viernes, 7 de marzo de 2008

Cuartos para soñar y crear
Hotel dulce hotel

Escritores, cineastas y letristas han vivido y registrado en sus obras el misterioso encanto de esos "hogares" fugaces donde siempre nos acecha una aventura, ya se trate del proustiano Ritz de Paríso del Chelsea, de Nueva York, con sus asesinos y drogadictos

Por Eduardo Berti Para LA NACION




Ernest Hemingway aconsejaba a todo quien deseara escribir: "Dile al mundo que vives en un hotel y hospédate en otro"; William Faulkner llegó a sostener que el oficio perfecto para un novelista es el de sereno nocturno en un hotel; Bertolt Brecht escribió que "habitar en un hotel significa concebir la vida como una novela"; Julien Benda dijo que únicamente vivió feliz cuando estuvo a solas en un cuarto de hotel. El carácter literario de los hoteles es cosa sabida. Por eso no me asombró cuando, hace tiempo, Salvador Gargiulo me encargó una antología de "cuentos de hoteles" para la editorial Cántaro. En la edición final del libro (de próxima publicación) tuvieron que quedar afuera, por diferentes razones, varios relatos. Mi primera lista reunía, según recuerdo, cuentos muy disímiles: "La puerta condenada", de Julio Cortázar, y "La patrona", de Roald Dahl, dos formas recientes de renovar la tradición de hoteles amenazantes que tan bien cultivaron los maestros de las "historias de fantasmas" como M. R. James en "La habitación número 13"; la pesadilla cotidiana de "El pasillo del gran hotel" de Dino Buzzati; el absurdo de "Una noche en un hotel" del polaco Slawomir Mrozek; el oscuro nacimiento de un centro para turistas y viajeros en "Hotel de la luna holgazana" de William Trevor; la crisis de una pareja en su habitación ("En un cuarto de hotel", de Juan José Saer); los inquietantes paralelismos entre diferentes hoteles ("Hotel Almagro", de Ricardo Piglia); y, en fin, otros cuentos como "Extraviados" (Anton Chejov), "Arfled" (Alphonse Allais) y el infaltable, a mi juicio, "Pasajeros en Arcadia" de O. Henry.
Existe un hotel en Broadway que aún no ha sido descubierto por los promotores que organizan las vacaciones de verano. [ ] Uno sube por sus amplias escaleras o por sus ágiles elevadores, manejados por muchachos en cuyo uniforme hay botones de latón, y lo hace con una dicha superior a la que experimentan los alpinistas.
Así comienza el cuento en el que O. Henry emplea el ámbito hotelero de un modo que podríamos llamar clásico: como escenario para el encuentro de dos personajes que, al estar fuera de sus contextos habituales y al desconocerse mutuamente, de pronto se atreven a actuar y sentir con mayor audacia.


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Así como para tejer hace falta que se crucen dos agujas, a las tramas literarias les son poco menos que indispensables los encuentros y, por ende, los territorios favorables a toda suerte de cruces. La novela rusa, en su edad de oro, supo servirse de los vagones de tren a fin de poner en marcha no pocas historias, desde El idiota (Fiodor Dostoievski) hasta la "Sonata Kreutzer" (Leon Tolstoi). Lo mismo ocurre con otros medios de transporte que pueden habitarse por un instante prolongado: los buques trasatlánticos, por ejemplo, tanto en El jugador de ajedrez (Stefan Zweig) como en Novecento (Alessandro Baricco). Los hoteles y sus múltiples variantes (pensiones, albergues, hostales, inquilinatos) han sabido cumplir un papel similar. Los encuentros más "sorprendentes y deliciosos", afirma Guy de Maupassant al inicio de su cuento "La desconocida", suelen producirse "en un tren, en un hotel o en un lugar de vacaciones"; es decir, de viaje o fuera de lo cotidiano. Dejando a un lado los encuentros que propician, los hoteles metaforizan asimismo un sinnúmero de cosas: desde cierto extrañamiento, que es también el del viajero, hasta nuestro efímero paso por el mundo. No es exagerado pensar que cada escritor hace de su hotel un emblema personal. Recién llegado a Nueva York, Raymond Roussel siente placer con la idea de tomar un baño, pero descubre "que hay tres mil cuartos de baño en el hotel y que tres mil viajeros pueden bañarse al mismo tiempo", y en el acto todo placer "se derrumba". Solo en un hotel de Tokio, Richard Brautigan apunta ideas para matar el tedio:
Pienso seriamente en usar el teléfono interno para llamar a mi habitación 3003 y dejarlo sonar mucho tiempo. [ ] ¿Debería dejar un mensaje en recepción pidiendo que me avisen en cuanto esté de vuelta?
No hay dos visiones iguales de lo que encarna un hotel porque no hay dos formas iguales de viajar.

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Un viejo chiste cuenta que un periodista llama a un hotel de lo más distinguido, digamos el Ritz de Nueva York, y pide hablar con el rey. "¿Con cuál de todos ellos?", replica el telefonista. Solamente en sitios excepcionales puede existir más de un rey sin que esto desate una tormenta política. Y la literatura, se sabe, no se da el lujo de dilapidar tales oportunidades. Desde Hotel Savoy de Joseph Roth hasta Hotel du Lac de Anita Brookner, desde El hotel azul de Stephen Crane hasta "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger, muchísimos cuentos y novelas transcurren en hoteles, ya sean reales como el Pera Palas de Estambul, construido especialmente para los pasajeros del Orient Express y al que Marcel Proust se refiere en su En busca del tiempo perdido , o como el Hotel Hummums de Covent Garden donde Dickens conduce a Pip en Grandes ilusiones ; ya sean imaginarios pero no menos famosos como, entre otros, el Grand Babylon Hotel de Arnold Bennett. Como escenario, los hoteles tientan no solo a los narradores. El malentendido (Albert Camus) o En un bar de un hotel de Tokio (Tennessee Williams) son apenas dos ejemplos teatrales, así como ocurrió en el cine con Hôtel du Nord, de Marcel Carné, y Room Service ( El hotel de los líos ) de los Hermanos Marx, o con las más recientes Cuatro habitaciones , de Quentin Tarantino y otros, o Perdidos en Tokio de Sofia Coppola. Las posibilidades son vastísimas: la habitación de hotel como símbolo de refugio o de encierro, como lugar secreto para lo prohibido, como morada para lo excéntrico o para lo siniestro, como hogar fuera del hogar, como escenario para crímenes o infidelidades, como escondite para un prófugo, como marca o indicio social, etcétera. En novelas como Veinticuatro horas en la vida de una mujer (Zweig), el hotel desde el que se narra la historia central es un lugar que hace posible la coexistencia de personajes de variadas nacionalidades; una suerte de atmósfera internacional que también plantean Henry James en "Daisy Miller" o E. M. Forster en Una habitación con vistas , con su pensión Bertolini. En El Gran Hotel , novela de Ramón Gómez de la Serna que presenta a un abogado dedicado a vivir amores frívolos, saborear comidas exquisitas y cruzar personajes insólitos, el hotel de Ginebra funciona como metáfora de una aventura, de un momento excepcional en la vida de un individuo. En Mashenka , primera novela de Vladimir Nabokov, la pensión de Berlín es el marco realista que justifica cierto azar del que depende la trama: la muchacha que ama uno de los huéspedes (y cuyo inminente arribo atraviesa todo el libro, lleno de imágenes que remedan la figura de un tren) podría ser la misma muchacha que antaño amó su vecino de cuarto. En La taberna , de ...mile Zola, el miserable hotelucho Boncoeur en que se desarrolla la primera escena es un espacio de indudable correspondencia simbólica con el personaje de Gervaise, abandonada con sus hijos por Lantier. En la novela Hotel Honolulu de Paul Theroux, un escritor que sufre un bloqueo creativo emprende una nueva vida en Hawái al frente de un hotel. La situación podría hacer pensar en Nathaniel West, gerente del Sutton Hotel de Nueva York. En este caso, no obstante, se trata de un sórdido establecimiento devorado por las ratas, por cuyas habitaciones desfilan estrellas de cine, periodistas, pintores, suicidas, adúlteros, divorciados, recién casados, prostitutas... El hotel es epicentro y unidad de lugar para un auténtico mosaico narrativo. En el cuento "La habitación diecinueve", de Doris Lessing, el hotel es como un oasis: una frustrada ama de casa necesita tomar distancia de la vida familiar y escapa repetidamente a un sombrío hotel en el suburbio de Londres, en el que acostumbra pasar un par de horas solitarias sin hacer absolutamente nada. Algo no tan distinto a esto último solía hacer Proust toda vez que iba al Ritz de París para alejarse del bullicio, a veces para escribir pero, ante todo, porque "me dejan en paz y me siento como en casa". Lejos está su caso de ser singular: T. E. Lawrence borroneó parte de Los siete pilares de la sabiduría en el Mena House, de Guiza; Dostoievski terminó la ya aludida El idiota en una habitación del Hotel de Couronne, de Ginebra; James Joyce aprovechó cierta estadía en el Hotel Lutetia de París para avanzar con su Finnegan s Wake ; Joseph Conrad escribió parte de Tifón en el Raffles Hotel de Singapur; Thomas Wolfe escribió casi toda su obra en el Chelsea Hotel de Nueva York, y la enumeración podría extenderse por decenas de páginas.

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Según las guías turísticas, de todos los hoteles con que hoy cuenta Francia, el más antiguo es La Croix d Or en Provins, cuya fachada no se ha modificado desde su construcción en 1270. Pero el origen de los hoteles se remonta, en rigor, a mucho antes, dado que en la Roma Antigua ya existían varias clases de establecimientos, semejantes a lo que más tarde serían las tabernas y las posadas, tan presentes en la picaresca española o en las historias de Chaucer. A mitad del siglo XVI, como consecuencia del desarrollo del comercio, las posadas se hicieron más grandes y hasta llegaron a albergar a cien viajeros o a ofrecer habitaciones individuales. En el siglo XVIII aparecieron las estaciones termales, que no tardaron en convertirse en lugares de reunión social y de vacaciones para los adinerados. Pero, en definitiva, el desarrollo del transporte ferroviario y la moda de las instalaciones costeras, a partir del siglo XIX, dieron origen a los primeros hoteles no para viajeros de comercio, sino para turistas; por primera vez la clase trabajadora de las ciudades industriales podía acudir a lugares de vacaciones a precios razonables. El significado moderno del término, relativamente reciente en su versión inglesa, fue documentado por primera vez alrededor de 1765. Ya para 1878, año en que Wilkie Collins da a conocer su novela El hotel encantado , la hotelería está ingresando en su era de esplendor. "Suele afirmarse que todas las razas de origen teutónico son grandes amantes de su hogar. Sin embargo los ingleses de los siglos XVI, XVII y XVIII, sobre todo de este último, parecen haber puesto un gran esfuerzo en crear sustitutos de ese hogar que, como teutones, en teoría tendrían que amar por sobre todas las cosas", señalaba en 1909 un libro llamado Inns and Taverns of Old London [Hostales y tabernas del viejo Londres], firmado por Henry C. Shelley. El jugador (1866) de Dostoievski refleja, a su manera, el espíritu de aquellos primeros turistas en busca de un "hogar sustituto". La novela transcurre, en gran medida, en un hotel que "pasa por ser el mejor, el más caro y el más aristocrático de Ruletenburg", dice el narrador, para quien "en los hoteles de toda Europa, cuando el gerente destina una habitación a los huéspedes, se guía menos por los gustos de ellos que por su opinión personal acerca de la cuenta que podrá hacerles pagar". Algunas décadas más tarde, en 1902, Arnold Bennett publica Grand Babylon Hotel , la historia de un millonario norteamericano que de la noche a la mañana adquiere un famoso hotel de Londres. La trama desemboca en una serie de aventuras y misterios. Para el Babylon, Bennett se basó en el Savoy, al que en su novela califica como "una ciudad en sí misma". Un diálogo remarcable de Grand Babylon Hotel es el que mantienen el nuevo y el antiguo propietario ante la inminente llegada de un huésped de gran renombre: "¿Debo hacer algo? ¿Tengo que ir a recibirlo formalmente, no sé, pararme en el salón de entrada y hacer una reverencia o algo por el estilo?", pregunta el primero. El antiguo dueño responde:
No necesariamente. A menos que uno desee hacerlo. El propietario de un hotel moderno no es como un posadero de la Edad Media, y los Príncipes no esperan verlo, salvo que ocurra algo malo. De hecho, si bien el Gran Duque de Posen y el Príncipe Aribert me hicieron ambos el honor de hospedarse aquí, yo nunca los vi en persona.
En una línea semejante (ambientando la acción también en los albores del siglo XX), Steven Millhauser escribirá un siglo después Martin Dressler , la biografía de un empresario hotelero que, tras dar los primeros pasos en la tienda de cigarros de su padre, llega a ser dueño, a los treinta años, del ultramoderno Dressler Hotel y de otros establecimientos más como el fabuloso Grand Cosmo, que cuenta entre sus atractivos con un parque temático y un museo de cera. Pero no todas las ficciones se ocupan exclusivamente de los dueños o, en su defecto, de los huéspedes. Los diferentes personajes que trabajan en los hoteles han fascinado también a los escritores. En "How He Left the Hotel", de Louisa Baldwin (escrito en 1894 y uno de los primeros cuentos clásicos ambientados en un hotel), el narrador es el ascensorista del Hotel Empire. En la novela Joe, the Hotel Boy , de Horatio Alger, la trastienda de la actividad hotelera aparece retratada como nunca, y no exenta de ironía. Un personaje acaba admitiendo que se hace llamar Jules "porque el jefe de camareros de cualquier hotel de alta categoría en Europa debe tener un nombre francés o italiano".


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Estar levemente corrido del flujo de la vida común, fuera pero dentro, en una suerte de ascetismo contemplativo, es una postura habitual entre los escritores. El laboratorio literario suele situarse en una "habitación". El espacio de escritura surge como "ventana abierta": el "cuarto propio" de Virginia Woolf ("Una mujer, si quiere escribir ficción, debe tener dinero y una habitación para ella sola"), pero también la "habitación con vistas" de E. M. Forster. El caso del escritor egipcio Albert Cossery, alojado desde 1945 y por más de sesenta años en el Hotel Louisiane de París (siempre en la misma habitación), resulta tan fascinante como insólito. "No poseo nada, soy totalmente libre", ha afirmado Cossery. Vivir en un hotel es, a su juicio, lo que lo mantuvo longevo y le ha permitido sobrepasar los noventa años. A tal punto que podría muy bien ser suya la frase de Léon-Paul Fargue en Le piéton de Paris (1939): "La vida de hotel es la única que se presta de verdad a las fantasías del hombre".


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A diferencia del espacio de concentración y aislamiento que representan para los escritores, los hoteles suelen significar lo opuesto para las troupes artísticas: músicos, elencos teatrales, equipos de rodaje cinematográfico. Un hotel y un estudio de filmación son las locaciones básicas de La noche americana de François Truffaut. Dos hoteles emblemáticos de Nueva York (el Chelsea y el Algonquin) funcionaron en su momento como punto de reunión para tertulias espontáneas u organizadas. En el Chelsea (inmortalizado en la canción de Leonard Cohen), se alojaron Sarah Bernhardt, Janis Joplin, Mark Twain, Dylan Thomas, Henri Cartier-Bresson, Tennessee Williams, Sherwood Anderson y los beats , según cuenta Nathalie de Saint Phalle en su libro Hoteles literarios . Lejos de los "asesinatos, suicidios y sobredosis" del Chelsea, como enumerara William Burroughs, otro habitué , el Algonquin ha sabido encarnar la elegancia y tuvo, desde sus inicios, una fuerte y prestigiosa clientela femenina: Gertrude Stein, Marian Anderson, Simone de Beauvoir y Eudora Welty, entre otras. Alrededor de 1919 comenzaron las famosas veladas literarias ("The Algonquin Round Table") que incluyeron a Dorothy Parker, George S. Kaufman o Robert Benchley. Muchas canciones que hablan de la soledad del artista nómade aluden a un hotel: desde "Hotel dulce hotel" de Joaquín Sabina hasta "Noite de hotel" de Caetano Veloso, sin olvidarse de "Separata" de Charly García (sí, el mismo de "Demoliendo hoteles"): "Algo raro me estaba pasando en el hotel. Estaba solo ". Esto no impide que innumerables anécdotas de travesuras o excesos tengan como epicentro esos mismos hoteles. Allá por los años treinta, Carlos Gardel y sus guitarristas se divertían en los pasillos de los hoteles de París con un juego de su invención: por las noches, cada huésped dejaba los zapatos a las puertas de su cuarto para, a la mañana siguiente, encontrarlos ya lustrados. De regreso, a altas horas de la madrugada, Gardel, Guillermo Barbieri y compañía intercambiaban los zapatos y sembraban la confusión.


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"Cuando sueño con el más allá, con el paraíso, la escena se desarrolla en el Ritz de París", dejó escrito Ernest Hemingway. Hoy, la frase aparece en la página web del Ritz. Claro que no todos los hoteles encarnan el paraíso ("¿Existe algo más triste que una habitación de hotel con sus muebles antes nuevos y ahora usados por todo el mundo?", dice Flaubert en su primera Educación sentimental ) y, por supuesto, no es lo mismo un lujoso cinco estrellas como el Ritz que un modesto inquilinato como la pensión La Madrileña de Rosaura a las diez , de Marco Denevi, o como la pensión Vauquer que con justeza pinta Balzac en Papá Goriot . Tampoco es lo mismo un hotel urbano que uno de esos residenciales de las zonas de veraneo, alejados del tumulto y en los que es posible un atmósfera inquietante como la que reina en Los que aman, odian, de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Ni, mucho menos, es lo mismo un clásico hotel europeo que otro de moderno y pragmático estilo norteamericano, algo que ya en 1897 apuntaba Williams Dean Howells en su Last Days in a Dutch Hotel : "No hemos importado todavía, bajo ningún aspecto, la idea de un hotel europeo, pese a que importamos hace mucho lo que podríamos llamar el ´plan europeo ", señala Howells. El hotel europeo no estará entre nosotros hasta tanto no tengamos un portero europeo, que es el alma y la inspiración del lugar [ ]. El portero europeo lleva uniforme, no sé por qué, y una gorra con un ribete de oro y habita una pequeña oficina en la entrada del hotel. Habla ocho o diez idiomas, casi mejor que los nativos, y su presencia provoca una inmediata reverencia que luego deriva en afecto, fruto de su gentileza universal. No hay nada que un portero de hotel no pueda informar o no pueda hacer por uno; y se termina confiando en él a ciegas. El portero tiene el don invalorable de hacer que cada huésped, no importa su nacionalidad, piense que su atención está exclusivamente consagrada a su persona.

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