viernes, 23 de marzo de 2012

Aguas de Marzo/El escritor solo (Rabanal)

Cerrando el verano

Por MARIANO DEL MAZO
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Un hombre y una mujer: Jobim y Elis Regina en 1974, el año en que la grabaron y que era lo más cercano a la perfección para Sinatra. Foto: Fernando Duarte
Hace 40 años, Tom Jobim se sentó en un banco de su finca carioca frente al río Preto y comenzó a escribir la canción que, según Frank Sinatra, en la versión del disco Elis & Tom, “es lo más cercano a la perfección”. “Aguas de marzo” es, efectivamente, una de las más hermosas catedrales de la bossa nova y la canción que refleja el intento de Jobim de una nueva vida. Ya había conquistado los Estados Unidos con la versión en inglés de “Garota de Ipanema” y arrastraba una vida bohemia prototípica que no podía domar. Los médicos le habían aconsejado que parara. “Mi papá había decidido dejar de fumar y de tomar”, dice Paulo Jobim, también músico, para UOL de San Pablo. Tom tenía 45 años y aspiraba a reformularse con una nueva casa y un retiro espiritual en las afueras de su adorado Río.
La letra habla de eso, de la construcción, del “proyecto de una casa”: “el palo, la piedra, el fin del camino” y también “la noche, la muerte”, el aparente contraste de “es un ave en el cielo, es un ave en la tierra / es arroyo y es fuente y un poquito de pan / es el fondo del pozo, el final del camino / y en el rostro la sombra de la soledad”. Paulo dice que su padre atravesaba una crisis existencial y que se sentía muy solo. Las “aguas de marzo cerrando el verano” eran la metáfora de una ilusión, la esperanza de una etapa diferente, un plan.
Hay un testigo insospechado de esta historia: Claudio Gabis. Después de Manal, el guitarrista se radicó varios años en Brasil y, por esas cosas del destino, compró una casita en esa misma finca. Allí, dice, fue feliz. Cuenta los orígenes del predio: “A unos 130 kilómetros de Río, en la sierra de Teresópolis, la familia Jobim, perteneciente a la alta burguesía carioca, poseía una propiedad rural que originalmente se destinó a la cría de aves. Como el negocio fracasó, la finca se dividió en parcelas entre sus miembros (madre y tía de Tom, su hijo Paulinho, su hermana Helena, y primos y sobrinos), que construyeron sencillas pero primorosas casas de fin de semana recorridas por un tranquilo río de montaña que desciende, formando cascadas y piletas naturales. En marzo, el río Preto crece y se vuelve más impetuoso con el agua de las lluvias que cierran el verano. En la parte más alta del terreno, en el fin de un pequeño camino, Tom construyó con piedra y madera su casa, un lugar de retiro que amaba profundamente”.
Tom Jobim mostró la canción terminada en la casa del arquitecto José de Caldas Zanine, acompañándose con una guitarra. Todas las frases comenzaban con “é”. Los testigos, Paulo Jobim y su tía Helena incluidos, quedaron impresionados. Era una genialidad. Tom leía la letra garabateada en un papel. La grabó relativamente rápido y la publicó en su álbum Matita Peré junto a otras bellezas como “Ligia”. El disco es uno de los mejores de su carrera, sin embargo no tuvo reconocimiento en Brasil. Según el crítico Nelson Motta, el motivo es que el compositor había estado demasiado tiempo fuera de Brasil, trabajando en Estados Unidos. Además, escribió, “en los ’70, la bo-ssa empezaba a ser parte del pasado. Eran tiempos de la MPB”.
La consagración llegaría en 1974, con el extraordinario Elis & Tom. “Aguas de marzo” abría el álbum que fascinó a Frank y quedó consolidado como el cenit de la interpretación a dos voces entre un hombre y una mujer. Ese maravilloso contrapunto con Elis Regina de algún modo clausuró el tema, a pesar de algunos intentos vocales interesantes, como el de Marisa Monte y David Byrne editado en el primer Red Hot + Rio.
Antonio Carlos Jobim murió en 1994. En 2010, una terrible inundación barrió Teresópolis. El caserío no existe más. La finca es un pantano de lodo. Una de las pocas personas que resiste es el casero de las cabañas de los Jobim. Manda otro mail Gabis: “Se llama Tito y prácticamente se crió con Tom, entre los matorrales del valle. Perdió todo lo que tenía en la inundación. Llora desconsoladamente cada vez que escucha o le mencionan ‘Aguas de marzo’”.
Se cumplen 40 años de una profecía: palo, piedra y el fin del camino.


Es bueno que el escritor esté solo

¿Escribir es una elección? Y si lo es, ¿por qué conlleva la soledad? No sólo porque el escritor escribe solo, sino porque además ejerce la absoluta independencia de criterio al hacerlo. En este artículo, Rodolfo Rabanal plantea la relación de la novela con la soledad y la pone en espejo con otro quehacer de la modernidad: el fragmento, un estallido del sentido que persiste en la literatura como un misterio a descifrar.

