Philip Pullman, OpenDemocracy.
No hace falta que yo les dé datos. Todos ustedes están al corriente de la situación. El gobierno, en la dickensiana persona del Sr. Eric Pickles [actual ministro de administraciones locales del Reino Unido], ha reducido la cantidad de dinero que entrega los gobiernos regionales y ha delegado en esas autoridades la responsabilidad de hacer las economías correspondientes. Algunas de esas autoridades han reaccionado con entusiasmo y otras no tanto; algunas han decidido proteger el servicio de bibliotecas y otras lo han mutilado como aquel fanático obispo Teófilo que, en el año 391, destruyó la biblioteca de Alejandría y sus cientos de miles de libros de texto e investigación.
Aquí, en Oxfordshire, se nos amenaza con clausurar 20 de las 43 bibliotecas públicas que tenemos.
El Sr. Keith Mitchell, líder del consejo regional, dijo la semana pasada en el Oxford Times que los cortes eran inevitables y nos pidió que propusiéramos alternativas. ¿Por dónde cortaríamos nosotros? ¿Sacrificaríamos los servicios a la tercera edad? ¿Daríamos el tijeretazo a los servicios para los jóvenes?
Yo creo que no debemos aceptar esa invitación. Recortar servicios no es nuestro trabajo. Pero su trabajo es proteger esos servicios.
También creo que no debemos reaccionar a la peregrina idea de que las bibliotecas pueden seguir funcionando si se les dota de personal voluntario. Vaya un despropósito paternalista. ¿Cree que el trabajo de librero es tan simple, tan vacío de contenido, que cualquiera puede entrar allí y hacerlo a cambio de una palmadita en la espalda y una taza de té? ¿Cree que un librero no hace otra cosa que ordenar los estantes? ¿Y quiénes son esos voluntarios? ¿Quiénes son esas personas con esas vidas tan ociosas, con una cantidad de tiempo libre tan vasta como las interminables estepas del Asia central, sin familias que atender, sin trabajos que hacer, sin responsabilidades de ningún tipo, y aun así tan ricos que todas las semanas pueden disponer de varias horas para trabajar a cambio de nada? ¿Quiénes son esos voluntarios? ¿Conocen a alguien que se presentaría voluntario para un puesto así? Si hay alguien con el tiempo y la energía necesarios para trabajar a cambio de nada por una buena causa, lo más probable es que ya esté ocupado en uno de los centros de día del sector voluntario, o administrando un equipo de fútbol de su pueblo, o ayudando a la liga de amigos de un hospital. ¿Cómo los van a persuadir de que dejen eso y se pongan a trabajar en una biblioteca?
Sobre todo porque el consejo tiene la esperanza de que el servicio de juventud, que también va a perder otros 20 centros, se dote de (¿adivinan qué?) voluntarios. ¿Son esos voluntarios los mismos, o un grupo distinto?
Esta es la gran sociedad. Tiene que ser grande para que haya tantos voluntarios.
Ante las narices de esos voluntarios imaginarios se agita un premio. Nos dicen que si alguien quiere salvar las bibliotecas, tendrá la oportunidad de presentar una oferta de servicios y optar a una cantidad de dinero del erario público. Tendremos que estar atentos y pedirlo, como perrillos, y menear la cola si conseguimos hincarle el diente.
La suma que se mencionó inicialmente era de 200.000 libras. Si la dividimos entre las 20 bibliotecas que está previsto cerrar, salen 10.000 libras para cada una, que no me parece gran
cosa. Pero, por supuesto, no se va a dividir en partes iguales. Unas ofertas serán aceptadas y otras rechazadas. Después llega la trampa: se anuncia un “generoso” incremento del monto al que se opta con las ofertas. No son 200.000, sino 600.000 libras. Gran victoria para los voluntarios.
¡Hemos “ganado” un poco más de dinero!
Un momento, vamos a ver. Esas 600.000 libras no son para las bibliotecas. Resulta que esa suma es para todo aquel que esté haciendo algo. Si todos los voluntarios se ponen a presentar ofertas como locos, las 600.000 libras se acabarán muy pronto. Un centro de día por aquí, un transporte especial por allá, un curso de alfabetización de adultos por acullá, todos ellos repletos de astutos voluntarios presentando ofertas como locos, y en menos que canta un gallo el monto disponible para las bibliotecas quedará reducido de repente. ¿Por qué habrían de quedarse las bibliotecas con nada menos que un tercio del dinero social?
Para simplificar, supongamos que la cosa va solo de bibliotecas. Imaginemos dos comunidades a las que se ha anunciado que su biblioteca va a cerrar. Una está poblada por gente con holgadas pensiones, gran cantidad de tiempo disponible, extensa experiencia en el uso de programas de planificación y ese tipo de cosas, conexiones de banda ancha en cada hogar, dos coches en cada garaje, sistemas de vigilancia vecinal en cada esquina, todos organizados y listos para poner manos a la obra. A mí me gusta la gente de ese tipo: son la espina dorsal de muchas comunidades.
Me parecen bien, tanto ellos como su deseo de hacer algo positivo por sus pueblos y sus barrios.
No les quiero hacer de menos.
El caso es que esta gente tiene ciertas ventajas que la otra comunidad, la segunda de las dos que decía, no tiene. Allí, la gente no tiene trabajo, hay muchísimos hogares en los que solo hay un adulto, hay madres jóvenes que batallan diariamente para cuidar a sus bebés. En cuanto a la banda ancha y los dos coches, puede que tengan un ordenador viejo y lento y, con un poco de suerte, una furgoneta antigua y desvencijada. Le tienen terror a la inspección técnica. Para estas personas, organizar un viaje al centro de Oxford supone mucho tiempo y enormes esfuerzos de negociación familiar, conseguir que los niños se abriguen, preparar el cochecito del bebé y la pañalera y demás. El autobús tampoco sale gratis, claro, ya se lo pueden imaginar. ¿Cuál de esas dos comunidades logrará organizar una oferta de servicios para financiar la biblioteca de su barrio?
Una de las pocas cosas que, en el momento actual, hacen más soportable la vida de la madre joven de la segunda comunidad es la sesión semanal de lectura en la biblioteca del barrio, que queda cerca de casa. Puede ir andando con los dos bebés y pasar un rato sentada en un lugar cálido, limpio, seguro y agradable, un lugar en el que tanto ella como sus niños son bienvenidos. Pero, ¿tiene esa mujer, o alguna de las madres o de los ancianos que usan la biblioteca, todo ese caudal de bienestar y confianza social y conexiones políticas y experiencia administrativa y tiempo libre y energía que les permitirían presentarse voluntarios en las mismas condiciones que la gente de la primera comunidad? ¿Y cuánta gente podría presentarse voluntaria para ese trabajo, cuando tienen ya tantísimas cosas que hacer?
Lo que personalmente considero odioso de esta cultura de las ofertas públicas es que pone a un grupo, o a una escuela, en contra de otro. Si uno gana, el otro pierde. Siempre me ha parecido odioso. Esto empezó cuando abandoné la docencia, hace 25 años. Ya entonces pude ver el derrotero por el que iban las cosas. En cierto modo es una forma de eludir la responsabilidad. Elegimos con nuestro voto a ciertas personas para que tomen decisiones, pero resulta que esas personas no quieren tomar decisiones e instituyen este despropósito de las ofertas de servicios con las que, a la postre, no se les puede responsabilizar del resultado: “bueno, si la comunidad tenía verdadero interés en esto, debería haber presentado una oferta mejor; no puedo hacer nada al respecto, tengo las manos atadas”.
El proceso siempre acaba con la victoria de un lado y la derrota del otro. Está diseñado así. Es una importación de los peores excesos del fundamentalismo de mercado al territorio que siempre había estado a salvo de ellos, a esa parte de nuestra vida pública y social que no se había visto sometida nunca a la presión comercial del tener que ganar o perder, sobrevivir o morir, que es la esencia misma de la religión del mercado. Como todos los fundamentalistas cuyas manos frías y húmedas manejan los resortes del poder político, los fanáticos del mercado van a acabar con todos los sectores humanos, revitalizadores, generosos, imaginativos y dignos de nuestra vida pública.
