miércoles, 6 de febrero de 2008

ADN Cultura
Sábado 12 de enero de 2008

Aniversario Precursora del feminismo

Carta a Simone de Beauvoir

A cien años del nacimiento de la autora de El segundo sexo (1908-1986), la escritora argentina, Alicia Dujovne Ortiz, analiza la obra literaria y el pensamiento de su colega francesa con ironía y duro espíritu crítico no exento de gratitud


Es evidente que no le escribo para obtener respuesta. No solo porque usted está muerta desde 1986, sino porque, si viviera, me contestaría inevitablemente como acostumbraba hacerlo, instándome en dos líneas, secas pero amables, a "proseguir por ese camino". Algo similar a lo que respondía su colega Victoria Ocampo -cuyo nombre no sé si le suena o si le hubiera sonado en vida-, cuando un autor desconocido le mandaba un libro y ella se apresuraba a responder con la consabida fórmula: "Gracias, lo leeré con atención". De todos modos, y por motivos distintos, a ninguna de las dos, mientras formaron parte de este mundo, les he escrito jamás. Mi verdadero problema es haber llegado tarde. Y no precisamente por mi edad: usted ha tenido una influencia decisiva en cientos o miles de mujeres de mi generación, para quienes tanto El segundo sexo como sus obras autobiográficas han sido la revelación de sus vidas. ¿Por qué no lo han sido para mí? Porque no yo, sino mi madre, Alicia Ortiz -escritora feminista y comunista que influyó en mi formación de modo tan determinante como usted en la de mis compañeras de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, la de Viamonte al 400-, fue su apasionada, aunque crítica lectora desde los años cuarenta. Mientras muchas de esas chicas, en los años sesenta, se disfrazaban de usted con turbante y todo, así como los muchachos se disfrazaban de Sartre con la pipa en la boca, para mí Simone de Beauvoir resultó una lectura de segunda mano. En esto no hay virtud, ni tampoco pecado: me limito a comprobar que así fue. Quizás haber podido desprenderme de los tabúes de la burguesía tal como usted lo ha hecho, y admirarla por eso, me habría facilitado la vida al permitirme compartir descubrimientos y rupturas dentro de mi propio tiempo. Pero la que se adelantó a desprenderse de esos tabúes fue mi mamá. Los últimos días la he estado releyendo con un objetivo concreto: establecer con usted una relación personal, ya no por vía materna sino cara a cara, para tratar de percibir los motivos por los que nunca la he querido. Esto se lo puedo decir de frente: usted ha sido la primera en dejar a un lado todo guante blanco en la expresión de los sentimientos, haciendo públicos los detalles de su propia vida como parte de una empresa ejemplificadora que quería decir: "Mujeres, libérense, hagan como yo", pero también los pormenores del horroroso cáncer intestinal de su madre en Una muerte muy dulce , o los de la penosa senilidad de Sartre en La ceremonia del adiós . Desde el momento en que usted misma decidió contar las cosas con absoluta brutalidad, sin tomar en consideración el efecto que su franqueza podía producir en los otros, nos ha dado permiso para acabar, al menos a su respecto, con ese otro tabú que significa el temor a causar pena. Puedo entonces declararle sin ambages que usted no ha estado nunca en mi corazón, y que esta relectura me ha permitido comprender por qué. Mencionar los tabúes de la burguesía equivale a decirlo todo. En sus Memorias de una joven formal , que abarcan sus años de infancia y juventud, usted describe un mundo codificado que no deja margen para la improvisación. También el surrealismo de los años veinte y treinta había surgido como reacción frente a la previsibilidad burguesa. El existencialismo sartreano de los años cuarenta y cincuenta enarboló nuevas banderas; pero ninguno de los dos habría podido nacer en el seno de pueblos desprolijos. Ambos provinieron de una existencia tan encorsetada, que la única salida, para seguir con la imagen, consistió en irse arrancando las ballenitas de la faja sin perdonar ni una. No soy una adoradora ferviente de Fidel Castro ni mucho menos, pero debo reconocer que cuando Sartre y usted fueron a visitarlo a Cuba, los captó en un relámpago. Creo que usted nunca supo lo que él opinó acerca de la pareja revolucionaria que agitaba el oleaje de la liberación a través del mundo: "Burgueses de París". Algunos rasgos de su personalidad que aparecen en esas Memorias... merecen análisis. Desde su más tierna infancia, usted estuvo convencida de ser "la Única". Es así como lo escribe, con mayúscula y con un leve atisbo de autoironía que nunca va muy lejos. Cuando nació su hermanita, Hélène, apodada Poupette, usted sintió que ese bebé le pertenecía, pero sin contrapartida posible: usted no era poseída por él. Aunque Hélène, destinada a ser pintora (y a quien la tierra se le abrió bajo los pies cuando la publicación de los escritos póstumos de su célebre hermana mostraron el poco aprecio en que ésta la tenía), le haya quitado el rango de hija única, nunca logró moverla del merecido sitial en donde la familia la había colocado a usted. Su inteligencia superior la elevaba por encima de toda regla. En ese universo regido por un orden estricto, la pequeña Simone (usted misma lo cuenta como si el recuerdo aún la deleitara) poseía a los otros. Para que ese dominio quedara claro, a la menor contrariedad se alzaban unas tremendas rabietas a las que nadie ponía límite. Apenas si una vez un tío, harto de sus alaridos, le encajó uno de aquellos sopapos que las señoras de barrio (me refiero al barrio porteño) llamaban "santo remedio". En efecto, al menos aquel berrinche se acabó como por arte de magia. Sin pretender rendir honores a una educación basada en semejantes medicinas, acaso sea de lamentar que ese tío no haya frecuentado su casa más a menudo. A los quince años ya sabía que iba a ser una escritora famosa. Sus padres habían sufrido un revés económico (a causa de la quiebra de su padre, la dote de la madre se había evaporado sin dejar rastros) que condenaba a las hermanas Beauvoir a hacer estudios en vez de casarse tranquilamente como cualquier jovencita bien... dotada. Georges de Beauvoir, abogado y aficionado al teatro, no era ningún ignorante. Para él no había oficio más bello que el de escritor, y su hija mayor, la inteligente, que, con toda evidencia, ejercería esa envidiable profesión, le parecía tan extraordinaria, que solía dispensarle el máximo elogio: "Tienes un cerebro de hombre". Si bien usted no compartía sus gustos (él adoraba a Maupassant, al que usted detestaba), contaba con la admiración y con la bendición paternas para continuar sus estudios hasta el grado más avanzado. Diplomas de literatura, de griego, de latín, de matemática, de filosofía, a su padre todo le parecía lógico tratándose de usted; más lógico que a la madre, que sentía una mezcla de vanidad y de rivalidad en relación con esa hija demasiado estudiosa. ¿Entonces por qué, apenas unos años más tarde, ese mismo padre que se enorgullecía de sus éxitos comentaba con despecho: "Simone anda de farra en París"? La respuesta figura al trasluz en la primera de sus obras que la llevó a la fama de modo tan súbito como fulgurante: La invitada , publicada en 1943. Un texto de ficción, de inspiración autobiográfica, cuya protagonista, Françoise, joven intelectual emancipada que frecuenta los bares de Montparnasse, rodeada por un grupo de amigos y amigas a los que ella posee , invita a una pobre chica provinciana "inexistente" a compartir su vida en París. Cuando, al comprender que ha sido usada, la pequeña Xavière, que se ha dejado seducir por dos amantes de su temible protectora, reacciona como cualquier persona con derecho a enojarse, Françoise se pregunta "cómo puede existir una conciencia que no sea la suya". Si la otra existe, entonces ella misma deja de ser. ¿Qué solución puede quedarle, sino elegirse a sí misma, eliminando físicamente a Xavière? Los lectores de esta carta, a los que ruego no asustarse más de la cuenta (a diferencia de Françoise, usted nunca asesinó a nadie, al menos que se sepa), quizás lo hayan adivinado ya: uno de los personajes masculinos de La invitada representa a Jean-Paul Sartre, al que usted conoció en la Sorbona y con el que viviría una relación mítica hasta el final de sus días. Sartre era el hombre ideal: un