viernes, 4 de abril de 2008

Iconos del siglo XX
¿Un sitio predestinado?
Inspirado y presionado por su amante, Dora Maar, Pablo Picasso pintó Guernica, en el 7 de la rue des Grands-Augustins. Balzac había dado ese mismo domicilio a Frenhofer, el artista imaginario de su cuento "La obra maestra desconocida"




DORA MAAR.Picasso la retrató varias veces. El más conocido, La mujer que llora, muestra el padecimiento al que él la sometió

Foto: ARCHIVE FRANCE/ARCHIVE PHOTOS

Por Alicia Dujovne Ortiz

Para LA NACION -- París, 2008


A principios de 1937, una hermosa morocha de ojazos negros y quijada imperiosa se detuvo ante el número 7 de la rue des Grands-Augustins, en París, y subió las escaleras estrechas del antiguo edificio con aire de saber adónde iba. En efecto, Dora Maar, o Teodora Markovich durante su infancia porteña, conocía el lugar. Desde el momento en que su padre -el arquitecto croata invitado por el armador Mihanovich en 1910 para construir en Buenos Aires algunos edificios suntuosos, como el que aún alza su cúpula y su esfera iluminada frente al Correo Central- había regresado a París con su mujer francesa y su hija de trece años, la adolescente de expresión demasiado grave se había ido convirtiendo en una talentosa fotógrafa surrealista, ella misma fotografiada por Man Ray, y en una joven "lanzada". Así se llamaba en la París de aquellos años a la mujer no solo libre, sino también iniciada en ciertos rituales extremos, por entonces de moda . El iniciador de Dora fue nada menos que Georges Bataille, autor de La literatura y el mal , admirador de Sade y fascinado por la mutilación. Si Dora, al subir esas escaleras, no vaciló un instante, fue porque Bataille, durante una tregua en sus violentas relaciones con André Breton, había organizado junto al pope del surrealismo, y en ese mismo altillo donde también su amigo Jean-Louis Barrault había ensayado algunas de sus obras, los debates del grupo antifascista Contre-Attaque. Para ella, 7, rue des Grands-Augustins era una dirección familiar. Dentro del mundillo que frecuentaba, la noticia de que la mansarda estaba desocupada no había tardado en llegar a sus oídos y ella no había demorado en precipitarse a visitarla y a cerrar trato. Las razones del apuro se comprendían muy bien. Ese mismo verano, Dora Maar se había transformado en la amante oficial de Pablo Picasso. Para conquistar su corona había recurrido a una puesta en escena digna de Bataille. Toda vestida de negro, había llegado al Café de Flore con su altivez de siempre; hierática y soberbia, se había quitado el guante también negro con florcitas rosadas, había plantado su mano izquierda sobre la mesa y, a toda velocidad, había recorrido a punta de cuchillo el contorno de sus dedos. Picasso estaba entre los asistentes y Dora lo sabía, así como él sabía, al acercarse a pedirle el guante manchado de sangre, que el ritual de autocastigo le estaba gentilmente dedicado. Sin embargo, haber pasado la prueba aún no significaba poseerlo por entero. Como un perro que se lleva el hueso para roerlo en su rincón, ella tenía que arrancarlo a su viejo departamento de la rue de La Boétie, demasiado cargado con memorias de otras mujeres, para atraerlo a su propio terreno y vigilarlo de cerca. Sabía que nunca vivirían juntos, Picasso y ella, pero convenció a su padre de comprarle un departamento a pocos pasos de allí. Lo que no sabía era que al entrar al petit hôtel del siglo XVII, Picasso exclamaría alucinado: "¡Pero si este es el atelier del cuento de Balzac!". La cultura literaria del malagueño no era tan vasta como para permitirle asociar un taller con el otro a la primera ojeada. La razón era más simple. Años antes, en 1931, su galerista, Ambroise Vollard, le había pedido una serie de aguafuertes y de grabados para ilustrar ese cuento, "La obra maestra desconocida", considerado una profecía del arte moderno y de cuya publicación se cumplían cien años. El cuento comienza así: "A fines del año 1612, en una fría mañana de diciembre, un joven vestido con ropas de aspecto poco abrigado se paseaba ante la puerta de una casa situada en la rue des Grands-Augustins, en París". Más adelante, el autor indica el número marcado en esa puerta: 7. El joven es pintor, pide ver al maestro François Porbus y sube la escalera. Mientras vacila ante la puerta, llega un viejo de aspecto diabólico, que se adelanta a golpearla. El maestro Porbus abre y los recibe a los dos en su taller. El viejo critica un cuadro con dureza porque su personaje le parece sin vida. "La misión del arte no es copiar la naturaleza sino expresarla", afirma. El joven defiende ardientemente la obra de Porbus, quien le tiende una hoja y un lápiz rojo para que pruebe que sabe dibujar. El dibujo es bueno y el muchacho lo firma: Nicolas Poussin. Entonces el viejo, que se llama Frenhofer, lo considera digno de recibir una de sus lecciones e invita a Porbus y a Poussin a su taller. Allí les habla de una pintura inconclusa en la que trabaja desde hace diez años, que representa a una mujer a quien nunca ha conocido en la vida real. Entre otras cosas, Frenhofer dice: "El cuerpo humano no termina en una línea. En eso los escultores pueden acercarse a la verdad más que nosotros. La naturaleza acumula una serie de redondeces que se envuelven las unas a las otras. Rigurosamente hablando, el dibujo no existe". De regreso a la humilde bohardilla que comparte con su amiga, curiosamente llamada Gillette, el joven le pide que pose para Frenhofer. Ella se niega, ruborizada, pero termina por plegarse: Poussin la "prestará" al viejo pintor, a condición de que este le muestre su obra. Frenhofer se desespera. Ama a la mujer de su cuadro como si la poseyera en la vida real, pero al ver a Gillette, acepta: es la modelo que siempre ha buscado. Cuando descubre la tela, ante los ojos de Porbus y de Poussin surge el vacío. "Solo veo colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de líneas extrañas que forman una muralla de pintura", balbucea Poussin. Es cierto que un bello pie de mujer aparece como un "fragmento escapado de una increíble, de una lenta y progresiva destrucción". Por lo demás, nada. Mientras Gillette llora porque su novio la ha entregado, Frenhofer se angustia ante las palabras de Poussin. Pero enseguida se rehace y, lanzándoles "una mirada profundamente solapada, llena de desprecio y sospechas", los echa de su taller. A la mañana siguiente se enteran de que ha quemado sus telas y se ha matado. Poco tiempo después de la instalación de Picasso en el taller descrito por Balzac, los alemanes bombardearon Guernica. El había sido hasta ese momento un artista indiferente a la política. Su "narcisismo estético", para retomar la expresión de su biógrafo Pierre Cabanne, no era un misterio para nadie. Es cierto que ya había pintado Sueño y mentira de Franco , un extraño cuadro donde ya aparece el toro que, para algunos, representa el pueblo español y para otros, el fascismo, y donde la cabeza de Franco tenía la forma exacta de la P mayúscula con la que Picasso firmaba, como si inconscientemente se identificara con el tirano... Pero el horror de Guernica lo empujaba a adoptar una nueva actitud: él era el pintor español más importante del momento, sus amigos españoles esperaban que se pronunciara a favor de la República, sus amigos franceses (Breton, Bataille, Paul Eluard) tenían a España en el corazón, y además, a su lado, estaba Dora. Convencida de que su cabeza no rodaría al alba mientras el sultán que la había elegido la encontrara más inteligente que a sus otras mujeres, la Sheherezada revolucionaria hacía oír su voz. Dora era la Pasionaria que le hablaba a Picasso en español (con un acento argentino cada vez menos perceptible). Además, era la audaz fotógrafa de los bajos fondos de Barcelona, la que había participado en mil combates antinazis, la única que podía echarle discursos contra la Falange y empujarlo a actuar. Fue entonces cuando la Exposición Internacional de 1937 abrió sus puertas, y cuando la República española le pidió a Picasso una obra que sostuviera su causa. Y Picasso aceptó. El tema estaba dado, no podía ser otro: Guernica. El diario del poeta Louis Aragon, Ce Soir , acababa de publicar en su edición del 1° de mayo las fotos de la masacre. Los exiliados republicanos subían de dos en dos los escalones de la rue des Grands-Augustins, llorando, con los recortes en la mano, y ese papel de diario quedó grabado para siempre en la tela. Los primeros problemas fueron de carácter técnico. El pintor Cisco Vidal, hijo de don Jaime, el catalán que le vendía los materiales a Picasso, me contó que su casi compatriota se seguía vengando de "los burgueses" que lo habían matado de hambre durante sus primeros tiempos en París, utilizando materiales baratos. De nada valió que Jaime Vidal le advirtiera: "Una simple tela de algodón nunca resistirá montada sobre un marco de 3, 51 por 7, 82 metros, y además semejante marco no entra en tu taller, ¡cabeza de mula!". Pero Picasso se empecinó, sostuvo que esa "banda de mierda" no merecía que él se gastara la plata en una tela de lino e hizo meter el cuadro torcido entre las vigas del techo, con una inclinación de 60 cm. Así fue como lo pintó, ladeado y, hecho no demostrable pero que el crítico Mario de Micheli también ha sostenido, no con óleo como se cree, sino con témpera. "Si después de su larga permanencia en el MoMA de Nueva York, el Guernica se convirtió en un cuadro al óleo -concluía don Jaime según su hijo-, es que, una de dos, o los norteamericanos lo repintaron veinte veces o el que conocemos es falso." Ahora bien, ¿por qué la témpera y no el óleo? Porque no había tiempo para dejar que la pintura al aceite se secara como corresponde. Siempre de acuerdo con las notas del catalán que he tenido entre mis manos, Picasso realizó el Guernica en dos semanas y tres días, y no en tres meses como también se cree; dos semanas durante las cuales la posición de los personajes del cuadro fue cambiando día tras día -lo cual habría sido imposible en caso de utilizar el óleo-, tal como lo atestiguan las fotografías de Dora Maar. Ella no solo fue su musa revolucionaria, fue también su iluminadora en el sentido literal de la palabra. Dora ayudó a Picasso, como buena fotógrafa, a colocar en el altillo sombrío las luces adecuadas para alumbrar la tela. A cambio de eso recibió dos honores insignes: ser la mujer de perfil poderoso que saca el brazo por la ventana sosteniendo una antorcha, en la versión final de la obra, y obtener el permiso que Picasso no le había otorgado a nadie en toda su carrera: fotografiar cada etapa del proceso. Sin ella no sabríamos dónde estaba ubicado el toro en los esbozos iniciales. Ignoraríamos qué modificaciones sufrió el caballo; ese caballo que, en el espíritu de Picasso, representaba el sufrimiento femenino, a la víctima, vale decir, la mujer. Tampoco sabríamos que los signos de esperanza del Guernica fueron desapareciendo de a poco, ni que el disco solar se transformó primero en una suerte de ojo sin pupila y, para finalizar, en una pobre bombita eléctrica. El papel de la madre que se arrastra por tierra con su niño muerto, junto al caballo, merece párrafo aparte. Dora se equivocó al pensar que su antorcha esclarecedora despertaría gratitud. En el cuadro, la segunda imagen de ella misma es la de esa mujer cuya mueca de dolor preanuncia la serie de La mujer que llora , pintada por Picasso durante cinco meses al terminar el Guernica , y en la que el lápiz parece hundirse como un cuchillo en la carne de Dora. Poco a poco, durante los diez años que duró esta relación amorosa, para llamarla de algún modo, años al cabo de los cuales Picasso abandonó a Dora, que se refugió en una religiosidad y una soledad absolutas ("después de Picasso, solo Dios", decía), el pintor fue destruyendo a su modelo palmo a palmo, volviéndola prisionera de un sillón y después, sillón, convirtiéndola en cosa, en perro, en calavera y, sin embargo, conservando hasta en el último fragmento de lo que alguna vez fue Dora rastros de su hermosura, así como en el cuadro del maestro Frenhofer, la "muralla de pintura" que ocultaba el vacío dejaba ver aún un bello pie de mujer. Dora Maar pudo haber sido una excelente fotógrafa con una visión original que quizá no habría marcado la historia del Arte, con A mayúscula, pero que habría tenido la virtud de ser la suya. Por amor, por ambición, por orgullo, por deseo de sacrificio o por el sentimiento que fuere, prefirió anularse a sí misma como artista para convertirse en Musa. Los colores del Guernica , o su ausencia, el negro y el blanco de la obra son ella. Para su desgracia, los sufrimientos del caballo y de la madre no lo son menos. Pero independientemente de ella y de su adoración por Picasso, esta historia cuenta otra historia escondida que utilizó a Dora como puente para salir, por oscuras razones, a la luz. Si "La obra maestra desconocida" no se desarrollara en el mismo lugar, 7, rue des Grands-Augustins, donde Picasso pintó la obra de arte más conocida del siglo XX, y si Dora no hubiera considerado que el sitio le resultaba la guarida ideal para acaparar a su amante, acaso el sentido que ambas obras compartieron no habría sido revelado jamás. Gracias a un azar demasiado malicioso como para que lo creamos desprovisto de todo designio, ahora nos queda claro que Picasso le ha dado la razón al imaginario Frenhofer. El tampoco imitaba la naturaleza sino que la expresaba. El era, en su pintura, más escultor que pintor, y sus cuerpos no terminaban en líneas sino que mostraban las formas que la vista no ve. Es a él a quien parece aplicarse la idea de una "lenta y progresiva destrucción", y son sus "colores confusamente amasados" los que aluden a la nada. Cuando el Picasso nihilista, retratado en la descripción de aquel diabólico pintor con su "mirada profundamente solapada, llena de desprecio y sospechas", dibujó a los personajes del cuento de Balzac, no podía imaginar que Balzac, al inventar a Frenhofer, había soñado con él.

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