viernes, 22 de febrero de 2008

Tennessee Williams|Bill Evans

AniversarioTennessee Williams

La sombra de la soledad
El lunes se cumplen veinticinco años de la muerte del escritor norteamericano. Fue uno de los dramaturgos más importantes de su país en el siglo XX y autor de cuentos notables. Ni siquiera el éxito lo liberó del temor a la locura y la culpa que, a pesar de sus declaraciones, le producía la homosexualidad

Cuando, el 25 de febrero de 1983, intentó destapar con los dientes el tubo de indispensables pastillas (para dormir, para estar despierto, para aliviar la angustia, para sobrevivir apenas) y el tapón, atorado en la garganta, lo sofocó hasta matarlo, hacía ya largos años que las marquesinas de Broadway se habían apagado para Tennessee Williams. Saludado a fines de los años cuarenta como uno de los grandes dramaturgos estadounidenses posteriores a O Neill -en compañía de Arthur Miller, William Inge y Edward Albee-, Tennessee (su verdadero nombre era Thomas Lanier Williams, nacido en Columbus, Mississippi, el 26 de marzo de 1911) disfrutó de fama y fortuna durante un lapso relativamente breve, a partir de su triunfo inicial, El zoo de cristal (estrenado en Chicago en 1944), seguido por Un tranvía llamado Deseo (1947) y La gata en el tejado de zinc caliente (1955), ganadoras estas dos últimas de sendos premios Pulitzer. Ha coincidido casi este aniversario de su muerte con el éxito alcanzado en la reciente temporada teatral de 2007 por la versión, según Oscar Barney Finn, de La gata , merecedora de críticas entusiastas y de premios. Pero acaso con excepción de La rosa tatuada , escrita para su gran amiga Anna Magnani, la mayoría de las obras siguientes, Orfeo desciende , La noche de la iguana , De repente, el último verano y Dulce pájaro de juventud, recibieron críticas cada vez más sangrientas, lo mismo que Kingdom of Earth , Slapstick Tragedy , In the Bar of a Tokyo Hotel , y sigue la lista. Le achacaban incoherencia, exceso de perversiones, violencia gratuita y el afán de llamar la atención a toda costa. Tennessee se resignó aparentemente a retocar sus triunfos del pasado ("Necesito convencer al mundo de que en verdad sigo existiendo"), pero la angustia, que lo carcomía desde la infancia, fue minando su mente y su cuerpo. Siempre tuvo terror de enloquecer (su adorada hermana Rose había sido internada desde muy joven en instituciones psiquiátricas y sometida a una lobotomía que solo empeoró su estado) y, desde el verano de 1955 -lo confiesa en sus desordenadas y fascinantes Memorias (1972-1975)-, necesitó estimulantes para escribir. Eso sí, ni aun después de las más locas noches de alcohol y sexo (que describe sin tapujos) dejó de sentarse cada mañana a la máquina: "Levantarme temprano, tomar un café fuerte y ponerme a trabajar". Si se le preguntaba a Williams por las influencias recibidas, solía sorprender al entrevistador mencionando al novelista inglés David Herbert Lawrence, el autor de El amante de Lady Chatterley y Mujeres enamoradas . Pero el maestro absoluto, al que admiraba sin límites, era su colega ruso, Antón Chejov, en quien reconocía la capacidad singular de sacar partido dramático de las situaciones en apariencia más simples y cotidianas, revelando las oscuras corrientes que discurren por debajo de ellas. "Aquel verano, el de 1944, mientras en mi habitación de la Universidad de Harvard escribía El zoo de cristal , me enamoré de los textos de Antón Chejov. Al menos, de muchos de sus cuentos breves. Me iniciaron en una sensibilidad literaria con la que yo tenía en esa época muy estrecha afinidad. Ahora descubro que se guarda muchas cosas. Todavía estoy enamorado de la delicada poesía de su literatura y pienso que La gaviota sigue siendo la más grande obra teatral moderna, con la posible excepción de Madre Coraje , de Brecht." Uno de los últimos trabajos de Tennessee fue, precisamente, una versión personal de La gaviota , titulada El cuaderno de Trigorin , "a fin de traerlo más cerca, hacerlo