24 de mayo de 2018
A los 85 años, murió el escritor estadounidense
Philip Roth
La genial inmersión de lo literario en la realidad
Autor de Pastoral americana, La lección de anatomía
y El mal de Portnoy, entre muchos otros títulos, fue uno de los grandes de la
literatura del siglo XX. Uno de esos escritores que hacían que la ficción
pudiera abarcarlo todo.
Por Silvina Friera
Goodbye, Philip, el último novelista vivo de una luminosa generación de escritores estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX. La literatura se lo permitió todo: la impúdica e hilarante diatriba de su personaje Alexander Portnoy con su psicoanalista o el grito de un neurótico desesperado: “¡No dispare, soy un escritor serio”, de Nathan Zuckerman, un novelista que podría ser la cruza perfecta entre Peter Pan y Franz Kafka, un judío culto, angustiado y cómico a su pesar, una suerte de alter ego elevado a la enésima potencia porque parece más “real” que sus demiurgos, tan encantador como polémico, que apareció en novelas como las que integran la Trilogía americana –Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000)– y también en La visita al maestro (1979), Zuckerman desencadenado (1981) y La lección de anatomía (1982). Lo que no le dio la literatura –o más bien la mezquindad de “voces autorizadas” que serán tragadas por el olvido– fue el Premio Nobel de Literatura. Quizá haya sido mejor así. Ahora está en muy buena compañía junto a “los sin Nobel” como Jorge Luis Borges, James Joyce, Kafka y Virginia Woolf, entre otros. Ha muerto Philip Roth, el martes por la noche en Manhattan, a los 85 años, a causa de una insuficiencia cardíaca.
Philip Milton Roth había nacido el 19
de marzo de 1933 en Newark (Nueva Jersey), la mayor de las ciudades al otro
lado del río Hudson que muchos años después, en la década del 60, sería uno de
los escenarios de la confrontación racial. Era el segundo hijo de Herman y Bess
Roth, una familia judío-estadounidense que había emigrado de la región
ucrano-polaca de Galitzia. Después de la educación secundaria, Roth fue a la
Universidad de Bucknell, donde comenzó un doctorado en Filosofía que nunca
terminó. Cambió de rumbo y se fue a la Universidad de Chicago, donde alcanzó
una maestría en literatura inglesa y comenzó a enseñar escritura creativa. En
Chicago conoció a Saul Bellow (1915-2005), a quien admiró con devoción y de
quien fue amigo –“a diferencia de aquellos como nosotros que arribamos al mundo
aullando, ciegos y desnudos, Mr. Roth aparece de entrada con uñas, pelo,
dientes, hablando coherentemente y escribiendo como un virtuoso”, afirmó
Bellow– y a Margaret Martinson, quien se convertiría en su primera esposa, una
mujer a la que se la definió –cultura de machos alfa mediante– como inestable y
colérica, que no controlaba sus emociones, bebía mucho y era una mentirosa
compulsiva. Lo cierto es que fue una relación destructiva en la que hubo un
intento de suicidio de ella y necesidad de psicoanalizarse por parte de él para
superar los traumas que le dejó ese matrimonio que se extendió entre 1959 y
1963, años que coinciden con la publicación de la novela corta y los cinco
relatos de Goodbye, Columbus (1959) –con el que ganó el prestigioso National
Book Award en 1960– y su primera novela Deudas y dolores (1962). Esta
experiencia inicial dejó una marca indeleble que fue capitalizada a través de
varios personajes femeninos del escritor como Maureen Tarnopol en Mi vida como
hombre (1974) y Mary Jane Reed en El mal de Portnoy (1969).
Nadie como Roth para tensar las
fronteras entre la realidad y la ficción. Las tensiones estallarían para
desplegar un halo de polémica que siempre acompañaría al escritor. El tratamiento
sarcástico de la sexualidad de Alexander Portnoy, un masturbador compulsivo
obsesionado con su madre, puso en pie de guerra a un grupo de rabinos que lo
acusaron de antisemita. Las feministas lo criticaron por ser un flagrante
misógino. Hacer “la gran Roth” sería amotinarse para continuar demostrando en
el campo de batalla de la escritura –una lucha a brazo partido que abandonó en
2012, cuando anunció para asombro de muchos que ya no tenía nada más que
escribir– que “la literatura no es un concurso de belleza en el plano moral”.
El escritor estadounidense fue “feo, sucio, malo e irreverente”. El New Yorker
calificó a El mal de Portnoy como “uno de los libros más sucios jamás
publicados”. Empujó tan lejos el elemento cómico y escribió ese monólogo en un
tono tan subversivo y “confesional” –acaso influido por la lectura de J. D. Salinger–
que causó un profundo escándalo en la sociedad norteamericana. Casi de la noche
a la mañana, el escritor se convirtió en alguien famoso a quien los lectores
increpaban por la calle, confundiendo escritor con personaje: “¡Eh, Portnoy,
déjatela en paz!”. Después le ocurriría lo mismo con Nathan Zuckerman.
Claudia Roth Pierpont, periodista y
biógrafa del escritor, autora de Roth desencadenado, ha leído todos los libros
de Roth, dos veces por lo menos cada uno, y cuenta que no entiende por qué lo
califican de misógino. “Es cierto que contienen descripciones sexuales
masculinas muy honestas, pero en ellos también encuentras grandes personajes
femeninos”, opina la biógrafa, que se considera feminista. “Las novelas de Roth
están llenas de personajes femeninos que son terribles y divertidos, pero
también de personajes masculinos que son igualmente terribles y divertidos. A
veces pienso que esa acusación proviene más del mundo en el que vivimos que de
los libros. Me recuerda a las acusaciones que recibieron sus primeros trabajos
por parte de la comunidad judía, que por aquel entonces estaba muy nerviosa y
no aceptaba las bromas porque en aquel momento se encontraba en una posición
demasiado vulnerable. Eran los 50 y los 60, la guerra y algunas experiencias
terribles quedaban demasiado cerca y la sensación general era que la ropa sucia
se lava en casa. Con las críticas de las mujeres creo que pasará algo parecido.
Sus personajes femeninos no son santas, pero es que Roth no sería un buen
escritor si sus personajes fueran unos santos”.
Harold Bloom –que aseguró que el chorro
de creatividad de Roth es “casi shakespeareano”– lo incluyó en una suerte de
Olimpo de la literatura estadounidense junto a Don DeLillo, Thomas Pynchon y
Cormac McCarthy, tres narradores que ya han superado los 80 años. “En términos
de diseño total y de inventiva y de originalidad, creo que Philip es lo que
está más cerca de lo mejor”, subrayó Bloom. Más allá de esta especie de unción
canónica, el héroe de Newark construyó su apabullante obra con la convicción de
que desde el territorio omnipresente de la ficción podría abarcarlo todo: la
gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, el macartismo, la hipocresía moral,
la paranoia colectiva, los ideales americanos y la traición, el fanatismo
político, la identidad personal, la familia y el sexo. Aunque quizá sea una
empresa inútil intentar capturar el estilo literario de Roth, seguramente se
podría establecer una especie de núcleo duro de coincidencias en torno a una
cuestión: la inmersión de lo literario en la realidad, que encarna en Nathan
Zuckerman, ese alter ego que en un juego de metaficción es creado por otro
