viernes, 29 de febrero de 2008

Historia de la fealdad/adnCultura Sábado 1 de marzo de 2008



Anticipo
Historia de la fealdad
¿Angelina Jolie y Brad Pitt pueden ser monstruos? Quizás en otra galaxia. Después de Historia de la belleza, el escritor italiano analiza en Historia de la fealdad (Lumen), libro del que ofrecemos la introducción y un capítulo sobre lo feo hoy, cómo cambia el gusto según las épocas, las culturas y ciertos elementos de juicio políticos y sociales. Distingue entre tipos de fealdad y su representación artística y se pregunta si la tendencia a diluir la oposición bello-feo no es un modo de exorcizar el horror del mal

Por Umberto Eco


A lo largo de los siglos, filósofos y artistas han ido proporcionando definiciones de lo bello, y gracias a sus testimonios se ha podido reconstruir una historia de las ideas estéticas a través de los tiempos. No ha ocurrido lo mismo con lo feo, que casi siempre se ha definido por oposición a lo bello y a lo que casi nunca se han dedicado estudios extensos, sino más bien alusiones parentéticas y marginales. Por consiguiente, si la historia de la belleza puede valerse de una extensa serie de testimonios teóricos (de los que puede deducirse el gusto de una época determinada), la historia de la fealdad por lo general deberá ir a buscar los documentos en las representaciones visuales o verbales de cosas o personas consideradas en cierto modo "feas". No obstante, la historia de la fealdad tiene algunos rasgos en común con la historia de la belleza. Ante todo, tan solo podemos suponer que los gustos de las personas corrientes se correspondieran de algún modo con los gustos de los artistas de su época. Si un visitante llegado del espacio acudiera a una galería de arte contemporáneo, viera rostros femeninos pintados por Picasso y oyera que los visitantes los consideran "bellos", podría creer erróneamente que en la realidad cotidiana los hombres de nuestro tiempo consideran bellas y deseables a las criaturas femeninas con un rostro similar al representado por el pintor. No obstante, el visitante del espacio podría corregir su opinión acudiendo a un desfile de moda o a un concurso de Miss Universo, donde vería celebrados otros modelos de belleza. A nosotros, en cambio, no nos es posible; al visitar épocas ya remotas, no podemos hacer ninguna comprobación, ni en relación con lo bello ni en relación con lo feo, ya que solo conservamos testimonios artísticos de aquellas épocas. Otra característica común a la historia de la fealdad y a la belleza es que hay que limitarse a registrar las vicisitudes de estos dos valores en la civilización occidental. En el caso de las civilizaciones arcaicas y de los pueblos llamados primitivos, disponemos de restos artísticos pero no de textos teóricos que nos indiquen si estaban destinados a provocar placer estético, terror sagrado o hilaridad. A un occidental, una máscara ritual africana le parecería horripilante, mientras que para el nativo podría representar una divinidad benévola. Por el contrario, al seguidor de una religión no occidental le podría parecer desagradable la imagen de un Cristo flagelado, ensangrentado y humillado, cuya aparente fealdad corporal inspiraría simpatía y emoción a un cristiano. En el caso de otras culturas, ricas en textos poéticos y filosóficos (como, por ejemplo, la india, la japonesa o la china), vemos imágenes y formas pero, al traducir textos literarios o filosóficos, casi siempre resulta difícil establecer hasta qué punto ciertos conceptos pueden ser identificables con los nuestros, aunque la tradición nos ha inducido a traducirlos a términos occidentales como "bello" o "feo". Y aunque se tomaran en consideración las traducciones, no bastaría saber que en una cultura determinada se considera bella una cosa dotada, por ejemplo, de proporción y armonía. ¿Qué significan, en realidad, estos dos términos? Su sentido también ha cambiado a lo largo de la historia occidental. Solo comparando afirmaciones teóricas con un cuadro o una construcción arquitectónica de la época nos damos cuenta de que lo que se consideraba proporcionado en un siglo ya no lo era en el otro; cuando un filósofo medieval hablaba de proporción, por ejemplo, estaba pensando en las dimensiones y en la forma de una catedral gótica, mientras que un teórico renacentista pensaba en un templo del siglo XVI, cuyas partes estaban reguladas por la sección áurea, y a los renacentistas les parecían bárbaras y, justamente, "góticas", las proporciones de las catedrales. Los conceptos de bello y de feo están en relación con los distintos períodos históricos o las distintas culturas y, citando a Jenófanes de Colofón (según Clemente de Alejandría, Stromata , V, 110), "si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos, o pudiesen dibujar con las manos, y hacer obras como las que hacen los hombres, semejantes a los caballos el caballo representaría a los dioses, y semejantes a los bueyes, el buey, y les darían cuerpos como los que tiene cada uno de ellos". En la Edad Media, Giacomo da Vitri ( Libro duo, quorum prior Orientalis, sive Hierosolymitanae, alter Occidentalis historiae ), al ensalzar la belleza de toda la obra divina, admitía que "probablemente los cíclopes, que tienen un solo ojo, se sorprenden de los que tienen dos, como nosotros nos maravillamos de aquellas criaturas con tres ojos Consideramos feos a los etíopes negros, pero para ellos el más negro es el más bello". Siglos más tarde, se hará eco Voltaire (en el Diccionario filosófico ): "Preguntad a un sapo qué es la belleza, el ideal de lo bello, lo to kalòn . Os responderá que la belleza la encarna la hembra de su especie, con sus hermosos ojos redondos que resaltan de su pequeña cabeza, boca ancha y aplastada, vientre amarillo y dorso oscuro. Preguntad a un negro de Guinea: para él la belleza consiste en la piel negra y aceitosa, los ojos hundidos, la nariz chata. Preguntádselo al diablo: os dirá que la belleza consiste en un par de cuernos, cuatro garras y una cola". Hegel, en su Estética , observa que "ocurre que, si no todo marido a su mujer, al menos todo novio encuentra bella, y bella de una manera exclusiva, a su novia; y si el gusto subjetivo por esta belleza no tiene ninguna regla fija, se puede considerar una suerte para ambas partes Se oye decir con mucha frecuencia que una belleza europea desagradaría a un chino o hasta a un hotentote, porque el chino tiene un concepto de la belleza completamente diferente al del negro Y ciertamente, si consideramos las obras de arte de esos pueblos no europeos, por ejemplo las imágenes de sus dioses, que han surgido de su fantasía dignas de veneración y sublimes, a nosotros nos pueden parecer los ídolos más monstruosos, del mismo modo que su música puede resultar sumamente detestable a nuestros oídos. A su vez, esos pueblos considerarán insignificantes o feas nuestras esculturas, pinturas y músicas". A menudo la atribución de belleza o de fealdad se ha hecho atendiendo no a criterios estéticos, sino a criterios políticos y sociales. En un pasaje de Marx ( Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 ) se recuerda que la posesión de dinero puede suplir la fealdad: "El dinero, en la medida en que posee la propiedad de comprarlo todo, de apropiarse de todos los objetos, es el objeto por excelencia Mi fuerza es tan grande como lo sea la fuerza del dinero Lo que soy y lo que puedo no está determinado en modo alguno por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Por tanto, no soy feo, porque el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, queda anulado por el dinero. Según mi individualidad, soy tullido, pero el dinero me procura veinticuatro piernas: luego, no soy tullido ¿Acaso no transforma mi dinero todas mis carencias en su contrario?". Basta, pues, aplicar esta reflexión sobre el dinero al poder en general y se entenderán algunos retratos de monarcas de siglos pasados, cuyas facciones fueron devotamente inmortalizadas por pintores cortesanos, que desde luego no pretendían destacar demasiado sus defectos, y hasta hicieron todo lo posible por refinar sus rasgos. No cabe duda de que estos personajes nos parecen bastante feos (y probablemente también lo eran en su tiempo), pero era tal su carisma y la fascinación que les otorgaba su omnipotencia que sus súbditos los contemplaban con ojos de adoración. Por último, basta leer uno de los relatos más hermosos de la ciencia ficción contemporánea, "El centinela" de Fredric Brown, para ver que la relación entre lo normal y lo monstruoso, lo aceptable y lo horripilante, puede invertirse según la mirada vaya de nosotros al monstruo del espacio o del monstruo del espacio a nosotros: "Estaba completamente empapado y cubierto de barro; tenía hambre y frío y se hallaba a ciento cincuenta mil años luz de su casa. Un sol extranjero le iluminaba con una gélida luz azul y la gravedad, dos veces mayor de lo habitual, convertía cada movimiento en una agonía de cansancio Los de la aviación lo tenían fácil, con sus aeronaves relucientes y sus superarmas; pero cuando se llega al momento crucial, le corresponde al soldado de a pie, a la infantería, tomar la posición y conservarla, con sangre, palmo a palmo. Como este jodido planeta de una estrella de la que jamás había oído hablar hasta que lo habían enviado. Y ahora era suelo sagrado porque también había llegado el enemigo. El enemigo, la única otra raza inteligente de la galaxia crueles, asquerosos, repugnantes monstruos Estaba completamente empapado y cubierto de barro; tenía hambre y frío, y el día era gris y barrido por un viento violento que le molestaba en los ojos. Pero los enemigos intentaban infiltrarse y era vital mantener las posiciones avanzadas. Estaba alerta, con el fusil preparado Entonces vio a uno de ellos arrastrándose hacia él. Apuntó y disparó. El enemigo emitió aquel grito extraño, terrorífico, que todos emitían, y ya no se movió. El grito, la visión del cadáver lo hicieron estremecer. Muchos se habían acostumbrado con el paso del tiempo y ya no le prestaban atención; pero él, no. Eran criaturas demasiado asquerosas, con solo dos brazos y dos piernas, y aquella piel de un blanco nauseabundo y sin escamas ". Decir que belleza y fealdad son conceptos relacionados con las épocas y con las culturas (o incluso con los planetas) no significa que no se haya intentado siempre definirlos en relación con un modelo estable. Se podría incluso sugerir, como hizo Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos , que "en lo bello el hombre se pone a sí mismo como medida de la perfección" y "se adora en ello El hombre en el fondo se mira en el espejo de las cosas, considera bello todo aquello que le devuelve su imagen Lo feo se entiende como señal y síntoma de degeneración Todo indicio de agotamiento, de pesadez, de senilidad, de fatiga, toda especie de falta de libertad, en forma de convulsión o parálisis, sobre todo el olor, el color, la forma de la disolución, de la descomposición todo esto provoca una reacción idéntica, el juicio de valor ´feo ¿A quién odia aquí el hombre? No hay duda: odia la decadencia de su tipo ". El argumento de Nietzsche es narcisísticamente antropomorfo, pero nos dice precisamente que belleza y fealdad están definidas en relación con un modelo "específico" -y la noción de especie se puede extender de los hombres a todos los entes, como hacía Platón en la República , al aceptar que se considerara bella una olla fabricada según las reglas artesanales correctas, o Tomás de Aquino ( Suma teológica , I, 39, 8), para quien los componentes de la belleza eran, además de una proporción correcta, la luminosidad o claridad y la integridad-, es decir, que una cosa (ya sea un cuerpo humano, un árbol, una vasija) había de presentar todas las características que su forma debía haber impuesto a la materia. En este sentido, no solo se consideraba fea una cosa desproporcionada, como un ser humano con una cabeza enorme y unas piernas muy cortas, sino que también se consideraban feos los seres que Tomás definía como turpi en el sentido de "disminuidos" o -como dirá Guillermo de Auvernia ( Tratado del bien y del mal )- aquellos a los que les falta un miembro, que tienen un solo ojo (o tres, porque se puede adolecer de falta de integridad también por exceso). Por consiguiente, se consideraban feos sin piedad alguna los adefesios, que los artistas han representado a menudo de forma despiadada, y en el mundo animal los híbridos, que fundían de forma violenta los aspectos formales de dos especies distintas. ¿Podrá, pues, definirse simplemente lo feo como lo contrario de lo bello, un contrario que también se transforma cuando cambia la idea de su opuesto? ¿La historia de la fealdad puede ser el contrapunto simétrico de la historia de la belleza? La primera y más completa Estética de lo feo , la que elaboró en 1853 Karl Rosenkranz, establece una analogía entre lo feo y el mal moral. Del mismo modo que el mal y el pecado se oponen al bien, y son su infierno, así también lo feo es "el infierno de lo bello". Rosenkranz retoma la idea tradicional de que lo feo es lo contrario de lo bello, una especie de posible error que lo bello contiene en sí, de modo que cualquier estética, como ciencia de la belleza, está obligada a abordar también el concepto de fealdad. Pero justamente cuando pasa de las definiciones abstractas a una fenomenología de las distintas encarnaciones de lo feo es cuando nos deja entrever una especie de "autonomía de lo feo", que lo convierte en algo mucho más rico y complejo que una simple serie de negaciones de las distintas formas de belleza. Rosenkranz analiza minuciosamente la fealdad natural, la fealdad espiritual, la fealdad en el arte (y las distintas formas de imperfección artística), la ausencia de forma, la asimetría, la falta de armonía, la desfiguración y la deformación (lo mezquino, lo débil, lo vil, lo banal, lo casual y lo arbitrario, lo tosco), y las distintas formas de lo repugnante (lo grosero, lo muerto y lo vacío, lo horrendo, lo insulso, lo nauseabundo, lo criminal , lo espectral, lo demoníaco, lo hechicero y lo satánico). Demasiadas cosas para seguir diciendo que lo feo es simplemente lo opuesto de lo bello entendido como armonía, proporción o integridad. Si se examinan los sinónimos de "bello" y "feo", se ve que se considera bello lo que es bonito, gracioso, placentero, atractivo, agradable, agraciado, delicioso, fascinante, armónico, maravilloso, delicado, gentil, encantador, magnífico, estupendo, excelso, excepcional, fabuloso, prodigioso, fantástico, mágico, admirable, valioso, espectacular, espléndido, sublime, soberbio, mientras que feo es lo repelente, horrendo, asqueroso, desagradable, grotesco, abominable, odioso, indecente, inmundo, sucio, obsceno, repugnante, espantoso, abyecto, monstruoso, horrible, hórrido, horripilante, sucio, terrible, terrorífico, tremendo, angustioso, repulsivo, execrable, penoso, nauseabundo, fétido, innoble, aterrador, desgraciado, lamentable, enojoso, indecente, deforme, disforme, desfigurado (por no hablar de cómo el horror puede aparecer también en terrenos como el de lo fabuloso, lo fantástico, lo mágico y lo sublime, asignados tradicionalmente a lo bello). La sensibilidad del hablante común percibe que, si bien en todos los sinónimos de bello se podría observar una reacción de apreciación desinteresada, en casi todos los de feo aparece implicada una reacción de disgusto, cuando no de violenta repulsión, horror o terror. En su obra sobre La expresión de las emociones en los animales y en el hombre , Darwin observaba que lo que provoca disgusto en una determinada cultura no lo provoca en otra, y viceversa, pero concluía que sin embargo "parece que los distintos movimientos descritos como expresión de desprecio y de disgusto son idénticos en una gran parte del mundo". Conocemos sin duda algunas descaradas manifestaciones de aprobación ante algo que nos parece bello porque es físicamente deseable; basta pensar en la broma de mal gusto al paso de una mujer guapa o en las inconvenientes manifestaciones de alegría del glotón ante su comida preferida. En estos casos, sin embargo, no se trata tanto de una expresión de goce estético como de algo parecido a los gruñidos de satisfacción o incluso a los eructos que se emiten en algunas civilizaciones para expresar el agrado de un alimento (aunque en esas ocasiones se trata de una forma de etiqueta). En general, parece que la experiencia de lo bello provoca lo que Kant ( Crítica del juicio ) definía como "placer sin interés": si bien nosotros quisiéramos poseer todo aquello que nos parece agradable o participar en todo lo que nos parece bueno, la expresión de agrado ante la visión de una flor proporciona un placer del que está excluido cualquier tipo de deseo de posesión o de consumo. En este sentido, algunos filósofos se han preguntado si se puede pronunciar un juicio estético de fealdad, puesto que la fealdad provoca reacciones pasionales como el disgusto descrito por Darwin. A lo largo de nuestra historia deberemos distinguir realmente entre la fealdad en sí misma (un excremento, una carroña en descomposición, un ser cubierto de llagas que despide un olor nauseabundo) y la fealdad formal, como desequilibrio en la relación orgánica entre las partes de un todo. Imaginemos que vemos por la calle a una persona con la boca desdentada: lo que nos molesta no es la forma de los labios o de los pocos dientes que quedan, sino el hecho de que los dientes supervivientes no estén acompañados de los otros que deberían estar allí, en aquella boca. No conocemos a esa persona, esa fealdad no nos implica pasionalmente y sin embargo -ante la incoherencia o la no completud de aquel conjunto- nos sentimos autorizados a manifestar desapasionadamente que aquel rostro es feo. Por esto, una cosa es reaccionar pasionalmente al disgusto que nos provoca un insecto viscoso o un fruto podrido y otra es decir que una persona es desproporcionada o que un retrato es feo en el sentido de que está mal hecho (la fealdad artística es una fealdad formal). Y respecto a la fealdad artística, recordemos que en casi todas las teorías estéticas, al menos desde Grecia hasta nuestros días, se ha reconocido que cualquier forma de fealdad puede ser redimida por una representación artística fiel y eficaz. Aristóteles ( Poética , 1448b) habla de la posibilidad de realizar lo bello imitando con maestría lo que es repelente, y Plutarco ( De audiendis poetis ) nos dice que en la representación artística lo feo imitado sigue siendo feo, pero recibe como una reverberación de belleza procedente de la maestría del artista. Hemos identificado, pues, tres fenómenos distintos: la fealdad en sí misma , la fealdad formal y la representación artística de ambas . Lo que hay que tener presente es que por lo general solo a partir del tercer tipo de fealdad se podrá inferir lo que eran en una cultura determinada los dos primeros tipos. Al hacerlo, nos exponemos a muchos equívocos. En la Edad Media, Buenaventura de Bagnoregio nos decía que la imagen del diablo se vuelve bella si representa bien su fealdad; pero ¿realmente era esto lo que pensaban los fieles que contemplaban escenas de inauditos tormentos infernales en los portales o en los frescos de las iglesias? ¿No reaccionaban tal vez con terror y angustia, como si hubiesen visto una fealdad del primer tipo, horripilante y repugnante como sería para nosotros la visión de un reptil que nos amenaza? Los teóricos muchas veces no tienen en cuenta numerosas variables individuales, idiosincrasias y comportamientos desviados. Si bien es cierto que la experiencia de la belleza implica una contemplación desinteresada, un adolescente alterado puede experimentar una reacción pasional incluso ante la Venus de Milo. Lo mismo cabe decir respecto a lo feo: de noche, un niño puede soñar aterrorizado con la bruja que ha visto en un libro de cuentos, que para otros niños de su edad no sería más que una imagen divertida. Probablemente muchos contemporáneos de Rembrandt, además de apreciar la maestría con que el artista representaba un cadáver diseccionado sobre la mesa de anatomía, podían experimentar reacciones de horror como si el cadáver fuese real, del mismo modo que el que ha padecido un bombardeo tal vez no puede mirar el Guernica de Picasso de una forma estéticamente desinteresada, y revive el terror de su antigua experiencia. De ahí la prudencia con que debemos disponernos a seguir esta historia de la fealdad, en sus variedades, en sus múltiples articulaciones, en la diversidad de reacciones que sus distintas formas suscitan, en los matices conductuales con que se reacciona. Considerando en cada ocasión si, y hasta qué punto, tenían razón las brujas que en el primer acto de Macbeth gritan: "Lo bello es feo y lo feo es bello ".


Traducción: María Pons Irazazábal


























Mujer que llora, de Pablo Picasso




Anticipo
Lo feo hoy
Por Umberto Eco El oído de los antiguos percibía que ciertos intervalos musicales eran disonantes y los consideraba desagradables, y el ejemplo clásico de fealdad musical ha sido durante siglos el intervalo de cuarta aumentada , o excedente, como por ejemplo do-fa diesis . En la Edad Media esta disonancia resultaba tan perturbadora que recibía el nombre de diabolus in musica . Sin embargo, los psicólogos han explicado que las disonancias tienen un poder excitante, y muchos músicos, a partir del siglo XIII, las han utilizado para producir determinados efectos en un contexto apropiado. De modo que el diabolus ha servido a menudo para obtener efectos de tensión o de inestabilidad que esperan una resolución, y ha sido utilizada por Bach, por Mozart en el Don Juan , por Liszt, Musorgski, Sibelius, Puccini (en Tosca ), hasta el West Side Story de Bernstein, o para sugerir apariciones infernales, como sucede en la Condenación de Fausto de Berlioz. El caso del diabolus in musica podría ser un excelente ejemplo final para esta historia de la fealdad, porque nos sugiere algunas reflexiones. Tres de ellas deberían desprenderse de forma evidente de los capítulos anteriores: la fealdad depende de las épocas y de las culturas, lo que era inaceptable ayer puede convertirse en lo aceptado de mañana, y lo que se considera feo puede contribuir, en un contexto adecuado, a la belleza del conjunto. La cuarta observación nos lleva a corregir la perspectiva relativista: si el diabolus se ha utilizado siempre para crear tensión quiere decir que hay reacciones basadas en nuestra fisiología que se mantienen más o menos inalteradas a través de los tiempos y de las culturas. El diabolus se ha ido aceptando no porque se hubiera vuelto agradable, sino justamente por ese olor a azufre que nunca ha perdido. Por esta razón el diabolus aparece hoy en gran parte de la música heavy metal (por ejemplo en Purple Haze de Jimi Hendrix), y a veces como provocación "satánica" explícita (véase Diabolus in musica de los Slayer). George Romero, el director de La noche de los muertos vivientes y de otras películas de terror, en unas declaraciones sobre su poética, al hablar de la conmovedora ternura del monstruo de Frankenstein, King Kong o Godzilla, recuerda que sus zombis tienen la piel arrugada y putrescente, los dientes y uñas negros, pero son individuos con las mismas pasiones y exigencias que nosotros. Y añade: "En mis películas sobre los zombis, los muertos devueltos a la vida representan una especie de revolución, un giro radical en el mundo que muchos de mis personajes humanos no logran comprender y prefieren considerar a los muertos vivientes como el Enemigo cuando, en realidad, ellos son nosotros. Yo utilizo la sangre con toda su horrenda magnificencia para que el público entienda que mis películas son más una crónica sociopolítica de la época que estúpidas aventuras con salsa horror". ¿El recurso a lo feo es, por tanto, un medio para denunciar la presencia del Mal? El propio Romero admite que el terror "dispara las ventas" y admite que el terror es apreciado por ser interesante y excitante. Por no hablar de cuando se convierte en celebración del Mal, aunque sea en casos marginales como el satanismo de los psicópatas. Nos encontramos ante un mar de contradicciones. Monstruos tal vez feos pero extraordinariamente encantadores como E. T. o los extraterrestres de La guerra de las galaxias no seducen solo a los niños (conquistados además por dinosaurios, pokemons y otras criaturas deformes) sino también a los adultos, que se relajan viendo películas splatter en las que se machacan los sesos y la sangre salpica las paredes, mientras la literatura los entretiene con historias de terror. No se puede hablar solamente de "degeneración" de los medios de comunicación de masa, porque también el arte contemporáneo practica la fealdad y la celebra, aunque ya no en el sentido provocador de las vanguardias de comienzos del siglo XX. En algunos happenings no solo se exhiben mutilaciones o deficiencias repulsivas, sino que es el propio artista el que se somete a una violación cruenta de su cuerpo. También en estos casos los artistas declaran que pretenden denunciar muchas atrocidades de nuestro tiempo, pero los apasionados del arte acuden a la galería a admirar estas obras y estas performances con espíritu lúdico y sereno. Y son los mismos individuos que no han perdido el sentido tradicional de lo bello, y experimentan emociones estéticas frente a un hermoso paisaje, un precioso niño o una pantalla plana que nos propone de nuevo los cánones de la Divina Proporción. El mismo individuo acepta hoy las propuestas de la decoración de diseño, de la arquitectura hotelera y de toda la industria del turismo que vende formas clásicamente agradables (véase la nueva propuesta que hace Las Vegas de los palacios venecianos, de los triciclos de los césares o de la arquitectura morisca), y al mismo tiempo elige restaurantes u hoteles ennoblecidos con cuadros de la vanguardia del siglo XX (auténticos o reproducciones) que a sus abuelos les parecían la negación de cualquier ideal de la Antigüedad clásica. Se nos repite por doquier que hoy se convive con modelos opuestos porque la oposición feo/bello ya no tiene valor estético : feo y bello serían dos opciones posibles que hay que vivir de forma neutra. Así parecen confirmarlo muchos comportamientos juveniles. El cine, la televisión y las revistas, la publicidad y la moda proponen modelos de belleza que no son tan diferentes de los antiguos, de modo que podríamos imaginar los rostros de Brad Pitt o de Sharon Stone, de George Clooney o de Nicole Kidman retratados por un pintor renacentista. Pero los mismos jóvenes que se identifican con estos ideales (estéticos o sexuales) se quedan luego extasiados ante cantantes de rock cuyos rasgos un hombre del Renacimiento consideraría repelentes. Y esos mismos jóvenes a menudo se maquillan, se tatúan, se perforan las carnes con agujas con el objetivo de parecerse más a Marilyn Manson que a Marilyn Monroe. En las páginas anteriores se han comparado un ejemplo actual de piercing y dos rostros de El Bosco, perforados también por anillos de varios tipos. Pero con estas figuras El Bosco quería representar a los perseguidores de Jesús, y los representaba tal como se concebía entonces a los bárbaros y a los piratas (recuérdese que todavía en el siglo XIX los psiquiatras consideraban el tatuaje un signo de degeneración). Hoy en día, piercings y tatuajes pueden interpretarse a lo sumo como un desafío generacional, pero desde luego no se interpretan (por parte de la mayoría) como una opción a la delincuencia, y una muchacha con un piercing en la lengua o un dragón tatuado en el vientre desnudo puede participar de una manifestación a favor de la paz o de los niños africanos desnutridos. Ni los jóvenes ni los ancianos parecen vivir estas contradicciones de forma dramática. El esteta de finales del siglo XIX, que privilegiaba la belleza cadavérica como gesto de desafío y de rechazo del gusto de la mayoría, sabía que estaba cultivando las que Baudelaire había llamado "flores del mal". Elegía lo horrendo precisamente porque había decidido elegir una opción que lo situara por encima de la masa de los bienpensantes. En cambio, los jóvenes que exhiben una piel ilustrada o el cabello azul tieso lo hacen para sentirse parecidos a los otros, y sus padres, que van al cine a ver escenas que tiempo atrás solo se podían ver en los anfiteatros anatómicos, actúan así porque così fan tutti . Tampoco difiere mucho la manera como nos complacemos (o nos conformamos) con la llamada "basura" televisiva. No por una actitud esnob, como hacía y sigue haciendo aún el que cultiva lo camp (dispuesto siempre a reconsiderar con espíritu de coleccionista las películas de Ed Wood, considerando el peor director de toda la historia de Hollywood), sino por espíritu gregario. Otro caso en el que se produce la disolución de la oposición feo/bello es el de la filosofía cyborg . Si al principio la imagen de un ser humano al que le hubiesen sustituido varios órganos por aparatos mecánicos o electrónicos, resultado de una simbiosis entre hombre y máquina, podía representar aún una pesadilla de la ciencia ficción, con la estética cyberpunk la profecía se ha cumplido. No solo eso, sino que feministas radicales como Donna Haraway proponen superar las diferencias de género mediante la fabricación de cuerpos neutros, posorgánicos o "transhumanos". Ahora bien, ¿realmente ha desaparecido la distinción clara entre feo y bello? ¿Y si ciertos comportamientos de los jóvenes y de los artistas (a pesar de dar lugar a tantas discusiones filosóficas) fuesen tan solo fenómenos marginales practicados por una minoría (respecto a la población del planeta)? ¿Y si cyborg , splatter y muertos vivientes fueran simples manifestaciones superficiales, enfatizadas por los medios de comunicación, mediante las que exorcizamos una fealdad mucho más profunda que nos asedia, nos aterroriza y quisiéramos ignorar? En la vida diaria estamos rodeados por espectáculos horribles. Vemos imágenes de poblaciones donde los niños mueren de hambre reducidos a esqueletos con la barriga hinchada, de países donde las mujeres son violadas por los invasores, de otros donde se tortura a los seres humanos, y vuelven continuamente a la memoria las imágenes no muy remotas de otros esqueletos vivos entrando en una cámara de gas. Vemos miembros destrozados por la explosión de un rascacielos o de un avión en vuelo, y vivimos con el terror de que pueda ocurrirnos lo mismo a nosotros. Todo el mundo sabe que estas cosas son feas , no solo en sentido moral sino también en sentido físico, y lo sabe porque le provocan desagrado, miedo, repulsa, independientemente de que puedan inspirar piedad, desprecio, instinto de rebelión, solidaridad, incluso si se aceptan con el fatalismo de quien cree que la vida no es más que el relato de un idiota, lleno de gritos y furor. Ninguna conciencia de la relatividad de los valores estéticos elimina el hecho de que en estos casos reconocemos sin ninguna duda lo feo y no logramos transformarlo en objeto de placer. Comprendemos entonces por qué el arte de distintos siglos ha vuelto a representarnos lo feo con tanta insistencia. Por marginal que fuese su voz, ha querido recordarnos que, pese al optimismo de algunos metafísicos, en este mundo hay algo irreductible y tristemente maligno. Por esto muchas voces e imágenes de este libro nos han invitado a comprender la deformidad como drama humano. El texto final de Italo Calvino está sacado de un relato, pero nace de una experiencia real. El Cottolengo de Turín es el asilo donde se acoge a enfermos incurables, a seres a menudo incapaces de alimentarse por sí mismos, muchos de ellos nacidos monstruos , como tantos seres de los que hemos hablado hasta ahora, pero no monstruos legendarios, sino monstruos que viven ignorados a nuestro alrededor. El protagonista de la historia acude a este centro como escrutador en la mesa electoral constituida en aquel hospital, porque aquellos monstruos también son ciudadanos y, según la ley, tienen derecho a votar. Trastornado por el espectáculo de aquella subhumanidad, el escrutador se da cuenta de que muchos de los internos no saben lo que tienen que hacer, y votarán lo que les indique la persona que los asiste. Al principio tiene intención de oponerse a lo que a su entender es un fraude, pero finalmente (y en contra de sus convicciones civiles y políticas) concluye que quien tiene el valor de dedicar su vida al cuidado de aquellos desgraciados también ha adquirido el derecho a hablar por ellos. Al final de este libro, después de tantas complacencias en las distintas encarnaciones de la fealdad, quisiéramos concluir con esta llamada a la piedad.


Traducción: María Pons Irazazábal







Mutilaciones estéticas. La cirugía es hoy un medio para embellecer el cuerpo

jueves, 28 de febrero de 2008

Gustav Mahler

GUSTAV MAHLER (www.gustav-mahler.org)
solía decir que componer una sinfonía le resultaba algo muy semejante a lo que podría ser el acto de creación de un mundo. Un mundo interior, añadimos nosotros, de profunda complejidad psicológica y espiritual. Y es que en efecto, las sinfonías de Mahler, formalmente hereditarias de la tradición beethoveniana y los sinfonismos de Brahms, Wagner y Bruckner, constituyen al mismo tiempo un oscuro viaje por el mundo interior del músico, una suerte de batalla titánica entre el optimismo y la desesperación que, según Sigmund Freud, constituyó la faceta central en la personalidad del compositor.Como Wagner y Brahms, Mahler exploró los recursos orquestales, buscando nuevos colores y texturas, recurriendo en ocasiones a instrumentos muy poco usuales en su época, como la mandolina o el armonio. Al igual que Beethoven, exploró los límites del sinfonismo añadiendo a la orquesta los elementos propios de la música coral y vocal, obteniendo una conjunción cercana a la que Wagner alcanzó por su parte en sus dramas musicales. Lo mismo que el creador de Bayreuth y que Anton Bruckner, a quien tuvo como amigo y mentor en la ciudad de Viena, se inclinó asimismo por los monumentalismos formales. Alcanza con decir que sus sinfonías más breves, esto es la primera y la cuarta, tienen una duración cercana a la hora, en tanto la ejecución de su tercera sinfonía, en seis movimientos, requiere más de hora y media, con un primer movimiento de 35 minutos.Nacido el 7 de julio de 1860 en Kalischt, una ciudad de la actual República Checa, Gustav Mahler pasó sus primeros años en Iglau, donde demostró un precoz talento como pianista, que lo llevaría a dar algunos recitales antes de ser enviado a estudiar al conservatorio vienés. Después de graduarse, el joven músico asistió también a varios cursos de historia y filosofía en la universidad de la misma ciudad, trabajó como profesor de música y compuso su primera partitura importante, Das Klagende Lied (La canción del lamento), una cantata con textos propios que, si bien abrevaba en los principales recursos del romanticismo germano de fines del siglo XIX, además de demostrar las influencias wagnerianas, ya revela algunas características del estilo mahleriano: el sorprendente manejo de la orquesta, el uso dramático de la tonalidad y una síntesis formal que va más allá de la cantata.Es interesante mencionar que Das Klagende Lied fue presentada al Concurso Beethoven del Conservatorio de Viena en 1881, sin obtener ningún premio. Mahler recién logrará estrenar la obra en Viena veinte años más tarde después de varias revisiones. La derrota en el Concurso Beethoven frustró las aspiraciones de Mahler en el sentido de poder vivir de la composición, y fue lo que aparentemente lo decidió a continuar en el camino de la dirección orquestal.En 1880 Mahler inicia su carrera como director de orquesta, trabajando en varios teatros y compañías operísticas. Entre 1883 y 1885 ocupó un puesto en la ópera de Kassel, donde vivió además un fugaz romance con una cantante llamada Johanna Richter, cuyo infeliz desenlace lo llevó a componer el ciclo Canciones de un caminante y un poema sinfónico que, luego de una larga gestación, llegaría a convertirse en su Primera Sinfonía. El ciclo de canciones, compuesto originalmente para voz y piano y más tarde orquestado para su estreno en 1896, posee una secuencia narrativa, en la cual el caminante representa al amante abandonado, que intenta escapar de su miseria en un viaje solitario. Lo relevante del caso, sin embargo, es verificar cómo la música ya explora texturas y desarrollos que van mucho más allá de la tradición propia de un cancionero. Además, el ciclo introduce un procedimiento que sería luego utilizado frecuentemente por Mahler: la tonalidad evolutiva, que consiste en terminar una obra en una tonalidad distinta a la de su inicio.Con respecto a su poema sinfónico, ese que derivará en su Sinfonía N° 1 en Re Mayor “Titán”, el héroe romántico sobre el cual descansa el programa de la obra logra vencer su desesperación, desecha sus pensamientos más oscuros y reafirma su fe en la vida y en la belleza del mundo que lo rodea. Por lo demás, en esta primera sinfonía ya aparece lo que será una constante en Mahler: el contraste. El tercer movimiento, por ejemplo, es una marcha fúnebre... basada en una popular melodía infantil. La ambigüedad del psicologismo mahleriano ya está planteada, a partir de estos tempranos opus. Los inicios de la carrera de Mahler como director fueron complicados y poco alentadores, en parte debido a su carácter no siempre amable, y otro poco como efecto del estado ruinoso en que se hallaban los teatros en los que era contratado. Con el correr del tiempo su situación fue mejorando y, después de pasar dos años en Kassel, accedió a un puesto en Praga y luego a otro en Leipzig. Corría el año 1886, y en esta última ciudad entró en contacto con la colección de poemas populares Des Knaben Wunderhorn (El corno mágico de la juventud), recopilada por Achim von Armin y Clemens Brentano.Esta colección le proporcionó a Mahler una serie de textos que utilizaría en sus canciones (a lo largo de varios años, compondrá veintitrés Lieder sobre estos poemas), pero también inspiró dos de sus partituras más ambiciosas: sus sinfonías segunda y tercera. En estos dos trabajos el sinfonismo mahleriano evidencia con claridad su condición híbrida, que fusiona el lenguaje orquestal con otros elementos reconocidos hasta entonces como exclusivos de la canción.La segunda sinfonía, que comienza con un movimiento de carácter fúnebre que representa la muerte del héroe triunfante de la Sinfonía Titán, alcanzó su estructura definitiva luego de un desarrollo de seis largos años. Los movimientos centrales de la obra han sido vistos como un recorrido del personaje por sus recuerdos terrenales y su lucha contra la falta de fe. Esto incluye un cuarto movimiento (Urlicht, Luz primordial) concebido como una página para contralto y orquesta, que anticipa el final sinfónico-coral (Auferstehung, Resurrección), basado en la Oda a la Resurrección de Klopstock, en el cual la dualidad mahleriana vuelve a imponerse y el héroe encuentra las anheladas respuestas y el camino que finalmente lo conducirá a la redención.Entre 1886 y 1891 Mahler trabajó como director en Leipzig y Budapest, viajando luego a Hamburgo, ciudad en la cual ganó notoriedad particularmente gracias a sus lecturas de las óperas de Wagner. En forma paralela continuó su labor compositiva y en 1895, tras el estreno de su segunda Sinfonía en Berlín, encaró su tercera composición sinfónica. Subtitulada Sueño de una mañana de verano, la tercera Sinfonía de Mahler ha sido definida como una monumental apoteosis de la naturaleza. Al igual que su antecesora, la partitura incorpora elementos y recursos tanto de la canción como propiamente sinfónicos. “Cuando trabajo en una gran creación musical, llega siempre un momento en el cual siento que debo recurrir a la palabra como soporte de mi idea”, declaraba Mahler por aquel entonces. Des Knaben Wunderhorn y Nietzche son las fuentes que aportan los textos utilizados en esta obra, que será la más extensa de todas las compuestas por el autor. El adagio final de esta obra constituye otro elemento inusual, pues hasta ese momento se suponía que no era adecuado terminar una sinfonía con un movimiento lento, que supuestamente dificultaba el logro de un efecto de cierre.Mahler también incorpora en esta obra un tratamiento nuevo del contrapunto: los temas no se suceden, sino que se superponen, como emitidos por varias orquestas al mismo tiempo. Una amistad del compositor refiere que en cierta ocasión, durante una celebración campestre, Mahler llamó su atención sobre los múltiples sonidos que podían escucharse: la música de una banda militar, un coro que ensayaba, un teatro de marionetas, niños jugando... “Esto es la verdadera polifonía”, habría dicho entonces el músico. “Los temas deben surgir así, de todas direcciones, sin relaciones mutuas de ritmo ni melodía.”En 1897 Mahler regresa a Viena. Sus relaciones con las autoridades del Teatro Municipal de Hamburgo se habían deteriorado, y tras varios intentos frustrados el músico accedió al puesto vacante de director en la Ópera de Viena. Advirtiendo que su condición judía resultaba un obstáculo, poco antes había decidido bautizarse, lo cual ciertamente le abrió algunas puertas que hasta entonces habían permanecido cerradas. Posteriores declaraciones suyas en torno del tema de lo religioso aclaran bastante la cuestión: “¿Mis creencias? Soy un músico, y eso lo dice todo.” Su exitosa carrera como director le brinda a partir de entonces un marco de estabilidad que inaugura un fructífero lapso durante el cual compondrá, entre 1900 y 1906, una serie de trabajos que se inician con su cuarta sinfonía. Con esta obra Mahler retoma hasta cierto punto la tradición sinfónica, incluso dentro de un esquema programático, aunque sobre el final insiste en incluir una canción tomada de Des Knaben Wunderhorn, que muestra una visión del Paraíso. Con la cuarta sinfonía se cierra de algún modo el periodo durante el cual Mahler se preocupó por reconciliar el sinfonismo con la canción y los requerimientos del drama. Sin embargo, y a pesar de que a partir de este trabajo el compositor no volvió a recurrir a la canción como medio para solucionar conflictos formales o programáticos, continuó componiendo ciclos de canciones con orquesta, muy relacionados con las sinfonías que les son contemporáneas, revelando hasta que punto lo sinfónico y lo vocal habían llegado a mimetizarse. Un buen ejemplo de esto son los Kindertotenlieder (Canciones para los niños muertos), coincidentes en lo temporal con su sexta sinfonía.En el otoño de 1901, Mahler conoció a Alma Schindler, una atractiva joven perteneciente a los círculos intelectuales de Viena, veinte años menor que él y alumna del compositor Alexander von Zemlinsky. El matrimonio de ambos, del cual pronto nacerán dos hijas, se concretó en marzo de 1902. La relación de la pareja no estuvo exenta de dificultades, a pesar de lo cual el compositor encontró en su esposa un sostén adecuado a la hora de dedicarse a sus actividades creativas. De hecho su matrimonio coincide con un aumento notable en lo que hace a su producción compositiva.La relación de Mahler con Alma coincide, a sus cuarenta años de edad, con los primeros esbozos de su quinta sinfonía, que marca el inicio de sus años de madurez como compositor. Para el montaje orquestal de esta obra dispuso una amplia instrumentación, que incluía seis trompas y cuatro trompetas. Dividió la sinfonía en tres partes, con cinco movimientos. Sin embargo, tras su primera ejecución, Mahler rehizo la orquestación, y continuó revisándola casi hasta su muerte, en 1911. El resultado de esas revisiones constantes han sido las tres ediciones diversas existentes de la obra.Pero volviendo diez años atrás, en el inicio del siglo XX, bien puede decirse que Mahler tenía todo lo que un hombre podía esperar: una amante esposa, una pequeña hija, buena salud, y llevaba siete años ocupando el puesto de mayor prestigio al que un músico podía aspirar, al ser director de la Ópera Imperial de Viena. Sin embargo, Mahler parece empecinado en componer temas fuertemente lúgubres. Es el tiempo durante el cual compone su sexta sinfonía y las Canciones para los niños muertos.




En este clima, en esta tormenta,


en este tumulto


ellos están descansando,


como en la casa de su madre,


a salvo de cualquier tempestad,


protegidos por la mano de Dios.





Friedrich Rückert había escrito estos poemas en 1836, a raíz de la muerte de sus hijos. Inscripto en un romanticismo tardío, casi expresionista, Mahler los retoma para expresar el drama de la vulnerabilidad humana. Con todo, lo trágico también deja entrever cierta aceptación serena y resignada. Obra casi premonitoria, cuando Mahler compone sus Kindertotenlieder todavía faltan dos años para que sufra la muerte de su primera hija.También su sexta sinfonía, conocida como la Trágica, parece anticiparse a su tiempo. Considerada como el mejor ejemplo de equilibrio entre forma y drama por Alban Berg y Anton Webern, integrantes de un creciente círculo de admiradores dentro del cual también se contaba Schoenberg, la Sexta fue el esfuerzo más ambicioso de Mahler por componer música dentro de las formas tradicionales, pero al mismo tiempo se constituyó como una de sus concepciones más personales y emotivas. La partitura parece describir un panorama pesimista, acorde a los avatares que se estaban preparando en Europa, anticipando un futuro convulsionado por las guerras mundiales, la barbarie y el desorden. De hecho, se trata de la única sinfonía compuesta por Mahler que evita un final que remita ya sea a un clima alegre o al menos de serena calma.El año de 1907 fue uno de los más duros en la vida de Mahler. Además de la muerte de su hija, en el verano sus médicos le confirmaron una enfermedad cardíaca avanzada. Por otra parte, las relaciones con las autoridades administrativas de la Ópera de Viena se deterioraron, en parte debido a la tempestuosa personalidad del director, pero también a las crecientes tendencias antisemitas. La excusa, sin embargo, fue una ausencia del músico, debida a una gira de conciertos, que se extendió más allá de lo debido y ameritó una amonestación que aceleró su renuncia. Mahler abandonó oficialmente su cargo en la Ópera de Viena el 7 de diciembre de 1907, tras haber llevado a esa institución a un nivel nunca antes alcanzado.Tras su renuncia, Mahler fue invitado por su colega Joseph Conried a dirigir en la Metropolitan Opera House de Nueva York, ciudad a la cual arribó apenas unos días más tarde y que se convertiría en su lugar de residencia permanente hasta abril de 1911. La última partitura que Mahler completó en Viena, escrita entre 1904 y 1906, fue su Séptima Sinfonía, obra con la cual se cierra el tríptico de sinfonías instrumentales iniciado con la Quinta. La partitura, diseñada en cinco movimientos y tres partes, incluye en su parte media dos movimientos titulados Nachtmusik, que enmarcan un scherzo de carácter sumamente sombrío.En el verano de 1908 el músico inició la composición de Das Lied von der Erde (La canción de la tierra), un ciclo de seis Lieder para tenor, contralto y orquesta, basados en poemas chinos de los siglos VIII y IX, recogidos y traducidos por Hans Bethge. Esta obra alcanza formalmente las proporciones de una verdadera sinfonía para voces y orquesta; sin embargo, el compositor no la incluyó entre sus sinfonías numeradas. Sucede que ya Mahler había comenzado a trabajar, durante sus últimas semanas en Viena, en lo que sería su octava sinfonía, con lo cual Das Lied von der Erde debía convertirse en su sinfonía número nueve. Todo indica que la superstición que pesaba ya desde entonces sobre las novenas sinfonías (tanto Beethoven como Schubert y Bruckner habían muerto sin alcanzar a escribir sus décimas sinfonías) llevó a Mahler a no querer numerar este trabajo. La voz humana es aquí tratada técnicamente como un instrumento, fundida en el conjunto sinfónico, sin perder no obstante un lugar destacado. La obra fue estrenada en forma póstuma por Bruno Walter, el 20 de noviembre de 1911.Con respecto a su octava sinfonía, el trabajo tomó como base dos textos: el himno medieval Veni Creator Spiritus y la escena final del Fausto de Goethe. Cargada de texturas contrapuntísticas y polifonías, en la primera parte de este trabajo se ha reconocido la influencia primordial de Bach y sus motetes. En la segunda parte se asiste, por lo demás, a una síntesis de muchos de los medios que Mahler había venido utilizando desde su juventud, representando una fusión de elementos de cantata dramática, oratorio sacro, ciclo de canciones, sinfonía instrumental y sinfonía coral, todo esto en un marco particularmente monumental y ambicioso, que la publicidad de la época aprovechó para bautizar a la obra como Sinfonía de los mil. El estreno de la octava sinfonía de Mahler se realizó en Munich el 12 de septiembre de 1910, durante una gira europea, y sobre el escenario confluyeron los integrantes de una inmensa orquesta que incluía, además de una gran cantidad de vientos y cuerdas, un gong, celesta, campanas, órgano, arpas, mandolina, además de las voces de un coro doble, ocho solistas y un coro de niños.Ocho meses más tarde del exitoso estreno de su Sinfonía de los mil, el 18 de mayo de 1911, Mahler morirá en Viena, poco antes de celebrar sus 51 años de edad, alejado de su esposa, que ante las largas ausencias del músico había encontrado consuelo en los brazos del arquitecto Walter Gropius. Como herencia dejó Mahler dos partituras sin editar: La canción de la tierra (su sinfonía no numerada) y su sinfonía Novena, además de los esbozos para una décima sinfonía, de la cual el autor sólo completó una parte, un Adagio escrito en 1910, cuyo carácter melancólico y reflexivo lo asemeja bastante a su antecesora. Se supone que la partitura fue planeada en cinco movimientos: el adagio, un scherzo, un movimiento central denominado Purgatorio, otro scherzo y el final. En base a los bosquejos dejados por Mahler, varios músicos intentaron completar la Décima. Las dos versiones mejor resueltas son las de Ernst Krenek, realizada en 1924, y la de Deryk Cooke, que data de 1961. Así es como la producción sinfónica de Mahler consta en definitica de diez sinfonías completas, una de ellas sin numerar, más una inconclusa.La Novena Sinfonía es una obra muy diferente de la Octava, con un marcado acento melancólico, que parece remitir a la resignación ante la proximidad de la muerte, algo que también se refleja en las anotaciones marginales en los borradores de esta composición. La partitura combina dos estilos contradictorios, dos movimientos centrales muy rápidos en contraste con los extremos, lentos y expresivos. Alban Berg se refirió a esta obra en los siguientes términos: “El primer movimiento es el más hermoso de los que Mahler ha escrito; en él expresa un profundo amor por la tierra, a vivir en paz y a gozar de la naturaleza, hasta que la muerte llegue. Todo el movimiento está basado en el presentimiento de que el espíritu de la muerte ya viene, y que no es posible luchar contra él. En sus últimos compases aparece un clima de resignación ante lo inevitable... y entonces Mahler se vuelve y observa por última vez el mundo que deja.”“La sinfonía es el mundo. La Sinfonía debe abarcarlo todo.” Esta era la premisa de Gustav Mahler, y lo que le permitía manejar extremos aparentemente irreconciliables en sus obras. Un buen ejemplo de sus sueños y sus temores se concentra en la figura bíblica de Jacobo, de quien Mahler afirmaba que era un modelo para las personas creativas: “El lucha contra Dios, hasta que El lo bendice. A mí tampoco quiere Dios darme su bendición. Y sólo a través de las despiadadas batallas que debo sostener para crear mi música la recibo finalmente.”La obra de Mahler supone la máxima evolución de la sinfonía romántica, rompiendo esquemas incluso dentro del sistema tradicional de tonalidades y armonías. Ubicadas en el límite mismo de los recursos de la herencia tradicional, sus sinfonías constituyen un viaje psicológico, entre el optimismo y la desesperación, y deben verse como el avance definitivo de la subjetividad por encima de la objetividad formal heredada del mundo clásico. Gustav Mahler logró hacer de su música, ese reflejo de las contradicciones que definirán el desarrollo del arte musical a lo largo del siglo XX, un camino de trascendencia marcado por la angustia fáustica, expresada en sus formas grandiosas, producto directo de un intenso conflicto espiritual. “Lo que distingue a la música es el ser humano que siente, piensa, respira y sufre”, escribe Mahler en una carta dirigida al director alemán Bruno Walter, fechada en 1906. Y es ni más ni menos que la esencia de ese ser humano lo que se percibe en el devenir de su tempestuosa obra.Por cierto, en alguna ocasión, Mahler manifestó que su música no sería realmente apreciada hasta bastante después de su muerte. Valorado en su momento más como director de orquesta que como compositor, el tiempo demostraría que no le faltaba razón. En su lápida, en el cementerio de Grinzig, debajo de su nombre fueron grabadas las siguientes palabras, casi como una coda de su música: “Aquellos que me buscan, saben quién era yo; los demás, no necesitan saberlo.”





