miércoles, 13 de febrero de 2008





RADAR


Domingo, 10 de Febrero de 2008



Nota de tapa
La cámara lúcida
Sus retratos de artistas, escritores, músicos, cantantes, poetas, pintores, intelectuales son en muchos casos emblemáticos de la imagen que muchos tienen de ellos. Pero además, sus retratos de personas anónimas conforman algunas de las postales más austeras y emotivas de la historia argentina. Ahora, a los 78 años, Sara Facio, la mujer que además creó secciones especializadas en los medios cuando nadie lo hacía, que fundó junto a la guatemalteca María Cristina Orive la editorial La Azotea, en su momento la única dedicada exclusivamente a la fotografía, y que dirigió durante más de diez años la Fotogalería del San Martín, inaugura una muestra antológica de su trabajo entre 1960 y el 2005 con la que, anuncia, se retira para siempre. A manera de despedida, María Moreno la entrevista ocho años después de una memorable conversación entre ambas publicada en este diario, que la convirtió en persona non grata entre sus colegas fotoperiodistas. Atemperada pero no por eso dócil, Sara Facio vuelve a hablar.
Por María Moreno

Julio Cortázar
Ahora la buena terrorista Sara Facio, esa que hace unos años se animaba a decir que los fotógrafos se vestían para ir al Sheraton como si estuvieran por ir a Sierra Maestra, que la foto del Che muerto en Bolivia tendía a ser la foto común tomada por un reportero, y que ninguno de los admirables de la izquierda caviar que tanto la promocionaban –Pablo Neruda, Julio Cortázar, Pablo Picasso– se fue a vivir a Cuba, se ha dejado las canas, agregando aún majestuosidad a esa cabeza que, en sus ondas y crestas blanco azulado, parece remedar naturalmente el capello que distingue ciertas jerarquías nobiliarias. Por eso, si bien Maple, el del tango “A media luz” (“pisito que puso Maple/piano, estera y velador/un telephon que contesta”), antaño dictaba una elegancia más a la Argentina Sono Film que al british criollo, a ella le gusta que su última exposición (dice) se realice en el palacio de la antigua mueblería. Para el catálogo oficial: el 14 de febrero a las 19 horas la Fundación OSDE inaugura en Imago espacio de Arte (Suipacha 658, 1ºpiso) la muestra Sara Facio antológica 1960-2005.
Como siempre que se la invita a hablar, Sara Facio empieza por protestar por motivos cívicos. Es que ella, que es capaz de quejarse de la “anarquía” sin ponerle comillas verbales –“Hay tanta anarquía y falta de educación ciudadana que el 80% de la gente que se va con su automóvil de vacaciones no pagó la patente”– y, con jocosa impunidad, suele burlarse de la izquierda –“No sé por qué es un héroe el Che Guevara. Me gustaría que alguien me lo explicara con fundamento”, me dijo alguna vez, cuando todavía no habían aparecido las biografías críticas–, conserva algo del estilo de Victoria Ocampo cuando utilizaba su indignación como garantía suficiente de verdad –la indignación como signo, ya no de clase, sino de pertenencia tácita al campo de la razón y de la libertad.
–Ahora estoy indignada con los intendentes de Buenos Aires, que están espeluznados con que Macri haya tenido el 80% de los votos y no tienen vergüenza de la mugre que han dejado en esta ciudad. Uno de ellos, que se dice afrancesado y que vivía en la Place Vendôme y en la Rue de la Paix, ¿nunca caminó dos cuadras por Buenos Aires? Y el otro, al que ahora votan para la Legislatura, que anunció un superávit, que no sabía qué hacer con la plata, ¿por qué no la arregló?
Con un tono mucho más tenue dice que ésta será su última muestra, que las series de fotografías que integran Buenos Aires, Buenos Aires, Bestiario, Escritores de América Latina, Autopaisajes, Humanario, Actos de fe en Guatemala, Funerales del presidente Perón, Las hechiceras –que ha corregido en De brujos y hechiceras (“que no digan que sólo me gustan las mujeres”) para incorporar las imágenes de Fangio, Quino, Lenoir y Goyeneche– y tantas otras son algo así como un testamento. Que ya basta. Hace poco se quebró las muñecas. Y con ese pragmatismo irónico que cultiva, una especie de sentido común cachador que la hace reírse de lo cool pero que termina por ser cool, afirma que no va a tomar una sola foto más.
Peron vuelve (cruz diablo)
Si hay en Sara Facio el placer por las afirmaciones brutales y sin censura que Landrú atribuía a su Tía Vicenta, su gorilismo blando no le impidió ser testigo del peronismo en el poder y una de sus más sofisticadas cronistas. Las series Perón vuelve, Funerales del presidente Perón, más las que ya no conserva y que se han publicado en Francia, durante sus tiempos de reportera gráfica de agencia, son de las mejores: Sara Facio es célebre por sus retratos pero también por sus instantáneas, que sería más adecuado llamar instantáneas con una segunda oportunidad porque parecería que ella registra el instante entre que la cámara le avisa al objeto (humano) de su presencia, permitiéndole corregirse un poco, y el que lo haría llegar a la pose. Como si le habilitara a las figuras de lo que antes se llamaba “pueblo” una cierta participación en el editing.
Los muchachos peronistas adquirió a la distancia un sentido trágico. Se trata del rostro de tres muchachos y una chica. La probable diferencia de clases, la evidente de género, está atenuada por la democrática campera, el cabello largo. Hay un efecto “banda” que cruza el pecho del muchacho ubicado en el centro de la imagen: algo funciona como una profecía en su mezcla de harapo, banda presidencial y luto. Sobre el hombro del muchacho se apoya una mano con una alianza –era un período que favorecía la alianza de clases en torno de un proyecto nacional–; viene de afuera del grupo, sugiriendo el continuum del cuerpo común de la movilización.
–Ahora tiene un último sentido porque vino una persona y me dijo que uno de los muchachos es un desaparecido. Fue algo que me impactó mucho. Tengo fotos de la vuelta de Perón, de cuando el indulto, de la masacre de Ezeiza. Cuando mataron a Rucci, un rato antes yo había mandado a mi agencia en París el rollo tomado en un acto donde estaba Rucci con Perón y otros sindicalistas. Me llamaron por teléfono para preguntarme: “¿Quién es ese Rucci que mataron?”. “Está en el rollo que mandé.” Mientras hablaba por teléfono, ellos lo revelaron y yo les iba dando los datos para que lo reconocieran.
Estuviste en Ezeiza
–Un odio. Estuve pero me volví cuando empezó la matanza porque me descompuse. Estaba en el suelo del escenario tomando fotos. No se cómo hice para llegar. Había ido con Alicia D’Amico en un Fiat 600, lo dejamos por ahí, en un campo. Era otra época, porque había un millón de personas, lo fui a buscar a los dos días y allí estaba. Entonces trabajaba en SIPA, que funcionaba en Francia. Tenía que mandar los rollos. Desde el aeropuerto. Me acuerdo que fui con un colega que no lo voy a nombrar porque se hacía en los pantalones del miedo que tenía. Agarré el auto y quise seguir. Entonces nos paró un soldado que me dijo: “¡No se puede pasar!”. “¡Pero yo tengo que pasar! ¡Estoy trabajando!” Mi colega bajó. “Usted se estaciona acá”, dijo el soldado. Y yo, en lugar de estacionar, seguí. Mi amigo dice que vio cuando levantaba el arma. ¡Que me iba a disparar!
No era tan seguro...
–En esa época en que no había Internet ni nada vos sacabas un rollo y tenías que ir a Ezeiza para hacer un envío por Air France. Después de estar en el medio, de vomitar, ¿no iba a entregar las fotos? Andá a saber las buenas que saqué y que nunca vi. Le saqué a Favio y al padre Mugica
mientras estaba en el palco y me pasaban las balas por encima. De repente
me dije: “¿Qué estoy haciendo yo acá en medio de éstos que no sé quiénes son y que se están matando vaya a saber por qué?”. Era algo en lo que yo no estaba involucrada y no creía. Si hubiese sido peronista y hubiese estado en uno u otro bando, tenía sentido. Si era montonera, de la FAL, de la FAR o de Mongo. No me gusta la política porque me parece que el último patriota fue el que se pegó el tiro.
¿Cuál?
–Lisandro de la Torre.
Clic del clic
En el 2000 Sara Facio se burlaba de las fotografías intervenidas (“yo te doy la fórmula, así que ponela en un recuadrito: hacés una foto grande –ésa es la condición sine qua non– del mar, le agregás lengüitas de lobos marinos, rociás todo con esperma de ballena y la colgás”), pero en los ‘90 había aceptado hacer junto a Nushi Muntaabski la serie Bestiario, donde la autoría original se vuelve indiscernible, con la inclusión de elementos provenientes del diseño gráfico y la historieta. Por esa época coloreó una foto de Jeanne Moreau, por algo es egresada del Profesorado Nacional de Bellas Artes.
–El único que me felicitó fue Marcos López.
¿En qué medida te valés de los avances técnicos?
–En nada...
Y se detiene. La fotografía digital le parece tan compleja en sus exigencias como la que ella practicó en el siglo XX con rollos, negativos, papel, revelador, fijador y cuarto oscuro (y seguramente esos roperitos con cuerdas y broches de colgar la ropa para secar copias).
–Ahora sí, como dice el lugar común, nivelás por lo bajo: la foto del telefonito es muy simpática y, de carambola, te puede salir fenómena, pero no es serio. Lo serio es que vos digas “voy a hacer veinte fotos para hacer una muestra” y que esas fotos sean perfectas. Y para eso está la técnica.
¿No te tentó experimentar?
–Tengo setenta y ocho años.
¿Y la Internet que coloca cámaras en los inodoros y regala amantes planos como tarjetas de crédito?
–Bah. Para lo que sirve es para saber si Cate Blanchett es irlandesa o no.
¿?
–Yo decía que hizo de irlandesa en una película pero que ella es australiana. Y estábamos en una reunión y empezamos a apostar que sí, que no. Fui a Internet, busqué, imprimí... ¿Qué decía? Que nació en Australia. La fotografía digital no la hace poner el grito en el cielo ni la ve como el democratismo del clic ni la universalización del artista amateur.
–Lo que puede pasar con la foto digital es lo que pasó, salvando las distancias, con el daguerrotipo y la fotografía. Hubo un corte. Porque la fotografía que hemos hecho nosotros en el siglo XX ya no es lo que era. Ni la aproximación de uno, que es lo más importante, a los temas, ni tampoco el registro, porque todo se puede transformar de tal manera que esa esencia de la fotografía que conocemos como reflejo de la realidad, por más subjetivo que sea, se pierde hasta el punto de que se puede poner en duda si estamos haciendo realmente fotografía.
Sara Facio tiene una serie titulada Autopaisaje, donde irrumpe en una escena natural con una parte del cuerpo que subraya la posición de la cámara pero que deja afuera precisamente la zona considerada de mayor concentración de identidad: el rostro. Porque ella dice que de narcisismo, poco. Hay quienes se autoeclipsan con su propia obra con gran alharaca y... reinciden como las estrellas de rock, hay amagos que ceden a una pulsión implacable –hace unos años César Aira coqueteaba con que dejaría de escribir– y hay quienes se dan una prórroga ante la muerte utilizando lo que la actualización técnica tiene de llevadero, como Agnès Varda, a quien la camarita digital le regaló una cómoda movilidad al borde de sus ochenta años.
–¡Pero, por favor! Si para hacer esta clase de fotos ya no se consiguen papeles ni drogas. Entonces, es una etapa terminada. En los museos del mundo ya ni se puede tocar fotos. En uno de Tokio me mostraron unas con guante y barbijos. En la Portrait Galery de Londres las fotos de Lewis Carrol están en una vitrina detrás de una cortina que les tapa la luz y que vos podés levantar con la mano, pero que es tan pesada que a los dos minutos la bajás. ¡Una foto no puede tomar luz! La tenés que ver en pantalla. Entonces yo ya no voy a hacer más fotos.
¿Se puede parar? Marguerite Duras escribió hasta el final. Claro que la escritura parece más accesible.
–¿Cómo que no se puede parar? ¿No lo hizo Rimbaud? Entonces, mirá si no lo voy a hacer yo.
Es una de las excepciones. Y muy precoz.
–Muchos lo han hecho, pero lo que pasa es que a Rimbaud, como era lindo, francés y joven, todo el mundo lo recuerda.
O sea que paraste.
–Lo de romperme las manos pareció adrede. Algo me dijo: “¿No habías dicho que ya basta?”. Entonces ¡basta!

Los ojos ajenos
Por María Elena Walsh



Saper vedere. Sabiduría del ojo, suma de un don innato, una larga paciencia y el sentido de la revelación. Saber ver es amar la vida, capturar el gesto fugaz sin congelarlo, sorprender a la gente sin agredirla, ni profanar su privacidad. ¿De qué otro modo es posible que una mujer realice un inquietante strip-tease espiritual precisamente cuando se tapa la cara con las manos, cuando, como Jeanine Meerapfel, confiesa el síndrome del director de cine que se recoge en un momento de vida interior? Esa capacidad de revelar la vida interior del retratado, sea persona u objeto, permite que un fotógrafo pueda ser considerado un artista. Cuando logra que insinúe una semblanza no sólo del modelo sino de su historia y su lugar en el mundo.Sara Facio, fotógrafa gatuna, merodea sigilosa alrededor de la presa e intuye la fracción de segundo en que debe capturarla, o todo está perdido. La presa se entrega al disparador de la artista invisible que reduce al mínimo la inevitable mise en scène de la caza fotográfica o, como sucede con algunos seres encantados de posar para la posteridad, acusa el gesto estatutario y la aspiración soberbia.El libro Retratos (Editorial La Azotea), como toda selección, es un fragmento demasiado reducido del friso de nuestras vidas que Sara Facio ha escrito con luz y pasión a lo largo de varias décadas. Nuestras vidas de americanos del Sur, el paisaje humano con sus picardías, su placidez o su turbulencia. De pronto, una sola imagen resume una circunstancia de dolor compartido, como el muchacho –santo de la serie “Los Funerales del Presidente Perón”–, y esa imagen es y hace historia.Saber ver es también la consecuencia de haber mirado mucho y bien, de haber penetrado en el universo de las artes plásticas y los medios visuales, de haberse sumergido de por vida en papeles, aviones, laboratorios, libros, archivos, imprentas, alquimias varias y situaciones de riesgo. Gracias a esta sabiduría, Sara Facio ejerce una docencia involuntaria: nos enseña a detenernos en la comprensión de una imagen, a leer del derecho y del revés lo que alguna vez o nunca sucedió ante nuestros ojos, a rehusar aquel no pude ver el ver del poema de Emily Dickinson.Aunque no aspiró a la docencia, durante varios años la ejerció también desde su cargo de directora de la FotoGalería del Teatro San Martín, donde tanto la selección de expositores como la colección de catálogos por ella redactados configuran un resumen histórico –o mejor, una poética– de la fotografía contemporánea.Tampoco es posible ignorar su capacidad de promotora y su solidaridad para nuclear a colegas del mundo entero. Podemos decir que gracias a Sara Facio en nuestro país la fotografía y sus autores se han puesto en movimiento y se han realimentado después de largos años de desdichas públicas con sus inevitables formas de censura o parálisis. Ultimamente se dedica a des-componer y colorear, incluso utilizando técnicas novedosas como la fotocopia color. Por cierto que la foto pintada no es asunto nuevo, pero sí un modo de no anquilosarse en la perfección del retrato espontáneo, clásico. Si siempre huyó del retrato posado o armado, ahora resuelve captar el movimiento, la des-figuración y el coloreado, y la renovación del estilo es un riesgo que todo artista puede –debe, quizás– afrontar.Sara Facio se siente en profundidad –sin alarde ni encogimiento– hija de esta ciudad de Buenos Aires, y donde va –por ejemplo a la casa de la difícil Doris Lessing en Londres– imprime su singular carácter, no identificable gracias a algún coqueteo con manierismos o detalles folklóricos sino por una melancólica complicidad, una manera de aludir, una especie de entrega de soslayo, sin estridencias, características que Borges definiría como una suerte de pudor propio de estas latitudes.Hace mucho que algunos de estos retratos recorren el mundo y actualmente están muy solicitados por las grandes empresas internacionales de fotografía, prestigio que jamás se regala a una creadora alejada por razones geográficas y temperamentales de los centros calificadores de la cultura. Por algo será. Quizá por aquello de saber ver, de una sabiduría madura, por la constancia de acceder a una revelación en su sentido religioso. Saber ver y abrir los ojos ajenos.
Estas líneas son parte del prólogode María Elena Walsh al libroRetratos (Editorial La Azotea, 1990).

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