alter ego, Peter Tarnopol de Mi vida como hombre. Lo más significativo es que
Zuckerman no es el foco narrativo unívoco donde se refugió Roth, sino que
devino una suerte de catalizador polivalente a través del cual otros exponen
sus historias. Lo eligen a él para que sea el narrador. Rodrigo Fresán propone
una certera interpretación cuando reseña la reedición de Zuckerman encadenado:
“De ahí que no sea arriesgado afirmar que Roth se encuentra a sí mismo recién
cuando encuentra a Zuckerman. Y que estas primeras entregas funcionan como una
educación sentimental y cerebral no sólo de un personaje, sino, también, de la
persona que mueve sus hilos a menudo confundiendo vida y obra en pos de lo que
el mismo Roth definió como ‘la creación de espejos del yo’”. No viene mal
recordar que la importancia de Zuckerman excede incluso las páginas que
escribió el estadounidense. Hay un breve cameo intertextual de Zuckerman en El
suelo bajo sus pies, novela del británico Salman Rushdie. En esos “espejos del
yo” se reflejan, como en un loop visual inconcluso, un Zuckerman que es Roth y
un Roth que es Zuckerman. En Engaño (1990), probablemente una novela “menor” si
la compara con otras, hecha en base a diálogos, un escritor llamado Philip que
escribe un libro de un tal Zuckerman y tiene un relación con una dama inglesa
con la que mantiene los diálogos, hay quizá una “declaración de principios”
literaria: “El capricho es lo que hay en el fondo de la naturaleza de un
escritor, exploraciones, fijaciones, aislamiento, malignidad, fetichismo,
austeridad, frivolidad, perplejidad, infantilismo, etcétera. La nariz en la
costura de la prenda interior… ésa es la naturaleza de la vida del escritor”.
Roth hundió la nariz en la costura de
la prenda interior del sueño americano para pulverizarlo, como lo hizo en la excepcional
Pastoral americana, y ganó el Premio Pulitzer en 1998. El “Sueco” Seymour
Levov, el protagonista de la novela, es el paradigma del triunfador, un
excelente atleta que se casó con una Miss New Jersey 1949, con quien tuvo una
hija, Merry, una joven tartamuda que en 1968 se une a un grupo político opuesto
a la intervención norteamericana en Vietnam. ¿Qué sucedió para que Merry
cometiera tres asesinatos? La pregunta martiriza al Sueco: “¿Odiar a Estados
Unidos? ¿Por qué? Él vivía en Estados Unidos como vivía dentro de su piel.
Todos los placeres de sus años jóvenes fueron placeres norteamericanos, su
éxito y su felicidad fueron norteamericanos, y no tenía necesidad de seguir
manteniendo la boca cerrada sólo para reducir el odio de su hija ignorante. Qué
solitario se sentiría sin sus sentimientos norteamericanos”. Roth incurrió en
la insoportable corrección política, en La mancha humana, una de las peores
epidemias de principios de este siglo, para narrar cómo se resquebraja la
reputación de Coleman Silk, un profesor maduro y culto que pregunta si dos de
los estudiantes que suelen faltar se han desvanecido como “humo negro”. La
expresión poco afortunada es convertida en un ataque racista por uno de los
estudiantes y desata un calvario sobre Coleman que lo hunde en la destrucción.
Roth hundió su nariz en el duelo intolerable que implica ser testigo de la
agonía y la muerte de su padre en Patrimonio (1991). Roth hundió su nariz en
las regiones más oscuras de las experiencias humanas, como en La conjura contra
América (2004), donde explora lo que hubiera pasado con una familia de origen
judío como los Roth si en las elecciones de Estados Unidos un candidato
republicano filonazi, antisemita y aislacionista, como el popular aviador
Charles A. Lindbergh, le hubiese arrebatado la victoria a Franklin D. Roosevelt
en 1940.