Por Rodolfo Rabanal
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Habría que escribir un tratado sobre la soledad y la novela.
Y habría que establecer si, en efecto, existe una relación factible y sobre todo funcional entre una cosa y otra. No me refiero tanto a la soledad en términos de aislamiento físico, fácilmente alcanzable, como a la soledad en términos de absoluta independecia de criterio ejercido libremente en el trabajo de producir una ficción cualquiera, en rigor mucho más difícil. Pero, mejor aun, podría igualmente hablarse de la soledad de la elección de escribir. Porque aunque el mundo me rodee en todo momento y donde sea, cuando pienso y escribo lo hago en soledad. Como si el mundo no estuviera donde está, y también como si yo pensara contra el mundo pero en el mundo, irremediablemente. Se trata, por supuesto, de una paradoja o, dicho de otro modo de una verdad que solamente alcanza a expresarse mediante la paradoja, tanto desde el punto de vista "filosófico" como desde el punto de vista retórico.
Puedo decirlo también de este modo. Empiezo a escribir una novela y me hundo en la soledad de la novela. En su exclusividad. En la malla exclusiva de su textura. En su idea que es un vértigo de soledad, o un plano de soledad, como la página en blanco cada mañana o cada tarde, o cada noche. Es decir, otra paradoja: la soledad vociferante de la página en blanco cada vez que se emprende la escritura. La soledad incitante, la que convoca y reúne las porciones de nuestra atención dispersa.
Luego está la soledad de escribir novelas. Esta actividad no solicitada, necesitada de un cuidadoso aislamiento, esta actividad vista por los otros como ociosa, como improductiva, innecesaria, y no demasiado recomendable. En fin, la soledad de escribir novelas. Confieso que me gusta la frase no sólo por sus tonos y resonancias sino por la promesa de sentido que parece guardar. O abrir, más bien abrir que guardar. Sí.
¿Es difícil hoy escribir novelas que no sean narraciones más bien convencionales, de pulcra escritura y entretenido argumento? Sí, es muy difícil, y seguramente siempre lo ha sido, pero hoy parece que es más difícil y, en consecuencia, también es difícil escribir sobre la novela como género que se renueva oscuramente hacia planos de significación estética cada vez menos "correctos" o, dicho con mayor justeza, más "poéticos". Me pregunto de qué modo funcionaría hoy una novela como Bajo el Volcán, por no hablar de la trilogía de Beckett Molly, Malone Muere y El Innombrable, textos que, ya en su tiempo entre 1945 y 1950 enfrentaron penurias interminables de incomprensión y rechazo por parte de muchos editores europeos y norteamericanos.
Los estragos antirupturistas (imposibilidad de toda vanguardia) producidos por el aplastante amoldamiento estético que parecen acarrear consigo las ideologías complascientes más o menos exitosas han abaratado la noción de diferencia, de búsqueda, de talento y originalidad en beneficio del libro o del autor más vendido o el más votado. Si el lector de hoy es ahora cliente y consumista antes que lector a secas, y está sometido a un mercado muy vasto que garantiza falsamente su libertad de elección, entonces Isabel Allende es tan novelista como Juan Carlos Onetti, ejemplo afortunado que hace unos años eligió Juan José Saer como una forma del escándalo "posmoderno". Es la insensata aprobación de esa malsana analogía políticamente correcta y extremadamente falsa la que anima a los ingenuos y desconcierta a los despiertos. Juan Carlos Onetti fue y será siempre algo que no fue ni será nunca Isabel Allende, digamos.
Expuestas estas reservas que no carecen de algún peso tal vez se pueda escribir sobre la novela.
Habría que escribir asimismo un tratado sobre el fragmento como alternativa ficcional a la novela tal cual se la entiende de manera ordinaria y más o menos general.
Pero antes que nada convendría atacar una obviedad auxiliadora y decir algo aproximadamente así. Una novela es un relato de ficción constituido por una sucesión de anécdotas ficticias o verdaderas pero destinadas a narrar un acontecimiento imaginado e imaginario.
Ahora llaman novelas a lo que antes llamaban teleteatro. De modo que cuando uno dice novela no es improbable que una persona desinformada piense naturalmente en una cosa televisiva. Y no es que no haya "cosas" literarias. Las hay. Ya el mismo hecho de articular anécdotas para conseguir un relato unívoco implica un riesgo importante en todos los sentidos, incluido el riesgo de cometer tonterías.
Pero todo es riesgo, en definitiva. No hay comodidad extrema, no hay seguridad extrema y tal vez por eso se escriba. Tal vez no tengamos nada y por eso escribamos. El músico del silencio, John Cage, dice en alguna parte: "No bien comprendemos que no poseemos nada, empieza la poesía". Es, por lo menos, una idea interesante.
Wallace Stevens, por su lado, dice que necesitamos "la suprema ficción" porque la realidad nunca es suficiente y porque la inestable imaginación siempre la traiciona. Veo que siempre rondamos la carencia, las zonas vacías, las áreas de insatisfacción permanente. En algún punto, Cage y Stevens se tocan.
Y por otro lado, aunque se escriba por las razones señaladas arriba, en definitiva no se sabe para qué se asume la tarea loca de escribir. No se sabe nunca del todo, para nada. Es l'anima folle, de Dante, nuestra perdición y esperanza.
Ahora pienso que debería disponer de una razón extraordinaria para escribir una novela insuperable. Qué absurdo. No hay razones extraordinarias y quizá tampoco novela insuperable, sólo hay motivos privados, íntimos, brillantes y efímeras relaciones en la superficie, tropismos sazonados de esperanzas de excepcionalidad en la cocina ordinaria. Me pregunto siempre me lo he preguntado si es a partir de esos destellos que se despierta el deseo de zambullirse en las aguas de la ficción.
Ahora quiero averiguar de dónde proviene (en mí) este fluctuante interés por algo tan poco normativo y tan poco asible como el fragmento.
Entiendo que el fragmento es más bien accidental que deliberado.
No parece frecuente, en el orden natural, que la voluntad produzca un fragmento de cualquier cosa, porque parece difícil o poco corriente que algo fragmentario sea fabricado con alguna finalidad utilitaria. De ninguna manera. Los propósitos, los intentos de producir un objeto determinado cualquiera, propenden a la completud aunque la completud no sea más que un deseo de equilibrios o una ilusión matemática.
Pero digamos entonces para ser más claros que la voluntad busca realizar cosas enteras; la voluntad anhela la forma, traza un círculo, tiende una línea, pone límites a la expansión temida, define una estructura y articula relaciones confinadas a un espacio posible, a un espacio perceptual.
¿Y por qué es así y no de otro modo? Tal vez porque lo completo se articula y y nos da la impresión de que funciona y entonces porque aparentemente funciona se puede creer en el sentido de las cosas, y tal creencia puede eventualmente calmar o disipar nuestras horribles zozobras filosóficas con respecto a la vida y a la existencia de todo y de nosotros mismos, principalmente. No obstante, tal creencia puede, perfectamente, ser una ilusión, una más, una de tantas, como bien se sabe.
Cabe decir que al fragmento se lo encuentra a veces sin buscarlo.
La definición de la Real Academia opta por priorizar los aspectos materiales, casi toscos del término, y dice: fragmento es parte o porción pequeña de algunas cosas quebradas o partidas. Trozo o resto. Parte conservada de un libro o escrito.
Es a partir de esta última acepción que nos vamos acercando a nuestra presa, como cuando se habla de los fragmentos presocráticos.
Los famosos fragmentos presocráticos, desde Tales de Mileto a Empédocles, o de Diógenes de Apolonia a Demócrito son el resultado de innumerables pérdidas, son lo que resta de un todo inhallable, son un accidente y, por lo tanto, un hecho indeliberado. Son, además, notablemente escasos y por eso notablemente valiosos, son, si se quiere, las riquezas inesperadas que nos propuso el azar.
Lo cierto es que ni Tales de Mileto, ni Empédocles, ni Diógenes, ni Demócrito escribieron de forma fragmentada, numerando sus párrafos para complacer a la posteridad, no, se supone que escribieron de manera completa, obviamente, y que el tiempo y la desidia general de la humanidad extravió y deterioró esos escritos salvando sólo pedazos, como lo que queda después de una ruptura, un incendio o cualquier otra catástrofe semejante.
Ahora bien, yo puedo producir un fragmento con toda la intención de hacerlo. Yo puedo producir un texto de naturaleza "fragmentaria" aplicando mi voluntad formativa y teniendo en cuenta, previamente, un cierto repudio crítico hacia la idea de obra total, o completa o acabada. Ya que (me digo) los modelos de la naturaleza son vivos procesos hacia una completud inalcanzable, por lo tanto no hay obra completa y cerrada por más completa y cerrada que parezca. Eso sería una ilusión provocada por la observación deficiente o la necia arrogancia, o ambas juntas y no otra cosa. En el prólogo a su poema "El cementerio marino", Paul Valéry defiende lo inconcluso y al trabajo por el trabajo mismo al sugerir que una obra nunca es una cosa acabada sino en todo caso una cosa abandonada.
Podemos caer en el cómodo engaño de suponer la completud de la obra homérica pero sabemos que se trata de una impresión falsa, salvo que a partir de la obra homérica podemos derivar la fábula mitológica y toda la tragedia posterior y si se quiere gran parte de la poesía y de la narrativa y de la temática artística que vendría más tarde, sin olvidar es fundamental la obra platónica, construida sobre el rechazo de Homero, por lo menos en gran parte.
En este caso, es decir si pensamos de este modo, es como si la obra homérica hubiera estallado en miles y miles de fracciones llenando el mundo y el tiempo de "fragmentos" literarios, de fragmentos de sentido. Es la deflagración de las formas expandidas hacia diversos y nuevos géneros a lo largo y a lo ancho del mundo helénico primero y de todo Occidente después. Hasta cierto punto no sería desacertado decir que todavía nos alcanzan las esquirlas inagotables de esa explosión milenaria.

jueves, 8 de marzo de 2012

Avelina Carmen Escobar (1930-2012) in memoriam

Lo maravilloso de la muerte (Aldo Pellegrini)
El terror de la nada, del no existir, hace aferrarse desesperadamente a la vida. Pero lo que es paradójico es que la existencia sólo tiene sentido en relación con lo que no es individuo, con el llamado mundo externo. La más intensa sensación de existir está dada por el amor, y en éste el individuo tiende a perderse, a evadirse de sí mismo para fundirse con el otro. En esa pérdida de la individualidad reside la afirmación de la existencia. La cobardía es triste porque al reducirlo a sí mismo, al apartarlo de todo, niega la existencia.

Para los que realmente sienten intensamente la existencia, la muerte adquiere la categoría de la más alta voluptuosidad, una voluptuosidad equiparable a la del amor. El punto máximo de la voluptuosidad del amor es el orgasmo. Pero en éste se establece, al lado de la aniquilación del ser (ese "morir de goce" tan claro para los amantes) el hecho del nacimiento de otro ser que lo continúa, de un ser distinto que no es, si bien se mira, continuación sino negación de quienes lo han engendrado. De donde el amor es doblemente muerte, una por el acto mismo del orgasmo, otra por la negación que significa el ser distinto engendrado. Pero con todo es una muerte ficticia, "una pequeña muerte".

Para los que comprenden la seducción de la muerte, el valor no es más que una forma de voluptuosidad. El héroe es el gran voluptuoso. Aquel que lo arriesga todo, marcha en contacto con esa secreta voluptuosidad de la muerte, y es ese riesgo permanente el que da a la vida una dimensión desmesurada. Sólo aquel que roza la muerte vive la vida con amplitud.

Pero ese sentido de la vida heroica no está en el militar sino en el santo (entendiendo por esta designación no sólo al religioso sino al mártir de cualquier ideología de índole humana, es decir universal). El heroísmo del militar tiene siempre un componente de miedo, de desesperación. Va a la muerte por horror de la muerte, tal como ciertas mujeres se prostituyen por horror del amor.

Además no es generalmente el fuerte el que llega al heroísmo, sino el débil. El fuerte aparece como heroico muy a menudo por un simple error de valorización. El fuerte se cree invencible e invulnerable, cegado por su supervalorización de sí mismo. Y así puede dar la impresión de lo heroico porque no mide los riesgos. El débil sabe perfectamente que todo está en su contra y valora perfectamente los riesgos. Pero también sabe que sólo la proximidad de la muerte puede dar a su vida la máxima exaltación.

Esta voluptuosidad se cierne sobre el suicida (hay suicidios inexplicables porque se producen cuando todo es perfecto, marcha). Para estos suicidas la vida en su máximo alcance no puede dar más que desilusión para los que no buscan sólo la embriaguez del instante sino la embriaguez total del ser. En la embriaguez del instante siempre es una proximidad con el no ser (en la cumbre de la voluptuosidad el amante dice lleno de goce: me siento morir).

Pero sumergido en el no ser significa la libertad absoluta. Se abandonan todas las cadenas, la del tiempo, la de la vida, la opresión. La aniquilación del ser que se busca vanamente en el amor.

El orgasmo es la aniquilación del ser y es el comienzo de un nuevo nacimiento (la tristeza del nacimiento, de alejarse del no ser) es la muerte que fecunda la vida. Esta idea del no ser que da nacimiento al ser en el origen del mito de la reencarnación.

Una decisión absoluta de no ser, de autoaniquilamiento está en la esencia de la homosexualidad. La poesía toca ese no ser en el cual no existe la angustia, es la fuente de toda voluptuosidad.

El deseo del amor es una sed inagotable, una proyección fuera de sí mismo.

La fascinación de la muerte.

La vida está señalada por la presencia latente de la muerte. Son muchos los que han señalado esto.

A través de las palabras el poeta busca lo inefable. Oscuridad y silencio se dan la mano.

Cuando se nace se surge de ese no ser cósmico y algo de ese no ser cósmico perdura en la vida y forma el núcleo de ese ser que se determina. Una partícula de eternidad vive en el hombre y esa partícula contiene la muerte.

Si, como piensan algunos, la muerte significa la transformación en un nuevo ser, una nueva vida y lo que es común, esa conciencia universal, ese inconsciente colectivo, o sigue siendo la muerte un límite para el ser individual que desaparece, esa conciencia de la individualidad que da la vestidura terrena, se pierde cualquiera que sea la religión que promete una inmortalidad, y el cristiano siente ese límite del ser tanto como el ateo. Lo que persistiría es totalmente otra cosa, otro ser que nace de nosotros, que tiene su límite en nuestra muerte, y aunque tenga memoria, no participa de esa vida, esa memoria es como el relato de otra vida.

