martes, 12 de agosto de 2008

Domingo, 10 de Agosto de 2008
Una visita a la Vatti cueva
Gianni Vattimo es un filósofo de creciente fama internacional pero aún muy resistido en su medio, el italiano. Formado entre Nietzsche y Heidegger, acuñó el concepto de pensamiento débil, pero sostiene que el verdadero rechazo a sus ideas en el mundo académico se debe a su origen campesino. En No ser Dios, autobiografía escrita en colaboración con Piergiorgio Paterlini (Paidós), habla con enorme franqueza de su vida, su homosexualidad, su formación y los desafíos que afronta al cumplir setenta años. Un libro tan inclasificable como emotivo e imperdible.
Por Mariano Dorr


El único pecado verdadero lo cometo cuando no presto atención. Gianni Vattimo

Qué es más complicado, ser nietzscheano y cristiano a la vez o convivir con dos parejas, simultáneamente, en un mismo hogar? Vattimo logró ambas cosas, no sin sobresaltos. Y si de escándalos se trata, ¿qué más escandaloso que un profeta de la posmodernidad, cristiano, nietzscheano y homosexual? Después de haber firmado más de veinticinco libros, Gianni Vattimo cede la pluma a otro escritor italiano, Piergiorgio Paterlini, para contar finalmente la propia vida. El resultado es “una autobiografía escrita a cuatro manos”, donde las especulaciones teóricas dejan su lugar a la reflexión más desnuda: “Me siento libre como nunca antes lo había sido. Libre de decir lo que pienso”, dice la voz de Vattimo. ¿Y en qué piensa? En los setenta años recién cumplidos, en la suerte de haber sido un filósofo reconocido internacionalmente, en su maestro –Luigi Pareyson, un importante filósofo cristiano que no dudó en seguir acompañándolo cuando se supo públicamente que Vattimo era gay–, en el rechazo casi sistemático que sufrió su teoría del “pensamiento débil” por parte de la comunidad filosófica italiana; piensa en el fin de la modernidad, en la muerte de Dios, pero sobre todo piensa en sus amores más importantes, Gianpiero y Sergio, que –como el mismo Dios, también– ya están muertos: “Voy cada domingo al cementerio –aquí, al Monumentale–, donde están, una sobre la otra, las lápidas de Gianpiero y de Sergio, y un nicho vacío que me espera”. Una vez que se han muerto las personas que amamos, ¿qué más puede sucedernos?: “Podría ser arrestado, pero entonces envíenme a una celda con un detenido joven y bello, no me pongan con Vittorio Emanuele, esto no, por favor”, fantasea el autor a propósito del desagradable descendiente de la casa de Saboya (la última que reinó en Italia), preso por liderar una red de prostitución. No ser Dios es un libro que por momentos recuerda a Pasolini (Teorema es la primera película que vieron juntos Gianni y Gianpiero en el cine, en 1968), tanto por el clima veraniego del libro como por la oscilación entre la ficción y el ensayo filosófico.
Desde la edad escolar Vattimo descubrió que no le interesaban las chicas sino los muchachos. Recuerda todavía a Renzo, un compañero con el que viajó a Roma “durante el Año Santo de 1950, teníamos catorce años, dormíamos en Santa Marta donde ahora viven los cardenales, en camas separadas por cortinas. Charlábamos toda la noche, nos contábamos que estábamos enamorados de la misma chica pero –a decir verdad–, era a él a quien habría querido. Enloquecía con la idea de besarlo por todas partes y sufría las penas del infierno. Lo admiraba mucho; era guapo, rico, deportista, saltaba más alto que yo”. Los autores construyen un Vattimo tan apasionado como culposo. El autor de La sociedad transparente cuenta con verdadero encanto cómo se enamoró, a primera vista, de un bailarín peruano llamado Julio: “Me quedé seco. Fulminado. Aturdido. Locamente enamorado”, dice, y recuerda que cuando entraba con él a una tienda “era como si hubieran abierto una ventana en el cielo”. Convencido hasta entonces –vía San Pablo– de que el sexo era algo sucio de lo que convenía deshacerse rápido, Vattimo encontró en Julio a un maestro de los placeres del cuerpo: “Fue él quien me enseñó que en la cama se puede, se debe ser completamente libre”. Duró sólo un mes, luego el bailarín lo abandonó, rompiendo el frágil corazón del filósofo que sin embargo lo recuerda como una bisagra, un antes y un después; el inicio de una nueva relación con el sexo y, por lo tanto, con uno mismo. Todo el mundo caía a los pies de Julio, recuerda Vattimo: “Iluminaba el mundo. Era la bendición, era como Jesús”.