más audible para ustedes de lo que he visto que se lo representaba en cualquier producción estadounidense. Nuestro teatro tiene que gritar para que por lo menos lo oigan". La tradición impuesta por Stanislavsky puso sordina a parlamentos que el autor insistía en adjudicar a la comedia. Acaso por esto, Williams, aunque respetuoso del esquema original, con mínimas alteraciones, lleva a algunos personajes al borde del paroxismo, ubicándolos casi en el melodrama (género por el que tenía marcada afición). A la vez, muestra una Arkadina (la veterana actriz protagonista, que perpetúa sus manierismos cuando la época ya reclama otra cosa) más humanizada que la de Chejov. Frente a esta y otras versiones por el estilo, cabe preguntarse cuál es la ganancia del espectador. La intención es noble; el resultado, incierto. Otro poderoso ingrediente del talento de Williams es su pertenencia a una familia ilustre del sur de los Estados Unidos. Si bien su abuelo paterno, Thomas Lanier Williams II, se había arruinado en insensatas campañas políticas, su madre ( miss Edwina, según el tratamiento tradicional de las damas sureñas, aunque fueran casadas) pertenecía a una casta señorial arruinada por la supresión de la esclavitud, base de su economía, luego de la Guerra de Secesión. Las gentes del sur nunca se repusieron de la derrota y aún perdura allí la nostalgia del pasado esplendor, de las mansiones con pórtico neoclásico de columnas y frontón, las vastas plantaciones de algodón y maíz, las canciones tristonas de Stephen Foster. Hasta el característico musgo español que cuelga de los árboles evoca crespones de luto. Los escritores nacidos y criados en la región expresan siempre, unánimes, la melancolía (y el espanto) de esa decadencia: William Faulkner, Carson McCullers, Truman Capote, Williams mismo. Los dos personajes más vigorosos de su dramaturgia, convertidos ya en arquetipos, Blanche DuBois en Un tranvía y Big Daddy, de La gata (Papá, en la reciente versión porteña), son representantes natos de esa situación histórica y sus consecuencias políticas, económicas y sociales. Blanche, aristócrata venida a menos, solo encuentra amparo en la locura: su historia tiene mucho que ver con la de Rose, la hermana de Tennessee. Y también Rose es el modelo de la patológicamente tímida y paranoica Laura, de El zoo de cristal . Big Daddy, en cambio, es el nuevo rico, el patán en ascenso, inescrupuloso y rudo, que mediante el dinero intenta rodearse de los oropeles prestigiosos del antiguo sur, pero dueño a la vez de una singular grandeza trágica. A un paso de ser una criatura de Shakespeare. Williams lo sabía: "Fui más allá de mí mismo en el segundo acto. Puse en Big Daddy una intensidad expresiva que no he dado a ningún otro de mis personajes". La gata era también su obra favorita, "por su estructura clásica, respetuosa de las tres unidades de Aristóteles: de tiempo, lugar y acción". A O Neill le llevó una vasta trilogía, El luto le sienta a Electra, cuya representación completa abarca muchas horas, el intento de recrear la tragedia clásica (la Orestíada de Esquilo) en la dramaturgia norteamericana moderna. Williams alcanza ese objetivo en apenas los tres actos de La gata (Si a Stanley Kowalski, el bello animal salvaje, casi inarticulado, de Un tranvía , le dieran la oportunidad, en pocos años se convertiría en un Big Daddy.) Como siempre resulta fascinante conocer la génesis de las grandes obras de arte, conviene saber que Blanche ya estaba en la imaginación de Tennessee desde tiempo atrás. "Inmediatamente después de comenzados los ensayos de El zoo de cristal , empecé una obra cuyo primer título fue ´Blanche s Chair in the Moon . Escribí esa sola escena en el invierno de 1944 a 1945, en Chicago. Una mujer frágil, muy blanca, tomando algo de fresco en una galería, en una calurosa noche de luna." Hacia 1946 estaba escribiendo Verano y humo , pero como se le resistía, volvió al tema de Blanche; la obra empezó a tomar cuerpo; se llamaba "Una noche de póker". No cabe duda de que la madre en El zoo de cristal , la atolondrada Amanda Winfield, es el fiel reflejo de miss Edwina, la madre del autor. "No me gustan -anota Williams en sus memorias- las mujeres excesivamente pudorosas, con excepción de mi madre y mi hermana. Ambas fueron víctimas del pudor excesivo." Ni Blanche ni Alejandra del Lago -la diva en decadencia de Dulce pájaro de juventud - ni Maggie, de La gata , serían pasibles de pudor excesivo. En general, los personajes femeninos de Williams, aunque en algunos casos se muestren débiles (Alma Winemiller, la muy chejoviana protagonista de Verano y humo , y en apariencia la misma Blanche) o divagadoras, terminan por demostrar una fortaleza y una determinación superiores a las de sus contrapartes masculinas, con la sola excepción, quizá, de Stanley Kowalski. Aunque al demoler a su irritante cuñada Blanche, cuyo pasado disoluto ha descubierto y a la que viola, Kowalski muestra el temor del macho al sometimiento carnal y, sobre todo, el miedo de perder a Stella, su mujer, si esta se entera del adulterio. Podría aventurarse una semejanza (tal vez solo formal, pero no carente de razones) con las heroínas de Giacomo Puccini: Mimí, Butterfly, Liú, Manón. Las sensibilidades del músico italiano y del dramaturgo norteamericano muestran afinidades evidentes. Difieren en intención y en tratamiento del personaje; lo común es el sentimiento de una fragilidad enfrentada a la rudeza del mundo ("encontrar un hueco en la roca del mundo", dice Blanche). Mimí y Manón sucumben casi sin luchar, pero Cho-Cho-San, Liú y también Tosca (luchadora enérgica) asumen grandeza trágica en sus últimos momentos. De Alma Winemiller, la de Verano y humo , dice su creador: "Bien podría ser el mejor retrato femenino que he pintado en una obra. Parecía existir en alguna parte dentro de mí y no me costó llevarla al papel". Puccini nunca fue tan explícito, pero sus biógrafos detectan una veta femenina en su naturaleza (por otra parte, era un donjuán temible), que existe en todo varón, aunque ferozmente reprimida a menudo. Tennessee, homosexual asumido desde joven (aunque su iniciación fue hetero, y muy satisfactoria, según dice), la liberó sin esfuerzo. Pero no sin culpa. De sus muchos amores -en su mayoría, fugaces "levantes" callejeros, sobre los cuales Williams se expide con total franqueza-, al menos dos fueron perdurables. Ambos de origen italiano. Santo, propenso a accesos de cólera brutal, en los que destrozaba todo lo que se le oponía (las más de las veces, en su imaginación), y Frank Merlo, el más entrañable, quizás el único amor verdadero, que acompañó a Tennessee durante catorce años en los que tuvo que soportar a quien dijo de sí mismo: "Conocerme es no quererme. A lo sumo, soy tolerado". No era fácil: la bebida, desde siempre, y luego los barbitúricos, los somníferos, las anfetaminas; y una conciencia exacerbada de ser diferente y superior. Más la necesidad (pese a reiteradas protestas de humildad esencial) de llamar la atención, el afán de hacerse ver, de decir y hacer cosas extravagantes, aun a riesgo de herir a los seres más queridos. Estas compañías indeseables de la notoriedad pública suelen disfrazar angustias y temores simétricos que de otro modo se volverían, quizás, insoportables. Si algo revelan las memorias y, sobre todo, las obras de Williams, es su sentimiento trágico de la vida. El miedo a enloquecer, el primero, y junto a él, la culpa. "El tema mayor de mis obras, el dolor de la soledad, que me sigue como mi sombra, una sombra formidable, demasiado pesada para arrastrarla tras de mí, todos mis días y mis noches." Un hombre esencialmente perseguido por la fatalidad, acosado por la certeza de una catástrofe inminente y el fantasma de la locura: "El confinamiento ha sido siempre el gran temor de mi vida Mi vida, con su incesante lucha contra la locura". La culpa nace de la homosexualidad, por muy asumida que esté. De su abuelo paterno dice: "Era muy mujeriego. Me pregunto si me hubiera tolerado". No carecía, sin embargo, de un penetrante sentido del humor. Su descripción del primer encuentro con Marlon Brando, fuera del escenario, es digno de una comedia. Tennessee había visto Todos eran mis hijos , de Arthur Miller, dirigida por Elia Kazan, en la primavera de 1947, y le pidió que dirigiera Un tranvía (título impuesto por Kazan), cuya productora era Irene Mayer Selznick, la hija del zar del cine, Louis B. Mayer, y mujer de otro productor, David O. Selznick. Williams se marchó a dar los toques finales a la obra en una casita junto al mar, en Cape Cod, con su amante de turno, el colérico Santo, y una amiga y consejera de toda la vida, Margo Jones. Allí recibió un mensaje de Kazan: "Te envío a un actor joven que me parece ideal para Kowalski". El joven actor llegó y era Marlon Brando. "Era el hombre más hermoso que vi en mi vida -asegura Tennessee-, pero tengo como norma inflexible no enredarme nunca con actores que intervienen en mis obras." El recién llegado se enteró de que desde hacía días la cabaña carecía de electricidad y de agua corriente, nadie sabía por qué, y no había ningún especialista en los alrededores. Brando, en pocas horas, remedió la situación. Casi ni hablaba, y solo lo hacía en esa especie de murmullo que era su especialidad, como si masticara las palabras y se las comiera. "No había cama para Marlon, de modo que se enroscó en una manta, sobre el suelo. A la mañana siguiente me pidió que fuésemos a caminar por la orilla del mar. Me imaginé que hablaríamos de la obra. Caminamos en silencio. Y volvimos en silencio." La primera candidata para Blanche fue Margaret Sullavan, en aquella época una conocida actriz de cine. A Williams no le gustó: "No dejaba de imaginarla con una raqueta de tenis en la mano, y yo dudaba de que Blanche hubiera jugado al tenis alguna vez". Le hablaron entonces de otra actriz que él no conocía, una tal Jessica Tandy, que casualmente estaba haciendo una de sus obras cortas, Retrato de una madonna . "De inmediato supe que era Blanche." Un ilustre colega de Tennessee, Thornton Wilder (autor de Nuestro pueblo , en teatro, y, entre otros títulos, El puente de San Luis Rey y Los idus de marzo , en novela), criticó Un tranvía porque, sostuvo, "Stella, la hermana de Blanche, una muchacha fina y educada de lo mejor, no puede estar enamorada de un bruto como Kowalski". Comentario de Williams: "Me parece que a este señor le hacen falta unas buenas revolcadas". Otra: durante los ensayos para el estreno en Broadway (fines de diciembre de 1947), Jessica Tandy no encontraba el tiempo ni el tono para toparse, al abrir la puerta, con la vieja mexicana que pasa por la calle pregonando "¡Flores para los muertos! ¡Coronas para los muertos!". Kazan le pidió a Tennessee que hiciera el personaje, sin avisarle a la protagonista. El autor afinó la voz y pregonó, entre cajas, mientras llegaba a la puerta. Desde la platea, el director le hizo señas a Tandy de que corriera a abrir; ella no estaba segura pero obedeció y se topó con Williams. Gritó: "¡Todavía no, todavía no!" (es su letra), y Kazan le dijo: "Así es como debes hacerlo". La película dirigida por Kazan sobre Un tranvía , con admirables interpretaciones de Vivien Leigh y Marlon Brando, terminó de afianzar la fama de todos los que habían intervenido en ella. Tennessee y Brando alcanzaron la cima de sus respectivas carreras. Para el actor culminaría, muchos años después y tras varios tropiezos cinematográficos, con la caracterización de Don Corleone en El padrino . El dramaturgo, en cambio, después del Pulitzer por La gata y pese al éxito del film, dirigido por Richard Brooks, con Elizabeth Taylor, Paul Newman y el colosal Burl Ives como Big Daddy, perdería poco a poco el reconocimiento crítico. ¿Por qué? Se le reprochó a Williams su afición por el melodrama y los excesos consiguientes. La castración del protagonista de Dulce pájaro de juventud o la muerte de Sebastián Venable en De repente, el último verano -literalmente devorado por una pandilla de gitanos caníbales, en una playa española- se consideraron groseras e inverosímiles. No lo son tanto, en el contexto proporcionado por las obras mismas. Algo operístico hay, sin duda, en Tennessee, incluido en su pasión por Italia y los italianos. También lo hay en Luchino Visconti pero no se lo reprochan, quizá por ser italiano de nacimiento. Visconti dirigió en Italia El zoo de cristal y Un tranvía ..., y llamó a Tennessee para colaborar en el guión de su film Senso (1954; en la Argentina, Livia ), sobre la novela de Camillo Boito, junto a Suso Cecchi D Amico y Paul Bowles. Williams no trabajó con entusiasmo: los protagonistas originales iban a ser Ingrid Bergman y Marlon Brando, pero dificultades de contratación hicieron confiar esos papeles a Alida Valli y Farley Granger. "Valli me pareció bien, pero Granger no me gustó para nada, no era el personaje", anotó en sus Memorias. Los críticos creyeron advertir rasgos de la condesa Serpieri y su amante, el oficial austríaco, en la señora Stone (de su novela La primavera romana de la señora Stone ) y su joven amante italiano. Tampoco quedó satisfecho con el tratamiento que dio Elia Kazan a su guión para Baby Doll (1956, con Carroll Baker y Karl Malden), sobre su obra de teatro 27 Wagons Full of Cotton . Pese a que Kazan le dio sus mayores éxitos en el escenario y en las tablas, con Un tranvía , Tennessee siempre mantuvo con él una relación difícil, de amor-odio, con una mutuamente agresiva separación final. Las personas poco seguras de sí mismas (y Tennessee se excedía en este rasgo) suelen cultivar amistades complicadas y más bien frágiles. En este sentido, él se sentía más cómodo con las mujeres, sobre todo las de carácter fuerte: su amiga de toda la vida, Marion Vaccaro, Tallulah Bankhead, Anna Magnani. Anna fue, para él, el lazo más fuerte con Italia, país que sentía como su verdadera patria espiritual. Su mayor aspiración habría sido "terminar mis días en una chacra en Sicilia, criando chanchos y gansos". La exaltación pasional, habitualmente atribuida a los italianos en general, se unía en su temperamento al componente "gótico" de su formación y su literatura, esa exacerbación romántica que desde fines del siglo XVIII privilegió las ruinas, los calabozos, los pasadizos secretos, las pasiones enfermizas, los claustros profanados. La contraparte moderna sería el denominado "gótico sureño", el producto de la situación del Sur norteamericano que hemos pintado más arriba: ese mismo exceso que se encuentra en Faulkner ( Santuario , Intruso en el polvo , Luz de agosto ), en Capote, en McCullers y en otros escritores de esa zona. Poesía (mediocre, él mismo lo reconocía) y novela ( La primavera romana de la señora Stone , llevada al cine por José Quintero, con Vivien Leigh y Warren Beatty, y Moisés y el mundo de la razón , una franca confesión de homosexualidad, por si hiciera falta) también conocieron su inquietud. Al leer las Memorias se intuye su abierta preferencia por los cuentos, de los que publicó varias colecciones: Hard Candy, a Book of Stories (1959), Three Players of a Summer Game (1960), One Arm and Other Stories (1967). De Eight Mortal Ladies Possessed (1974) hay dos ediciones en español, una de 1977 ( Ocho mujeres poseídas ) y otra de 2005 ( Ocho mortales poseídas , Ediciones Alba). "Quizá el mayor tema de mi obra sea el dolor de la soledad." Este hombre tan promiscuo, tan sociable, tan desenfrenado de a ratos y tan ascético en otros ("mi vida más intensa está en mi trabajo"), era un gran solitario. Como muchos otros talentos (y genios) afines, no se sentía del todo cómodo en el mundo ("creo que la única vida posible para un artista es la de la fantasía"), ni cuando fingía divertirse con ferocidad. "No tengo ninguna certeza de ser un artista cabal. Pero aborrezco la autocompasión. Creo que escribir es la incesante persecución de una presa muy esquiva, a la que nunca se llega a atrapar del todo."



Por Ernesto Schoo

Para LA NACION









Williams buscó en las drogas, el alcohol y el sexo huir de la angustia y el sentimiento de fracaso de los sureños Foto: AP


























Contar la vida
Por Tennessee Williams


Después de acostarse por primera vez con alguien,

sin la ventaja o la desventaja de una relación previa,

es muy probable que la otra persona te diga:

háblame de ti, cuéntame tu vida, toda tu vida.


Y de buena fe piensas que realmente tiene interés

en conocer tu historia;

enciendes un cigarrillo y empiezas a contarla,

ambos ya descansados, desparramados sobre la cama

como un par de muñecas de trapo dejadas por una niña aburrida.


Le cuentas tu vida, o lo que el tiempo, o cierta prudencia

te permite contar, y oyes decir:

Oh, oh, oh, oh ,oh,

hasta que el último oh es un sonido apenas perceptible,


y entonces, por supuesto, se produce una interrupción.

El camarero, que tardaba en llegar, aparece con un bol

de cubos de hielo que se derriten, o bien uno de ustedes

se levanta para orinar y contemplarse, con suave desconcierto,

en el espejo del cuarto de baño. Y entonces lo primero que adviertes

antes de que hayas tenido tiempo de retomar el hilo

apasionante de tu historia,

es que te están contando ya su propia historia,

tal como pensaban hacerlo desde un principio.

Y tú, a tu vez, también exclamas: oh, oh, oh, oh,

cada vez más débilmente, apenas un suspiro,

mientras el ascensor, hacia la izquierda, a mitad de camino del corredor,

exhala un último, largo y profundo suspiro de postración

y deja de respirar para siempre. ¿Luego?


Bueno, uno de ustedes cae dormido,

y la otra persona hace lo mismo con un cigarrillo encendido en la boca,

y así es como la gente muere incendiada en los hoteles.


En el invierno de las ciudades (De la Flor, 1968)


[Traducción: Juan José Hernández, Eduardo Paz Leston]




Música novedad literaria
Bill Evans, el hombre del piano
Una biografía recientemente publicada en España rescata la figura de uno de los artistas más influyentes y originales de la historia del jazz, que hizo de la sutileza la clave de su universo interpretativo

La espalda encorvada sobre el piano, la cara casi hundida en el teclado. Así solía acabar Bill Evans sus improvisaciones. Esta postura, inmortalizada en muchas fotos, encerraba ante todo una manera de concebir la música. Evans parecía auscultar el interior del piano, el oído pegado a las cuerdas y a las teclas como si quisiera captar sus vibraciones más recónditas y débiles, hasta fundirse con el instrumento y convertirse en una extensión de este. El jazz había nacido como un medio para desahogar la tristeza, la rabia, o celebrar la alegría. Era una comunicación de dentro a fuera. Bill Evans lo convirtió en una conversación íntima, replegada en sí misma. Aquella música que se contagiaba del humo y el vocerío de los clubes nocturnos adquiría con él unos tonos secretos e inefables. Sus solos reclamaban una escucha recogida y ensimismada; en algunos momentos, su delicadeza parecía incluso encontrarse más cerca del silencio que del sonido. Y también cuando escogía una paleta más enérgica, sus interpretaciones daban la curiosa impresión de proyectarse hacia dentro.

La sutileza es la clave del universo de Bill Evans. El toque cristalino, sensible a la más fina gama de gradaciones y matices, constituía el eje expresivo fundamental de sus exploraciones pianísticas. Por ese medio, el pianista sondeaba los pliegues melódicos y armónicos de los temas desde ángulos absolutamente personales. Pero Evans no era un simple esteta del sonido: sus improvisaciones desprendían un lirismo subyugador y se asentaban en un juego rítmico dinámico y flexible, que disimulaba su notable complejidad interna. Estas cualidades despuntaban especialmente en sus versiones de las baladas y de las canciones americanas, de las que Evans ofreció interpretaciones definitivas. Además de ser una referencia para numerosos músicos de la siguiente generación, su peculiar concepto sonoro influyó poderosamente en Miles Davis -en cuyo sexteto el pianista militó durante ocho meses en 1958- y estuvo en el origen de uno de los discos más decisivos de la historia del jazz: Kind of Blue . Pero el título de su primera grabación para Riverside, en 1956, era ya una declaración de principios: New Jazz Conceptions . A diferencia de la de otros pesos pesados de la época, la de Evans fue una revolución discreta, pero no menos efectiva. En 1959 formó un trío con Scott LaFaro (contrabajo) y Paul Motian (batería) con el objetivo de desarrollar una nueva idea de improvisación simultánea e integrada. Los resultados conseguidos por los tres están considerados como una de las cimas del género. Después de dos discos modélicos ( Portrait in Jazz y Explorations ), el trío logró, en las sesiones del Village Vanguard del 25 de junio de 1961, un grado de compenetración y creatividad que aún hoy asombra: el contrabajo se desvinculaba definitivamente de su función de instrumento acompañante y hablaba de igual a igual con el piano que, por otra parte, desplegaba una fantasía apabullante. La muerte de LaFaro en un accidente automovilístico diez días después rompió de forma trágica esta inspirada colaboración. En los años siguientes y hasta su muerte en 1980 Evans encabezó otros tríos, algunos de ellos muy buenos, pero no llegó a repetir aquel milagro. Quedan, eso sí, en su discografía al menos otras dos joyas imperecederas: Undercurrent (1963), con el guitarrista Jim Hall, y The Tony Bennett/Bill Evans Album (1975), en el que acompaña al cantante Tony Bennett. Evans siempre se reivindicó a sí mismo como músico de jazz , pero es indudable que su inicial formación clásica -se había licenciado en piano en 1950 en la Southeastern Louisiana University- incidió en la definición de algunos aspectos de su estilo. Su manera de tocar estaba marcada por una sensibilidad casi impresionista. La integración polifónica de sus tríos -una absoluta novedad para la época- y la condición paritaria entre todos sus integrantes guardan puntos de contacto con el contrapunto occidental. Un principio análogo inspira también su célebre álbum Conversations With Myself , donde Evans superpone varias grabaciones de sí mismo tocando el piano. No es casual que entre sus piezas favoritas estuviesen las "Invenciones a dos y tres voces", de Bach, o la "Júpiter", de Mozart. Uno de los méritos de la biografía de Peter Pettinger, Vida y música de Bill Evans (Global Rhythm Press), es precisamente la atención otorgada a las ascendencias "cultas" presentes en la estética del pianista. El hecho de que Pettinger, pese a su gran pasión por el jazz , sea un músico de extracción clásica (su currículo incluye, entre otro, un disco de sonatas de Bartók junto al violinista Sándor Végh) lo hace especialmente sensible a este tema. Nadie hasta ahora, que yo sepa, había señalado las afinidades entre "Peace Piece" -posiblemente la improvisación más conocida de Evans- y la "Berceuse op. 57" de Chopin (Pettinger va incluso más allá y sugiere una relación, esta quizá discutible, con el Catálogo de pájaros de Messiaen). La biografía de Evans está repleta de datos trágicos que podrían dar lugar a un tratamiento morboso de la materia, pero Pettinger los relata de manera sobria y distanciada. Está claro que, entre vida y música, el autor se decanta por esta última. El libro prefiere concentrarse en el repaso exhaustivo del legado discográfico del pianista, que representa al fin y al cabo la puerta de acceso a su arte. Cada grabación es analizada en detalle y todas ellas sirven para dibujar la imagen en movimiento de la evolución de Evans y la razón de su trascendental aportación a la historia del jazz . Evans no fue el único pianista de jazz de su época en aderezar su estilo con sugestiones de la música culta occidental. Sin embargo, lo que en otros casos (Dave Brubeck, John Lewis) asume coloraciones sutilmente intelectuales en él adquiere categoría de expresión espontánea, sentimental y lírica. Por muy "sabia" y estructurada que sea su música, no hay en ella nada cerebral o artificioso. Tal vez en esto consista la razón de su universalidad, de su capacidad para seducir de forma transversal a los oyentes de un género y otro. Hay un momento estremecedor en la discografía de Evans por el valor simbólico que irradia. En la versión de "I love you, Porgy" grabada en las míticas sesiones del Village Vanguard, la íntima poesía de los últimos compases tropieza con la risa vulgar de una mujer entre el público. Ese choque estridente se erige en revelación de una música cuya delicada pulcritud parece irreconciliable con nuestro mundo ordinario. Toda la música y la biografía de este músico de aire tímido y demacrado, consumido por las drogas, la hepatitis y la cirrosis, no fue sino una búsqueda incesante de la belleza en medio de una existencia oscura y feroz.

Por Stefano Russomanno

ABC -- Madrid, 2008


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