Continuar existiendo significa devenir y por lo tanto sufrir una continua pérdida y goce en cuanto se ensancha -nos aproximamos a la fuente de la vida que es la muerte- pero la muerte es goce en cuánto experiencia interior y contenido de la vida. En cambio la muerte de los otros es sufrimiento (la muerte de los seres queridos) en cuanto pérdida o restricción de ese mundo exterior. El asesino es un pornógrafo como aquel que sólo goza viendo el goce de los otros.

Para los orientales los elegidos son aquellos que mueren definitivamente, ese definitivo desaparecer, y sólo persisten quienes se han equivocado en la vida. La inmolación de un budista que considera su vida cumplida, es un goce para ellos, un sufrimiento para los otros.

MUERTE

Pues la experiencia de la vida nos transforma y con cada experiencia algo muere en nosotros. Este sentido de que la muerte no es un final, no es un límite hacia la nada. sino una transformación energética, algo más allá de nuestra conciencia individual, que constituye sólo una etapa de nuestro devenir y aún en la cual no somos nunca el mismo, cambiamos espiritual y biológicamente. Como la mariposa, oruga y crisálida: ¿hay una conciencia uniforme que une todos esos estados? En cada cambio se destruye una forma corporal.
Las aspiraciones son infinitas, sin término. El plan de vida no cuenta con la muerte.
Lo existente está limitado por lo no existente, como si lo no existente fuera el espacio, el continente, lo ilimitado. El hombre pasa con la muerte de ser objeto contenido a continente.
Lo no existente está en el comienzo y el fin; pero todavía más: la vida tiene una dirección señalada por la muerte.
Existir es por antonomasia antieterno, tiene límites: el no existir es inmortal. Existe aquí, en este momento. Para la eternidad no hay aquí ni tiempo.
El mito de la resurrección final. La momificación egipcia. La magia de lo efímero.
Vivir auténticamente es desbordarse continuamente.

viernes, 2 de marzo de 2012

EN TORNO A MARCEL PROUST












"Mis inquietudes sobre mi muerte cesaron en el momento en que reconocí inconscientemente el sabor de la pequeña magdalena. Porque en aquel momento el ser que yo había sido era un ser extratemporal, despreocupado por lo tanto de las vicisitudes del futuro".




André Gide declaraba que si es preciso convalecer de tuberculosis para leer los cuarenta y tres volúmenes de Saint-Simon, los siete tomos de “En busca del tiempo perdido” requerirían de, al menos, un tifus. ¡¡Más de tres mil páginas componen la novela!! ¿Se deberá a esto que Proust sea autor muy citado, pero poco frecuentado...? A continuación, un vistazo de la portentosa novela.




“Por el camino de Swann” He aquí un verdadero tratado sobre los celos. Primero de los tomos. Vemos perder la cabeza al aristócrata señor Swaan por el amor de la “cocotte” Odette de Crécy “: Sin embargo, le habría gustado vivir la época en que ya no la quisiera, cuando Odette ya no tuviera necesidad de decirle mentiras, cuando lograra por fin interesarse de si aquella tarde que fue a visitarla estaba o no acostada con Forcheville. A veces, llegaban unos cuantos días en que la sospecha de que Odette quería a otro hombre le quitaba de la cabeza aquella pregunta referente a Forcheville, la despojaba de todo interés, como esas formas nuevas de un mismo estado morboso que se nos figura que nos libran de las precedentes”.




“A la sombra de las muchachas en flor” Aquí el autor se verá deslumbrado por la hermosura de cuatro muchachas, enamorándose de una de ellas con verdadera pasión: Giselia, Rosamunda, Andrea y Albertina: “Durante la vuelta, la imagen de Albertina, bañada en la luz que emanaba de las otras muchachas, no fue la única que para mí había. Pero al igual que la Luna, que de día no es más que una nubecilla blanca de forma más caracterizada y fija que las demás, y que recobra toda su potencia en cuanto la luz diurna se extingue, así cuando volví al hotel, la imagen única de Albertina surgió de mi corazón y empezó a brillar”




“El mundo de Guermantes” El mundo de los salones, la frivolidad y el cotilleo de la más rancia aristocracia parisiense permitirá al escritor analizar sicológicamente a gran parte de la sociedad de su tiempo. En una de sus tantas visitas a esos salones, el escritor comparará la palidez de la princesa de Parma con la de la Princesa Sagan. O se dará cuenta del antisemitismo del señor Narpois. O de cómo el “caso Dreyfus” tenía dividida a la sociedad francesa. Así expresaría su sorpresa al conocer a la duquesa de Guermantes, musa de sus sueños: “ Nunca se me ocurrió que pudiera tener una cara encarnada y una chalina malva, como la señora de Sazerat, y el óvalo de su rostro me recordó a tantas personas visitas de casa, que me rozo la sospecha, enseguida disipada, de que aquella dama, en su principio generador y en todas sus moléculas, quizá no era substancialmente la duquesa de Guermantes, sino que su cuerpo, ignorante del nombre que le daban, pertenecía a cierto tipo femenino que abarcaba igualmente a mujeres de médico y de tendero. “Y esa, nada más que esa es la duquesa de Guermantes”, me decía al contemplar aquel rostro que tantas veces se me había aparecido en mis sueños”.




“Sodoma y Gomorra” La homosexualidad reprimida del escritor es vertida en el barón de Charlus como único medio de expresión y análisis: “Cuando monsieur de Charlus no hablaba de su admiración por la belleza del violinista Morel como si no tuviera ninguna relación con un gusto llamado vicio, se refería a este vicio, pero como si no fuera en absoluto su vicio. A veces ni siquiera dudaba llamarlo por su nombre”.




“La prisionera” De nuevo aparecerán los celos. Esta vez hacia la amada, Albertina Simonet. Idea entonces llevarla a París y hacer encierro con ésta. Allí, el escritor estropeará su vida por unos celos ya verdaderos, ya infundados: “ Pues la posesión de lo que se ama es un goce más grande aún que el amor. Muy frecuentemente los que ocultan a todos esta posesión solo lo hacen por miedo a que les quiten el objeto amado. Y esta prudencia de callarse amengua su felicidad”.




“La fugitiva” El celoso es abandonado, acrecentando su neurastenia y destruyendo unos nervios ya de por si maltrechos: “Me daba cuenta de que mi vida con Albertina no era más que, por una parte, cuando no tenía celos, aburrimiento; por otra parte, cuando los tenía, sufrimiento”.




El tiempo recobrado” Después de encontrarse en las alturas purificantes del estar solo. El escritor habrá de sentirse reconfortado. Él, que sabe que escribir es pensar, con una sonrisa enigmática recordará a Heidegger cuando dijo que el pensamiento es siempre algo de soledad. Un Proust asmático y abatido se encerrará en habitación acolchada, y cual princesa enclaustrada, decidirá recordarlo todo, y expresarlo todo: “ Por el día, lo más que podía hacer era intentar dormir. Si trabajaba, sería sólo de noche. Pero necesitaría muchas noches, quizá cien, acaso mil. Y viviría con la ansiedad de no saber si el Arbitro de mi destino, menos indulgente que el sultán Sheriar, por la mañana, cuando interrumpiera mi relato, se dignaría aplazar la ejecución de mi sentencia de muerte y permitirme continuarlo la próxima noche. Seguramente mis libros, como mi ser de carne, acabarían un día también por morir. Aceptamos la idea de que dentro de diez años nosotros mismos, dentro de cien años nuestros libros, ya no existirán. Ni a los hombres ni a los libros se les promete ya la duración eterna”







PROUST POR PROUST




El cuestionario Proust, quizá es uno de los más publicitados test que existe en el mundo a la hora de descubrir la personalidad de un individuo. Artistas, escritores y políticos lo han respondido una y otra vez. Pero, ¿cuáles fueron las respuestas de Marcel Proust cuando le formularon las preguntas del cuestionario que lleva su nombre? Aquí se presentan algunas de ellas:




· ¿Cúal es, para usted, el colmo de la desdicha?




Estar separado de mamá.




· ¿Su idea de la felicidad completa?




Vivir cerca de todos aquellos que amo, con los encantos de la naturaleza, una cantidad de libros y partituras y, no lejos, un teatro francés.




· ¿Cuál es su personaje histórico favorito?




Un término medio entre Sócrates, Pericles, Mahoma, Musset, Plinio el joven, y Agustín Thierry.




· ¿Sus heroínas favoritas en la vida real?




Una mujer genial que lleve la existencia de una mujer corriente.




· ¿Su músico favorito?




Mozart.




· ¿La cualidad que prefiere en un hombre?




La inteligencia, el sentido moral.




· ¿Quién le habría gustado ser?




Puesto que no tengo que plantearme la cuestión, prefiero no resolverla. Sin embargo, me habría gustado mucho ser Plinio el joven.




· ¿El rasgo principal de su carácter?




La necesidad de que me amen y, para precisar, la necesidad de que me acaricien y consientan mucho más que la necesidad de que me admiren.




· ¿La cualidad que desearía en un hombre?




Los encantos femeninos.




· ¿Su ocupación preferida?




Amar.




· ¿El color que prefiere?




La belleza no está en los colores, sino en su armonía.




· ¿Sus poetas favoritos?




Baudelaire y Alfred de Vigny.




· ¿Cómo le gustaría morir?




Mejor y amado.







MÁS DE MARCEL PROUST




Nació en París, en 1871.




Era considerado un frívolo y esnob de la sociedad francesa.




La novela fue rechazada por André Gide, cuando se desempeñaba como lector de la famosa editorial “Nouvelle Revue de France”.




A pesar de que “En busca del tiempo perdido” está considerada una de las novelas más completa e innovadora, Proust nunca ganó el Nóbel.




Asmático crónico, vivió la mayor parte del tiempo encerrado y rodeado de la asepsia más notoria.




