutiendo.
Como también abre una punta a la polémica una afirmación que se encuentra en el primer tramo de El peronismo armado, de Alejandro Guerrero, y que su autor no retoma: "En todo caso, el delito montonero, el único imperdonable, sería introducir en el cuerpo social argentino un debate que ni Perón ni los peronistas llamados 'ortodoxos' podían permitir: qué era el peronismo. Y si el debate no podía permitirse ni resolverse en términos ideológicos se resolvería inevitablemente a balazo limpio, masacre mediante. En ese sentido, se hace notable la negativa –sostenida hasta hoy– de los viejos montoneros, de los sobrevivientes, a retomar el debate." Un análisis detenido de esta afirmación y de los presupuestos que la sostienen requeriría un espacio importante, que el autor retacea, pese a las más de 600 páginas de su libro. Lo que puede dejarse apuntado es que se entiende a la guerrilla en su relación interna con el peronismo y que el enfrentamiento dentro del movimiento implicó la apertura de heridas que nadie quiere cerrar porque no hay disposición a convertir los hechos en historia. Como si este fuera el paso previo al olvido.
Un aspecto a considerar en estos libros, que aparece problematizado en la escritura de Sobre la violencia revolucionaria, es la cuestión de los destinatarios buscados de cada uno de los trabajos. Pareciera claro en Calveiro y Bárbaro que los interlocutores privilegiados son los integrantes de su misma generación, los coetáneos de los jefes guerrilleros. En Vezetti, los lectores interpelados no terminan de definirse: por momentos pareciera que polemiza con quienes ven en el combatiente un modelo perimido, pero condenado a un heroísmo para toda la eternidad, por otros parece querer compartir sus ideas con quienes hacen la crítica, desde la izquierda, del accionar guerrillero –uno de los muy citados es Oscar del Barco, quien hace cinco años, en una carta abierta, hizo una autocrítica del apoyo de muchos intelectuales a la violencia guerrillera–. Por otra parte, se extraña una mayor cantidad de información contextual que acerque sus provocadoras reflexiones a lectores que no formaron parte de la época y que desconocen a protagonistas y circunstancias.
En tiempo presente
La cuestión de los destinatarios queda más claro en el libro de Reato, dado que su texto sobre el asesinato de José Ignacio Rucci se plantea como una reformulación de la lectura del pasado que estaría dominada en la Argentina por lo que bautiza como el "paradigma Verbitsky", que ha dominado las lecturas e interpretaciones de los 70 y a partir del cual se define que el mal y el bien estarían en zonas repartidas. La muerte de Rucci es postulada como la piedra de toque que desarmaría este andamiaje. Pero su prólogo va un poco más lejos y brinda hasta cierto punto una explicación del éxito de muchos de los textos que revisan la guerrilla de los 70 y que las editoriales están promoviendo, si se considera la reedición de Monte Chingolo, seis años después de su primera publicación.
Dice, hablando de los 70: "Una época que el gobierno del presidente Kirchner elevó a una suerte de manantial de los sueños (...) para moldear la realidad del presente". Jorge Lanata, en un reportaje concedido en ocasión de la publicación de su novela, apuntaba en el mismo sentido: "Kirchner hubiera querido ser parte de aquello, pero no estuvo, como tampoco estuvieron muchos de sus funcionarios. Había más ex montoneros reciclados con Menem que hoy con Kirchner, aunque su impronta sea medio montonera por lo soberbia." Y en el prólogo a la reedición de su trabajo, Reato sube la apuesta: "pasada la época de gloria del kirchnerismo, ese asesinato ocurrido hace 36 años, que continúa impune, puede convertirse ahora en un asunto político urticante, que podría poner en jaque la política de derechos humanos de los Kirchner y de algunos de sus principales aliados."
Es decir, que son libros que buscan ponerse en sintonía con los tiempos actuales: lo mismo sucede con los trabajos de Juan Bautista Yofre. En otra dirección trabajan Esquivada, Plis-Sterenberg y Hugo Vezzetti, quienes desde diferentes perspectivas (una fuerte apuesta al relato periodístico en los dos primeros casos, una marcada impronta analítica en el último), aceptan ese pasado cuya presencia en el presente tiene que ver con conflictos no resueltos y no con su reformulación en términos actuales como postulan Reato y Lanata.
Necesaria coda personal. No uso jamás la primera persona en mis artículos y voy a pedir que aquí se me permita una excepción porque, de un modo u otro me corresponden las generales de la ley y no me parecería honesto hablar de estos textos y de la época que los nutre como si me fueran ajenos. Fueron tiempos marcados por la muerte, aunque muchos de los pesares hoy hayan quedado amortiguados por el paso del tiempo. Por otra parte, esa sensación de cambio inminente, de poderío abrumador de la voluntad –incluso contra todo lo que mostraba la razón– hoy es un cuestionamiento que me hago y que no puedo resolver. ¿Los de entonces somos tan distintos a los de hoy? Por eso hubo que elegir cada palabra, para tratar de evitar rechazos o aprobaciones automáticos y tratar de aportar a un debate necesario, pero que todavía no encuentra los términos para formularse. Gabriela Esquivada abre su libro con un epígrafe luminoso de Leonard Cohen: I can't forget but I don't remember what (No puedo olvidar, pero no recuerdo qué)". Tal vez ese sea el estado de ánimo con que debiéramos empezar a discutir sin chicanas y sin segundas intenciones. Para que el debate valga la pena.
Plis-Sterenberg: "Me di a mí mismo la tarea de recopilador de esos testimonios"
Entrevista a Gustavo Plis-Sterenberg, músico y Director de Orquesta de la Filármonica de San Juan.
Por: Nora Viater
Sobre el final de la entrevista Gustavo Plis-Sterenberg cuenta que una vez caminó por las calles de Bahía Blanca con siete fusiles Máuser pegados a su cuerpo. Dice que se los habían prestado en un regimiento militar de la ciudad y que eran para una ópera que él estaba ensayando. Lo dice con algo de ironía, con algo de "las vueltas que da la vida", pero también con cierta tristeza.
Plis-Sterenberg es el autor de Monte Chingolo. La mayor batalla de la guerrilla argentina (2003), del que Planeta acaba de sacar una quinta reedición en su colección "Espejo de la Argentina", y es un músico de prestigio internacional: entre otros datos, es director asistente de Mstislav Rostropovich y durante años fue director permanente del Teatro Mariinsky.
Hoy dirige la Orquesta Sinfónica de San Juan, y así sigue repartiendo sus días entre la Argentina y Rusia.
Quizá esa imagen de Plis-Sterenberg rodeando con sus brazos los Máuser para la puesta en escena de una ópera sea la foto de un recorrido que comenzó cuando era un "simpatizante organizado" del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) –un "perejil", dirá él– y siguió en San Petersburgo (Rusia) y en las principales salas líricas del mundo, el Bolshoi y el Covent Garden entre otras. La militancia de los años 70, o quizá sea mejor decir los militantes, y las formas de la música: esas parecen ser las dos fuerzas que traccionaron los intereses de Plis-Sterenberg. El 23 de diciembre de 1975 el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) intentó el asalto al Batallón de Arsenales "Domingo Viejobueno", cerca de Monte Chingolo.
En la investigación, Plis-Sterenberg reconstruye no sólo ese día sino también las voces de los protagonistas, tanto de los militantes como las de los militares. La lista final de muertos, heridos y desaparecidos que se publica en el libro, lejos de ser un detalle de edición más, un recuento inanimado de nombres, hoy puede ser leída como un prenuncio del terrorismo de Estado implementado sistemáticamente apenas unos meses después.
-¿Cómo fue la recepción de "Monte Chingolo"? ¿Qué cambios hubo en esta reedición?
-No hay un gran giro. Yo mantengo mi objetivo inicial que era contar qué fue la militancia de aquellos años. Además, al estar insertado en un medio no habitual para un militante revolucionario como es el de la música clásica, siempre escuché algunos clichés y sobreentendidos respecto de aquel momento, que reducen todo a grupos de terroristas, adoradores de la violencia que asesinaban gente y a una respuesta militar acorde y justificada. Monte Chingolo marca una divisoria de aguas, representa un antes y un después. Recuerdo que en ese momento pensé: "Hasta aquí se llegó". En general, lo que pasó con el libro fue bueno, porque presenta en pequeño lo que después va a suceder en grande. Y tuvo buena venta, un dato que habla de la necesidad de saber, una de las tantas que debe haber, de llenar huecos oscuros.
-El libro está bien escrito y organizado. ¿Cómo lo trabajó?
-Escarbé y rasguñé. Escribí con una técnica que no tiene el escritor, la de la dirección sinfónica y de la composición. Tiene una forma sonata, el primer movimiento de una sinfonía. No es un chiste. Básicamente, es la exposición de un tema que va variando a lo largo de la ejecución para entrar en colisión en el final. La conclusión es la reexposición de ese tema, pero tranformado después del enorme desarrollo que tuvo. Además, en la exposición, por lo general se utilizan dos temas. Un primer tema en una tonalidad y un segundo tema, contrastante, en una tonalidad que entra en tensión con la primera.
-Del libro, ¿qué ejemplo puede dar sobre esta forma de trabajo?
-La culminación, siempre. Los recursos que usa el escritor-compositor, en este caso, llevan a un momento que es el de la culminación, el pathos de la obra. En Monte Chingolo, diría que esa teoría se verifica cuando comienza el ataque al sector este del batallón. Cuando entra la columna de vehículos por el portón principal. Esos tres capítulos los escribí de un tirón, no cambié una coma, como si alguien me lo hubiera dictado.
-Además de contar cómo era la militancia, ¿hubo para usted algún otro disparador de este libro?
-Un encuentro de algún modo casual, que tuve con Humberto Pedregoza en 2001, un hombre de gran trayectoria en la dirección del PRT/ERP a quien conocí en El Salvador. El comenzó a hablar con gran sinceridad y libertad sobre el tema de la guerrilla en la Argentina. Así que volví a mi casa, busqué un grabador y le pedí que hablara. En ese momento pensé que lo que él decía era tan importante que no se podía perder. Me di a mí mismo la tarea de recopilador de esos testimonios. El primero fue Pedregoza. Después de los casetes, pasé al cuaderno y comencé a escribir. Sabía que Monte Chingolo fue el fin. Que algo había pasado y que había que volver hacia atrás y pensar. Que ya no era la política la que construía la estrategia militar.
-¿Cómo fue volver a ese día casi 30 años después?
-Un rompecabezas gigante. Yo no pude trabajar en forma demasiado organizada, tomaba lo que iba apareciendo. Por ejemplo, un día me decían "tengo la causa número tanto". Llegué a fotocopiar hasta 1.200 páginas y con tranquilidad, en casa, leía y separaba por temas. Porque, en realidad, el ataque a Monte Chingolo fue un operativo enorme del que formaron parte más de doscientos cincuenta guerrilleros, pero también hubo participación, aunque no tan activa, de al menos cincuenta personas más.
-¿Cómo encaró el trabajo? ¿Cómo recordaron Monte Chingolo los sobrevivientes?
-En algunos lugares me recibieron muy bien; en otros, no tanto. Uno de los aprendizajes que hice es que la gente, con el tiempo, agiganta el recuerdo. En la descripción de uno de los combates, uno de los más intensos, yo volqué cifras que se ajustan a la verdad, pero los vecinos me dijeron "aquí había 200 muertos". Hubo que navegar entre esas exageraciones. Otro ejemplo: en los informes de la Policía Federal, que todavía tenía que escribir informes por lo actuado, dos móviles que perseguían a los guerrilleros describen: "una persona con remera de tal color, una mujer con camisa y vaqueros que recibió un tiro en la cabeza"... y eso coincidía con otro papelito en el que un testigo describía la misma ropa. En el suelo organizaba fichas y papeles. Forma sonata.
-¿Cómo es su vida profesional en este momento?
-Estoy trabajando en San Peters-burgo, aunque durante menos tiempo que antes. Yo viví allí diecinueve años. Además, dirijo la Orquesta Sinfónica de San Juan. En San Petersburgo fui invitado y después director permanente de la Filarmónica y del Teatro Mariinsky, dos de los cinco conjuntos sinfónicos más importantes del mundo. Que hayan elegido a un argentino es una cosa excepcional. Ahora estoy en medio de las montañas, sufriendo el viento Zonda. Y tengo algo de tranquilidad que me permite ir metiéndome en otros temas, como comenzar a investigar la Compañía de Monte en Tucumán.
-Después de todo, ¿qué sentido tiene para usted hacer memoria?
-La memoria es el arma que tiene la historia para no cometer dos veces el mismo error. Pero no siempre es así. Hubo, en la Argentina, experiencias nefastas, como el asalto al cuartel de La Tablada en 1989, otro tema que habría que investigar.
Plis-Sterenberg es el autor de Monte Chingolo. La mayor batalla de la guerrilla argentina (2003), del que Planeta acaba de sacar una quinta reedición en su colección "Espejo de la Argentina", y es un músico de prestigio internacional: entre otros datos, es director asistente de Mstislav Rostropovich y durante años fue director permanente del Teatro Mariinsky.
Hoy dirige la Orquesta Sinfónica de San Juan, y así sigue repartiendo sus días entre la Argentina y Rusia.
Quizá esa imagen de Plis-Sterenberg rodeando con sus brazos los Máuser para la puesta en escena de una ópera sea la foto de un recorrido que comenzó cuando era un "simpatizante organizado" del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) –un "perejil", dirá él– y siguió en San Petersburgo (Rusia) y en las principales salas líricas del mundo, el Bolshoi y el Covent Garden entre otras. La militancia de los años 70, o quizá sea mejor decir los militantes, y las formas de la música: esas parecen ser las dos fuerzas que traccionaron los intereses de Plis-Sterenberg. El 23 de diciembre de 1975 el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) intentó el asalto al Batallón de Arsenales "Domingo Viejobueno", cerca de Monte Chingolo.
En la investigación, Plis-Sterenberg reconstruye no sólo ese día sino también las voces de los protagonistas, tanto de los militantes como las de los militares. La lista final de muertos, heridos y desaparecidos que se publica en el libro, lejos de ser un detalle de edición más, un recuento inanimado de nombres, hoy puede ser leída como un prenuncio del terrorismo de Estado implementado sistemáticamente apenas unos meses después.
-¿Cómo fue la recepción de "Monte Chingolo"? ¿Qué cambios hubo en esta reedición?
-No hay un gran giro. Yo mantengo mi objetivo inicial que era contar qué fue la militancia de aquellos años. Además, al estar insertado en un medio no habitual para un militante revolucionario como es el de la música clásica, siempre escuché algunos clichés y sobreentendidos respecto de aquel momento, que reducen todo a grupos de terroristas, adoradores de la violencia que asesinaban gente y a una respuesta militar acorde y justificada. Monte Chingolo marca una divisoria de aguas, representa un antes y un después. Recuerdo que en ese momento pensé: "Hasta aquí se llegó". En general, lo que pasó con el libro fue bueno, porque presenta en pequeño lo que después va a suceder en grande. Y tuvo buena venta, un dato que habla de la necesidad de saber, una de las tantas que debe haber, de llenar huecos oscuros.
-El libro está bien escrito y organizado. ¿Cómo lo trabajó?
-Escarbé y rasguñé. Escribí con una técnica que no tiene el escritor, la de la dirección sinfónica y de la composición. Tiene una forma sonata, el primer movimiento de una sinfonía. No es un chiste. Básicamente, es la exposición de un tema que va variando a lo largo de la ejecución para entrar en colisión en el final. La conclusión es la reexposición de ese tema, pero tranformado después del enorme desarrollo que tuvo. Además, en la exposición, por lo general se utilizan dos temas. Un primer tema en una tonalidad y un segundo tema, contrastante, en una tonalidad que entra en tensión con la primera.
-Del libro, ¿qué ejemplo puede dar sobre esta forma de trabajo?
-La culminación, siempre. Los recursos que usa el escritor-compositor, en este caso, llevan a un momento que es el de la culminación, el pathos de la obra. En Monte Chingolo, diría que esa teoría se verifica cuando comienza el ataque al sector este del batallón. Cuando entra la columna de vehículos por el portón principal. Esos tres capítulos los escribí de un tirón, no cambié una coma, como si alguien me lo hubiera dictado.
-Además de contar cómo era la militancia, ¿hubo para usted algún otro disparador de este libro?
-Un encuentro de algún modo casual, que tuve con Humberto Pedregoza en 2001, un hombre de gran trayectoria en la dirección del PRT/ERP a quien conocí en El Salvador. El comenzó a hablar con gran sinceridad y libertad sobre el tema de la guerrilla en la Argentina. Así que volví a mi casa, busqué un grabador y le pedí que hablara. En ese momento pensé que lo que él decía era tan importante que no se podía perder. Me di a mí mismo la tarea de recopilador de esos testimonios. El primero fue Pedregoza. Después de los casetes, pasé al cuaderno y comencé a escribir. Sabía que Monte Chingolo fue el fin. Que algo había pasado y que había que volver hacia atrás y pensar. Que ya no era la política la que construía la estrategia militar.
-¿Cómo fue volver a ese día casi 30 años después?
-Un rompecabezas gigante. Yo no pude trabajar en forma demasiado organizada, tomaba lo que iba apareciendo. Por ejemplo, un día me decían "tengo la causa número tanto". Llegué a fotocopiar hasta 1.200 páginas y con tranquilidad, en casa, leía y separaba por temas. Porque, en realidad, el ataque a Monte Chingolo fue un operativo enorme del que formaron parte más de doscientos cincuenta guerrilleros, pero también hubo participación, aunque no tan activa, de al menos cincuenta personas más.
-¿Cómo encaró el trabajo? ¿Cómo recordaron Monte Chingolo los sobrevivientes?
-En algunos lugares me recibieron muy bien; en otros, no tanto. Uno de los aprendizajes que hice es que la gente, con el tiempo, agiganta el recuerdo. En la descripción de uno de los combates, uno de los más intensos, yo volqué cifras que se ajustan a la verdad, pero los vecinos me dijeron "aquí había 200 muertos". Hubo que navegar entre esas exageraciones. Otro ejemplo: en los informes de la Policía Federal, que todavía tenía que escribir informes por lo actuado, dos móviles que perseguían a los guerrilleros describen: "una persona con remera de tal color, una mujer con camisa y vaqueros que recibió un tiro en la cabeza"... y eso coincidía con otro papelito en el que un testigo describía la misma ropa. En el suelo organizaba fichas y papeles. Forma sonata.
-¿Cómo es su vida profesional en este momento?
-Estoy trabajando en San Peters-burgo, aunque durante menos tiempo que antes. Yo viví allí diecinueve años. Además, dirijo la Orquesta Sinfónica de San Juan. En San Petersburgo fui invitado y después director permanente de la Filarmónica y del Teatro Mariinsky, dos de los cinco conjuntos sinfónicos más importantes del mundo. Que hayan elegido a un argentino es una cosa excepcional. Ahora estoy en medio de las montañas, sufriendo el viento Zonda. Y tengo algo de tranquilidad que me permite ir metiéndome en otros temas, como comenzar a investigar la Compañía de Monte en Tucumán.
-Después de todo, ¿qué sentido tiene para usted hacer memoria?
-La memoria es el arma que tiene la historia para no cometer dos veces el mismo error. Pero no siempre es así. Hubo, en la Argentina, experiencias nefastas, como el asalto al cuartel de La Tablada en 1989, otro tema que habría que investigar.
"NOTICIAS DE LOS MONTONEROS", DE GABRIELA ESQUIVADA
La historia de Noticias, el diario que quería contar la revolución
Lo sacó Montoneros entre 1973 y 1974. Allí trabajaron Walsh, Gelman y Urondo.
Por: María Arozamena, ESPECIAL PARA CLARIN
Antes de ser un libro, Noticias de los Montoneros. La historia del diario que no pudo anunciar la revolución fue un trabajo académico. Un trabajo sobre Noticias, el mítico diario de los montoneros, con el que con el que la periodista Gabriela Esquivada aprobó la tesis de maestría en la Universidad de La Plata, a fines del 2003. Empezó así, "pero los personajes -cuenta- siguieron dando vueltas en mi cabeza y en nuestra vida política y cultural y se fueron acomodando en un relato sobre nuestro pasado y nuestro presente, porque aquella historia vive en nuestros días".
Juan Gelman, Francisco Urondo, Rodolfo Walsh, Carlos Ulanovsky, Miguel Bonasso y Horacio Verbitsky fueron algunos de los intelectuales que se esforzaron por crear un lenguaje popular y lo lograron. Comenzaron en noviembre de 1973 editando 30.000 ejemplares y durante los nueve meses que duró la experiencia, llegaron a vender 180.000.
"El diario era un elemento de información y de organización popular. Nada que ver con la prensa interna, que era mucho más rudimentaria y cerrada . fue una sangría de recursos y no vas a encontrar un debate político que lo cuestione. Lo tomábamos como una herramienta que valía el esfuerzo" dice en el libro Fernando Vaca Narvaja. Por eso, la convocatoria de profesionales no estaba limitada por la pertenencia a la organización. La ideología explícita se daba en la interpretación de la noticia, junto a la información sobre turf a cargo de un radical balbinista, horarios del cine, el pronóstico del tiempo.
"La vocación popular no era meramente discursiva. Llevaron al artista Oscar Smoje (hoy director del Palais de Glace) como jefe de arte, y era como lo más 'banana' de la época", comenta Gabriela.
Hay una escena del libro que marca el espíritu del diario y de la época. "Con los primeros ejemplares se cruzaron a un bar a bajar la emoción con una copa. En una mesa vecina, hombres de overol pasaban el tiempo, acaso tras haber terminado su turno o mientras esperaban para comenzarlo. 'Nos preguntamos, con miedo, qué pasaría si les alcanzábamos un ejemplar y les pedíamos su opinión' cuenta Bonasso. Gelman hizo la gestión .. Los obreros se tomaron su tiempo; los montoneros sus ginebras, nerviosos. Al fin un hombre alto y robusto se acercó a comunicarles el veredicto: 'Está muy bueno, jefe'. '¿Y por qué?' le preguntó Gelman. 'Parece Crónica pero no chorrea sangre. Y es bonito'. '¡Es bonito y no chorrea sangre!', gritaba luego Bonasso en el silencio de la madrugada".
Esquivada comenta la escena: "No hace falta tener la experiencia total del otro para tener la voluntad de acercarse. Hay una enorme zona intermedia. Es como si hubieran dicho: 'Entendemos las diferencias. No somos del mismo planeta pero nos gustaría acercarnos, hasta donde podamos. ¿Nos dan una mano?'"
Con tono justo, humor negro y delicadeza, el libro retoma el intento de acercar distintos mundos, sin ocultar las tensiones. Por eso Esquivada dice: "Es inevitable tener un punto de vista, pero quise poner todas las voces a decir lo que tienen para decir y a contradecirse y cruzarse entre sí para dejar más abierto un espacio para el lector, y para abrir polémica".
¿Cuál fue la pregunta que la guió para entrar en esta historia?
Me pregunté cuál es el mecanismo biológico que permite continuar. Me interesé por los antecedentes y las consecuencias y, cuando me di cuenta, estaba escribiendo la historia de un grupo humano de distintas generaciones Y creo que en cada recorrido hay una respuesta distinta.
Juan Gelman, Francisco Urondo, Rodolfo Walsh, Carlos Ulanovsky, Miguel Bonasso y Horacio Verbitsky fueron algunos de los intelectuales que se esforzaron por crear un lenguaje popular y lo lograron. Comenzaron en noviembre de 1973 editando 30.000 ejemplares y durante los nueve meses que duró la experiencia, llegaron a vender 180.000.
"El diario era un elemento de información y de organización popular. Nada que ver con la prensa interna, que era mucho más rudimentaria y cerrada . fue una sangría de recursos y no vas a encontrar un debate político que lo cuestione. Lo tomábamos como una herramienta que valía el esfuerzo" dice en el libro Fernando Vaca Narvaja. Por eso, la convocatoria de profesionales no estaba limitada por la pertenencia a la organización. La ideología explícita se daba en la interpretación de la noticia, junto a la información sobre turf a cargo de un radical balbinista, horarios del cine, el pronóstico del tiempo.
"La vocación popular no era meramente discursiva. Llevaron al artista Oscar Smoje (hoy director del Palais de Glace) como jefe de arte, y era como lo más 'banana' de la época", comenta Gabriela.
Hay una escena del libro que marca el espíritu del diario y de la época. "Con los primeros ejemplares se cruzaron a un bar a bajar la emoción con una copa. En una mesa vecina, hombres de overol pasaban el tiempo, acaso tras haber terminado su turno o mientras esperaban para comenzarlo. 'Nos preguntamos, con miedo, qué pasaría si les alcanzábamos un ejemplar y les pedíamos su opinión' cuenta Bonasso. Gelman hizo la gestión .. Los obreros se tomaron su tiempo; los montoneros sus ginebras, nerviosos. Al fin un hombre alto y robusto se acercó a comunicarles el veredicto: 'Está muy bueno, jefe'. '¿Y por qué?' le preguntó Gelman. 'Parece Crónica pero no chorrea sangre. Y es bonito'. '¡Es bonito y no chorrea sangre!', gritaba luego Bonasso en el silencio de la madrugada".
Esquivada comenta la escena: "No hace falta tener la experiencia total del otro para tener la voluntad de acercarse. Hay una enorme zona intermedia. Es como si hubieran dicho: 'Entendemos las diferencias. No somos del mismo planeta pero nos gustaría acercarnos, hasta donde podamos. ¿Nos dan una mano?'"
Con tono justo, humor negro y delicadeza, el libro retoma el intento de acercar distintos mundos, sin ocultar las tensiones. Por eso Esquivada dice: "Es inevitable tener un punto de vista, pero quise poner todas las voces a decir lo que tienen para decir y a contradecirse y cruzarse entre sí para dejar más abierto un espacio para el lector, y para abrir polémica".
¿Cuál fue la pregunta que la guió para entrar en esta historia?
Me pregunté cuál es el mecanismo biológico que permite continuar. Me interesé por los antecedentes y las consecuencias y, cuando me di cuenta, estaba escribiendo la historia de un grupo humano de distintas generaciones Y creo que en cada recorrido hay una respuesta distinta.
Presentación a muchas voces
Hace unos días se presentó "Noticias...". Allí Miguel Bonasso explicó la transición del proyecto frentista, que aglutinaba varios sectores de la izquierda peronista, al aislamiento del diario y de la organización.
El fotógrafo Carlos Bosch, que no era montonero ni peronista, contó: "No había nada que no fuera importantísimo. Se discutía con intensidad. (En las fotos) se pedía la búsqueda de un gesto en relación a la idea que se quería transmitir".
Esquivada preguntó por la palabra "justicia". Javier Urondo, hijo de Paco, secretario general del diario, contestó: "El tiempo se come las cosas. Muchos de los testigos murieron. Lo importante es la reconstrucción de la historia. Es muy difícil construir sin entender, sobre todo para las generaciones que vienen".
Esquivada Básico
Buenos Aires, 1967
Periodista
Empezó trabajando en Página/12. Pasó luego por revistas femeninas. Más tarde colaboró con varios medios, entre ellos Clarín, La Nación, Latido, TXT y Gatopardo. Actualmente hace editing para la Colecciones Nuevo Periodismo, de la Fundación Nuevo Periodismo, y dirige la colección Crónica Argentina, de la editorial Aguilar.
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