domingo, 6 de septiembre de 2015

David Leavitt - Jean-Michel Frank

Domingo, 30 de agosto de 2015
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SIEMPRE ES DIFÍCIL VOLVER A CASA

En su regreso a la novela, David Leavitt retoma alguna de sus mejores armas narrativas. Siguiendo con el ciclo de libros de época que iniciara con Mientras Inglaterra duerme, Los dos hoteles Francfort se sitúa en la neutral Portugal, en la siempre atractiva ciudad de Lisboa y con los nazis entrando en París. En ese clima de inminencia de desastres, con refugiados que quieren regresar a los Estados Unidos, dos parejas cruzan sus destinos y sus neurosis, dando pie a una comedia de enredos dramáticos, porque precisamente uno de ellos no quiere regresar a ninguna parte. En esta entrevista Leavitt explica cómo fue virando hacia las tramas enmarcadas en la Historia y rescata la figura del diseñador de interiores Jean-Michel Frank, quien huyendo del nazismo emigró a la Argentina para la misma época en que transcurre la novela.

Por Laura Galarza
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El diseñador Jean-Michel Frank
En la foto, el departamento se ve vacío. “Hay que pintarlo, ponerle un estilo”, dice David Leavitt en aquella entrevista de este diario a fines de 2011, y en la que parece menos ocupado en la recepción de –en aquel entonces– su nueva novela, El contable hindú, que en la reciente compra de ese departamento en Barrio Norte. Y acá viene el dato de colección: al momento de la foto, Leavitt, además de la idea de vivir algunas temporadas en Buenos Aires, tenía en la cabeza una nueva novela, y lo adelantó en aquella entrevista. La novela, ambientada en los años ’40, estaría inspirada en Jean-Michel Frank, un diseñador de interiores judío, refugiado en Buenos Aires luego de la invasión alemana en Francia donde residía. Hoy Los dos hoteles Francfort acaba de salir, y Leavitt lo confirma a Radar: “Sí, ésa era la novela. Llegó a armarse muy lentamente y pasó por varias estructuraciones y reestructuraciones. La concepción final se me ocurrió en el invierno de 2012, mientras vivía en Buenos Aires”. Leavitt estaba documentándose sobre la vida de Jean-Michael Frank, ese diseñador revolucionario al que siempre admiró, cuando se abrió “desde una puerta trasera” –como le gusta decir a él– el escenario elegido para Los dos hoteles Francfort. 1940, Hitler invade Francia y los judíos franceses y norteamericanos varados en Lisboa, esperan subirse al barco que los llevará de vuelta a casa y a salvo. La guerra no conoce de clases, así que en los hoteles de esa ciudad se mezclan comerciantes y diplomáticos –en una gran puesta por parte de Leavitt que recuerda lo mejor de Casablanca– capaces de entregar a la madre con tal de obtener un visado. Ahí está entonces, la pareja protagonista: Peter, empleado de la General Motors (fanático de la marca Buick) y Julia, típica dama burguesa parisina, hospedados en uno de los hoteles Francfort. Porque tal como lo acredita el plano real al comienzo de la novela, en Lisboa había un segundo hotel con el mismo nombre. En el otro Francfort, a sólo dos cuadras de distancia, se hospeda la segunda pareja protagonista, que hará de contrapunto a la de Peter y Julia (léase: los hará pisar el palito y sacar sus trapos al sol). Ellos son Edward e Iris, escritores que publican juntos una serie de policiales bajo el seudónimo de Xavier Legrand. El primer libro lo escribieron en broma, pero tuvieron tanto éxito que hoy ganan fortunas. (Los escritores dando vueltas por Lisboa también le sirven a Leavitt para darse el gusto de chicanear con la literatura).
A contramano de todos, hay alguien que no quiere volver a Estados Unidos: esa es Julia, la mujer de la primera pareja y quien encarna quizá la historia más dura de la novela. ¿Qué puede haber pasado en la familia para que Julia no quiera volver? ¿No es la familia el último refugio frente a la desgracia? Más allá de los encuentros y desencuentros entre ambas parejas –que está en el corazón de la historia y a la que Leavitt nos tiene acostumbrados– Los dos hoteles Francfort pone el ojo en los males del mundo. Como si dijera: la familia, los vínculos, o simplemente, el otro, son peor que la guerra. ¿O no son acaso las contiendas diarias las que terminan hiriendo más profundamente? Entonces en medio del drama, Leavitt nos arranca una sonrisa cuando pone a esos dos amantes a orillas del mar en un encuentro que debiera ser idílico, y sin embargo la cámara se posa en la piel blanca y regordeta, los anteojos que se llenan de arena.
El amor en su vertiente más neurótica parece ser la llama siempre encendida en la literatura de Leavitt: desde Baile en familia, Amores iguales o Un lugar en el que nunca he estado, a Junto al pianista Martin Bauman o El cuerpo de Jonah Boyd. Y también por qué no se hace presente en sus novelas basadas en hechos históricos como Mientras Inglaterra duerme y ahora Los dos hoteles... De modo que se podría afirmar que de lo que se trata –más allá incluso del montaje de época– es de contar cómo se va la vida en querer armar una vida con el otro.

UN PIONERO

La novela prosperó, pero la idea de pasar temporadas en nuestra ciudad, no. “Vendimos nuestro departamento en 2013. Lamentablemente, la situación financiera había llegado a tal punto que nos fue imposible mantener un hogar allí”. Actualmente Leavitt y su pareja, Mark Mitchell, viven en Gainesville un pueblo de la Florida. “Es cómodo, comparativamente barato, excéntrico. No tenés que preocuparte por cómo te vestís. Hay muchos perros y, durante el año académico, muchos estudiantes. También es fácil trasladarse hacia fuera del pueblo.”
Leavitt huyó de la exposición desde un principio. Desde que a sus 23 años escribiera esos cuentos fuera de serie de Baile en Familia y a continuación El lenguaje perdido de las grúas, publicada en 1986, plantando la problemática gay en el corazón de la literatura norteamericana cuando aún la Organización Mundial de la Salud tenía la homosexualidad en su lista de enfermedades mentales. Baile en Familia fue nominado al Premio Faulkner y aunque no ganó, se convirtió en un bestseller. ¿Quién podría olvidar esa primera gran escena donde dos jóvenes escondidos tras los arbustos de la casa intentan hacer el amor, mientras la madre de uno de ellos sale en medio de la oscuridad a buscarlos con una linterna?
“El futuro no existe”, decía un Leavitt de 24 años en aquel gran ensayo, Manifiesto de mi generación. El escepticismo intacto –quizás atemperado en sus formas por la madurez– trepa todavía por las venas de Los dos hoteles Francfort que trae de regreso al mejor Leavitt. Más allá del escenario histórico tan rigurosamente plantado, aquello que sucede en el pasado bien podría estar pasando hoy. Entonces sería como intentar subir una escalera al revés, no empezar por el principio.

BAILE EN PAREJA

¿Cómo mirás hoy en retrospectiva esos primeros libros como Baile en familia, y El lenguaje perdido de las grúas que sin duda hicieron una marca en la literatura norteamericana?–Era muy joven cuando las escribí, y por eso las escribí casi sin autoconciencia; para citar al epígrafe de El lenguaje perdido de las grúas: “Casi no sabía en qué estaba pensando”, de James Merrill, Días de 1964. Con el paso de los años, me he vuelto más y más autoconsciente, entonces he tenido que aprender a escribir de otro modo, a hacer de la autoconciencia una virtud. Este es el gran desafío y la gran crisis con el que se enfrentan los escritores de mediana edad que empiezan a escribir desde temprano. Mi solución fue escribir, dicho de algún modo, históricamente; tratar a todo, incluso a la experiencia propia, como historia.
Haciendo una lectura de su literatura como política en relación a la defensa de la identidad sexual ¿cómo viviste la reciente aplicación de la ley de matrimonio igualitario en su país?–Tras la decisión, por un par de días estuve maravillado e incrédulo y después me ajusté. Esto es lo que pasa a menudo, cuando ocurre un gran cambio. Una analogía del pasado: como no fumador, durante años tuve que hacer todo lo posible para que cuando volara no sólo me tocase un asiento de no fumador, sino que además me tocase un asiento alejado del sector de fumadores. Luego se prohibió fumar en los aviones, y ahora la idea de que haya existido un tiempo en el que la gente fumaba en los aviones me parece inconcebible, y yo mismo viví ese tiempo. Es lo mismo con el matrimonio. Cuando mi pareja y yo nos conocimos, hace veintitrés años, la idea de que pudiéramos casarnos era completamente inimaginable. Ahora no solo podemos imaginárnoslo, se ha burocratizado: es una cuestión no de cambiar nuestras vidas sino de cambiar cómo pagamos los impuestos, nuestros seguros médicos, etcétera.
¿Cómo fue que surgió escribir novelas inspiradas en escenarios históricos o emblemáticos?, ¿estableciste alguna diferencia en el proceso de construcción con tus otras novelas?–Hoy por hoy, escribo ficción de dos modos. El primero es en un tiempo presente (hablando figurativamente) que permite que no haya realidad más allá de la ficción en la que está ocurriendo la historia. El segundo es en un tiempo pasado (de nuevo, figurativamente) que permite al escritor contextualizar los eventos que está intentando describir. Mi inclinación durante estos últimos años ha sido más hacia este segundo tipo de escritura. Grace Paley, la gran cuentista, dijo una vez: “Para mí hay un largo tiempo entre el saber y el contar”. Supongo que cuando escribo sobre eventos que sucedieron antes de que naciera, estoy extendiendo ese tiempo entre el saber y el contar.
¿Cómo entrelazás la investigación y la escritura, el dato histórico con la inspiración; el escenario real y el ficticio en este tipo de novelas?–Soy un investigador fanático. Para Los dos hoteles Francfort, hice vastas cantidades de investigación online e hice tres viajes a Lisboa. Pasé horas en librerías y archivos de Lisboa, París y Nueva York. Mi meta era aprender tanto sobre el tiempo y el lugar de la historia que pudiese crear la ilusión de haber estado ahí de verdad. Esto requirió dejar afuera el noventa por ciento de lo que había aprendido, porque en nuestras vidas cotidianas nos damos cuenta de muchas menos cosas que el investigador mientras prepara su línea de tiempo y toma sus notas.
¿Cuánto de la vida de Jean-Michel Frank, en quien declaraste haberte inspirado para la novela, quedó finalmente en ella? ¿Qué particularidad de la vida de Frank te cautivó?–En su primera versión, la novela seguía la trayectoria de los últimos dos años de la vida de Jean-Michel Frank: su huida de París en el verano de 1940; las semanas que pasó en Coimbra y Lisboa intentando (en última instancia, sin éxito) obtener una visa americana; su emigración a Argentina; sus meses en Buenos Aires trabajando para Comté; su viaje a Nueva York en diciembre de 1940; y los meses previos a su suicidio en Nueva York en 1941. El problema era que la historia podía ir en una sola dirección: descendente. No podía resolver cómo podría hacer tolerable para el lector una narración que se movía inexorablemente hacia el suicidio. Entonces, redirigí el enfoque hacia dos parejas, ambas inventadas, y convertí a Jean-Michel Frank en un personaje menor, el diseñador responsable del departamento en París de los Winters.
Toda tu obra –desde Baile en familia hasta hoy– gira en torno al desencuentro con el otro, lo fallido de las relaciones en la familia y la pareja. ¿Qué podés comentar al respecto?–¿Qué puedo decir? Es la experiencia humana. Una secuencia de desconexiones, conexiones fallidas, y luego, rara y preciosamente, esos momentos en donde obtenemos la meta a la que alude E. M. Forster en su epígrafe a Howard’s End: “Solo conectar”. Cuando vi el film italiano La Grande Bellezza, lo que más me impresionó fue la habilidad del director para contrastar la atemporalidad de una hermosa ciudad con las vidas episódicas, fragmentarias y frenéticas de los hombres y mujeres que la habitan.
Sobre el final de la novela se enumeran diez normas que debería seguir el aprendiz de escritor para luego quebrarlas. ¿La madurez en la escritura implica romper las normas?–La lista de reglas es una suerte de chiste interno. En Los dos hoteles Francfort rompí todas y cada una de ellas.
¿Qué dirías que tienen en común Grace Paley y Alice Munro para ser admiradas por vos?–Sabiduría. Valentía. Bondad. Impiedad.
¿Qué autores de los que leíste últimamente recomendarías?–De pura rabia (título original Out of Sheer Rage) de Geoff Dyer, que trata sobre el no poder escribir un libro sobre D. H. Lawrence, es una obra maestra, como lo es la serie sobre Patrick Melrose de Edward St. Aubyn. Las obras de escritores que han estado circulando hace mucho pero cuyo trabajo descubrí recientemente: Georges Simenon, Antonio Tabucchi, Joy Williams.
En un diálogo de la novela se dice que pasamos más tiempo preocupándonos por el futuro mientras el presente se nos escapa. ¿Cómo es tu relación con el futuro?–Me preocupo constantemente por el futuro, y me recuerdo a mí mismo constantemente que preocuparme por el futuro es inútil, y sigo preocupándome por el futuro.



Los dos hoteles
Francfort
David Leavitt
Anagrama
302 páginas

Detrás del decorado

Por Laura Galarza
Menos es más, vale para la literatura pero también para la decoración. “Amueblar una casa consiste en quitarle muebles.” El dueño de esa máxima fue el famoso decorador Jean-Michel Frank nacido en París en 1885, de quien recientemente la galería Sotheby’s Paris subastó una pieza única (un gabinete patinado en bronce) vendida en 5 millones de dólares
En 1934, a pedido de Alejandro Bustillo, Frank diseñó todos los muebles del Llao Llao. No conocía la Argentina, pero tenía amigos argentinos que vivían en París. Así que sin saberlo y a la distancia, creó lo que hoy se conoce como el “estilo Bariloche”: muebles hechos en madera tallada de la zona. Pariente lejano de Anna Frank y lector apasionado de Proust, Frank queda huérfano de joven y decide con su herencia, abrir un distinguido local de decoración. Desde ahí se relaciona con la alta sociedad parisina y un círculo muy selecto de artistas: Pablo Picasso, Igor Stravinsky, Gertrude Stein, Peggy Guggenheim, Isadora Duncan, Cole Porter. A ese mismo círculo pertenecía una chilena radicada en Europa, Eugenia Errázuriz, dueña de un gusto refinado y que fue de gran influencia en ese estilo tan personal que desarrollaría Jean-Michel Frank, haciéndolo un creador único. Errázuriz también ofició de puente entre Frank y sus clientes sudamericanos: los Martínez de Hoz, los Born (Jean-Michel les decoró una casa en San Isidro), Adela “Tota” Atucha, marquesa de Cuevas de Vera, Victoria Ocampo, entre otros.
Cuando Hitler invade Francia, lo primero que se le ocurre a Frank es llamar a Nelson Rockefeller (a quien le había decorado su departamento de Nueva York), para que lo ayude a obtener una visa estadounidense. Pero Rockefeller no pudo o no quiso ayudarlo. Fue uno de aquellos clientes argentinos, Ignacio Pirovano, dueño de la prestigiosa Casa Comte (la fábrica de muebles y objetos decorativos más importante de la Argentina de mitad del siglo XX) quien ayuda a Frank a salir de París y refugiarse en Argentina. Pirovano admiraba a Frank y le ofreció integrarse a Comte. Con su llegada, la marca se potencia y al Llao Llao le siguen el mobiliario del casino de Mar del Plata y del Banco Nación de la Plaza de Mayo, el edificio de YPF en la Diagonal y el Kavanagh.
Antes de poder subir al barco que lo llevaría a la Argentina, Frank debió permanecer unas semanas en Lisboa. Aquí es donde Leavitt se inspira para escribir Los dos hoteles Francfort. Imagina cómo será ese verano de 1940. El hacinamiento y la convivencia de los refugiados en los hoteles de los balnearios de Lisboa habitualmente llenos de turistas. Aquello que los franceses llamaron résidence forcée. “Un nombre muy fino para un campo de concentración”, hace decir Leavitt irónicamente a uno de los personajes de su novela.
Frank –cuyo estilo se caracterizaba por destacar tan sólo un objeto precioso o un cuadro en una pared (Picasso, Dalí eran colaboradores habituales)– pasa desapercibido en la novela de Leavitt. Aparece como el decorador del departamento de los Winters (la pareja protagonista). En la novela, Julia le cuenta a Iris cómo lo acababa de decorar cuando tuvo que huir de París: “Conocí un decorador maravilloso, un genio. Dejó las paredes desnudas. Sin nada en absoluto. Esa es su firma”. Y renglón seguido la cámara de Leavitt enfoca la Vogue abierta sobre su falda. La casa de Julia salió fotografiada en ese número y se lee al pie: “Menos de todo Colette en lugar de Proust! ¡Matisse en lugar de Ingres!”
De temperamento melancólico (aseguran que sólo vestía pana gris) durante su exilio Frank añoraba la vida parisina y sobre todo a un joven norteamericano que lo había enamorado: “Thad Lovett, un personaje fascinante y extraño y, como yo, nativo de Palo Alto”, cuenta Leavitt. Frank finalmente obtiene la visa y viaja a Nueva York. Cuando se entera que su enamorado no le corresponde, se mata de la misma manera que lo había hecho su padre: se arroja desde la ventana del hotel.







jueves, 20 de agosto de 2015

Assia Wevill

Domingo, 2 de agosto de 2015
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AQUÍ YACE UNA AMANTE

Mucho se ha escrito sobre la pareja más emblemática del mito trágico asociado a la poesía en el siglo XX, la de Sylvia Plath y Ted Hughes. Y también, a instancias de los seguidores del poeta, mucho se ha silenciado y omitido de lo que rodeó esa relación. Una figura, tercera en discordia, mujer brillante y compleja de su tiempo, emerge del silencio y de tantas omisiones: la de Assia Wevill. Amante de Hughes, autora de unos escasos poemas (a juzgar por lo que se encontró), icono cosmopolita, traductora y brillante publicitaria, también sucumbió al destino trágico de Plath, suicidándose junto a su pequeña hija. La biografía de los periodistas Yehuda Koren y Eilat Negev, que acaba de distribuir Circe en Argentina, reconstruye esta increíble y angustiosa historia que, además de dar cuenta de unos derroteros individuales, marca el difícil tránsito de las mujeres entre el final de los años ’50 y la entrada en los ’60, un desajuste que muchas pagaron con la desolación, la enfermedad mental y la muerte.

Por Mariana Enriquez
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ASSIA EN MANDALAY, BIRMANIA, 1960.
El 11 de febrero de 1963, la enfermera que ayudaba a Sylvia Plath no tuvo respuesta cuando tocó el timbre del departamento de la poeta, el número 23 de Fitzroy Road. Habían sido meses difíciles para Sylvia: desde septiembre del año anterior estaba separada de Ted Hughes, tomaba antidepresivos indicados por su médico John Horder –el mismo que había recomendado la asistencia de una enfermera– y vivía en un estado muy vulnerable con sus dos hijos, Frieda, de dos años, y Nicholas, de nueve meses. El invierno londinense había sido el más frío en años, se congelaban las cañerías, los chicos se enfermaban. Ella, a pesar de todo, escribía con furor los 26 poemas que luego se editarían de forma póstuma en el libro Ariel.
La enfermera pidió ayuda a un obrero que trabajaba en el edificio y cuando pudieron entrar al departamento, encontraron a Sylvia muerta, arrodillada frente a la cocina, con la cabeza dentro del horno, intoxicada de monóxido de carbono. Los chicos estaban en la habitación de al lado, aislados del gas venenoso por toallas y trapos mojados, con vasos de leche que posiblemente nunca hubiesen llegado a beber: eran demasiado chicos.
La escena, patética y desoladora, es el inicio de uno de los mayores mitos trágicos de la segunda mitad del siglo XX. Se escribió muchísimo sobre la pareja desgraciada, sobre la censura que ejerció Ted Hughes sobre los diarios de Sylvia –supuestamente para proteger a sus hijos–, sobre él como villano y sobre ella como una mujer genial y depresiva que no pudo ser salvada; desde el excelente estudio sobre el suicidio El dios salvaje de Al Alvarez hasta La mujer en silencio de Janet Malcolm, pasando por Her Husband: A Marriage de Diane Middlebrook, que intenta cierta compasión hacia el muy demonizado Hughes. Incluso Hughes publicó un libro sobre su Sylvia Plath, el fabuloso volumen Cartas de cumpleaños (1998), la colección de poemas editada de forma póstuma, donde disecciona cada aspecto de la relación.
Pero nadie escribió, durante todos estos años, sobre la otra mujer. Sylvia Plath supo, en julio de 1962, que Ted Hughes la engañaba y, para agregar humillación a la situación, que la amante era una amiga de la pareja, la esposa del poeta David Wevill, Assia Guttman. Una mujer fascinante, hermosa, mundana, fashionista, que había crecido en Alemania y Palestina, que trabajaba en publicidad. Assia sería pareja de Hughes, con intermitencias, durante seis años; tuvieron una hija juntos, Shura. El 26 de marzo de 1969 también se suicidó usando el gas de la cocina pero, a diferencia de Plath, decidió matar también a su hija de 4 años. Ella tenía 41 y, como Sylvia, estaba distanciada de Ted cuando tomó la decisión de terminar con su vida.
A pesar de la tenebrosa similitud (con el agregado del infanticidio), a pesar de que Assia Wevill era una mujer interesantísima, fue borrada de la historia. Esa extraña supresión acaba de ser reparada con la biografía Assia Wevill de Yehuda Koren y Eilat Negev que publicó Circe: por primera vez aparece en todas sus facetas esta mujer que durante tantos años estuvo estigmatizada como la seductora perversa, la diablesa responsable de la ruptura de la pareja de poetas más célebre del siglo XX.