igual, léase un genio, aunque dos años mayor y ligeramente más avanzado que usted en el terreno intelectual, "como un atleta algo más entrenado". Con un hombre como ése podía firmarse un pacto, perdón, un Pacto. El fue el "amor necesario". Los otros y las otras (salvo el norteamericano Nelson Algreen, al que usted le escribió trescientas cartas que se cuentan entre lo más sincero y divertido que salió de su mente, por no decir de su alma) fueron "amores contingentes" que el Pacto permitía, mejor aun, estimulaba. Entre la necesidad y la contingencia, el grupito de alegres camaradas, autodenominado "la familia" y unido por los lazos de la inteligencia y del sexo, se complacía en desarrollar las mismas figuras coreográficas que poco antes habían imaginado Picasso y los surrealistas durante sus vacaciones en la Costa Azul. Sin embargo, la "familia feliz" de Picasso y sus amigos estaba formada por hombres creativos desde todo punto de vista y por mujercitas que, como Xavière, se sometían a una moda: el intercambio de parejas. Una moda según la cual los celos representaban un sentimiento antediluviano. Mientras que plegarse a ese comportamiento ultramoderno significaba para ellas tragarse las ganas viscerales de armar escenas como en la época de las cavernas, para usted, chère Simone, tener una "familia" significaba ser la directora, o pensar que lo era. La invitada , publicada en plena guerra (cuando el Dôme, La Coupole o el Select de Montparnasse, y el Flore o el Deux Magots de Saint-Germain intentaban resistir, oponiendo al nazismo la libertad de costumbres), representó la actitud vital de una juventud desengañada que deseaba embriagarse probando lo más diversos alcoholes (con cierta malignidad podríamos decir que la resistencia de esos jóvenes, a diferencia de otros que fueron al maquis , para no mencionar a otros más que fueron a Auschwitz, consistió en hacer fiestas donde por toda cena comían porotos). Pero su gran obra, El segundo sexo , vino cinco años después, en 1949, y surtió el efecto de una bomba. Una bomba poderosa, más de lo que lo habían sido las alemanas que, de todas maneras, y Vichy mediante, nunca llovieron sobre los techos de París. Es necesario colocarse en una perspectiva histórica para medir el impacto de El segundo sexo . La frase parece sacada de un manual de literatura pero resulta cierta. Nunca hasta ese momento, un libro sobre las mujeres escrito por una mujer había conocido semejante repercusión. Desde los años treinta, en Francia se estaba desarrollando una política familiar que impulsaba la natalidad. Tanto la izquierda como la derecha se declaraban natalistas. Y de pronto salía usted a echarlo todo por tierra, no solo con su defensa del aborto (que sería legalizado en los años setenta por su tocaya, la ministra Simone Veil), sino con su negación del instinto maternal que, a su entender, aliena a la mujer, y con su discurso claro y preciso sobre la ignorancia de la sexualidad en que vivían las jóvenes de su tiempo; las burguesas, se entiende. Usted se atrevía a hablar en voz bien alta de "esas cosas" que las chicas solo se murmuraban al oído. Usted osaba decir: "Si hoy ya no hay feminidad, es que nunca la hubo"; "No se nace mujer, se lo deviene; el conjunto de la civilización elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino"; "La mujer no es víctima de ninguna fatalidad misteriosa: no se debe concluir que sus ovarios la condenan a vivir eternamente de rodillas" o bien "En sí misma la homosexualidad es tan limitativa como la heterosexualidad; el ideal debería ser poder amar tanto a una mujer como a un hombre, a cualquier ser humano, sin experimentar ni miedo, ni presión, ni obligación". Como no podía ser de otra manera, el mundo se desencadenó en su contra o le abrió los brazos. François Mauriac escribió a Les Temps Modernes , la revista que usted había fundado junto a Sartre, para manifestar un machismo troglodita del que no se lo creía capaz: "Ahora lo sé todo sobre la vagina de su patrona". Otros la amaron. Imposible mantenerse equidistantes. Aun en la hora actual, esas frases de El segundo sexo , conciten o no nuestra adhesión, nos espeluznan por su coraje. Sin duda pronunciarlas fue necesario, no porque todas ellas contengan la verdad, sino por su potencia renovadora, por el sacudón que significaban, por su incitación a pensar tal como nunca se había pensado antes. Ese fue su gran libro, Simone, su batalla ganada. Si lo pongo en pasado, es porque tal vez la evolución de las costumbres, lograda en buena parte gracias a él, le haya jugado en contra. Es un libro al que ahora le miramos la fecha. Ya en las décadas del sesenta y del setenta muchas feministas lo habían comprendido. Por eso reaccionaron valorizando "lo femenino", que no es ni lo castrado, ni lo sometido a la envidia del pene de la que hablaba Freud. Hoy resulta difícil acompañarla a usted en su idea de que no se nace mujer, de que la sociedad distribuye papeles y a algunos de nosotros nos toca ese. Más seguras de nosotras mismas de cuanto lo estuvieron aquellas verdaderas víctimas consagradas a la maternidad como único destino, que vieron en su libro abrirse una ventana, las que podemos hacerlo hemos integrado un feminismo que lucha por la igualdad de oportunidades, pero que también tiene ovarios. Su empresa autobiográfica comenzó en 1958 con las memorias ya citadas y continuó con La plenitud de la vida y La fuerza de las cosas , por no mencionar sino esos. Libros en los que me es todavía más difícil seguirla, cincuenta años después. Ilustrar con su propia vida lo que se debe pensar sobre el sexo no es el mejor camino para lograr adeptos definitivos. Su famosa frase sobre la bisexualidad, preferible, en su opinión, a la hetero o a la homosexualidad, caracteriza la soberbia que recorre la totalidad de su obra. Usted era bisexual, de acuerdo. ¿Pero por qué no admitir que las otras dos opciones también existen, y que cada cual elige la que mejor le cae? Bien mirado, la "imitación de Simone", en el sentido en que se dice la "imitación de Cristo", obliga a inclinarse ante una ley bastante menos libre de lo que pareciera. La estoy sintiendo sonreír desde su altura, Simone. ¿Acaso supone que mis palabras están dictadas por la moralina? Desengáñese: lo que las dicta es, en primer lugar, el respeto por una sexualidad espontánea que no necesita notas aclaratorias al pie de página, y, en segundo, la escasa estima por las experiencias sexuales de tipo voluntarioso. Antes que usted, Colette hizo de su preciosa vida lo que le vino en gana. Lo hizo con gracia y con deseo. Un auténtico deseo, igual al de Marguerite Duras, con su existencia tormentosa que ella vivió como pudo, en carne viva y a los saltos, sin volverla doctrina; o al de Marguerite Yourcenar, gran señora y apacible ama de casa que cohabitó con su amiga en una isla de la costa norteamericana, sin pretender dar lecciones de homosexualidad. Tres mujeres libres así nomás, porque sí, más ejemplares aun puesto que al ser estrellas, no fueron dogmas vivientes. Aquí debo agregar algo que quizás le borre la sonrisa. Toda comparación es odiosa, pero la libertad de estas tres -la sensualidad de Colette, la solidez de Yourcenar y el aliento entrecortado de Duras- ha dado por resultado obras insuperables dentro de la literatura del siglo XX. Quién sabe si no será que a ellas las amo porque escribían maravillosamente, y si en el fondo mi reproche para con usted no consiste en que ni una sola de sus páginas me llena la boca de esa saliva deliciosa que a veces provoca la escritura. Imposible no aludir a sus cartas, en especial las dirigidas a Sartre, publicadas después de su muerte por su hija adoptiva, Sylvie Le Bon, en las que usted, con una arrogancia típica del peor sexismo, se burla de las amantes compartidas. Equipararse con el hombre supuestamente querido, y ciertamente admirado, subiéndose a su mismo pedestal para observar desde arriba a esas pobres mujercitas a las que ambos despreciaban por su debilidad, creyendo salvarse así de la "condición femenina" (y de paso, impidiendo que Sartre se le fuera de veras con alguna de ellas), ¿es eso ser feminista? En la pluma de un hombre, sus mismas observaciones llenas de detalles humillantes sobre las características íntimas de esas mujeres deshumanizadas y vueltas objeto serían insoportables; escritas por usted, resultan casi patéticas, como si dibujaran por el reverso una verdad escondida que pugna por ser dicha. ¿Pero la verdad de qué? ¿De un dolor? Al final de su carrera, en uno de sus últimos libros de los que, por desgracia, no puedo dar la referencia (quizás la aterradora La ceremonia del adiós) , usted escribió: " J ai été flouée ". He sido engañada o he caído en la trampa. ¿En cuál? ¿En la de Sartre? ¿En la de su propio orgullo? Sea como fuere, Simone, por esa sola confesión usted merece que se le saque el sombrero. Escrita en 1968, La mujer rota es una novela de tesis sobre la abnegada esposa que sufre y espera, donde por instantes asoman acentos de convincente desesperación. ¿Los imaginó usted o los vivió en carne propia? La pregunta no cabe, sobre todo referida a esa fecha temprana: si alguna vez, ya por aquellos años, usted se hubiera sentido " flouée ", no se lo habría dicho ni a su almohada. Su relación con Sartre debía aparecer a ojos de todos como "el más perfecto de los éxitos", y su Pacto le prohibía sufrir. Así pues, quizás para endilgarle los sentimientos bochornosos que en usted misma rechazaba, eligió como protagonista a una de esas mujercitas a las que nadie habría podido confundir con usted. Basada en un esquema demasiado visible, la historia es más un alegato sobre la estupidez femenina que un relato creíble. La heroína, de cuarenta y cuatro años, no ha hecho otra cosa en su vida que ocuparse de su marido y de sus hijas. No tiene profesión. Las hijas ya se han marchado. El marido tiene una amante y se lo dice. Las amigas le aconsejan aguantar con una sonrisa y ella lo hace. "Ya va a volver", le aseguran, y ella sigue aceptando lo inaceptable y esperando lo imposible. Minuto a minuto, marido y mujer negocian las vacaciones en la montaña, los fines de semana, las horas del día y de la noche que les tocan alternadamente a la esposa y a la amante. Y la esposa va cediendo terreno hasta que ya no le queda nada. Moraleja: la única, perdón, la Única a la que esas cosas no le pasan es la que se ha librado de la fatalidad ovárica, dirigiendo la batuta de las infidelidades en lugar de sufrirlas. La idea de que la infidelidad no sea inevitable, o de que tampoco lo sea el soportarla, con o sin batuta, a usted ni se le ha pasado por las mientes, Simone, por la sencilla razón de que la infidelidad formaba parte de su medio. Su madre la aguantó hipócritamente con la sonrisa de marras. Usted la instrumentó con un gesto de domadora que tuvo la virtud de la franqueza, pero también un defecto, para mí grave: el de cosificar a sus rivales para evitar que lo fueran. Si me permite una opinión, discutible como todas, hay amores más sanos y soluciones más dignas, que consisten en cortar... por lo sano. Es cierto que esto lo escribo en los albores de 2008, cuando en la mayor parte de los países a los que consideramos avanzados, y que realmente lo son en relación con el tema, un alto porcentaje de divorcios es solicitado por la mujer. ¿Cómo negar que usted, en ese proceso, ha tenido una inmensa intervención, pero también cómo cegarse ante el hecho de que los ejemplos que nos presentaba carecían de ese elemento "antediluviano" al que no he vacilado en llamar dignidad? Esa mujer rota de solo cuarenta y cuatro años se siente vieja. Es que el tema de la decadencia física y mental a usted la ha obsesionado desde siempre, Simone. Así llegamos a uno de sus libros más terribles, La vejez , escrito dos años después de la citada novela y donde se siente como nunca la ausencia de ese otro elemento al que llamaré cariñoso. La falta de cariño la conduce a subrayar lo repugnante. ¿Una gran escritora, situada tan por encima de nuestras cabezas, cómo habría podido aceptar la chochera de Sartre ni la abyección de la ancianidad? Semejante crudeza vuelve su ensayo agudo y, a la vez, injusto. Su descripción de la decrepitud se limita a ser exacta, lo que, del modo más curioso, empobrece las ideas y hasta les resta veracidad. Esa realidad que usted pensó poseer a partir de una visión sin concesiones, de una crueldad quirúrgica, se niega a ser entendida a fuerza de escalpelo. A esta altura de los acontecimientos me pregunto si responder al llamado de sus vísceras no bajará los humos (cosa que yo, personalmente, celebro). Aunque ni la maternidad, ni ese placer al que considero espontáneo cual margarita silvestre obedezcan al mínimo dictamen, acaso permitan, entre muchos otros caminos posibles, alcanzar cierto nivel de sabiduría de naturaleza no doctrinaria. Una relación teórica con el cuerpo, como no dudo ni un instante que haya sido la suya, solo le permitió gritar su indignación porque un buen día, su genial compañero cometió la infracción de babearse la corbata (bonita forma de escapársele por la tangente, tan luego a usted), o porque los viejos son feos y se hacen en los pantalones. ¡Ay, Simone! Hay que haberse vuelto un poco más humilde para percibir en el viejo o en el débil la chispa de humanidad. Es claro que a usted no se le puede pedir lo mismo que a su otra tocaya, Simone Weil (no la mujer política, sino la filósofa judía convertida al cristianismo, que murió de hambre durante la guerra por compartir las privaciones de los obreros). En la Facultad de Filosofía donde Weil también cursaba sus estudios, la futura autora de La gravedad y la gracia apenas si le concedió una mirada sobradora en la que usted leyó, sin saberlo, la misma palabra de Fidel, varios años después: "burguesa". No, Simone, usted nunca fue mística ni tuvo por qué serlo; pero sospecho que si jamás se ha experimentado en la propia osamenta una pizca siquiera de lo que sufren los otros, debe costar ponerse en su lugar, sobre todo cuando incurren en la intolerable flojera de ponerse achacosos. Aunque, seamos justos: dado que usted ya no era joven cuando escribió ese libro, debemos concluir que su dureza para con los demás fue la misma que empleó para con usted misma, porque la rigidez de sus principios no la dejó ser tierna ni con Simone de Beauvoir. En el discurso que pronunció el día de su entierro, tan multitudinario como el de Sartre, Elisabeth Badinter, que más tarde sería ministra de Justicia, exclamó: "Mujeres, ustedes se lo deben todo a Simone de Beauvoir!". Estas palabras leídas hace poco me han dejado pensando. ¿Serán ciertas o no? Y de pronto me doy cuenta de una cosa: el exceso de furia que me ha atacado contra muchas de sus actitudes tiene que ver con un sentimiento de familia. No de la suya, la sexual, sino de la ideológica en su sentido más vasto. Es por sentirla próxima y no ajena que reacciono con rabia. Una rabia similar a la que se siente por una tía gruñona y cascarrabias a la que tuvimos muy cerca, demasiado, tanto que nuestra máxima ambición ha consistido en desembarazarnos de ella. Ahora que ya está; ahora que hemos escuchado a los budistas cuando aconsejan "matar al Buda"; ahora que, en una palabra, nos la hemos sacudido de encima, supongamos que usted regresara a la vida y que tuviera acceso a las estadísticas actuales sobre la violencia familiar, sobre las mujeres golpeadas y masacradas en el mundo entero, y no solo en las sociedades tradicionales sino en las avanzadas, en España, en Francia, en Inglaterra. Supongamos asimismo que su renacimiento hubiera tenido lugar el mismo día en que termino de escribir estas líneas, 27 de diciembre de 2007, cuando un barbudo fundamentalista asesinó a Benazir Bhutto. A lo mejor la comprobación de nuestro retroceso la haría morir de nuevo. Pero si se aguantara la amargura de comprobar hasta qué punto su prédica ha obtenido resultados contradictorios, inimaginables durante los tumultuosos encuentros feministas en la Mutualité de París, que en este preciso instante miro desde mi ventana, ¿de qué lado estaría usted, sino del nuestro, el de las mujeres que, parafraseando sus cartas, "proseguimos nuestro camino", a menudo aplastadas por una feroz rivalidad masculina que justamente se crispa y se exacerba porque dicho camino va para arriba? Chère Simone, esta carta plagada de improperios no tiene otra intención que la de darle las gracias. Por todo: por sus aciertos, por sus errores, por el empujón que nos dio, y que ojalá pudiera darnos todavía con más fuerza que nunca, que buena falta nos hace.

Sincèrement . Alicia.
Por Alicia Dujovne Ortiz Para LA NACION

Primeras traducciones al español

La primera cita del público hispanohablante con Simone de Beauvoir se produjo en Buenos Aires. En efecto, en los años 50, Emecé lanzó aquí las traducciones de Todos los hombres son mortales y La invitada, a cargo de Silvina Bullrich, que luego haría para Sudamericana las de Los mandarines (premio Goncourt 1954), Memorias de una joven formal y La plenitud de la vida. En la década del 60, Sudamericana publicó las versiones castellanas de La fuerza de las cosas (traducida por Ezequiel de Olaso), Una muerte muy dulce (por María Elena Santillán), Hermosas imágenes (por José Bianco), La mujer rota (por Dolores Sierra y Néstor Sánchez) y, en 1970, La vejez (por Aurora Bernárdez). En el mismo período, Siglo XX editó las traducciones de El segundo sexo, La sangre de los otros (por Hellen Ferro), El existencialismo y la sabiduría popular (por Juan José Sebreli) y Jean-Paul Sartre vs. Merleau-Ponty (por Aníbal Leal). A diferencia de lo que ocurrió en Buenos Aires, donde el interés por la cultura francesa, reavivado por la posición aliadófi la de la mayoría de los intelectuales durante la Segunda Guerra Mundial, favoreció la difusión de la obra, el contexto político del franquismo explica que, salvo por la solitaria aparición de un tomo de Obras (Aguilar, 1972), hasta los años 80los libros de Simone de Beauvoir no aparecieran en España, donde aún hoy, en las numerosas reediciones de su obra, Simone y sus personajes siguen hablando el castellano con acento porteño. Susana G. Artal


Pensamiento Entrevista con Zygmunt Bauman

"Hoy la pareja supone la expectativa de una gratificación constante"

El sociólogo polaco, que acuñó el concepto de "sociedad líquida", recibió a adnCULTURA en su casa de Leeds y habló de los riesgos de aplicar en las relaciones humanas los modelos que rigen el consumo de bienes materiales
Cuenta Zygmunt Bauman que cuando llegó a esta ciudad del norte de Inglaterra junto con su mujer Janina, tras escaparse de los nazis y luego de padecer las purgas de los comunistas en su Polonia natal, en vez de sentir un alivio y una alegría inconmensurables, Janina no pudo evitar deprimirse. Tras su caída como centro industrial, Leeds era tan fea, pobre y decadente que salir a la calle era algo así como una agresión estética cotidiana. Pero con el boom económico de los últimos años, Leeds ha recuperado -o incluso superado- su antiguo esplendor. Llamada "la Knightsbridge del Norte", en referencia al barrio londinense donde están Harrods y las tiendas más lujosas, sus restauradas galerías comerciales victorianas la han convertido en un gran destino turístico, y el ahora cuidado centro de la ciudad es de una belleza apabullante. ¿Viva el consumo, entonces? Bueno, si uno viene a hablar con el hijo adoptivo ilustre de Leeds ("abuelo adoptivo ilustre", según él aclara, "y nada ilustre", se corrige, "abuelo adoptivo a secas"), en realidad el tema es más complicado. Porque en su último libro, Vida de consumo (FCE), Bauman sostiene que el consumo no es una máquina patentada que arroja cierto volumen de felicidad por día. Parafraseando a Richard Layard, el pope de la nueva disciplina de la economía de la felicidad, Bauman sostiene que "someterse al yugo hedonista no consigue aumentar la suma total de satisfacción de los sujetos [sino] todo lo contrario". "Igual le cuento un secreto: soy yo quien está a cargo de las compras del hogar", dice, divertido. Lejos de que esto signifique una alacena pelada, Bauman recibe no solo con un extraordinario café listo, sino con una abundante bandeja con todo tipo de masitas, delicado shortbread y chocolates. Es verdad que tiene un par de agujeros en su suéter negro. Pero eso debería interpretarse más como parte del emblemático look "intelectual de entrecasa" en las islas británicas que como consecuencia de una posición ideológica frente a la ropa nueva. Posición que, de cualquier manera, Bauman tiene cuando se trata de la relación entre seres humanos. "No estoy en contra del consumo. Todos los seres vivos deben consumir, es una necesidad del metabolismo. Nuestros antepasados consumían, no hay nada de nuevo en eso. Lo que me preocupa es el consumismo o el síndrome del consumismo: cuando la relación que tenemos con los objetos de consumo se traslada a otras áreas de la vida que deberían estar sujetas a reglas y actitudes totalmente distintas. Y que esto ocurra en escala masiva, eso sí es un fenómeno nuevo", aclara en su casa, rodeado de tantos libros como fotos de sus nietos y de un bosque por donde le gusta salir a caminar. Bauman es considerado uno de los casos más asombrosos de florecimiento tardío del mundo académico. Nacido en Poznam en 1925, muy joven se convirtió en un sociólogo prominente en la Universidad de Varsovia y luego, durante su carrera en la Universidad de Leeds, publicó libros fundamentales para la disciplina. Pero solo se convirtió en la "nueva" estrella de la sociología contemporánea en las últimas dos décadas. Conceptos suyos como "modernidad líquida", "residuos humanos" y "poblaciones superfluas", entre muchos otros, trascendieron la academia y se incorporaron al uso popular. Libros como Pensando sociológicamente , Modernidad y Holocausto , La posmodernidad y sus descontentos , Modernidad líquida , La sociedad sitiada , Amor líquido o Miedo líquido , que ha publicado al vertiginoso ritmo de casi uno por año, son leídos por un público amplio. Donde sea que Bauman dé una conferencia, el auditorio le brinda un tratamiento de estrella pop para escuchar su tesis de que vivimos una modernidad sin referencias fijas, sin memoria ni certezas a largo plazo, una modernidad en la que nada es permanente y todo fluye de forma constante. -En Vida de consumo, usted sostiene que los modelos de consumo están a tal punto interiorizados que rigen los comportamientos más íntimos de las personas. -Si uno quiere ropa, va al negocio y trata de encontrar la más fascinante, la que más placer le da al ponérsela. La paga, vuelve a la casa y espera que le quede perfecta y que el deseo que tenía al comprársela quede satisfecho. Si eso no ocurre, o uno devuelve la prenda (posiblemente diciendo que fue engañado, que no era lo pactado) y recupera el dinero, o la tira a la basura. Esa es la forma de lidiar con los objetos materiales. Supongo que no hay otra forma, dado que su único valor, y por ende, el único examen que tienen que pasar, es dar satisfacción a quien los consume. El problema es cuando tratamos a los seres humanos de la misma manera: en cuanto alguien deja de satisfacernos o de sorprendernos, o simplemente se vuelve parte de una rutina, lo descartamos o cambiamos por otro. Lo peor es que hasta el tipo de consejos que se suele recibir de los psicólogos y los terapeutas de pareja apunta en esa dirección. Si algo no satisface en el corto plazo, no sirve; no hay que demorar la gratificación, dicen a menudo a sus pacientes, lo cual está hecho a medida para fomentar las expectativas consumistas. -¿Todo tiempo pasado fue mejor para las relaciones? ¿Era mejor quedarse atrapado en una relación, por mala que esta fuese? -Mi colega británico Tony Giddens habla de las relaciones actuales como relaciones "puras", en el sentido de que están limpias, emancipadas de toda carga adjunta como, por ejemplo, el compromiso de mantenerlas hasta que la muerte nos separe. Una relación de pareja hoy se afronta con la expectativa de una gratificación mutua constante. Si deja de ser así o no resulta tan fantástica como se esperaba, no tiene sentido mantenerla. Giddens cree, justamente, que eso es muy liberador. Antes, alguien que era infeliz con su pareja y quería abandonarla no podía divorciarse y/o buscar una nueva, y él considera que esto era muy restrictivo respecto a la libertad del individuo. Giddens tiene razón, pero la idea de que si se sacan las restricciones entramos en el paraíso es errada, porque sin las restricciones entramos en un mundo de incertidumbre continua respecto al futuro, que trae una enorme ansiedad a las partes involucradas. Para entrar en una relación "pura" hace falta el consentimiento de dos personas, lo cual es bueno. Pero para romperla, con la voluntad de una sola basta. Si un solo miembro de la pareja dice "Necesito más espacio" o cree que el pasto es más verde en el jardín de al lado, todo se acabó. Por eso, ambas partes viven con el miedo permanente a ser descartados o cambiados. Era una pesadilla vivir sin la posibilidad de poder escapar de las relaciones. Pero es también una pesadilla vivir siempre en un estado de ansiedad respecto al futuro de la relación en la que se está. En ambos tipo de arreglos hay aspectos muy negativos. Por eso no es que estemos progresando al pasar de un tipo de vida a otro, sino que pasamos de uno con ventajas y desventajas a otro con ventajas y desventajas, solo que distintas. -¿Hay otras consecuencias de estas nuevas formas de relacionarse entre humanos? -¡Claro! Yo las llamo los daños colaterales. Son las consecuencias no intencionales y que no se tomaron en cuenta al hacer o deshacer relaciones de una manera consumista. En el plano material, podemos ver que la economía consumista es una economía que genera mucho desecho, lo cual trae los problemas de la basura, aguas contaminadas, calentamiento global, polución de la atmósfera. Estos son los daños colaterales en el medio ambiente. Su paralelo en la relación entre personas se ve, por ejemplo, en los chicos. Cuando una pareja se rompe, ellos son los que sufren los daños colaterales. Nadie los consulta sobre la decisión, pero son también los grandes afectados. Otro tipo de daños colaterales de nuestra sociedad consumista es la exclusión de aquellas personas que quedan fuera del sistema, los que no tienen los recursos para entrar en ella con los mismos derechos que los demás. Si voy a cualquier shopping en Buenos Aires, voy a ver cámaras de seguridad como en todas partes del mundo. ¿Para qué están? Para detectar aquellos que no lucen como clientes y así alertar a los guardias para que, delicadamente o no, los saquen a la calle. Los llamo consumidores fallidos; son aquellas personas que no agregan al bienestar de la sociedad de consumo ya que no tienen dinero para contribuir a ella. Quedan entonces aislados. Ser un consumidor fallido es una humillación, y quienes más lo sienten son sus hijos, que no pueden ir a la escuela con las mismas zapatillas que sus compañeritos. Es una tendencia deshumanizadora a escala global, porque con el creciente nivel de consumo cada vez son más y más los que quedan en esta categoría. Uno nunca puede tener suficiente cuando el de al lado tiene más. La sociedad de consumo es una escalera que nunca se puede terminar de subir -¿Entonces es mejor renunciar al consumo, como si fuera el gran Satán de Occidente? ¿Es mejor el otro extremo, por ejemplo, el del radicalismo religioso? -Yo no creo que los fundamentalistas religiosos estén fuera de la sociedad de consumo. Hablemos del fundamentalismo islámico, que es el que más espacio ocupa en los diarios. Se los acusa de no aceptar ciertos aspectos de vidas distintas a las suyas, por ejemplo, la ley secular, la igualdad entre el hombre y la mujer, nuestro concepto de la religión como parte de la esfera privada, y por eso se los llama fundamentalistas. Pero rara vez se los acusa, y con justa razón, de ser anticonsumo. Si uno viaja a Arabia Saudita, Kuwait, Oman o los Emiratos Árabes, encontramos inequidad entre el hombre y la mujer, gobiernos que no son electos y los clérigos al frente de la sociedad. Pero el consumismo allí es extremadamente floreciente y afecta, naturalmente, la forma de vida de la sociedad (volviendo al divorcio, su prohibición es, sobre todo, una cuestión del cristianismo; estamos hablando de países donde con que un hombre diga "Se acabó" es suficiente para terminar un matrimonio). El consumismo es un fenómeno suprarreligioso y supraétnico. Hay países, como Myanmar o Corea del Norte, donde no llegó, donde los pobres no han podido unirse a las filas de felices consumidores, pero, salvo en esos casos, estamos hablando de una condición global. Si hay gente en el mundo que no ha entrado en el patrón consumista no es porque no quiera, porque esté buscando algún tipo de vida mejor, sino porque no puede, porque no tiene los recursos necesarios. Un anciano en una aldea de África que se gana la lotería se va a comportar exactamente igual que cualquiera en la sociedad de consumo. -¿Pero el consumo no tiene acaso valor por su efecto apaciguador de las pasiones? Más allá de la actual bonanza que trajo el cambio a Leeds, ¿no podría explicar la paz en Irlanda del Norte un poco por la prosperidad de Irlanda? -En efecto, las guerras civiles en distintas partes del mundo no son causadas por el consumismo sino por la ausencia de este, y puedo admitir que el consumismo tiene un efecto pacificador. Inglaterra tuvo tropas en Irlanda del Norte por 30 años, pero el gran golpe a la violencia sectaria vino desde el sur de la frontera, cuando Irlanda pasó de ser un país pobre a ser un país próspero, y gente dispuesta a matar encontró otras metas más atractivas y placenteras en la vida. Por eso creo que la guerra contra el terrorismo solo tiene una batalla que es ganable: mejorar las condiciones de vida en las zonas pobres y humilladas del mundo, que son caldo de cultivo para la violencia. Y justamente allí radica para mí la esperanza para la ética en el mundo contemporáneo. -¿Por qué? -Muy simple: por primera vez en la historia de la humanidad el interés propio y el imperativo moral apuntan en la misma dirección. Durante los doscientos años de historia moderna, los filósofos se rompieron la cabeza tratando de reconciliar la moral y el interés individualista, términos que consideraban inherentemente contradictorios. ¿Por qué? Porque para ser moral hay que sacrificar parte del interés propio en función de los demás, siempre. Pero ahora estamos en una situación en la que debemos cuidar el uno del otro para permanecer en el planeta. Es nuestro deber moral abolir la humillación, la falta de dignidad y elevar la humanidad de la gente de todos los países para incrementar nuestras posibilidades de supervivencia. De lo contrario estaremos siempre en peligro y, como demostró el atentado a las Torres Gemelas, no hay océano lo suficientemente amplio para proteger a nadie cuando hay gente que siente una sed de venganza. En el Primer Mundo, la gente hace filantropía con el Tercer Mundo como parte de su deber moral, y luego explota impiadosamente su mano de obra barata como parte de su interés. Es como si la filantropía y el interés estuviesen en dos planos distintos: el de la nobleza del espíritu y el de los negocios. Esto es una locura. Cuando hacer que un artefacto explote en Buenos Aires o Londres es tan fácil como hacerlo en Darfur o Irak, queda claro que debemos compartir todos lo que consideramos la buena vida o, de lo contrario, no saldremos del peligro mortal. -¿Qué opina de lo que hacen celebridades como Angelina Jolie, Bono y tantos otros respecto a la ayuda al Tercer Mundo? -Me gusta mucho lo que están logrando en el sentido de llevar fondos a lugares pobres. No me gusta, sin embargo, el efecto que están teniendo en la sociedad, en el sentido de que permiten que la gente, si compró la entrada para un concierto benéfico, sienta que ya puede dormir tranquilo, que con abrir la billetera y sacar veinte libras se garantiza la conciencia en paz para el próximo año. Así, nadie va a presionar a los gobiernos para que reduzcan el dinero que gastan en armamentos y los dediquen a erradicar la pobreza. Yo soy un viejo de 82 años y, de todos modos, me voy a morir pronto, por lo que no estoy en problemas. Pero ustedes, que tienen 50 o 60 años por delante, van a vérselas muy complicadas si no se dan cuenta de que el bien común y el interés personal son lo mismo. -Finalmente, ¿qué espacio le ve a la decisión personal en un mundo tan dominado por la tendencia a homogeneizar el comportamiento? -No creo que comportarse de una manera determinada sea la obligación de nadie. Cada uno es libre, en las sociedades libres (¡y ustedes en la Argentina ya no tienen a la Junta Militar!), de tomar sus propias decisiones. Por eso, no creo que en un mundo de relaciones frágiles no se pueda encontrar un matrimonio que permanezca fiel por 80 años. Tampoco digo que en una sociedad consumista no se pueda ser una persona humilde y modesta que lleva cinco años seguidos el mismo modelo de celular y que no cambia de ropa cada temporada. Pero lo que sí estoy diciendo es que las condiciones en la sociedad hoy son tales que privilegian ciertas decisiones, con lo cual es más fácil moverse con la masa que actuar por la propia. Nadie te ridiculizará; nadie se reirá de ti así. Y si uno va a una entrevista de trabajo con ropa de hace veinte años, sabe que es más difícil que le den el puesto que a alguien que va con ropa como se usa ahora. Hay un precio que pagar por ser diferente, es una vida más difícil. Por eso arriesgo, con la ayuda de la información que tengo, que solo una minoría va a resistirse a seguir a la masa y que esta minoría va a ser cada vez menor. Hoy los chicos aprenden desde la infancia a desarrollar una vida orientada hacia el consumo. Cuando desde la cuna se les enseña que todo sueño debe apuntar a las tiendas, es muy difícil que eventualmente se rebelen. Por Juana Libedinsky Para LA NACION


El intelectual como parásito de la sociedad

"Somos parte del discurso de aquello que estudiamos", dice Zygmunt Bauman acerca de la condición del sociólogo. "La diferencia con un físico o un químico, por ejemplo, es enorme, si bien somos todos académicos que trabajamos bajo el mismo techo de la universidad. Los científi cos no tienen que estar preguntándoles a los átomos y moléculas qué opinan acerca de lo que están escribiendo sobre ellos, y es raro que un electrón se sienta ofendido por lo que se publicó en un journal. A diferencia de los sociólogos y su objeto de estudio, físicos y átomos habitan mundos separados, cualitativamente distintos y sin comunicación. Nosotros, en cambio, somos parásitos: vivimos de la experiencia cotidiana de la gente, reciclándola para nuestro estudio, que siempre es una interpretación secundaria." Bauman dice que los sociólogos no inventaron el concepto de familia y que, en cambio, los físicos inventaron el concepto de molécula. Y apunta otras diferencias: "La molécula no sabe que es una molécula, pero la familia sí sabe que es una familia, por lo tanto, el trabajo del sociólogo es una eterna conversación con su objeto de estudio, en la que se mezclan el sentido común y cierto conocimiento previo. Estamos en el mismo nivel que cualquiera que interpreta la sociedad, salvo quizá aquellos que están en el asilo de lunáticos. La única diferencia es que nosotros lo hacemos de manera más sistemática y consistentemente, y extrapolamos a un marco más amplio la experiencia. Todo el mundo reflexiona sobre la sociedad, eso es parte de ser humano. Pero como a los sociólogos nos pagan por hacerlo, para nuestras conclusiones no solo nos basamos en las redes inmediatas de personas sino también en la comparación de experiencias de grupos distintos, para vislumbrar tendencias más allá de las que uno vive. Pero cualquiera que sin ningún tipo de diploma refl exione sobre el estado de la sociedad en que vive, en caso de que sienta que algo falla y se puede mejorar, está haciendo exactamente el mismo tipo de trabajo al que nosotros, con un par de herramientas más, le dedicamos la vida"


ADN Cultura
Sábado 19 de enero de 2008

Pequeños tesoros

Qué hago aquí

Por Leonard Cohen

No sé si el mundo ha mentido Yo he mentido Yo no sé si el mundo ha conspirado contra el amor Yo he conspirado contra el amor El clima de tortura no constituye ningún consuelo Yo he torturado Aunque no hubiera existido la nube en forma de hongo habría odiado Escuchadme Yo habría hecho las mismas cosas aunque no existiera la muerte Me niego a que se me sujete como a un borracho bajo el frío grifo de los hechos Yo rechazo la coartada universal Como un ninfomaníaco que ata a un millar en una extraña hermandad Yo espero a que cada uno de vosotros confiese Leonard Cohen De La energía de los esclavos , 1972 Versión de Antonio Resines
No, no es posible...

Por Juan L. Ortiz

No, no es posible. Hermanos nuestros tiritan aquí, cerca, bajo la lluvia. ¡Fuera la delicia del fuego, con Proust entre las manos, y el paisaje alejado como una melodía bajo la llovizna en el atardecer perdido del campo! Fuera, fuera, Brahms flotando sobre los campos! No, la muerte mágica de la música, ni la turbadora sutileza, mientras bajo la lluvia hombres sin techo y sin pan parados en los campos, vacilan al entrar a la noche mojada! Juan L. Ortiz De El alba sube (1933-1936)












Teatro Arquetipos

La avaricia como una de las formas grotescas de la locura

Molière retrató en Harpagón, el inmortal personaje de El avaro, al hombre que hace de la acumulación de bienes una religión. Por la riqueza, sacrifica todos los afectos porque piensa que el dinero lo pondrá al abrigo de la inseguridad y la muerte
Por Osvaldo Quiroga Para LA NACION Con el tiempo se ha impuesto una religión por encima de las otras: la del dinero. Por dinero se han cometido y se cometen las peores tropelías. Es más: alguien que tiene dinero siempre aparece ante el mundo con una pátina de hombre respetable aunque sea el más miserable de los mortales. El Grupo Génesis, que presenta en la sala Colette del Paseo La Plaza una nueva versión de El avaro , de Molière, confronta al público porteño con Harpagón, un hombre que, como tantos otros contemporáneos, por dinero vive al borde de la locura y no duda en destruir a su familia con tal de no perder ni un centavo de todo lo acumulado a lo largo de algo más de 70 años. El autor de Las preciosas ridículas y El enfermo imaginario , el mismo que dijo "Detesto los corazones pusilánimes que, por prever demasiado las consecuencias de las cosas, nunca se atreven a emprender nada", dejó en El avaro , estrenada 1668, un agudo retrato de muchos de los hombres de nuestros días. La tragedia de Harpagón es cómica, pero no por eso deja de ser tragedia. Porque después de la risa que provoca la obra gracias a sus situaciones francamente hilarantes, lo que queda en el espectador es un gusto amargo. La crispación constante del protagonista lo ubica cerca de la locura. No se trata de alguien que disfruta de lo que ha ganado y se da una vida buena. Todo lo contrario. Su carroza desvencijada con sus caballos famélicos, sus criados muertos de hambre y la andrajosa ropa con la que se viste ubican a Harpagón más cerca de la pobreza extrema que de la alcurnia de un buen burgués. La inverosimilitud de la obra es su mayor mérito. Porque como sostiene Georges Bordonove en su excelente biografía sobre Molière (Editorial El Ateneo): "Harpagón no vive su propia vida, sino que utiliza las vidas de sus émulos, las actitudes y las expresiones que toma de cada uno de ellos. Su presencia un poco alucinante está compuesta de sombras que se adivinan, recuerdos que fueron verdaderos y observaciones cuya agudeza convence. Su existencia cobra fuerza por el hecho de que el no existe realmente ni puede existir, sino que es una síntesis, una quintaesencia de la avaricia". La obra no tuvo el éxito esperado por Molière en ocasión de su estreno. Seguramente más de un señor bien pensante y acomodado de la época vio en el texto un costado peligroso. Una vez más el genial dramaturgo francés, el mismo que junto con Corneille revolucionó la escena de su tiempo, había dado en la tecla al unir la avaricia con la locura. Harpagón no representa al hombre emprendedor que con su lícito afán de ganar dinero pone en funcionamiento los resortes económicos de la sociedad. Harpagón ama el dinero por si mismo. Lo ama por encima de sus propios hijos. Su cofre es venerado como un altar pagano. Por él, precisamente, emprende una obra de destrucción confundiendo los valores amorosos con los económicos. Algunos de los rasgos comunes de muchas personas, como la fragmentación del mundo y la despersonalización de las relaciones humanas, encuentran en Harpagón a uno de sus más conspicuos representantes. Angustia y carencia son cosas nuestras desde que el hombre habla. Lo que supone el personaje de Molière, y en esto radica su locura, es que la sola posesión del dinero puede suprimir, de una vez y para siempre, toda angustia y toda carencia. Más allá de algunos desniveles actorales, la versión de Alberto Madín es correcta. Sobre todo por la impronta que le imprime Daniel Di Rubba al personaje central. Su actuación desmedida, alucinante y obscena pone al descubierto esa delgada línea que separa los actos racionales de los hombres con la locura. La filósofa María Zambrano sostiene que el hombre es el ser cuya primera manifestación es la esperanza. ¿Qué esperanzas tiene Harpagón? Ninguna. Su alienación consiste en amar aquello que a lo sumo es un vehículo para conseguir algunas cosas. Y amar el dinero por encima de todo es desconocer que la experimentación con uno mismo es la única posibilidad para descubrir todas las combinaciones que nos habitan. Combatir al propio Harpagón que tenemos dentro es quizás una de las formas de la sabiduría. Porque el avaro, más temprano que tarde, infunde la avaricia a todos sus vínculos. El generoso es y será siempre un iluminado. Es como el que ama según el platónico discurso de Fedro: " tiene un no sé qué de más divino que el que es amado, porque en su alma habita un dios".


Vida diaria Ritos

Una tormenta en una taza de té

Con miles de años a cuestas y consumida a diario por millones de personas en todo el mundo, la clásica infusión ha sido la excusa de infinitos chismes, de acontecimientos históricos, de intrigas familiares y relatos personales por demás peculiares

A los quince años, pasó de darles de fumar a los murciélagos en el campanario de una iglesia en las afueras de Londres -en la que oficiaba de perplejo monaguillo- a trabajar en los ferrocarriles de un país del otro lado del Atlántico. Aquí, años más tarde, vendería máquinas de calcular y escribir, y fuera de horario fraccionaría té proveniente de Ceilán, bautizado Té Oso. Medio siglo después, por entregas, durante sucesivas visitas dominicales, les explicaría a sus bisnietos (el más grande orillaba los quince años) que lo que tomaba, en lugar de llamarlo por su nombre (Black & White o Glenfiddich), era "un poco de té con agua". La primera imagen que tengo del té es inseparable de esos domingos, del antepasado más lejano que conocí, en cuya vida leo hoy el negativo de la mía. Guardo la imagen de tazas de té a la altura de los ojos -la altura de la mesa-, cuando mis hermanos y yo nos asomábamos a la mesa dominical de mis padres y abuelos, enardecidos como veníamos luego de vencer al jardín con una pelota de cuero y espadas de madera, batalla que el jardinero italiano -veterano de la Segunda Guerra- deconstruiría a la mañana siguiente. El té que la familia disfrutaba aparecía encapsulado en otro tiempo, otra dimensión, una estática general que a la vez implicaba una rara comunión con la temperatura que nosotros traíamos. Para los adultos, té era sinónimo de conversación; para quienes estábamos de pie alrededor de la mesa, fuera del círculo de voleas verbales, se trataba de un curso délfico de entre casa: aprendizaje de términos novísimos, réplicas repentinas, la ocurrencia como cortina de humo del tedio, la repartición del silencio. El calor de la tetera se respetaba como a un tótem iracundo, no menos sacro por esa razón. Veíamos que todos los momentos -las fases- que habíamos ido quemando al aire libre, para los que estaban sentados alrededor de la mesa sorbiendo sus tazas había sido un solo instante sin fin, que había tenido su origen minutos antes del almuerzo, se había retardado durante la sobremesa y se dirigía sin distracción al punto cumbre (por ser el último) del té. Esa hora significaba otro umbral, el final del domingo, el recordatorio de que el día siguiente no sería otra cosa que un lunes de clases. (El crítico Desmond MacCarthy nunca produjo la gran obra que prometía, excepto, como lo sentenció Virginia Woolf, "en esa hora entre el té y la cena cuando tantas cosas se vuelven no sólo posibles sino alcanzables.") Paciencia era lo que más reclamaba el telón de fondo de la infancia y lo último en servírsele. Lo mismo exigía el té: espera. Taza y demora eran sinónimos, gemelos de distinto padre, mientras los alumnos que éramos se salían de sí por crecer, por dejar atrás la dilación como método de supervivencia, en la ilusoria creencia de que al llegar a grandes no habría horarios, deberes, pruebas . Las horas del té Durante los primeros veinte años, no menos, el té se asocia con la enfermedad, la tos, la gripe, la convalecencia. El té hace bien . Ese axioma no nos abandonará nunca, ni en medio de la peor catástrofe. (El doctor holandés Cornelis Bontekoe enumeró para siempre sus cualidades benéficas: purifica la sangre, ahuyenta el sueño pesado, cura el vértigo, la migraña y el catarro, mejora la vista, alivia la fatiga, vence el tedio y el temor, despabila la mente, fortalece la memoria y la energía sexual. No se ha demostrado lo contrario en ninguno de los ítems mencionados.) Será por sus bondades que el té supone una fragilidad suplementaria. Es más fácil trasladar, por su tamaño, una taza de café; una taza de té es una pócima incandescente siempre tentada de caer. "La tetera se desfonda de pronto, y siempre a la hora crítica de servir el té a los amigos", soltaba Alfonso Reyes. Taza y plato tiemblan en el traslado de una mano a otra, en el trayecto de la mesa a los labios. Lo que más asombra es ver a alguien hacer un "autopase", la mano derecha que deposita la taza en la izquierda, traslado que sin querer repite y honra el viaje del té de Oriente a Occidente durante el siglo XVII. Fue mucho después que absorbí el infinito fondo geográfico de la historia del té, los mitos de su origen -el emperador que descansa bajo un árbol y le cae una hoja en su cuenco de agua tibia-, la guerra del opio, el Boston Tea Party que dio pie a la independencia norteamericana, la leyenda del lapsang souchong , que nació cuando un cargamento de té era trasladado en una caravana y se impregnó de un fuerte aroma ahumado debido al fuego del campamento. (A propósito de traslados, el té no está exento de las fluorescencias de la industria turística. Basta pensar en las remodeladas casas de té en Asia, en los tea rooms de Glasgow diseñados por Charles Rennie Mackintosh o en las casas patagónicas de Gaiman y Trevelin para quienes se acercan con o sin Chatwin bajo el brazo.) Modas y modales Hace relativamente poco tiempo que empecé a tomar debida nota de ciertos elementos prácticos ineludibles. No sólo de los tipos de té (hay gustos que demoran en comprenderse: al té African Tunda lo entendí la quinta vez que lo probé), sino claves básicas como la temperatura del agua, la clase de agua, el tiempo de infusión. También de dilemas en apariencia insustanciales tales como: en hebras o saquitos, con o sin leche, con o sin azúcar. Otros puntos decisivos como el de servir una cucharada de té (en hebras) por persona y una "para la tetera". Recordé, entonces, dos textos cuya gracia hace lo imposible para evitar que se los olvide. Ambos sobre modos de hacer té y/o de comportarse como invitado. Un artículo de John Updike, sembrado de instrucciones secas, cómicas: "Ambas manos deben dirigirse hacia la taza simultáneamente". Updike presta atención a la cuchara, con su "excéntrico centro de gravedad". A la pausa después de sentarse: "La clave para esta fase es la inmovilidad ". Y en la marcha el autor de Due Considerations desliza observaciones tan delirantes -"Deja que tu quietud sea plácida, vegetal, olímpica, más que rígida, eléctrica y bizantina"- como certeras: "La dignidad de la postura no sustituye el control muscular". Y, como es habitual, Updike no pierde detalle: "Sea consciente de que, a medida que consume el brebaje, el peso de la taza disminuye... Nunca se aferre a una taza vacía. Quítesela de encima". El otro ensayo es de George Orwell, uno de los hombres que se tomaron más en serio el siglo XX. Un bellísimo artículo que tituló Una buena taza de té . Fiel a su estilo, Orwell va a lo concreto: "Antes que nada, uno debe utilizar té de la India o de Ceilán". Y a lo clásico: hay que entibiar la tetera de antemano. El té debe ser puro y duro: "A los verdaderos amantes del té no sólo les gusta el té fuerte sino que les gusta un poco más fuerte con cada año que pasa". Orwell sugiere sacudir un poco la tetera con saquitos o hebras dentro y luego dejarla reposar. En la taza se pone primero el té, no la leche. El té -y en esto coincide con los ideólogos del zen- debe tomarse sin azúcar . Orwell no omite los usos subsidiarios de las hojas de té: predecir el futuro y el arribo de visitas, alimentar a los conejos, curar quemaduras. Y un dato último, no menos grave: "Hay que acercar la tetera a la pava y no al revés". Lo mismo recomienda la novelista Muriel Spark, que también favorecía las teteras de porcelana. En su libro de memorias Curriculum Vitae , Spark cuenta que preparaba una tetera por día para su familia y que "como en Dostoievski, a cada uno que entraba a la casa se le ofrecía una taza de té". La taza de al lado Tiempo después cayó en mis manos un volumen minúsculo titulado Té y conversación , dedicado a "cuando las tardes parecían más largas". Un pequeño manual de instrucción para que las mujeres de mediana edad y desocupadas -por opción- consideren el té como medio de entretenimiento. El librito advierte sobre varias cuestiones, como la combinación de colores en manteles, servilletas, tetera, mesas de apoyo, y prodiga consejos: "Al hablar la voz debe ser baja y amable... Una voz alta es desagradable y vulgar, aun en un jardín". El autor anónimo especifica que el té de la tarde no está dirigido a alimentar a gente hambrienta y decide orientar a los hombres también: "Los jóvenes deben intentar entrar en conversación con aquellas mujeres que no son las mejores dotadas de belleza personal. Tales personas han cultivado sus modos y conversación más que aquellas otras que pueden descansar en sus virtudes naturales". Indiscreciones que me hicieron caer en la cuenta de la conexión directa entre el té y los jardines: el jardín zen y el garden anglosajón. Japón, Inglaterra: dos islas. En una el té equivale a chisme, en la otra a meditación, y el té une los dos extremos porque "su espíritu de cortesía exige que se diga aquello que se espera oír y nada más". Temporadas más tarde estudié -sin subrayar- el clásico Libro del Té, de Okakuro Kakuzo. Este alumno de Ernest Fenollosa cuenta que el sendero del jardín es la primera etapa de la meditación y que todos los jardines célebres del Japón fueron diseñados por maestros del té. Precisa, asimismo, que el ideal zen de desposesión marca la austeridad de las cabañas de té, y su ideal de asimetría determina el diseño de jardines y cabañas. El té en el zen es parte de la "adoración de la belleza en los actos cotidianos": por caso, el sonido del agua que hierve. El té implica"higiene, porque impone la limpieza; es economía porque enseña bienestar en la simplicidad antes que en la variedad y el lujo". Ni una partícula de tierra: "Uno de los primeros requisitos para ser maestro de té es saber barrer, limpiar y lavar, porque hay un arte para la limpieza y el barrido". El culto al té se sostiene sobre lo fugaz, lo evanescente, el culto de lo imperfecto, la "refinada pobreza", "la sutil necesidad de lo innecesario": "El pabellón de té no pretende ser más que una simple cabaña. Por eso se la llama ´morada del vacío ". El té les brindó a chinos y japoneses la posibilidad de desarrollar su gusto por la ritualización de los actos: gestos medidos y serena manipulación de los objetos. El "teísmo" es taoísmo disfrazado y en Japón se clasificaba a las personas como "carentes de té" (insensibles) o "con demasiado té" (demasiado dramáticas). Hebras en la lengua Las referencias al té en la literatura y en el lenguaje popular (al menos en el idioma universal del té, el inglés) son infinitas. Se dice, por ejemplo, "no es mi taza de té" para referirse a una cosa que no es de nuestra predilección, o que algo es "de otra tetera" como en castellano se dice "es harina de otro costal". Se dice "una tormenta en una taza de té" para alguien incapaz de resolver problemas insignificantes, como quien "se ahoga en un vaso de agua". (Lo mismo podría decirse de una persona que a partir de algo tan trivial como el té redacta otra versión de la historia o funda una filosofía de vida.) Lo cierto es que rastrillando las referencias al té que abundan en la literatura -Balzac, Bowles, Bramah, Saki, Conan Doyle, Joyce- cualquier universitario crónico podría presentar una tesis para amortiguar su promedio general.Samuel Johnson podía tomar veinticinco tazas de una sentada. Se confesaba "bebedor de té un empedernido y desvergonzado, quien durante veinte años ha diluido sus comidas únicamente con la infusión de esa planta fascinante; quien con té pasaba la tarde, con té animaba la medianoche y con té daba la bienvenida a la mañana". Thomas de Quincey proclamaba: "A mí retrátenme con una tetera eterna, porque habitualmente tomo té de ocho de la noche a cuatro de la mañana". En la mesa del té hay un lugar reservado para la Alicia de Lewis Carroll, que no llegó a tomarlo una tarde a las seis, rodeada del Sombrero Loco, La Liebre de Marzo y el Lirón. En ese capítulo imborrable, la liebre hunde su reloj en una taza de té, reloj que da el día del mes pero no la hora, y alguien pregunta: "¿Por qué un cuervo es como un pupitre?" El tiempo sigue detenido: nadie pudo responder todavía a eso que, imprevistamente, parece un acertijo zen. Años después de descubrir a todos ellos encontré al azar la novela de Yasushi Inoué, El maestro del té, superior aun a Mil grullas de Kawabata. Lo leí a la edad en que empecé a entender que la lectura iba en serio: "Practicar el té, tanto de día como de noche, durante el invierno o la primavera, imaginando la nieve en el corazón". (No creo haberme recuperado de frases tan simples como ésa, claras y enigmáticas al infinito.) El de la transmisión de conocimiento, de sabiduría, es una tema constante en los relatos de Inoué: "De los quince a los treinta años, seguir a ciegas todas las instrucciones del maestro. De los treinta a los cuarenta conviene, más bien, reflexionar y arribar uno mismo a las decisiones correctas. De los cuarenta a los cincuenta se debe tomar el camino contrario al del maestro, a fin de hallar el estilo propio y de ser digno de ser llamado maestro en el momento oportuno: renovar la vía del té. De los cincuenta a los sesenta, rehacer en cada detalle lo que el maestro hizo (hasta el simple gesto de trasvasar el agua de un recipiente a otro). A los setenta, intentar alcanzar la maestría en la ceremonia y un estilo que nadie sabrá imitar". Ciertas cosas, en Oriente, suelen transmitirse sólo oralmente: igual que en una familia. En busca de locación Tiempo después, como una película que consistiera sólo de diapositivas, volví a revivir esas escenas familiares de tardes dominicales cuando en un viaje de invierno por Inglaterra decidí emprender una suerte de tour de casas de té por el sur de esa isla. Parte del trayecto incluyó un cruce a la isla de Wight, tras los pasos de los poetas Tennyson y David Gascoyne, de sus respectivas residencias. Grabé con particular precisión un día -recuerdo la tarde y a su vez la tarde a la que me remitió- sentado en The Bat s Wing Tea Room, en Godshill, cerca del balneario de Ventnor en la isla de Wight. (Anoté el nombre del local en una libreta moleskine que hizo hasta lo más inverosímil para que no me pareciera a Chatwin.) Era el único ocupante de mesa en esa casa ubicada sobre la curva de una ruta provincial, sobre la calle, de techos bajos, un flanco cubierto de enredaderas. Los únicos dos que entraron lo hicieron como al almacén de la zona: un jubilado, una jubilada. (Hay pueblos en Inglaterra que hacen creer que es allí donde van a pasar sus últimos años los socios vitalicios de los cinco continentes.) La taza que me sirvieron no estaba del todo bien lavada, o, mejor dicho, no podía estar mejor lavada: es casi imposible quitar la marca de rouge de una taza mimada durante años por cientos de viudas. Inmediatamente volví a ver la taza de la que tomaba mi madre cada vez que volvíamos del colegio. Y recordé enseguida que ella había enseñado (gramática inglesa) en un colegio japonés del barrio de Belgrano, en la calle Sucre, y sin paréntesis lo que apareció fueron pares de zapatos en fila en un pasillo fuera del aula, y en una repisa una hilera de cuencos pequeños, y de pronto lo que entreví en esa secuencia fue algo que se parecía a un libro (si esa tarde hubiera sabido lo que un libro era; si esa tarde me lo hubiera revelado para siempre). Aunque pudo haber sido en The Old Thatch Tea Shop, ubicado en Shanklin, también en la isla de Wight, con su jardín trasero, que no me permitía olvidar que nací a las cinco de la tarde. O en Mortons House, junto al castillo de Corfe, una casa isabelina, de piedra, del siglo XVI, mientras repasaba otras proyecciones, ajenas, en compañía de tres suizos: The Bitter Tea of General Yen de Frank Capra, The Teahouse of the August Moon , con Brando -no más de una escena de cada película-, las teteras rojas de las películas de Yasujiro Ozu -fanático del té verde-, la pupila de la cámara a la altura de los ojos de un niño de cuatro años. O fue en St. Tudno, en el balneario victoriano de Llandudno, que visité sólo porque durante cierto tiempo lo frecuentó Lewis Carroll. Todos sitios prolijamente registrados, prolijamente perdidos. Hasta ayer. Fue allí, casi sin duda, en esa casa de té al norte de Gales, donde una mujer me explicó: "¿Sabes cuántos estudiantes ingleses desayunaron con la taza caliente en la frente para que les subiera la temperatura y así poder faltar a clases?" A cambio, le conté que en el comedor de un colegio bilingüe de las afueras de Buenos Aires alguien muy parecido a mí quedaba absorto mirando a los profesores de inglés estrujar saquitos de té contra la cuchara, como si ese acto cifrara una revelación que no podría traducir ni en sueños. Aunque lo que más llamaba la atención era que hablaran castellano, un castellano por demás peculiar que se vieron forzados a perfeccionar durante abril y junio de 1982, meses en los que un bisabuelo extranjero de más de noventa años se cansó de acusar de ebrios a un general y a una "dama de hierro" que atormentaron a dos naciones por carecer, ellos, de bastante más que té.


Por Matías Serra Bradford Para LA NACION

No hay comentarios: