lunes, 11 de febrero de 2008


RADAR LIBROS

Domingo, 20 de Enero de 2008


LO QUE DONOSO SABIA

La publicación de Lagartija sin cola (Alfaguara) en una edición al cuidado del crítico Julio Ortega permite empezar la reconstrucción del enigma que rodeó la escritura y cajoneo de esta compleja novela de José Donoso. Hallada entre los papeles vendidos por Donoso a la universidad de Princeton, descubierta por su hija Pilar, esta novela acerca de un pintor radicalmente opuesto a la mercantilización del arte fue uno de los misterios de la literatura latinoamericana de los ‘70.
Por Osvaldo Aguirre

José Donoso era un cultor de las correcciones y las reescrituras. Una y otra vez leía sus textos, los reelaboraba y los iba haciendo de nuevo en la máquina. Llegó a contar sesenta versiones de El obsceno pájaro de la noche, el libro que lo puso en la primera fila del boom de la novela latinoamericana. Un trabajo que se tomó en cada paso de su obra, con una aparente excepción: Lagartija sin cola, el libro al que abandonó y que sale finalmente a la luz luego de ser descubierto por Pilar Donoso, la hija del escritor.
Donoso escribió la novela en 1973, cuando vivía en Calaceite, un pueblo catalán. A fines de ese año la abandonó, en un estado avanzado, aun pendientes la corrección final de varias de sus partes. En sus papeles y en sus memorias todavía inéditas no dejó ningún dato para explicar esa decisión. Según su hija, fue el golpe militar de Augusto Pinochet, en septiembre, el que lo llevó a cambiar de planes e iniciar la escritura de Casa de campo, novela que publicó en 1978 y en la que retrató a la dictadura chilena del modo elusivo y pleno de sugestiones que caracteriza a su arte de narrador.
No fue una simple postergación. Donoso vendió el manuscrito a la Universidad de Princeton, que guarda la mayoría de sus documentos. Al parecer lo separó en dos partes, que ingresaron en momentos distintos en ese archivo: una quedó registrada como La cola de la lagartija y la otra como Posible cuarta novelita burguesa (alusión a Tres novelitas burguesas, libro que publicó aquel mismo año). Esa situación agregó otro inconveniente para la visualización del original. Pero una anotación pasajera de su padre hizo atar cabos a Pilar Donoso y la puso en la pista de la novela perdida, que finalmente se publica al cuidado del crítico y ensayista peruano Julio Ortega (ver aparte).

Retrato de un artista
Decir que un texto quedó inconcluso predispone a la búsqueda de fallas, reiteraciones, aspectos que no habrían quedado del todo resueltos. Lagartija sin cola puede ofrecer algo en tal sentido a ese tipo de lectores. El aspecto más llamativo afecta al protagonista, que aparece nombrado primero como Armando Muñoz-Roa y luego como Antonio Núñez- Roa. Sin embargo, se trata de un detalle secundario ante el peso que asume la voz del mismo personaje al narrar su historia, la impresionante carga de pathos que plasma Donoso en su discurso. Quizás no debería verse como una debilidad sino, precisamente, como un indicio de la fortaleza del texto, la extraña resistencia de su naturaleza intratable, aquello que precisamente pudo llevar al escritor a olvidar el texto. Si es que se trató de un fallo de la memoria y no de un acto consciente, ya que la decisión del autor, en un sentido, guarda correspondencia con un pedido expreso de su personaje: “Sería horrible que alguien me recordara”, dice.
El protagonista y narrador de la historia es un pintor español, miembro destacado de la escuela informalista, que renunció al arte en rechazo a las imposiciones del mercado. A través de una autocrítica pública definió a la práctica de su grupo como “una superchería que se había transformado en un inmundo negocio de pintores, marchantes y críticos”. Muñoz-Roa compara su decisión a la actitud de la lagartija, que ante una situación de peligro se desprende de su cola para engañar al perseguidor y continuar con vida. Así, se propone buscar otras formas de creación, para no venderse ni hacer del arte un elemento decorativo, sometido a criterios de rentabilidad y al arbitrio del público burgués.
El pintor plantea un enfrentamiento sin concesiones: el arte está acabado, es una mercancía como cualquier otra, apenas consiste en producir en función de los requerimientos de las galerías. Con la ayuda de su prima, Luisa, se recluye entonces en un departamento, en Barcelona. Pero allí no encuentra ninguna tranquilidad. Los espacios domésticos asumen en general una significación ambigua en la narrativa de Donoso: son un refugio, pero a la vez suponen la amenaza de la invasión, la presencia fantasmal de otro, cuya manifestación, considerada inevitable, puede arrasar con el hogar. Y Armando vive con el temor constante de los ataques de sus antiguos colegas, ya que la polémica con los informalistas incluyó escándalos públicos. La salida de su encierro aparece en un pequeño viaje: después de recorrer la costa catalana, donde reconoce con horror el impacto de las inversiones del turismo y las transformaciones del progreso barato en el paisaje y la identidad cultural, descubre Dors, un pueblo que (como Calaceite) parece anclado en la Edad Media, con sus edificios antiguos y sus pobladores campesinos.
Detenido en el tiempo, Dors ofrece un refugio que parece más seguro. Al instalarse en el pueblo, el pintor siente un retorno a lo rudimentario y esencial de la existencia, donde puede disfrutar de la sencillez de los objetos y las costumbres ajenas a la alienación del consumo. Ese mundo aparte lo atrae como forma de compensar tanto su frustración con la pintura como su fracaso en la paternidad (divorciado, tiene dos hijos con los que no siente ninguna familiaridad, casi ningún afecto) y su carencia de lazos en su vida anterior. Allí las cosas circulan con un valor distinto, pero esta situación cobra enseguida un doble sentido, algo que se vuelve inquietante: si bien los lugareños siguen aferrados a viejos modos de pensar, al mismo tiempo no tienen la menor idea de la significación cultural de los monumentos que los rodean. Las columnas y adornos que la burguesía, y el propio Armando, enaltecen como arte, en el pueblo van a parar a las hogueras de San Juan. Allí también hay quienes buscan el progreso en su concepción más trivial y a los ojos del pintor, en tanto muestran desprecio por el pasado, se convierten automáticamente en personajes hostiles, un factor de perturbación que en principio queda suspendido por una misión: salvar al pueblo, “recobrar la pureza y la nobleza originaria” a través de la preservación de su arquitectura y de la radicación de gente elegida, una empresa tanto más quijotesca cuanto nadie, entre quienes lo rodean, comprende su sentido.
El poder está personalizado en Bartolomé, un constructor que pretende precisamente barrer cualquier supervivencia cultural. Vocero de la ignorancia y el atraso que definen a ese pueblo tanto como sus valiosas piedras, puede sonar brutal (“Los artistas son peligrosos”, “Aquí no hay gente divorciada”, dice) pero su mezquindad lo vuelve previsible, casi inocuo. En cambio, la aparición de Bruno, un actor italiano que también llega por casualidad al pueblo, supone una amenaza más compleja. No tanto porque quiera instalar una discoteca, para atraer turistas, hacer negocios durante algunas temporadas y pasar luego a otra cosa, sino porque Armando entabla una relación ambigua con él, en la que la sexualidad se filtra de manera solapada, en la “intensidad, incluso intimidad, aunque en un sentido negativo”, que registra en sus miradas. Si bien lo señala como un adversario, representante acabado de la sociedad de consumo, al mismo tiempo experimenta una oscura fascinación, lo espía en sus acercamientos con otros, con la subyugación que implica el fisgoneo, capturado en definitiva por su disolvente capacidad de seducción.
El pintor se siente en estado de comunión con el pueblo, cree integrarse con él mediante su plan de rescate cultural, se viste como los campesinos; las referencias culturales exaltan su visión, y así cree encontrar en ese marco el “alma selvática” observada por los antropólogos en las comunidades primitivas. Sin embargo, pese a que transcurren seis años en Dors, nunca deja de estar aparte, aislado. El centro del lugar es un castillo del siglo XII, cerrado a los visitantes. En un rapto de entusiasmo, el pintor cree incluso que allí puede encontrarse con el Santo Grial, es decir, el emblema de lo sagrado. Desde el momento en que lo ve quiere conocerlo por dentro por una necesidad vital: “Sentirme rodeado por esos muros, sentirme envuelto en esas ruinas, parte de la magia, no afuera sino adentro y muy adentro y parte de todo; y allí, quizá, podría encontrar cierta paz”.
Esa misma ilusión lleva al pintor a comprar una casa y encargar su restauración. La estancia en Dors, y la novela misma, oscilan entre esos dos espacios, que en definitiva permanecen cerrados. Pero el castillo parece clausurado sólo para el pintor, ya que otros, y justo los que él detesta, se las arreglan para acceder a su interior. Las refacciones en la casa adquirida se prolongan y cuando cree llegado el momento de habitarla, la aventura de Armando se precipita en el desastre. Por un amargo contrasentido, su propia decisión de mantener oculto aquel rincón perdido acelera su proceso de deterioro y corrupción, cuando llegan los visitantes atraídos por aquel pueblo que, como dice un personaje con ironía, él mismo había inventado.
Un núcleo duro
Expulsado de Dors a pedradas, como se hacía con los leprosos en el medioevo, Armando sólo puede volver a su departamento de Barcelona y a la compañía de su prima Luisa. La renuncia a la pintura cambia de sentido: no fue un acto vital sino una especie de suicidio, una mutilación, y mientras él creía desprenderse de su cola moribunda en realidad era el informalismo el que se regeneraba. Pero su fracaso no termina de explicarse por la simple incomprensión de los lugareños, ni porque lo tomen como chivo expiatorio por sucesos a los que resultaba ajeno. Hay algo en el mismo personaje que anuncia su fin, que parece confirmar las prevenciones de los campesinos que lo veían como un agente de corrupción.
Por allí se abre otra línea sutil de la novela de Donoso y que gira en torno del vínculo con Luisa, una relación sobredeterminada no por el parentesco sino porque ambos fueron amantes en la juventud. De igual modo que Paolo Malatesta y Francesca da Rimini, los personajes de Dante Alighieri que incurrieron en el adulterio al leer una novela amorosa, el incesto aparece aquí también relacionado con un libro, símbolo por excelencia de la cultura, en este caso, una novela o historia de Lucrecia Borgia, un emblema de la corrupción. Como una proyección de ese episodio, en la madurez ambos están igualmente signados por la mutilación: literal, en el caso de la mujer, a causa de una enfermedad; simbólica en el pintor, por su abjuración del arte. El incesto, si bien parece secundario, ilumina de modo siniestro al protagonista: el que dice sacrificarse por la pureza está secretamente marcado por la contaminación (y contaminación doble, ya que también llega a tener relaciones con la hija de Luisa); el que se siente parte de una elite consagrada al culto de la estética y de la ética ha trasgredido la ley constitutiva de la cultura occidental. Lo religioso impregna de modo visible el discurso del personaje: hay un pecado original que hace serie con su renuncia a la pintura, entendida como apostasía, negación de la fe, acto blasfemo. Por eso resulta acertada la decisión de Ortega de cerrar el texto con un relato que remite a la infancia y juventud del personaje y al centrarse en aquel episodio ilumina el conjunto.
Parece que Donoso no hacía planes muy detallados al iniciar una novela. Bastaba el esbozo de un punto de partida, el hallazgo imprevisto de un nombre, la emergencia de observaciones y recuerdos que pusieran en marcha sus obsesiones. La historia, los personajes, iban revelándose en sus detalles a través de la escritura. En el caso de Lagartija sin cola, lo que pudo descubrir quizá escapaba a su virtuosismo como escritor. Un núcleo duro de emoción y sentido que no podía conducir más que a un callejón sin salida.
La novela recuperada
Una entrevista a Julio Ortega, encargado de la edición de Lagartija sin cola.

El hecho de su reciente descubrimiento, su publicación póstuma rodean a Lagartija sin cola de cierto misterio. ¿El olvido de José Donoso indica una valoración negativa? ¿Qué lugar ocupa esta novela en el conjunto de la obra?
—Digamos, primero, que todo gran escritor es sobrevivido por sus inéditos. Hay que desconfiar, digo yo, de los narradores que lo tienen todo publicado y compiten con ellos mismos en fatigar las prensas. Pero la prueba de fuego no es la valoración misma de esos inéditos sino la trama delicada que no acaba de resolverlos. Yo he tenido la suerte de aventurarme en los manuscritos de Vallejo, de Borges, de Cortázar, pero el encuentro de este texto de Donoso es más intrigante. En todo crítico hay un personaje de Henry James, alguien que vive la novela de un manuscrito como un misterio. El hecho es que no sabemos por qué Donoso abandonó esta novela. Y su lugar en la obra es extraño, casi una fábula póstuma sobre la precariedad del artista en una época en que el escritor se ha convertido en un productor de residuos, en un agente residual.
¿Cree que el momento en que la estaba escribiendo, el golpe de Pinochet pudieron incidir en el abandono de la novela?
—Pilar Donoso, su hija, así lo entiende y yo le creo. Pero caben otras explicaciones, y en este momento creo en varias porque dudo haya una sola. He pensado que los personajes provienen, tal vez, del entorno de amigos y que Pepe sintió que esta vez se metía demasiado con la vida de los otros. Lo hizo algunas veces, y le costó mucho. Enrique Planas, narrador peruano, me ha convencido de que la trama homosexual, que no está desarrollada aunque es un motivo explícito, puede haber sido otra causa. Y tiene razón. También es una novela emotiva, cuyo crecimiento narrativo va en contra de su decrecimiento interno, ya que se trata de una renuncia.
¿En qué soporte se encontraba el manuscrito? ¿En qué consistió su edición de la obra? En la noticia preliminar usted dice que hizo “una leve revisión”.
—Donoso la escribió a máquina y sólo revisó a fondo el primer capítulo, que luego pasó a tercero. Corrigió levemente unas páginas, tachó un falso comienzo y dejó todo lo demás en su primera redacción, en borrador. Por eso digo que es una novela casi acabada, y ésta su edición “recuperada”. Mi revisión fue más bien leve porque se limitó a revisar la prosodia, que fluía asociativamente, sin mayor control; salvé algunas inconsistencias y repeticiones; uniformé algunos nombres; traté de descifrar algunos términos de su escritura a mano; pasé un episodio de infancia al final, como epílogo; y poca cosa más. Fue una operación fascinante porque tuve que meterme en la escritura, no como si fuera mía, que eso hubiese sido fácil, pero tampoco como si fuese de Donoso, que hubiese sido abusivo; sino del libro mismo, cuidando de no darlo por concluido, dejándolo en ese estado de fluidez, sin comienzo ni final.
¿Las ideas de Armando Muñoz-Roa respecto de la sujeción de la producción artística a las exigencias del mercado son también ideas del propio Donoso?
—Pepe siempre tuvo una relación muy ambigua con el éxito y más bien problemática con el mercado. Una vez, Vargas Llosa y Pepe firmaban libros en un almacén, y contaba éste que en la fila de Mario había cien personas y en la suya cuatro... “Y se me caían las lágrimas”, decía él. Nos reíamos mucho con sus historias pero es cierto que cultivaba esa ligera marginación como un signo propio. Estaba en el centro de la fiesta aunque la fiesta no era suya.
Al leer la novela me sorprendió una alusión al pasar a la guerra de Vietnam. Es casi el único dato que ancla al texto en su momento de escritura. Por lo demás, aquello que discute respecto del arte sometido al mercado, la necesidad de un lugar donde “haya tradición y belleza” parece de rigurosa actualidad.
—Lo histórico y contextual es el comienzo de la venta de España al turismo. La idea de que el pueblo catalán quiere que sus casas medievales se conviertan en una suerte de resort town para atraer al turismo es profética. Hoy cierta novela española ha convertido incluso su propia historia nacional en parque temático. Y no otra cosa hemos hecho en América latina con la violencia, la neopicaresca urbana y la patología cotidiana. Son productos de exportación, como el sentimentalismo primitivista de nuestro cine. Acabo de estar en Barcelona y es obvio que la ciudad colapsa ante las hordas de turistas baratos que la consumen como una plaga de langostas. Por eso digo que hoy la novela contribuye con el calentamiento global.
En la noticia preliminar usted apunta que “ese abandono del desvalor de un arte (...) quizás hacía inevitablemente irresuelto el proyecto de la novela”. ¿Quiere decir que Donoso pudo abandonar la novela por una dificultad inherente a su misma concepción?
—Sí, porque la novela es sobre un pintor que en un instante de lucidez entiende que no puede seguir produciendo para un mercado que dictamina su obra, su éxito o fracaso. Decide retirarse en un pueblo perdido y no pintar más. Ese gesto romántico es sin embargo polémico porque cuestiona al sistema. Pero su rebeldía no es ejemplar, es tarde también para eso. Donoso se decide por la fabulación paranoica del artista sin lugar en este mundo. Quizá la novela es inacabable por eso, no tendría sentido como un best-seller entre novelas premiadas. Es, digamos, la única novela impremiable.

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