UNA AMANTE DE LA SINRAZON

Ese es el subtítulo de la edición en inglés de Assia Wevill, una frase tomada del epitafio que Assia escribió para sí misma poco antes de su suicidio: “Aquí yace una amante de la sinrazón, y una exiliada”. Fue traductora, redactora publicitaria y ocasional poeta. Sobre todo fue una dandy: hizo de su vida, extraordinariamente accidentada, una peculiar obra de arte. Yehuda Koren y Eilat Negev, con un estilo seco y ligero, cuentan la vida de Assia con una idea guía: “Ella pone de manifiesto el potencial y las limitaciones de una mujer de mucho talento, espíritu independiente y grandes aspiraciones de mediados del siglo XX”. Como Sylvia, en alguna medida, Assia estaba corrida: atrapada por el rígido rol destinado a una mujer hasta los años 50, sacudida por el cambio de los 60, ni liberada ni sumisa, encarnó la bisagra. Para escribir su biografía, los periodistas Koren y Negev hicieron 70 entrevistas, incluso una muy extensa con Ted Hughes, concedida en 1996: la primera en la que el Poeta Laureado habló de su pareja y madre de su hija muerta.
Pero su historia no comienza en Londres con Hughes, ni tampoco con su esposo David Wevill, el poeta de quien conservaría el apellido hasta el final. Su verdadero nombre era Assia Guttman. Había nacido en 1927 en Berlín, en una rica familia judía originaria de Ucrania. Su padre era médico pero prefería, antes que las guardias en hospitales, las fiestas y los viajes. Su madre era una enfermera alemana. En 1933, cuando Hitler fue nombrado canciller, Guttman y sus hijas –Assia tenía una hermana menor– estaban entre los 520 mil judíos que vivían en Alemania. Tres años después los Guttman decidieron emigrar; la familia no era religiosa, pero eso no importaba en la Alemania nazi. Tener una esposa alemana no ayudaba al doctor Guttman; de hecho, muchos esposos judíos se suicidaron en aquellos años, para liberar a sus mujeres. El 15 de mayo la familia huyó a Suiza, sin demasiados problemas.
En 1934 dejaron Europa y se instalaron en Tel Aviv. Vivían de manera humilde, a diferencia del confort disfrutado en Berlín, y con el deseo permanente de volver a Alemania. Assia creció con ese sentimiento de extranjería, de exilio. Pero en 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial y cualquier plan de mudanza quedó pospuesto. Assia, mientras tanto, crecía. Fue enviada a un colegio bilingüe británico, con muchos hijos de millonarias familias árabes. Se iba consolidando su cosmopolitismo y también su belleza y su estilo; se paseaba con una revista Vogue bajo el brazo. Las chicas la admiraban. Los chicos la deseaban. Se enamoró de un soldado inglés pero, sobre todo, se enamoró de Inglaterra: no se sentía alemana pero tampoco israelí y, quizá inconscientemente, buscaba la patria de su imaginación. Consiguió una beca para la Escuela de Arte de Regent Street y en 1946, ya terminada la guerra, se mudó a Londres. Nunca volvería a Tel Aviv. La acompañaba una amiga, Mira Hamermesh que recuerda en Assia Wevill: “Era como una diosa, la reina de la fiesta y su atractivo no se debía tanto a su aspecto físico como a su personalidad. Daba la impresión de ser una criatura joven que lo tendría todo”. Amaba el arte, la ropa, la música clásica y la literatura.
Antes de conocer a Ted Hughes, Assia Wevill tuvo tres matrimonios: con John Steele, soldado –vivieron juntos primero en Londres, después en Canadá–; con el economista Richard Lipsey y finalmente con el poeta David Wevill, a quien conoció cuando él tenía 21 años y ella 28. Durante mucho tiempo fue su amante: Lipsey lo sabía y lo toleraba. Todos los hombres toleraron las infidelidades de Assia, su histrionismo, su crónica imposibilidad de dedicarse a las tareas domésticas. Todos excepto Ted Hugues.
Fue durante su casamiento con David Wevill cuando Assia consiguió trabajo en la agencia publicitaria Notley, famosa por contar con poetas e intelectuales entre sus empleados. Ella tenía un talento especial para esa industria incipiente y David era un poeta solicitado en los círculos literarios de Londres. Eran felices y ella se hacía famosa, por musa, por experimentada y por inteligente. De esa época sobreviven los dos únicos poemas de su autoría encontrados, “Magnificat” y “Winter End, Hertfodshire”, que describe la lápida de un mendigo, su mujer y su hijo. Si hay más material escrito por Assia, no ha sido encontrado. David Wevill no lo posee y tampoco Ted Hughes que, según le explicaron Koren y Negev a The Guardian, llegó más lejos que con Sylvia en la destrucción de los papeles de Assia: “Cuando se abrió su archivo en la Universidad de Emory en Atlanta, Georgia, la presencia de Assia en su vida no existía en sus papeles: ninguna de las cartas que intercambiaron, ni las notas, ni las fotos ni los dibujos estaban ahí”. Lo que consiguieron los biógrafos lo obtuvieron de amigos y de la hermana de Assia, custodia de lo queda de su memoria.

LA MIRADA DE UN DIABLO

TED HUGHES, ASSIA WEVILL Y FRIEDA, LA HIJA DE SYLVIA PLATH EN 1963.
Como si agregarle exotismo a su vida fuera una profesión, Assia se mudó con David Wevill a Mandalay, Birmania; él había sido contratado para dar clases en la Universidad. Cuando regresaron, en 1961, ella extrañaba el clima y la belleza del sudeste asiático pero encontró consuelo en el trabajo: era una excelente redactora publicitaria. Dice en Assia Wevill su jefa en Colman, Prentince y Varley (los Mad Men británicos, los que vieron nacer y le dieron lenguaje a la sociedad de consumo europea): “Era impredecible, informal, taimada, belicosa y mezquina, pero aún así me fascinaban sus ideas poco convencionales y a menudo descabelladas y estimulantes, una ventaja inestimable en la profesión”. En la agencia produjo un comercial inspirado en las películas de James Bond que se considera pionero, tanto por el gesto inédito de usar un personaje de cine como por el papel de las mujeres, que son las seductoras y las villanas.
Fue por esa época que Sylvia Plath y Ted Hughes decidieron subalquilar su departamento, el Nº 3 de Chalcot Square. Sylvia estaba embarazada de su segundo hijo. Assia y David buscaban departamento. Y como llevados por una extraña magia oscura, encontraron el que ofrecía la pareja de poetas. Lo alquilaron. Sylvia escribió en una carta a su madre: “la chica es una rusa alemana, con quien nos identificamos”. Assia le regaló a Sylvia una serpiente de madera, un objeto artesanal traído de Birmania. Las mujeres se llevaban bien; Sylvia estaba algo agobiada por los celos y la maternidad, Assia por su edad: a los 34 se sentía vieja y solía hablar de hacerse una cirugía estética. No tenía y nunca había querido tener hijos: siempre había decidido abortar sus embarazos. Los hombres también tenían una buena relación: David admiraba a Hughes, y Hughes consideraba a David un muy buen poeta.
Tan bien se llevaban que Plath y Hughes invitaron a los Wevill a pasar un fin de semana en su casa nueva en el campo: Court Green, en Devon. Ese fin de semana en el campo siempre se cuenta como el momento en que la seductora Lilith tentó al inocente Hughes, usando todas sus armas para arrancarlo de su tambaleante matrimonio. Pero, aseguran Koren y Negev, esa imagen demonizada mucho tiene que ver con el brutal poema “Soñadores” que Hughes incluyó en Cartas de cumpleaños, el único dedicado a Assia: “... Era un lobo de la Selva Negra, la hija de una bruja/ sacada de Grimm... ¿Quién era esta Lilith de abortos/ tocando el pelo de tus hijos/ con sus uñas pintadas en colores de tigre?/... Ella estaba ahí sentada/ con su mascarilla mojada de hollín/ con sedas de anaranjado ardiente y brazaletes de oro, / algo sucia en su misterio erótico/ Una alemana/ israelita rusa con la mirada de un demonio/ entre cortinas de mongol pelo negro/... Vi que la soñadora en ella/ se había enamorado del soñador en mí sin darse cuenta/ En aquel momento el soñador en mí/ se enamoró de ella y yo sí me di cuenta”.
En realidad, lo sucedido habría sido mucho menos espectacular.
“La afirmación de la atracción fatal también servía para exonerarlo de cualquier responsabilidad”, escriben Koren y Negev. David Wevill dio una entrevista a los autores y asegura que, si bien notó la atracción, no recuerda nada fulminante. Lo que desencadenó el desastre fue lo siguiente: Sylvia entró en la cocina cuando Ted y Assia estaban cocinando y salió perturbada. Después, en el camino de vuelta, “les dijimos adiós desde el tren”, cuenta Wevill, “y cuando nos quedamos solos en el compartimento, le pregunté a Assia: ‘¿Qué ha pasado con Sylvia? Ha cambiado por completo y ya no era tan amable’. Y ella respondió: ‘Ted me ha besado y Sylvia lo ha visto’. El apacible David Wevill agrega: ‘No me alarmé demasiado y no quise montar una escena. Se pueden producir coqueteos entre amigos. Me pareció que el beso había sorprendido a Assia y que no pasaría de allí”.
Pero pasó. En junio de 1962, Hughes fue a buscar a Assia a la agencia donde trabajaba. El sexo fue un detonante y una obsesión. Y a partir de ahí, lo habitual: Sylvia escuchó una conversación por teléfono y escribió el poema “Palabras oídas casualmente por teléfono” apenas dos días después del incidente. Assia le contaba a sus amigas que Ted era violento en la cama, un animal; que hacía cosas que David nunca había hecho. Le comentó a su compañero de trabajo Edward Lucie-Smith: “¿Sabes? En la cama huele como un carnicero”. Y no era sólo el sexo. Compartían gustos literarios. Se regalaban libros a diario. Se complementaban intelectualmente: Assia leía sus poemas y lo acompañaba a premios y cocteles, donde su presencia y gracia resultaban impactantes.
Pero todo llegaba al límite: David Wevill intentó suicidarse pero su desesperación no tuvo efecto en el romance entre Assia y Ted. En septiembre de 1962, Hughes le dedicó una crueldad final a Sylvia: viajaron juntos a Irlanda quizá con intenciones de estabilizar el matrimonio, pero el 19 ella quedó sola y abandonada en el puerto de Dublín: Hughes se había ido antes, ella lo esperaba en vano. “Al llegar a casa –escriben Koren y Negev–, encontró un telegrama con matasellos irlandés esperándola. Era de Ted: regresaría en un par de semanas, decía. Durante los siguientes quince días, Sylvia no tuvo ni idea de dónde se encontraba su marido.”
Ted estaba había escapado con Assia a España. Estaban de luna de miel.

LA OTRA, LA MISMA

La depresión de Sylvia se hizo una espiral; si bien su matrimonio no funcionaba bien desde antes de la aparición Assia, la culpó: “Plath estaba convencida de que el mayor encanto que tenía Assia para Ted era su infertilidad, consecuencia de tantos abortos. Ella, en cambio, lo intimidaba con su escritura y su maternidad”, escriben Koren y Negev. En noviembre de 1962 ya se había mudado al departamento donde se suicidaría. En cuanto a la infertilidad, se equivocaba: para febrero de 1963, Assia Wevill ya estaba embarazada de Ted Hughes.
Sylvia nunca llegó a saberlo.
Lo que pasó tras el suicidio de Plath y la actitud que, siguiendo los deseos de Hughes, asumió Assia, es terrorífico. Parece tomado de una opresiva película de Polanski, parece un deseo de autodestrucción deliberado que resulta incomprensible porque, hasta entonces, todo lo reconstruido de la vida de Assia Wevill la retrata como a una mujer independiente, arriesgada pero fría en los pasos a seguir en su vida. Como sea, ya que Sylvia había pagado muchos meses por adelantado de alquiler, Hughes decidió instalarse en el departamento de su esposa suicida con su amante. Assia leyó el manuscrito de Ariel y lo encontró “fascinante”. Leyó los diarios de Sylvia y se sorprendió ante las descripciones de sus batallas matrimoniales, que describió como “muy áridas”. Las impresiones de Assia son lo único que sobrevive del diario final de Plath, destruido por Hughes; Assia también menciona una novela inacabada de Sylvia, de la que jamás se hallaron rastros. Assia cuidaba de los huérfanos y trataba de contener a Ted, pero la sombra de la culpa la acosaba. Y también la imposibilidad de competir con la mujer muerta y ahora muda, que ya no era una rival. Recuerda en Assia Wevill Ruth Fainlight, amiga de Sylvia y esposa de Alan Sillitoe: “Assia y Ted eran dos seres humanos extraordinariamente hermosos en la flor de la vida, pero la postura encogida y la cabeza gacha de ambos empañaban todo el glamour. La mirada desviada y horrorizada, y la expresión destrozada de Adán y Eva recién expulsados del Paraíso”.
En marzo de 1963, Assia decidió abortar el hijo de Ted. Se recuperó de la intervención en la cama de Sylvia Plath. Había comenzado el mimetismo; su identificación con el fantasma. En su diario, lamentándose de haber abandonado a David Wevill, escribió: “¿Qué locura, qué compulsión sistemáticamente demencial me impulsó a sentenciarlo a estar solo y a sumirme a mí misma en este espeluznante laberinto de mezquinas y condenatorias furias de mediana edad, con Sylvia, mi predecesora, entre nuestras cabezas por la noche?”.
Los últimos años son un espejo demoníaco. Hughes lleva a Assia a Irlanda y hace con ella el mismo exacto viaje que había hecho con Sylvia cuando la abandonó. Llevó a Assia a vivir a Court Green, donde había comenzado el romance, con sus padres, dos personas mayores que la detestaban. Ella cuidaba a los hijos de la mujer suicida y pronto a Shura, la hija que finalmente concibió con Ted. Y escribía en su diario líneas terribles: “Sylvia está creciendo en él, enorme y espléndida. Yo me encojo cada día, mordisqueada por ambos. Me comen”. O: “Estoy atrayendo sobre mí la catástrofe de Sylvia. Con la enorme diferencia de que ella tenía un millón de veces más talento que yo”. Ted, además, se convertía en un tirano doméstico. Le hacía listas sobre lo que debía limpiar en la casa y cómo debía comportarse. (Sus apológos sostienen que sólo pretendía acomodar la dejadez y los caprichos de Assia). Durante el desayuno le decía cosas como: “¿Te has parado a pensar en lo rica que serías si hubieras cobrado una libra cada vez que has hecho el amor?”. Ted dudaba sobre si Shura era su hija o la de David Wevill. Nunca la reconoció ni la mencionaba en sus cartas o a sus amigos.
Assia se sentía acorralada y afirmaba que no podría soportar una vida de madre soltera a su edad. En 1967, Ted decidió que ya no vivirían juntos. Ella le escribió una carta. Decía: “Me asusta el poder que tienes sobre mí”. El no la escuchó, aunque la carta culminaba con el dibujo de un pájaro negro, muerto. Assia empezó a lanzar ultimatums. Le escribió a su hermana, para que la acompañara, porque tenía miedo. En 1968 escribió su testamento. Le dejó pertenencias a Frieda y Nicholas, pero nada a Ted salvo “mi amargo desdén”. Ni siquiera encontraba consuelo en las magníficas reseñas de su traducción de los poemas del poeta israelí Yehuda Amijai: un libro que podría haber significado una nueva vida para ella, que manejaba al menos cuatro idiomas. Hughes, mientras tanto, ya tenía otra amante: Carol, veinte años menor que él; lo acompañaría hasta su muerte.
Assia Wevill se suicidó el 23 de marzo de 1969 después de una discusión con Hughes. Ya tenía la decisión tomada: le había escrito cartas suicidas a Ted y a su padre. La dirigida a Ted ha desaparecido.
Además de usar monóxido de carbono de la cocina, Assia tomó una importante dosis de somníferos. Se acostó en el suelo de la cocina abrazada a su hija. La encontró la niñera. En su diario Assia había escrito: “El me ha dado su veredicto: ejecútate a ti y a tu pequeña de forma eficiente”.
La prensa no mencionó el suicidio. Tampoco había salido publicada la noticia del de Sylvia Plath. Ted se deshizo de las cosas de Assia y se las mandó a su hermana, que vivía en Montreal. La mayoría de sus objetos, como su valiosa colección de netsuke y sus cuadros, se han perdido.
Koren y Negev admiten que, más allá de esa entrevista en 1996 con Hughes, el comienzo de la investigación arrancó en 2003, cuando Carol Hughes, la viuda del poeta, vendió los seis mil libros de la biblioteca de su marido y allí de repente apareció Assia: casi cien ejemplares eran regalos de ella, dedicados. Antes, en 1990, Hughes había escrito un poemario sobre Assia, Capriccio, pero en una edición limitada de cincuenta ejemplares. En “The Locket”, decía: “Tu muerte/ Estaba tan completamente en tu poder/ Fue como si la atraparas/ Quizá dándole/ Una parte tuya, para alimentarla/ Ahora era tu mascota/ tu animal familiar. ¡Pero quién más la hubiese amamantado/ en un relicario, entre tus pechos!”. Si bien es obvio y sabido que los poemas de Capriccio son para Assia, Hughes nunca la menciona por su nombre.
Assia Wevill. Yehuda Koren y Eilat Negev Circe 434 páginas
El mayor mérito de Assia Wevill es iluminar con una investigación minuciosa –el libro incluye cuarenta páginas de fuentes, incluyendo entrevistas a la hermana de Assia, a Ted y Olwyn Hughes y a los tres maridos de Assia– a esta compleja mujer negada, atrapada en una situación imposible de la que no supo, no pudo o no quiso salir; a esta mujer que desapareció. Y también revelar de manera oblicua una época particularmente tensa en la vida de las mujeres independientes del mundo occidental, atrapadas entre el mandato de un mundo ya viejo y la dificultad de adaptarse a los nuevos roles femeninos. Los autores, sin embargo, se lamentan de que, en los años de entrevistas, “los miembros de la familia, los amigos y el mundo académico siguen protegiendo a Ted y se refieren a Shura como la hija ‘de ella’, no de ‘de ellos’ o ‘de él’. A Shura aún no se la ha reconocido”.

Jesús Lizano

Domingo, 16 de agosto de 2015
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Jesús Lizano

LA AVENTURA LIBERTARIA

El 25 de mayo pasado murió en Barcelona, la ciudad que lo había visto nacer en 1931, el poeta anarquista Jesús Lizano. Su obra fue tan profusa que la edición que llegó a hacer Esther Tusquets en Lumen, Lizania. Aventura poética, que abarca su producción hasta el 2000, tiene más de 1700 páginas. Y no sólo siguió escribiendo. Además, buena parte de su obra se puede descargar por Internet. Su vida marcó un viraje del cristianismo y el comunismo al credo ácrata, y el propio poeta se consideraba un marginal en el ambiente literario a pesar de los numerosos reconocimientos de críticos y colegas –a los que por más de veinte años les dirigió unas “Cartas al poder literario”– y la respuesta del público a sus siempre picantes apariciones. Jesús Lizano fue un poeta de la libertad en acto y palabra cuya obra vale la pena comenzar a recorrer aun después y a pesar de su muerte.

Por Violeta Serrano
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“¡Un momento!, ¿acordaos, eh? Que tenéis que repetir todos verso por verso, palabra por palabra, con mi entonación, en voz alta y a la vez”, dijo. E, inmediatamente después, comenzó a recitar desde un atril improvisado uno de sus poemas más emblemáticos: “Oda a la mierda”.
Todos los presentes, salvo uno, siguieron el juego, como si estuviesen llevando a cabo un rezo grupal, una oración ácrata dictada por un poeta al que no parecía importarle que en su cuerpo convivieran la barba de Walt Whitman y los ojos inocentes de un becerro que ignora que en cualquier momento lo van a sacrificar. Tras un minuto aproximado de ecos controlados, llegaron todos juntos al difuso amén que proponía el autor de la voz de trueno y decía así: “¡Mierda, yo te saludo!”. Y el coro, tan perplejo como alegre, repitió. Después, hizo lo que se esperaba de él: rugir en un aplauso que siguiera con el show pedagógico.
Era el 19 de enero de 2003 cuando se emitía. Allá, en Madrid, en un estudio de Radio Televisión Española, se había convocado una clase, un aula poética, con Jesús Lizano al frente y la mediación de Fernández Sánchez Dragó. El era el alumno díscolo, el que no repetía los versos. En vez de eso, se dedicaba a mirar encantado el escenario creado, el juego que se desarrollaba en su territorio, previo acuerdo con él. Era el presentador del programa, un escritor y peculiar personaje de la vida intelectual española que, por aquel entonces, se dedicaba a llevar a cabo este formato televisivo titulado Negro sobre blanco en el que pudo entrevistar a Günter Grass, Francisco Umbral y Augusto Monterroso, entre otros. Y aquel día, en medio de una clase irrepetible, también al poeta Jesús Lizano.
Hacía apenas dos años que la mítica fundadora y editora de Lumen, la ya fallecida Esther Tusquets, había accedido a publicar la obra completa: Lizania. Aventura poética (1945-2000). La posibilidad se dio, básicamente, porque ambos eran amigos de juventud y el aprecio era mutuo. El resultado fue un libro de dimensiones pantagruélicas para tratarse de una obra poética: son exactamente 1741 páginas, de tapa dura, con tonos marrones y negros, de aspecto sagrado. Puede parecer ciertamente extraño que una editorial de ese calibre se meta en semejante proyecto cuando el autor era, por aquel entonces, bastante marginal, salvo por algunas excepciones puntuales. Sin duda, el empujón que le dio aparecer en televisión amplificó el impacto de un libro que corría el peligro de convertirse en un fracaso y en una pérdida. Para todos, no sólo para Lumen: Jesús Lizano hipotecó su departamento ubicado en Barcelona para contribuir, en gran parte, a la edición de la antología de su obra. De hecho, Andreu Jaume, crítico literario y actual editor en Lumen, quien estuvo presente en la edición de manera tangencial, recuerda cómo Esther Tusquets insistía en que nunca había conocido a ningún autor con tanta fe y devoción por su propia obra. “Lizano entendía su poesía por acumulación, no era un orfebre del poema, sino un poeta excesivo y volcánico, como su persona. Creo que su poesía cobraba verdadero sentido en su dicción, cuando recitaba”, opina Jaume, quien, hace un tiempo, tuvo que rechazar la oferta de Lizano de publicar la segunda parte de la antología: Lizania. Aventura libertaria. “Le dije que nosotros ya no podíamos hacernos cargo”.
Lizano ha buscado ser publicado de todas las formas posibles, incluso por él mismo: en los últimos tiempos fue la Fundación Anselmo Lorenzo la que se hizo cargo de sus trabajos. Lo cierto es que nada lo detuvo para llegar a su público; ni la soledad, que acabó siendo el motor de todo su recorrido, ni la imperiosa necesidad de concretar su trabajo en la recepción por parte de los lectores. Esta ansiedad, que suele jugar malas pasadas al común de los mortales dejándolos en ridículo, tampoco consiguió prostituir su esencia. Todo lo contrario. Su marginación le sirvió para definir los trazos que, poco a poco, le iba otorgando al protagonista de toda su obra: él mismo.

