Por Jorge Fernández Díaz Director de adn CULTURA
No soy fetichista pero tengo pegadas en la pared de mi oficina solamente dos fotos. Entre tantos autores posibles, se ve que mi inconsciente actuó en defensa propia y eligió para acompañarme todos los días a dos tipos extraños, que lograron combinar esas pasiones muchas veces antagónicas: la literatura y el periodismo. La foto de la derecha muestra, en blanco y negro, a Truman Capote autografiando ejemplares de la primera edición de A sangre fría . La foto de la izquierda me muestra abrazado a Osvaldo Soriano en un atardecer de Balvanera. Osvaldo está vestido de negro y tiene en la mano aquel cigarro apagado que mordisqueaba para no perder la costumbre y para atemperar su abstinencia tabacal. Faltaba aproximadamente un año para que enfermara y muriera. Aquella tarde estuvimos hablando horas y horas, y él no pudo resistir la tentación de quejarse de la "academia": "No es mucho lo que les pido. Lo único que yo les pido es que me dejen sentar a la mesa de la literatura argentina. Una mesa donde se sienten todos. Los experimentales, los introspectivos, los kafkianos, los joyceanos, los faulknerianos. Todos. Y que me digan: "Venga, Soriano, ésta es la silla de los narradores de historias. Venga, siéntese con nosotros". Solamente eso les pido".
Elogiado por Calvino, Updike y Cortázar; defendido por Piglia, Saccomanno, Feinmann, Dal Masetto, Martini, Forn, Fresán y Tomás Eloy Martínez; traducido a quince idiomas, bendecido por el éxito y aclamado en España e Italia, el autor de La hora sin sombra no parecía necesitar ningún certificado de pertenencia. Y a pesar de que podía sentarse en la cabecera de esa hipotética mesa de la literatura argentina, sentía que le retaceaban hasta un banquito. Hubo luego polémicas explosivas, dolorosas e injustas sobre el rechazo o la aceptación de la elite crítica. Y aunque a mí ese ninguneo que rechaza por principio lo popular todavía me disgusta, viéndolo hoy en perspectiva creo que, en realidad, Osvaldo luchaba principalmente contra sus propios fantasmas. Era él, como buen infante del periodismo, carne de redacción y hombre del estaño, quien se sentía fuera de lugar en ese mundo de profesores y sofisticaciones lingüísticas. Osvaldo, como Arlt y como Walsh, venía de otro palo. Y qué gran malentendido: él sintió que lo ubicaban en una supuesta clase turística y esperó en vano que lo pasaran a la primera.
Hay actualmente muchos escritores, críticos y ensayistas que lo catalogan como "un escritor menor". Pero eso ha ocurrido muchas veces con grandes escritores que sobrevivieron al olvido, y que luego, muertos y enterrados, ganaron finalmente la batalla del reconocimiento. Releerlo hoy me produce sensaciones fuertes y a veces contradictorias. Veo la inmadurez de algunas líneas, el maniqueísmo de ciertas situaciones, y también el prodigio de su imaginación, la perfección del diálogo, la construcción de entrañables perdedores, el uso deslumbrante de la escritura austera y fotográfica que predicaba Hemingway, el sentido alegórico y humorístico de sus historias y el uso magistral de la cultura del fútbol y de la melancolía argentina.
Fue un extraordinario articulista, que mezcló muchas veces la realidad con la ficción, y venció con una frase corta a cientos de ensayistas en su intento por definir el inexplicable movimiento político que domina la historia nacional. Uno de sus personajes, en un momento dramático, dice: "Si yo nunca me metí en política, yo siempre fui peronista". Y no existe en toda la bibliografía universal una definición más aguda del peronismo.
No se cumple ningún aniversario, pero nos asaltó hace unos meses la curiosidad de saber si Soriano seguía siendo leído en la Argentina o si efectivamente había sido olvidado. Héctor Guyot indagó entre editores y escritores, entrevistó a su viuda y consiguió una correspondencia inédita en español donde Osvaldo muestra las dudas que le provocaba su estilo literario. Miles de ejemplares de sus principales libros se siguen leyendo silenciosamente. Soriano sigue vivo.
Literatura y canon
Ni penas ni olvido
Miles de argentinos siguen leyendo a Osvaldo Soriano en silencio. Vende 20.000 ejemplares cada año y su figura continúa provocando antagonismos en el mundo intelectual. Su viuda, Catherine Brucher, recuerda la vida en común. Publicamos además cartas desconocidas, donde el autor expone dudas acerca de su propio estilo literario
Por Héctor M. Guyot
De la Redacción de LA NACION
Se apareció en la redacción de Primera Plana una noche de abril de 1969. Llegaba de Tandil sin aviso y Francisco Juárez, el Negro, entonces redactor de la histórica revista que conducía Tomás Eloy Martínez, lo vio tan solo que se sintió conmovido. De algún modo, él era el responsable de que ese hombre de 26 años con cara de bebé y bolsito al hombro estuviera allí pidiendo auxilio. Unas semanas antes, a Juárez le habían encargado una nota sobre las devociones de la Semana Santa. Pensó que alguien debía cubrir el famoso Vía Crucis de Tandil mientras él viajaba a San Juan, tras el culto a la Difunta Correa. "¿Tenemos a alguien en Tandil?", preguntó. Osiris Troiani recordó que en una charla que había dado allí un fanático de Primera Plana lo había vuelto loco a preguntas. Tenían sus datos y lo llamaron. El fanático era, claro, Osvaldo Soriano.
"Escribió un texto irreverente y desopilante en el que contaba la vida non sancta del reo que hacía de Cristo y develaba la interna clerical -cuenta Juárez a adn cultura-. El informe se reprodujo tal cual y con su firma. Cuando la revista llegó a los quioscos de Tandil, Soriano armó un bolso y emprendió la fuga. La secretaria de Primera Plana avisó que estaba en la recepción y Troiani me pidió que lo atendiera. Cuando me presenté exclamó: "¡Juárez!, lo imaginaba más viejo", como si yo hubiera sido una especie de héroe. Andaba sin plata y no tenía dónde dormir. La redacción estaba en Perú y Belgrano, así que caminamos por Avenida de Mayo hasta un hotel desvencijado. ?Acá´, dijo, porque vio que el hotel se llamaba Tandil. Se instaló en un cuartito de la terraza. Entonces le inventamos una nota sobre Berisso, para que saliera del paso."
Soriano llegaría a la literatura tal como había llegado a Primera Plana : sin que nadie lo hubiera llamado y con el mismo arrojo. ¿Cómo explicar si no Triste, solitario y final (1973), esa primera novela inclasificable, donde el género negro se cruza con un grotesco ingenuo y de cuño casi pop, en cuya trama aparecen Laurel y Hardy, el detective Marlowe y el propio Soriano? Ya estaban allí el oído infalible para los diálogos, el talento para que el disparate resultara verosímil y cargado de sentido, y una prosa empática que fluía sin obstáculos. Con todo eso se convirtió, a partir de la vuelta a la democracia, en un verdadero fenómeno de ventas que suscitaba elogios de escritores como Julio Cortázar, Italo Calvino y John Updike, al mismo tiempo que despertaba airados rechazos y era acusado de populista. Tal vez sin proponérselo, Soriano se convirtió en un caso alrededor del cual giraron ardientes debates de la época: la relación entre el periodismo y las letras, la disputa entre una literatura centrada en el lenguaje y otra enfocada en la historia y los personajes, y la ambigua relación entre lo culto y lo popular, entre el mercado y el arte.
Esos debates siguen vigentes, así como también el problema que muchos de los mejores escritores de entonces -incluido el que nos ocupa- acechaban de modo más o menos explícito desde sus libros: la cuestión insoluble de la identidad nacional. Para desplegar la idea en palabras del propio Soriano: "Qué somos, por qué nos va así, qué salida tenemos". Pero lo que discutíamos, en un reciente debate doméstico entre los miembros de esta redacción, era si la obra de Soriano seguía vigente. ¿Se lo sigue leyendo? ¿Cómo se lo lee? ¿Qué nos dicen hoy sus libros? Sin el apoyo de efemérides alguna, ya que el escritor murió hace poco más de doce años, esta nota busca responder esos interrogantes. En el incierto camino hacia las respuestas aparecieron providencialmente Catherine Brucher (su viuda, ver entrevista en estas páginas), un libro reciente publicado en Italia con cartas de Soriano al periodista y escritor Giovanni Arpino (ver recuadro) y la sospecha de que, aplacado ya el fuego que inflamó las polémicas en torno a sus novelas y su éxito, quizás hoy sea posible una relectura de su obra.
Despejemos primero el enigma de la cantidad: desde que, a partir de agosto de 2003, Seix Barral reeditó sus libros (siete novelas más sus volúmenes de crónicas periodísticas y un libro infantil, El Negro de París ) en ediciones a cargo de Juan Forn, Soriano ha vendido 138.000 ejemplares, cuenta Alberto Díaz, editor del Grupo Planeta. Triste? , a la que profesores universitarios recurren como material de lectura, es la novela suya que más se lee, de acuerdo con estas cifras, seguida de aquellas que el escritor publicó primero en el exilio: No habrá más penas ni olvidos (1978) y Cuarteles de invierno (1980). En conjunto, sus títulos venden unos 20.000 ejemplares por año. A la hora del análisis, Díaz compara el fenómeno de Soriano con el de Puig. "Ambos acuden a elementos de la cultura popular: el folletín en el caso de Puig, la novela negra y el grotesco en el de Soriano, y construyen una poética propia a la que se mantienen fieles. Así establecen un pacto muy fuerte con un universo de lectores que ellos mismos crean. Hoy Soriano no está olvidado: está siendo silenciosamente leído. Las buenas obras no quedan atadas a su tiempo. Vos podés no saber nada de la revolución de julio de 1830, pero leés a Balzac y te tragás la novela." Una poética propia
¿De qué está hecha esa poética de la que habla Díaz? En Soriano, biografía y estilo parecen ser términos especialmente ligados. Durante su infancia y juventud itinerantes, debido al trabajo de su padre en Obras Sanitarias (nacido en Mar del Plata en enero de 1943, Soriano vivió en San Luis, Río Cuarto, Cipolletti y Tandil), no hubo libros. Como él mismo contó, sólo cumplidos los veinte años llegaron Chandler, Hemingway y Erskine Caldwell, de quienes aprendería a escribir diálogos, y clásicos del siglo XIX como Los hermanos Karamazov , Madame Bovary y Rojo y Negro . Pero quizás el germen de su narrativa reside en los relatos que su madre le contaba mientras viajaban en tren por la pampa argentina. "Mientras comíamos me contaba escenas de Lo que el viento se llevó y de postre, las películas de El Gordo y el Flaco. Entonces reía y los hacía correr perseguidos por un fantasma o subir un piano inútil a un segundo piso equivocado", narró en Cuentos de los años felices (1993), a medio camino entre el recuerdo y la ensoñación. Toda su poética puede cifrarse en esa escena: ahí están el cine, el grotesco, el nomadismo y la voz querida que nos hace sentir menos solos. Iban, claro, al encuentro del padre, esa figura mítica siempre en fuga, origen y destino, metáfora de una identidad esquiva que más tarde perseguiría en sus historias.
Con ese bagaje más vivencial que literario, Soriano se integró a Primera Plana , donde su felicidad no duraría mucho: a los pocos meses, la dictadura de Onganía cerró la revista. Además del diario La Opinión (otro producto de Jacobo Timerman), Soriano pasaría por Semana Gráfica , Panorama y Confirmado . Allí, en esas redacciones donde se respiraba literatura y en las que conoció a Juan Gelman, Mempo Giardinelli, Miguel Ángel Bustos, Rodolfo Rabanal y Antonio Dal Masetto, entre otros escritores, Soriano encontró su escuela y escribió grandes crónicas reunidas en libros como Artistas, locos y criminales (1984) y Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988). "La fluidez y la capacidad de tomar al lector de la solapa y no soltarlo son recursos que Soriano aprendió del ejercicio del periodismo. Soriano es sobre todo un intuitivo de la técnica", dice a esta revista Tomás Eloy Martínez, que fue su jefe en aquellos años y recuerda que, durante su exilio venezolano, leyó una de las primeras versiones de Cuarteles de invierno (según Ricardo Piglia, el mejor libro que se escribió en el exilio sobre la dictadura argentina) y le envió por correo a Europa sus impresiones.
Primero en Bruselas y luego en París, ya unido a Catherine Brucher, su mujer, Soriano daba forma final a No habrá más penas... , que narra las luchas internas del peronismo en el ámbito de un pequeño pueblo, y a Cuarteles... , mientras trataba de afianzarse como escritor. Regresó a la Argentina en 1983, precedido por la aparición de sus tres novelas, editadas antes en Europa y que aquí encontraron una legión de lectores. Hubo un momento en que las tres estaban al frente de la lista de los libros más vendidos, y ése quizá sea el principio del caso Soriano. "Creo que esa situación, sin que yo me lo propusiera, me debe haber granjeado muchos odios -le dijo el escritor a Verónica Chiaravalli en una entrevista de junio de 1996, meses antes de su muerte-. Y la verdad es que es una historia que me incomoda bastante, porque no es el rol que hubiera querido desempeñar: ser best seller tiene una tradición de desprestigio que yo mismo compartía."
Juárez dice que a Soriano el éxito nunca se le subió a la cabeza. Lo manejó con sentido práctico, afirma: obtuvo más libertad y usó la fama para ponerse más exigente con las editoriales. En 1995 Editorial Norma pagó 500.000 dólares por los derechos de sus libros. Ya para entonces, tras la publicación de A sus plantas rendido un león (1986), Una sombra ya pronto serás (1990) y El ojo de la patria (1992), Soriano era un escritor premiado y traducido a más de quince lenguas que, a pesar de su tendencia al aislamiento, se había hecho también una imagen pública en la que eran legendarios sus hábitos noctámbulos (vivía y escribía de noche y dormía de día), sus dotes de impenitente narrador oral, su devoción por los gatos y su fanatismo por San Lorenzo de Almagro. Indiferencia y rechazo
En medio de ese éxito, la crítica académica lo ignoraba. Y esa indiferencia le dolía, cuenta Catherine Brucher. Aunque, aclara, no le quitaba el sueño. José Pablo Feinmann ha dicho que Soriano emergió en el momento equivocado y acabó siendo víctima de un esquema cultural marcado por la influencia de Derrida y los deconstruccionistas: "Ese señor que narra es postergado en nombre de los escritores exquisitos que le dan primacía al lenguaje, como Piglia, Saer y posteriormente Aira".
¿Es lo masivo, lo popular, enemigo de lo bueno? ¿Hay que optar entre unos y otros? "Se puede y se debe leer tanto a Saer como a Soriano -dice Tomás Eloy Martínez-. Saer trabaja con una gran conciencia del lenguaje y en un registro donde la poesía y aun la música son esenciales. En Soriano hay otros valores, como la construcción de la intriga y la creación de dos o tres personajes capaces de representar por sí mismos una metáfora de su época o ser símbolos alusivos a los delirios de un determinado momento histórico."
No es necesario, entonces, elegir entre Soriano y Saer. "Eso sería igual que tomar partido entre Borges y Arlt -afirma el escritor Juan Martini-. Yo soy un lector constante de Borges, pero no por eso he dejado de leer a Arlt. Soriano, como Arlt, es una mancha en la tradición glamorosa de una literatura que soñó durante mucho tiempo con una carta de ciudadanía que nunca tuvo." La comparación no es ociosa: a Soriano le han reprochado las mismas cosas que en su momento le endilgaron al autor de Los siete locos : que su escritura era obvia, que banalizaba la realidad y que apelaba a dudosos golpes de efecto. "La obra de Arlt debió esperar más de veinte años, desde la muerte del autor, hasta que un puñado de intelectuales la enarboló para oponerla a la obra de Borges", recuerda Martini, por las dudas. El campo de la literatura en algo se parece al del fútbol: siempre hay un River y un Boca.
Alberto Díaz rescata a Soriano del lugar de víctima: "Cada autor aspira a ser leído de una determinada manera, y creo que ese rechazo de la academia en parte fue buscado por el propio Soriano -arriesga-. Yo creo que se construyó una imagen pública por fuera de los pequeños cenáculos que lo ignoraban".
La indiferencia puede ser letal, pero Soriano recibió también críticas por demás virulentas, como aquella que Charlie Feiling publicó en la revista Babel tras la aparición de Una sombra... Allí, el autor de El agua electrizada afirmaba que la novela "le hace a la literatura argentina lo mismo que el Excelentísimo Sr. Presidente [por entonces Carlos Menem] al país". Calificó el libro de populista, deploró su escritura y lo encontró plagado de estereotipos y lugares comunes. "A Soriano no le gustaban las críticas y tomó medidas injustas contra gente que lo cuestionó. Eso no le quita mérito; era un hombre complejo, de la misma manera que era un tipo terriblemente querible, de una enorme simpatía y con una enorme capacidad para contar anécdotas", dice Liliana Heker en Osvaldo Soriano. Un retrato , libro en el que Eduardo Montes-Bradley reunió testimonios acerca de la vida y la obra del escritor.
"No toda la crítica le pegó -matiza Fernando Fagnani, uno de sus editores en los años en que publicó en Norma-. La crítica periodística estaba dividida y la académica lo ignoraba. Pero en todas partes las academias tienen sus propias agendas, que no son las que manejan los lectores y que también están determinadas por el pensamiento de la época." La angustia del nuevo libro
Gloria Rodrigué, su editora en Sudamericana, recuerda la angustia que le generaba la salida de un nuevo libro. "Se ponía muy obsesivo. A las dos semanas, en cuanto el libro funcionaba bien, se tranquilizaba y volvía a ser él mismo. Quería que salieran notas pero no quería darlas, nos pedía una descripción del medio y del periodista. En el fondo, era miedo a exponerse, cosa común entre los escritores. Eso sí, le encantaba reunirse con los vendedores de la editorial al final del día en un bar que había en la esquina. Ellos estaban encantados. Se quedaban horas charlando de fútbol."
Durante años, Susana Giménez quiso llevarlo a su programa de televisión, pero él se negaba. "Tratábamos de convencerlo y no había caso. Un día el productor le preguntó qué quería para ir al programa. Estar solo, contestó. Se lo concedieron y fue. Se sintió cómodo y al otro día le mandó a Susana un ramo de rosas. En el fondo era tímido y solitario. Prefería la tranquilidad de su casa", cuenta la editora, y recuerda que cuando Soriano llegaba a la editorial, el patio empezaba a llenarse de gatos que saltaban de los jardines vecinos.
Oliverio Coelho, un destacado narrador de las nuevas camadas, entiende que Soriano ha quedado relegado como un ícono y una referencia de otra generación. "Sus libros fueron productos de época acuñados con gran sentido de la oportunidad. [...] Tras la vuelta a la democracia, su figura pública, desplegada con oficio en incesantes intervenciones periodísticas, parodió y acondicionó el modelo tácito de Cortázar trocando el signo romántico por la contraseña populista", escribió en el diario Perfil en enero de 2007, alineado, muchos años después, con Feiling.
"A mi modo de ver -dice Coelho hoy-, el desprecio por Soriano, tanto como la devoción por sus libros, es de otra generación, la de Babel -Planeta Sur."
Sin embargo, así como los entonces jóvenes referentes de Planeta, Juan Forn y Rodrigo Fresán, se oponían a las plumas de Babel y encontraron en Soriano un mentor y acaso un amigo, hoy entre los jóvenes hay quienes profesan esa antigua devoción. A los 25 años, Noelia Fraguela, egresada de la carrera de Comunicación Social de la Universidad de La Plata, está en plena etapa de edición de un documental sobre Soriano. "Me enamoré profundamente de sus libros -dice-. Con su melancolía, con su humor ácido e inteligente, Soriano puede explicar algo trágico como las sangrientas luchas peronistas de los años 70 y hacerte reír al mismo tiempo. Logró que el lector pueda sentirse identificado e interpelado en cada línea. Supo ver la realidad argentina y traducirla en literatura como ningún otro. Sus novelas no han perdido vigencia porque la historia es cíclica; o es crónica, diría, en la Argentina. Uno lee sus libros, les saca los nombres propios y las fechas y lee la actualidad."
Antes o ahora, la polémica (que tuvo su última manifestación pública en los textos que Guillermo Saccomanno y Beatriz Sarlo cruzaron en Radar a principios de 2007) no debería reducirse a la cuestión de narrar o no narrar. Soriano está lejos de haber sido un mero contador de historias. Su preocupación por la técnica y los resortes del relato se volvió con el tiempo un ejercicio más consciente. Así llegó a escribir La hora sin sombra (1995) donde, como señala Tomás Eloy Martínez en el prólogo de la edición de Seix Barral, el eje del relato es el trabajo de composición de una novela. A pesar de ser una novela sobre la escritura, La hora sin sombra no dejó afuera a los lectores habituales de Soriano porque, según Juan Martini, cuenta entre otras cosas una de las más bellas historias de amor de la literatura argentina. Sin duda, hubo un viraje en esta última obra del escritor: la parodia daba paso a un tono diferente y los personajes adquirían mayor complejidad y calado. Un lugar en el canon
Soriano murió de un cáncer de pulmón a los 54 años, el 29 de enero de 1997. Entre las cosas que dejó había, seguro, nuevos libros por escribir. ¿Alcanzan los que escribió para asegurarle un lugar en el canon? Pregunta vana, porque ese canon es algo que cada época reescribe de acuerdo con sus simpatías y rechazos. De cualquier modo, y a pedido, Martini ensaya sus razones: " Triste, solitario y final es uno de los puntos de partida del policial negro en la Argentina. Sólo eso justificaría su permanencia en el canon, que no es otra cosa que un programa de lecturas. Porque esa risueña parodia del policial lleva en sí todas las marcas (las mejores y las peores) de la generación del 60: las ilusiones, el fervor, el compromiso, los caprichos, los aciertos y los errores. Por otro lado, todas sus novelas, con mayor o menor logro, son el escenario de las señas de identidad de una sociedad y de los valores y las taras de la realidad y la política a lo largo de más de veinte años, de 1973 a 1995, que fueron los años en que aparecieron sus libros. Si no se lee a Soriano, no se entiende mucho de lo que pasó, y pasa, en la literatura, en el cine y en la política. Y eso es historia, eso es la cultura, nos gusten o no las novelas de Soriano".
Más allá del canon y otros espejismos de inmortalidad, tal vez nuevos lectores sean capaces de hallar en sus libros lo que seguro no envejece, lo que se esconde detrás de sus historias, hechas de pequeñas peripecias que remiten a algo que está más allá del texto: la ética del perdedor, la búsqueda de la identidad, la deriva y la intemperie como condición de la vida y, sobre todo, aquello que quizá sea la pulsión secreta de todo escritor: el relato como presupuesto del sentido.
Cartas de un escritor que duda y reflexiona sobre su estilo
Entre abril de 1977 y diciembre de 1984, Osvaldo Soriano mantuvo una intensa correspondencia con el periodista y escritor, nacido en la ex Yugoslavia y radicado en Turín, Giovanni Arpino (1927-1987), que entre sus muchas novelas escribió Esa dulce oscuridad, historia que fue llevada al cine por Dino Risi en la película Perfume de mujer, con la actuación de Vittorio Gassman. Las cartas entre ambos autores fueron recopiladas por Massimo Novelli en un libro, Bracconieri di storie, que la editorial Spoon River publicó en Italia en diciembre de 2007 y que Francisco Juárez prestó gentilmente a este cronista.
Soriano le escribe la primera carta a Arpino el 3 de abril de 1977, desde Bruselas. Allí le cuenta que ha leído con retraso el artículo que Arpino había escrito sobre Triste, solitario y final, aparecido en el diario La Stampa el 29 de noviembre de 1974. "Ninguna de las críticas aparecidas en los países donde se publicó Triste ... me ha emocionado tanto. Porque viene de quien viene, el artículo me parece exagerado e inmerecido."
El 17 de agosto de ese año, cuando ya habían intercambiado varias cartas, Soriano escribe: "En noviembre iré a Italia, pero no creo que me sea posible ir a Torino. Yo tengo por Italia un cariño que me desborda, y algún día le contaré cuánto lloré el día que vi Roma por primera vez. Por ahí dicen que nosotros somos italianos que hablamos español y nos creemos ingleses. A veces es cierto, salvo para el caso de Jorge Luis Borges, un escritor genial que es inglés, habla español y se cree argentino".
Tras haber leído en Estrasburgo Serena, una novela de Arpino, Soriano le escribe, el 26 de enero de 1978, una carta llena de admiración que deja ver las dudas y búsquedas que le provoca su propia escritura: "Estoy privado de la posibilidad de usar palabras o frases explosivas que puedan llevarte (llevarnos) a creer que detrás de la obra me deslumbra el amigo, el Arpino que conocí superficialmente en Torino y más profundamente en Liège. Tu novela es para mí la desgarradora certeza de lo que nunca podré hacer y siempre quise: contar un amor imposible con la sutileza y la fuerza desesperadas de un talento que no termina en la simple enumeración de acciones más o menos felices".
En noviembre de ese año, le escribe: "Hace dos días, leyendo L´ombra delle colline, en francés [...] comentaba a Catherine no ya tu natural talento para la construcción de los personajes, para "sumergirte" en la perturbación de esas vidas vacías (vacías?), sino mi propia impotencia [...]. Al leerte siento que mis personajes son de una banalidad rayana en la estupidez. Lo mismo me ocurre frente a Fitzgerald o a Nathanael West, o a Caldwell. Hay noches donde me digo que quizá el intento de presentar a los personajes como si el narrador fuera una simple cámara fotográfica, o cinematográfica (es decir: el narrador ignora qué lleva el personaje en sus bolsillos porque no lo ve, puesto que si lo viera sería dios) pueda llevarme a algo. Si no lo consigo haré el ridículo".
En la correspondencia había también espacio para el fútbol. "Los amigos me cuentan que en un pequeño club de Buenos Aires, Argentino Juniors, está la salvación del Torino -escribe Soriano el 7 de mayo de 1979-. Se llama Diego Armando Maradona, tiene 18 años y es, según los periodistas y mis propios amigos, el mayor jugador (aunque es petiso) de los últimos 30 años. Hace dos goles por partido (su equipo es miserable y va primero) y ya está en la selección nacional. Claro, todos los grandes, y el Barcelona, lo quieren comprar: cuesta, creo, cinco millones de dólares. Si el Torino tiene esa plata está salvado. Dicen que a su lado Sívori es un energúmeno. Después no digan que no les avisé." Al poco tiempo Maradona iría a jugar a Italia. Pero no al Torino de Arpino, sino al Napoli.
El tema recurrente, además de los editores, es la escritura. Le cuenta Soriano a Arpino: "Releyendo el libro de cartas de Raymond Chandler, me quedé con un párrafo: "Un escritor solo se salva escribiendo". Eso trato de hacer hoy".
H. M. G. © LA NACION
"Con Osvaldo éramos dos solitarios"
De paso por Buenos Aires, Catherine Brucher, viuda de Soriano, habló de la vida en común junto al escritor, a quien conoció en Bruselas cuando ella tenía 25 años y él iniciaba su exilio europeo
FOTO EN BARILOCHE. Catherine Brucher y Osvaldo Soriano en una playa del Sur argentino
Foto: GENTILEZA CATHERINE BRUCHER
Por Héctor M. Guyot
De la Redacción de LA NACION
En respuesta a mi pedido de entrevista vía correo electrónico, Catherine Brucher, viuda de Osvaldo Soriano, me daba desde su Francia natal una buena noticia (estaba por viajar a Buenos Aires) y otra menos buena: "No me gustan mucho las entrevistas, pero eso no impide que nos encontremos para una charla informal. Así que estoy a su disposición".
Nos encontramos un sábado en el departamento de Palermo que el periodista Francisco Juárez comparte con su esposa, donde Catherine se alojaba. Alrededor de una mesa a la que también se sentó Manuel, el hijo que tuvo con el escritor, la charla se deslizó sin esfuerzo y Catherine desplegó la personalidad que aquel e-mail anticipaba: había en ella discreción y calidez por partes iguales. A medida que avanzaba la conversación, yo me decía que finalmente accedería a considerarla una entrevista con todas las de la ley.
"Nos conocimos en Bruselas, en febrero de 1976 -recordó-. Yo tenía 25 años y desde hacía unos meses estaba viviendo en una casa donde había argentinos, chilenos y uruguayos, algunos de ellos exiliados. Mi hermana vivía allí y yo había ido a visitarla desde Estrasburgo. Cuando llegué decidí quedarme un tiempo en Bruselas y conseguí trabajo como enfermera. Como vivíamos casi de modo comunitario, teníamos muy pocos gastos. Osvaldo venía de Tailandia, donde había ido a hacer unas notas, y de regreso decidió ir a ver a su amigo Félix Samoilovich, que vivía en esa casa de la Rue de la Pacification."
-¿Simpatizaron enseguida?
-Félix y Graciela Clementoni, su mujer, que lo querían mucho, ya me habían hablado de él y de las historias que siempre contaba. Me pareció muy tierno, muy simpático y hablador. Yo no sabía castellano y él no hablaba francés, y Graciela me traducía. Salvábamos la barrera del idioma con ayuda de gestos. Un día quiso decirme que yo era muy dulce y no sabía cómo. Entonces agarró el azúcar y dejó caer una cucharada. "Viste, así sos vos", me dijo.
-¿Qué pasó después?
-A principios de abril, poco después del golpe militar, Osvaldo volvió a Buenos Aires. Para entonces ya estábamos juntos y pensábamos reencontrarnos. Nos escribíamos, él en castellano y yo, en francés. Me compré un diccionario para traducir sus cartas. Osvaldo vivía aquí con una chica, pero cuando volvió la dejó y se fue a vivir a la casa de Tito Cossa. Y en junio regresó a Europa.
-¿Cómo fue el reencuentro?
-Muy bueno, sí, pero yo no me quería quedar en Bruselas. No me adaptaba, porque los belgas son muy distintos de los franceses. A Osvaldo tampoco le gustaba mucho Bruselas, pero menos le gustaba Estrasburgo, donde yo vivía, porque es una ciudad muy chica y él prefería las ciudades grandes. Él soñaba con vivir en París, pero yo no quería. Entonces me volví sola a Estrasburgo, en septiembre u octubre, y él se quedó en Bruselas. Hasta la mitad de 1978 vivimos así. Venía a verme a Estrasburgo, se quedaba uno o dos meses, después pasábamos un tiempo sin vernos y luego yo iba a Bruselas a estar con él. Nos separaban unos 300 kilómetros, que hacíamos en tren.
-¿Cuándo se reunieron en París?
-Yo salí de viaje por Egipto con una amiga y cuando volví le dije a Osvaldo que aceptaba vivir en París. Alquilamos un departamento cerca del cementerio de Père Lachaise. Era muy chico, pero era lo que podíamos pagar. Conseguí trabajo de enfermera, y él empezaba a escribir para medios de España. Estaba trabajando en la corrección de Cuarteles de invierno , creo. Por esa época se publicó en Francia Triste, solitario y final , que ya se había publicado en Italia. Vivíamos con lo justo.
-¿Ya tenía él ese hábito de escribir de noche y dormir de día?
-Cuando lo conocí, él ya vivía así. Pero yo, como enfermera, también trabajaba de noche. Los dos vivíamos de noche y dormíamos de día. Nos levantábamos a las 15 y después de desayunar solíamos ir a las librerías o al cine. Cenábamos, y él se ponía a escribir y yo hacía mis cosas, leía o me iba al trabajo. Era una vida sencilla. A veces venían amigos argentinos a casa, pero él nunca fue muy sociable y no le gustaba recibir gente en casa. No hace mucho me enteré de que la gente pensaba que la que no quería recibir era yo, pero eso no era así [se ríe]. Era él; le gustaba más ir a las casas de los otros.
-¿Quiénes eran los amigos de Soriano en esa época?
-Íbamos a cenar con Cortázar y su mujer, Carol Dunlop, que nos invitaban. También nos veíamos con Carlos Gabetta y con Eduardo Febbro, corresponsal de Página/12 . Y con el Tata Cedrón. Fueron lindos años, pero duros, porque Osvaldo sufría al estar lejos de la Argentina.
-¿Cómo veía el país desde allá?
-Escribía y recibía muchas cartas, y ésa era su manera de no cortar el cordón con su país. Era muy desordenado en la vida diaria, pero ordenaba las cartas por orden alfabético. Hace poco estuve reordenándolas, después de tantos viajes y mudanzas. Hay muchas de Tito Cossa, que son muy lindas. Tito le contaba todo lo que pasaba aquí, incluso en el fútbol. Hay también muchas de Daniel Divinsky y de Mempo Giardinelli, y otras de Tomás Eloy Martínez y Antonio Dal Masetto.
-Él decía que siempre había sido un poco vago. ¿Lo era para escribir?
-Para escribir, no. Era obsesivo con la corrección y estaba horas y horas sacando palabras y limpiando sus novelas lo más posible. Hasta que en un momento decía: "Aquí paro, no saco más porque no va a quedar nada". Para lo que lo apasionaba no era vago.
-¿En qué momento le empezó a ir bien con sus libros?
-Al año nos mudamos a otro departamento mejor, ya teníamos un poco más de plata; no me acuerdo si él había cobrado algo. Pero las traducciones no daban mucho dinero. El éxito llegó recién en Buenos Aires. Cuando estábamos en París, en el primer departamento, le ofrecieron trabajar en France Press, pero él había decidido que era escritor y no aceptó. Sí, era vago para trabajar [ríe].
-¿Cómo decidieron instalarse en Buenos Aires?
-Vinimos para la Feria del Libro de 1983. Era la primera vuelta de Osvaldo a la Argentina, y estaba muy contento de reencontrarse con amigos y con las calles de Buenos Aires. En la feria se sintió reconocido, dio charlas y lo vino a ver mucha gente. Decidimos comprar un departamento acá, porque ya estábamos bien económicamente.
-¿Qué impresión te produjo la Argentina?
-Yo le decía que Buenos Aires me hacía acordar a la Francia de los años sesenta, cuando la gente todavía sacaba la silla a la calle. Había un trato cálido, muy distinto del de París. Y estuve de acuerdo con él en vivir aquí. Volvimos, me acuerdo, para el estreno de la película No habrá más penas ni olvidos . Entonces compramos el departamento, el primero, en Sarmiento y Junín, un departamento chico, no muy lindo. Y nos establecimos a principios de 1984, creo. Gradualmente a Osvaldo le fue yendo mejor con sus libros. Cuando empezó a trabajar en Página/12 , ya estábamos más cómodos.
-¿Cambió Osvaldo con el éxito?
-No cambió en nada. Inclusive en cosas banales, como la ropa, siguió igual que siempre. Recuerdo que Andrés Cascioli le decía que tenía que comprarse ropa buena para vestirse más decentemente. Pero él siguió siendo una persona a la que le gustaba estar en casa, que evitaba las presentaciones de libros o las reuniones sociales.
-Y después se mudaron a La Boca, una casa que a Soriano le gustaba mucho...
-En la calle Del Valle Iberlucea, a unas cuadras de Caminito. Allí nació Manuel. Estuvimos diez años y nos hubiéramos quedado más, pero yo quería que Manuel fuera al Liceo Francés y quedaba muy lejos. A Osvaldo le gustaba La Boca. Salía a la calle y hablaba con todo el mundo, y con eso escribía sus notas, sobre todo las que hacía para Italia. Inventaba historias, claro, pero sus personajes surgían del barrio. Esa vida de barrio se perdió en Palermo, adonde nos mudamos después.
-¿Cómo era Soriano como padre?
-Tenía 47 años cuando nació Manuel y estaba con mucho miedo, como podrás imaginar. Pero fue sorprendente, porque perdió el miedo enseguida y se interesó mucho por su hijo. Cuando creció, le contaba cuentos casi todas las noches. Le preguntábamos a Manuel de quién quería una historia. Yo era incapaz de inventar y le leía, a veces en castellano y otras en francés. Osvaldo inventaba historias alocadas que a veces continuaba a la noche siguiente.
-¿Osvaldo era un tipo solitario?
-Sí, era muy solitario. Decía que nos llevábamos bien porque los dos éramos solitarios, y eso es cierto.
-¿Cómo se enteró de su enfermedad y cómo la asumió?
-Empezó en Francia, adonde había ido a terminar La hora sin sombra , con una tos y una dificultad para respirar. Cuando Osvaldo volvió, fue a ver al médico, que diagnosticó una neumonía. La dificultad para respirar siguió. Le hicieron unos estudios y fue a buscar los resultados con Pasquini Durán, porque yo estaba volviendo de Francia. Ya desde ese primer informe la cosa era grave. No se podía operar porque el tumor era demasiado grande y decidieron hacer quimioterapia. Eso fue muy duro. Él no quería que se supiera, sólo lo sabían unos pocos amigos: Pasquini, Tito Cossa, el Negro Juárez, que lo acompañaba al sanatorio. Osvaldo guardó el secreto unos meses. Después le bajaron las defensas, tuvo otra neumonía y se tuvo que internar.
-¿Cómo cambió su vida en esos últimos tiempos?
-Estaba muy cansado. Con las quimioterapias el cáncer se había reducido bastante, y los médicos decidieron operar. Antes de la internación, Osvaldo se puso a cambiar todo en el escritorio que se había hecho en la terraza y hasta compró una biblioteca, como preparando su vuelta. La operación salió bien, pero hubo una complicación posoperatoria. Fue todo muy rápido.
-¿Por qué decidiste volver a Francia tras su muerte?
-Al principio no sabía muy bien qué hacer. Pensaba quedarme, sobre todo por Manuel, que estaba en primer grado. Me decía que éste era el país de su padre, y pensaba que la parte argentina debía crecer en él más fuerte que la parte francesa. Fue Pasquini quien me dijo: "Tu hijo va a estar bien donde vos estés bien". Entonces fui a ver a un psicoanalista para que me ayudara y me dijo lo mismo. Así decidí volver a Francia.
-¿Y dónde viven hoy?
-Vivimos a 40 kilómetros de París, en un pueblito de dos mil habitantes que se llama Janville. Yo trabajo como enfermera en París, y el trabajo me mantiene activa. Manuel, que antes prefería vivir en un pueblo chico, ahora prefiere París, y cuando regresemos a Francia se va a instalar allí para estudiar.
-¿Cómo te gusta recordar a Soriano?
-Con su sonrisa. Cuando volvía a casa con su sonrisa.
Un porteño con acento francés
Manuel Soriano en Buenos Aires
A los 19 años, Manuel Soriano aún conserva en su rostro parte de ese parecido que era tan claro en las últimas fotos que se sacó con su padre, a quien perdió cuando tenía seis años y hoy reencuentra en sus libros y en sus propias memorias de infancia.
Manuel nació en Buenos Aires y habla un español muy correcto y con acento francés. Desde hace diez años vive con su madre en Francia, aunque está recién instalado en su departamento de soltero en París. Egresado de la Ecole de Roches de Normandía, en estos días se prepara para el difícil ingreso en el Institut de Sciences Politiques de París; otra alternativa, cuenta, es inscribirse en las carreras de Filosofía e Historia de la Sorbona.
Durante la entrevista sigue las respuesta de su madre con atención y se sorprende con algunos recuerdos. "¿Lograban descansar acostándose tan tarde?", pregunta muy serio cuando Catherine recuerda que, en los años de exilio, ella y Soriano se iban a dormir recién cuando empezaba a despuntar la luz del día. Sin embargo, termina reconociendo que cuando está de vacaciones y no tiene la obligación de levantarse temprano, también él se vuelve habitante de la noche y se acuesta a las 4 o las 5 de la mañana.
Rescata imágenes y recuerdos. "Solía estar con mi padre por la tarde, cuando volvía del colegio y lo encontraba frente a su mesa de trabajo o leyendo el diario -dice Manuel-. Jugaba bastante conmigo. Cuando era muy chico, me gustaba jugar con él a las peleas. ¿Fútbol? No tanto. Y él se enojaba un poco cuando yo no quería jugar a la pelota."
Manuel ríe cuando cuenta que, de chico, repetía en el colegio las historias desorbitadas que su padre le contaba por las noches, antes de irse a dormir: la maestra y sus compañeros lo trataban de mentiroso.
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