Hegel decía –a propósito del matrimonio– que primero hay que decidir casarse y sólo después buscar un buen candidato. Nunca al revés; casarse por pasión es un error que se castiga con dolor. Vattimo quedó hecho pedazos después de la ruptura con el bailarín peruano. Un amigo le presenta entonces a un muchacho que aún no había cumplido los veinte: Gianpiero. Vattimo era trece años mayor que él. Es el comienzo de una relación que durará veinticuatro años... hasta que la muerte los separe. Con una diferencia de edad tan marcada, el mejor modo de perdurar es llevar una relación abierta: “Ninguno de los dos, ni siquiera por un instante, pensó nunca que el otro le habría sido fiel. Incluso fuimos juntos al sauna, y dentro, naturalmente, cada uno por su cuenta. Al mismo tiempo estallaban crisis de celos, tanto por mi parte como por la suya”. Gianpiero ligaba más que Vattimo; a pesar de sus intentos, el filósofo no lograba seducir a tantos hombres como su pareja: “No es que no quisiera traicionarlo, es que no podía”, se lamenta. Después de varios años de convivencia con Gianpiero, a Vattimo se le presenta la oportunidad de hacer realidad “la idea de esa especie de comuna, un poco enredada desde el punto de vista sentimental (...): el sueño de la comuna del sesenta y ocho”. Sergio, un estudiante de filosofía de dieciocho años, pasó de un día para el otro a vivir con Gianpiero y Gianni. Vattimo viajaba mucho y le gustaba saber que Sergio y Gianpiero se quedarían juntos en casa. De ese modo estarían lejos de los peligros: “era mejor que no estuvieran solos”. Esta autobiografía a cuatro manos es también una carta a un nuevo joven en la vida de Vattimo: Stefano. Las historias de amor de Vattimo y su modo de vivir entre Turín, Alemania y Estados Unidos hacen que valga la pena repasar el origen y desarrollo de su propio trabajo filosófico.
Huyendo de la debilidad
Antes de terminar sus estudios de filosofía, Vattimo estuvo unos meses trabajando en la RAI con Umberto Eco; los mandaron a Milán, donde vivieron juntos algún tiempo. Frecuentaban clubes nocturnos (“un local perverso, donde se tocaba jazz y había chicas”), corrían los años cincuenta y Vattimo era todavía muy joven. Muchas tardes “nos quedábamos en casa y Umberto me explicaba filosofía medieval porque yo estaba preparando ese examen: Eloísa y Abelardo, etcétera, etcétera”. Juntos hicieron un programa de televisión, recorriendo ciudades italianas “para plantear preguntas incómodas”, guiados por grupos de juventud organizada y sindicatos. Los “grandes jefes” no tardaron en levantar el programa. Mientras tanto, Vattimo leía la Crítica del juicio de Kant: “No entendía absolutamente nada, ni siquiera las comas, un sufrimiento total”, recuerda el filósofo.
En 1959 se licenció con una tesis sobre Aristóteles. Tras plantearle a su maestro en Turín la intención de estudiar los trabajos de Adorno, Luigi Pareyson (un católico moderado) le recomendó dedicarse al pensamiento de Nietzsche. Ese mismo verano, Vattimo se fue solo a la montaña, donde se refugió a estudiar las Consideraciones intempestivas, especialmente Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, un texto fundamental donde se encuentra la crítica nietzscheana al historicismo y la modernidad. Cuando aparecieron los dos tomos de Heidegger sobre Nietzsche, Vattimo creyó necesario averiguar qué había dicho el autor de Ser y Tiempo: “Y ésta fue la segunda gran aventura erótico-filosófica de mi vida”. Encontró que la frase de Nietzsche, “Dios ha muerto”, no tenía nada que ver con una negación de la existencia de Dios, sino con la imposibilidad de aferrarnos ya a “un fundamento último de la realidad en la forma de una estructura objetiva situada fuera del tiempo y de la historia”. Heidegger le dio “el rechazo de una concepción objetiva estable, estructural del Ser, en nombre de la libertad”. No somos algo que pueda ser “objetivado”; somos proyectos, miedos, sentimientos, esperanzas, por lo tanto el Ser no deberá pensarse en los términos de la metafísica objetiva. Aquí, entre Nietzsche y Heidegger, está el origen de lo que veinte años después se llamaría el pensamiento débil. Vattimo habla como un Zaratustra que todavía no baja de la montaña: “Se respira buen aire, aquí arriba, a tres mil metros. El oxígeno parece a veces embriagarte. Yo termino para siempre con toda forma de tomismo y me embriago de libertad”. El libro recorre a su manera el pensamiento de Nietzsche y Heidegger, y es un camino que avanza extrañamente –debilitamiento de la objetividad mediante– hacia el cristianismo.
