miércoles, 28 de octubre de 2009

Cartas y diarios/las cocinas salvajes

A RAIZ DE LA PUBLICACION DE "NIÑA ERRANTE", EPISTOLARIO DE LA POETA CHILENA GABRIELA MISTRAL

Cartas y diarios íntimos descubren la vida privada de los escritores

Entre el espectáculo y la autobiografía, modifican la relación con los lectores.

Por: Patricia Suárez
La publicación de las cartas entre Gabriela Mistral y su secretaria Doris Dana, en el libro Niña Errante, causó conmoción en el mundillo literario. El semanario chileno The Clinic publicó en la tapa una foto a toda página de Gabriela Mistral con el titular: "¡Era lesbiana! ¿Qué hacemos?" e igualmente tituló Benjamín Prado su nota en el diario español El País: "Gabriela era lesbiana, ¿qué hacemos?".

El lesbianismo de la autora ya habría sido insinuado en la biografía Gabriela Mistral pública y secreta, de Volodia Teitelboim (1996). Después, expertos de literatura se pusieron a explicar las preferencias de la señora en las universidades de Nueva York y Columbia. Al parecer, a muchos lectores la sexualidad de Mistral los afectó como una traición personal. Con cierta falta de imaginación o información algunos se preguntaban cómo podría haber sido lesbiana una mujer capaz de escribir, por ejemplo, el "Poema del hijo": "Un hijo, un hijo, un hijo, yo quise un hijo tuyo..." Pregunta que quizá no se harían si leyeran la lista de tareas diarias que Jodie Foster le deja a la niñera de sus hijos. Pero Foster es una actriz de Hollywood que salió del closet y Mistral el Premio Nobel de Literatura 1945. Otros lectores le reprochan a Gabriela precisamente el no haber salido del closet y haberse declarado públicamente gay.

Otro tanto le ha sucedido a muchos escritores donde la imagen pública se vio afectada por la lectura de sus correspondencias: el volumen que recoge las cartas de Lord Byron, donde cuenta cómo separó a su hija Allegra de la madre de ésta, lo vuelve un cretino, más allá de cuántos suspiros haya echado el lector imaginándose cruzar a nado el Helesponto. Otro tanto sucede con la correspondencia de Jane Bowles -donde siente su talento robado por su marido Paul- y la de Edith Wharton, apasionada por un amante indiferente. Luego de la lectura del promiscuo Diario Intimo, del dramaturgo Joe Orton, el lector comienza a pensar que era casi lógico que Halliwell, amante de Orton, lo asesinara. Es evidente, que para un escritor la vida pasa a través de las palabras, y en este sentido el escritor Franco Vaccarino dice que valora "el deporte póstumo de publicar correspondencias, notas íntimas y diarios, cuando ya no hay juicio que pueda afectarlos y entonces yo, acaso, pueda saber algo más, no ya de mi autor, sino de mí mismo, de mis elecciones, errores y aciertos". La lectura de la vida privada de otro escritor es, en estos casos, balsámica. Mary Shelley -según la biografía de ella que hiciera Muriel Spark- padeció tanto el mercado editorial de su tiempo, como los escritores contemporáneos padecen el de hoy. Sin embargo, Frankenstein trasciende a su autora y justifica las penurias propias de su condición humana.

Lo que las cartas de Gabriela Mistral hicieron fue poner sobre el tapete hasta dónde un lector quiere saber sobre la vida privada de un escritor. ¿De verdad afecta la apreciación de su obra? "Los textos literarios son autónomos", asegura el dramaturgo Ariel Barchilón. Y agrega: "No necesitan del conocimiento de la vida privada del escritor para comprender su obra". Sin embargo, otras voces consideran que el área privada de un creador ayuda a entender los procesos creativos y las estrategias de su oficio. "Un escritor escribe con su vida entera", apuesta el escritor Ariel Bermani.

La literatura autobiográfica también atraviesa este paradigma: los escritores de hoy exhiben su vida privada sin pudor, como si de artistas de la televisión se tratara. Esta exposición parte del supuesto de que sus textos -vale decir, su vida privada- son de por sí interesantes. Cuando en realidad, escribe Alberto Giordano en su ensayo El giro autobiográfico, en los comienzos el funcionamiento de esta escritura confesional estaba regulado por el principio de "querer ser sincero consigo mismo", aunque luego se convirtió en un suceso al ser absorbida por la cultura del espectáculo. Al respecto, Adela Basch (escritora) afirma: "El interés por la vida privada del escritor está relacionado con una puesta en escena de cosas que no involucran ni a la obras ni a la literatura, sino a los eventos privados de las personas. Existe, entonces, un corrimiento: es más fácil hablar de estas cosas que de las obras en sí mismas. Sin embargo, quizás algunos datos biográficos puedan ser relevantes para abordar críticamente una obra. Pero claramente no entra en juego la vida sexual, y menos convertida en escándalo mediático."

No obstante, hay puntos medios. Para el escritor Elvio E. Gandolfo la relación vida-obra de un escritor es importante. Dice: "Su peso se ha ido deteriorando por la manía farandulesca y chismosa (caso Mistral: un dato que se conocía por oídas, ahora confirmado con papeles). Pero creo que importa incluso en autores como Mallarmé, Valéry y César Aira. Ejemplos recientes de equilibrio logrado son la biografía de Borges escrita por Edwin Williamson, o la de Osvaldo Lamborghini, de Ricardo Strafacce".

En suma, desde el momento en que las literaturas auto/biográficas tienen una pretensión de verdad, rechazar a priori su lectura sería una falta a la verdad. Los lectores buscan en los libros de ficción una verdad poética y también la voluntad de verdad se manifiesta en un escritor que poetiza su vida en un libro. La búsqueda de la verdad es la ética del lector.



Inventario


Biografías

Vida del señor Moliere, de Mijaíl Bulgákov.

Chejov, de Henri Troyat.

Balzac, de Stefan Zweig.

Autobiografías

Las palabras, de Jean Paul Sartre.

Memorias de un nómada, Paul Bowles.

Infancia, de J. M. Coetzee.

Los hechos, de Philip Roth.

Las cocinas salvajes

La trastienda de los restaurantes se convirtió hoy en un sustancioso filón narrativo. Así lo explica el chef y escritor Anthony Bourdain.

Por: Diego Marinelli

COMER, OLER, SABOREAR. “La comida, el arte y la literatura son lenguajes que expresan sensibilidades”, opina el estadounidense Bourdain.

Llamas, gritos, armas blancas, animales muertos y un pelotón de tipos con los nervios al límite. No, no es un paisaje de batalla medieval. Son los elementos más o menos habituales que se encuentran en la trastienda de un restaurante cualquiera. Como todos los escenarios ocultos, las cocinas despiertan encanto y misterio, y constituyen un filón narrativo fabuloso que ha sido aprovechado por una selección bastante distinguida de escritores, que va desde Cervantes y Flaubert hasta George Orwell y Manuel Vázquez Montalbán. La razón de tanta fascinación es sencilla: las cocinas –sobre todo las buenas– son factorías secretas de placeres sensoriales y culturales, tal como los camarines de un teatro, el atelier de un pintor o el set de filmación de una película. Sólo que más salvajes. Mucho más.

Desde que los chefs dejaron de ser simples cocineros y se convirtieron en celebridades de la cultura pop global, aparecieron nuevas categorías como la del chef-artista, en la que reina a sus anchas el catalán Ferrán Adriá, cuyas invenciones gastronómico-conceptuales han sido recientemente recopiladas en un libro por Richard Hamilton, el pintor británico que sentó las bases del pop-art. El libro lleva el título de Comida para pensar, pensar para comer y en su portada trae una caricatura de Adriá firmada por Matt "Simpsons" Groening, un gesto que da por sí solo el boleto de entrada al Olimpo de la cultura contemporánea.

Otro fenómeno surgido de esta revalorización de la figura del chef es la aparición de otra categoría novedosa: la del cocinero escritor. No se trata de libros de recetas ni de reflexiones acerca de tendencias culinarias, sino de obras que describen el enigmático universo de las cocinas desde el lado de adentro, contado por sus propios protagonistas. En muchas de ellas, el eje es un acercamiento de tipo voyeur que intenta dar respuesta a las preguntas que el comensal anónimo se hace al sentarse en la mesa de un restaurante con un mínimo de pretensiones: ¿Cómo se prepara esta delicia?, ¿Escupirán en mi sopa?, ¿Esto será realmente pulpo chileno? Otras, sin embargo, sobrepasan el registro documental y avanzan sobre un objetivo mucho más ambicioso, que es convertir a la cocina en un territorio de ficción literaria.

Dentro de este segundo campo se mueve Anthony Bourdain, un chef que por aquí se hizo conocido gracias a un programa de cable que lo muestra viajando por el mundo en busca de epifanías gastronómicas. Neoyorquino hasta la médula y con un cierto aire a Keith Richards, Bourdain tiene varias novelas en su haber que recibieron el visto bueno de los críticos literarios estadounidenses. Una se titula Bone in the throat (Hueso en la garganta) y trata sobre un joven chef que se ve envuelto en un asesinato cuando entra a trabajar en un restaurante de la mafia italiana en Manhattan. Otra, The Bobby Gold histories, cuenta las peripecias de un asesino a sueldo cuya vida se trastoca al conocer a una chef atractiva y demente. Ambas se mueven dentro de los patrones característicos de la novela negra, un género que parece tener una empatía especial con las cocinas. Desde su casa en Nueva York, Bourdain se anima a tejer una teoría al respecto: "Quizás se debe a la naturaleza del sujeto. La clásica brigada de cocina, después de todo, está organizada a partir de un modelo militar y su lenguaje y sensibilidad suelen ser bastante rudos. Además, las cocinas siempre han sido un buen refugio para inadaptados y ex presidiarios, por lo que acaban reuniendo a una fauna amoral e imprevisible. En definitiva, son un escenario ideal para relatos de tipo hard boiled".

Bourdain confiesa desconocer la obra de Manuel Vázquez Montalbán, el escritor que probablemente mejor ha enhebrado los elementos comunes entre la novela negra y la gastronomía. Este español, que nació en Barcelona en 1939 y murió en el aeropuerto de Bangkok en 2003, concebía a la cocina como una metáfora de la cultura y dio vida a un personaje inolvidable, Pepe Carvalho, el primer, y casi el único, detective privado gourmet. En los libros de la serie Carvalho, Vázquez Montalbán mezcla misteriosos crímenes con recetas de la cocina popular española, tramas detectivescas con reflexiones acerca de las distintas maneras de preparar pescado. El perfil psicológico de sus personajes está definido por su relación con la comida: se es lo que se come. Así, en el sistema de valores de Carvalho, los malos son casi siempre vegetarianos o snobs que festejan cualquier tontería que huela a vanguardia culinaria, mientras que los buenos suelen ser gente capaz de percibir la grandeza emocional que se esconde dentro de platos esenciales como unos huevos fritos con chorizo o un cordero asado a la salvia.

Tras la muerte de Vázquez Montalbán, editorial Planeta reeditó el libro Las recetas de Carvalho, un objeto indispensable para los amantes de la literatura y la buena mesa que reúne las descripciones de casi todos los manjares que el detective preparó o degustó a lo largo de su saga. En la primera página hay una frase de Carvalho, hedonista y melancólica, que sintetiza a la perfección el imaginario de su creador: "Hay que beber para recordar y comer para olvidar".

Horno, drogas y rock and roll

"No sé lo que la gente ve de sexy en las cocinas", retoma Bourdain. "Quiero decir... yo sí creo conocer ese lado del asunto, pero no tengo idea de qué es lo que le ven los no-cocineros. Son sitios infames, la mayor parte de las veces". La obra más exitosa de Bourdain no es una de sus novelas de ficción sino Confesiones de un chef, un libro de tono autobiográfico en el que, precisamente, revela a los no-cocineros los entretelones de las muchas cocinas en las que ha trabajado a lo largo de su carrera.

Bourdain admira a Hunter S. Thompson y a los escritores de la Generación Beat, y eso se vuelve evidente en la musicalidad de la prosa que utiliza para narrar las distintas etapas de su vida como "sujeto culinario", que comienza cuando prueba por primera vez una ostra, a los nueve años, en un pueblito francés, y culmina al convertirse en el jefe de cocina de Les Halles, uno de los restaurantes más famosos de su ciudad.

Al igual que en los relatos de Thompson, la narración es una travesía de sexo, drogas y rock and roll, excitante, sarcástica, plagada de personajes insólitos y referencias a íconos culturales. Si bien hay abundantes infidencias (peleas de cuchillos en mano, cocinas atestadas de inmigrantes ilegales), el mundo secreto de los restaurantes no es más que el escenario de una trama que, por encima de cualquier otra cosa, se revela como un recorte de época. Corren las décadas del 70 y 80 en Manhattan y la banda de sonido la ponen los Ramones, Patti Smith y el resto de los grupos que se dan a conocer en el sótano del CBGB. Nueva York es una ciudad conflictiva y marginalizada donde siempre hay un dealer dispuesto a proveer variopintas clases de estimulantes a quienes necesitan pasarse catorce horas sudando delante de una hornalla incandescente. En ese contexto, Bourdain va dando tumbos por distintos restaurantes, coqueteando peligrosamente con el lado oscuro de la vida, mientras se forma como cocinero y va reuniendo la materia narrativa que lo hará convertirse en escritor.

Un recorrido diametralmente opuesto al que hizo Bill Buford para escribir Calor. En este caso se trata de un escritor que intenta convertirse en chef y decide plasmar ese proceso en un libro. Antes de asumir semejante desafío, Buford era toda una celebridad en la escena cultural estadounidense: había fundado la influyente revista literaria Granta, había sido editor del mítico New Yorker y su libro Entre los vándalos era considerado como una pieza maestra de la no-ficción. Pero eso, evidentemente, no le satisfacía del todo, así que decidió probar suerte en los fogones. Y para ello se integró en la brigada de cocina de Babbo, el restaurante de Mario Batali, un chef histriónico y amigote de celebridades como Gwyneth Paltrow o Michel Stipe del grupo R.E.M.

Publicado en 2006, Calor es al universo de la gastronomía lo que la película Entre copas (2004) a la cultura del vino: un acercamiento entretenido y superficial, que destila cierto oportunismo. El problema del libro es que Buford es demasiado consciente de que la cocina se ha convertido en un ámbito cool, así que la rodea de reflexiones ampulosas, sensibleras, y citas de teóricos y escritores que la legitiman como a una de las Bellas Artes. Con los libros de Bourdain comparte el paisaje de Nueva York y la intención de mostrar el lado lujurioso y desbocado de las cocinas. La diferencia es que Buford nunca abandona el papel de espectador, de periodista que toma notas y recoge testimonios, y jamás es realmente protagonista de las escenas calientes que mantienen la intensidad del relato, entre las que se destaca una en la que Batali se aparece entre sus cocineros con una bandeja de pizza desbordando de rayas de cocaína.

Finalmente, cuando la aventura acaba, Buford guarda sus cuchillos en un caro estuche de cuero y reconoce que lo suyo no es esto, que no será un chef. Que nunca quiso serlo. Es una profesión demasiado feroz, demasiado salvaje.

El lenguaje de la gastronomía

Hunter Thompson fue mi héroe y mi modelo estilístico desde que leí un artículo suyo en la revista Rolling Stone, cuando tenía 12 años. Otra gran influencia es la prosa salvaje, violenta, nihilista, apocalíptica, de William Burroughs, pero también algunos autores algo más románticos como Graham Greene, que sigue siendo uno de mis escritores favoritos. De todas formas, cuando escribí "Confesiones de un chef" tenía muy en mente la novela "Down and out in London and Paris", de George Orwell, y esperaba que de alguna forma mi libro plasmara una versión moderna de sus reminiscencias culinarias. En este sentido, creo que hay libros que están profundamente asociados con los recuerdos gastronómicos de los lectores. Para mí, por ejemplo, "El Americano impasible", de Graham Greene remite inevitablemente a un plato de sopa Pho, servida en un cuenco de plástico en un puesto callejero de Saigón, mientras que "El vientre de París", de Zola, siempre estará asociado con un trozo de "boudin noir" como el que preparan en el restaurante Chez Robert et Louise, en el barrio de Les Marais, en París.

La comida, el arte y la literatura son lenguajes que expresan sensibilidades. Comer, oler y saborear tienen un poderoso influjo sobre nuestros recuerdos y sobre la manera en que nos relacionamos con las cosas. Pero de allí a considerar que todo esto debe ser considerado arte... Honestamente, creo que muy pocos chefs son realmente "artistas". Ferrán Adriá es uno de los pocos que podrían ser considerados de esa manera.

Anthony Bourdain. chef, escritor

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