Yo creo que poco a poco nos vamos percatando de la verdad que subyace a esos fanáticos del mercado y a su credo. Vemos ahora que el viejo Carlos Marx ponía el dedo en la llaga cuando
señalaba que el mercado acabaría por destruir todo lo que conocemos, todo lo que consideramos sólido y seguro. Es el disolvente más potente que se conozca. “Todo lo que es sólido se diluye en el aire”, dijo, “todo lo que es sagrado se profana”.
El fundamentalismo del mercado, esta locura que ha infectado a la raza humana, es como un fantasma avariento que acecha en las salas de reuniones, los consejos y los comités desde los que se dirigen hoy día los destinos de este mundo.
En el mundo que yo conozco, el mundo de los libros, las editoriales y las librerías, era frecuente que un editor leyera un libro, le gustara y lo publicara. Justificaba su decisión en la
calidad del texto y en su previsión de si el autor sería capaz de escribir más libros. A veces el libro vendía montones de ejemplares y a veces no, pero no importaba mucho porque el editor sabía que los escritores necesitan publicar tres o cuatro libros para encontrar su voz narrativa y captar la atención del público. Ciertos editores de éxito sabían que determinados escritores jamás se venderían bien, pero los seguían publicando porque les gustaban. Era una labor humana administrada por seres humanos. El asunto eran los libros, y quienes trabajaban en editoriales y librerías consideraban que los libros eran reflejos del espíritu humano: cápsulas de deleite, de consolación o de conocimientos.
Eso se acabó cuando el fantasma avariento de la locura del mercado se hizo con el control del mundo editorial. Las editoriales las dirigen hombres de negocios, no hombres de letras. El
fantasma avariento les susurra al oído: ¿por qué publicas a ese hombre? No se vende lo suficiente. No lo publiques más. Mira la lista de ventas del año pasado: más de la mitad no llegó a best seller. Este año tienes que publicar solo best sellers. ¿Por qué publicas a esa mujer?
Solo le gusta a un grupo minoritario. Las minorías no nos van bien. Queremos duplicar los beneficios de cada uno de los libros que publiquemos.
Así, las decisiones se toman por motivos errados. La felicidad y el gozo no cuentan; los libros se publican no porque sean buenos, sino porque se parecen a los que están en las listas de best sellers, porque el único criterio es el beneficio.
El fantasma avariento está por todas partes. Ese edificio de oficinas no da suficiente dinero: derríbalo y construye pisos. Los pisos no dan suficiente dinero: échalos abajo y pon un hotel. El hotel no da suficiente dinero: desmantélalo y abre unos multicines. Los multicines no dan suficiente dinero: cárgatelo y construye un centro comercial.
El fantasma avariento entiende muy bien el concepto de beneficio, y eso es lo único que es capaz de entender. No comprende las iniciativas que no dan beneficio alguno porque no se han creado con esa finalidad, sino para otra. Es incapaz de entender, por ejemplo, las bibliotecas. A ver, esa sucursal: ¿cuánto dinero ganó el año pasado? ¿Por qué no suben las multas por retrasos? ¿Por qué no cobran las tarjetas de biblioteca? ¿Por qué no cobran las búsquedas por el catálogo? Las reservas, las reservas: tendrían que cobrarlas mucho más caras. Esos estantes de ahí, ¿qué tienen? ¿Filosofía? ¿Y cuánta gente los consultó la semana pasada? ¿Tres? Vacíen esos estantes y pongan biografías de famosos.
Para eso piensa el fantasma avariento que son las bibliotecas.
Por supuesto que no voy a culpar al consejo regional de Oxfordshire del colapso de la dignidad social que se está produciendo en todo el mundo occidental. El consejo tiene amplios poderes y gran autoridad, pero no tanta. El origen de la situación actual se remonta a un tiempo pasado y a una jerarquía superior, más allá de la flamante oficina que ocupa hoy el Sr. Keith Mitchell
[Director del consejo regional de Oxfordshire]. Es todavía más antigua y poderosa que la eminente, por no decir monumental, figura de Eric Pickles. Para encontrar el verdadero origen
habría que hacer un largo viaje al pasado, y no sería descabellado hacer una primera parada en
Chicago, cuna de la famosa Chicago School of Economics, que fomentó la libertad a ultranza del mercado y la reducción extrema del tamaño del gobierno.
Se podría ir un poco más atrás, hasta fines del siglo XIX, y echar una mirada al concepto de “organización científica del trabajo”, término con que se hacía referencia a la idea de Frederick Taylor de que uno podía conseguir que un empleado trabajara más si dividía la labor en partes mínimas, calculaba cuánto se tardaba en hacer cada cosa, y así sucesivamente. En otras palabras, la transformación de la confección humana en producción mecánica en masa.
Uno podría continuar viajando hacia el pasado hasta bien entrada la prehistoria. La fuente primigenia es, probablemente, la tendencia que tenemos algunos de nosotros, y que es parte de la herencia psicológica de nuestros ancestros más distantes, la tendencia, digo, a buscar soluciones radicales, verdades absolutas y respuestas abstractas. Todos los fanáticos y fundamentalistas comparten esa tendencia, que a los demás nos resulta tan extraña y desagradable. La teoría dice que deben hacer tal y cual cosa, y ellos la hacen sin tener en cuenta las consecuencias humanas, y mucho menos el costo social o el terrible daño que sufre el tejido de todo lo digno y lo humano.
Me temo que esos fundamentalistas van a estar siempre entre nosotros, de una forma o de otra. Lo que hay que hacer es mantenerlos lo más lejos posible de los resortes del poder.
Quiero terminar volviendo a las bibliotecas. Me gustaría decir algo sobre mi relación personal con las bibliotecas. Al parecer el Sr. Mitchell piensa que los escritores solo defendemos las bibliotecas porque somos parte interesada, es decir, que nos metemos en el asunto por dinero. Yo esperaba que, con arreglo a las normas del debate público, se presentaran argumentos sustantivos antes de llegar a la descalificación personal. El hecho de que el Sr. Mitchell haya utilizado tan pronto este recurso es un claro indicio de que no tiene mucha fe en el resto de sus planteamientos.
No, Sr. Mitchell, no es por dinero. Lo hago por amor.
Aún recuerdo mi primer comprobante de biblioteca. Debió de ser allá por 1957. Mi madre me llevó a la biblioteca pública que quedaba al final de Battersea Park Road y me inscribió. Yo estaba emocionado. ¡Tantísimos libros, y me dejaban llevarme los que quisiera! Me acuerdo de algunos de los primeros libros que saqué y que me cautivaron: los libros de los Mumin, de Tove Jansson; una novela infantil francesa titulada Cien millones de francos. ¿Por qué me gustaban? ¿Por qué los leía una y otra vez y los sacaba cada dos por tres? No lo sé, pero menudo regalo para un niño, la oportunidad de descubrir que se puede amar un libro, que se pueden amar los personajes que hay en él, que se puede hacer amigo de ellos y vivir sus aventuras con la imaginación.
¡Y el secreto! ¡La bendita intimidad! Nadie puede interponerse, nadie puede invadirte, nadie sabe siquiera lo que está pasando en ese maravilloso espacio que se abre entre el lector y el libro.
Ese espacio, abierto y democrático, lleno de vibraciones, lleno de euforia y de miedo, lleno de estupefacción, donde las propias emociones e ideas se te devuelven clarificadas, magnificadas, purificadas y con más valor. Eres ciudadano de ese gran espacio democrático que se abre entre el libro y tú. Y la institución que te dio el libro es la biblioteca pública. ¿Cómo podría yo transmitir la magnitud de ese regalo?
En algún lugar de Blackbird Leys, en algún lugar de Berinsfield, en algún lugar de Botley, en algún lugar de Benson o en Bampton, por mencionar solamente los nombres de las comunidades que empiezan por B y cuyas bibliotecas van a ser clausuradas, en algún lugar de cada una de esas comunidades hay ahora mismo un niño, muchos niños como yo, en mis años de Battersea, niños que solo necesitan hacer ese descubrimiento para darse cuenta de que ellos también son ciudadanos de
la república de la lectura. Solo la biblioteca pública les puede hacer ese regalo.
Un tiempo después vivíamos en el norte de Gales, donde había una biblioteca móvil que circulaba por los pueblos y venía a nuestra zona cada quince días. Supongo que yo tendría unos dieciséis.
Un día vi una novela cuya portada me intrigó, así que me la llevé, sin saber nada del autor. Se titulaba Balthazar y era de Lawrence Durrell. El Cuarteto de Alejandría (volvemos otra vez a
Alejandría) era muy famoso por aquel entonces; muy valorado, muy inflado por la crítica. Ahora no está tan bien considerado, pero no tengo por costumbre despreciar lo que me ha gustado en el pasado, y me enganché a este libro y a los otros (Justine, Mountolive y Clea), que me apresuré a leer a continuación. Adoraba aquellas historias de gente bohemia, rica y cosmopolita que tenía sus aventuras amorosas y hablaba de la vida y del arte y otras cosas en aquella hermosa ciudad.
Otro estupendo regalo de la biblioteca pública.
Después vine a Oxford para estudiar en la universidad y se abrieron ante mí, en teoría, todos los tesoros de la Biblioteca Bodleiana, una de las mejores del mundo. En la práctica, no me atreví a entrar. Me intimidaba aquella grandeza. No me acostumbré a moverme por la Bodleiana hasta mucho más tarde, cuando ya era adulto. La biblioteca que usé en mi época de estudiante fue la vieja biblioteca pública que está en la parte de atrás de este mismo edificio. Si hay alguien aquí que sea tan viejo como yo, supongo que la recordará. Un día vi un libro de un escritor al que no había oído mencionar nunca, Frances Yates. Se titulaba Giordano Bruno y la tradición hermética.
Lo leí, cautivado y asombrado. Me cambió la vida, o por lo menos modificó el rumbo de mi desarrollo intelectual. Cambió sin duda la novela con que andaba trasteando, la primera, en lugar de prepararme para los exámenes finales. Una vez más, un descubrimiento trascendental en mi vida, que se produjo únicamente gracias a que existía una enorme sala llena de libros en la que yo tenía permiso para entrar cuando quisiera y sacar cualquiera de ellos.
Un último recuerdo, en este caso de hace apenas un par de años: estaba tratando de averiguar por dónde discurren todos los ríos y arroyos de Oxford para un libro que estoy escribiendo, El libro del polvo. Fui a la Biblioteca Central y allí, con la ayuda de un avispado miembro del personal, me las arreglé para dar con varios mapas antiguos que me mostraron justo lo que quería saber. Los fotocopié y ahora están clavados en la pared de mi cuarto, donde puedo ver exactamente lo que necesito.
Otra vez la biblioteca pública. Sí, estoy escribiendo un libro, Sr. Mitchell, y sí, espero hacer algún dinero con él. Pero no alabo el servicio de las bibliotecas públicas por dinero. Les tengo cariño a las bibliotecas públicas por lo que me hicieron cuando era niño y estudiante y adulto.
Les tengo cariño porque su presencia en un pueblo o en una ciudad nos recuerda que ciertas cosas son ajenas al beneficio, cosas de las que el beneficio no entiende, cosas que tienen el poder de confundir al fantasma avariento del fundamentalismo de mercado, cosas que nutren la dignidad cívica y el respeto del público por la imaginación, el conocimiento y el valor de los placeres sencillos.
Por eso tengo cariño a las bibliotecas, y lo mismo les pasa a los habitantes de Summertown, Headington, Littlemore, Old Marston, Blackbird Leys, Neithrop, Adderbury, Bampton, Benson, Berinsfield, Botley, Charlbury, Chinnor, Deddington, Grove, Kennington, North Leigh, Sonning Common, Stonesfield, Woodcote.
Y de Battersea.
Y de Alejandría.
Y de Buenos Aires (a propósito, ¿qué opinaría Borges?).
Dejen en paz las bibliotecas. Ustedes no entienden el valor de lo que tienen a su cargo. Es demasiado precioso para destruirlo.
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