QUE IDEO TAN NEGRO

“Yo nací gracias al papa Pío XI: mis padres eran primos y, sin su dispensa, mi madre jamás se hubiese casado”, dejó dicho en una entrevista en el diario La Vanguardia de Cataluña hace cuatro años, donde también afirmaba que padecía leucemia. “Me estoy muriendo. Estoy enfermo, agotado... ¡Pero no deprimido!”.
Había nacido el 23 de febrero de 1931, en la misma ciudad en la que moriría el pasado 25 de mayo: Barcelona, sin que saliesen demasiadas notas lamentando su pérdida. El recorrido había concluido y, en el medio del trayecto, un tremendo viaje en el que vida y obra se funden y, no sólo, sino que una filosofía de ideas se desarrolla y emerge en unos versos que empiezan a formarse desde los 14 años. Era de los que opinan que la única forma de escribir poesía es escuchar una voz que dicta con anterioridad al propio pensamiento. Una idea desarrollada con fruición por el poeta leonés Antonio Gamoneda. Sin embargo, el resultado de Jesús Lizano no tiene nada que ver con la obra gamonediana, que se concreta en un filamento anterior acaso musical, en el que las palabras todas contienen un peso de una precisión tal que este último jamás admitiría una publicación de miles de páginas. Si el arte de la poesía consiste, para la mayoría, en pulir y eliminar, la manera de hacer de Jesús Lizano estaba asociada sin embargo a la aglomeración y la repetición con sutiles diferencias. Sólo en la antología publicada por Lumen se registran ya más de una decena de poemas casi equivalentes. En su obra completa, este número aumenta. Y, sin embargo, es cierto que no se puede negar que la poesía de Lizano tiene música. Y técnica. Es verborrágico, pero deja constancia de que es capaz de escribir sonetos de una perfección absoluta –no por casualidad Lizania arranca con esa forma poética–, sólo para después trabajar con el verso libre y los juegos lingüísticos cuyo ejemplo más paradigmático sea, tal vez, “Poemo”:
“Me asomé a la balcona/ y contemplé la ciela/poblada por los estrellos./ Sentí fría en mi caro/me froté los monos/y me puse la abriga/y pensé: qué ideo,/qué ideo tan negro./Diosa mía, exclamé:/qué oscuro es el nocho/ y qué solo mi almo/perdido entre las vientas/y entre las fuegas,/entre los rejos./El vido nos traiciona,/mi cabezo se pierde,/qué triste el aventur/ode vivir./ Y estuvo a punto/de tirarme a la vacía.../Qué poemo./ Y con lágrimas en las ojas/me metí en el camo./A ver, pensé, si las sueñas/o los fantasmos/me centran la pensamienta/y olvido que la munda/ no es como la vemos/y que todo es un farso/y que el vido es el muerto,/un tragedio./Tras toda, nado./Vivir. Morir:/qué mierdo”.
Licenciado en Filosofía, Lizano impartió clases en un instituto secundario un tiempo, hasta que la situación se volvió insostenible puesto que sus métodos poco ortodoxos no encajaban con las costumbres de la institución. Se fue para, más tarde, conseguir empleo como corrector en Vicens Vives, aunque también tuvo ciertos contratiempos al principio porque a su jefe le irritaba que se pasase las horas escribiendo. Lo denunció a su superior y éste, en vez de echarlo, comprendió y le puso un despachito para que hiciera las dos cosas a la vez: corregir y escribir, pero sin importunar a nadie. De eso vivió durante 22 años, en los que se dedicó a ahondar en el convencimiento que intentaba transmitir con voluntad pedagógica en su obra: que la etapa a la que el ser humano debe tender es al comunismo libertario, a la acracia.

UN POETA EN UN SINDICATO

Humanista desde la cuna, Jesús Lizano pasó por distintas fases: cristianismo por herencia, ya que había nacido en una familia de tradición católica, de donde salió dejando de ser creyente y empezando a ser “dudante”. Así llega a su etapa existencialista, que coincidió con la época de la Segunda Guerra Mundial y, al mismo tiempo, con su consumo exacerbado de literatura y cine francés e italiano. Viaja después a Madrid. Es en esta etapa universitaria cuando toma contacto con el Partido Comunista que se acerca, en un punto, a su concepción de la necesidad de eliminar la dicotomía social entre dominantes y dominados. Pero, a su vuelta a Barcelona en los ’70, se da cuenta de que la solución comunista tampoco es válida: digamos que la dictadura del proletariado tampoco lo acababa de convencer como fase ineludible del proceso de cambio. En el momento en que vuelve a su ciudad, la llamada Rosa de Foc, de imponente raigambre anarquista, las cosas están complicadas. El sindicato más importante, la CNT (Confederación Nacional de Trabajadores), que había tenido una fuerza descomunal en la sociedad barcelonesa, se estaba resquebrajando por crisis internas. Allá Lizano se preguntaba qué hace un poeta en un sindicato. Y se contesta que poco. Así que desvía sus intereses hacia los Ateneos libertarios, espacios que afloraban en Barcelona y en los que el amor a la cultura y el conocimiento eran la base fundamental, pues se entendía allí que sin la comprensión de la esencia de la libertad y la responsabilidad, la vida justa no sería jamás posible. Desde principios de los años ochenta Lizano estableció su rutina en estos lugares, siendo un asiduo, sobre todo, del Ateneu Llibertari de Gràcia.
Esa Barcelona libertaria en la que Lizano llegó a decantar su ideal poético ha desaparecido en gran parte, aunque el aroma, si se presta atención, permanece soterrado. Y si se tuvo la oportunidad de escuchar recitar a Lizano en directo, más. Porque así se comprende mejor su evolución ideológica: que el ser humano ha de llegar al Mundo Real Poético, donde no haya sociedad tal y como la conocemos, donde todos actuemos como los mamíferos que somos, donde la inocencia nos conquiste y podamos así escapar de este mundo frenético en el que vivimos y que él llamaba “Mundo Real Político”, dominado por la Pancracia y la lucha por el poder. Si hemos dejado ya el Mundo Real Salvaje, donde habitan las especies que carecen de vida interior, ¿por qué no vamos a pasar a la siguiente fase en la que el único elemento dominador sea la Acracia, es decir, la ausencia de poder?
Sobre esta ternura Lizano erigía versos como éstos:
Caballitos
“Que instalen caballitos/en todas las calles,/que llenen de caballitos las ciudades./Siglos/ llevamos con el invento de feria en feria/sin descubrir su humanísima aventura./Que celebren los novios/su viaje en los caballitos,/de caballito en caballito./Que cada familia tenga sus caballitos,/¡todos en los caballitos!/Que los amigos/hablen y sueñen y discutan/dando vueltas en los caballitos./En ellos celebren sus consejos los ministros,/mientras queden ministros,/y en ellos se reúnan los señores obispos,/naturalmente, revestidos/de señores obispos,/mientras queden obispos./Los pobres subirán para reírse del mundo/y los ricos/¡que suban los ricos a los caballitos/mientras todos los aplaudimos!/¡Y los señoritos!/¡Que suban los señoritos!/Y que acudan todos los solitarios,/todos los vagabundos./Y el congreso de los diputados/será el congreso de los caballitos./Y los empresarios ¡qué risa, los empresarios!/ Que suban los empresarios con los asalariados,/mientras existan salarios./¡Los salarios del miedo!/Y, venga: comités centrales,/mafias, sectas, castas, clanes, etnias:/¡a los caballitos!/Y los músicos con los guardabosques/y el alcalde y los concejales/con las verduleras y los panaderos./¡Viva! ¡Viva!,/gritarán los niños cuando vean/que suben los Honorables./¡Venga, Honorables!:/¡A los caballitos!/Vamos a la ciudad a subir a los caballitos,/dirán los monjes a sus abades./Y los académicos:/ que se reúnan los académicos en los caballitos/y que se cierren todas las academias./¡Ah, si todos los filósofos hubieran subido a los aballitos!/Que instalen caballitos en las cárceles,/en los cuarteles,/en los hospitales,/en los frenopáticos/y que se fuguen todos/montados en los caballitos./Y todos los jueces a los caballitos,/¡venga! ¡venga!: ¡A los caballitos!/¿Y nada de procesos y de sentencias!/¡Ya vale de juzgar los efectos y no las causas!/¡A los caballitos!/Y que todos los funerales/se celebren montados en los caballitos/al paso silencioso y tranquilo de los caballitos./Es la nueva ordenanza,/es el nuevo precepto:/¡todos a los caballitos!/¡La cabalgata de los caballitos!/¡Hacia la confederación de todos los caballitos!/Hasta que todos fuéramos niños...”.

CARTAS AL PODER LITERARIO

Lizano sabía, por supuesto, que no quedaba otra que empecinarse en la tendencia hacia el ideal. Poco más se podía hacer. Poco más, sobre todo él, que vivía marginado, según afirmaba cada vez que tenía ocasión y que reivindicaba a través de sus Cartas al poder literario, que escribió, desde 1981, durante veinte años. En ellas, enviadas a críticos, académicos y autores, denunciaba que la cultura estaba tomada por el poder y que, por lo tanto, su verdad era imposible. Fernando Valls, crítico literario y profesor de Literatura de la Universidad Autónoma de Barcelona, afirma sin embargo que en los maratones poéticos que se realizaron en esa institución entre 1998 y 2000 Jesús Lizano fue uno de los autores más aclamados, a pesar de que habían participado otros notables como Enrique Badosa, Alejandro Duque Amusco, José Luis Giménez Frontín, Esther Zarraluki, José María Micó, Rodolfo Häsler e incluso raperos. Lo cierto es que Lizano tuvo un momento de reconocimiento cumbre en la década de los cincuenta. Recibió, justo después de José Agustín Goytisolo, y antes de José Manuel Caballero Bonald, el prestigioso Premio Boscán por su obra Jardín Botánico (1957). Además, en 1989 y 1992 publicó dos obras en Lumen (Lo unitario y lo diverso y Sonetos, respectivamente) y en 1990 en Adonais: La palabra del hombre. En los ’60 fue incluido en la antología de poesía social de Leopoldo de Luís. Su obra es vastísima y, por decisión del poeta, buena parte de ella puede descargarse de forma libre en la web que aún está activa: www.lizania.net
“Su vida transcurría entre escribir, escuchar música clásica de la que era un gran aficionado y conocedor (Brahms era su favorito) y, por las tardes, solía acudir a encontrarse con amigos y compañeros en lugares como el Ateneu Enciclopèdic Popular (del que era socio) o la redacción de Polémica. Siempre solía hablarnos de su recorrido habitual por las mañanas para comprar la comida del día, y de sus charlas con pescaderas, carniceras, etc. Lo digo así, en femenino, porque el contacto con el sexo opuesto le hacía especialmente feliz”, apunta Jesús Martínez, un amigo y compañero de redacción en la revista anarquista Polémica, editada en Barcelona, en la que Lizano publicaba periódicamente “La columna poética y el pozo político”. Lizano tuvo un hijo, David, quien le dio dos nietos. Fue un hombre casado, pero su matrimonio fracasó. “No tuvo demasiada suerte en su vida sentimental. De esa soledad sí se quejaba”, añade Martínez. “Pero no era una persona triste. Siempre tuvo muchos amigos con los que conversar y reír.”
Jesús Lizano, autor de versos tan simples y contundentes como aquellos que dicen “El capitán /no es el capitán. /El capitán /es el mar”, tramó acciones directas maravillosas. Tal vez la más hermosa de todas tuvo lugar el día de su cumpleaños en 2002, cuando decidió organizar una manifestación poética en Barcelona. “Si la Policía realizó un informe –observa su amigo–, al funcionario que le tocaba describir aquello debió costarle mucho hacerlo.” Lizano citó a la gente en las Ramblas, frente al Teatro del Liceu, y una vez congregadas allí especies de variadísimo pelaje –desde respetables ciudadanos hasta punks “antisistema”–, marcharon todos juntos, con él a la cabeza y una pancarta hecha a mano en la que se podía leer, negro sobre blanco, “Mundo Real Poético”. Su destino era el puerto. Allá Lizano había alquilado previamente una pequeña embarcación llamada Golondrina. Subieron y desde el mar Mediterráneo Jesús Lizano recitó con un altoparlante. El capitán real, encantado con el espectáculo y el círculo de curiosos que los habían rodeado, le hizo un regalo al poeta y amplió el tiempo de alquiler una hora más.
MANIFESTACION POETICA EN BARCELONA, 2002, ENCABEZADA POR LIZANO