Escribió también “Jean Santeuil” y “Los placeres y los días. Parodias y misceláneas”.




En 1919 sale a la luz el primer tomo, “Por el camino de Swann”




Su vida y obra han sido desentrañada en una magistral biografía escrita por George D. Painter




Murió de neumonía, en París, en 1922




“Proust es un sistema completo de lectura del mundo. Si se admite ese sistema aunque sólo fuera un poco, no habría en nuestra vida cotidiana incidente, encuentro, rasgo o situación que no tuviera ya su referente en Proust”.


-Roland Barthes




Philippe Ariès (1914-1984)

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Una sombra ya pronto serás


Después de años como historiador de fin de semana, y tras una serie de investigaciones sobre las tradiciones sociales y la infancia, Philippe Ariès abordó el tema que le daría un lugar único, tan solitario y excéntrico como él: la relación del hombre occidental con la muerte. En la Argentina se lo conoció primero por la extraordinaria Historia de la vida privada que escribió junto a Georges Duby (aunque murió antes de que se publicara). Después, Adriana Hidalgo tradujo y publicó Morir en Occidente. Pero ahora Taurus publica finalmente su mayor trabajo: El hombre ante la muerte, más de setecientas páginas en las que van de la muerte en comunidad de la Edad Media a la atroz negación de las últimas décadas.


Por Mariana Enriquez

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Una tumba en el cementerio de Père-Lachaise

Philippe Ariès (1914-1984) llegó relativamente tarde al estudio de la muerte y el morir, temas que lo convertirían en un historiador célebre, con fama de excéntrico y solitario. Durante su juventud, en los años ‘40, mientras Francia estaba ocupada y bajo el régimen de Vichy, Ariès –que había estudiado Historia en La Sorbona– ingresó al Institut des Fruits et Agrumes Coloniaux (Instituto de Frutas y Cítricos Coloniales), donde fue director del Centro de Documentación y donde permaneció hasta 1979. Este trabajo, en apariencia burocrático y tedioso, lo convirtió sin embargo en pionero de innovaciones técnicas de investigación y documentación, desde el uso del microfilm hasta la informática, al punto que existen volúmenes dedicados a la valoración de sus aportes como documentalista. Pero no hay en esos años, al menos en apariencia, inquietud alguna por los ritos de la muerte. Sus primeros libros, Traditions sociales dans les pays de France (1943) e Historia de las poblaciones francesas y de sus actitudes frente a la vida a partir del siglo XVIII (1948), se orientaban hacia su pasión de aquel momento: la demografía. Y en 1960, cuando publicó su segundo libro, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, fue recibido con cierta frialdad aunque, años después, su consideración acerca de que la niñez fue descubierta en Francia en el siglo XVII –es decir, que la idea de la niñez no existía en la Edad Media– resultó uno de los grandes hitos de la escuela de la nueva historia (o de la revolución historiográfica francesa), resultado de una investigación de más de quince años. Casi al mismo tiempo, Michel Foucault publicó su Historia de la locura (1961) gracias, en parte, a los buenos oficios de Ariès, quien intercedió ante la editorial Plon para que publicara la tesis de doctorado de este otro excéntrico con quien, evidentemente, lo unía más de una afinidad.


Pero hasta ese momento el propio Ariès se consideraba un “historiador de fin de semana”, un hombre que trabajaba en un instituto dedicado al estudio de los frutos tropicales y que se ocupaba sábados y domingos de la Historia, casi como un hobby.



Durante los años ‘60, sin embargo, algo cambió. El propio Ariès habla de “historia de las mentalidades” como el campo en que transcurrirá su trabajo, pero lo cierto es que se pasa quince años dedicado exclusivamente al estudio de la muerte en Occidente. El primer libro publicado con sus conclusiones es Morir en Occidente. Desde la Edad Media a la actualidad (1975 originalmente, publicado en la Argentina por Adriana Hidalgo), tempranas conclusiones y suerte de anticipo de su gran obra, El hombre ante la muerte, monumental volumen publicado en 1977 que sigue siendo el más importante estudio sobre la muerte y el morir jamás escrito.


Las más de setecientas páginas de El hombre ante la muerte resultan fascinantes, abrumadoras, exhaustivas. Es éste un trabajo de amor y de obsesión altamente riguroso, asombrosamente documentado, dividido en dos partes: “El tiempo de los yacentes” y “La muerte salvaje”. La primera parte abarca desde la primera Edad Media hasta el Renacimiento, aproximadamente; la segunda, desde el Renacimiento hasta la actualidad (es decir, hasta los años ‘70 del siglo XX).


El recorrido de Ariès se inicia con la “muerte domada”: “La actitud antigua en que la muerte está a la vez próxima, familiar, y disminuida, insensibilizada”; luego atraviesa “la muerte propia”, donde el hombre ya no se funde en la comunidad que rodeaba a la muerte domada sino que está solo ante la muerte, ante Dios y ante su vida: “Este individualismo ante este mundo y el más allá parece apartar al hombre de la resignación confiante o fatigada de las edades inmemoriales”, escribe Ariès. A partir de allí, la muerte se vuelve salvaje, indomable; y es entonces cuando aparece “la muerte ajena” o “muerte del otro”: esa separación se juzga insoportable, aparecen los cementerios y también las “bellas muertes” del romanticismo, que sin embargo serían no una aceptación del fin sino una manera de aliviar la intolerancia a la muerte del prójimo: “Las diversas creencias en la vida futura o en la vida del recuerdo son las respuestas a la imposibilidad de aceptar la muerte del ser querido. Es un signo, entre otros, de ese gran fenómeno contemporáneo que es la revolución del sentimiento. La afectividad domina el comportamiento... Todos hemos sido transformados por la gran revolución romántica del sentimiento. Ha creado entre nosotros y los otros lazos cuya ruptura nos parece impensable e intolerable”. Finalmente, el recorrido acaba en nuestra muerte, la “muerte invertida”: medicalizada, sin duelo, oculta. Escribe Ariès: “La muerte no da sólo miedo a causa de su negatividad absoluta. Se vuelve inconveniente, como los actos biológicos del hombre, como las secreciones del cuerpo. Es indecente hacerla pública. Una imagen nueva de la muerte está formándose: la muerte fea y oculta, y ocultada por fea y sucia... La supresión del duelo no se debe a la frivolidad de los supervivientes sino a una coacción despiadada de la sociedad; ésta se niega a participar en la emoción del enlutado, una manera de rechazar, de hecho, la presencia de la muerte”. Y en esta muerte invertida se encuentra al moribundo solo, despojado, incluso silencioso.



El hombre ante la muerte. Philippe Ariès 724 páginas Taurus

Este recorrido magistral no es, sin embargo, una línea recta dentro del casi inabarcable El hombre ante la muerte. Ariès abre numerosos caminos secundarios y así dedica capítulos a los textos de las hermanas Brönte, husmea en las inscripciones funerarias y los monumentos hasta el agotamiento, es exhaustivo en cuanto al rol de la Iglesia (y su pérdida de influencia), sorprende nuestro sentido común cuando demuestra que los cementerios tal como los conocemos hoy tienen apenas unos 200 años de edad –porque antes se enterraba en las iglesias, dentro y fuera de las iglesias, los cadáveres amontonados, la cercanía con la putrefacción como algo aceptado–, analiza testamentos y libros de consolación y prácticas espiritistas y robos de cadáveres, estudia casos de embalsamamiento y necrofilia, cita a Proust, Tolstoi, estudia las danzas macabras y ocupa varios capítulos a los osarios, las ars moriendi y las manifestaciones del duelo. Este libro hermoso y terrible ilumina la historia psicológica del ser humano enfrentado a su momento más sombrío; sobre todo en sus últimos capítulos, Ariès parece negarse a unirse al coro silencioso que ha negativizado a la muerte y dice, con cierto desasosiego: “Hoy es la dignidad de la muerte lo que plantea problemas. Esa dignidad exige ante todo que sea reconocida, no ya sólo como un estado real sino como un acontecimiento esencial, que no está permitido escamotear”.



Darcy Ribeiro/Juan Manuel Inchauspe


libros


Domingo, 26 de febrero de 2012


Tapa libros


El modernista utopico


Había nacido en Minas Gerais en 1922 y murió en Brasilia en febrero de 1997. Darcy Ribeiro fue un brillante intelectual brasileño que se destacó especialmente en la antropología y la educación. Fue ministro de Educación del fugaz gobierno parlamentario de Hermes Lima en los años ’60 y se exilió luego del golpe militar de 1964. En los años ’90 llegó a ser senador por Río de Janeiro. Su obra de ficción también fue intensa y afectivamente ligada al modernismo y a la tarea de escritores tan destacables como Guimaraes Rosa y Jorge Amado. A quince años de su muerte, Adolfo Colombres, también escritor y antropólogo, traza un mapa de la literatura de Darcy Ribeiro, quizás el primer científico social reconocido como un gran novelista.


Por Adolfo Colombres

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Se dijo que Darcy Ribeiro fue el primero de los científicos sociales, en el concepto moderno del término, que logró ser reconocido como un importante novelista, y no sé si después hubo en Brasil otro caso similar. Aunque Darcy era ya conocido mundialmente como antropólogo y no le habían faltado grandes emociones en este campo, no vaciló en afirmar en una entrevista que la experiencia de la literatura era para él una de las más fuertes de la vida. “En la novela se alcanza con lectores y lectoras un grado de comunicación muy cercano al que sólo se experimenta con el amor”, decía. Y sin vacilar, con el extremismo que lo caracterizaba, agregó: “Yo tiraría a la basura el noventa por ciento de las obras sociológicas y guardaría la novelística. Nadie pintó mejor Brasil que Euclydes da Cunha en Los Sertones y Gilberto Freire en Casa Grande y Senzala. Nadie enseñó tanto sobre Bahía como Jorge Amado”. Y también: “¿Qué sería Inglaterra sin Shakespeare?”.


El paulista que más llegó a admirar, por su inteligencia y temprano interés en la etnología, era Mário de Andrade, el célebre autor de Macunaíma. Siendo muy joven, arregló una cita con él en una librería de la calle Marconi que tenía al fondo una casa de té, porque preparaba su partida hacia tierras indígenas y quería consultarle algunas cosas. Al llegar, lo encontró hablando con dos trotskistas renombrados, a los que acababa de derrotar en las elecciones universitarias, lo que bastó para que desistiera de tal entrevista, marchándose sin saludar siquiera a ese gran maestro de las letras: como comunista, no podía transigir con esta tendencia tan odiada por el Partido. La vida no le dio otra oportunidad de hablar con él. Tiempo después se hizo amigo de uno de los trotskistas y no pudo más que lamentar este pecado de inmadurez. No es casual por eso que se lo convocase para escribir el prólogo de la edición crítica de Macunaíma, realizada por la prestigiosa Colección Archivos, donde considera a Mário una enciclopedia viva de la herencia indígena y africana del país y asimila a Macunaíma, ese héroe sin ningún carácter “de nuestra gente”, con los héroes civilizadores de condición ambigua que tanto campean en las mitologías de las zonas bajas de América del Sur, verdaderos tricksters que mintiendo, maliciando y engañando se dan todos los gustos, aunque derramando también algunos parabienes para equilibrar la balanza y preservar así su vida. A su juicio, Macunaíma despliega una oralidad deliciosa, la que estalla como una carcajada frente a toda la bobería circunspecta que rodeaba a Mário, apelando al desvarío antropofágico para escapar a tanta europeidad mimética. Aunque luego reconoce que, en la verdad de las cosas, esa autenticidad india era propia de los indios, “quienes ni brasileños son”.



CON ESPIRITU ANTROPOFAGICO



Bien se sabe que Mário y Oswald de Andrade lideraron el movimiento modernista brasileño, el que sorteó el servilismo a las mitologías grecolatinas en que cayó el modernismo hispanoamericano, más allá de los toques de sabor local a los que éste condescendió. Mário de Andrade basó Macunaíma en serias investigaciones sobre las mitologías amazónicas y de la Guayana y en estudios folklóricos de la sociedad mestiza, así como en los imaginarios de origen africano y los populares urbanos. El resultado fue un bricolage narrativo que conjugaba tres estilos: uno solemne, épico–lírico, propio de la leyenda; otro de crónica, cómico y desenvuelto; y un último de parodia. Esta novela se presenta así como una obra de gran humanidad y un humor intenso, que apela al juego, pero no para quedarse en él, sino para asaltar desde allí los núcleos del sentido y el drama de nuestra identidad profunda, de una región que hasta la fecha teme definirse como una civilización propia y prefiere insinuarse como una extensión de Occidente. Mário de Andrade quiso hacer con esta bella y fresca obra una alegoría crítica del Brasil, país que estaba abandonando, o pretendía entonces abandonar, el desafío de construir una civilización tropical para emprender rumbos europeizantes.


Este genuino movimiento literario fue rescatado por Darcy al ingresar a la literatura, aunque el verdadero homenaje a Mário de Andrade no está en Maíra, novela que ideó mientras convivía con los indios, sino en Utopía salvaje, cuyo personaje central, el negro Pitum, es considerado por Darcy un primo de Macunaíma. Ambos comulgan con el espíritu del Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade. Quizá la Academia Brasileña de Letras quiso recuperar esta parte de la historia del arte del país cuando en 1992 invitó a Darcy a integrar sus filas, aun sabiendo que ninguna academia del mundo podía ponerle un chaleco de fuerza y quitarle el filo de su humor, por ver en éste el mejor camino a la verdad.


Darcy empezó a escribir Maíra, su primera obra literaria, en 1969, estando preso, y la publicó en 1976, a los 54 años, bellamente ilustrada por Poty. Fue aclamada por la crítica no bien apareció y alcanzó diecisiete ediciones en Brasil, sin contar las reediciones, y unas diez traducciones a otras lenguas. Es una novela de hondo contenido trágico, en la que, si bien por momentos da curso al humor, no se acerca –ni pretende hacerlo–- a los desopilantes desafueros de Macunaíma. Su base antropológica está en los kaiowá, pueblo del tronco lingüístico tupí-guaraní, misionalizado tempranamente por los jesuitas, que logró luego reconstruir su cultura, aunque no sin las contradicciones identitarias que genera todo choque cultural. Creían que si danzaban hasta que el cuerpo perdiera gravedad podrían levitar, alcanzando en vida la Tierra Sin Mal, o sea, su anhelado paraíso. Se trata de un imaginario de tanta belleza, que muchos indígenas se suicidaban al verlo seriamente vulnerado por la expansión de las fronteras de la civilización.


La novela se desarrolla en tres planos narrativos: el de los dioses, el de los indios y el de los blancos. Aunque diferenciados por el tono de la escritura, se integran en un relato coherente. Cabe destacar que el uso de la primera persona en una deidad como Maíra, introduciéndose así el narrador en los pliegues de su conciencia divina, es un recurso muy extraño en la literatura, y a mi juicio excesivo. Maíra contrapone el mundo indígena y el civilizado, aunque centrándose más en la muerte y en el renacimiento posible que viene detrás de ella, que en esa vida concreta a la que apostó siempre Darcy. Y se trata más de una metáfora de la agonía de un pueblo que de unas cuantas personas, el fin de un mundo en cuyo legado residen las claves de la salvación de la humanidad, que pasan por la sana convivencia con la naturaleza.


Alma, una joven de 27 años, luego de perder a su padre y naufragar en el infierno de la droga, ahogada por el hastío y la falta de sentido de su vida, va a buscar entre los mairuns del río Iparara la llave de la felicidad. Es allí embarazada por un indígena llamado Jaguar y muere en la playa de ese río pariendo gemelos, sin asistencia alguna. La novela juega de este modo con el mito de los gemelos, que para la cultura guaraní da origen al sol y la luna, pero con la triste particularidad de que aquí ya nacen muertos. Otro personaje central es Isaías, un indígena catequizado que regresa a la tribu para asumir la condición de tuxaua (cacique) que heredó. Aunque se esfuerza en recuperar sus antiguos valores, seguirá hasta el final debatiéndose en sus contradicciones. En cuanto a Jaguar, será luego asesinado por una tribu rival.


Más allá del interés que me suscitó la lectura de esta obra y la escritura de algunos fragmentos, coincido con el antropólogo Renzo Pi Hugarte en que tiene mucho de ensayo novelado, o sea, con demasiadas concesiones al lenguaje antropológico. Cuenta éste que al cometer el error de decírselo, Darcy se quedó callado, con un semblante de tristeza. Al ver el éxito que tuvo después la obra, se convenció –confiesa– de que no era un buen crítico literario. Pero claro que lo era, por su nivel de exigencia en lo que hace al lenguaje específico de la literatura. Yo también alcancé a decirle algo semejante, aunque esto no desmerece la importancia de un texto tan atractivo como novedoso.



UTOPIA SALVAJE



Pero como dije, no es Maíra la novela de Darcy que recupera con gran vitalidad la herencia antropofágica del modernismo brasileño, sino Utopía salvaje. Su personaje central es un negro gaúcho apodado Pitum, teniente del ejército brasileño que combate en una apócrifa Guerra Guayana, hasta que una espesa bruma lo aísla de pronto de esa realidad y lo sumerge en el legendario mundo de las amazonas, las belicosas mujeres que instauraron una sociedad sin hombres. Son las icamiabas, tribu de la que fray Gaspar de Carvajal (el apellido de Pitum es también Carvajal) dejó una interesante crónica en el libro de bitácora de la expedición de Francisco de Orellana, cuando en junio de 1541 se encontraron con ellas en la desembocadura del río Jarundá. En su aldea, Pitum es sometido al duro oficio de procreador único, por lo que debía “trabajar” la noche entera, sin que se le permitiera la más mínima elección en cuanto a mujeres y posiciones y sin descanso alguno. Y así estuvo un buen tiempo, convencido de que cuando se cansaran de él lo comerían, al mejor estilo antropofágico. Pero estas legendarias guerreras al final lo expulsan por flojo y cobarde, desdeñando esa carne de color tan extraño, lo que fue para él el mayor de los desprecios.


En esta novela vemos un Darcy divertido y profundo, a la vez visionario y racional, polémico y deleitable, antropofágico e idílico, o sea, tal como él era de verdad: picaresco, surrealista, desbordante, consciente de que para revolucionar la realidad hay que empezar consternando, dándola vuelta para que se vean sus vetas miserables. Se alimenta del pasado, pero desde él salta ágilmente a la utopía, a una utopía brasileña llena de risa y también de sombras, de pesimismo y de esperanza, aunque a diferencia de Maíra, se impone aquí la vida, la sensualidad, una sexualidad desaforada que nos remite por momentos al clima de Las mil y una noches, aunque el lenguaje parece redimido por un manto de inocencia anterior a la caída en la razón y la moral. Una filosofía que tiene la sublime y refinada malicia de lo popular, donde las cosas se dicen como si no tuvieran segundas o terceras intenciones. Un lenguaje que se mueve en la punta de los témpanos, ocultando bajo la superficie una multitud de sentidos aviesos. Por momentos toma verdadera distancia de las ciencias sociales, explorando todo el potencial comunicativo de la ficción, pero en otros se deja atrapar por ellas y se estira en explicaciones, más preocupado en informar sobre una realidad disparatada que en crearla mediante los artilugios del lenguaje, que es lo propio de la literatura. El autor se entromete a menudo en la lectura, un recurso muy efectivo en lo literario por su carga de ironía, lo que hace tanto con el ojo del antropólogo como el del sentido común, que es el sentido del común. Explora así, al igual que Mário de Andrade, las posibilidades narrativas del mito y la leyenda, saltando desde la farsa desopilante al ensayo y el panfleto. Su humor agudo trasciende el juego y la parodia, para definirse como una filosa reflexión sobre Brasil y América latina.


Darcy declara a Pitum primo de Macunaíma, aunque este último constituye una especie de personaje mítico que se aproxima al concepto antropológico del héroe civilizador, mientras que Pitum carece de ese perfil. No obstante, ambos cuestionan, con el arma feroz del ridículo, los mimetismos y reverencias a lo ajeno. Cumplen así, sin proponérselo, un papel descolonizador por el lado de la risa, pues convergen también en esta brecha mitos serios, como el de la cabeza de Inkarrí, el último inca, que recogiera Arguedas en los Andes. La risa opera así como un blindaje simbólico que torna a un alma inconquistable.


El lenguaje literario de ambas obras es a la vez culto y popular. Si bien parte del habla de las distintas regiones de Brasil, está impregnado desde un comienzo por artificios eruditos, que buscan casi siempre reírse de esa falsa erudición, del complejo de superioridad de quien, al asimilar el discurso colonizador, se convierte en un ilustre colonizado. Una erudición llena de barbarismos, y una barbarie que destila sabiduría a través de su humor corrosivo y de eso que llama Darcy una “oralidad deliciosa”, cuyos ríos y arroyos acumulan y refunden los imaginarios populares de distinto origen, desde el de las tribus más primitivas al de grandes ciudades como San Pablo. Satirizar el mal remedo de lo ajeno es despejar el camino de nuestra diferencia.



FINAL CON GUIMARAES



El modernismo brasileño al que Darcy homenajea mostró un verdadero interés por la antropología y el folklore, como contrapartida a los estudios de la cultura clásica europea en que se afanaban sus colegas hispanohablantes. Cabe destacar, para entender mejor esta propuesta, que en los años ‘20 no se daba aún el debate entre el “arte comprometido” y el llamado “arte puro”, que llegaría poco después, obligando a tomar partido.


Aunque sin estirarse en comentario alguno, Oswald de Andrade dató su Manifiesto antropófago en el año 374 de la Deglución del Obispo Sardinha, injuria al cielo, cabe explicar, perpetrada por los tupinambá de la bucólica isla de Itaparica. Darcy Ribeiro recoge este dato con malicia y le da una dimensión política, al afirmar que toda civilización que se precie de tal debe tener su propia hégira, y no someterse a calendarios ajenos. Propone en consecuencia oficializar esta propuesta poética de Oswald, hallando particularmente significativo que el primer obispo enviado por Portugal para llevar la Verdad revelada a esa tierra de salvajes hallara una muerte tan atípica, aunque no carente de un alto significado ni de la ritualidad que hace a lo sagrado. En su célebre manifiesto, Oswald se pronunciaba “contra todos los importadores de conciencia enlatada” y por una Revolución Caribe, que sería a su juicio mayor que la francesa. O menos farisea, añadiría por mi cuenta, pues bien sabemos cómo ésta concilió los derechos del hombre con la esclavitud y el colonialismo. Esa Revolución Caribe vaticinada por él no quedó en el reino de la fantasía, pues se concretaría luego en Cuba. “Sin nosotros Europa ni siquiera tendría su pobre declaración de los derechos humanos”, dispara Oswald, seguro de sí.


Contra lo que puede pensarse, el modernismo brasileño estaba lejos de abrazar la causa del regionalismo. Mário de Andrade ataca duramente esta corriente que se manifestaba “con una frecuencia que espanta” en la literatura y la pintura, salvando algunas excepciones, como Tarsila do Amaral. En febrero de 1928, año en que editó Macunaíma, escribe: “Regionalismo es pobreza sin humildad. La pobreza que proviene de la escasez de medios expresivos, de la cortedad de las concepciones, del caipirismo. Pura comadrería. En nada contribuye a la conciencia de la nacionalidad. Antes la ensucia y empobrece, sustrayéndola a otras manifestaciones, y en consecuencia a la propia realidad”.


En ese año 1928, en el que la gente voceaba en las calles a Getúlio Vargas, este movimiento refinado anunciaba, o directamente creaba, un nuevo estado del espíritu nacional, un lento camino de salida de las reverencias del colonizado hacia la búsqueda y afirmación de lo propio, que produjo los mejores frutos artísticos del siglo XX, y ya en este siglo XXI, en lo político. El mensaje que nos dejó Mário de Andrade en 1942, reza: “Dedíquense o no al arte, las ciencias, los oficios. Pero no se limiten a eso como espías de la vida, camuflados de técnicos en vida, viendo pasar a la multitud. Marchen con la multitud”. O sea, no se olviden de la historia.


Decía Darcy en un reportaje que salió de Minas Gerais a los veintitantos años, pero que Minas nunca salió de él, pues la cargó siempre en su pecho. Y derivando para probar esto por páginas de sus novelas El Mulo y Migo, que recrean el mundo de su infancia y adolescencia, saltó de Montes Claros hacia otro pueblo próximo, Cordisburgo, donde nació el más grande de los mineros, por ser el autor de una novela que está entre las obras literarias más importante que produjo en América latina en el siglo XX. Me refiero por cierto a Guimaraes Rosa y ese monumento de las letras que es Gran Sertón: veredas.


Darcy experimentó una gran admiración por él, deslumbrado por la belleza de la recreación que éste hiciera del habla de su abuela, un portugués cargado de erudiciones y hasta con palabras latinas. Sobre todo le costaba creer que hubiera podido escribir algo así estando, por sus misiones diplomáticas, diez años ausente de esa tierra, lo que daba cuenta no sólo de sus dotes literarios, sino también de una memoria prodigiosa. “Para mí –dijo–, Guimaraes Rosa fue una especie de lección formidable de cómo hacer literatura.” Claro que una literatura inimitable, porque surgía de adentro de él, como la reconstrucción literaria de una memoria profunda y muy personal.


Desde el centro oculto


Con Trabajo nocturno, la Universidad Nacional del Litoral publica la obra completa del poeta santafesino Juan Manuel Inchauspe quien, fallecido en 1991, empieza a ser redescubierto por nuevas generaciones de colegas y lectores. Inchauspe llevó una vida difícil y errante que encontró en el lenguaje un centro donde anclar la experiencia de la existencia y reflexionar acerca de su propio oficio de escritor.


Por Irupe Tentorio

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“Estar un poco con uno mismo/ dijiste/ sí, alejado del estruendo y las inútiles utilidades/ de cada día/ Sustraído por un momento/ secreto y luminoso/ a ese orden que siempre toma más de lo que da.”


En estos versos, está la vida del poeta santafesino Juan Manuel Inchauspe (1940-1991). Su búsqueda por la palabra no solamente era su deseo primordial sino que también fue necesaria para poder sostenerse en su temperamento abismal. Abrazó, en sus poemas, y sobre todo en los últimos, la justeza del tono, la gravedad y la sencillez de las palabras. Inchauspe fue un poeta que jugó con la imagen del poeta. En sus versos, parece destruir y destruirse, pero esto no significa que su testimonio poético no haya sido escrito bajo el manto del amor, la hondura y la sencillez. Inchauspe fue un convencido de que la poesía supone un método de conocimiento y también una manera de vivir. Supo que la palabra es experiencia y decantación, esa sensibilidad para ver lo que está al alcance de todos pero pocos pueden apreciar.


La vida de Manuel fue breve al igual que su obra y lamentablemente terminó siendo un vagabundo más de la ciudad de Santa Fe. Su hijo Federico dice que se dejó morir, que el alcohol, que el abandono del amor, que el sistema lo dejaron “solo de toda soledad”. Pero también es necesario decir que, sin esa impronta, todo su Trabajo nocturno (así se llama su obra completa editada por la Universidad Nacional del Litoral y además ésa fue su hora elegida para escribir sus poemas) no nos hubiera hecho conocer las diversas reflexiones sobre la poesía misma. No le interesó ser parte de un clan mimado del litoral, no hizo alarde en sus poemas con referencias de lo que sabía: su sabiduría y sus gustos literarios se notaban en los cortes de sus versos, sus descripciones sobre sus emociones, el sentido de lo que para él era la vida, se nota en casi toda su poesía. Tampoco plasmó la historia de los años horrorosos que le tocó atravesar durante la dictadura militar que marcó a la mayoría de los argentinos. Salvo en el poema “Los Tuyos” donde se lee una mínima referencia: “Has llorado, en secreto, a los tuyos./ Lenta, inexorablemente, lo has visto partir./ Alejarse para siempre”.



Trabajo nocturno. Juan Manuel Inchauspe Universidad Nacional del Litoral 316 páginas

Inchauspe se desventuró, acercándose a la divinidad que perece, en el doble sentido, aquella que vemos irse ante nosotros y que a la vez nos iremos a donde ella ya no está. El supo decirlo mejor: “Yo pienso que en la poesía la palabra tiende a desarrollar toda su capacidad y energía: en la poesía, el lenguaje es forma, gesto y color. De esta manera, el lenguaje permite hacerlo con absoluta libertad. Lo que yo pretendo con el poema es poder alcanzar ese estado ine-fable de libertad”.


Fue necesario y es merecido reunir toda la obra de este gran poeta, que consta de dos conjuntos de poemas: Poesías (1961) y Climas (1962-1963). Sus hijos y herederos ofrecieron a sus editores, Sergio Delgado y Francisco Bitar, un puñado de poemas inéditos mecanografiados por él y que hasta el momento habían permanecido en el archivo familiar. También se incluyen sus traducciones de poesía de Drummond de Andrade y Manuel Bandeira realizadas para revistas literarias. Ambos editores se ocuparon de armar una detallada cronología sobre la vida del poeta. Con prólogo de dos amigas queridas del poeta, Marilyn Contardi y Estela Figueroa, acercan al lector la intimidad del poeta, sus gestos, andanzas y gustos. Se incluyen entrevistas de Carlos Morán y Enrique Butti, fotos, notas, ensayos y estudios sobre su obra; además se complementan con semblanzas por Roberto Aguirre Molina, Rogelio Alaniz, César Actis Brú y Pablo Barbagallo.


Muchos de los poemas de Inchauspe no están titulados. Ante esta característica, el poeta Helder señala que “más bien son como notas rápidas”, pero sin embargo con cortes de verso justos, es decir, sus encabalgamientos son tan prolijos que casi no pareciera que existen.


Juan Manuel Inchauspe encontró su propio mundo, alejado del barroco poético, lejos de orgullos paródicos. Al contrario, su testimonio poético es singular, la primera persona atraviesa toda su obra. Sin teoría psicoanalítica de por medio, tuvo el valor, la claridad y la sensibilidad justa para expresar que lo que importa es “el centro oculto de nuestra vida/ es lo que importa/ no la periferia abarrotada y estéril”.



Climas




En todo comienza a destacarse un previsible derrumbe.
Nosotros no necesitamos mucho.
Nosotros necesitamos una mano abierta, un aliento sustantivo
una ternura tan evidente que nos haga temblar.


Enroscados por un clima tibio que anuncia los más dulces asaltos.
Hay una voluntad sin miradas, una agitación que nos hace crecer
como plantas: la libertad sin armas que tiene la forma de tu cuerpo.


Porque todas las palabras caían de tu boca con ese cansancio de alfombras
gruesas y flácidas que suele quedar después de alguna noche.


Querías explicar, evitando contradecirte, esos acontecimientos
de tu vida que terminaron disponiéndose contra ti misma, dejando
atrás la inocencia y tu ofrecimiento y tus manos amables.


Porque todas las palabras no tuvieron el suficiente calor como
para guardar un largo equilibrio.
Porque temblabas.
Porque estamos hondamente solos.


Porque de algún modo nos llevamos recíprocamente y es imposible hacer nada.


Las palabras y los contornos que escogiste cuidadosamente
para dibujar una voluntad que no era realmente la tuya.
Las pequeñas mentiras cuya necesidad no explicabas del todo
y que no intentabas borrar en el temor de descubrirte demasiado sola complicando
las madrugadas: sus hombros quietos.
Esto es todo lo que olvidaste entre nosotros.


Has abierto y cerrado tu corazón el tiempo necesario que me lleva ocuparlo.
Seré pues uno de los árboles de tu memoria para evitar que la sangre se torne
incontrolable.


No necesito demasiado para continuar estremeciéndome.
Necesito apartar estos meses vacíos que se han filtrado hasta nosotros.
Estos gestos muertos sin cortezas.
Estos inútiles comentarios al margen y todo ese mundo enfermo de turno.
Necesito lo que hicimos o lo que se dejó de hacer.
Estrechar nuestro abrazo redondo en clima agazapado de las islas o de esta arena:
Ser de nuevo esa precisa responsabilidad o ese abandono.

Alejandro Kirchuk /Christian Boltanski

Domingo, 26 de febrero de 2012



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Fotografía: El trabajo de Alejandro Kirchuk que ganó en el World Press Photo







El largo y sinuoso camino



Después de 60 años juntos, el matrimonio de Mónica y Marcos enfrentó la peor de las separaciones en vida: el Alzheimer. El decidió abandonar todo lo demás para estar con ella, aunque de a poco ella empieza a no reconocerlo. El modo en que él la acompaña, en que comparten todo el día juntos, pero también el ritmo lento y sostenido en que la enfermedad los aleja y los priva de la compañía del otro que conocían, va envolviendo el departamento en una textura emocional hecha de amor, aislamiento y despedidas. En ese mundo propio penetró el fotógrafo Alejandro Kirchuk, y su trabajo acaba de ser premiado en la categoría Vida Cotidiana del premio World Press Photo.




Por Mercedes Halfon








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No pasaron muchos días desde que Alejandro Kirchuk se enteró de que había ganado el premio World Press Photo, pero ahora ya puede hablar de eso tranquilamente, sin el efecto enloquecimiento que le ocurrió no bien tuvo la noticia: “Ese día me levanté a las siete de la mañana para ver los resultados en la página web. Y fui a despertar a mi mujer, se ve que con una cara tan de trastornado, uno nunca está preparado para esas noticias, que casi la mato, se despertó con un ataque de pánico. Y yo a su vez también me pegué un susto terrible con su reacción. Después de diez o quince segundos le pude explicar que no había pasado nada grave, sino al contrario. Pero fue casi un blooper”. Es de algún modo comprensible. Kirchuk tiene veinticuatro años, se presentó al premio de modo independiente –no amparado por ningún medio prestigioso donde hayan sido publicadas las imágenes– y se llevó nada menos que el primer premio en la categoría Historias de la Vida Cotidiana. Es comprensible también que haya ganado el premio. Viendo las doce imágenes que componen La noche que me quieras/ Never let you go, intensas, tristes, un poco fantasmagóricas, somos transportados en el tiempo y el espacio hacia la historia de Mónica y Marcos, una pareja de ancianos en un mundo que parece estar desapareciendo.










Hace cincuenta y cinco años que el World Press Photo fue fundado en Holanda, consagrado a destacar la actividad del fotoperiodismo en todo el mundo. Las imágenes seleccionadas en las distintas categorías viajan luego, durante todo ese año, por cuarenta y cinco ciudades de los cinco continentes. Kirchuk se lamenta de que en ese itinerario no lleguen a Buenos Aires –hasta hace un tiempo la muestra venía al Centro Cultural Borges– pero cuenta que de todas maneras las fotos se pueden ver con buena calidad en la página de World Press. El es el único argentino premiado este año.





LOS OPUESTOS SEAN UNIDOS

Hay que decir que su particular mirada proviene de una formación con dos vertientes muy marcadas. Por un lado, la escuela de fotografía de Andy Goldstein, semillero de fotógrafos con vocación artística de exportación. Por otro, Argra (Asociación de reporteros gráficos de la República Argentina), núcleo duro del fotoperiodismo, donde el cometido de la imagen es siempre contar la historia, estar al servicio del hecho, tanto en su costado noticiable como en su huella documental. ¿Contradicción? Más bien, integración de los opuestos: “Empecé con la escuela de Andy y muy rápidamente me di cuenta de que lo que me gustaba tenía que ver con la fotografía documental. Por eso me anoté en Argra. Y lo volvería hacer, me parecen dos corrientes muy complementarias. De todos modos, a mí nunca me cautivó la prensa diaria, porque lo que me interesa fotografiar no es una noticia, son cosas que en general no tienen mucho lugar en los grandes medios”.



Para explicar sus intereses nada mejor que contar uno de sus primeros trabajos, llamado 90 minutos. Se trata de una serie de fotografías sobre Puerto Nuevo, el último equipo de la D, algo así como el peor equipo de fútbol de la Argentina. Las fotos transmiten esa pasión un poco inentendible, de un lado y del otro del alambrado: una tribuna con quince personas completamente descontroladas y cubiertas de banderas emotivas (una de ellas reza: “talento y humildad”), las señales de la cruz que se hacen los jugadores al salir a la cancha, el círculo mágico de jugadores, entrenadores y amigos que se tocan las manos invocando algún dios de los buenos resultados. Sus trabajos fotográficos en relación con el fútbol siguen en ADN fútbol, una serie en curso que quiere retratar el fenómeno a nivel país, y desde su costado social y cultural.





Pero de ese entorno, masculino, deportivo y exultante, podemos virar hacia Pequeño reino, otro de sus trabajos previos al premio. Allí lo registrado es el aparentemente mínimo hecatombe que se produce en una casa con la llegada de un nuevo bebé. La luz, el desorden y el cansancio de esos días aparecen en las fotos. De ese extremo de la vida que se narra allí llegamos al otro extremo con la serie premiada. Kirchuk cuenta que Pequeño reino –trabajo que aún está en proceso– fue una consecuencia de La noche que me quieras. Es que son, también, opuestos complementarios. Así como el primero es una agotadora bienvenida, La noche es una lenta despedida: La despedida de una anciana con Alzheimer, por parte de su marido y compañero desde hace sesenta años.




UN AMOR OTOÑAL




¿Qué vemos en estas imágenes? Unos cuerpos atravesados por el tiempo. Y no sólo porque en los ancianos (y en los bebés) sea donde el tiempo se ve de un modo más claro. En la primera fotografía de la serie está Mónica acostada en la cama matrimonial y Marcos parado hablando por teléfono. El está recortado por la luz del velador, pero a través de la persiana penetra la blanca luz del día. Es un clima de cortinas bajas, delicado, poblado de los susurros que toman la casa de un enfermo. Aun así, en esta primera imagen la pareja está entera. La sucesión de la serie mostrará cómo cada uno irá siguiendo un camino paralelo, ella el de la ausencia, y él, toda presencia. Las fotos atestiguan una relación. A través de espejos, de los que pasa a un lado y otro de una puerta, vemos los sucesos de la casa en su duplicidad. A mitad de la serie nos encontramos a Mónica descansando en una cama ortopédica. La enfermedad ha avanzado sobre el dormir juntos. Kirchuk reflexiona: “Hay una foto con ella caminando y otras de cuando ya estaba postrada. Esto marca el devenir. El tiempo en la enfermedad del Alzheimer es silencioso y lento, pero laborioso. Nunca frena la enfermedad. Una degeneración mínima que no se detiene. Empieza con unos leves olvidos y termina afectando todo lo neurológico y los movimientos. Este es, de algún modo, también un trabajo sobre la vejez, porque el Alzheimer acelera lo que puede suceder de un modo natural”. El tiempo se encarna, se vuelve visible, factible de ser fotografiado.




Testigos silenciosos o actores de reparto son los cuadros que decoran los distintos ambientes. Todos ellos de pintores muy de las casas de la década del ‘60 en la Argentina –Carlos Alonso, Alberto Bruzzone–, aparecen y componen la imagen de un modo que si bien tiene que ver con lo decorativo, con cierto aire costumbrista y cotidiano, también lleva las fotografías a otra parte. Es extraño ver a esa azulada Ana Frank de Bruzzone en el mismo plano en que con los ojos cerrados y una mueca dolorida, Mónica decide y no decide irse.




Un detalle para nada insignificante: Mónica y Marcos son los abuelos de Alejandro. Esta información llega tardíamente, porque también él tardó en incorporarla al trabajo. Se resistía a que el componente emocional/familiar quedara expuesto, del mismo modo que se resistió a que se interpusiera en sus decisiones estéticas. Pero, de cierto modo, la intimidad lograda en las imágenes tiene allí su causa. El cuenta que durante tres años visitó la casa de Mónica y Marcos, sus abuelos, en distintos horarios, se quedó a dormir, tratando de captar distintos ánimos y rutinas. Las fotos tomadas superan las seis mil. No es difícil imaginarse la complejidad del trabajo de edición, para llegar a las doce que presentó en World Press Photo: “Si bien ahora lo digo, y el hecho de que sean mis abuelos es algo fundamental, para mí fue importante mantener la distancia y no elegir alguna foto sólo por que tuviera algo que ver con mi relación con ellos y por ahí no trasmitiera nada. Elegir las fotos por su valor documental y no afectivo”.






A pesar de eso y afortunadamente, la serie rebosa de afecto. En cada gesto de Marcos hacia su mujer, en los acuosos ojos de ella, en los pliegues de la piel de ambos, está el tiempo transcurrido juntos. Kurchuk logra captar esa confianza absoluta, el lazo metafísico.








LOS OPUESTOS SE ATRAEN




Y aunque las fotos tengan un peso melancólico y triste, se trata sin dudas de una historia de amor. El título de la muestra, con todas sus connotaciones localistas incluidas, es un tango netamente de amor: “Se lo puse porque era el último tango –y la última estrofa– que ella se acordaba. Tengo un videito en el que está cantándolo”. El título en inglés, en cambio, es otro, pensando que la cita caería en saco roto, pero también es puro amor: “Le puse Never let you go, nunca te dejaré ir, porque para mí también tiene mucho que ver él, con todo lo que hizo Marcos para no dejarla ir”.




Después de cinco años de enfermedad –y tres del registro que llevó adelante su nieto–, Mónica murió. Alejandro dice que fue de la mejor forma posible: “En los brazos de su marido, que en ese momento la estaba cambiando”. Ese paso, ese cambio de estado trascendental, no está en las fotos. El explica que en ese momento, en su cabeza, el fotógrafo y el nieto se encontraron un poco enfrentados. “Su muerte fue un tema que me tuvo en un estado raro bastante tiempo. Hubo muchas instancias que fui viviendo y que pude haber registrado para representar la muerte. Yo quería que estuviera representada de algún modo. En el velorio y en el entierro había una parte mía que no quería hacer fotos y otra que sí. Preferí no hacerlas, pero me quedé con una sensación de que el fotógrafo estaba un poco enojado con el nieto porque no le había dado lugar para participar. Igual después me di cuenta de que el reportaje se trataba sobre ellos dos, que no importaba la familia. Por eso para mí era justo representar la ausencia de ella de un modo más íntimo. El entierro era algo extraordinario, por eso preferí la imagen cotidiana de él yendo a llevarle flores. Esa foto del cementerio es el día del cumpleaños de ella.”




Por su parte, su abuelo, después de todo ese tiempo en que no le prestó demasiada atención a la cámara –casi una extensión de su nieto– empezó a sentir una cierta curiosidad. Y viendo las imágenes sintió un cierto orgullo de verse ahí, y de que eso tal vez algún día pudiera servirle a alguien. “Hoy mi abuelo viene seguido a cenar conmigo y se pone a ordenar, o a lavar los platos. Es como que después de tener tanto que hacer, de tener en su vida una preocupación tan fuerte, ahora se aburre. No sabe qué hacer con su tiempo. Es complicado.” En ese sentido, Kirchuk explica que para él, el cierre de la serie con la fotografía de su abuelo abriendo las cortinas de su balcón fue una de las decisiones más importantes. “Podría haber terminado todo con la imagen de la lápida y las flores, porque de algún modo eso era la conclusión del proceso de la enfermedad. Pero la historia de amor de ellos no se terminaba ahí. Como tampoco la vida de Marcos.”




Alejandro Kirchuk cuenta que durante su infancia su abuelo Marcos lo buscaba por el colegio todos los días para llevarlo en auto hasta donde entrenaba fútbol (de algún lado tenía que venir semejante obsesión fotográfica). “Me venía a buscar con la merienda y recorríamos toda la ciudad para ir a All Boy’s, donde yo entrenaba. Todos los santos días.” Por eso, el haberse instalado en su casa a retratar los últimos años con su esposa, también es de algún modo un acto de lealtad. Las fotos atestiguan ese cariño, profundo, a veces sólo materializado en los recortes que hace la luz. Eso es la fotografía.















El trabajo ganador de Alejandro Kirchuk se puede ver, junto con el de los demás ganadores en las otras categorías, en: http://www.worldpressphoto.org/















Hallazgos: La iluminada autobiografía de Christian Boltanski



La vida y nada más







Nacido en París durante la Segunda Guerra, de padres escondidos en un altillo, de infancia extraordinariamente peculiar, autodidacta y salvado por el arte de una vida más peligrosa aún, Christian Boltanski es uno de los artistas franceses más importantes de la segunda mitad del siglo XX, reconocido por sus instalaciones que cruzan con sutileza y contundencia el existencialismo, la experiencia religiosa y la Historia. Su vida, vuelta mito y contada mil veces por él mismo, ahora encuentra su mejor forma: la autobiografía. Acá, apenas algunas de sus perlas.




Por Lucrecia Palacios









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“Tengo un recuerdo preciso: estaba en el auto con mis padres y comprendí, primero, que mi infancia había terminado, y segundo, todo lo que debía realizar como arte durante mi vida.”




Representante del conceptualismo que floreció en Europa después del Mayo Francés, pionero de la instalación y abanderado del arte de archivo que se convirtió en moda en los años ’90, Christian Boltanski lleva más de cuatro décadas desarrollando en su trabajo los mismos temas: la gratuidad del mal, la fragilidad de la vida y la imposibilidad de la memoria. En Christian Boltanski: La vida posible de un artista, el libro de entrevistas recién traducido al castellano, el artista recorre su vida y sus obras y, a la vez que abona su mito de niño herido por la guerra y creador obsesivo y dedicado, desecha la liviandad e inefabilidad como valores en el arte y se propone como el último existencialista.




En Alemania, se les dice kellerkinder a quienes nacieron entre 1940 y 1945. Quiere decir “niños del sótano”, y la palabra es elocuente sobre infancias que transcurrieron escondidas y atrapadas, protegiéndose de la humareda, la persecución y el polvo que eran las ciudades de la guerra. Boltanski nació en París en 1944 y muchas de sus historias tienen como telón de fondo la Francia ocupada y colaboracionista. Hijo de un padre judío (que vivió durante dos años disimulado en el altillo de su casa para escapar de la mirada de los vecinos delatores) y de una madre católica (que hizo dormir a toda la familia en el mismo cuarto por décadas convencida de que separarse era peligroso), Boltanski salió solo a la calle por primera vez a los 18 años. Espíritu extraño dentro de una situación aún más extraordinaria, no fue a la escuela, aprendió a leer tarde (y mal) y jugó a los soldaditos hasta los 35 años.







Christian Boltanski: La vida posible de un artista Christian Boltanski y Catherine Grenier Ediciones de la Flor 224 páginas









Claro que muchos de estos datos son dudosos. No sólo porque el mismo artista se ha encargado de exponer la fragilidad de la memoria, sino (y sobre todo) porque todas las historias encajan tan perfectamente con su obra que, de tan parecidas, se hacen indistinguibles. Boltanski viene puliendo estas narraciones, repitiéndolas una y otra vez como cantilena desde hace décadas. Se pueden revisar en cualquier entrevista que haya dado a partir de los ’90, los años en que su obra prendió como pólvora en el escenario internacional. Aparecen también en el documental que filmó en 2010 Heinz Peter Schwerfel y las reiteró, casi con las mismas palabras, en la conferencia que dio en octubre del año pasado en el Centro Cultural Borges, invitado por la Universidad de Tres de Febrero, aquí, en Buenos Aires.




Pero en Christian Boltanski: La vida posible de un artista, que acaba de lanzar Ediciones De la Flor, este puñado de historias encuentra su forma justa: el libro de memorias. Guiado con cuidado por las preguntas de Catherine Grenier, Boltanski va destejiendo sus respuestas habituales y expandiendo las anécdotas. Es, por supuesto, un libro retrospectivo que revisa sus obras y su credo estético. Boltanski se muestra como un gran observador de su trabajo, y abrevando de dos fuentes tan diversas como la sociología del arte y el idealismo alemán, se esfuerza por construir una genealogía para su obra que la aleje de los conceptualismos y la acerque a la pintura expresionista. Como buena memoir, es también la historia de un hombre que sabe que ha perdido la juventud y dirige una mirada piadosa al niño que fue, a sus ilusiones juveniles y al mundo que desapareció. Como en las mejores obras de Boltanski, sobre la historia chiquita de su vida se proyectan la historia grande de la Europa de posguerra y la historia mítica de las neovanguardias.