viernes, 4 de abril de 2008

Carlos Fuentes
Retrato de un renacentista
A cincuenta años de su primera publicación, acaba de reeditarse La región más transparente (Alfaguara), quizás la novela más destacada del autor de Gringo viejo y una de las más sobresalientes de la narrativa en español del siglo XX. Tomás Eloy Martinez analiza en este texto, publicado originalmente en francés, en los prestigiosos Cahiers de I´Herne , la importancia literaria del escritor mexicano y el papel que éste desempeña como intérprete y profeta de las aspiraciones latinoamericanas. La voz de Fuentes ha pusto siempre en primer plano, sin dogmatismos ni mordazas, los problemas y ambiciones de Iberoamérica
Por Tomás Eloy Martínez

El siglo XX está poblado de intelectuales emblemáticos. Ninguno de ellos ha reflejado tan bien como Carlos Fuentes las atmósferas, los humores, las obsesiones y los cambios de piel de América latina. No es por condescendencia o por instinto que, en los Estados Unidos, los senadores, los editores de periódicos y los diplomáticos subrayan con lápiz rojo los escritos políticos de Fuentes ni es por rendirse al magnetismo de su lenguaje -elegante, preciso, henchido de ideas como un viñedo en las semanas de cosecha- que las opiniones de Fuentes son citadas tan a menudo en los despachos de los ministros de Cultura de Francia, España y el Reino Unido, al tiempo que las repiten las páginas de Le Monde y Libération , de El País y The Guardian . Desde hace más de treinta años los centros de poder y de opinión perciben que América latina se expresa por boca de Fuentes y que los deseos apagados del continente, los delirios amordazados por la sensatez, así como el afán de justicia, los sueños insatisfechos, los miedos milenaristas, el mestizaje, la mulatería, los duelos interminables de la civilización y la barbarie, todos esos magmas de lo que se entiende, mal o bien, por identidad latinoamericana han encontrado siempre en Fuentes a su vocero y su profeta. De tanto en tanto, América latina suele "pasar de moda" -como se dice frívolamente- en los países industriales. Las ideas de Fuentes, no: siempre consiguen reabrir discusiones que ya se daban por clausuradas. En el primer número de la revista Mundo Nuevo , el aún joven novelista, que acababa de publicar Cambio de piel , dio a conocer un credo intelectual del que nunca abjuraría. Para que la palabra sea "reveladora y liberadora", decía entonces, debe también ser disidente. "Nuestras grandes enajenaciones son el paternalismo y el personalismo: la abdicación y la expectativa. Vivimos ansiosos de que nos protejan. El escritor de derecha, obviamente, por los poderes constituidos. Lo malo es que el escritor de izquierda, con demasiada frecuencia, también se protege bajo una sombrilla ideológica que lo exime de pensar con independencia, se disfraza con el decálogo del apocalipsis venidero y deja de escribir, de someterlo todo a juicio a través de la palabra y de la imaginación, que es nuestro mester." Treinta y cinco años después, en En esto creo -su mayor obra de pensamiento y a la vez uno de sus grandes libros-, Fuentes dirá más o menos lo mismo, aunque ahora con el acento de un clásico: "Libertad es la búsqueda de la libertad. Nunca la alcanzaremos completamente". A las certezas de la juventud siguen las dudas de la madurez: el universo puesto en duda; la realidad, también, puesta en duda. "La revolución, a veces, es la fidelidad a lo imposible." Enarbolar las banderas de la herejía, asumir el lenguaje como único medio de acción y no la acción como único lenguaje, desacatar, incomodar, mostrarse insatisfecho, antiprovidencial: tales han sido siempre, para Fuentes, las consignas irrenunciables del escritor latinoamericano. La historia ha dado muchas vueltas impredecibles, las grandes causas han cambiado de signo pero, ante todas esas mudanzas, Fuentes ha mantenido siempre los mismos principios. En nombre de ellos defendió la revolución cubana durante la década del 60 y se alzó contra la guerra de Vietnam y la invasión de los marines a la República Dominicana. La misma intransigencia contra los dogmas y el autoritarismo determinó que le volviera las espaldas a Fidel Castro después de las diatribas que éste lanzó contra los intelectuales en marzo de 1971, punto casi final del escandaloso "caso Padilla". Y fue por preservar intactos sus ideales que renunció como embajador de México ante el gobierno francés, cuando el presidente Luis Echeverría encomendó la embajada en Madrid al ex presidente Gustavo Díaz Ordaz, responsable mayor -según se creía entonces- de las matanzas de Tlatelolco. Nadie más alejado que Fuentes del conformismo político, como lo prueban las invectivas que suscitó su adhesión a la causa del sandinismo en la década del 80 y la renovada fe en el papel crítico del socialismo que siguen expresando sus discursos. Ningún otro latinoamericano, tampoco, ha refutado con tanta inteligencia las insensateces imperiales de George W. Bush, cuya idea de la "democratización universal" es una perversión de la palabra democracia, según lo demuestra Contra Bush , su libro más militante. En todas las sinuosas vueltas del siglo xx y en lo que va del XXI, Fuentes no incurrió en una sola contradicción ideológica. Aferrado al palo mayor de sus principios, mientras la tempestad rugía por los cuatro costados, se mantuvo fiel a las mismas ideas de la juventud. Hizo repetidas profesiones de fe contra el servilismo, la explotación, el autoritarismo, los dogmas, el provincianismo, las teologías políticas y económicas. Y se pronunció a favor de la autoderminación de los pueblos, de la democracia, del derecho de los latinoamericanos a bañarse en las aguas de todas las tradiciones culturales ("Puesto que hemos sido los últimos en llegar, la cultura de cualquier parte es también nuestro patrimonio"). Apoyó los desacatos del lenguaje, vinieran de donde viniesen, los alzamientos contra el conformismo literario, la duda metódica ante cualquier verdad indisputable. Hubo un momento, a mediados de los años 80, en que Fuentes parecía estar en todas partes: justificando la loca imaginación latinoamericana, desenmascarando el cinismo que Ronald Reagan había entronizado en la Casa Blanca, estimulando a los lectores de The New York Times Book Review a sumirse en los laberintos de las grandes novelas de Augusto Roa Bastos o de Fernando del Paso, con una generosidad rara entre los escritores de primera línea. Se lo veía también prodigarse en las universidades grandes y pequeñas de México y Estados Unidos para abrir las puertas de la lengua española y contribuir a que los infinitos dones de la inteligencia latinoamericana fueran redescubiertos. Por la originalidad y honestidad de lo que decía, acabó convirtiéndose -sin que él lo buscara y sin que casi se diera cuenta- en la conciencia estética y el emblema moral de América latina, en el termómetro con que los poderes de cualquier signo medían las temperaturas del continente. El novelista que había encandilado a dos generaciones con los fantasmas de Aura , con el ascenso hercúleo de Cortés al Popocatépl en Terra Nostra y con las zancadillas políticas sin fin de La Silla del Águila parecía haber descubierto la perdida piedra filosofal de la América precolombina: el arte de transformar a las multitudes por la hipnosis de la palabra. Como no estaba comprometido con otra causa que no fuera la de sus convicciones ni tenía más ambición que la de mantenerse leal a sí mismo, las ideas de Fuentes fueron atentamente seguidas tanto por senadores ultramontanos como Jesse Helms -uno de los conservadores más extremos de los Estados Unidos- como por el eterno Fidel Castro. Los reyes de España y el primer ministro Felipe González lo invitaban a cruzar el Atlántico en sus aviones para discutir el lenguaje común con el que España y la América española podían hablarle al planeta en las décadas por venir, y los presidentes de México no se perdían ni una sola de sus advertencias sobre las hecatombes de la venalidad política y los riesgos de la integración con los vecinos de más al norte. Fue el rey Juan Carlos quien lo ordenó caballero de la lengua castellana en Rosario, Argentina, cuando citó -él, que es tan parco en dar nombres propios- a Fuentes y su feliz expresión "Somos todos hijos de la Mancha". Eligió esa frase porque resume un linaje, un mandato, y también un símbolo: respiramos el mismo idioma y soñamos el mismo sueño redentor de Don Quijote. Interesado por todo lo que tenga el aroma de la vida (¿acaso no dijo él alguna vez, en los remotos años 60, que "se escribe con todo lo que está vivo para uno: el amor, la violencia, el sexo, las drogas, la pérdida, la familia, el trabajo, la derrota"?), Fuentes es el último de los renacentistas en un continente intolerante con los renacimientos. Al despuntar el año 2000, concibió la idea de reunir en un foro de discusión constante a los más importantes políticos, hombres de empresa e intelectuales de América latina, España y Portugal. Por primera vez, seres lúcidos con intereses a menudo antagónicos se encerraron en un mismo ámbito -primero en la Ciudad de México, luego en Buenos Aires, Toledo, Campos de Jordao en Brasil y Cartagena de Indias- para cotejar puntos de vista sobre temas tan sensibles como las relaciones de los países del área entre sí y con los Estados Unidos, las derivaciones sociales de la economía de mercado, la corrupción, los gastos militares, los declives de la educación y la salud. Lo que Fuentes bautizó como Foro Iberoamérica se convirtió en una formidable máquina de pensar una realidad aquejada por disputas históricas y recelos nacionales, hasta convertirla en una curiosa fraternidad de ideas. La institución, ahora perdurable, acaso prevalecerá como una de las mayores creaciones de Fuentes y, a la vez, como la más insólita reunión de personajes sin tiempo libre que entregan más de tres días de su vida, todos los años, al acto puro de reflexionar sobre el continente sin otro interés que ese: descubrir otras miradas inteligentes sobre un mismo paisaje. La indomable energía de Fuentes, lejos de menguar con los años, se multiplica. Desde 1991 ha publicado una docena de obras, entre las que están algunas de sus novelas más notables. 1991 deparó La campaña, una formidable exploración del siglo XIX -que puede también leerse, igual que Terra Nostra y Cristóbal Nonato , como una interrogación a las claves del Milenio naciente-; en abril de 1993 dio a conocer los relatos de El naranjo o los círculos del tiempo , en los que juega diestramente con los puntos de vista y los pronombres personales. En 1992 dio a conocer El espejo enterrado , que se interna en las fuentes de la cultura precolombina para interrogar el presente. Del 2003 es su monumental reflexión sobre la pintura, Viendo visiones .Hacia 1994 terminó los relatos de La frontera de cristal , al mismo tiempo que publicaba Diana o la cazadora solitaria , una de sus ficciones más complejas. Siempre hay uno o dos libros de él asomándose en el horizonte, por lo que no hay inquinas ni elogios capaces de darle alcance. "La escritura de novelas largas me deja exhausto", dijo Fuentes a comienzos de la última década del siglo XX, luego de pasar revista a las 570 páginas de Cristóbal Nonato , las 550 de Cambio de piel y a las casi 800 -muy apretadas- de Terra Nostra . Y sin embargo, ya estaba trabajando en la red de historias sin fin de Los años con Laura Díaz , que se extienden en 600 páginas de caja grande. Publicada once meses antes del fin del siglo, esa obra maestra es un acabado resumen del país que asistió a la agonía del porfiriato, a la revolución de Villa y de Zapata, a las luces de los emigrados españoles y latinoamericanos y a la oscuridad de Tlatelolco. Como en La Silla del Águila (2003), otro prodigio de arquitectura narrativa, el tema central es el tiempo, pero el tiempo de México, es decir, un tiempo cíclico, a menudo inmóvil: un perpetuo regreso a los pasados. En Tiempo mexicano , Fuentes se preguntaba si "podemos, simultáneamente, hacer presentables todos nuestros pasados y utilizarlos para la comprensión y la justificación tanto de la vida como del orden externo de las cosas". Es decir, si es posible rehacerse, reconstruirse, recuperarse. No siempre la respuesta es la misma: el tiempo se mueve, y la dirección en que lo hace -la ilusión constante es que se mueve hacia adelante, pero a veces no es así- determina la redención o la perdición. La edad del tiempo ha llamado Fuentes a la gran comedia humana de sus ficciones. Y edad, allí, significa también identidad. En el vaivén de las parejas, en el juego incesante de la pasión, advierte que somos lo que somos, pero a la vez somos otros cuando se nos sitúa en relación con alguien. En otra de sus grandes novelas, La muerte de Artemio Cruz , ese ajedrez de la identidad es nítido. Artemio muda de piel cuando está con Padilla o con Catalina, y vuelve a mudarla con su hijo Lorenzo. Los otros, como el tiempo, nos rehacen. Conocí a Carlos Fuentes en Buenos Aires, la primavera austral de 1962, cuando él volvía del Congreso de Intelectuales organizado por la Universidad de Concepción, en Chile. Allí había deslumbrado a todo el mundo, desde Pablo Neruda hasta el arisco José María Arguedas. Lo recuerdo de pie en un frágil balcón de la calle Arenales, en el séptimo piso de un departamento elegante, a la caída de la tarde, admirando las espaldas de una mujer espléndida que escuchaba, extasiada, una disertación de Ernesto Sabato sobre la decadencia de la novela francesa. Junto a Fuentes estábamos Augusto Roa Bastos, Enrique Pezzoni, José Bianco y yo mismo, sin abrir la boca. Siempre creí que también estaba allí Julio Cortázar, quien había llegado a Buenos Aires en esos días. Fuentes me ha corregido la memoria: no era Cortázar sino Francisco Petrone, el actor argentino por quien él sintió desde el principio una admiración que nunca declinó. En Buenos Aires acabábamos de leer Aura y ya habíamos releído La región más transparente . A todos nos parecía imposible que alguien tan joven fuera a la vez tan maduro, tan dueño del instrumento que tañía y, a la vez, tan sabio, con un sentido del humor tan veloz. Fue la primera vez que lo oí hablar de un proyecto de varias novelas sobre dictadores, compuestas por los jóvenes recién llegados a la literatura latinoamericana, cuyo irónico título común debía ser Los padres de la patria . Allí mismo trató de convencer a Roa Bastos para que se hiciera cargo del volumen dedicado al doctor Francia y a Bianco para que se ocupara de Rosas o de Perón. Bianco contestó, con aterrada cortesía, que la novela histórica no le interesaba pero que de todos modos iba a pensarlo. Roa estaba metido de narices en los libretos de cine con los que se ganaba la vida y la idea de Yo el Supremo , que ni siquiera le rondaba por la cabeza, brotó tal vez de aquella inesperada invitación. Fuentes reclutaba adictos por todas partes: en Chile había convencido (o al menos así lo creía) a José Donoso para que escribiera sobre Balmaceda y a Jorge Edwards para que se ocupara de Melgarejo. ...l mismo hablaba con fruición de la enorme novela que pensaba consagrar al dictador Antonio López de Santa Anna, héroe de Tampico y de El Álamo, quien había enterrado con increíble pompa, hacia 1838, la pierna perdida mientras disparaba sus cañones contra la flota francesa en Veracruz. En un continente provinciano, que canonizaba el regionalismo y abjuraba -todavía, a un año apenas de su consagración en Formentor- de los espejos y laberintos de Borges, a la vez que ignoraba (o simulaba ignorar) la voz en sordina de Rulfo, las pesadillas de Felisberto Hernández y el barroquismo elegante de Alejo Carpentier, Fuentes fue el primero que se propuso imponer a la narrativa latinoamericana la conciencia de que era única, universal, libre de falsas tradiciones telúricas y de fantasmas campesinos; el primero que la salvó de su secular complejo de inferioridad y la forzó a respirar el oxígeno del mundo. A él, más que a ningún otro, se debe la idea de que el lenguaje común y la naciente fe común en América latina podía convertir el continente en el laboratorio de un mundo mejor. Para los argentinos, que llevábamos décadas oyendo hablar, con supremo engolamiento, de las esencias "invisibles" de la nacionalidad, y que nos habíamos pasado los últimos años discutiendo, con toda seriedad, si escribir no era un modo de conjurar el terror que nos imponía "el silencio de Dios", las implacables reflexiones sobre lo mexicano que Fuentes ponía en boca de sus personajes, como quien no quiere la cosa, vertían sobre nosotros una naturalidad y un aire fresco con el que lavábamos el almidón de nuestros próceres literarios. Recuerdo la marca de fuego que nos había dejado en la imaginación la divisa de Ixca Cienfuegos, uno de los inolvidables personajes de La región más transparente : "Sé tú mismo, con todas las condiciones de tu vida", y también el entusiasmo con que se la repetí a Fuentes aquella tarde, en el balcón de Buenos Aires. Volví a encontrarlo muchas otras veces en los años que siguieron, tanto en su casa de Hampstead, Londres, como en la que le alquiló al novelista James Jones en la isla de Saint-Louis, París; durante el festival de Cannes de 1975 y en la embajada de México ante el gobierno de Francia, donde tuvo la generosidad de cobijarme algunos días cuando yo, exiliado reciente, andaba en busca de un país al que huir de la barbarie argentina. Luego nos vimos en nuestras propias casas vecinas de Washington, durante las semanas en que ambos coincidimos como fellows del Wilson Center, y hasta en algún desayuno en el hotel Carlyle de Nueva York, mientras él corregía las pruebas de la edición norteamericana de Cristóbal Nonato . Y tres o más veces por año en el ya difunto hotel Delmónico de Manhattan o en las asambleas del Foro Iberoamérica. En cada una de esas ocasiones sentí que estaba ante una inteligencia única, siempre en guardia, y ante un ser humano generoso con sus dones e insólitamente generoso en el reconocimiento de los dones ajenos. Uno de los placeres de su compañía son sus infatigables juegos intelectuales, que pueden aludir a una novela perdida del perdido Halldór Laxness o a versos de juventud de José Gorostiza, Salvador Novo y Jaime Torres Bodet: lo he oído enhebrarlos y entreverarlos al azar, hacia arriba y abajo, hasta componer la música de un poema que es de ninguno de los tres. Lo he oído también improvisar corridos mexicanos sobre el tema que se le pusiera por delante, sin vacilar en las rimas ni en las cadencias, con un arte que resucita a los rapsodas griegos y -en versión menos educada- a los payadores argentinos o a los albureros de su país natal. Cada nuevo libro de Fuentes ha sido siempre una sorprendente aventura verbal, en la que todo se pone a prueba: desde la estructura del relato hasta el incesante hacerse y deshacerse de los personajes. Esa búsqueda sin tregua lo ha llevado a defender otros osados experimentos narrativos como si en ello le fuera la vida, ya sea en la obra de Milan Kundera o en la de Paul Auster como en la de Gabriel García Márquez y la de Salman Rushdie. Esa pequeña comunidad internacional de revolucionarios del relato ha terminado por ser, también, una comunidad que está enseñándole al mundo a imaginarse y a leerse de otro modo. Y la increíble respuesta no es ya el interés, el respeto, la adicción o la indiferencia que siempre se ha dispensado a los escritores. En este caso hay también devoción. Fuentes es, por un lado, un personaje seductor, hacia quien -dondequiera esté, y con frecuencia muy a su pesar- apuntan los reflectores de la fama, y por el otro, un novelista disciplinado, extremadamente laborioso, que jamás ha querido hacer concesiones a la comodidad del lector o a las exigencias del mercado. Narrador refinado, casi de culto (como en los años 50 lo fue Julio Cortázar y en los 90, W. G. Sebald), él mismo definió en una de sus obras, Cristóbal Nonato , el abismo que media entre el convencional "lector" y el "elector" inteligente. Aunque sus ficciones venden miles de ejemplares - y aun algunas de las más complejas, como La muerte de Artemio Cruz, Terra Nostra y Los años con Laura Díaz , llegan a varios cientos de miles- , leer a Fuentes es una ceremonia de encantamiento privado, en la que "hay que dejarse caer hasta el fondo de uno mismo", como solía decir Ixca Cienfuegos. El influjo ejercido por su obra tiene que ver no solo con la radiante fascinación de su escritura y la imponencia de sus temas, sino también con la nobleza de sus ideas. En las nervaduras que van uniendo una ficción de Fuentes con otra, se observa siempre la misma voluntad por desenmascarar la hipocresía, comprender y aceptar la infinita diversidad de la especie, poner en evidencia las irrisiones de los dogmas y de los prejuicios. La memorable experiencia de oír a Fuentes hablando en Rosario sobre la historia mestiza de la lengua castellana quizá solo sea comparable a la de su discurso en Alcalá de Henares, cuando recibió el premio Cervantes 1987. Las dos veces, Fuentes rescató -enriqueciéndolas- algunas de las ideas a las que no ha cesado de ser fiel desde que se las oí por primera vez, en el mítico balcón de Buenos Aires: las que definen a la novela como un género inseguro, contaminado, en perpetua situación de búsqueda, y a sus artífices como seres insumisos, incómodos, a los que el poder oirá siempre con temor y desconfianza. O bien las que convocan a la unidad de las Españas dispersas y a la aceptación de una identidad cristalizada por la historia y por la lengua. Aunque Fuentes haya negado, una y otra vez, los dones de profecía que se atribuyen a sus novelas -sobre todo a dos de las más extensas, Terra Nostra y Cristóbal Nonato - , y prefiera decir que quien asume el riesgo de imaginar puede, a veces, crear involuntariamente un cierto futuro, su enorme talento de observador para vislumbrar los horizontes de la pasión humana convierte sus conjeturas literarias en adivinaciones certeras de lo que está por venir. Recuérdense las últimas páginas de Terra Nostra , en las que el planeta exhibe sus llagas milenaristas. Cuando quince años después Fuentes repasó esos problemas en el discurso que pronunció en México durante el llamado Coloquio de Invierno, pudo verificar que algunos de los vaticinios ya estaban allí. Los temores del pasado están regresando -dijo-: los ídolos de las tribus, el fanatismo, la supresión de la crítica. Al mismo tiempo, sin embargo, la sociedad civil se expresa, "de abajo arriba y de la periferia al centro", algo inédito en países donde las cosas sucedían a la inversa. El mundo se ha tornado peligroso -confirmó-, pero América latina, por el hecho mismo de que su identidad ha sido construida sobre la diversidad, está destinada a ser la mediadora ejemplar entre "economía global y nacionalismos resurrectos, separatismos y balcanizaciones políticas, multipolaridad y unipolaridad, norte contra sur". Dado que América latina no tiene una uniformidad racial que proteger ni tradiciones imperiales que preservar; puesto que su riqueza básica es la imaginación y su destreza mayor la libertad para usarla, está en condiciones de aportar las ideas que hacen falta para engendrar un mundo donde la libertad no esté reñida con la justicia. Parecería utópico atribuir ese papel transformador a comunidades aún empobrecidas, afligidas por dictaduras y agobiadas por índices alarmantes de analfabetismo y de mortalidad infantil. Y sin embargo, América latina es el lugar mejor preparado para conferir un nuevo sentido a los ciclones de la historia. En un comienzo de milenio donde los intelectuales se jactan de su cinismo y suponen que las tragedias de la condición humana deben abandonarse a los predicadores, Fuentes es de las pocas grandes voces que siguen creyendo en el poder liberador de la imaginación y de la cultura. Cada uno de sus libros es un acto de fe en el hombre, una deslumbradora piedra en la interminable edificación del mundo. Por eso no dejará de ser oído ni leído: porque desde el principio de los tiempos, la especie no ha sabido vivir en paz sin que un virtuoso le cuente historias en las que todo vuelve a comenzar.El siglo XX está poblado de intelectuales emblemáticos. Ninguno de ellos ha reflejado tan bien como Carlos Fuentes las atmósferas, los humores, las obsesiones y los cambios de piel de América Latina. No es por condescendencia o por instinto que, en los Estados Unidos, los senadores, los editores de periódicos y los diplomáticos subrayan con lápiz rojo los escritos políticos de Fuentes ni es por rendirse al magnetismo de su lenguaje -elegante, preciso, henchido de ideas como un viñedo en las semanas de cosecha- que las opiniones de Fuentes son citadas tan a menudo en los despachos de los ministros de Cultura de Francia, España y el Reino Unido, al tiempo que las repiten las páginas de Le Monde y Libération, de El País y The Guardian. Desde hace más de treinta años los centros de poder y de opinión perciben que América Latina se expresa por boca de Fuentes, y que los deseos apagados del continente, los delirios amordazados por la sensatez, así como el afán de justicia, los sueños insatisfechos, los miedos milenaristas, el mestizaje, la mulatería, los duelos interminables de la civilización y la barbarie, todos esos magmas de lo que se entiende, mal o bien, por identidad latinoamericana, han encontrado siempre en Fuentes a su vocero y su profeta. De tanto en tanto, América Latina suele "pasar de moda" -como se dice frívolamente- en los países industriales. Las ideas de Fuentes no: siempre consiguen reabrir discusiones que ya se daban por clausuradas. En el primer número de la revista Mundo Nuevo, el aún joven novelista, que acababa de publicar Cambio de piel, dio a conocer un credo intelectual del que nunca abjuraría. Para que la palabra sea "reveladora y liberadora", decía entonces, debe también ser disidente. "Nuestras grandes enajenaciones son el paternalismo y el personalismo: la abdicación y la expectativa. Vivimos ansiosos de que nos protejan. El escritor de derecha, obviamente, por los poderes constituídos. Lo malo es que el escritor de izquierda, con demasiada frecuencia, también se protege bajo una sombrilla ideológica que lo exime de pensar con independencia, se disfraza con el decálogo del apocalipsis venidero y deja de escribir, de someterlo todo a juicio a través de la palabra y de la imaginación, que es nuestro mester." Treinta y cinco años después, en En esto creo -su mayor obra de pensamiento y a la vez uno de sus grandes libros-, Fuentes dirá más o menos lo mismo, aunque ahora con el acento de un clásico: "Libertad es la búsqueda de la libertad. Nunca la alcanzaremos completamente". A las certezas de la juventud siguen las dudas de la madurez: el universo puesto en duda; la realidad, también, puesta en duda. "La revolución, a veces, es la fidelidad a lo imposible". Enarbolar las banderas de la herejía, asumir el lenguaje como único medio de acción y no la acción como único lenguaje, desacatar, incomodar, mostrarse insatisfecho, antiprovidencial: tales han sido siempre, para Fuentes, las consignas irrenunciables del escritor latinoamericano. La historia ha dado muchas vueltas impredecibles, las grandes causas han cambiado de signo pero, ante todas esas mudanzas, Fuentes ha mantenido siempre los mismos principios. En nombre de ellos defendió la revolución cubana durante la década del ´60 y se alzó contra la guerra de Vietnam y la invasión de los marines a la República Dominicana. La misma intransigencia contra los dogmas y el autoritarismo determinó que le volviera las espaldas a Fidel Castro después de las diatribas que éste lanzó contra los intelectuales en marzo de 1971, punto casi final del escandaloso "caso Padilla". Y fue por preservar intactos sus ideales que renunció como embajador de México ante el gobierno francés, cuando el presidente Luis Echeverría encomendó la embajada en Madrid al ex presidente Gustavo Díaz Ordaz, responsable mayor -según se creía entonces- de las matanzas de Tlatelolco. Nadie más alejado que Fuentes del conformismo político, como lo prueban las invectivas que suscitó su adhesión a la causa del sandinismo en la década de los ´80 y la renovada fe en el papel crítico del socialismo que siguen expresando sus discursos. Ningún otro latinoamericano, tampoco, ha refutado con tanta inteligencia las insensateces imperiales de George W. Bush, cuya idea de la "democratización universal" es una perversión de la palabra democracia, según lo demuestra Contra Bush, su libro más militante. En todas las sinuosas vueltas del siglo XX y en lo que va del XXI, Fuentes no incurrió en una sola contradicción ideológica. Aferrado al palo mayor de sus principios, mientras la tempestad rugía por los cuatro costados, se mantuvo fiel a las mismas ideas de la juventud. Hizo repetidas profesiones de fe contra el servilismo, la explotación, el autoritarismo, los dogmas, el provincianismo, las teologías políticas y económicas. Y se pronunció a favor de la autoderminación de los pueblos, de la democracia, del derecho de los latinoamericanos a bañarse en las aguas de todas las tradiciones culturales ("Puesto que hemos sido los últimos en llegar, la cultura de cualquier parte es también nuestro patrimonio"). Apoyó los desacatos del lenguaje, vinieran de donde viniesen, los alzamientos contra el conformismo literario, la duda metódica ante cualquier verdad indisputable. Hubo un momento, a mediados de los ´80, en que Fuentes parecía estar en todas partes: justificando la loca imaginación latinoamericana, desenmascarando el cinismo que Ronald Reagan había entronizado en la Casa Blanca, estimulando a los lectores de The New York Times Book Review a sumirse en los laberintos de las grandes novelas de Augusto Roa Bastos o de Fernando del Paso, con una generosidad rara entre los escritores de primera línea. Se le veía también prodigarse en las universidades grandes y pequeñas de México y Estados Unidos para abrir las puertas de la lengua española y contribuir a que los infinitos dones de la inteligencia latinoamericana fueran redescubiertos. Por la originalidad y honestidad de lo que decía, acabó convirtiéndose -sin que él lo buscara y sin que casi se diera cuenta- en la conciencia estética y el emblema moral de América Latina, en el termómetro con que los poderes de cualquier signo medían las temperaturas del continente. El novelista que había encandilado a dos generaciones con los fantasmas de Aura, con el ascenso hercúleo de Cortés al Popocatépl en Terra Nostra y con las zancadillas políticas sin fin de La Silla del Águila, parecía haber descubierto la perdida piedra filosofal de la América precolombina: el arte de transformar a las multitudes por la hipnosis de la palabra. Como no estaba comprometido con otra causa que no fuera la de sus convicciones ni tenía más ambición que la de mantenerse leal a sí mismo, las ideas de Fuentes fueron atentamente seguidas tanto por senadores ultramontanos como Jesse Helms -uno de los conservadores más extremos de los Estados Unidos- como por el eterno Fidel Castro. Los reyes de España y el primer ministro Felipe González lo invitaban a cruzar el Atlántico en sus aviones para discutir el lenguaje común con el que España y la América española podían hablarle al planeta en las décadas por venir, y los presidentes de México no se perdían ni una sola de sus advertencias sobre las hecatombes de la venalidad política y los riesgos de la integración con los vecinos de más al norte. Fue el rey Juan Carlos quien lo ordenó caballero de la lengua castellana en Rosario, Argentina, cuando citó -él, que es tan parco en dar nombres propios- a Fuentes y su feliz expresión "Somos todos hijos de la Mancha". Eligió esa frase porque resume un linaje, un mandato, y también un símbolo: respiramos el mismo idioma y soñamos el mismo sueño redentor de Don Quijote. Interesado por todo lo que tenga el aroma de la vida (¿acaso no dijo él alguna vez, en los remotos ´60, que "se escribe con todo lo que está vivo para uno: el amor, la violencia, el sexo, las drogas, la pérdida, la familia, el trabajo, la derrota"?), Fuentes es el último de los renacentistas en un continente intolerante con los renacimientos. Al despuntar el año 2000, concibió la idea de reunir en un foro de discusión constante a los más importantes políticos, hombres de empresa e intelectuales de América Latina, España y Portugal. Por primera vez, seres lúcidos con intereses a menudo antagónicos se encerraron en un mismo ámbito -primero en la Ciudad de México, luego en Buenos Aires, Toledo, Campos de Jordao en Brasil y Cartagena de Indias- para cotejar puntos de vista sobre temas tan sensibles como las relaciones de los países del área entre sí y con los Estados Unidos, las derivaciones sociales de la economía de mercado, la corrupción, los gastos militares, los declives de la educación y la salud. Lo que Fuentes bautizó como Foro Iberoamérica se convirtió en una formidable máquina de pensar una realidad aquejada por disputas históricas y recelos nacionales, hasta convertirla en una curiosa fraternidad de ideas. La institución, ahora perdurable, acaso prevalecerá como una de las mayores creaciones de Fuentes y, a la vez, como la más insólita reunión de personajes sin tiempo libre que entregan más de tres días de su vida, todos los años, al acto puro de reflexionar sobre el continente sin otro interés que ése: descubrir otras miradas inteligentes sobre un mismo paisaje. La indomable energía de Fuentes, lejos de menguar con los años, se multiplica. Desde 1991 ha publicado una docena de obras, entre las que están algunas de sus novelas más notables. 1991 deparó La campaña, una formidable exploración del siglo XIX -que puede también leerse, igual que Terra Nostra y Cristóbal Nonato, como una interrogación a las claves del Milenio naciente-; en abril de 1993 dio a conocer los relatos de El naranjo o los círculos del tiempo, en los que juega diestramente con los puntos de vista y los pronombres personales. En 1992 dio a conocer El espejo enterrado, que se interna en las fuentes de la cultura precolombina para interrogar el presente. Del 2003 es su monumental reflexión sobre la pintura, Viendo visiones. Hacia 1994 terminó los relatos de La frontera de cristal, al mismo tiempo que publicana Diana o la cazadora solitaria, una de sus ficciones más complejas. Siempre hay uno o dos libros de él asomándose en el horizonte, por lo que no hay inquinas ni elogios capaces de darle alcance. "La escritura de novelas largas me deja exhausto", dijo Fuentes a comienzos de la última década del siglo XX, luego de pasar revista a las 570 páginas de Cristóbal Nonato, las 550 de Cambio de piel y a las casi 800 -muy apretadas- de Terra Nostra. Y sin embargo, ya estaba trabajando en la red de historias sin fin de Los años con Laura Díaz, que se extienden en 600 páginas de caja grande. Publicada once meses antes del fin del siglo, esa obra maestra es un acabado resumen del país que asistió a la agonía del porfiriato, a la revolución de Villa y de Zapata, a las luces de los emigrados españoles y latinoamericanos y a la oscuridad de Tlatelolco. Como en La Silla del Águila (2003), otro prodigio de arquitectura narrativa, el tema central es el tiempo, pero el tiempo de México, es decir, un tiempo cíclico, a menudo inmóvil: un perpetuo regreso a los pasados. En Tiempo mexicano, Fuentes se preguntaba si "podemos, simultáneamente, hacer presentables todos nuestros pasados y utilizarlos para la comprensión y la justificación tanto de la vida como del orden externo de las cosas". Es decir, si es posible rehacerse, reconstruirse, recuperarse. No siempre la respuesta es la misma: el tiempo se mueve, y la dirección en que lo hace -la ilusión constante es que se mueve hacia adelante, pero a veces no es así- determina la redención o la perdición. La edad del tiempo ha llamado Fuentes a la gran comedia humana de sus ficciones. Y edad, allí, significa también identidad. En el vaivén de las parejas, en el juego incesante de la pasión, advierte que somos lo que somos, pero a la vez somos otros cuando se nos sitúa en relación con alguien. En otra de sus grandes novelas, La muerte de Artemio Cruz, ese ajedrez de la identidad es nítido. Artemio muda de piel cuando está con Padilla o con Catalina, y vuelve a mudarla con su hijo Lorenzo. Los otros, como el tiempo, nos rehacen. Conocí a Carlos Fuentes en Buenos Aires, la primavera austral de 1962, cuando él volvía del Congreso de Intelectuales organizado por la Universidad de Concepción, en Chile. Allí había deslumbrado a todo el mundo, desde Pablo Neruda hasta el arisco José María Arguedas. Lo recuerdo de pie en un frágil balcón de la calle Arenales, en el séptimo piso de un departamento elegante, a la caída de la tarde, admirando las espaldas de una mujer espléndida que escuchaba, extasiada, una disertación de Ernesto Sábato sobre la decadencia de la novela francesa. Junto a Fuentes estábamos Augusto Roa Bastos, Enrique Pezzoni, José Bianco y yo mismo, sin abrir la boca. Siempre creí que también estaba allí Julio Cortázar, quien había llegado a Buenos Aires en esos días. Fuentes me ha corregido la memoria: no era Cortázar sino Francisco Petrone, el actor argentino por quien él sintió desde el principio una admiración que nunca declinó. En Buenos Aires acabábamos de leer Aura y ya habíamos releído La región más transparente. A todos nos parecía imposible que alguien tal joven fuera a la vez tan maduro, tan dueño del instrumento que tañía y, a la vez, tan sabio, con un sentido del humor tan veloz. Fue la primera vez que le oí hablar de un proyecto de varias novelas sobre dictadores, compuestas por los jóvenes recién llegados a la literatura latinoamericana, cuyo irónico título común debía ser Los padres de la patria. Allí mismo trató de convencer a Roa Bastos para que se hiciera cargo del volumen dedicado al doctor Francia y a Bianco para que se ocupara de Rosas o de Perón. Bianco contestó, con aterrada cortesía, que la novela histórica no le interesaba pero que de todos modos iba a pensarlo. Roa estaba metido de narices en los libretos de cine con los que se ganaba la vida y la idea de Yo el Supremo, que ni siquiera le rondaba por la cabeza, brotó tal vez de aquella inesperada invitación. Fuentes reclutaba adictos por todas partes: en Chile había convencido (o al menos así lo creía) a José Donoso para que escribiera sobre Balmaceda y a Jorge Edwards para que se ocupara de Melgarejo. ...l mismo hablaba con fruición de la enorme novela que pensaba consagrar al dictador Antonio López de Santa Anna, héroe de Tampico y de El Alamo, quien había enterrado con increíble pompa, hacia 1838, la pierna perdida mientras disparaba sus cañones contra la flota francesa en Veracruz. En un continente provinciano, que canonizaba el regionalismo y abjuraba -todavía, a un año apenas de su consagración en Formentor- de los espejos y laberintos de Borges, a la vez que ignoraba (o simulaba ignorar) la voz en sordina de Rulfo, las pesadillas de Felisberto Hernández y el barroquismo elegante de Alejo Carpentier, Fuentes fue el primero que se propuso imponer a la narrativa latinoamericana la conciencia de que era única, universal, libre de falsas tradiciones telúricas y de fantasmas campesinos; el primero que la salvó de su secular complejo de inferioridad y la forzó a respirar el oxígeno del mundo. A él, más que a ningún otro, se debe la idea de que el lenguaje común y la naciente fe común en América Latina podía convertir al continente en el laboratorio de un mundo mejor. Para los argentinos, que llevábamos décadas oyendo hablar, con supremo engolamiento, de las esencias "invisibles" de la nacionalidad, y que nos habíamos pasado los últimos años discutiendo, con toda seriedad, si escribir no era un modo de conjurar el terror que nos imponía "el silencio de Dios", las implacables reflexiones sobre lo mexicano que Fuentes ponía en boca de sus personajes, como quien no quiere la cosa, vertían sobre nosotros una naturalidad y un aire fresco con el que lavábamos el almidón de nuestros próceres literarios. Recuerdo la marca de fuego que nos había dejado en la imaginación la divisa de Ixca Cienfuegos, uno de los inolvidables personajes de La región más transparente: "Sé tú mismo, con todas las condiciones de tu vida", y también el entusiasmo con que se la repetí a Fuentes aquella tarde, en el balcón de Buenos Aires. Volví a encontrarlo muchas otras veces en los años que siguieron, tanto en su casa de Hampstead, Londres, como en la que le alquiló al novelista James Jones en la isla de Saint-Louis, París; durante el festival de Cannes de 1975 y en la embajada de México ante el gobierno de Francia, donde tuvo la generosidad de cobijarme algunos días cuando yo, exiliado reciente, andaba en busca de un país al que huir de la barbarie argentina. Luego nos vimos en nuestras propias casas vecinas de Washington, durante las semanas en que ambos coincidimos como fellows del Wilson Center, y hasta en algún desayuno en el hotel Carlyle de Nueva York, mientras él corregía las pruebas de la edición norteamericana de Cristóbal Nonato. Y tres o más veces por año en el ya difunto hotel Delmónico de Manhattan o en las asambleas del Foro Iberoamérica. En cada una de esas ocasiones sentí que estaba ante una inteligencia única, siempre en guardia, y ante un ser humano generoso con sus dones e insólitamente generoso en el reconocimiento de los dones ajenos. Uno de los placeres de su compañía son sus infatigables juegos intelectuales, que pueden aludir a una novela perdida del perdido Halldór Laxness o a versos de juventud de José Gorostiza, Salvador Novo y Jaime Torres Bodet: lo he oído enhebrarlos y entreverarlos al azar, hacia arriba y abajo, hasta componer la música de un poema que es de ninguno de los tres. Lo he oído también improvisar corridos mexicanos sobre el tema que se le pusiera por delante, sin vacilar en las rimas ni en las cadencias, con un arte que resucita a los rapsodas griegos y -en versión menos educada- a los payadores argentinos o a los albureros de su país natal. Cada nuevo libro de Fuentes ha sido siempre una sorprendente aventura verbal, en la que todo se pone a prueba: desde la estructura del relato hasta el incesante hacerse y deshacerse de los personajes. Esa búsqueda sin tregua lo ha llevado a defender otros osados experimentos narrativos como si en ello le fuera la vida, ya sea en la obra de Milan Kundera o en la de Paul Auster como en la de Gabriel García Márquez y la de Salman Rushdie. Esa pequeña comunidad internacional de revolucionarios del relato ha terminado por ser, también, una comunidad que está enseñándole al mundo a imaginarse y a leerse de otro modo. Y la increíble respuesta no es ya el interés, el respeto, la adicción o la indiferencia que siempre se ha dispensado a los escritores. En este caso hay también devoción. Fuentes es, por un lado, un personaje seductor, hacia quien -donde quiera esté, y con frecuencia muy a su pesar- apuntan los reflectores de la fama, y por el otro un novelista disciplinado, extremadamente laborioso, que jamás ha querido hacer concesiones a la comodidad del lector o a las exigencias del mercado. Narrador refinado, casi de culto (como en los años ´50 lo fue Julio Cortázar y en los ´90 W. G. Sebald), él mismo definió en una de sus obras, Cristóbal Nonato, el abismo que media entre el convencional "lector" y el "elector" inteligente. Aunque sus ficciones venden miles de ejemplares - y aun algunas de las más complejas, como La muerte de Artemio Cruz, Terra Nostra y Los años con Laura Díaz, llegan a varios cientos de miles- , leer a Fuentes es una ceremonia de encantamiento privado, en la que "hay que dejarse caer hasta el fondo de uno mismo", como solía decir Ixca Cienfuegos. El influjo ejercido por su obra tiene que ver no sólo con la radiante fascinación de su escritura y la imponencia de sus temas, sino también a la nobleza de sus ideas. En las nervaduras que van uniendo una ficción de Fuentes con otra, se observa siempre la misma voluntad por desenmascarar la hipocresía, comprender y aceptar la infinita diversidad de la especie, poner en evidencia las irrisiones de los dogmas y de los prejuicios. La memorable experiencia de oír a Fuentes hablando en Rosario sobre la historia meztiza de la lengua castellana quizá sólo sea comparable a la de su discurso en Alcalá de Henares, cuando recibió el premio Cervantes 1987. Las dos veces, Fuentes rescató -enriqueciéndolas- algunas de las ideas a las que no ha cesado de ser fiel desde que se las oí por primera vez, en el mítico balcón de Buenos Aires: las que definen a la novela como un género inseguro, contaminado, en perpetua situación de búsqueda, y a sus artífices como seres insumisos, incómodos, a los que el poder oirá siempre con temor y desconfianza. O bien las que convocan a la unidad de las Españas dispersas y a la aceptación de una identidad cristalizada por la historia y por la lengua. Aunque Fuentes haya negado, una y otra vez, los dones de profecía que se atribuyen a sus novelas -sobre todo a dos de las más extensas, Terra Nostra y Cristóbal Nonato- , y prefiera decir que quien asume el riesgo de imaginar puede, a veces, crear involuntariamente un cierto futuro, su enorme talento de observador para vislumbrar los horizontes de la pasión humana, convierte sus conjeturas literarias en adivinaciones certeras de lo que está por venir. Recuérdense las últimas páginas de Terra Nostra, en las que el planeta exhibe sus llagas milenaristas. Cuando quince años después Fuentes repasó esos problemas en el discurso que pronunció en México durante el llamado Coloquio de Invierno, pudo verificar que algunos de los vaticinios ya estaban allí. Los temores del pasado están regresando -dijo-: los ídolos de las tribus, el fanatismo, la supresión de la crítica. Al mismo tiempo, sin embargo, la sociedad civil se expresa, "de abajo arriba y de la periferia al centro", algo inédito en países donde las cosas sucedían a la inversa. El mundo se ha tornado peligroso -confirmó-, pero América Latina, por el hecho mismo de que su identidad ha sido construída sobre la diversidad, está destinada a ser la mediadora ejemplar entre "economía global y nacionalismos resurrectos, separatismos y balcanizaciones políticas, multipolaridad y unipolaridad, norte contra sur". Dado que América Latina no tiene una uniformidad racial que proteger ni tradiciones imperiales que preservar; puesto que su riqueza básica es la imaginación y su destreza mayor la libertad para usarla, está en condiciones de aportar las ideas que hacen falta para engendrar un mundo donde la libertad no esté reñida con la justicia. Parecería utópico atribuir ese papel transformador a comunidades aún empobrecidas, afligidas por dictaduras y agobiadas por índices alarmantes de analfabetismo y de mortalidad infantil. Y sin embargo, América Latina es el lugar mejor preparado para conferir un nuevo sentido a los ciclones de la historia. En un comienzo de milenio donde los intelectuales se jactan de su cinismo y suponen que las tragedias de la condición humana deben abandonarse a los predicadores, Fuentes es de las pocas grandes voces que siguen creyendo en el poder liberador de la imaginación y de la cultura. Cada uno de sus libros es un acto de fe en el hombre, una deslumbradora piedra en la interminable edificación del mundo. Por eso no dejará de ser oído ni leído: porque desde el principio de los tiempos, la especie no ha sabido vivir en paz sin que un virtuoso le cuente historias en las que todo vuelve a comenzar.


Carlos Fuentes
El mago y su doble
La escritora argentina evoca etapas de una amistad que tuvo como escenarios ciudades de Europa y de Estados Unidos. En todo lugar y tiempo, el mexicano desplegó una generosidad y un entusiasmo inagotables

Por Luisa Valenzuela
Para LA NACION
La edad del tiempo es el título bajo el cual Carlos Fuentes va reuniendo buena parte de su vasta obra. Una paradoja más de las tantas que le gusta explorar, porque sabemos que el tiempo no tiene edad. Y parecería que Carlos Fuentes tampoco. Su obra nació madura con La región más transparente, la novela inicial que en estos meses celebra su primer medio siglo, y conserva una constante juventud hecha de sorpresas y de hallazgos. “Hombre del Renacimiento”, lo califican los críticos angloparlantes por el vasto espectro de su saber, que más allá de la literatura abarca el mundo de la política, de las artes plásticas, del cine, de la arqueología y la antropología mexicana, de la crítica literaria. Una vastísima erudición que hace pensar en el don de la ubicuidad. Como su persona, que suele estar en todas partes además de interesarse por todos los temas. Durante nuestro largo diálogo telefónico, que entabló sin el menor apuro, pensé que actúa como si tuviera un doble, porque su actividad social (en ambos sentidos de la palabra) no parecería dejarle tiempo para escribir. O para dormir. Y vino a mi memoria el cuento de Henry James, “La vida privada”, en el cual un dramaturgo de asidua presencia en los círculos intelectuales británicos tiene un íncubo o sombra que le escribe los textos tan aplaudidos. “Son dos”, dice el narrador, “uno sale, el otro se queda en casa. Uno es el genio, el otro es el burgués, y es solo al burgués a quien conocemos personalmente”. El personaje público del cuento es opaco y aburrido, en cambio a Fuentes su original inteligencia y agudeza mental nunca lo abandonan, ni siquiera en los momentos más duros de su vida. Por eso no le mencioné el cuento, aunque el espíritu de James estaba allí, latente. Más tarde, cuando reencontré una entrevista que le había hecho diez años atrás, descubrí que Carlos mismo lo había traído a colación de manera vaga, sin recordar detalles pero, como siempre, atento al tema del doble y del fantasma, vías de acceso para ver y traducir lo que está inscrito más allá de la barrera de la muerte. Y también para denunciar esa imposibilidad humana: la mismidad. Somos a la vez nosotros y el otro que dormita en la penumbra inconsciente, y en cualquier momento puede despertar de un salto para atacar a traición, y si la literatura romántica hace su agosto con amenazas semejantes, la literatura de Fuentes le confiere un estatus inquietantemente contemporáneo. A Carlos Fuentes lo conocí en París en 1973, en casa de Fernando Botero. Silvia Lemus, su joven mujer, estaba embarazada de su primer hijo (Carlos Fuentes Lemus), ese talento precoz lamentablemente fallecido (1973-1999), pero seguía con sus programas para la televisión mexicana. Cuando los llamé como habíamos acordado, Carlos me conminó a tomar un taxi y llegar a su departamento de inmediato porque Silvia estaba entrevistando a Eugène Ionesco. Yo quería conversar con él, él me ofreció un bonus. Así siguió actuando siempre, Carlos Fuentes, con su enorme generosidad intelectual. Cuando recibió junto con García Márquez una beca del gobierno mexicano para creadores eméritos y ambos decidieron donarla, fue Fuentes quien propuso la idea de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, la misma que desde 1994 hace de Guadalajara un centro excepcional para el diálogo del subcontinente. A lo largo de los años, mis reencuentros con Carlos y con Silvia Fuentes fueron múltiples, muy variados, memorables todos. Pero quizás el más impactante para mí fue en el 83, cuando nos invitaron a ambos a leer –en inglés por cierto– en la 92nd Street Y de Nueva York, prestigioso auditorio donde todos los lunes dos escritores de renombre presentan su obra. Siempre el segundo en leer es mucho más prestigioso que el primero, claro. No éramos amigos aún, lo había visto muy poco en esos años, solo compartíamos editor y Fuentes había sido generoso con su frase de contratapa para mi novela. Habría de descubrir aquella noche que su generosidad no conoce límites. Porque en cuanto recibimos la invitación propuso que hiciéramos algo original: escribiríamos un diálogo para recién después leer cada uno extractos de la propia obra. Me pareció un honor intimidante al máximo. Pasaron los meses sin que yo supiera nada de Fuentes, que estaba de viaje, y preferí callar. Hasta que en la última semana organizamos el texto, y ahí estaba yo, en bambalinas, espiando una sala repleta –900 butacas, entradas a buen precio– y queriendo desaparecer. Pero llegó el momento de salir a escena y hacer la presentación tal como lo acababa de proponer Fuentes: Ladies, dijo él, and Gentlemen, agregué yo, para luego decir al unísono Welcome to the North- South Dialogue. Y así largó lo que fue para mí la más maravillosa experiencia escénica, porque la energía que manaba de ese hombre me iba llegando como un espaldarazo y me izó a su altura, la de alguien que ama al público y está dispuesto a brindarle lo mejor de sí. Y he ahí un secreto de Fuentes, pienso ahora, el ponerse en juego de cuerpo entero y con toda felicidad y dedicación: en su obra, en sus llamados al diálogo político, en sus presentaciones públicas y hasta en sus encuentros más simples y amistosos. Hay miles de ejemplos, por todo el mundo por donde pasa, de esa fuerza, ese entusiasmo intelectual. El mismo que puso para crear la Cátedra Alfonso Reyes en el Instituto Tecnológico de Monterrey, a fin de que los egresados no solo sean los principales ingenieros y técnicos mexicanos sino que tengan además una sólida preparación humanística. Cada año, en las reuniones del consejo consultivo de la cátedra, al que tuve el orgullo de pertenecer, entrar en el auditorio del Tec junto con Fuentes era recibir una fervorosa ovación de pie. Nos reíamos mucho. En este diálogo le recordé sus dotes de actor, y pregunté sobre su experiencia al respecto. “Fue de joven pero nada serio”, me dijo, “eso sí, admiro a los actores, soy muy cinéfilo, muy teatral y muy operístico, me encanta el espectáculo”. Nadie lo pone en duda. Y cuando Teresa Costantini lo invitó a actuar en una de sus películas, Fuentes le contestó que solo aceptaría si el papel era parecido a uno de Arturo de Córdova. Resultó imposible, él era demasiado joven o demasiado viejo para el rol, no recordaba. Aunque, acotó, el tema de la edad es una simple cuestión de voluntad. Y sí: la edad del tiempo.

La transparencia en la opacidad
En esta conversación telefónica, la autora de El Gato Eficaz habla con su amigo mexicano de la vasta obra iniciada con La región... y que ahora culmina con una nueva novela, La voluntad y la fortuna, de la que ya ha escrito seiscientas páginas. Esa frondosa producción abarca los temas cruciales del continente americano

Por Luisa Valenzuela
Para LA NACION
Mientras escucho el sonido de llamada me siento avanzar por callejuelas de rotundos adoquines entre muros de piedra y enredaderas hasta su casa en San Jerónimo, aunque la conversación será telefónica. Estoy inmersa en la literatura de Carlos Fuentes. Escritor generoso, que promueve cercanías a pesar de vivir una mitad del año en México, la otra en Londres, la tercera asistiendo a congresos y dando conferencias por el mundo. Sí. Su milagro, entre otros, es vivir como si el tiempo fuera elástico, prodigándose en obra y en persona. En estos días su primera novela, La región más transparente, cumple cincuenta años, y quienes la hemos leído años ha y la releemos hoy nos encontramos ante una obra nueva, absolutamente actual y premonitoria. Se lo comenté en una llamada previa y Carlos recordó que "un intelectual mexicano que no quiero nombrar" dijo después del lanzamiento que México producía un genio literario por mes, y le había tocado a La región.. . Esa frase quizá marcó el instante cuando el tiempo se volvió fuentiano , porque aquel mes de 1958 resultó ser el más largo de la historia. La obra de Carlos Fuentes es vasta, multifacética, abarcativa. De su nueva novela, La voluntad y la fortuna, ha completado ya 600 carillas. Le pregunté cuántas páginas en total llevaba escritas hasta ahora. "Nunca las voy a contar" me respondió. "No quiero competir con el anuario telefónico". -Fue para mí un deslumbramiento volver a sumergirme en La región más transparente, novela que invita a irse acercando con cautela a lo profundo. Siempre me desconcertaron esos capítulos iniciales (luego del monólogo de Ixca Cienfuegos) que arrojan plena luz sobre la frivolidad burguesa, como una trampa juguetona. ¿Por qué arranca así? -Porque esa es la apariencia de la ciudad, su capa externa. En aquellos años, sobre todo, dominaban las páginas sociales. Era una burguesía que se estrenaba, que quería mostrar sus lujos, sus mujeres, sus propiedades, su incultura, con lo cual se rodeaba de algunos intelectuales fantoches que decían frases célebres. Era todo el aspecto exterior de la sociedad. Detrás había otra cosa, pero el escenario era ese. No podía dejarlo a un lado. -Lo que más me impresionó fue notar cómo todo tu futuro proyecto literario está condensado ya en esa primera novela. ¿Tenías conciencia de un plan desde el comienzo? -No, no, para nada. Mira, hasta Cristóbal Nonato , en 1987, no pensé en eso. Entonces me dije "Estoy viviendo en el infierno blanco. Ese infierno blanco te hace recogerte en ti mismo". Y ahí nació el proyecto de La edad del tiempo . Pero, claro, desde que leí La comedia humana de Balzac, lo tenía metido por ahí, en algún resquicio del cerebro. -Para pintar tu país, ¿cómo influyó el hecho de haber nacido en Panamá, vivido de pequeño en Washington, de adolescente en la Argentina? ¿Eso te abrió a una doble mirada? -Hay dos maneras de ver un país. Una es la de Rulfo, que es más profunda. El está metido en la tierra y prácticamente no salió de México hasta los treinta o cuarenta años... -Sos la cara opuesta a Rulfo en todos los aspectos. El anti Rulfo. -No, no quiero decir el anti Rulfo, porque lo admiro mucho. Y creo que la suya es una gran obra. Lo que quiero decirte es que ese surco borroso se debe mucho a su permanencia en el país, a la perspectiva desde dentro del país. Con los vicios y las virtudes que eso implica, yo tenía la oportunidad constante de salir de México y de ver México desde fuera. Primero, de sentirme mexicano en el extranjero. Cuando Cárdenas expropió el petróleo yo tenía ocho años, mi padre era consejero jurídico de la embajada en Washington y por primera vez dije: "¡Carajo! ¡Soy mexicano!". Pero siempre es una ventaja la de poder ver el país en perspectiva y críticamente. -¿Ya habías estado en México varias veces? -Sí. Todos los veranos los pasaba con mis abuelitas. Todo lo que yo sé del pasado mexicano lo sé por ellas, que me contaban esas grandes historias. Una venía de Veracruz y la otra de Mazatlán, de Sinaloa. Eran historias de las dos costas. Historias fantásticas. -Y la narración tenía lugar en la montaña, ¿no? Se ve en tu obra, el vaivén de lo tropical a lo tremendamente cerrado, serrano... -Yo veo a México como un país de tres pisos: hay la costa y los valles, y luego hay la montaña y el desierto. Son las cosas que definen realmente a México. Y su incomunicabilidad. Cuando Carlos V le preguntó a Cortés cómo era México, Cortés tomó un pergamino, lo arrugó, se lo puso delante y dijo: "Esto es México". Es decir que la comunicación entre mexicanos es muy reciente, Luisa. Y lo raro es que recién la revolución rompió las barreras. Digo, Villa viene desde Chihuahua con toda su gente armada, a tomar café a Tambos, a invadir la ciudad de México y a mostrar la otra cara del país, la que el porfiriato escondía. -A lo largo de los años en ese pergamino arrugado por Cortés vos fuiste escribiendo la historia del país. -Bueno, después de alisarlo un poquito. Estaba muy arrugado. -Las arrugas son importantes, las arrugas aparecen en tus viejas excepcionales, y las exaltás. -Sí, sí. Es un país con ancianos maravillosos. Todos los países tienen ancianos maravillosos, pero los nuestros son especiales. Y se están muriendo, están desapareciendo. Ahora la mitad de la población tiene menos de 25 años. Somos ciento diez millones, veinte millones solo en la ciudad, imagínate. -La región más transparente transcurre cuando eran cuatro millones los habitantes del Distrito Federal, y allí ya hacés alusión a cómo avanza el deterioro. Fuiste el primer novelista "urbano" en México, y esa ciudad despiadada sigue siendo tu escenario favorito. -Es una ciudad que exige el odio como precio del amor, y el amor como precio del odio. No puedes escaparlo. La ciudad es un gran tema literario, basta con leer la Petersburgo de Gogol, o el París de Balzac, o el Londres de Dickens. Yo estoy convencido de que Londres es una ciudad que decidió parecerse a las novelas de Dickens, no al revés. -¿Cuándo dejó la ciudad de México de ser "la región más transparente del aire"? -La frase, como tú sabes, es muy vieja, de Sófocles. Y luego la toma el barón de Humboldt para aplicarla al valle de México. Ya en 1940 Reyes escribe un hermoso ensayo que se llama Palinodia del fuego y dice: "¿Qué habéis hecho de mi región más transparente? Esto se ha llenado de turbiedad, de polvo, de grisura...". Imagínate lo que diría Reyes si resucitase. Aquí estoy, hablando contigo y llorando, ¿sabes? No por la emoción que me procuras, sino porque los ojos me arden. -Ojalá fuera de emoción. Pienso en la transparencia del mal, de Baudrillard. Baudrillard dijo que tras todas las cosas y los hechos siempre se transparenta el mal. En tu obra la situación se invierte, el mal está a flor de piel y lo que transparenta es el secreto de aquello que permanece oculto bajo tierra, como el mundo de Teódula en La región..., como ocurre en Una familia lejana o en Terra nostra, o con los fantasmas que suelen habitar tus cuentos. -Sí, siempre vas pasando de capas de transparencia a capas de opacidad mayor, buscando, paradójicamente, la transparencia en la opacidad. Esa es la paradoja de la escritura. -Paradoja que tan bien sabés exprimir. Como lo hacés con la metonimia, esa continuidad de lo superficial y lo profundo, de lo viejo y lo nuevo. -Mira, es la gran lección de la poesía moderna. Neruda o a T. S. Eliot. Todo ese ingreso del mundo cotidiano a la poesía es lo que me enseñó, más que cualquier otra cosa, la lectura de la poesía contemporánea. -Es interesante que hayas cursado la carrera de Derecho. En una charla contaste que al quejarte de esa imposición, Alfonso Reyes te dijo que la tacita de café, es decir la literatura, necesitaba un asa para poder sostenerla. ¿En qué medida el estudio de las leyes te ofreció un asa, más allá de lo económico? Porque también es admirable cómo lográs sostener los diversos temas hasta casi agotarlos. En cada libro tuyo, no solo en La región más transparente, vas por un camino, por otro, por otro, siempre explorándolos a fondo e intentando atravesar las barreras de lo imposible de ser dicho. -Bueno, te digo que no me resistí mucho, como tú sabes, a estudiar Derecho. También mi padre me decía: "Tienes que entrar, porque el escritor se muere de hambre". Y yo les agradezco, porque tuve grandes maestros y porque pertenecí a una buena generación. Estaban Porfirio Muñoz Ledo, Víctor Flores Olea, Javier Wimer, que son mis amigos de toda la vida. Pero sobre todo despertó mi fantasía desbocada: tuve que asumir los ropajes áticos, tuve que estudiar Derecho Romano con su exigencia de claridad y brevedad que se resume en frases gloriosas: pacta sunt servanda , ¿qué más puedes decir? "Los tratados se cumplen." Allí había una gran concisión que me apasionó. Fue una formación paralela a la vocación literaria, si quieres. -Posiblemente también te dio las herramientas para explorar. Cuando hablabas de derecho romano, pensé en la figura del homo sacer que trabaja Giorgio Agamben. El hombre que no puede ser sacrificado porque está consagrado de antemano a los dioses, pero que cualquiera tiene derecho a matar. Es como el destino de muchos de tus personajes. Yo sé que te interesa Wittgenstein, no sé si has leído a Agamben -No, no he leído mucho a Agamben, pero los dioses, ¿no? son algo en lo que ya no creemos. Todos sabemos que los dioses son hechura nuestra, aunque tengo mis dudas Hasta mi último momento las tendré. -La duda es siempre la gloriosa posibilidad dentro de la cual te movés. -Sí, si no, no escribes. Mira, la literatura está hecha de incertidumbres, de cuestiones. La política es ideológica; la religión, dogmática, pero la literatura es incierta en todo sentido. -Claro. Por eso huís de la religión dogmática y escribís sobre las religiones infinitamente más unificadoras de los mundos indígenas. -Porque yo vivo en un país donde lo importante no es lo religioso sino lo sagrado, que son dos cosas distintas. -Estaba pensando en la dificultad de tocar lo sagrado con el lenguaje, cosa que vos elaborás a fondo. La búsqueda ya está entablada en La región más transparente, donde los diálogos interiores aparecen en bastardillas para lograr poner en palabras lo no dicho. Una progresión constante, hasta que en Cristóbal Nonato el protagonista habla desde la no palabra. -Bueno, estás siempre dándole oportunidad, en lo que escribes, a lo no dicho. La palabra es un terrible desafío, Luisa, porque estamos hablando y no es un momento de refrigerio. No, cuando te sientas a escribir vas a usar un lenguaje que no es un lenguaje de la calle, aunque lo emplees, sino que vas a tratar de convertir el cobre en oro. -Si bien, al mismo tiempo, no renunciás al cobre en ningún momento. Todo lo contrario. Sabés sacarle el mejor lustre. -Un escritor no renuncia a nada. Un pintor puede renunciar al cobre del color y la forma cotidianos, y un músico es la abstracción total, ¿verdad? A qué se están refiriendo Bach o Beethoven, yo no sé. En la literatura, estás atado a la realidad cotidiana de la palabra. Y es el desafío mayor, porque debes darle a esa realidad otra verdad, y otro brillo, y otra importancia, y otra trascendencia. La palabra te está mirando a la cara y diciendo: "Somos un pan". "¡No! ¡Eres algo más: eres alimento de los dioses!" -Pienso en Heidegger, ¿no?: el lenguaje como la casa del ser. Escritores como vos tratan de habitarla desde el altillo hasta los más profundos sótanos. Además, creo que tu escritura es la del movimiento: "No somos, estamos siendo, constantemente" dicen tus personajes. -Yo soy de la familia de Heráclito. -No cabe duda. Y de Spinoza también, con su "pasión alegre". -Cierto, de Spinoza, mucho. En la novela en la que estoy trabajando, protagonizada por dos hermanos antagónicos, cierto profesor de una escuela religiosa les sugiere: "Para tener un buen debate, tú vas a ser San Agustín y tú vas a ser Nietzsche". Y ellos no logran ponerse de acuerdo, por lo cual el profesor les dice: "No llegan a un acuerdo porque no han leído a Spinoza; pues yo soy Spinoza, y van a ver cómo todo se concuerda en Spinoza". Spinoza no se dobló ante la Iglesia y no se dobló ante el Estado. Siempre fue independiente, puliendo sus cristales y viendo cómo se movían las hormigas. -Como si me hablaras de tu proyecto de vida. Volviendo a la casa del ser, y dado que vas estructurando tus personajes a través del lenguaje, ¿creés que la mujer ocupaba un lugar diferente al del hombre en esa casa, que es distinto su acercamiento a la palabra? -Bueno, ese es un tema muy complejo, porque indudablemente la voz de Virginia Woolf no es la misma que la de T. S. Eliot. Sin embargo, Madame Bovary y Ana Karenina no existen si no las escriben hombres. -Sí, pero ¿son voces de mujeres o son imágenes de mujeres imaginadas por hombres? Ambas son un poco arquetípicas ¿no te parece? -Quedan como imágenes muy poderosas de la mujer. Dime si hay personajes femeninos más poderosos en la literatura del siglo XIX. Yo quisiera acostarme con ellas. -Podrías lograrlo, en una novela tuya. Si para Rimbaud je est un autre, para vos yo soy yo y los otros, y soy todos y ninguno. Lo que nos remite al tema del nombrador y los nombres -Tú sabes que una lectura fundamental para mí, en mi vida, fue la del diálogo Cratilo . ¿Por qué nombramos? ¿Qué significa un nombre? ¿Tiene un significado intrínseco, o solo el valor formal que le damos nosotros, o es, dice Sócrates, lo que permite la relación entre las cosas? Sin los nombres no sabríamos relacionar las cosas. -En La región... se discute si el poeta es el nombrador, si el poeta tiene que mirar hacia atrás o hacia adelante. Es tema recurrente en tu obra. En El naranjo un personaje se pregunta cuándo empieza el futuro. Carlos, ¿el futuro empieza en tu novela de anticipación La silla del águila? -En toda novela empieza un futuro y se resume un pasado, porque la novela está situada en una zona del presente que tiene el privilegio de la memoria, del futuro, y también la posibilidad de que se actualice el pasado. La paradoja de la novela: presente, pasado y futuro adquieren resonancias mutuas, se complementan entre sí. El futuro no es el porvenir, el pasado no es lo que ya sucedió. Hay un presente que encarna a ambos, pero en una paradoja que le da futuridad al pasado y memoria al porvenir.

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