jueves, 18 de septiembre de 2014

Cien años de Adolfo Bioy Casares

Domingo, 14 de septiembre de 2014
Tapa libros

UN ARGENTINO EXQUISITO

Adolfo Bioy Casares fue parte del corazón de la literatura argentina del siglo XX, llevando adelante una obra que desde La invención de Morel abrió caminos imaginativos nunca transitados hasta entonces, permitiéndose una libertad narrativa que cimentó en novelas y cuentos que le valieron el Premio Cervantes en 1990 y el reconocimiento internacional. Muchas veces considerado a la sombra de Borges, su gran amigo, fue parte de los grandes mitos de la elite, casado con Silvina, la menor de las hermanas Ocampo. A cien años de su nacimiento –el 15 de septiembre de 1914–, Radar le rinde homenaje con un necesario y cada vez más justo regreso a Bioy.

Por Fernando Bogado
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En términos de literatura argentina, la modestia parece ser la moneda corriente de los mejores escritores que han tenido estas pampas –terriblemente urbanizadas, si viene al caso–. Hay ejemplos que son evidentes: a José Hernández se lo comió Martín Fierro, hasta el punto de que el poema circula como una obra dictada por el ser mismo de lo argentino antes que por un político que tenía la clara intención de denunciar la administración tanto de Mitre como de Sarmiento a través de un panfleto rimado rápidamente entendible por la masa. La observación no es original: Jorge Luis Borges, cultor también de la modestia, cuando no del pudor criollo, insistió con esta idea de la invisibilidad necesaria de Hernández en más de un prólogo, mofándose inclusive de lo escueto que sería armar una biografía de don José. No podemos decir que de Adolfo Bioy Casares no se pueda decir nada, o que su biografía ocupe más o menos la misma cantidad de escuetas líneas que la de Hernández, pero sí podemos sostener que durante mucho tiempo su figura se ha visto opacada por la recepción y trascendencia que ha tenido la obra de su amigo y colega íntimo por sobre la suya. Podríamos decir que su modestia es tanto una elección personal, un acto de prudencia propio de la vocación literaria, como la más clara consecuencia de esa posición subalterna impuesta por el actual canon nacional.

UNA SOCIEDAD DE ESCRITORES

La propia historia de escritor de Bioy parece alterarse tras el encuentro con Borges, un poeta que, al momento de verse por primera vez en la casa de Victoria Ocampo, en 1931, ya carga con el título de “ilustre”. En su haber, el joven Borges tenía algunos textos fundamentales de su producción –los poemarios Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín– y otros libros que luego negaría: Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza. También Evaristo Carriego. Bioy se vería desbordado por alguien que sabía que lo que hacía estaba bien, alguien que manejaba de manera medida todo un arsenal retórico no sólo para escribir, sino para expresar sus opiniones en el diálogo corriente, un verdadero estratega de la palabra: un escritor paciente. No por nada la figura retórica preponderante tanto en los diálogos como en la narrativa de Borges es el epigrama, figura que consiste en expresar con justeza y elegancia un pensamiento. Digamos, una forma definitiva de cerrar cualquier tipo de discusión. De ese primer encuentro, de esa primera conversación recuperada tiempo después en un artículo y luego en diversos libros memorísticos, Bioy recuerda la manera implacable en que, con una sola pregunta, todas las aspiraciones literarias de Adolfito cambiarían para siempre: “¿A quién admirás, en este siglo o en cualquier otro?”, pregunta Borges, y espera. El joven Bioy da una serie de nombres usuales para lo que en el momento se consideraba literatura de avanzada, como Gabriel Miró o Joyce: elípticos, fragmentarios, vanguardistas. Borges remata, epigramático, con respecto a Joyce y a tantos otros nombres con los que los jóvenes se llenaban la boca: “Claro. Es una intención, un acto de fe, una promesa. La promesa de que les gustará cuando lo lean”.
De las obras previas al conocimiento de Borges, nos quedan algunas referencias que Bioy hacía cada tanto para explicar los motivos de su lograda paciencia frente a la escritura de una obra literaria: Prólogo (1929), corregido por su padre, Adolfo Bioy; 17 disparos contra lo porvenir (1933), Caos (1934), La nueva tormenta o La vida múltiple de Juan Ruteno (1935), La estatua casera (1936) y Luis Greve, muerto (1937). Sobre el final de esta lista, en 1935, ambos comienzan una colaboración literaria antológica disparada por la redacción en conjunto de un ya legendario folleto de La Martona dedicado a ensalzar las bondades de la leche cuajada. En ese proceso de escritura aparecen los argumentos de varias historias por venir, como las firmadas por H. Bustos Domecq. La invención de Morel aparece cinco años después de la creación oficial de esta sociedad de escritores: si el primer Bioy se reconocía como admirador de la prosa explosiva de los escritores de entreguerras, en esta breve novela lo que tenemos es un estilo mucho más cercano al de Borges, medido, puntilloso, tratando de evitar todo patetismo y concentrado en presentar una “trama perfecta”, tal como declara el prólogo de su amigo, para muchos críticos, mejor que toda la novela. Y es que en esa obra ya se mostraba el complejo ordenamiento de la obra de ambos: lo que a Bioy le costaba varias páginas resolver, Borges (epigramático) lo liquidaba en tres, repaso de la literatura occidental mediante. Pero la victoria de Bioy fue precisamente ser un poco más farragoso que Borges: por la extensión, tenía que concentrarse más en los aspectos psicológicos, pasionales de los personajes, los cuales se ven comprometidos en una historia romántica, por caso, ya presente en La invención de Morel con el drama de Faustine y el narrador tratando de concretar un amor imposible. Ese componente sentimental, patético, al propio Borges le hubiese resultado inabordable.

BIOY ESTA FELIZ

Tras el fallecimiento de Borges, en 1986, la obra de Bioy Casares comenzó a despegarse lentamente de la sombra de su amigo para comenzar a tomar vuelo propio. Bajo el eufemismo de “el mejor de los escritores argentinos vivientes” (sic), se volvió a leer su narrativa y a sopesar su aporte a las letras nacionales. Y es que, aunque invisible, la prosa de Bioy se soltó de las ataduras borgeanas que todavía lo restringían en La invención de Morel y comenzó a desarrollar un estilo singular, patente en sus mejores obras, como El sueño de los héroes (1954), Dormir al sol (1973) o Aventuras de un fotógrafo en La Plata (1985). Es, sobre todo, en la primera de estas novelas en donde se empieza a notar el oído que tiene para el diálogo cotidiano, para incluir el tono de lo rutinario y sacar de él los elementos necesarios para la trama maravillosa. El cenit de esa captura, de esa atención por el uso de las palabras, llegaría con el increíble Diccionario del argentino exquisito, editado por primera vez en 1971 y cuya versión final vio la luz en 1998, un reservorio de voces entre cotidianas y alucinantes.
Toda esa nueva atención que su nombre empezaba a recibir culminaría en el Premio Cervantes de 1990, galardón que también sirvió para que ocupara nuevamente un lugar en la prensa escrita y televisada y para que más de un flamante escritor se pronunciara a favor de su estilo y, sobre todo, de su modo de encarar la escritura. Rodrigo Fresán, por caso, en varias entrevistas de los primeros años de los ’90, aseguraba que la prosa de Bioy era alegre, liviana, y que eso era un modelo alternativo a la figura del escritor triste y melancólico que ve en la escritura un acto de sufrimiento (Sabato, bah).
Fallecido Bioy en 1999, su obra estaría signada nuevamente por el fantasma Borges ahora que ambos ocupaban la misma condición de dos-grandes-escritores-argentinos-muertos. Relegado a ser apenas un nombre dentro del inmóvil canon de secundario, La invención de Morel pasaría a ser su obra más renombrada tanto por ser leída en las escuelas de nivel medio como por aparecer como referencia geek en más de una serie de culto masivo (permitámonos el oxímoron): el personaje de Sawyer de Lost leyendo esta novela de Bioy en algún que otro capítulo tuvo su anecdótica pequeña cuota en el embalsamamiento de la obra del escritor.
El punto más alto de esta paulatina desaparición / reaparición es tal vez la edición de fragmentos de su diario personal aparecidos con el elocuente título de Borges, como si todo lo que importara de la propia intimidad de su diario fuera la mención de las ocurrencias de un Jorge Luis desatado, que mezcla insultos y oscuras intenciones con sentencias lapidarias (y formidables, y exquisitas: un notable placer culposo de cualquier lector). Seis años después por fin vería la luz la edición que Bioy Casares se merecía, con la aparición del primer tomo de sus Obras completas en Emecé, todo al cuidado de Daniel Martino.
Feliz, simpática, satírica, irónica, ligera, la prosa de Adolfo Bioy Casares parece dueña de esa risa que celebra el ingenio verbal y que se entrega a las más diversas ficciones con el objetivo de participar de un juego intelectual. Bioy Casares es un auténtico dandy literario, cultor de una lengua (letalmente) fina, inventor de tramas pero, a diferencia de Borges, abierto a lo expresivo, a lo intempestivo (¿herencia de ese gusto inicial por la vanguardia?). Frente al modelo parco, pero también frente a la idea de que el escritor no puede tener una vida aventurera –en todos los sentidos del término, sentidos que Bioy supo explorar–, la obra y la figura de Adolfo Bioy Casares tal vez está a punto de conocer su momento de mayor gloria, leído completo, sin sombras que se proyecten y con el grado justo de autonomía e independencia que su obra se merece. Modestia aparte, claro.

EL CIELO DE LA CONCIENCIA

Por Juan Ignacio Boido
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ADOLFO BIOY CASARES EN 1937.
Hace años, una madrugada caminando por la barranca del Botánico, un amigo me decía que la mejor novela argentina le parecía El sueño de los héroes: “En un país tan cuentista, Bioy escribe una novela sobre un hombre tratando de recordar un cuento”. Es cierto, pensé entonces. Y es cierto, pienso ahora. Poco importa si es la mejor. Hay algo acertado en aquella máxima trasnochada: esa novela de Bioy tiene un tema, y su tema parece ser el tema de la literatura argentina. ¿Qué es lo que pretende recuperar Emilio Gauna a lo largo de tres días y tres noches de 1930? La brumosa y remota noche en que vislumbró ser un hombre valiente. Tres años de tormento abrazando el amor cotidiano de Clara lo deciden a convertir el carnaval en un laberinto alcohólico en cuyo centro, un claro de noche en los bosques de Palermo, abrazará su destino sudamericano en el baile macabro del duelo a cuchillo. La trama, que Borges llamó “la historia más linda del mundo”, efectivamente tiene todo para aspirar a ser la mejor novela argentina: su tema, la nobleza del coraje como destino, la vuelve finalmente la novela borgeana que Borges, arquitecto y centro del laberinto literario argentino, nunca escribió, a la vez que incluye en su centro un relato que sí. Con ese título, publicada en 1954, El sueño de los héroes suma a las reescrituras gauchescas y compadritas con que Borges fundó la literatura argentina tal como la conocemos, los ecos de un antiperonismo de época, que juntaba coraje para animarse.
No era la primera vez que Bioy exponía, con elegancia alegórica, los estertores de su clase. Casi quince años antes, en La invención de Morel (1940) le construía su mejor monumento: un museo vacío. En las primeras páginas, un fugitivo de la Justicia llega a una isla desierta para descubrir que en ese paraíso se alzan con inquietante tristeza una serie de construcciones y una mansión abandonadas. Pero un día, ese hombre solo siente que ya no lo es más: algunos atardeceres, la terraza de la mansión comienza a poblarse con los invitados a una fiesta esplendorosa. Noche tras noche, el fugitivo los ve llegar, los observa, escucha sus conversaciones, los espía, los acecha. Obsesionado por ellos y por la magnética Faustine, descubrirá que fue otro quien filmó esa ceremonia espectral y que complejos mecanismos, encendidos por la crecida de las mareas, la proyectan sobre las ruinas de la mansión, en una celebración eterna que él puede presenciar, pero a la que nunca puede pertenecer.
Envuelto en el fantástico racional británico de H.G. Welles & Co., Bioy despliega una trama que Borges denominó “perfecta”, y que vista desde hoy funciona como el aleph de las premoniciones tecnológicas: el cine 3D, la realidad virtual y hasta las narraciones holográficas como Lost, en la que llegó a aparecer un ejemplar de la novela en manos de uno de sus protagonistas. La literatura es, sobre todo, lo que podemos leer en ella. En esos encuentros intrigantes que Faustine repite noche tras noche con un desconocido se respiran la trágica liviandad de El gran Gatsby y la morosa eternidad de El Gatopardo. Pero también, en esas fiestas espectrales de Morel, se puede leer la melancolía y el absurdo de una clase condenada a repetir orgullosamente sus rituales incluso después de su propia extinción. La mansión de Morel quizá sea el lugar en que los libros de Bioy se saluden, desde lejos, con los de Mujica Lainez, dos hijos dilectos de una estirpe que despiden cada uno a su manera.
En una literatura argentina que batalla una y otra vez contra la idea de novela (Borges que se niega a escribirla, Arlt que arma El juguete rabioso como una suma de episodios en la vida de Silvio Astier, Rayuela y Adán BuenosAyres orgullosos estandartes del experimento y la antinovela, e incluso Sobre héroes y tumbas hecha de relatos y novelas incrustadas unas dentro de otras), Bioy va publicando pequeñas novelas clásicas que encuentran en su tema el modo de dialogar con la época.
Ambientadas siempre un par de décadas en el pasado, a veces ese diálogo pareció suceder en voz baja. Plan de evasión (1945), ubicada en otra isla del mismo Caribe, fue recibida tibiamente. Hoy todavía tiene mucho que decir de las colonias, de las técnicas regenerativas del sistema penal, de las enfermedades neurológicas que explora Oliver Sacks, de los experimentos en las neurociencias que hacen del cerebro la próxima frontera. También, de paso, habla de Conrad, Poe, Welles y la ciencia ficción clase B.
En otros casos, la recepción tardó menos y se oyó más, como en Diario de la guerra del cerdo. Ambientada en los años ’40 del gobierno de Farrell y publicada poco después del Mayo Francés, la guerra generacional que los jóvenes desatan contra los viejos sin razón aparente pudo ser leída como una respuesta conservadora a las revueltas estudiantiles y las guerrillas latinoamericanas. Hoy, cuando aquellos viejos murieron, cuando aquellos jóvenes ya son viejos, cuando pasó el punk y pasó la revolución, la historia del jubilado Isidro Vidal es también reflejo de las noticias sobre viejos torturados y asesinados con saña en robos absurdos de la provincia, de la juvenilia perenne que signa la ideología contemporánea, del lugar de “retirados” al que los relegamos, de la invisibilidad de la muerte, de la soledad en la que se van internando los que van quedando.
Cuando tuvo que elegir una de todas sus novelas, Bioy no dudó: “Si los libros fueran casas, me gustaría irme a vivir a Dormir al sol”. No es lo que se dice elegir una casa alegre. ¿Cómo puede serlo la casa familiar donde Lucho Bordenave ve a su mujer –hermosa, depresiva, tiránica, celosa– internada en un Frenopático, sin más explicaciones que las sinuosidades del director del instituto, un tratamiento difuso, un diagnóstico reservado y un desfile de personajes familiares en el barrio convertidos en siniestros sospechosos? Dormir al sol (1973) es una novela del matrimonio, de las crisis matrimoniales y del incomprensible hilo que mantiene unida a las parejas; también es una novela sobre el tráfico de almas y el robo de cuerpos; y también puede ser una delicada alusión a ese fenómeno que tanto impacto tiene entre los lectores argentinos y tan poco en esta literatura: el psicoanálisis. ¿No es maravilloso que una esposa emprenda un tratamiento y, al cabo de él, sea el marido quien pida el divorcio? ¿No es de una inmensa tristeza que el marido prefiera convencerse de que el alma de su esposa ha migrado al de una perra adorable sugestivamente llamada como ella, a aceptar que ahora esa mujer es una extraña? ¿No es todavía más triste que, incapaz de aguantarlo, se someta a la misma internación para ver si la vuelve a encontrar del otro lado del tratamiento?
Violentas, políticas, compadritas, clínicas, científicas, íntimas, todas las novelas de Bioy buscan recuperar algo: algo que perdimos, algo que conocimos en un sueño, algo que olvidamos, algo que tuvimos. No es casual que casi ninguna le niegue a su protagonista en las últimas páginas pronunciar el nombre de la mujer que ama, y de la que se han alejado por la aventura de la trama hasta convertirse apenas en un nombre remoto o un recuerdo difuso. Irene en Plan de evasión, Clara en El sueño de los héroes, Diana en Dormir al sol, Nélida en Diario de la guerra del cerdo, pero sobre todo Faustine, la eterna, hermosa e indiferente proyección de Faustine de Morel, que a diferencia de Beatriz a Dante, ni siquiera le regala una última sonrisa antes de fundirse para siempre en el Paraíso de la eternidad.
“¿De qué me servía hacer grandes cosas si la pasaba mejor contándole a ella lo que haría?”, confiesa Jay Gatsby en la novela de Fitzgerald.
El fugitivo de Morel no tiene la misma suerte. Muere implorando “al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso”.
En una literatura cuentística, Bioy escribe una novela sobre un hombre que implora que alguien escriba el relato de su amor en la novela en la que muere.
Ese es el sueño de ese héroe.

UNA VIDA DE BIÓGRAFO

Por Alan Pauls
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BIOY CON SUS PERROS DRAGON Y AYAX EN SU ESTANCIA RINCON VIEJO.
En una antología de citas publicada a fines de los ’80, uno de esos libros razonados, alfabéticos, que matan al escritor más vital, un apartado enumeraba, bajo el título “Bioy y el cine”, las preferencias cinematográficas del autor de El sueño de los héroes. La lista, elaborada a partir de papeles privados y declaraciones a la prensa, era tan ecléctica como sus fuentes. Incluía, entre otros, los films Nuestra hospitalidad (Buster Keaton) y La diva del teléfono blanco (Dino Risi), La fiesta de Babette (Gabriel Axel) y Ese oscuro objeto del deseo (Luis Buñuel), Los últimos días de Oblomov (Nikita Mijalkov) y Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar), Vivir al revés (Alain Jessua) y La rodilla de Clara (Eric Rohmer), “algún film de Lubitsch” y Furtivos (José Luis Borau), Senso (Luchino Visconti) y El último deber (Hal Ashby).
En la nómina confraternizan clásicos y novedades, obras académicas y osadías, pecados de juventud y furores de moda, cine industrial y films de autor, éxitos de boletería y obras maestras desconocidas, comedias y melodramas, piezas únicas y bodrios en serie, talento sublime e indigencia sin remedio. Como el ABC de Adolfo Bioy Casares reclutaba títulos, no argumentaciones, no hay modo de saber en virtud de qué lógica, en la pantalla mental de Bioy, Visconti se codeaba sin mosquear con Luigi Magni, Rohmer se resignaba a la compañía de Jessua y Buñuel toleraba a Ettore Scola. Puede que Bioy, en el fondo, no tuviera nada que argumentar y que, obligado a hacerlo, se hubiera limitado a encoger los hombros y suspirar un “qué se le va a hacer”, signo de esa mezcla de indolencia y culpa simulada con que los espectadores comunes, acorralados por los que se jactan de no serlo, confiesan que hacen las cosas sin ninguna razón especial, porque sí. Pero ¿es posible que Bioy fuera un espectador común? ¿Es posible que el autor de La invención de Morel no tuviera criterio cinematográfico?
¿Y por qué no? ¿Qué criterio podía tener un escritor que era puro gusto; es decir, en más de un sentido, pura indiferencia? Bioy inventó el invento de Morel –una máquina, un mundo, un mundo fuera del mundo– y después se acostó a descansar, como quien extenúa de un saque todas las posibilidades de la excepción. Siguió escribiendo, pero ya no interesado por la excepción sino por el lugar común. Y se convirtió en eso: un erudito de lo baladí (un título que Cortázar quiso discutirle en Los premios, aunque sin éxito). Alguien que no piensa renunciar por nada del mundo a la fluidez, la facilidad, la naturalidad líquida con la que se deslizan las cosas y los seres y los hechos sin relieve. Y “por nada del mundo” quiere decir: por ningún criterio particular. De ahí, sin duda, su defensa de la posición del espectador común. De ahí, también, que Bioy –una vez más– no fuera Borges. Borges era puro criterio, incluso –o sobre todo– cuando elegía lo peor. Como todos los perversos, sabía muy bien lo que quería: Von Sternberg, el cine de gangsters, el western. Es decir, la épica, pero ante todo la narratividad compulsiva del medio, el cine como ese imaginario de masas en el que narrar aparece por fin como una fuerza desnuda, soberana. Era imposible que el Bioy despreocupado, intermitente, general, irresponsable –el Bioy mandarín de lo banal–, comulgara con semejante sistema de escrúpulos y obligaciones.
No es la aplicación de un dogma lo que ofrece el parnaso cinematográfico de Bioy: son las secuelas erráticas de accidentes irregulares. El emporio de la contingencia. Bioy citó a Luigi Magni porque le gustó una furtiva actriz secundaria de la película; a Oblomov porque en su abrigada pereza rusa vio retratada su propia indolencia; a Laurel & Hardy por la regocijante inocuidad de sus chambonadas; a Rohmer por el sex appeal de sus muchachas en flor; a Maurice Dugowson (¡Maurice Dugowson!) porque esa tarde las butacas y la calefacción le resultaron particularmente amigables; a los hermanos Taviani porque los aprovechó para besuquear a la señorita que lo acompañaba; a Lindsay Anderson porque...
Pero ¿qué importa por qué? El mandarín de lo banal es un hedonista, y al hedonismo la congruencia lo tiene sin cuidado. Incluso la que establece el gusto. Por eso Bioy no tuvo un gusto sino muchos, fiel a ese donjuanismo que no se contentaba sólo con regir su política amorosa. No lo atrajeron las categorías –como a Borges– sino los particularismos, esa constelación de casualidades que arma, de golpe, el aura de una experiencia de placer: una imagen en una pantalla, sí, pero también la sensación afelpada que la alfombra de la sala comunica a la planta de los pies, las estrellitas falsas que han pintado en el techo, la hora en que decide enterrarse en la oscuridad de un cine, el perfil lascivo descubierto una o dos filas más adelante, los apellidos graciosos, tan argentinos, que saltan a la vista en el programa de mano, el ánimo con el que sale a la calle...
La relación que Bioy tenía con el cine era vulgar, relajada, completamente inespecífica. Iba al cine igual que Emilio Gauna, el personaje de El sueño de los héroes, con su novia Clara: como quien mordisquea sin mayor atención el snack particularmente satisfactorio que el mundo pone al alcance de sus habitantes para tirarse a descansar un rato. Así iba. Pero ¿cómo salía? Porque esa displicencia de espectador común, contraria a la actitud principista de Borges, no lo ponía en una posición de seguridad. Antes que inmunizarlo, lo volvía débil, vulnerable, como si el snack, después de un rato, empezara a producir un extraño efecto secundario. Para el costumbrista sin freno que era Bioy, el cine era básicamente algo que desteñía: una experiencia sensible, extremadamente detallada, capaz de contagiar al espectador dichas y pesadumbres muy remotas. El sueño de los héroes: “Gauna salió con una sensación de recogimiento y de repugnancia que ni siquiera el regreso al mundo de afuera y la aspiración del aire de la noche atenuaron. Con vergüenza comprobó que estaba asustado. Le parecía que todo, repentinamente, se había contaminado de penas y de infelicidades y que no podía esperarse nada bueno”. Para Bioy, el cine no es un arte; es una fenomenología anímica.
¿Por qué esa experiencia es básicamente de desdicha? ¿Por qué salir del cine, en Bioy, siempre es exponerse al desamparo de una noche doble? El mismo Bioy arriesgó una respuesta: “Las películas y los recuerdos se combinan con la nostalgia admirablemente, como si fueran del mismo material”, dijo una vez. “Siento que el cine tiene un fondo parecido a la memoria”, dijo otra vez. Son las respuestas comunes del espectador común que era Bioy, apenas condimentadas con una pizca de sofisticación. Y el tipo de ideas sobre el cine y la fenomenología cinematográfica que exige su obra, tan atravesada por la experiencia de la pérdida y la desaparición. El cine hace algo con el tiempo; sin duda lo hace pasar, pero también lo anticipa, lo acelera y lo archiva. Gauna lee en una película que ve, titulada El amor nunca muere, un comentario oblicuo sobre la insatisfacción de su propia vida, como si las imágenes fueran notas al pie de su insignificante destino sentimental. Pero la película lo afecta en tres sentidos al mismo tiempo: es contemporánea de su presente (le muestra lo que le está pasando); es profética (le muestra lo que le va a pasar); es histórica (le muestra que todo lo que le está pasando y le va a pasar ya ha pasado, ya es pasado, ya tiene la palabra fin inscripta en alguna parte). He ahí el quijotismo potenciado, la formidable capacidad de bovarización que Bioy nunca deja de reconocerle al cine, punto clave de su fenomenología anímica: para el espectador común (Alonso Quijano, Emma Bovary, Emilio Gauna, Bioy mismo), el cine es reflejo, oráculo y archivo, todo al mismo tiempo y en un solo tiempo, el presente puro de la proyección. Así, la experiencia del cine, de ir al cine pero también, y sobre todo, de salir de él, es la experiencia misma de la nostalgia. El que sale del cine es el que regresa del más allá; ha visto desfilar toda su vida delante de sus ojos, como dicen que sucede en el instante antes de morir, y ya no tiene lugar en este mundo.


LA INVENCIÓN DEL AMOR

Por Mariana Enriquez
Bioy se casó con Silvina Ocampo en 1940, el mismo año en que publicó La invención de Morel. Llevaba varios años dando tropiezos con novelas fallidas que nunca quiso reeditar y también llevaba años en pareja con la menor de las Ocampo: convivían en la estancia de los Bioy en Pardo, Las Flores, la estancia Rincón Viejo, donde Silvina también escribió su primer libro de cuentos, Viaje olvidado, publicado en 1937, y donde empezaron las colaboraciones de Bioy y Borges.
El casamiento fue repentino, sin fiesta ni luna de miel ni el evento social previsible teniendo en cuenta los apellidos de los novios. Borges fue uno de los testigos; Silvina mandó dos telegramas para anunciar la boda: a Pepe Bianco, su amigo, le escribió uno juguetón: “Beaucoup de mairie, beaucoup d’église. Don’t tell anybody. What verano”. A sus hermanas Victoria, Francisca y Rosa les mandó uno conjunto que decía: “Caséme con Adolfito. Besos. Silvina”. Ella le llevaba once años a Bioy y el romance estaba adornado de muchos rumores. El más jugoso había sido maliciosamente paladeado en los salones de Buenos Aires gracias a la filosa lengua del dandy Arturito Alvarez: él diseminó que Marta Casares, madre de Bioy, estaba enamorada de Silvina y para tenerla cerca con una excusa verosímil, promovió que su hijo se casara con ella. Por supuesto, ni Bioy ni Silvina jamás se refirieron a este chisme. Pero sí hablaron varias veces de su primer encuentro con mucho candor, especialmente Bioy, que en el documental para televisión Las dependencias (1999) le contaba a la directora Lucrecia Martel: “Mi madre y mi padre eran amigos de las Ocampo y yo las conocí a todas menos a Silvina. Mi madre me dijo: ‘Tenés que conocerla porque es la más inteligente de las Ocampo’. Silvina vivía en el departamento de la calle Posadas con su madre. En cuanto la vi a Silvina me enamoré. Fue un flechazo. Ella tenía un estudio de pintura en el piso superior y me invitó a subir para hablar más tranquilos. Yo me sentía tan atraído por ella que, sin haber cambiado muchas palabras, allí mismo en el ascensor la abracé y la besé. Me aceptó desde ese momento. Lo que fue un gran disgusto para mis padres, que me querían casado con una señorita de mi misma edad o un poco menor, Silvina era mayor que yo. Lloraron y todo, pero después se les pasó el disgusto y se hicieron amigos de Silvina”.
Desde entonces, desde ese casamiento tardío y modesto, se los conoció como “los Bioy”, una entidad de dos cabezas en la que él era la amabilidad, la corrección, el talento inteligente y Silvina la extravagancia, la gracia, la literatura riesgosa. Vivieron la mayor parte de sus vidas adultas en el magnífico departamento de la calle Posadas que, en los últimos años, estaba atacado de humedad y acumulación. Pasaban los veranos en Villa Silvina, la casa de Mar del Plata, justo enfrente a la de Victoria Ocampo. Eran rutinarios, austeros, discretos. No hacían fiestas ni daban grandes comidas: apenas invitaban, por la noche, a pequeños seleccionados de amigos que casi siempre incluían a Borges. Viajaban poco y, como pareja, siempre en barco: Silvina Ocampo nunca se subió a un avión. Se acostaban temprano: a Bioy lo deprimía trasnochar. Iban al cine. Sus comidas eran como de hospital: parcas, hervidas y sin sabor. Algunas famosa y espectacularmente desabridas, cuando no imposibles de tragar.
Se sabe que fue Silvina quien empujó a Bioy hacia la literatura cuando él casi se había dado por vencido después de tantos intentos flojos; fue Bioy quien, después de elogiarle el poema “Enumeración de la patria” convenció a Silvina de dejar la pintura y dedicarse a escribir. Escribieron muy poco en colaboración, sin embargo: seleccionaron juntos –con Borges– la Antología de la literatura fantástica (1940) y la Antología poética argentina, (1941) pero a cuatro manos solamente encararon Los que aman, odian (1946), novela policial de enigma con niño malvado, certera marca ocampiana, incluido. Los que aman, odian se escribió en un par de meses, en Mar del Plata; todos los escenarios del thriller son marinos: los cangrejales de la boca del Río Salado, un hotel parcialmente sepultado por una tormenta de arena, referencia al Hotel Ostende, las playas por las que andan perezosamente las señoritas protagonistas. Escribe Bioy en el breve prólogo a Los que aman, odian de Emecé: “El método de trabajo fue muy parecido al que empleábamos con Borges: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Quisiera agregar que nunca hubo una discusión ni una pelea, ni con Silvina ni con Borges. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase para el texto y la aceptábamos sin discusiones... En cuanto a la originalidad de la novela, sólo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella. La verdad es que lamento no haber escrito otro libro con Silvina”. Cuando se publicó, nadie, absolutamente nadie, reseñó Los que aman, odian, precursora de la novela policial argentina.
Aunque no volvieron a escribir juntos, se leyeron mutuamente durante toda la vida. Bioy era el primer lector de Silvina. Ella decía: “En general, sigo sus observaciones pero a veces, cuando me dice que debería eliminar un pasaje, o contar algo de otro modo, lo dejo tal cual y a menudo tengo razón”. Entre los papeles de Silvina, en sus borradores, hay muchas sugerencias de puño y letra de Bioy; casi siempre son de forma y estilo, casi nunca de contenido. Es cierto que a él lo escandalizaban ciertos cuentos retorcidos de Silvina, pero ella parecía divertirse de su incomprensión. Bioy también confiaba en ella como lectora: “No he abusado de la proximidad de Silvina, pero no he publicado nada sin mostrárselo”, decía. La elogiaba poco, mejor dicho, con medida. Pero cuando lo hacía, era certero: “Silvina escribía como nadie en el sentido de que no se parece a nada de lo escrito y creo que no recibió influencias de ningún escritor. Su obra parece como si se hubiera influido a sí misma”.
Pero no fue su vínculo como escritores el que los hizo famosos y objeto de curiosidad y fascinación: fue la relación vagamente decadente, los murmullos sobre aquella sobrina, Genca, que se llevaron en barco a Europa y fue amante de los dos, la supuesta bisexualidad de Silvina, la reconocida voracidad de Bioy. Fueron los romances de Bioy con amantes desconocidas y famosas, desde Elena Garro hasta María Teresa, una mujer misteriosa que aceptó ser la madre biológica de Marta, la hija de Bioy y Silvina, luego adoptada legalmente. Los amigos vivos de la pareja tienen diferentes opiniones sobre esta intimidad imposible de develar. Para algunos, era una especie de pareja abierta sin rótulo explícito: el propio Bioy contó, después de la muerte de Silvina, que ella también tenía sus romances. Para otros, a Silvina le importaba, pero no mucho: cierta vez, cuentan, encontró a Bioy besándose apasionadamente con una de sus amantes en el departamento de Posadas y le habría dicho, antes de cerrar la puerta: “Adolfito, por favor no tanto”. Y están quienes sostienen que ella sufría mucho, que temía ser abandonada.
El pico de la angustia de Silvina está simbolizado por el sillón que puso junto a la puerta del departamento: ahí se sentaba a esperar el regreso de Bioy, todos los días. A Jovita, su empleada, le decía: “Soy la guardiana de la puerta”. Silvina escribió un poema sobre esas noches de inquietud, “Espera”: “Cruel es la noche y dura cuando aguardo tu vuelta/ al acecho de un paso, el ruido de la puerta/ que se abre, de la llave que agitas en la mano/ cuando espero que llegues y que tardas tanto./”. El soneto “Amor” abre una interpretación en otra dirección, la de un amor menos demandante, más complejo: “Jamás llegar por nada a concederte/ la tediosa y vulgar fidelidad/ de los abandonados que prefieren/ morir por no sufrir, y que no mueren”.
En sus textos autobiográficos, las Memorias de 1994, el diario Descanso de caminantes de 2001, la crónica Unos días en Brasil (reeditada en 2010) y Borges, Bioy Casares siempre se refiere a Silvina Ocampo de forma casual, simpática, doméstica, casi no hay referencias cariñosas o románticas a su mujer. Aunque siempre es afectuoso, nunca escribe como un hombre enamorado. Pero en las Memorias reconoce ese amor a su manera, pudorosa, un tanto oblicua. Escribe: “A veces me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó: ‘Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres, pero has vuelto siempre a mí. Creo que es una prueba de amor’.”

El texto que osvaldo soriano escribió cuando a bioy casares le otorgaron el premio cervantes

DURMIENDO AL SOL

Por Osvaldo Soriano
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Se debe morir de risa, Bioy, ahora que todos se lanzan al elogio y la idolatría. El, que es tímido y despistado, ni siquiera sabía que existe el Premio Cervantes. Le avisaron que lo había ganado mientras dormía cubierto con su poncho en una pieza del hotel, allá en Madrid. Ya los franceses le habían dado la Legión de Honor y los porteños lo habían nombrado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires, pero, como ha escrito Vlady Kociancich, hasta ahora se lo había “leído y elogiado en silencio”.
El Premio Cervantes tiene por lo menos dos ventajas sobre todos los otros: siempre lo ganan los grandes y se lo llevan por razones estrictamente literarias. Pero también tiene un inconveniente: hay que llegar a viejo –pasar los setenta es aconsejable– para que el rey Juan Carlos se decida a reconocer el mérito. Esto excluye a casi todos los fumadores y borrachos empedernidos, salvo Juan Carlos Onetti, que es inmortal.
Bioy Casares ha escrito decenas de cuentos tan inolvidables como “El perjurio de la nieve” y “El atajo” y por lo menos cuatro novelas que quedan como clásicos de la literatura de este siglo: La invención de Morel, El sueño de los héroes, Plan de evasión, Diario de la guerra del cerdo y mi preferida, Dormir al sol.
Si se lo ha leído en silencio, se lo edita en secreto: la semana pasada me fue imposible conseguir Plan de evasión en cinco librerías de la calle Corrientes. En la más grande sólo tenían Dormir al sol –dos ejemplares– y La aventura de un fotógrafo en La Plata. Todavía se consigue sin caminar mucho el Diccionario del argentino exquisito y unos pocos ejemplares de La invención de Morel. Que yo sepa, no hay ningún ensayo editado sobre su obra; sólo libros de reportajes y el muy meticuloso ABC de Daniel Martino.
De todos los novelistas argentinos, Bioy es el que tiene la obra más vasta y perdurable. Los críticos lo ponían a la sombra de su amigo Borges, y como Bioy Casares detesta mostrarse y hablar de sí mismo, el reconocimiento le llega tardío, un poco ridículo para quienes lo pronuncian. Cuando publicó la exquisita Aventuras de un fotógrafo... hubo, incluso, algún joven crítico que le dio consejos sobre el arte de escribir. Suele suceder: en un país donde muchos charlatanes que detestan la literatura se creen tocados por el genio de Bernhard, los cuentos y las afirmaciones de Bioy suenan a fantásticos: “El encanto de la novela es que existan personas reales pero sin embargo inventadas, el encanto de que uno conviva con ellas”, decía en 1976. Y también, en 1978: “Nada es indispensable, salvo que el escritor sea humilde y trate de que la lectura sea entretenida”.
Con declaraciones como ésas sólo el valeroso rey de España podría premiarlo. Más grave aún: “En cuanto a las novelas que parecen anunciar el fin de la novela, yo creo que más bien anuncian un justificado cansancio por la tesonera y poco sutil busca de originalidades que empezó con el dadaísmo y con el surrealismo. Algún día tendrá que morir esa longeva modernidad”.
Al recorrer la recopilación de Daniel Martino, cualquiera se da cuenta de hasta qué punto Bioy les cae pesado a quienes manejan el ilusorio poder de la República de las Letras. Por fortuna ahí están sus cuentos y novelas traducidos a dieciséis idiomas de difícil conquista. Por escritores como Bioy el director de Libération, Serge July, puede decir (La Nación del lunes pasado): “América latina no pesa en el mundo, por ahora es una potencia literaria. Se habla mucho de sus escritores. Ellos son los grandes hombres de América latina”.
Nada le cuesta más a un escritor argentino que reconocer los méritos de otro, sobre todo si está vivo y lo tiene cerca: no es casual que Roberto Arlt se haya muerto con fama de analfabeto y que sólo los talentos contemporáneos de Cortázar, Manuel Puig y Juan José Saer –que estaban o están lejos– ocupen las páginas de las revistas literarias y las cátedras de Letras; se admitió a Borges, claro, pero se decía de él que era un escritor extranjero, o del siglo XIX. Bioy Casares, que vive acá a la vuelta, ha sido un hueso duro de roer; La invención de Morel o Dormir al sol le habrían bastado a un escritor de Francia o de España para ganarse el reconocimiento de su siglo; acá Bioy no terminaba de gustarle a la izquierda –que en otro tiempo hacía los gustos y los prestigios– ni a la derecha, que es demasiado egoísta para elevarlo más allá de un suplemento literario.
Ahora, por fin, logra unanimidad, o casi. Porque Francia y España lo consagran. “El mundo atribuye sus infortunios (...) a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez”, ha escrito Bioy en el Diccionario del argentino exquisito. Lo mismo pensaba Cortázar, que lo admiraba como a un maestro. Los dos, alguna vez, escribieron el mismo cuento (“Un viaje o el mago inmortal”, en la versión de Bioy; “La puerta condenada”, en la de Cortázar) y lo comentaron con entusiasmo en 1973, cuando el autor de Rayuela vino a la Argentina. Uno y otro sufrían ataques y desprecios mientras escribían libros que alumbraban con lo fantástico un mundo que según Bioy se “cae en cincuenta mil pedazos”.
Después no volvieron a verse. En París, Cortázar lo citaba con tanta admiración que algunos amigos ecuatorianos o chilenos corrían a buscar la edición de El sueño de los héroes que publicó Alianza de Madrid y se consigue en la gigantesca librería de la FNAC. Yo había perdido mi biblioteca en la mudanza y a veces lograba que algún amigo me llevara desde Buenos Aires los libros de Emecé.
Años después, en la Feria del Libro, Bioy se me acercó para hablarme con una voz baja y muy bella y quedamos, vagamente, en volver a vernos. Borges vivía todavía y yo no me había animado a conocerlo porque me intimidaba demasiado. Cortázar podía ser hosco y discutido y eso facilitaba las cosas; iba a gritar por Carlos Monzón cuando peleaba en Francia; firmaba petitorios y manifiestos. Imagino, en cambio, un Bioy tan leve y exquisito que me es difícil verlo caminar por los mismos lugares que recorren sus personajes: la calle General Hornos, el parque Chacabuco, el camino de Rauch a Las Flores. Lo veo en su escritorio con los anteojos caídos sobre la nariz y un pesado libro entre las manos. Quizás en la penumbra de un cuarto, con una muchacha de ojos claros, o discutiendo un texto de Carlyle con Silvina Ocampo; en la estancia de Pardo con botas y poncho, aunque no a caballo. En fin, lo veo escribiendo de mañana con una sutil lapicera en un cuaderno que para mí siempre es el mismo.
Me equivoco, sin duda, pero lo pienso feliz, ahora. “La vanidad es incompatible con la dicha”, le dijo en una entrevista por teléfono a Carlos Ulanovsky. Y sobre la celebridad: “Con tantos reportajes me siento un charlatán de feria”. ¿En quiénes pensaba en esos momentos fugaces? “En Vázquez el farmacéutico, en el panadero de Callao y Posadas, en el diariero de Alvear y Ayacucho”.
No es cierto, como quiere la leyenda, que no se lo lea. Se vendieron más de cincuenta mil ejemplares de Dormir al sol, veinte mil de Historias fantásticas, quizá cien mil de La invención de Morel. Ocurre que no lo vemos por televisión ni lo oímos denunciar infortunios; es demasiado pudoroso para suponer que su voz importa tanto como su palabra. “Para sobrellevar la historia contemporánea, lo mejor es escribirla”, anotó en sus apuntes.
Regresa en estos días a Buenos Aires. En abril tendrá que volver a España para recibir el Cervantes de manos del rey. “Muchas veces a lo largo de mi vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino”, dice Félix Ramos en Dormir al sol. Una noticia así, quizás. Este verano Bioy andará desconcertado por esos barrios fantasmales que Arlt y él inventaron. Por ahí caminan sus héroes pequeños, creados con un talento gigantesco, tal vez irrepetible en la vacía posmodernidad.
“Me gustaría escribir novelas que el lector recordara como sueños”, ha dicho. Justamente, de eso se trata: de Emilio Gauna que recordó su propia muerte; del Perseguido y de Faustine en la isla; de los viejos acosados y de Lucio Bordenave, relojero. Un universo soñado en días de insomnio fantástico, durmiendo a pleno sol.
Este texto de Osvaldo Soriano fue publicado en Página/12 el 25 de noviembre de 1990 a propósito del Premio Cervantes otorgado a Adolfo Bioy Casares. Luego fue recopilado en Cómicos, tiranos y leyendas (Seix Barral), donde se recogieron los textos inéditos en libro.

PLAN DE EVASIÓN

Por Esther Cross
Los años no pasan para los libros de Bioy Casares. De La invención de Morel, Plan de evasión y Dormir al sol se dice que fueron proféticos pero el elogio, aunque cierto, no les hace justicia. La invención de Morel anticipó el holograma y la realidad virtual, Plan de evasión descubrió el poder bifronte de los neurotransmisores y Dormir al sol indaga quién es el receptor y quién es el invitado en un trasplante cerebral. Nadie podría subestimar la importancia de esas predicciones, pero el logro más importante y actual de Bioy Casares es su escritura, son sus libros.
El sueño de los héroes, por ejemplo, no le reclama nada a la ciencia, fue escrito hace sesenta años y sigue siendo un libro joven. Su fijación temporal, ya en la primera oración –“A lo largo de tres días y tres noches del carnaval de 1927...”,– no impone distancia, al contrario: viene tranquilo y firme hacia el presente desde que empieza y al terminar sigue con el lector, por sus efectos residuales. El protagonista se enfrenta al final, pelea traicionando a su enamorada con la deslealtad imperdonable de concentrarse en la pelea y pasa lo que iba a pasar, pero sorprende. En ese momento, tenga la edad que tenga, y por esa razón, el lector también es joven.
Cuando salió La aventura de un fotógrafo en La Plata, en 1985, Bioy Casares tenía setenta y un años. Había pasado mucho tiempo –y muchos libros– desde que había escrito El sueño de los héroes, pero no se había olvidado de cómo era ser joven. La voz de la experiencia se ponía tranquilamente en el lugar del inexperto; volvía en vivo y en directo, con la ventaja implícita de su literatura. Pero esa juventud no está solamente en la edad del personaje principal, su amigo y las hermanitas ambiguas que lo rodean. El libro moviliza enseguida al lector, que entra en la historia como si pudiera cambiar algo, con la inocencia de quien tiene toda una vida, es decir todo un libro, por delante.
En la época de La aventura de un fotógrafo en La Plata, Bioy Casares fue un par de veces al taller de Grillo Della Paolera. Respondía preguntas referidas a la escritura que patinaban hacia otras áreas porque, como dijo WH Auden, “los intereses profesionales de un escritor nunca son impersonales”. Contestaba de la misma manera en que escribía, sin perder el eje, como un espartano considerado del lenguaje. Buscaba una “agradable transparencia”. Dijo “yo no quiero escribir de modo ornamental” y contó que corregía mucho por sustracción, borrando agregados. Tenía “conciencia vívida de haber escrito con dificultad y torpeza” y su desbloqueo existencial llegó al avivarse de que “uno importa poco”. Al oírlo pensabas, enseguida, que al no sobrecargarse de importancia y exigencias lograba que su escritura tampoco fuera sobrecargada.
Bioy Casares escribía con esa “engañosa facilidad” que él mismo ponderó en otro escritor, concentrado en su visión, en esa realidad que quería contar. Claro que la originalidad de un escritor ya está en sus ojos, guiando la escritura, y la realidad que contaba tenía sus particularidades: “La realidad es fantástica en cualquier momento. En los sueños, en una enfermedad. O usted está caminando de noche por un corredor de su casa; la luz se apaga y usted de pronto está perdido. Ahí tiene un simulacro de algo fantástico”.
Lo contaba así, sorprendido, como diciendo miren, cuenten. La gran capacidad de asombro parecía la clave de sus libros, así como para otros escritores el origen está en la desesperación. Cada uno tiene, además, su idea propia de lo que es un libro.
En una de esas charlas de taller, Bioy Casares comentó la suya. “Un libro es una máquina hecha de papel impreso y de un lector”, dijo, es decir que es una máquina que se activa cada vez que entra en contacto con alguien y no una máquina programada para siempre y punto. La palabra máquina es engañosa porque es una máquina de Bioy Casares y entonces incluye sorpresas. La más notoria es una ausencia, la gran ausencia. ¿Dónde queda el escritor en esa máquina que no existiría sin él? Parece que una vez terminado el libro, el escritor no estuviera pero...
Bioy Casares: “A medida que uno vive, se afianza el mismo maniático, el mismo nimio personaje (...) La obra refuerza la identidad, la refleja, se parece inevitablemente al autor, porque el ego siempre está ahí”.
Así que no lo nombró en la fórmula porque su presencia era inevitable, evidente, y eso le parecía una desgracia. Bioy Casares escribía escapándose de eso, haciendo un arte de la timidez, enalteciéndola en una especie de maestría del no yo. “Empecé a escribir para lucirme y fracasé, hasta el día en que olvidé esas pretensiones.”
La ficción lo exponía, y el escritor apuntaba al imposible: desparecer por completo detrás de ese texto que, paradójicamente, lo mostraba.
“Wilde ha señalado que nunca una persona es menos sincera que al hablar en su nombre”, escribió Bioy Casares en un libro sobre libros que se llama La otra aventura, asestando una broma a los fanáticos de diarios y memorias.
¿Y sus memorias? ¿Y sus diarios?
¿Será cierto que “en el transcurso de un siglo las obras cambian de género”, como dijo? Si es cierto, ¿cómo van a cambiar las suyas? Le sorprendía que dijeran que La invención de Morel era una novela de ciencia ficción porque él ignoraba la existencia de la ciencia ficción cuando la escribía. Todo eso parece tan relativo. También es raro que se lo busque afuera de sus libros cuando sus libros siguen formando máquinas humanas y raras, llenas de noticias y sorpresas, con sus lectores.
En La otra aventura escribió una especie de legado informal: “...en definitiva el libro es siempre la posteridad del escritor. Perderse y perdurar en la obra, declarar, con su propio destino, todo lo que hay de triste, de bello, de terriblemente justo, en la creación, no me parece una estrecha inmortalidad...”
Y tenía razón.


Adolfo Bioy Casares y la felicidad del día después

ADN Cultura
En sus novelas y cuentos el escritor argentino celebró el desencuentro amoroso como clave de la pasión, y también, en una de sus mejores intuiciones, la alegría de los equívocos
Por   | Para LA NACION


El Premio Cervantes fue importante tanto para Bioy Casares como para el perfil internacional de la literatura argentina. Hubo otra consecuencia menos esperada: un sutil cambio en el comportamiento habitual de Bioy Casares. Si bien no se manifestó en su escritura, fue notable en el quehacer diario durante esos días fuera de Argentina, en España. Allí Bioy depuso su permanente ironía antisolemne. "Don Adolfo", le requerían para que firmara autógrafos y el Bioy que siempre afectó ser joven, Adolfito, comparado con su mujer, Silvina Ocampo, con Borges y Victoria Ocampo, seductor hasta bien entrado en años, sonreía con satisfacción. Aceptó ser el escritor maduro, meritorio, el maestro de la lengua española, don Adolfo en el panteón. Se sacó fotos, fue centro de atención, cómodo con la imagen de maestro.
Claro que se merecía esos honores y más pero durante la mayor parte de los años de su carrera como escritor, la postura de su entorno en Buenos Aires implicaba otras reglas. Borges describe a Carlos Argentino Daneri en su cuento "El Aleph" como una caricatura del escritor premiado y, al hacerlo, expone en el personaje la desconfianza con respecto al reconocimiento institucional que compartía con su círculo cercano. A pesar de la implícita convicción de que lo europeo era fuente primordial de conocimiento, había algo en la lejanía de Argentina que permitía ofrecer una escala propia de valores artísticos y literarios. El lugar de Sur dependió de esa libertad. La distancia con respecto a Europa permitía ser único y libre. El poder de Sur se debió tanto a la calidad como a la energía con que la revista generó su propia autovalidación. Incorporó lo extranjero de un modo consecuente con la seguridad en su propia capacidad de elegir. No se trató de dependencia sino de lo opuesto.
La intimidad de sobreentendidos sobre aquello que valía y no valía la pena se expresa con gran claridad en el Borges de Bioy Casares, crónica hecha con una mirada paródica que destruye reputaciones, ilusiones de importancia, práctica exacerbada del privilegio de quien se cree más allá toda crítica. Hay quienes, olvidados de que el volumen recoge años de observaciones, sienten la claustrofobia de su tono hilarante y lo ejercen como un búmeran contra Bioy, porque advierten en sus páginas indicios de un ambiente de crítica incesante y despiadada. Las oposiciones de orden político, la intuición de que su mirada burlona se apoya en la costumbre de quien no tuvo que ganarse la vida como la mayor parte de los argentinos contribuyen en gran parte a la idea de que este autor no precisa ayuda de sus lectores, representa, más bien, un peligro.
El día después de la recepción del premio, en una mesa que compartimos con él un grupo de amigos, desayunamos con una pila de diarios del día para ver cómo se registró el evento. La noche anterior, de regreso de la cena al cabo de una caminata, Bioy reaccionó ante la sugerencia de que la felicidad era probablemente eso que estábamos viviendo en ese instante, con la siguiente frase: "Felicidad es lo que cada uno de nosotros va a experimentar mañana cuando recordemos este momento".
La lectura de los diarios al día siguiente trajo consigo una interpretación equivocada de un cuento de Bioy que había sido reproducido como muestra de su talento. En el cuento "Una puerta se abre", un hombre se somete a un tratamiento a manos de uno de esos médicos que aparecen frecuentemente en la obra de Bioy con proyectos de operaciones y trasplantes de órganos. Es encerrado en una caja donde permanecerá por varios años hasta el día en que pueda salir al mundo en circunstancias más favorables. Su objetivo es lograr escapar definitivamente de una mujer obsesionada con él. Es cursi, ruidosa, vulgar e intensa. El final nos presenta la apertura de la caja de al lado de la del protagonista, cuya puerta se abre como la suya para presentar a la alborozada mujer que con voz cariñosa celebra poder reunirse con su amado. De acuerdo con la publicación, el cuento demostraba que Bioy Casares creía en la eternidad del amor.
Con el texto ocurrió algo que experimentamos cuando salimos de nuestro círculo inmediato. Se pierden los sobreentendidos, los chistes no encuentran interlocutores. Acaso no haya nada más inquietante que la trasformación del sentido de las palabras familiares en el seno del propio idioma. El cuento era un chiste que no había logrado su destino. La felicidad del día siguiente no estuvo esta vez signada sólo por la memoria, incluyó comprobar que por la fama su literatura adquirió significados sorprendentes y perturbadores. El amor del público también produjo una versión parcialmente falsa de su versión del amor. Esas proyecciones, interpretaciones superpuestas fueron, así, a la vez circunstancia personal y materia literaria para Bioy Casares.

La distancia amorosa

Desde muy temprano Bioy dibujó las fronteras del desencuentro amoroso como representación clave de la pasión. Su novela La invención de Morel fue inspiración de películas que acuden a las numerosas invitaciones que suscita, acaso la más famosa sea El último año en Marienband de Alain Resnais, que privilegia el carácter elusivo del objeto amado. La novela sugiere el desencuentro parodiado en "Una puerta se abre". Mientras que ese relato, con su pintoresquismo y alusiones a prejuicios locales, borda los detalles de una sensibilidad restringida a un pequeño grupo de porteños, La invención de Morel adquiere universalidad por su carácter austero; su protagonista, un hombre en una isla desorientado e inseguro, es un tema clásico.
El encuentro de una mujer, Faustine, a quien se la desea desde lejos, motiva una reflexión sobre cómo abordarla. La novela revela más tarde que ella es una imagen proyectada por una máquina. Pero antes de que esto se haga patente, los titubeos del protagonista testimonian la desigualdad provocada frecuentemente por el amor. Se siente inferior, incapaz de lograr cumplir su deseo de proximidad. Elabora estrategias. Anhela el instante del encuentro. No sabe qué hacer ni tampoco cómo eludir la atracción que siente. Aquí Bioy trabaja un motivo que aparece una y otra vez en la cultura popular argentina en tantos versos de tango "decí por dios qué me has dado/ que estoy tan cambiao/ no sé más quien soy". Y como en el tango, el riesgo del amor es perder la propia voluntad, anularse.
El temor de ser rechazado, prueba del poder que la mujer tiene sobre el protagonista, lo motiva a temer el contacto y para vencer ese miedo, decide hablarle "desde un lugar más alto que permitiera mirar desde arriba". Así espera desdibujar las desigualdades que los separan. El momento de tomar la decisión de hablar se demora. La novela señala que, aun cuando los estertores de la decisión sean superados, la unión resultará imposible porque Faustine es proyectada por una máquina. Pero hay otro aspecto más importante para entender la dicción de Bioy Casares que la mera situación de un individuo separado de una imagen. Reside en el modo en el cual La invención de Morel representa la oscilación entre la delicadeza forjada por la distancia y el misterio, y la obscenidad de transgredir una frontera:
Señorita, quiero que me diga-dije con la esperanza de que no accediera a mi ruego, porque estaba tan emocionado que había olvidado lo que tenía que decirle. Me pareció que la palabra señorita sonaba ridículamente en la isla.
Ante la duda, opta por bajar la voz: "Le hablé con voz mesurada y baja, con una compostura que sugería obscenidades. Caí, de nuevo en señorita".
Vergüenza del declive que dirige las palabras hacia el habla del galán de la esquina, el piropo pringoso, obsceno, importuno. El silencio propone la virtualidad de un encuentro entre los personajes pero cuando se quiebra, "señorita" ilumina alusiones al levante callejero, al cargoso que hay que sacarse de encima. La novela nos conduce fuera de la universalidad de la isla a lo local y nos devuelve allí con un cambio de tono, un silencio producto de la abstracción.
Deslizarse hacia lo vulgar, hacia aquello que, desgastado, termine en el lugar común, el aire de familia, es sustituido por la alternativa de convertirse en otro. La novela otorga poder a la mujer porque es atractiva y en el proceso demuestra la pobreza de quien la desea, humilla a su observador y deja al descubierto su mediocridad porque las palabras que dice resultan inadecuadas.
La invención de Morel expone al amor en su carácter parentético con el deleite de la distancia insuperable que nos separa de quien amamos. Dar poder al otro nos pone en riesgo de perdernos y así sucede en la novela porque el protagonista no se siente visto, se sabe prescindible. Su sufrimiento ayuda a que como lectores reconozcamos nuestro propio tejido de proyecciones ya que tampoco somos vistos por quien escribe lo que leemos.
Como en una novela posterior, Plan de evasión, hay un puente con el lector a través de una conversación implícita encarnada por el pretexto de que leemos un informe. Bioy anticipó en esas páginas la unión entre reflexión acerca de la literatura y práctica literaria que tendría auge en años posteriores. Aunque sentía una profunda aversión personal a la teoría literaria, estas dos obras exigen una lectura que es, desde su inicio, crítica. Se trata de una ida y vuelta de la evaluación de lo leído que elude un solo sentido y se repliega en sí para que el lector se pregunte, igual que el protagonista: ¿qué veo?, ¿soy visto por lo que veo?, ¿soy interpretado por las páginas que quiero entender? La respuesta reside en la concepción de la distancia amorosa. Lector unido al texto, separado de él, y protagonista separado de Faustine porque cada uno está en otro nivel de representación.
Hay una cortina musical para esta aventura de supervivencia de imágenes que cuestionan su procedencia, se trata de "Tea for two" y "Valencia", guiño autocrítico de Bioy Casares para burlarse de la pesadez relativa de la dimensión teórica de la novela con la propuesta de música al estilo comedia de Hollywood, "Tea for two", o fiesta familiar con una tía que canta "Valencia" o "Granada".

Violencia y lugares comunes

Lector y narrador en La invención de Morel constituyen una pareja que celebra su repetida desunión. Como en Escher, las imágenes se repiten sin que podamos decidir la lógica que las organiza en orden de importancia. El recato y la timidez con que se representa el fallido acercamiento a Faustine se desdibujan en la obra posterior de Bioy Casares para ceder el lugar a lugares comunes y evocaciones de barrios porteños.
¿Qué es el sentimiento de lo fantástico?, le pregunté en una entrevista. No lo pensó ni un segundo. Respondió inmediatamente que era ver el odio por un instante en los ojos de un ser amado que a su vez nos ama. Bioy construye una sensibilidad que duda de los datos unívocos porque juega a diferenciar planos de relación que permiten reconocer la energía inquietante que nos une y separa casi al mismo tiempo.
Su novela Dormir al sol narra posibilidades concretas de metamorfosis y representa una zona de su obra que sale a la calle, al encuentro de la vida cotidiana. Como en La invención de Morel, juega con la idea del informe e intensifica de este modo la impresión de que uno lee evidencias, algo a la vez concreto e inasible. La novela esta dividida en dos partes, una que abarca casi toda la obra, redactada por Lucio Bordenave, y otra por Félix Ramos. Ramos es una suerte de mellizo del lector ya que Bordenave intenta persuadirlo con su relato, como hace un autor con su público. Autor y lector son de este modo transfigurados en Bordenave y Ramos; Bordenave es desconfiable porque escribe desde un presunto manicomio y Ramos, un crítico del relato que adolece de la complicidad de ser su amigo.
Bordenave tiene una obsesión amorosa. Quiere saber qué ama en su esposa, Diana, si es el cuerpo o el alma. La percibe en forma detallada pero fragmentaria: "Yo me muero por su forma y su tamaño, por su piel rosada, por su pelo rubio, por sus manos finas, por su olor, y sobre todo, por sus ojos incomparables". Si Diana no es ella en unidad indisoluble, es posible pensar que cada uno de sus detalles pueden integrarse en sistema distinto de organización.
Un sanatorio Frenopático es evocado como el sitio donde tienen lugar operaciones que intercambian cuerpos y almas entre personas y perros. Esta modesta incursión en la ciencia ficción sugiere que luego de cuidadosas manipulaciones es posible trasplantar partes inasibles como el alma de un animal y cambiarlas por las de una persona. Las confusiones se multiplican de manera barroca: Diana tiene dos dobles, su hermana María y una perra portadora de su alma original que le trasplantaron en el Frenopático. María tiene un color de pelo diferente pero el narrador dice que si no fuera por este detalle, las confundiría; la perra tiene su alma y de vez en cuando Bordenave cree que es lo que verdaderamente ama. Diana, con un alma sana y ajena, sale del sanatorio. Bordenave la ve alternativamente curada o simplemente otra, transformada al punto de resultar una extraña.
La vida de barrio en Buenos Aires repite el desasimiento de La invención de Morel y ofrece tecnología transformadora como posibilidad de ver y apartarse del ser amado. No es suficiente estar en el mismo plano de la realidad para eliminar la distancia que nos separa del objeto deseado. Es posible apartarse sin saberlo, dentro de la relación más íntima. Con un guiño, la novela nombra al médico del Frenopático: es el doctor Samaniego, pero no nos regala una moraleja. Al contrario, nos deja el giro paranoico que hace Bordenave:
Tuve una corazonada por demás ingrata: la señora que hablaba con Samaniego era mi señora. El doctor le decía que para favorecerme no iba a perjudicarla. Como en una pesadilla Diana está contra mí.
Ver algo oblicuo, inesperado, al día siguiente es clave para la felicidad con que Bioy celebró la posibilidad del equívoco y una de las intuiciones más importantes de su obra.
Historia de una novela

Adolfo Bioy Casares: viaje al corazón de su obra

ADN Cultura
Después de conocer a Jorge Luis Borges en los años treinta, Adolfo Bioy Casares se aisló en la estancia familiar de Pardo, en el partido de Las Flores. De esa reclusión surgió La invención de Morel, que parece contener el núcleo poético de su obra futura. Crónica de una visita al lugar que vio el nacimiento de un libro clave de la literatura argentina
Por   | Para LA NACION


En 1967 Bioy le escribe a Silvina desde París: "Me voy a Le Touquet que no ha de quedar a más de 230 km.: la distancia a Pardo, más o menos". Exacto. A mano derecha, a 220 km. de Buenos Aires, sobre dos promontorios de tierra, uno a cada lado del camino que lleva al pueblo y con grandes letras blancas de mampostería, se erige el nombre de Pardo. Hoy Pardo es una vieja estación en la que los trenes de carga ya no se detienen, rodeado por un conjunto de casas bajas, habitado por gente que trabaja en el campo, en chacras o en comercios de Las Flores (la ciudad cabecera de partido, a 35 kilómetros). Una de las tantas estaciones rurales abandonadas de la provincia de Buenos Aires. Pero si bien la estación ya no aloja pasajeros, ha sido reconvertida desde 2003 en el museo y biblioteca Bioy Casares y a la vez, en un museo ferroviario. De modo que hay un pequeño museo en cada sala de la estación. Donde alguna vez esperaron los pasajeros está el museo Bioy, y donde alguna vez estaban los empleados, está el museo ferroviario. Al andén todavía no ha llegado el Inadi y se puede leer en los carteles de un siglo atrás: "Sala de señoras", "Sala de espera general". Probablemente, a Bioy tampoco le hubiera molestado esa distinción.

 
Ejemplares de los primeros libros de Bioy. Foto: Archivo / Gentileza E. Scott
 

Nuestra contemporánea conciencia de época -siempre algo esnob- suele fascinarse o mirar con recelo los museos y las efemérides. Pero eso tal vez se deba al rechazo de la historia. Sin embargo, lo cierto es que imperturbable, indiferente a valoraciones, la historia continúa insistiendo, influyendo, gravitando. Y es la historia -la historia de la literatura en este caso- la que dice que Bioy escribió en su estancia "Rincón viejo", aquí en Pardo, La invención de Morel; su primera novela, su novela, en más de un sentido, inmortal. También dice que por esos años y en la misma estancia, Bioy escribió un folleto de yogur para La Martona, la empresa láctea de los Casares, su familia materna, iniciando la serie de colaboraciones con Jorge Luis Borges. Y por último, la historia dice que unos meses antes de la publicación de La invención de Morel, pero también en 1940, Bioy se casó con Silvina Ocampo en Las Flores (los documentos son feroces; el acta matrimonial revela: Silvina Inocencia Ocampo); fueron padrinos y posaron para las fotos Enrique Luis Drago Mitre, Oscar Pardo y, otra vez, Jorge Luis Borges. En la testimonial fotografía Silvina y Borges llevan trajes claros, quizá blancos. Borges tenía 39, Silvina 35, Bioy era el menor; apenas 25 años.

 
La estación de Pardo. Foto: Archivo / Gentileza E. Scott
 

El museo Bioy de la estación de Pardo no es exhaustivo; es breve, deshilvanado, heterogéneo. Pero hay hallazgos. Como el dato de que una biblioteca de El Cairo lleva el nombre de Bioy, una fotocopia del acta matrimonial con Silvina, una foto de la abuela de Bioy (Domecq, de ahí viene su parte del célebre escritor de dos cabezas), varias fotografías, algunos ejemplares de sus libros. Los libros están gastados, amarillos, humedecidos, no son ediciones prestigiosas, pero por algún motivo, tal vez por su desplazamiento o su desubicación, no pierden su poder de atracción, su encanto. Afuera están las vías anchas, plateadas, todavía útiles, que surcan los galpones vacíos y oxidados. Si bien los censos hablan de una modesta reducción de sus habitantes (en 2010, 159), en Pardo ahora hay un hotel que menos artera que fatalmente lleva el nombre "Casa-Bioy". Y un poco más allá está la escuela con otro nombre familiar: Juan Bautista Bioy. El abuelo. El que llegó de Francia en 1850, el que dejó miles de hectáreas y una fortuna considerable; un hombre al que Bioy apenas llegó a conocer pero que, recordaba, era muy severo y malhumorado: su padre le decía que habían aprendido el largo de su bastón y que debía cuidarse de su radio.
¿Será algún día este museo, este pueblo, algo como la casa de Monet en Giverny? ¿O la maison de Balzac en París? Cuesta creerlo (otra vez la Argentina y su relación con la historia); pero menos improbable es que ya esté agregado a la lista de actividades para días de campo en estancias turísticas de la zona, donde se coman empanadas fritas, asado, se beba vino tinto, y se aprendan los rudimentos para montar a caballo.
Antes de La invención de Morel, Bioy publicó seis libros. "Primero publicar después escribir", era la premisa irónica de Osvaldo Lamborghini. Bioy, aunque la concretara, no creo que la compartiera; supo abjurar de todos esos libros; ninguno está reeditado: Prólogo (1929), Disparos contra lo porvenir (1933) -con el feliz seudónimo de Martín Sacastrú-, Caos (1934), La nueva tormenta o la vida múltiple de Juan Ruteno (1935), La estatua casera (1936), Luis Greve muerto (1937). Fueron libros en verdad alentados y pagados por su padre y escritos menos por su deseo que por su vanidad y juventud. Pero en la década del 30 se acercó a Sur, conoció a Victoria Ocampo y a través de ella a Borges y a Silvina. Decidió mudar de piel. Resignó con aceptación las carreras de derecho y letras, así como el manejo de los campos. Para La invención de Morel Bioy cambió la influencia literaria de su padre por la de Borges. A partir de entonces, Borges fue su referencia. Pero no era suficiente, debió aislarse durante tres años en la estancia de Pardo para leer y escribir y corregir. El proyecto de escritura era guiado por su propia experiencia: "escribí La invención... menos pensando en acertar que en no equivocarme". Y si bien el fraseo de ese libro es duramente borgeano, La invención de Morel ya contiene el núcleo poético de toda su obra: ahí están el amor, la irrealidad, la irrealidad del amor, la triste condena de las representaciones. La invención de Morel es un efecto de relectura; como si hasta ese momento Bioy sólo se hubiera expresado, y recién con ese libro decidiera leerse. Bioy ha dicho que en aquella voluntaria, iniciática reclusión de Pardo leyó todo; habría que decir que aprendió a leer y que aprendiendo a leer, aprendió a escribir. Adquirió su escritura. Dedujo, como Valéry, que una escritura no prescinde de su autor; y que incluso para inventar ficciones el autor paga con sus fantasmas. En Pardo, recorriendo la estancia deshabitada en medio de la llanura -que como dijo su gran amigo, es nuestro desierto- Bioy se parece bastante a su héroe, al fugitivo atribulado de la isla perdida que descubre una máquina prodigiosa, un proyector de espejismos.

 
La escuela de Pardo. Foto: Archivo / Gentileza E. Scott
 

"Rincón viejo", la mítica estancia de los Bioy, está sobre la ruta 3 -siempre cargada de camiones- apenas un par de kilómetros antes de llegar a Pardo. No hay señal, no hay ninguna indicación ni cartel, pero todavía se puede ver desde la ruta el nutrido monte de casuarinas que resguarda y oculta la casa. Cuando era chico, Bioy oía soplar el viento y silbar los árboles e imaginaba con miedo la llegada de un malón. Otra vez la historia: no tan lejos quedaba en su infancia el tiempo de Roca; su propio abuelo había sido comandante del cuartel séptimo de Las Flores. Pardo es el lugar de la infancia; el primer recuerdo de Bioy pertenece a Pardo:
estar mirando la luna, tratando de ver en ella un jinete en un burrito, yo tendría tres o cuatro años y alguien -mi madre, la niñera- me había dicho que si miraba con atención la luna yo vería aquel jinete.
El primer recuerdo, la primera novela. ¿La única mujer? Así como sabemos que no hay origen sino discurso de origen, todo inicio tiene algo de retorno. Para empezar a escribir de veras, Bioy tuvo que volver a Pardo. Tuvo que releer y apropiarse de su historia. En La invención de Morel Bioy inventa una variación de Robinson; hay otro hombre solo en una isla que deambula entre ruinas y construcciones vacías, y que empieza a ver intermitentemente extrañas imágenes; sobre todo la imagen de Faustine, aquella "coqueta y risueña mujer" que contempla el mar al atardecer y que se vuelve el centro de su relato. Una isla, un hombre solo, una estancia, un hombre solo. ¿No podemos imaginar esa estancia en Pardo, con sus habitaciones y corredores enormes y deshabitados, como la contagiosa isla de Morel?, ¿no se pareció Bioy, recluido en Pardo, a su personaje?; ¿no era su propio prisionero, sólo que buscando el grial de la perfección o al menos la autenticidad de su escritura, el cielo de su propia conciencia?
Decía Lucho Bordenave, el enamorado relojero de Dormir al sol: "Después de un cautiverio como el que pasé, usted no sabe lo que es andar suelto, de noche, por las calles del barrio". Es posible imaginar la satisfacción si no la alegría de Bioy después de terminar La invención..., volviendo a Buenos Aires, con el manuscrito bajo un brazo y Silvina del otro.
Como Canetti o Stendhal, Bioy aborrecía la muerte y también la vejez. Muy a su modo, tampoco pretendía ser inmortal, infinito; deseaba vivir un poco más. Ciento veinte, ciento treinta años. Una cifra literaria, de longevos en un texto fantástico de Bioy. En otra dimensión debe suceder. Si fuera así, estaría vivo aún. Tal vez habría un gran festejo en la estancia. Es un hermoso espejismo: Bioy sale de Buenos Aires, toma la ruta 3, supera camiones y matrimonios lentos con su Volvo, y hacia el kilómetro 220 pone el giro y dobla a la derecha.

 
El casamiento de Silvina Ocampo y Bioy, en Las Flores. Atrás, los testigos: Oscar Pardo, Enrique Luis Drago Mitre y Jorge Luis Borges. Foto: Archivo 
 

A modo de epílogo. Estuve dos veces en Las Flores y en Pardo. La última, hace unos días, se preparaban jornadas de homenaje, y en el hotel donde paré, el Gran Hotel Avenida, había vitrinas dispuestas para la exhibición de fotografías y objetos de Bioy o alrededor de Bioy. También me enteré de que a veces paraba en este lugar. Usaba la habitación 11. El hotel es un típico y vasto hotel, hecho para familias y viajantes, conservado desde 1943. También ha estado Borges, vi un par de fotos de 1967; de alguna visita a la estancia de su amigo.
En una de las vitrinas me encontré con un hallazgo: Luis Greve muerto. Uno de los seis libros malditos, de los libros nunca reeditados; de hecho es el último -1937-, justo el anterior a La invención de Morel. Es un libro de cuentos. Lo hojeo, leo algunos, furtivamente. Siempre pensé que Bioy exageraba y ahora compruebo que no, que los cuentos son inmaduros, flojos, inmerecidos de su obra. En una de las primeras páginas se anuncian todos esos libros fallidos y hasta uno más Teseo fatal; se avisa que está "en prensa". Evidentemente Bioy frenó o pospuso para siempre esa edición. Hay un dato más, bastante significativo; la editorial se llamaba Destiempo. Tal vez Bioy aceptara la hipótesis: ¿no pertenecen esos libros a otro mundo, a otro plano del tiempo y del espacio? ¿A una dimensión diferente a la que comienza con La invención... y que sigue con todo el resto de su obra? ¿o quién esperaba el Borges, que vino a decir tanto, después de su muerte? Destiempo se llama la editorial de ese libro que, como podría decir Macedonio, fue el último libro malo. Destiempo. Un presagio. Bioy todavía no sabía leerlo; aunque pronto sería un experto en escribir sobre esas cosas.

Edgardo Scott es escritor y psicoanalista. Publicó la novela El exceso y el libro de cuentos Los refugios..



Homo Bioy

Por Rodrigo Fresán
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Desde Barcelona
UNO Si Rodríguez fuese escritor y argentino andaría por ahí, metiéndose en problemas, diciendo que a él Bioy le gusta más que Borges. Y más que Cortázar. Y que Bioy–ese apellido/sonido mitad dandy y mitad sci-fi– es como el eslabón perdido entre uno y otro: la disciplinada y excelsa mecánica de la trama de Borges fundiéndose con el calor sentimental y juguetón de Cortázar. Y que por algo será que Bioy aparece en dos de sus relatos favoritos de Borges y de Cortázar, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “Diario para un cuento”. Y que Bioy es mucho mejor que ambos a la hora de escribir mujeres y amores. Y que ese eufemismo tan suyo, “durmió una siesta”, que esconde, en realidad, todo lo contrario: ojos bien abiertos, sábanas desordenadas, la mejor hora para acostarse bien acompañado aunque uno se sienta tan solo. Y que “Come en casa Borges” debería imprimirse en postales y posters y camisetas. Y que Bioy es para él el único que ha explicado satisfactoriamente –en “En memoria de Paulina” y “Los milagros no se recuperan”– la naturaleza celosa y tímida de un fantasma. Y que Bioy –en tierra de novelas nacionales atomizadas, donde el cuento es el género rey– es el autor de la Gran Novela Argentina: El sueño de los héroes, narrando el año de una novela intentando recordar el olvido del cuento de una noche de carnaval. Y que en el epifánico final de La invención de Morel cabe –y sobra espacio– toda la obra de casi todos sus hermanos de tinta.
Pero Rodríguez no es escritor ni argentino. Así que lo que piensa y no va a escribir Rodríguez –entre los artificiosos fuegos artificiales del centenario– es aquel tiempo cada vez más lejano en almanaques pero siempre cercano en su memoria. La breve era en la que él casi fue argentino en Buenos Aires, y quiso ponerlo todo por escrito, y estuvo (y sigue estando) tan enamorado de una mujer argentina que quería ser personaje de Bioy.
DOS Así, en otro milenio, a principios de los ’80, Rodríguez llega a Buenos Aires como beneficiario de uno de esos programas domésticos de intercambio entre familiares de apellido Rodríguez. Allí conoce a su prima, la hermosa y tantas veces aquí invocada Mirta Rodríguez quien, al principio, “no le da bola” porque su idea había sido la de viajar ella, a Madrid y no a Barcelona, a vivir la Movida y todo eso. Pero enseguida se llevan bien. Mirta lo presenta como “mi número primo”. Y él se enamora primorosamente de ella, quien no deja de atraer chicos a su alrededor. Y chicas también. Porque Mirta es una de esas hembras magnéticas, una máquina de seducir y fascinar sin hacer el menor esfuerzo. Mirta –quien comanda un grupo de amigas que se hacen llamar Las Intelectualoides– es una definitiva y fatal Hembra Bioy. Y Mirta no se cansa de repetir que ella no quiere ser la gótica Alejandra Vidal Olmos ni la bohemia Maga. No: ella quiere ser la insular Faustine. O la playera Hilda. O la enmascarada Clara. O la repetitiva Lucía Vermehren. O la perra de Diana. O la iracunda Milena. O el espectro de aeropuerto de Carmen Silveyra. O la celada Paulina. Mujeres para mirar que no dudan en acomodarse al “destino seráfico” de contemplarlas. A Mirta le gustan las mujeres de Bioy y, está segura, a Bioy le gustaría ella a la hora de la siesta. Así que Mirta obliga a vigilar la casa de Bioy. A veces lo ven entrar y salir. Y Bioy le sonríe a Mirta y Mirta le sonríe a Bioy. Y Rodríguez, seráfico, los contempla a ambos, como si fuese un náufrago que se ha colado en una fiesta ajena pero a la que, por designio de vientos y mareas, ha sido invitado para registrarlo todo, para informárselo a los demás. Rodríguez no demora en descubrir que si Mirta sólo desea ser una Hembra Bioy a él, en los planos de esa invención, no le queda otra que ser un mecánico y autómata Hombre Bioy. El telón sobre el que se proyectan las Hembras Bioy. Un afanoso aparato que no deja de funcionar, que no quiere apagarse; porque mejor eso que tener que irse, que dejar de verla.
TRES Cuando no están asediando el ángulo de la casona de departamentos en la que vive Bioy, Mirta arrastra a Rodríguez a las alturas de un cine en un noveno piso donde proyectan seguido una película francesa supuestamente inspirada por La invención de Morel. A Rodríguez le gusta la idea de subir al cielo para alcanzar un film. Mirta le cuenta a Rodríguez que Bioy dijo que “Estoy dispuesto a esperar el fin del mundo sentado en la sala de un cinematógrafo”. Y Rodríguez es feliz allí, en la oscuridad, creyéndose el último hombre en la Tierra junto a la última mujer, mientras en la pantallas una nouvelle femme hermosa y emplumada repite siempre las mismas frases paseando por jardines de geometría implacable y salones de fiesta crepusculares. Una de esas tardes, Rodríguez se atreve a tomar la mano de Mirta y le da un beso en la boca pero, mientras se lo da –los besos, aunque parezca lo contrario, nunca son avenidas de dos direcciones– se da cuenta de que en realidad es él quien lo recibe. Que Mirta no lo está besando a él, sino a la ilusión de sentirse una Hembra Bioy hasta que se enciendan las luces y haya que descender en ascensor hasta las profundidades de la superficie de la realidad donde no hay besos, donde para Rodríguez ese beso volverá a ser sueño, prodigio, aventura, invención.
CUATRO Si Rodríguez fuese un escritor argentino se habría ido de ahí, de ese país, para enterarse a los pocos meses de que Mirta había “desaparecido”, que “estaba embarazada de un compañero” y que “algo habrían hecho”. Y acabar escribiéndolo, claro. Pero Rodríguez no es escritor ni argentino y –en lugar de regalarle a su prima un destino de santa testimonial y crónica y poética, de Poe– se conforma con lo que en realidad pasó. Algo mucho menos épico pero más digno de una indigna dimensión donde La invención de Morel se menciona como inspiración de videogames; o parece latir en el melancólico fin del mundo de un danés que por una vez no busca escandalizar, sino que encuentra el conmover; o flota en una serie tonta y perdida que, por suerte, se acabó y ya casi nadie habla de ella. No: lo que sucedió –un final de principios muy Bioy; porque Rodríguez no ha dejado de verla, desde entonces, con el pelo siempre mojado, en todas partes– es que, a los pocos meses de que Rodríguez volviese a su adolescencia en Barcelona, Mirta “se escapó” con sus amigas a una playa de Brasil. Y allí se ahogó. Y su cuerpo nunca fue recuperado. Rodríguez no se acuerda de qué sintió entonces, al enterarse; pero sí de lo que sigue sintiendo ahora mismo, y mañana, y en un infinito sin tiempo tan Bioy.
CINCO Ahora se festejan los cien años del nacimiento de Bioy a los que, piensa Rodríguez, mejor celebrarlos como apenas otro de sus cumpleaños. Bioy –consta en entrevistas y hasta en casi últimas palabras– no se quería morir. Nunca. Le parecía un despropósito. Mala educación.
Hágase su voluntad recuperando el milagro de leerlo (mucho mejor homenaje que el insuficiente gesto de ponerle su nombre a dos calles muy cortas, en Madrid y en Buenos Aires; cuando habría que ponérselo a una isla) y así revivámoslo entrándolo en el cielo de nuestra conciencia.
Será –no para con Bioy, sino para con no-sotros mismos– un acto piadoso.

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