lunes, 25 de febrero de 2008

RadarDomingo, 24 de Febrero de 2008
Fenómenos
Un nuevo brote de janeausten-mania

Austen Powers
Fue la primera escritora con sensibilidad moderna. Escribió seis novelas, todas brillantes, y vivió sólo 42 años. Una voz clara, punzante y hermosa; una observadora irónica de las costumbres que desestabiliza todo orden. Jane Austen es la escritora siempre vigente que el cine adora adaptar. En los próximos meses, su figura vuelve a invadir la cultura pop, con las películas Becoming Jane y The Jane Austen Book Club. Y se conocerá en castellano su novela epistolar Lady Susan. Radar adelanta de qué se trata esta nueva avanzada y, de paso, homenajea a la protagonista.
Por María Gainza
Pocos autores despiertan semejante ternura en sus lectores. Sus admiradores, al contrario de lo que sucede con, digamos, Shakespeare o Byron, la llaman por su nombre de pila, Jane. A secas. Como si la conocieran de toda la vida. Tal es la capacidad de Jane Austen (http://www.edicionesdelsur.com/jane_austen.htm de generar intimidad. No debe sorprender entonces que cada tanto una ola janeaustiana rompa sobre la escollera de la cultura pop y, si bien no arrase con todo, salpique lo suficiente para que advirtamos su presencia. Ahora, en el horizonte no tan lejano, vemos subir el agua: dos películas, Becoming Jane y The Jane Austen Book Club, más una edición inédita de la novela epistolar Lady Susan (en marzo en las librerías), vuelven a poner a la reina de la ironía doméstica en su trono. Y la apacible tranquilidad familiar, así como la conocemos, tiembla. Después de todo, Jane Austen puede producir más drama en el corazón de un hogar que la mayoría de los autores en un naufragio, un incendio o una batalla naval.






















El único retrato que se conoce de Jane Austen, un dibujo en lápiz y acuarela que realizó su hermana Cassandra.


I
Es una verdad universalmente reconocida que toda novela de Jane Austen anda en busca de un director que la lleve a la pantalla. Pero hay un límite a cuántas remakes de Orgullo y prejuicio se pueden hacer, cuántas actrices pueden interpretar Emma o cuánto sexo se le puede agregar a Persuasión. Sumado a que Jane Austen misma ha dado claras señales de que no piensa seguir escribiendo. La solución es simple: si no quedan novelas, hagamos de su vida una novela. Eso pensaron los productores de Becoming Jane y convirtieron a la autora en una heroína al estilo Austen. De paso se garantizaban un vestuario adorable, soñadas casas de piedra y un diálogo picante.
El asunto es que nadie que haya estudiado la vida de Jane Austen se la confundiría con la de, por ejemplo, Hemingway o Burroughs. Dicen que había en la rutina diaria de la novelista inglesa una marcada ausencia de deportes extremos y de drogas. “De eventos, su vida estuvo singularmente vacía”, escribió su sobrino Austen-Leigh. Un poquito de escándalo hubiese sido aconsejable. Como no lo había, hubo que inventarlo.
Anne –El Diablo se viste de Prada– Hathaway es la actriz principal y se parece tanto a Jane Austen como Scarlett Johansson se parecía a la chica de Vermeer en La joven con el aro de perlas. La película cuenta la hipotética historia de amor entre Jane y Tom Lefroy, un abogado irlandés a quien la escritora conoció en un baile por la Navidad de 1795. Cuando unos días después se separaron, ¿fue el final de un coqueteo intrascendente o una tragedia que marcaría su literatura futura? El director Julian Jarrold no tiene dudas, lo que lo animó a exagerar el suceso hasta convertirlo en un drama épico. Drama que alcanza su total desconsuelo cuando, muchos años más tarde, un maduro Lefroy se topa con la ahora exitosa Jane y le permite saber a través de sus ojos vidriosos que aún lamenta “lo que pudo haber sido”.
La película supone, un poco absurdamente, que todos los elementos de Orgullo y prejuicio estaban en la vida de Jane prontos a ser llevados a un libro. La madre obsesionada con casar a su hija y verla trepar por la escalera social: “El afecto es deseable; el dinero, absolutamente indispensable”; el padre soñador, más apoyo emocional que financiero; y el joven arrogante, prototipo de Darcy (en el papel, James McAvoy recuerda a un Bob Dylan en sus años de trovador), que visita la casa de Jane y se burla de sus intentos de hacer literatura.
La verdad es que se sabe poco de la relación. En sus cartas a su hermana Cassandra, casi el único documento histórico que sobrevive, Jane lo menciona unas dos veces. Parece que la relación generó cotorreo: “Casi tengo miedo de decirte lo que hicimos mi amigo irlandés y yo. Imagínate lo más libertino y asombroso en la manera de bailar y de sentarnos juntos. Sólo tiene un defecto... que confío que el tiempo eliminará totalmente: es que lleva un chaqué demasiado claro”. Cinco días después: “Confío en recibir una oferta de mi amigo en el curso de la velada. La rechazaré, desde luego...”. Para los lectores de Austen es difícil de lamentar. El verdadero Lefroy terminó siendo jefe de Justicia de Irlanda y la idea de Jane como una esposa devota compartiendo sus soirées con la crema de la profesión legal, en lugar de sentarse tranquila en su casa a escribir sobre Emma Woodhouse, es horrible.
La Jane de Anne Hathaway es inteligente y creíble, pero nunca asoma en ella aquella observación infatigable (“Busco un sentimiento, una ilustración o una metáfora en todos los rincones de la habitación”), aquel constante ver lo que otros no, que está presente en cada línea que escribió la autora. Pero una vez que se admite que la Jane de la pantalla poco tiene que ver con la Jane real, la película es linda de ver.
II
No ocurre lo mismo con el bodrio colosal de The Jane Austen Book Club. Una adaptación del best-seller de Karen Joy Fowler sobre un grupo de mujeres en crisis, fanáticas de Austen, que se reúnen a leer sus libros y ven sus vidas reflejadas en ellos. Seis personajes, seis novelas, seis meses para leerlos. El infantilismo, las risitas, las mujeres –su parecido a mujeres de verdad es tenue– discutiendo si tal personaje es atractivo o no, resultan tan irritantes como una uña arañando un pizarrón. Es la clásica película para chicas, lo que los norteamericanos llaman chick-flick. Y, en rigor de verdad, no merece más que un párrafo. Aunque, nobleza obliga, hay que admitir que hace el uso más zarpado de Austen del que se tenga memoria cuando un apetecible mozalbete se tapa su erección con un ejemplar de Persuasión.
Dentro de la austen-manía, la edición de Lady Susan por la flamante editorial La Compañía es, por lejos, lo mejor. Una novelita de ciento y pocas páginas donde, a través de una serie de cartas, se despliegan las intrigas de Lady Susan Vernon. Un ser amoral, una psicópata y viuda reciente que pergeña matrimonios de conveniencia para ella y su sometida hija. Lady Susan es fascinante como personaje porque no tiene nada querible, y aún así no cae en desgracia sino que, como muchas veces ocurre en la vida, de una manera u otra termina saliéndose con la suya. Es seductora y perversa, y escribe cartas delirantes, un poco como lo hacía otro ser adorablemente atractivo, el Vizconde de Valmont en Las relaciones peligrosas (1782), obra cuyo formato epistolar probablemente inspiró a Jane. Escrita en algún momento antes de 1805 pero publicada recién en 1871, la novela parece ser la única vez en que la autora centró su atención en la decadente alta sociedad londinense. Ya que, por lo general, Austen afilaba su pluma sobre el microcosmos pueblerino. Ella misma señaló: “Unas tres o cuatro familias en una ciudad rural forman la base material de trabajo”.
III
Nadie sabe a ciencia cierta cómo era físicamente Jane Austen. No hay un retrato definitivo salvo el torpe dibujo en lápiz y acuarela que dejó Cassandra. Allí se ve a una mujer simplona, del lado incorrecto de los treinta. Tan común que hace poco la editorial Wordsworth decidió fotoshopearla y agregarle extensiones y colorete. Parece ser que una de las escritoras más inspiradas de todos los tiempos no era suficiente inspiración para poner en la tapa de sus libros. Aun cuando debajo de su gorrito y de esos ojos almendra ardiera la primera sensibilidad moderna.
“Dudo que sea posible mencionar a otro autor notable que haya vivido en tan completa oscuridad”, escribió su sobrino. Atribuir opiniones en base a sus libros es peligroso, pero se puede decir que a Jane no le interesaba un comino estar casada. En una de sus cartas menciona que recibió una propuesta de matrimonio. La aceptó y al día siguiente la rechazó. No quería casarse con un hombre soso, con el carisma de un palito, fuera rico o pobre. Y creía que una mujer joven, soltera y con inteligencia era una criatura maravillosa, con absoluto poder –aunque sea el poder de resistirse– sobre los deseos de un hombre. Austen veía la fragilidad de la circunstancia. La fuerza de la fragancia y la delicadeza de la flor.
La verdadera Austen existe en sus novelas como una inteligencia veloz, haciendo observaciones generales para un minuto después meterse en la cabeza de algún personaje y después correr al jardín y escuchar una conversación en voz baja a través de un seto. Su técnica es viva y brillante. Hay quienes le critican su desconexión del mundo. Es verdad que por sus novelas nadie sospecharía que Inglaterra estaba en guerra con Napoleón. Y sus opiniones sobre la esclavitud o el imperialismo jamás se escuchan. Puede parecer extraño que una de las autoras que más amplió la conciencia moderna haya estado preocupada exclusivamente por comprar muselina a cuadros, por saber si el pato y el jengibre en conserva estarían listos para la cena o si las fresas del jardín ya estarían maduras. No obstante, puede que justamente ahí radicara su genialidad: en la capacidad de darles la espalda a los grandes asuntos para volver su mirada sobre la vida, siempre tan sostenida por alfileres, de personas comunes.
Es probable que Orgullo y prejuicio sea su novela más graciosa y Persuasión, la más lograda. Pero lo que hace a sus historias tan seductoras, es la forma en que la ironía se despliega. Lo que es absurdo para nosotros no lo es para los personajes. Porque ése es su mundo, el único que tienen y, en realidad, el mismo que el nuestro, sólo que nos ha sido dado el privilegio de reírnos de él desde afuera. Suponemos que el tonito punzante del narrador es Austen misma. Pero es difícil de saber. ¿Ella satiriza cosas que encuentra tontas o por las que se siente atraída? Su burla, ¿revela o cubre sus sentimientos? De todas formas, su humor es lacerante: “Ayer, la señora Hall de Sherborne dio a luz a un niño muerto, unas semanas antes de lo que esperaba, por culpa de un susto. Supongo que miró a su marido sin darse cuenta”.
IV
Jane Austen nació en 1775 y murió en 1817, a los 42 años. Dejó seis novelas. Todas sobre amor, herencias y matrimonios. Las heroínas son mujeres jóvenes e inteligentes. El lenguaje es elegante. Las oraciones, hermosas. El ingenio, devastador pero no vicioso. Su voz, clara, cristalina como arroyito de montaña. Abran cualquiera de sus novelas y la sabiduría vuela de las páginas, expandiéndose mucho más allá del drama angosto del ámbito familiar. Un par de frases cualesquiera, al azar: “Era una persona simple. La empresa de su vida la cifraba en casar a sus hijas; sus distracciones eran el visiteo y los chismes”, es una observación compacta sobre clase y naturaleza humana en apenas veintitrés palabras. Todas las novelas terminan con matrimonios apropiados (aunque la idea de pasarse el resto de sus días hablando con Mr. Knightley puede resultar perturbadora). Los argumentos tratan sobre cómo las mujeres obtienen esos matrimonios.
Charlotte Brontë acusaba a Jane de ser demasiado cerebral y falta de pasión. Pero toda adolescente, en algún momento, cree ser Elizabeth Bennet, no todas creen ser Jane Eyre. Todos conocemos a una mujer tratando de decidir si un tipo es el adecuado para ella. No todos conocemos a un tipo adecuado que guarda una loca en el altillo. Qué lástima que Jane Austen naciera antes que Mark Twain. Qué hubiera dicho –irónicamente– sobre él. Quizás hubiesen sido almas gemelas guiñándose el ojo por sobre el pianoforte cuando nadie miraba.

Enlaces:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-2557-2006-03-17.html

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-3046-2006-06-04.html

Domingo, 04 de Junio de 2006

Charlotte Brontë
La pupila rebelde
Unas cartas recién encontradas revelan las tretas de Charlotte Brontë para dejar intacta Jane Eyre, pese a las amenazas del director del colegio que la novela hizo célebre por su maltrato.




















Acaban de encontrarse unas cartas escritas por el director de la institución donde se educó Charlotte Brontë para obligarla a retractarse por los improperios que había en Jane Eyre contra su propio colegio. Lo más notable es que a pesar de las presiones y de que Charlotte efectivamente se disculpó, el libro no sufrió modificaciones y por lo tanto la literatura registró para siempre la pésima fama de ese colegio en cuanto al maltrato a sus pupilos. Cuando pasaron ya más de 150 años de su fallecimiento, más de un millón de fanáticos de Charlotte Brontë (1816-1855) van a visitar anualmente su ciudad materna de Haworth, en el norte de Inglaterra, para rendirle tributo a su admirada escritora. Y su obra más celebrada, Jane Eyre, es por su parte ampliamente reconocida como una de las obras más importantes de la literatura inglesa del siglo XIX. Sin embargo, la agudeza de Charlotte Brontë a la hora de describir en su novela los constantes maltratos y abusos ejercidos en Lowood School, copia literaria de la Clergy Daughters School, institución inglesa donde padeció sus años de formación, no le salió tan barata. Se acaban de encontrar una serie de cartas en las que el reverendo William Carus-Wilson, director de la institución, colmado de flema identificatoria al leer el retrato que la novela –publicada en 1847– daba del agresivo Mr. Brocklehurst, exigió a su antigua pupila que se retractara porque, de lo contrario, iniciaría una causa legal en su contra. Las cartas, que fueron curiosamente descubiertas entre una pila de documentos que estaban en posesión de un viejo vendedor de libros, serán rematadas a partir del mes próximo por la casa Mullock Madeley al el costo base de 247 dólares, según lo acaba de anunciar el experto en documentos históricos Richard Westwood-Brokes. Lo que primero salta a la vista es que la amenazadora correspondencia del educador religioso logró sus efectos: Charlotte Brontë, de hecho, escribió una carta disculpándose públicamente por la descripciones de la escuela y, lo que resulta aun más llamativo, acató la orden de reescribir las partes en que la Clergy Daughters School quedaba bastante mal parada. Pero si bien la pizpireta hermana de Emily y Anne le envió al reverendo un manuscrito de más de mil palabras refiriéndose a la institución en mejores términos, es obvio que la escritora se salió con la suya. No está claro todavía cómo fue el lento proceso de persuasión, pero lo cierto es que, finalmente, el maléfico reverendo nunca inició la causa legal (probablemente un poco apaciguado por las disculpas públicas de su pupila) y ella nunca llegó a retocar oficialmente la obra que quedó tal como podemos leerla ahora. Es decir que el pasaje que reescribió Charlotte no alcanzó a ser publicado, y según Westwood-Brookes, de ponerse a la venta ese manuscrito, valdría mucho más que las cartas.





RadarLibrosDomingo, 24 de febrero de 2008

El gótico texano
William Goyen mantuvo una ardua lucha contra la falta de reconocimiento en la literatura norteamericana. Nacido en un pueblo de Texas, entretejió un imaginario del sur profundo con indios, mexicanos, cowboys y trabajadores golondrina. Luego fue tan olvidado como poco reconocido en vida. La aparición de La misma sangre y otros cuentos (con traducción de Esther Cross) marca el lanzamiento de la flamante editorial La Compañía (junto a Lady Susan de Jane Austen) y una oportunidad para descubrirlo o revisitarlo.






















Por Esther Cross


En Estados Unidos, en Texas, en una casa del pueblo de Trinity, un chico ensaya música en un teclado de cartón, bajo una frazada hecha de retazos tejidos por las mujeres “hipersexuadas” de la familia. Para su padre, un vendedor de leña, tocar el piano no es cosa de hombres. Su madre le compró, a escondidas, un curso de música por correo, para que ensaye en secreto. Mientras toca, el chico oye lo que hablan en la sala: una mujer vio un fantasma en la zapatería y dicen que el aserradero va a convertirse en una fábrica. Son los años ’20. El chico se llama William Goyen. En poco tiempo va a convertirse en escritor.
Las “artes calladas” son lo suyo y por eso empieza a escribir. “Nadie podía oír o saber lo que hacía al escribir, igual que con mi piano de cartón.” Tanta represión resultará, al desatarse, en un estallido. El escritor oculto se revela. Será un escritor incómodo para sus contemporáneos, otro norteamericano fuera de lugar en su país. Lo que le pasa de chico en el pueblo le pasará más tarde entre los suyos y a gran escala.
“¿Por qué estoy aquí, solo, en este cuarto, exiliado, aislado de ellos, que están ahí nomás, del otro lado de la puerta?”
Goyen se hacía preguntas todo el tiempo, aun en medio de una entrevista; él era así.
“Mi infancia transcurrió en ese mundo medieval de terror. Había un hombre que predicaba la salvación de mi alma en el camino, frente a casa. Pero en lo alto de la colina los chicos del Ku Klux encendían sus cruces. Los vi perseguir por la calle a unos negros que corrían mientras se quemaban vivos, untados de brea, con plumas pegadas al cuerpo. Los veíamos pasar. Nadie decía nada. Era como ser judío y que ellos fueran los nazis. Era el horror. Todo eso está relacionado con la brutalidad con que comencé a escribir, y con la salvación. Ese horror no es algo del pasado. Es algo que sigue. Los campos de concentración en Beirut, por ejemplo. Sin ir más lejos, Hollywood es un lugar totalmente violento.”
El chico mira, hipnotizado, esa violencia. Sólo podrá redimirla e interrogarla al escribirla. “No me interesan las infidelidades de las amas de casa de los suburbios de Nueva York. Sus vidas, sus encuentros sexuales y sus divorcios me parecen triviales.”
El se dedica a otros temas. Escribe sobre fantasmas, encapuchados, incesto, violaciones, historias secretas del pueblo y el aserradero. Escribe sobre hermafroditas, sobre una hermana negra y otra blanca, sobre mujeres barbudas (¡que están felices con su barba!) y otros portentos “que cobran valor y se vuelven preciados en las ciudades mientras que en el campo son simples cuestiones de hecho”. Para hacerlo, no va a cantar bajito y suave. Todo lo contrario.
Va a contar esas historias al compás de la música que tocaba en la cama, con la fuerza de la postergación, con la cadencia de la voz de su madre. “Su tonada se convirtió en mi voz al escribir.” De grande, la llamará seguido por teléfono para tomar nota de sus dichos y afinar esa voz con la suya por escrito.
Los Goyen se mudan de Trinity a Houston cuando el chico tiene ocho años. Es, como en sus cuentos, la época del gran cambio en Texas. Familias enteras migran del campo a las ciudades, que generan sus metástasis de suburbios y pueblos movedizos. Las autopistas van a borrar lugares cargados de leyenda. Están los que se adaptan y los que se resisten. Goyen no está en ninguno de esos bandos. Goyen no tendrá opción. Su suerte ya está echada. No podrá huir de ese lugar encantado, maldito. Durante toda la vida, la memoria de ese lugar va a seguirlo a todos lados. Escribirá historias que pasan en el campo e historias que pasan en las ciudades pero las historias de las ciudades tienen personajes de su mundo especial –una princesa texana que vive en Venecia, por ejemplo–. Todos los caminos lo conducirán a Texas.
“Viví toda mi vida en esos siete años y la manera de redimir esa experiencia fue la escritura. Sin la escritura, sin el proceso de la memoria y su experiencia espiritual, que es el estilo, ¿qué hubiera hecho? ¿Me habría convertido en un adicto, en una especie de evangelista? Me pasé los primeros años de mi vida de escritor reportando el mundo de ese pueblo y fabricándolo en ficción.”
Receta para fabricar en ficción un lugar que ya existe: lo primero que hace es cambiarle el nombre, como Puig con Vallejos, como Faulkner con Yoknapatawa. Trinity se convierte en Charity. Charity tiene cementerio, fantasmas, casas encantadas, cuevas, familias... y si hay familias, hay tragedias. En Charity está la casa de la infancia, que tiene una puerta que lleva al mismo tiempo a lo mejor y lo peor de la vida. En Charity, la gente se sienta en el porche a esperar. Los habitantes de Charity son personas que lo han perdido todo y sin embargo esperan.
“Son gente esperanzada, abierta a algo, a eso que llaman la Segunda Venida. La gente de esos pueblitos fue criada para eso: para esperar el fin del mundo, las trompetas, y liberarse del duro trabajo de todos los días. Se trata del renacimiento, de la nueva vida, del paraíso: la liberación del dolor, las limitaciones, el trabajo.”
Charity está, así, cargado de expectativas, sumido en una espera fantasma, en una quietud con vida propia. Charity tiene todo lo que tiene que tener un pueblo, hasta un delator, un escritor que cuenta, asombrado, lo que todos guardan en secreto y dan por sentado. “No solicitaría una hipoteca en el banco de Trinity”, bromeará Goyen después.
Goyen se convierte en un traidor. Como dice Joyce Carol Oates, “qué ironía que el escritor que ve y siente esas cosas sea tildado de loco por los suyos, como si la capacidad para asimilar los horrores sin hacer comentarios fuera un síntoma de cordura”. Eso es lo que, según Joyce Carol Oates, convierte a Goyen en un visionario en problemas.
En Houston, el chico se recibe en la universidad con un master en arte pero no tiene suerte. Le tiene pánico al agua y la guerra lo sube a bordo del barco de guerra “Casablanca”.
Vivió en ese barco entre 1939 y 1944. “Tuve que estudiar balística y manejar armas antiaéreas. Era una vida monástica impuesta, nunca pude superar esa época y me llenó de resentimiento. Me volví loco y en el cuarto año tenía que tomar morfina. Estábamos cerca de la costa japonesa.”
La maldición, el hechizo de la infancia, el lugar de sus primeros años, llega hasta ahí. Cuando hace guardia o cuando se esconde en un bote salvavidas, empieza a escribir La casa del aliento, su primera novela. Vaya a donde vaya siempre estará en Charity.
Después de la guerra, trabajó como mozo cerca de Taos, en Nueva México, donde se hizo amigo de Frieda, la mujer de D. H. Lawrence.
Goyen vivía con tres indios, trabajaba en la posada, tomaba el té con Frieda Lawrence y conocía a otros escritores, como Tennessee Williams, “que se moría todo el tiempo”. Pero en el rancho de barro y más tarde en Londres, Roma, Nueva York y otras ciudades de los Estados Unidos, Goyen no puede escapar de Trinity.
Nunca nos recobramos de nuestro lugar de origen.
Goyen convirtió esa marca en una decisión. Presionaba a sus alumnos para que hablaran de sus lugares de origen. ¿Dónde nacieron?, les preguntaba. ¿Cómo era todo ahí?, quería saber.
“El lugar –decía–, lo es todo”; lo consideraba esencial en la formación de la memoria, que es la fuente de la identidad. Le preocupaba que sus alumnos se negaran a reconocer un lugar de origen. Le aterraba que sus historias transcurriesen en el paisaje de un campus. Les decía que los hoteles Howard Johnson son idénticos en Miami, Kansas y Washington, que hay una tendencia a igualar los paisajes pero que nadie puede borrar la memoria del origen. El escritor escribe siempre, pensaba, desde ese lugar. ¿Cómo escribir si no lo reconoce?
El chico que hacía música clandestina se transformó en un profanador de historias. Buscó la canción enterrada, la vida oculta de las personas, su mundo secreto.
La palabra mundo significaba, en su lenguaje, canciones. Le gustaba decir que sus cuentos eran canciones y los clasificaba como folks, baladas o rapsodias. Eran los ritmos de su pueblo, de ese mundo donde convivían indios, mexicanos, cowboys y granjeros. Convivían resulta, se sabe, un eufemismo en los Estados Unidos.
Estaba obsesionado con sus personajes. Sus personajes le parecían misteriosos y les hacía preguntas. Observaba sus reacciones. Los indagaba hasta en la muerte. ¿Por qué se tiró un hombre al río que ya no tiene agua? ¿Por qué esa chica murió con la mano cerrada? ¿Quién es el extraño apuñalado que encuentran unos chicos tirado en medio del campo? El narrador se pasa horas mirando los cuerpos de sus personajes muertos, como si así pudiese descubrir una clave. Es un escritor antropólogo forense.
Goyen escribió novelas, cuentos, obras de teatro, guiones de televisión y críticas. Dio clases de escritura y trabajó como editor de ficción durante seis años en McGraw-Hill (“En los últimos años me sentía incómodo, hambriento; era porque no estaba escribiendo”).
Se casó con la actriz Doris Roberts y le atribuyen un romance con Katherine Anne Porter. También escribió una biografía de Jesús. Dicen que en esa época iba a fiestas y reuniones con la Biblia en la mano, que se sentaba en un rincón y leía en voz alta.
Cuando le preguntaban si Faulkner había sido una gran influencia, reconocía su importancia pero aclaraba que no era una influencia porque no lo había atravesado. Explicaba que, si bien él era –como Faulkner, Flannery O ‘Connor y su amiga Carson McCullers– un escritor del Sur Profundo, era sobre todo un escritor de Texas. El paisaje de sus cuentos era el del este de Texas; un paisaje que describía como pastoral, fluvial, con sombras de árboles, misterioso y embrujado. Desde Goyen, además del gótico sureño, existe el gótico texano. Están los blancos y los negros pero suman los indios, los mexicanos, los cowboys y los trabajadores nómades.
En el mundo de Goyen, los opuestos conviven en tensión permanente y eso no es un problema aunque es, al mismo tiempo, algo sorprendente. Donde hay ternura, hay violencia. Donde hay amistad, hay traición. Lo que nos bendice es lo que nos condena.
Las historias de deslealtad y traición también estuvieron presentes en su vida. Truman Capote lo admiraba y lo había apadrinado cuando daba sus primeros pasos en el mundo editorial. Capote y Goyen se hicieron amigos. Sin embargo, al tiempo, Goyen no tuvo problemas en escribir un comentario negativo sobre Desayuno en Tiffany’s y negativo es, en realidad, un eufemismo para describir lo que hizo: pintó a Capote como un escritor sentimental que creía en San Valentín, como un practicante de “técnicas de vaudeville”, con una tendencia a sobreactuar en la escritura y superproducir a los personajes, más propia de un hombre del espectáculo que de un escritor.
Capote nunca lo perdonó. Lo calificó de traidor (“Al principio de su carrera me presté muy amablemente a ayudarlo y no obtuve otra recompensa que la pura traición”). Goyen estaba convencido de que su crítica había sido justa y con el tiempo aceptó que no pertenecía a ninguna generación de escritores.
No tenía nada que ver con Scott Fitzgerald (“no conocí su vida sofisticada”). Hemingway le parecía “uno de esos brutos que conocí en Texas, de los que quería escapar”. Se sentía ajeno a la elegancia de escritores como Styron y Mailer. La sobriedad no era su ideal, la precisión y la mesura no iban bien con su voz, no eran apropiadas para dar cuenta de las historias que contaba. Aunque fue un autor apreciado en Europa, Goyen no tuvo la misma suerte en su país.
Se quejaba:
“Creo que merecía reconocimiento. Me refiero al reconocimiento de mi existencia como escritor norteamericano. No hablo de aprobación o de desprecio. Pero levanto la mano y digo: ¡Oigan! Presente. Aquí estoy”.




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