Cómo no acordar con
Eduardo Lago cuando advierte que “de Philip Roth se podría afirmar lo que dijo
Borges a propósito de Quevedo: ‘No es un escritor, es una literatura’”. Una
literatura que segregó más de treinta libros y se despidió con Némesis (2010),
la última novela que publicó, que transcurre durante la epidemia de polio que asoló
a Estados Unidos en 1941. En 2011 ganaría el Man Booker International por el
conjunto de su obra y en 2012 obtendría el entonces llamado Príncipe de
Asturias de las Letras –hoy rebautizado Princesa de Asturias–, el mismo año en
que anunció que dejaría de escribir. No pudo asistir a la ceremonia en Oviedo
por una operación en la columna vertebral. Pero envió unas palabras de
agradecimiento. “Soy un escritor estadounidense. La historia de los Estados Unidos,
las vidas estadounidenses, la sociedad estadounidense, los lugares
estadounidenses, los dilemas estadounidenses –la confusión, las expectativas,
el desconcierto y la angustia estadounidenses– constituyen mi temática, como lo
fueron para mis predecesores estadounidenses durante más de dos siglos. ¿Qué
pueden significar mis historias estadounidenses para los lectores españoles?
¿Cómo puede mi retrato de la vida de los estadounidenses en novelas mías como
Pastoral americana, Me casé con un comunista o La mancha humana competir con la
representación estereotipada, excesivamente simplificada de los Estados Unidos
que nubla la percepción de mi país en casi todas partes? ¿Puede una obra de
ficción estadounidense –escrita por mí o por cualquiera de mis más que dotados
contemporáneos– penetrar en una mitología de los Estados Unidos que está
arraigada, en tantos ámbitos, en una acérrima animadversión política? –se
preguntaba Roth–. Me imagino que la concesión de este premio –así como su
concesión varios años atrás a mi amigo estadounidense Paul Auster– sugiere una
esperanzadora respuesta afirmativa. Sí, una obra de ficción estadounidense
seria es, efectivamente, capaz de atravesar la ignorancia, la mentira y la
superstición sin sentido que generalmente se combinan para mantener a raya la
enorme densidad de la verdadera realidad estadounidense. ‘¡Mira’, puedo decirme
ahora, ‘hay algún lugar donde he conseguido hacerme comprender!’ Y si ese fuera
el caso, nada me haría más feliz”.
Roth era el último de los
gigantes de las letras americanas del siglo pasado –junto a Bellow y John
Updike (1932-2009)–, una figura central de la narrativa judía-estadounidense al
lado del propio Bellow, Bernard Malamud (1914-1986) y Norman Mailer
(1923-2007). En 2012 anunció una decisión que había madurado dos años antes:
tomó conciencia de que había dado lo mejor de sí y que no volvería a escribir.
“Ya no poseía la vitalidad mental, ni la energía verbal o la forma física
necesarias para construir y mantener un largo ataque creativo de cualquier
duración sobre una estructura tan compleja y exigente como una novela”.
Entonces eligió una frase para pegar en su computadora: “La lucha con la
escritura ha terminado”. En enero de este año se publicó la última
entrevista que le hizo Charles McGrath en The New York Times. Todavía no había cumplido
85 años. “Dentro de unos meses dejaré la vejez para entrar en la vejez profunda
y adentrarme cada día un poco más en el temible Valle de las Sombras. Me
asombra encontrarme todavía aquí al final de cada día. Cuando me acuesto por la
noche, sonrío y pienso: ‘He vivido un día más’. Y vuelve a ser asombroso
despertarme ocho horas después y ver que ha llegado la mañana del día siguiente
y sigo estando aquí. ‘He sobrevivido otra noche’, y la idea vuelve a hacerme
sonreír”, comentaba el escritor que arremetió contra el presidente Donald
Trump. Nadie podría haber previsto la “catástrofe” que vive su país, “la
commedia dell’arte de un bufón presumido”. Ni siquiera Charles Lindbergh de La
conjura contra América es comparable con el actual presidente. “Trump es un fraude
masivo, la suma malvada de sus deficiencias, vacío de todo, salvo de la ideología
hueca de un megalómano –argumentaba Roth–. Qué naíf fui al creer en 1960 que
era un estadounidense que vivía en tiempos ridículos”.