Formado por Hans-Georg Gadamer en la hermenéutica (tradujo Verdad y Método al italiano), Vattimo se preocupó por forjar una interpretación propia de Heidegger desde un punto de vista según el cual la historia del Ser es leída como aligeramiento. No se trata, entonces, de esperar una nueva aparición del Ser sino de encontrar esa aparición en el debilitamiento de las estructuras que intentan fijar un principio unificador de todo lo real. El valor de esta interpretación debía buscarse en una ética de la debilidad. En La sociedad transparente (un texto de 1989) Vattimo terminaba uno de sus ensayos señalando que filósofos como Nietzsche y Heidegger (pero también Dewey y Wittgenstein) nos muestran que “el ser no coincide necesariamente con lo que es estable, fijo y permanente, sino que tiene que ver más bien con el evento, el consenso, el diálogo y la interpretación”. La oscilación en la que vivimos en el mundo posmoderno es también la experiencia del debilitamiento de esas estructuras que en el pasado se presentaban fijas y estables. En la sociedad de masas resulta necesario convertirnos en intérpretes autónomos (el ultrahombre nietzscheano es fundamentalmente, para Vattimo, un hermeneuta), de lo contrario “si oyes demasiadas voces y no inventas una propia, allí en medio, te pierdes, ya no estás, desapareces”, reflexiona el autor.
Gracias a su teoría del pensamiento débil, Vattimo pudo conocer el desprecio de buena parte de la comunidad académica italiana. Recibió ataques de todo tipo: personales, filosóficos, políticos. La noción de debilidad cayó mal en el ambiente; por algún motivo querían dejar en claro que Vattimo no era un heideggeriano serio. ¿Por qué tanto ensañamiento con él?: “El porqué más importante se encuentra, en mi opinión, en el inicio. Y cuando digo inicio digo inicio en serio, no por un decir”. ¿Y cuál era ese inicio? Vattimo es un hombre de Turín, del norte de Italia, pero su padre era un campesino calabrés llegado a Turín en 1910: “Seré un intelectual, pero ante todo procedo de los bajos fondos; no soy de buena familia –escribe el filósofo, con cierto humor–. Provengo de la nada y, por si fuera poco, soy un miserable ex católico. Mi padre era calabrés. Y policía”. Nadie quería en Turín una estrella de la filosofía descendiente de campesinos del sur. Vattimo conoció, a un tiempo, el ninguneo local y la fama internacional. Su nombre, en los circuitos académicos italianos, sigue siendo asociado todavía a un pensamiento, en última instancia, débil.
Hay un Dios
Una vez que Nietzsche establece la muerte de Dios, no tiene sentido intentar demostrar la inexistencia de Dios. Probar su no existencia significaría volver a colocar un principio unificador: un Dios, por lo tanto. En este sentido, concluye Vattimo en Después de la cristiandad (uno de sus últimos libros sobre la cuestión de la religión), ahora volvemos a ser libres para escuchar la palabra de la Escritura. Dios efectivamente “se encarna”, pero no exactamente en un Mesías triunfante sino en un carpintero pobre que luego es crucificado. Vattimo encuentra aquí un debilitamiento de Dios mismo, que se hace hombre para morir en la cruz. Jesús es crucificado por traer un mensaje revolucionario y desacralizador de las religiones: los sacrificios no valen nada, lo único que cuenta es el amor y la amistad. En esta línea, Vattimo llega a preguntarse cómo la Iglesia no se da cuenta aún de que la única filosofía cristiana disponible en el mercado es, precisamente, el pensamiento débil. De más está decir que el catolicismo huye y huyó siempre de Vattimo como de un demonio: “¿Qué puedo hacer? Peor para ellos”, se consuela el filósofo.
No ser Dios es un título que se compone de tres de las palabras que acaso sean las más importantes para un filósofo. Más aun cuando juntas nos recuerdan nuestra condición humana. El libro está escrito con indudable encanto: ni un libro de filosofía, ni una novela, ni una autobiografía, ni una biografía, sino todo a la vez y de un modo sencillo. ¿Y cuál es el pecado que deberíamos evitar según esta ética de la debilidad?: “Pienso que el único pecado verdadero es no escuchar al otro, la falta de caridad. El único pecado verdadero lo cometo cuando no presto atención”, dice la voz de Vattimo. Nos pide que hagamos el intento de dialogar sin insultarnos unos a otros. Son palabras simples, pero nos enfrentan en lo inmediato a una tarea enormemente difícil: escucharnos.
Con el hijo menor
Por Gianni Vattimo y
Piergiorgio Paterlini
Si no hubiese cultivado mi sueño de familia múltiple... Si hubiera sido más malo, más celoso, más impositivo... tal vez Gianpiero no habría ido a aquel sauna de Niza, quizá no se hubiera agarrado el sida. Esto es algo que me digo a veces. Algo que lamento cuando pienso en Gianpiero: es mi remordimiento. Pero sé que las cosas no son así, al sauna ya íbamos antes, tanto él como yo.
Con Sergio, en cambio, mi remordimiento es haberlo dejado demasiado solo, sobre todo en 1999, a raíz de mi elección en el Parlamento Europeo. Yo me lo imaginaba en Turín divirtiéndose como un loco, y luego descubrí que la enfermedad y la muerte de Gianpiero lo habían asustado tanto que se pasaba las noches solo, mirando la televisión.
Cuando murió Gianpiero no me sentí viudo del todo porque tenía un buen “sustituto”. Sergio me ayudó mucho. A vivir. Intentábamos consolarnos mutuamente. Además, en cierto modo, él estaba mucho más tranquilo: terminada, a la fuerza, la rivalidad entre mis dos “hijos”, acabada la rivalidad con el “hermano mayor”, todo era más fácil.
Recuerdo la primera tarde que fuimos al cine cuando Gianpiero ya no estaba. Y poco después, a París, donde compramos un apartamento.
Combatimos juntos contra la tristeza con las armas más normales, procurando hacer la vida lo menos dramática posible.
En 1993 fuimos a Nepal, nosotros y los dos Debenedetti, mejor dicho, tres aquella vez, porque con Franco y Barbara venía su hijo.
Si la relación con Gianpiero recordaba el matrimonio entre dos cónyuges católicos, la amistad con Sergio se parecía más al matrimonio entre dos viejos cónyuges, afecto sin sexo.
Nos sentíamos bien juntos. Estaba contento de él; de que estuviera.
Un día, Ezio Mauro –que se había ido a La Reppublica– nos visitó y publicó una página entera sobre aquellos dos gays que vivían juntos. Con él venía el periodista Mauricio Crosetti. No recuerdo el día ni el año, claro que mi amigo Ezio había estado siempre muy atento a mi vida familiar. Había venido con Gianpiero y conmigo a la casa de la colina cuando ambos éramos jóvenes: ahora contaba la historia de una pareja gay madura, aunque Sergio era veinte años menor que yo.
Junto a Gianpiero debo poner a Sergio entre mis maestros.
Sergio había estudiado el bachillerato artístico y era historiador del arte. Conocía las técnicas de la miniatura, pero no se desenvolvía bien con las ideologías. Por esto escribía poco; escribía poco y leía mucho. Era muy minucioso. Alguna vez, yo le procuraba la parte ideológica de su trabajo, que le faltaba. Podía ser crítico de arte, no literato ni filósofo; era una cuestión de formación, precisamente. Me enseñó a valorar la historia del arte.
Y me empujó a los museos.
Desde que murió, si no me siento obligado, ya no visito ninguno. Parece como si hubiera terminado aquella parte de mi vida.

No hay comentarios: