lunes, 18 de febrero de 2008


Profecías Jean A. D. Ingres
El sacrilegio del deseo
Tetis implorando a Zeus fue el único cuadro de Jean A. D. Ingres que no fue comprado en vida del pintor ni se expuso al público. Se lo consideró casi escandaloso, quizá porque mostraba que hasta los dioses tienen límites.
"Tetis implorando por la vida de su hijo Aquiles a Zeus", de Jean Auguste Dominique Ingres
El día de Navidad de 1806, la cabeza de Ingres estaba llena de pensamientos paganos. Desde Roma escribía a los amigos Forestier: "Pensé que el momento en que Tetis llega a Zeus, le abraza las rodillas y el mentón por su hijo Aquiles... sería un hermoso tema y, en todos los sentidos, digno de mis proyectos. No me adentro aquí con ustedes ni en los detalles de este cuadro divino, que debería hacer sentir la ambrosía a una legua de distancia, ni en todas las bellezas de cada uno de los personajes, de sus expresiones y formas divinas. Se lo dejo para que lo piensen. Además, tendría un aspecto tan bello, que todos, incluso los perros rabiosos que quieren morderme, deberían conmoverse. Ya casi lo he compuesto en mi cabeza y lo veo".
Joven pensionista en Villa Medici, Ingres quería pintar un cuadro que hiciese "sentir la ambrosía a una legua de distancia". ¿Pero cómo lograrlo? La Antigüedad se identificaba en ese entonces con David. Poses elocuentes, gestos congelados. Ingres sabía algo de eso: lo había practicado. ¿Y la ambrosía? Ausente por principio. Había incompatibilidad entre la ambrosía y la Antigüedad de David. En ese tiempo, Ingres anotaba temas mitológicos en un cuaderno: Hércules y Aquiles, Hebe y Hércules, Pandora y Vulcano, incluso varios episodios de la vida de Aquiles. Ningún tema lo satisfacía. Su atención se fijó en ese gesto descripto por Homero: Tetis implora a Zeus en favor de su hijo Aquiles "ciñéndole con una mano las rodillas y rozando el mentón con la otra". Mientras tanto, Hera -siempre según Homero- espía la escena. Ingres había señalado el pasaje con un lápiz en su edición de Homero traducido por Bitabué. A lo largo de los siglos, ningún pintor había osado representar ese gesto ateniéndose palabra por palabra al texto homérico. Flaxman había abordado el tema, pero con timidez. La mano de Tetis había quedado en el aire y Zeus llevaba la suya al mentón como un patriarca perplejo. Ingres, al contrario, hace llegar un dedo de Tetis a los labios de Zeus. Su seno cándido se demora sobre el muslo del soberano de los dioses, con la familiaridad de los viejos amantes. Y el pulgar de su pie derecho roza el de Zeus. Nunca el eros neoclásico había llegado tan lejos. Cada detalle que Ingres había compuesto en su cabeza debía ser una epifanía capaz de expandirse en una dimensión imponente: más de tres metros por dos y medio. Es como si, perfectamente definido en esos detalles, el cuadro entero se hubiese separado de la mente de Ingres para depositarse sobre la tela, sin pasar por la mediación de la mano que pinta. Único caso en su obra: no quedan dibujos ni estudios preparatorios. Todo era fantasma mental.
Pero en París, en 1811, el cuadro tuvo una mala acogida. Suscitaba un sentimiento a mitad de camino entre el temor y la turbación. Por otro lado, leyendo los comentarios del informe de l Académie des Beaux-Arts, surge la duda -como tantas otras veces en lo que respecta a los años sucesivos- que los contemporáneos tuvieran una percepción defectuosa del campo visual frente a los cuadros de Ingres. Y sobre todo que no percibieron el color , como si fuera demasiado injurioso para ser registrado.
Una vez Baudelaire se enfureció ante tamaña ceguera, y escribió: "Es una cosa sabida y reconocida que la pintura de Ingres es gris. Abre los ojos, oh estúpida nación, y di si has visto alguna vez una pintura más deslumbrante y más vistosa, y una búsqueda de tonos más grande que esta". Y, sin embargo, Théodore Silvestre hablaba en estos términos de Júpiter y Tetis : "Carece de relieve y de profundidad, no tiene masa, el tono del color es débil y todo igual. El cielo azul tiene una tinta uniforme y dura".
¿"Débil y todo igual" ese color? En todo caso, chocante en la ostentación de sus excesos. El Estado francés, que poseía el cuadro, se lo devolvió a Ingres. No sabía qué hacer con él. Veintitrés años más tarde lo volvió a comprar, y tras un intercambio laborioso, terminó en el museo de Aix-en-Provence, gracias a una maquinación del viejo Granet, a quien Ingres le había dedicado uno de sus primeros retratos masculinos. Debieron pasar varias décadas antes que Louis Gillet osase explicitar qué es lo que provocaba desconcierto en ese cuadro: "Esa escena más que humana, esas dimensiones gigantescas y vagamente aterradoras,esa águila salvaje, ese empíreo de un ultramar feroz y casi negro más allá de las tempestades y de los vapores".
El pintor que predicaba una devoción inconcusa por lo clásico y por el equilibrio, ofrecía una visión donde "todo es insólito, todo está hecho a propósito para hacer chirriar los dientes: ese color provocante, ese ozono, ese éter cruel, ese acuerdo entre el índigo y el oro". Sobre todo porque un día, en Le déjeuner sur l herbe de Manet, habría de encontrarse una ocasión para el escándalo. Si eso no sucedió con Ingres, fue porque el Estado se ocupó de ocultar la obra y porque nadie se atrevía a asociar el nombre de Ingres a ese tipo de escándalo: erótico, cromático, teológico. El escándalo del "éter cruel".
Pero el cuadro presenta otra anomalía: su total desconexión respecto de la historia precedente y consecutiva. Si Júpiter y Tetis anticipa algo o a alguien, se trata solo de un ilustrador norteamericano que los historiadores del arte no están acostumbrados a tratar: Maxfield Parrish. Aparte de esto, el cuadro podría ser también una esquirla meteórica. Hoy, quien se pare frente a Júpiter y Tetis tiene la impresión de hallarse no frente a un cuadro sino ante una enorme calcomanía. Hay algo que despega ese rectángulo de tres metros de alto de todo el resto en el espacio y en el tiempo. El cielo que se expande detrás del soberano de los dioses nada tiene que ver con el que se ve desde la ventana del museo. Ese cielo es un esmalte inmutable e intocable, quizá descendido -como dice Homero- "del más alto de los numerosos picos del Olimpo". En cuanto a Zeus y Tetis, no son más esos personajes de David que incluso Ingres solía pintar al principio, prontos a emitir palabras solemnes. Al revés, se destaca su mutismo, como si pertenecieran a una era geológica en que la palabra todavía no nació y parecería superflua. Tienen una carnosidad mineral. Zeus apoya su brazo izquierdo sobre nubes abultadas, que lo sostienen como rocas. Si el dedo meñique del pie aparece monstruoso, pues es demasiado pequeño respecto de los otros, es porque en ese entonces la gente nacía así. La mirada del águila de Zeus y la de Hera, que despunta desde el borde del cielo como una bomba suspendida en medio del aire, absorta y calma en sus pensamientos de venganza, convergen en el brazo de Tetis, carente de huesos, desplegado en su blancura hasta avanzar hacia la barba de Zeus. Son ligeramente oblicuas, como la elíptica respecto al eje del mundo, que es el rayo florecido de Zeus, sujetado por la mano derecha. Lo que enseguida salta a la vista es lo que los académicos consideraban ausente: el relieve, la profundidad, la masa, la vibración. Con ellos es posible concordar en esto: que el cielo "tiene una tinta uniforme y dura". Una dureza que sabe de ambrosía.
Ingres eligió el tema de Zeus y Tetis porque su ojo había aislado un gesto en Homero. Y a ese gesto se abstuvo sin ninguna flexión. No era proclive a ulteriores consideraciones mitológicas y teológicas, sino que, con la temeraria inconsciencia de los grandes, de pronto había tropezado en un complejo punto azaroso. Zeus y Tetis son la única pareja erótica que pintaría. Sus otras figuras femeninas son solitarias o rodeadas por otras mujeres, a excepción de Afrodita herida por Diomedes o de Angélica a la espera de ser liberada por Ruggero. En ambos casos, el presupuesto implica una cierta violencia. Zeus y Tetis, en cambio, son captados en una situación de intimidad amorosa. Pero Zeus y Tetis constituyen la primera y suprema pareja imposible. Zeus deseaba a Tetis, pero debió renunciar a ella porque, según la profecía de Themis (y de Prometeo), Tetis generaría "un hijo más fuerte que el padre", destinado a sustituirlo. Zeus estuvo obligado a ver en Tetis el fin de su reino. En ese único caso debió renunciar a sus deseos.
Si observamos el cuadro de Ingres, nos damos cuenta de que Zeus, aun cuando de él emana una poderosa energía, aparece inerme. La vastedad de su torso está expuesta, es pasiva, inmóvil. El único, mínimo movimiento se halla en Tetis. Los dedos de la mano que penetran como un mórbido pulpo en la barba de Zeus, la otra muñeca apoyada sobre los muslos, el dedo que roza el dedo del dios. En este único caso, Zeus no puede reaccionar. Si cediese compulsivamente a las seducciones de Tetis, sería su fin. Al mismo tiempo, es evidente que Zeus desea a Tetis. Su mirada, de frente, está fija y no ve nada del cuerpo de ella. No emana solamente fuerza, sino una melancolía abismal. Lo notó Charles Blanc, que aun ignorando el motivo mítico, habló de "ese rostro formidable y de una tristeza infinita". Pero el dios aprueba el placer sutil de ese contacto mínimo: los dedos que juegan con la barba, el brazo apoyado sobre el muslo, el dedo que lo roza. Ahora se entiende por qué del cuadro emerge una extrema, dolorosa tensión erótica. Lo que se muestra es un deseo cargado de intensidad y gravedad. Porque la visión es altamente paradójica. La escena representa algo prohibido o incluso secreto: el deseo insatisfecho del dios soberano. Aquel que había espiado, acechado, poseído ninfas y princesas, el único seductor invencible, que debía preocuparse solo de rehuir el ojo de Hera, evidentemente él mismo podía encontrar un obstáculo. Y allí se tocaba el límite del politeísmo, su dependencia de los ciclos cósmicos, el límite que somete todo acto soberano a una potencia superior: Tiempo.
Que Ingres fuese consciente de la relación oculta entre Zeus y Tetis no es del todo seguro. Es más, hasta es posible que lo ignorase. Pero las imágenes míticas viven de una fuerza propia, y pueden guiar el pincel de un pintor así como el delirio de un esquizofrénico. En su inmensa tela, que invade el campo visual del espectador y lo magnetiza, Ingres había mostrado el nefas , lo indecible, el sacrilegio del deseo. Franqueando así el límite consentido. Durante toda su vida, el cuadro no fue expuesto al público y no encontró un comprador. Muchos críticos lo ignoraron. Delaborde, uno de los autores actuales de la voluminosa Oxford Guide to Classical Mythology in the Arts , ha registrado todos los cuadros de Ingres, menos este, que es el más grandioso. La profecía de Themis y de Prometeo no golpea solo al dios sino también a su simulacro.
© Roberto Calasso
[Traducción de Alejandro Patat]
adnROBERTO CALASSO Creador de la prestigiosa Editorial Adelphi, es uno de los intelectuales más importantes de la actualidad. Sus obras, "ensayos narrativos", se ocupan de lo sagrado, de la vida de los dioses y la literatura. Entre sus libros más notables se encuentra Ka y Las bodas de Cadmo y Harmonía. Refinado crítico de arte, su último ensayo es Il rosa Tiepolo

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