Fuente: Revista Amadeus

lunes, 25 de febrero de 2008

Entrevista > Pablo Capanna y la ciencia ficcion
El futuro llegó hace rato
A mediados de los ’60, la ciencia ficción era todavía un género despreciado por el mundo literario académico. En la Argentina apenas existía. Fue entonces, en 1966, cuando el joven Pablo Capanna publicó El sentido de la ciencia ficción, un ensayo pionero en castellano, producto de una investigación solitaria. Más de cuarenta años después, el libro acaba de ser reeditado como Ciencia ficción: utopía y mercado en una versión actualizada; el autor agregó cantidad de material, incluido un apéndice sobre el género en el ámbito local, y además elabora una controvertida teoría según la cual la ciencia ficción de hoy, encerrada en su propio gueto y exitosa comercialmente, habría llegado a su fin.

Por Mariano Kairuz

“La ciencia ficción configuró el imaginario del siglo XX. Sin su presencia no se explicaría por qué se ha gastado más en explorar el espacio que en combatir la miseria, o que nos hayamos acostumbrado a creer de modo fatalista que todo lo que se inventa merece ser llevado a la práctica. Para bien o para mal, el mundo en que vivimos es la materialización de sus fantasías.” Esto dice Pablo Capanna en la introducción de Ciencia ficción: utopía y mercado (Cántaro Ensayos, 2007), reedición revisada y actualizada de su ensayo El sentido de la ciencia ficción, que en los años ’60 fue pionero de los estudios en castellano sobre este género al que por aquel entonces la academia miraba, como a casi todo producto consolidado dentro de la cultura popular, con indiferencia o desprecio.
Profesor de Filosofía recibido en la Universidad Tecnológica Nacional (donde además se desempeñó como docente), autor de ensayos sobre escritores y cineastas ligados más o menos directamente a la ciencia ficción (Cordwainer Smith, Ballard, Tarkovski, Philip K. Dick), Capanna tuvo la oportunidad de publicar su libro originalmente en una época en la que la desaparecida editorial Columba, hoy recordada por sus revistas de historietas, intentaba ampliar su espectro, y había creado una serie nueva de pequeños volúmenes temáticos. “Ya habían sacado la colección Esquemas, estos libritos que tenían 60 páginas como máximo, cada uno con un tema: ‘¿Qué es el átomo?’, o ‘¿Qué es el budismo?’, por ejemplo. Cuando nos encontramos, sintonizamos perfectamente. Nuevos Esquemas era un poco más ambiciosa y el mío sería el primer libro, que tuvo incluso sus comentarios.” Fue en este espacio nada desdeñable (la colección publicó El pop-art, de Oscar Masotta, por ejemplo) pero acotado, “menor” si se lo considera desde la amplitud del mercado editorial de aquellos años, que un libro sobre la ciencia ficción tuvo cabida. “Hice toda la investigación solo, sin ningún soporte. No había nadie ocupándose de esto. Después me enteré de algunas cosas que habían salido en España, de la revista Nueva Dimensión, me hicieron llegar cosas”, recuerda Capanna. “Pero en los ’60 era un género estigmatizado. Yo ya había tenido una mala experiencia en la facultad de filosofía. En la cátedra de Víctor Massuh hicimos un seminario sobre la experiencia religiosa. Recuerdo que algunos alumnos tomaron autores poco convencionales, como Saint-Exupéry, y a mí se me ocurrió escribir sobre Lovecraft. No había nada escrito sobre él, y Massuh me apoyó; pero en la mesa de examen me retaron: que cómo se ocupa de esas cosas, que no son más que historietas para chicos. Aprobé de lástima. Estaba muy mal visto; el único que le daba cierta bolilla era Borges, que había escrito una historia de la literatura norteamericana y le agregó un capítulo sobre el género. Y llegó a leer un manuscrito de mi libro de la primera edición. Se lo leyó la madre, y parece que dijo: es muy tipo monografía de facultad, pero es bastante completo. Que Borges dijera que era bastante completo era casi como que dijera que era bueno. Para mí fue un elogio.”





Foto: Pablo Mehanna

La oportunidad de terminar el libro tuvo que ver con un hecho no tan fortuito que también habla de su época: “Yo estaba en un momento difícil; recién casado, con un hijo, mis padres a cargo y una hipoteca, y había conseguido un trabajo de muchas horas en la escuela privada de Ford. Enseñaba ocho materias distintas: Literatura, Instrucción Cívica, etcétera. Y también era bibliotecario –porque pagaban bien, pero explotaban a gusto–, así que ahí leí y estudié muchísimo, y en los ratos libres preparaba el libro. El factor decisivo fue una toma de fábricas que hizo la CGT. Durante 15 días yo no sabía si me echaban o si me volvían a tomar, pero tuve unas vacaciones gratis en las que casi terminé el libro”.
Yendo del sentido al mercado
Ciencia ficción: utopía y mercado traza un recorrido didáctico, de perfecta claridad expositiva, y crítico a la vez, por la historia de la ciencia ficción. Empieza por Tocqueville y Poe y el contexto posterior a la revolución industrial, y el nacimiento de las democracias y en ellas el de una cultura de masas. Cuenta el surgimiento de las revistas pulp, al principio a cargo de ingenieros o aficionados “tecnócratas”, como Hugo Gernsback, en cuyo honor sería bautizado más adelante el principal premio de la literatura del género. Y revisa, con nítidos ejemplos, muchos de esos casos en los que la ciencia ficción anticipó las ideas y los inventos que se hicieron realidad a lo largo del siglo XX. Sobre los últimos capítulos establece categorías filosóficas para el estudio de filiaciones y tópicos del género. Este arco le permite reivindicar lo que en su momento fue ninguneado, y a la vez hacer diferenciaciones dentro de una producción que escapó mucho tiempo al ojo de la crítica.
Una de las claves de esta reedición actualizada está en el cambio de título. “El sentido de la ciencia ficción, que es como fue publicado en el ’66, parecía el título de un ensayo académico”, dice Capanna. “Yo había salido poco antes de la facultad. En 1992, cuando lo reedita la gente de Letra Buena, lo retitulan El mundo de la ciencia ficción. Ahora le agregué muchas cosas, y el nuevo título deriva de la idea central de que a lo que ha llegado la ciencia ficción hoy tiene que ver con la utopía tradicional, pero a la vez es un gran negocio. No lo era cuando hice el libro original. En los ’60, en Estados Unidos, no acá, el género se empezó a descubrir, y los críticos académicos finalmente se ocuparon. Ahora es una cosa monstruosa, con infinidad de publicaciones, ensayos –es impresionante la bibliografía que hay en las universidades norteamericanas sobre Philip K. Dick–, libros. Pero, a mi criterio, volvieron a encasillar a la ciencia ficción. La idea que uno tenía en aquella época era que esto era algo valioso, que había que presentárselo a la gente, que los críticos se tenían que ocupar; suponíamos que eso iba a ser absorbido por la literatura, y que a esta altura un narrador iba a poder incorporar recursos de la ciencia ficción en una novela de otro tipo y que a nadie le iba llamar la atención. Pero desde que la crítica lo descubre como un fenómeno masivo, comercial, lo convierte en un género acotado y ya no valoriza nada más que eso. Los que son un poco disidentes quedan al margen, o son ‘perdonados’, diciendo que éste o aquel autor no es de ciencia ficción, que no es ‘nada más’ que ciencia ficción. A (J.G.) Ballard, por ejemplo, lo ‘perdonaron’, y él incluso reniega del género. Al haberlo encerrado de vuelta en un gueto más grande, hubo un reconocimiento de la industria, pero no se reconoció aquello que antes tenía de estimulante.”
¿Está predicando la muerte del género? “No quise decir que se había muerto, aunque algunos lo han leído de esa manera, sino que cumplió un ciclo”, dice Capanna. “Hasta hubo gente que se me quejó, diciendo: yo soy un escritor joven, me está cortando el porvenir. Si se renueva, fantástico, pero creo que es una época para hacer un balance. Uno ve la curva del género, y está en descenso: la culminación fue en los años ’60, con una ciencia ficción humanista, progresista. Ahora hay tendencias bastante degenerativas, muchos temas racistas, autoritarios. Es alarmante. Antes era una herramienta para ver un futuro mejor. Ahora, La guerra de los mundos de (Steven) Spielberg es mucho más paranoica que el libro de H.G. Wells y que la película de los años ’50, hasta tiene un cierto racismo: los extraterrestres son todos malos, como los robots de la película Yo robot. Asimov tenía cierto optimismo, creía en el sueño americano. Ahora hay que destruirlo todo, lo que viene de afuera es malo, hay una especie de neomacartismo.”


Más acá
Leyendo el apéndice que Capanna dedica en su libro a las publicaciones locales de y sobre el género, se recupera la sensación de que hubo un tiempo de efervescencia, de cierto entusiasmo colectivo. De que algo pasó acá con la ciencia ficción. Desde sus antecedentes ilustres (Borges y Bioy), los cuentos pioneros del zoólogo Eduardo L. Holmberg y los aportes quizá poco recordados de Fray Mocho, Enrique Méndez Calzada, Eduardo de Ezcurra, Lugones, Quiroga, hasta las revistas, a partir de fines de los años ’40 y ’50, títulos como Hombres de Futuro (tres números en 1947); la legendaria Más Allá, que publicó textos extranjeros que aún no habían llegado en libro, como El día de los trífidos, de John Wyndham, por citar un clásico indestructible; y luego otras efímeras como la Génesis, y los sellos editoriales especializados, como el desembarco rioplatense de la editorial Minotauro, de Paco Porrúa. A fines de la década del ’60, Héctor Raúl Pessina fundó el Club Argentino de Ficción Científica, primera entidad formal del fandom vernáculo; en 1977, Aníbal Vinelli publicó su Guía para el lector de ciencia ficción; y dos años después salió el primer número de la recordada y celebrada El Péndulo, proyecto de Marcial Souto y de Andrés Cascioli.
En 1967 y 1968 habían tenido lugar dos convenciones para amantes del género, en Buenos
Aires y Mar del Plata, respectivamente, a las que Capanna fue, por supuesto, invitado. Por esa época se hizo amigo de Souto. “Lo conocí cuando se iba a Estados Unidos, donde conoció a todo el mundo, hasta a Philip K. Dick. Un día se le ocurrió hacer El Péndulo; antes había sacado otras dos revistas, una llamada Entropía. Había un espíritu de grupo en esos años, pero más allá de que seguí relacionado con Souto y con alguna otra gente, yo no entraba. Traté de mantenerme lejos porque esta gente se parece a la izquierda y a los gnósticos del siglo II: cuando se juntan tres hay cuatro líneas encontradas. Y tuve una mala experiencia con un escritor, que era abogado y a quien no le gustó algo que dije de su novela, y me mandó una carta documento amenazándome con un juicio por calumnias. Un tipo agresivo que había sido montonero; aunque después lo fui a ver a y terminamos a los abrazos, me dije: ‘No, yo ya de esto no’. Con los años me seguí viendo con Sergio Hartman (responsable de la revista Parsec, de los años ’80) y algunas otras personas, que me recomiendan títulos. El aficionado es muy de secta, de hablar de eso y de nada más. Soy muy amigo de Carlos Gardini, uno de los pocos escritores del género de acá que tienen nivel internacional, y él justamente decía: ‘Lean otras cosas’.”
La superposición abrumadora de títulos, autores y sellos editoriales lleva a preguntarse por qué, si existió ese impulso editorial en un momento, la ciencia ficción argentina no consiguió consolidarse en algo más duradero, algún proyecto de mayor continuidad. “Probablemente se haya debido a la poca familiaridad que tenemos con la tecnología”, explica Capanna. “No es un país donde el científico sea respetado; tenemos premios Nobel, pero siempre hay que defenderlos. No es como en Estados Unidos, donde la idea de ciencia y tecnología forma parte de la vida cotidiana. Y además la ciencia ficción creció mucho en el mundo en la época de las revistas, algo que ya casi no existe. Hoy no hay un ámbito así, una publicación que tenía que sacar cuatro cuentos y una novela corta por mes; había trabajo para todos, y muchos aprendieron a escribir así. El Péndulo les dio lugar a algunos argentinos; al desaparecer las revistas, cambia todo porque hacer un libro entero y venderlo es algo que le ha costado mucho al género. Hasta a Gardini, que tuvo reconocimiento internacional, alguna vez le llegó un informe de la editorial sobre un manuscrito suyo que decía: la novela es muy buena, pero lamentablemente es de ciencia ficción.”

Ser ciudadanos del mundo

Pensamiento Etica
Ser ciudadanos del mundo

El filósofo de origen inglés, autor de Cosmopolitismo (Katz), cuenta cómo aprendió de su experiencia personal el valor de abrirse a pueblos y culturas extraños, y propone una globalización basada en el diálogo y no en el dominio político unilateral.

Mi madre nació en el oeste de Inglaterra, al pie de las montañas Cotswold, en una familia que podía rastrear su linaje en un radio de cincuenta millas a la redonda, remontándose hasta el primer período normando, casi un milenio atrás. Mi padre nació en la capital de la región ashanti de Ghana, en una ciudad donde podía remontar su ascendencia hasta antes del establecimiento del reino Asante, a fines del siglo XVIII. De manera que cuando estas dos personas, nacidas en lugares tan distantes, se casaron en Inglaterra en la década de 1950, mucha gente les advirtió que un matrimonio mixto no les iba a resultar fácil. Mis padres estuvieron de acuerdo. Verán, mi padre era miembro de la iglesia metodista y mi madre pertenece a la iglesia de Inglaterra. Y ese era un verdadero desafío. Después de todo, John Wesley, padre fundador del metodismo, dijo: "Si los metodistas abandonan la Iglesia de Inglaterra, me temo que Dios abandonará a los metodistas". En cualquier caso, soy, pues, producto de un matrimonio mixto. Fui bautizado metodista y educado en escuelas anglicanas; en Ghana, fui a la escuela dominical de una iglesia no denominacional,* de la que mi madre era miembro. St. George s era la iglesia de mi madre: fue miembro y consejera de ella durante más de cincuenta años. Pero su funeral se celebró en la catedral metodista, de la que mi padre y mi abuelo eran consejeros, aunque el ministro de St. George s fue uno de los clérigos oficiantes. Así lo había decidido mi madre. Y si le hubieran preguntado a qué credo había pertenecido todos esos años, ella habría respondido que pertenecía a la iglesia de Cristo y que el resto eran detalles irrelevantes. Ese era el desafío de los matrimonios mixtos, al menos en Ghana. Soy hijo de mi madre y de St. George s. De ellos aprendí mis primeras nociones de cristianismo. Pero también aprendí otra cosa de mis dos padres: algo de lo que fueron un ejemplo cuando decidieron convertirse en marido y mujer. Una suerte de apertura a los pueblos y las culturas más allá de aquellos en los que ambos habían sido criados. Creo que mi madre aprendió esto de sus padres, que tenían amigos en muchos continentes en una época en que la mayoría de los ingleses eran extremadamente provincianos. Mi padre lo aprendió, creo, de Kumasi que, como muchas ciudades capitales, es un lugar políglota y multicultural, abierto al mundo. Pero también lo aprendió de su educación. Porque, al igual que muchos de los que tuvieron la rara oportunidad de recibir una educación secundaria en los remotos confines del Imperio británico, tuvo una formación en los clásicos. Adoraba el latín. Junto a su cama no solo tenía la Biblia sino también las obras de Cicerón y Marco Aurelio, ambos seguidores de la clase de estoicismo que era esencial en la vida intelectual y moral de la elite romana del siglo I, cuando la cristiandad empezaba a difundirse en el mundo helénico del Imperio de Oriente. En su testamento espiritual destinado a nosotros, sus hijos, nos decía que siempre debíamos recordar que éramos "ciudadanos del mundo"... y usó exactamente esas palabras,
que Marco Aurelio hubiera reconocido y con las que habría estado de acuerdo. Después de todo, fue Marco Aurelio quien escribió:

qué cercano es el parentesco entre un hombre y toda la raza humana, ya que no se trata de un comunidad determinada por un poco de sangre o de simiente, sino por el espíritu.

Ahora bien, la primera persona que conocemos que dijo ser un ciudadano del mundo ( kosmou polites en griego, que es de donde procede nuestra palabra "cosmopolita") fue un hombre llamado Diógenes. Diógenes nació en algún momento de la segunda mitad del siglo V en Sinope, en la costa sur del Mar Negro, en lo que es, en la actualidad, Turquía. Rechazó la tradición y la lealtad local y en general se opuso a lo que todos los demás consideraban una conducta "civilizada". Según la tradición, vivía dentro de un gran recipiente de terracota. Y lo llamaron cínico (en griego, kyneios significa perrito) presumiblemente porque vivía como un perro: los cínicos son exactamente los filósofos perrunos. No se sorprenderán al enterarse de que lo echaron a patadas de Sinope, su ciudad natal. Pero, para bien o para mal, fue Diógenes, como ya dije, el primero en decir que era un "ciudadano del mundo". Por supuesto, se trata de una metáfora. Porque los ciudadanos comparten un estado y no existía ningún estado mundial del que Diógenes pudiera ser ciudadano. De manera que, como cualquiera que adopte esa metáfora, tuvo que decidir qué quería decir con ella. Una de las cosas que Diógenes no quería decir era que estaba a favor de un único gobierno en el mundo. Una vez conoció a alguien que sí estaba a favor de eso: Alejandro Magno, quien estaba a favor, como todos saben, de que el mundo entero fuera gobernado por Alejandro Magno. La historia cuenta que Alejandro se encontró un día de sol con Diógenes, que esta vez no estaba dentro de su barril de arcilla sino metido en un hoyo excavado en la tierra. El conquistador del mundo, quien, por ser alumno de Aristóteles, había sido educado para respetar a los filósofos, le preguntó a Diógenes si podía ayudarlo de alguna manera. "Por cierto -dijo Diógenes-, puedes dejar de taparme el sol." Claramente, Diógenes no era un admirador de Alejandro o, podemos suponer, de su proyecto de dominación global. (Esto debe de haber alterado a Alejandro, quien supuestamente dijo: "Si no hubiera sido Alejandro, me habría gustado ser Diógenes".) Y eso es lo primero que me gustaría tomar de Diógenes para interpretar la metáfora de la ciudadanía global: nada de gobierno mundial, ni siquiera el de un discípulo de Aristóteles. Diógenes quería decir que nosotros, como ciudadanos, podemos considerarnos -aunque no lo seamos- miembros de una única comunidad política, súbditos de un único gobierno. Una segunda idea que podemos tomar de Diógenes es que debería importarnos el destino de todos nuestros congéneres humanos, no solo el de los seres humanos de nuestra propia comunidad política. Así como nos preocupa nuestra comunidad, deberíamos preocuparnos por todos y cada uno de nuestros conciudadanos, de manera que, a nivel mundial, deberíamos preocuparnos por nuestros conciudadanos del mundo, nuestros congéneres humanos. Y, más aún -y esta es la tercera idea de Diógenes-, podemos tomar buenas ideas de todo el mundo, no solo de nuestra propia sociedad. Vale la pena escuchar a otros porque tal vez tengan algo para enseñarnos; vale la pena que ellos nos escuchen, porque tal vez tengan algo que aprender de nosotros. Y este es el último punto que quiero tomar prestado de Diógenes: el valor del diálogo, la conversación como modalidad fundamental de la comunicación humana. Entonces yo, un ciudadano estadounidense del siglo XXI, de ascendencia angloghanesa, quiero tomar prestadas estas tres ideas de un ciudadano de Sinope que soñó con la ciudadanía global hace veinticuatro siglos: 1) no necesitamos un gobierno mundial único pero 2) debemos preocuparnos por el destino de todos los seres humanos, dentro y fuera de nuestra propia sociedad y 3) tenemos mucho que ganar de las conversaciones que entablemos más allá de las diferencias. Entonces, el cosmopolitismo es universalista: cree que cada ser humano importa y que tenemos la obligación compartida de preocuparnos por los otros. Pero también acepta el amplio espectro de la legítima diversidad humana. Y ese respeto por la diversidad viene de algo que también se remonta a Diógenes: la tolerancia de la manera en que la gente elige vivir y la humildad respecto de lo que nosotros mismos conocemos. La conversación entre identidades -entre religiones, razas, etnias y nacionalidades- vale la pena, porque por medio de la conversación se puede aprender de personas con ideas diferentes e incluso incompatibles con las nuestras. Y también vale la pena porque, si aceptamos que vivimos en un mundo con muchas clases de personas diferentes e intentamos vivir con ellas en una paz respetuosa, tendremos que entendernos mutuamente, aun cuando no estemos de acuerdo. La globalización ha hecho relevante este antiguo ideal, que no lo era en realidad en la época de Diógenes o de Marco Aurelio. Como vemos, hay dos condiciones obvias para la concreción de la ciudadanía: conocimiento de las vidas de otros ciudadanos, por un lado, y la capacidad de incidir sobre ellas, por el otro. Y Diógenes no conocía a mucha gente -de China y Japón, de Sudamérica, del África ecuatorial, ni siquiera del oeste o el norte de Europa-, y nada de lo que él hiciera podía ejercer mucha influencia sobre esas personas (al menos, que él supiera). El hecho es que no se puede infundir verdadero significado a la idea de que todos somos conciudadanos si no podemos influirnos mutuamente y no sabemos nada uno del otro. Pero, como digo, no vivimos en el mundo de Diógenes. Solo en los últimos siglos, a medida que cada comunidad humana ha sido gradualmente incorporada a una red única de comercio y de información global, hemos llegado a un punto en que cada uno de nosotros puede imaginar, de manera realista, la posibilidad de contactarse con cualquier otro de los seis mil millones de congéneres humanos y enviarle algo que vale la pena que tenga: una radio, un antibiótico, una buena idea. Desafortunadamente, ahora también podemos enviar, por negligencia o por maldad, cosas que causan daño: un virus, un contaminante ambiental, una mala idea. Y las posibilidades de bien y de mal se multiplican indefinidamente cuando se trata de las políticas que un gobierno implementa en nuestro nombre. Juntos, podemos arruinar a los agricultores pobres introduciendo nuestros cereales subsidiados en sus mercados, paralizar industrias con aranceles punitivos, entregar armas que matarán a miles y miles de personas. Juntos, podemos mejorar los estándares de vida adoptando nuevas políticas comerciales y de ayuda, prevenir o tratar enfermedades con vacunas y medicamentos, tomar medidas contra el cambio climático global, estimular la resistencia a la tiranía y la preocupación por el valor de cada vida humana. Y, por supuesto, la red de información global -la radio, la televisión, los teléfonos, Internet- no solo implica que podemos afectar la vida en cualquier parte, sino también que podemos aprender cómo es la vida en otras partes del mundo. Cada persona que usted conoce y sobre cuya vida puede incidir es alguien hacia quien también tiene responsabilidades: decirlo es confirmar la idea misma de la moralidad y la ética. El desafío, entonces, es reclutar las mentes y los corazones formados durante los largos milenios de vida y constituir tropas locales, equipadas con ideas e instituciones que nos permitan vivir juntos como la tribu global en la que nos hemos convertido. Porque ahora realmente necesitamos un espíritu cosmopolita. Esa espíritu nos imagina unidos por la conversación entre diferentes pero también acepta que haremos elecciones diferentes -dentro de una nación y entre las naciones- sobre cómo vivir nuestra vida.

Por Kwame Anthony Appiah Para LA NACION
© Kwame Anthony Appiah
[Traducción: Mirta Rosenberg]


* Es el nombre de un movimiento de congregaciones que afirman bregar por la unidad de los cristianos, sin identificarse con ninguna corriente de pensamiento teológico moderno, e intentan regresar a las enseñanzas paulinas. [N. del E.]

RadarDomingo, 24 de Febrero de 2008
Fenómenos
Un nuevo brote de janeausten-mania

Austen Powers
Fue la primera escritora con sensibilidad moderna. Escribió seis novelas, todas brillantes, y vivió sólo 42 años. Una voz clara, punzante y hermosa; una observadora irónica de las costumbres que desestabiliza todo orden. Jane Austen es la escritora siempre vigente que el cine adora adaptar. En los próximos meses, su figura vuelve a invadir la cultura pop, con las películas Becoming Jane y The Jane Austen Book Club. Y se conocerá en castellano su novela epistolar Lady Susan. Radar adelanta de qué se trata esta nueva avanzada y, de paso, homenajea a la protagonista.
Por María Gainza
Pocos autores despiertan semejante ternura en sus lectores. Sus admiradores, al contrario de lo que sucede con, digamos, Shakespeare o Byron, la llaman por su nombre de pila, Jane. A secas. Como si la conocieran de toda la vida. Tal es la capacidad de Jane Austen (http://www.edicionesdelsur.com/jane_austen.htm de generar intimidad. No debe sorprender entonces que cada tanto una ola janeaustiana rompa sobre la escollera de la cultura pop y, si bien no arrase con todo, salpique lo suficiente para que advirtamos su presencia. Ahora, en el horizonte no tan lejano, vemos subir el agua: dos películas, Becoming Jane y The Jane Austen Book Club, más una edición inédita de la novela epistolar Lady Susan (en marzo en las librerías), vuelven a poner a la reina de la ironía doméstica en su trono. Y la apacible tranquilidad familiar, así como la conocemos, tiembla. Después de todo, Jane Austen puede producir más drama en el corazón de un hogar que la mayoría de los autores en un naufragio, un incendio o una batalla naval.






















El único retrato que se conoce de Jane Austen, un dibujo en lápiz y acuarela que realizó su hermana Cassandra.


I
Es una verdad universalmente reconocida que toda novela de Jane Austen anda en busca de un director que la lleve a la pantalla. Pero hay un límite a cuántas remakes de Orgullo y prejuicio se pueden hacer, cuántas actrices pueden interpretar Emma o cuánto sexo se le puede agregar a Persuasión. Sumado a que Jane Austen misma ha dado claras señales de que no piensa seguir escribiendo. La solución es simple: si no quedan novelas, hagamos de su vida una novela. Eso pensaron los productores de Becoming Jane y convirtieron a la autora en una heroína al estilo Austen. De paso se garantizaban un vestuario adorable, soñadas casas de piedra y un diálogo picante.
El asunto es que nadie que haya estudiado la vida de Jane Austen se la confundiría con la de, por ejemplo, Hemingway o Burroughs. Dicen que había en la rutina diaria de la novelista inglesa una marcada ausencia de deportes extremos y de drogas. “De eventos, su vida estuvo singularmente vacía”, escribió su sobrino Austen-Leigh. Un poquito de escándalo hubiese sido aconsejable. Como no lo había, hubo que inventarlo.
Anne –El Diablo se viste de Prada– Hathaway es la actriz principal y se parece tanto a Jane Austen como Scarlett Johansson se parecía a la chica de Vermeer en La joven con el aro de perlas. La película cuenta la hipotética historia de amor entre Jane y Tom Lefroy, un abogado irlandés a quien la escritora conoció en un baile por la Navidad de 1795. Cuando unos días después se separaron, ¿fue el final de un coqueteo intrascendente o una tragedia que marcaría su literatura futura? El director Julian Jarrold no tiene dudas, lo que lo animó a exagerar el suceso hasta convertirlo en un drama épico. Drama que alcanza su total desconsuelo cuando, muchos años más tarde, un maduro Lefroy se topa con la ahora exitosa Jane y le permite saber a través de sus ojos vidriosos que aún lamenta “lo que pudo haber sido”.
La película supone, un poco absurdamente, que todos los elementos de Orgullo y prejuicio estaban en la vida de Jane prontos a ser llevados a un libro. La madre obsesionada con casar a su hija y verla trepar por la escalera social: “El afecto es deseable; el dinero, absolutamente indispensable”; el padre soñador, más apoyo emocional que financiero; y el joven arrogante, prototipo de Darcy (en el papel, James McAvoy recuerda a un Bob Dylan en sus años de trovador), que visita la casa de Jane y se burla de sus intentos de hacer literatura.
La verdad es que se sabe poco de la relación. En sus cartas a su hermana Cassandra, casi el único documento histórico que sobrevive, Jane lo menciona unas dos veces. Parece que la relación generó cotorreo: “Casi tengo miedo de decirte lo que hicimos mi amigo irlandés y yo. Imagínate lo más libertino y asombroso en la manera de bailar y de sentarnos juntos. Sólo tiene un defecto... que confío que el tiempo eliminará totalmente: es que lleva un chaqué demasiado claro”. Cinco días después: “Confío en recibir una oferta de mi amigo en el curso de la velada. La rechazaré, desde luego...”. Para los lectores de Austen es difícil de lamentar. El verdadero Lefroy terminó siendo jefe de Justicia de Irlanda y la idea de Jane como una esposa devota compartiendo sus soirées con la crema de la profesión legal, en lugar de sentarse tranquila en su casa a escribir sobre Emma Woodhouse, es horrible.
La Jane de Anne Hathaway es inteligente y creíble, pero nunca asoma en ella aquella observación infatigable (“Busco un sentimiento, una ilustración o una metáfora en todos los rincones de la habitación”), aquel constante ver lo que otros no, que está presente en cada línea que escribió la autora. Pero una vez que se admite que la Jane de la pantalla poco tiene que ver con la Jane real, la película es linda de ver.
II
No ocurre lo mismo con el bodrio colosal de The Jane Austen Book Club. Una adaptación del best-seller de Karen Joy Fowler sobre un grupo de mujeres en crisis, fanáticas de Austen, que se reúnen a leer sus libros y ven sus vidas reflejadas en ellos. Seis personajes, seis novelas, seis meses para leerlos. El infantilismo, las risitas, las mujeres –su parecido a mujeres de verdad es tenue– discutiendo si tal personaje es atractivo o no, resultan tan irritantes como una uña arañando un pizarrón. Es la clásica película para chicas, lo que los norteamericanos llaman chick-flick. Y, en rigor de verdad, no merece más que un párrafo. Aunque, nobleza obliga, hay que admitir que hace el uso más zarpado de Austen del que se tenga memoria cuando un apetecible mozalbete se tapa su erección con un ejemplar de Persuasión.
Dentro de la austen-manía, la edición de Lady Susan por la flamante editorial La Compañía es, por lejos, lo mejor. Una novelita de ciento y pocas páginas donde, a través de una serie de cartas, se despliegan las intrigas de Lady Susan Vernon. Un ser amoral, una psicópata y viuda reciente que pergeña matrimonios de conveniencia para ella y su sometida hija. Lady Susan es fascinante como personaje porque no tiene nada querible, y aún así no cae en desgracia sino que, como muchas veces ocurre en la vida, de una manera u otra termina saliéndose con la suya. Es seductora y perversa, y escribe cartas delirantes, un poco como lo hacía otro ser adorablemente atractivo, el Vizconde de Valmont en Las relaciones peligrosas (1782), obra cuyo formato epistolar probablemente inspiró a Jane. Escrita en algún momento antes de 1805 pero publicada recién en 1871, la novela parece ser la única vez en que la autora centró su atención en la decadente alta sociedad londinense. Ya que, por lo general, Austen afilaba su pluma sobre el microcosmos pueblerino. Ella misma señaló: “Unas tres o cuatro familias en una ciudad rural forman la base material de trabajo”.
III
Nadie sabe a ciencia cierta cómo era físicamente Jane Austen. No hay un retrato definitivo salvo el torpe dibujo en lápiz y acuarela que dejó Cassandra. Allí se ve a una mujer simplona, del lado incorrecto de los treinta. Tan común que hace poco la editorial Wordsworth decidió fotoshopearla y agregarle extensiones y colorete. Parece ser que una de las escritoras más inspiradas de todos los tiempos no era suficiente inspiración para poner en la tapa de sus libros. Aun cuando debajo de su gorrito y de esos ojos almendra ardiera la primera sensibilidad moderna.
“Dudo que sea posible mencionar a otro autor notable que haya vivido en tan completa oscuridad”, escribió su sobrino. Atribuir opiniones en base a sus libros es peligroso, pero se puede decir que a Jane no le interesaba un comino estar casada. En una de sus cartas menciona que recibió una propuesta de matrimonio. La aceptó y al día siguiente la rechazó. No quería casarse con un hombre soso, con el carisma de un palito, fuera rico o pobre. Y creía que una mujer joven, soltera y con inteligencia era una criatura maravillosa, con absoluto poder –aunque sea el poder de resistirse– sobre los deseos de un hombre. Austen veía la fragilidad de la circunstancia. La fuerza de la fragancia y la delicadeza de la flor.
La verdadera Austen existe en sus novelas como una inteligencia veloz, haciendo observaciones generales para un minuto después meterse en la cabeza de algún personaje y después correr al jardín y escuchar una conversación en voz baja a través de un seto. Su técnica es viva y brillante. Hay quienes le critican su desconexión del mundo. Es verdad que por sus novelas nadie sospecharía que Inglaterra estaba en guerra con Napoleón. Y sus opiniones sobre la esclavitud o el imperialismo jamás se escuchan. Puede parecer extraño que una de las autoras que más amplió la conciencia moderna haya estado preocupada exclusivamente por comprar muselina a cuadros, por saber si el pato y el jengibre en conserva estarían listos para la cena o si las fresas del jardín ya estarían maduras. No obstante, puede que justamente ahí radicara su genialidad: en la capacidad de darles la espalda a los grandes asuntos para volver su mirada sobre la vida, siempre tan sostenida por alfileres, de personas comunes.
Es probable que Orgullo y prejuicio sea su novela más graciosa y Persuasión, la más lograda. Pero lo que hace a sus historias tan seductoras, es la forma en que la ironía se despliega. Lo que es absurdo para nosotros no lo es para los personajes. Porque ése es su mundo, el único que tienen y, en realidad, el mismo que el nuestro, sólo que nos ha sido dado el privilegio de reírnos de él desde afuera. Suponemos que el tonito punzante del narrador es Austen misma. Pero es difícil de saber. ¿Ella satiriza cosas que encuentra tontas o por las que se siente atraída? Su burla, ¿revela o cubre sus sentimientos? De todas formas, su humor es lacerante: “Ayer, la señora Hall de Sherborne dio a luz a un niño muerto, unas semanas antes de lo que esperaba, por culpa de un susto. Supongo que miró a su marido sin darse cuenta”.
IV
Jane Austen nació en 1775 y murió en 1817, a los 42 años. Dejó seis novelas. Todas sobre amor, herencias y matrimonios. Las heroínas son mujeres jóvenes e inteligentes. El lenguaje es elegante. Las oraciones, hermosas. El ingenio, devastador pero no vicioso. Su voz, clara, cristalina como arroyito de montaña. Abran cualquiera de sus novelas y la sabiduría vuela de las páginas, expandiéndose mucho más allá del drama angosto del ámbito familiar. Un par de frases cualesquiera, al azar: “Era una persona simple. La empresa de su vida la cifraba en casar a sus hijas; sus distracciones eran el visiteo y los chismes”, es una observación compacta sobre clase y naturaleza humana en apenas veintitrés palabras. Todas las novelas terminan con matrimonios apropiados (aunque la idea de pasarse el resto de sus días hablando con Mr. Knightley puede resultar perturbadora). Los argumentos tratan sobre cómo las mujeres obtienen esos matrimonios.
Charlotte Brontë acusaba a Jane de ser demasiado cerebral y falta de pasión. Pero toda adolescente, en algún momento, cree ser Elizabeth Bennet, no todas creen ser Jane Eyre. Todos conocemos a una mujer tratando de decidir si un tipo es el adecuado para ella. No todos conocemos a un tipo adecuado que guarda una loca en el altillo. Qué lástima que Jane Austen naciera antes que Mark Twain. Qué hubiera dicho –irónicamente– sobre él. Quizás hubiesen sido almas gemelas guiñándose el ojo por sobre el pianoforte cuando nadie miraba.

Enlaces:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-2557-2006-03-17.html

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-3046-2006-06-04.html

Domingo, 04 de Junio de 2006

Charlotte Brontë
La pupila rebelde
Unas cartas recién encontradas revelan las tretas de Charlotte Brontë para dejar intacta Jane Eyre, pese a las amenazas del director del colegio que la novela hizo célebre por su maltrato.




















Acaban de encontrarse unas cartas escritas por el director de la institución donde se educó Charlotte Brontë para obligarla a retractarse por los improperios que había en Jane Eyre contra su propio colegio. Lo más notable es que a pesar de las presiones y de que Charlotte efectivamente se disculpó, el libro no sufrió modificaciones y por lo tanto la literatura registró para siempre la pésima fama de ese colegio en cuanto al maltrato a sus pupilos. Cuando pasaron ya más de 150 años de su fallecimiento, más de un millón de fanáticos de Charlotte Brontë (1816-1855) van a visitar anualmente su ciudad materna de Haworth, en el norte de Inglaterra, para rendirle tributo a su admirada escritora. Y su obra más celebrada, Jane Eyre, es por su parte ampliamente reconocida como una de las obras más importantes de la literatura inglesa del siglo XIX. Sin embargo, la agudeza de Charlotte Brontë a la hora de describir en su novela los constantes maltratos y abusos ejercidos en Lowood School, copia literaria de la Clergy Daughters School, institución inglesa donde padeció sus años de formación, no le salió tan barata. Se acaban de encontrar una serie de cartas en las que el reverendo William Carus-Wilson, director de la institución, colmado de flema identificatoria al leer el retrato que la novela –publicada en 1847– daba del agresivo Mr. Brocklehurst, exigió a su antigua pupila que se retractara porque, de lo contrario, iniciaría una causa legal en su contra. Las cartas, que fueron curiosamente descubiertas entre una pila de documentos que estaban en posesión de un viejo vendedor de libros, serán rematadas a partir del mes próximo por la casa Mullock Madeley al el costo base de 247 dólares, según lo acaba de anunciar el experto en documentos históricos Richard Westwood-Brokes. Lo que primero salta a la vista es que la amenazadora correspondencia del educador religioso logró sus efectos: Charlotte Brontë, de hecho, escribió una carta disculpándose públicamente por la descripciones de la escuela y, lo que resulta aun más llamativo, acató la orden de reescribir las partes en que la Clergy Daughters School quedaba bastante mal parada. Pero si bien la pizpireta hermana de Emily y Anne le envió al reverendo un manuscrito de más de mil palabras refiriéndose a la institución en mejores términos, es obvio que la escritora se salió con la suya. No está claro todavía cómo fue el lento proceso de persuasión, pero lo cierto es que, finalmente, el maléfico reverendo nunca inició la causa legal (probablemente un poco apaciguado por las disculpas públicas de su pupila) y ella nunca llegó a retocar oficialmente la obra que quedó tal como podemos leerla ahora. Es decir que el pasaje que reescribió Charlotte no alcanzó a ser publicado, y según Westwood-Brookes, de ponerse a la venta ese manuscrito, valdría mucho más que las cartas.





RadarLibrosDomingo, 24 de febrero de 2008

El gótico texano
William Goyen mantuvo una ardua lucha contra la falta de reconocimiento en la literatura norteamericana. Nacido en un pueblo de Texas, entretejió un imaginario del sur profundo con indios, mexicanos, cowboys y trabajadores golondrina. Luego fue tan olvidado como poco reconocido en vida. La aparición de La misma sangre y otros cuentos (con traducción de Esther Cross) marca el lanzamiento de la flamante editorial La Compañía (junto a Lady Susan de Jane Austen) y una oportunidad para descubrirlo o revisitarlo.






















Por Esther Cross


En Estados Unidos, en Texas, en una casa del pueblo de Trinity, un chico ensaya música en un teclado de cartón, bajo una frazada hecha de retazos tejidos por las mujeres “hipersexuadas” de la familia. Para su padre, un vendedor de leña, tocar el piano no es cosa de hombres. Su madre le compró, a escondidas, un curso de música por correo, para que ensaye en secreto. Mientras toca, el chico oye lo que hablan en la sala: una mujer vio un fantasma en la zapatería y dicen que el aserradero va a convertirse en una fábrica. Son los años ’20. El chico se llama William Goyen. En poco tiempo va a convertirse en escritor.
Las “artes calladas” son lo suyo y por eso empieza a escribir. “Nadie podía oír o saber lo que hacía al escribir, igual que con mi piano de cartón.” Tanta represión resultará, al desatarse, en un estallido. El escritor oculto se revela. Será un escritor incómodo para sus contemporáneos, otro norteamericano fuera de lugar en su país. Lo que le pasa de chico en el pueblo le pasará más tarde entre los suyos y a gran escala.
“¿Por qué estoy aquí, solo, en este cuarto, exiliado, aislado de ellos, que están ahí nomás, del otro lado de la puerta?”
Goyen se hacía preguntas todo el tiempo, aun en medio de una entrevista; él era así.
“Mi infancia transcurrió en ese mundo medieval de terror. Había un hombre que predicaba la salvación de mi alma en el camino, frente a casa. Pero en lo alto de la colina los chicos del Ku Klux encendían sus cruces. Los vi perseguir por la calle a unos negros que corrían mientras se quemaban vivos, untados de brea, con plumas pegadas al cuerpo. Los veíamos pasar. Nadie decía nada. Era como ser judío y que ellos fueran los nazis. Era el horror. Todo eso está relacionado con la brutalidad con que comencé a escribir, y con la salvación. Ese horror no es algo del pasado. Es algo que sigue. Los campos de concentración en Beirut, por ejemplo. Sin ir más lejos, Hollywood es un lugar totalmente violento.”
El chico mira, hipnotizado, esa violencia. Sólo podrá redimirla e interrogarla al escribirla. “No me interesan las infidelidades de las amas de casa de los suburbios de Nueva York. Sus vidas, sus encuentros sexuales y sus divorcios me parecen triviales.”
El se dedica a otros temas. Escribe sobre fantasmas, encapuchados, incesto, violaciones, historias secretas del pueblo y el aserradero. Escribe sobre hermafroditas, sobre una hermana negra y otra blanca, sobre mujeres barbudas (¡que están felices con su barba!) y otros portentos “que cobran valor y se vuelven preciados en las ciudades mientras que en el campo son simples cuestiones de hecho”. Para hacerlo, no va a cantar bajito y suave. Todo lo contrario.
Va a contar esas historias al compás de la música que tocaba en la cama, con la fuerza de la postergación, con la cadencia de la voz de su madre. “Su tonada se convirtió en mi voz al escribir.” De grande, la llamará seguido por teléfono para tomar nota de sus dichos y afinar esa voz con la suya por escrito.
Los Goyen se mudan de Trinity a Houston cuando el chico tiene ocho años. Es, como en sus cuentos, la época del gran cambio en Texas. Familias enteras migran del campo a las ciudades, que generan sus metástasis de suburbios y pueblos movedizos. Las autopistas van a borrar lugares cargados de leyenda. Están los que se adaptan y los que se resisten. Goyen no está en ninguno de esos bandos. Goyen no tendrá opción. Su suerte ya está echada. No podrá huir de ese lugar encantado, maldito. Durante toda la vida, la memoria de ese lugar va a seguirlo a todos lados. Escribirá historias que pasan en el campo e historias que pasan en las ciudades pero las historias de las ciudades tienen personajes de su mundo especial –una princesa texana que vive en Venecia, por ejemplo–. Todos los caminos lo conducirán a Texas.
“Viví toda mi vida en esos siete años y la manera de redimir esa experiencia fue la escritura. Sin la escritura, sin el proceso de la memoria y su experiencia espiritual, que es el estilo, ¿qué hubiera hecho? ¿Me habría convertido en un adicto, en una especie de evangelista? Me pasé los primeros años de mi vida de escritor reportando el mundo de ese pueblo y fabricándolo en ficción.”
Receta para fabricar en ficción un lugar que ya existe: lo primero que hace es cambiarle el nombre, como Puig con Vallejos, como Faulkner con Yoknapatawa. Trinity se convierte en Charity. Charity tiene cementerio, fantasmas, casas encantadas, cuevas, familias... y si hay familias, hay tragedias. En Charity está la casa de la infancia, que tiene una puerta que lleva al mismo tiempo a lo mejor y lo peor de la vida. En Charity, la gente se sienta en el porche a esperar. Los habitantes de Charity son personas que lo han perdido todo y sin embargo esperan.
“Son gente esperanzada, abierta a algo, a eso que llaman la Segunda Venida. La gente de esos pueblitos fue criada para eso: para esperar el fin del mundo, las trompetas, y liberarse del duro trabajo de todos los días. Se trata del renacimiento, de la nueva vida, del paraíso: la liberación del dolor, las limitaciones, el trabajo.”
Charity está, así, cargado de expectativas, sumido en una espera fantasma, en una quietud con vida propia. Charity tiene todo lo que tiene que tener un pueblo, hasta un delator, un escritor que cuenta, asombrado, lo que todos guardan en secreto y dan por sentado. “No solicitaría una hipoteca en el banco de Trinity”, bromeará Goyen después.
Goyen se convierte en un traidor. Como dice Joyce Carol Oates, “qué ironía que el escritor que ve y siente esas cosas sea tildado de loco por los suyos, como si la capacidad para asimilar los horrores sin hacer comentarios fuera un síntoma de cordura”. Eso es lo que, según Joyce Carol Oates, convierte a Goyen en un visionario en problemas.
En Houston, el chico se recibe en la universidad con un master en arte pero no tiene suerte. Le tiene pánico al agua y la guerra lo sube a bordo del barco de guerra “Casablanca”.
Vivió en ese barco entre 1939 y 1944. “Tuve que estudiar balística y manejar armas antiaéreas. Era una vida monástica impuesta, nunca pude superar esa época y me llenó de resentimiento. Me volví loco y en el cuarto año tenía que tomar morfina. Estábamos cerca de la costa japonesa.”
La maldición, el hechizo de la infancia, el lugar de sus primeros años, llega hasta ahí. Cuando hace guardia o cuando se esconde en un bote salvavidas, empieza a escribir La casa del aliento, su primera novela. Vaya a donde vaya siempre estará en Charity.
Después de la guerra, trabajó como mozo cerca de Taos, en Nueva México, donde se hizo amigo de Frieda, la mujer de D. H. Lawrence.
Goyen vivía con tres indios, trabajaba en la posada, tomaba el té con Frieda Lawrence y conocía a otros escritores, como Tennessee Williams, “que se moría todo el tiempo”. Pero en el rancho de barro y más tarde en Londres, Roma, Nueva York y otras ciudades de los Estados Unidos, Goyen no puede escapar de Trinity.
Nunca nos recobramos de nuestro lugar de origen.
Goyen convirtió esa marca en una decisión. Presionaba a sus alumnos para que hablaran de sus lugares de origen. ¿Dónde nacieron?, les preguntaba. ¿Cómo era todo ahí?, quería saber.
“El lugar –decía–, lo es todo”; lo consideraba esencial en la formación de la memoria, que es la fuente de la identidad. Le preocupaba que sus alumnos se negaran a reconocer un lugar de origen. Le aterraba que sus historias transcurriesen en el paisaje de un campus. Les decía que los hoteles Howard Johnson son idénticos en Miami, Kansas y Washington, que hay una tendencia a igualar los paisajes pero que nadie puede borrar la memoria del origen. El escritor escribe siempre, pensaba, desde ese lugar. ¿Cómo escribir si no lo reconoce?
El chico que hacía música clandestina se transformó en un profanador de historias. Buscó la canción enterrada, la vida oculta de las personas, su mundo secreto.
La palabra mundo significaba, en su lenguaje, canciones. Le gustaba decir que sus cuentos eran canciones y los clasificaba como folks, baladas o rapsodias. Eran los ritmos de su pueblo, de ese mundo donde convivían indios, mexicanos, cowboys y granjeros. Convivían resulta, se sabe, un eufemismo en los Estados Unidos.
Estaba obsesionado con sus personajes. Sus personajes le parecían misteriosos y les hacía preguntas. Observaba sus reacciones. Los indagaba hasta en la muerte. ¿Por qué se tiró un hombre al río que ya no tiene agua? ¿Por qué esa chica murió con la mano cerrada? ¿Quién es el extraño apuñalado que encuentran unos chicos tirado en medio del campo? El narrador se pasa horas mirando los cuerpos de sus personajes muertos, como si así pudiese descubrir una clave. Es un escritor antropólogo forense.
Goyen escribió novelas, cuentos, obras de teatro, guiones de televisión y críticas. Dio clases de escritura y trabajó como editor de ficción durante seis años en McGraw-Hill (“En los últimos años me sentía incómodo, hambriento; era porque no estaba escribiendo”).
Se casó con la actriz Doris Roberts y le atribuyen un romance con Katherine Anne Porter. También escribió una biografía de Jesús. Dicen que en esa época iba a fiestas y reuniones con la Biblia en la mano, que se sentaba en un rincón y leía en voz alta.
Cuando le preguntaban si Faulkner había sido una gran influencia, reconocía su importancia pero aclaraba que no era una influencia porque no lo había atravesado. Explicaba que, si bien él era –como Faulkner, Flannery O ‘Connor y su amiga Carson McCullers– un escritor del Sur Profundo, era sobre todo un escritor de Texas. El paisaje de sus cuentos era el del este de Texas; un paisaje que describía como pastoral, fluvial, con sombras de árboles, misterioso y embrujado. Desde Goyen, además del gótico sureño, existe el gótico texano. Están los blancos y los negros pero suman los indios, los mexicanos, los cowboys y los trabajadores nómades.
En el mundo de Goyen, los opuestos conviven en tensión permanente y eso no es un problema aunque es, al mismo tiempo, algo sorprendente. Donde hay ternura, hay violencia. Donde hay amistad, hay traición. Lo que nos bendice es lo que nos condena.
Las historias de deslealtad y traición también estuvieron presentes en su vida. Truman Capote lo admiraba y lo había apadrinado cuando daba sus primeros pasos en el mundo editorial. Capote y Goyen se hicieron amigos. Sin embargo, al tiempo, Goyen no tuvo problemas en escribir un comentario negativo sobre Desayuno en Tiffany’s y negativo es, en realidad, un eufemismo para describir lo que hizo: pintó a Capote como un escritor sentimental que creía en San Valentín, como un practicante de “técnicas de vaudeville”, con una tendencia a sobreactuar en la escritura y superproducir a los personajes, más propia de un hombre del espectáculo que de un escritor.
Capote nunca lo perdonó. Lo calificó de traidor (“Al principio de su carrera me presté muy amablemente a ayudarlo y no obtuve otra recompensa que la pura traición”). Goyen estaba convencido de que su crítica había sido justa y con el tiempo aceptó que no pertenecía a ninguna generación de escritores.
No tenía nada que ver con Scott Fitzgerald (“no conocí su vida sofisticada”). Hemingway le parecía “uno de esos brutos que conocí en Texas, de los que quería escapar”. Se sentía ajeno a la elegancia de escritores como Styron y Mailer. La sobriedad no era su ideal, la precisión y la mesura no iban bien con su voz, no eran apropiadas para dar cuenta de las historias que contaba. Aunque fue un autor apreciado en Europa, Goyen no tuvo la misma suerte en su país.
Se quejaba:
“Creo que merecía reconocimiento. Me refiero al reconocimiento de mi existencia como escritor norteamericano. No hablo de aprobación o de desprecio. Pero levanto la mano y digo: ¡Oigan! Presente. Aquí estoy”.