martes, 9 de septiembre de 2008

RadarLibros/7-9-08
Rey Rosa/Tanizaki
Ningún lugar sagrado
Nacido en Guatemala, Rodrigo Rey Rosa padeció, como tantos de sus compatriotas, la larga guerra civil que desangró a su país. En los años ’80 emigró a Estados Unidos y luego a Tánger, donde llegó a ser secretario de Paul Bowles. Sus libros pronto llamarían la atención por su estilo cortante y frío, pero al servicio de historias plenas de violencia latente. Toda una curiosidad: su última novela, Piedras encantadas, se publica en Buenos Aires en la editorial independiente El Andariego. En esta entrevista exclusiva, Rey Rosa recorre su itinerario nómade, su curiosa forma errante de ocupar un lugar en el mundo.


Por Violeta Gorodischer

Con no más 110 mil kilómetros cuadrados de superficie y una guerra civil que duró de 1960 a 1996, dejando una cantidad de muertos que hoy amerita el nombre de genocidio, Guatemala apenas si puede tenerse en pie. Hay algo que horada por dentro: una herida abierta, infectada. “El país más hermoso, la gente más fea”, describe Rodrigo Rey Rosa en Piedras encantadas, novela que acaba de publicarse en nuestro país. “La pequeña república donde la pena de muerte no fue abolida nunca, donde el linchamiento ha sido la única manifestación perdurable de organización social. Prototipo de una ciudad dura, donde la gente rica va en blindados y los hombres de negocios más exitosos llevan chalecos antibalas.”
Una técnica literaria impecable para narrar a partir de una angustiante pregunta de base: ¿cómo se vive en uno de los países más rotos, marginales y olvidados de Latinoamérica?
Rey Rosa se fue en el ’80, siguiendo un “instinto de conservación o de fuga”, en plena guerra civil. Sin una carrera, sin posibilidad de publicación, ahogado por la censura. Alejado de la política por haber priorizado un viaje de mochilero a Europa antes que la universidad, Rey Rosa no practicó una militancia fuerte que lo obligara a quedarse. “Las organizaciones guerrilleras reclutaban gente en el campo y en los ámbitos académicos y por eso no entré en contacto con ellas hasta muchos años más tarde, cuando volví y la guerra estaba terminando. Querí
a salir al mundo y no hundirme en ese agujero negro que era Guatemala en ese momento.” Así pasó largas temporadas en Estados Unidos, en Nueva York, y más tarde en Tánger, tan lejano y parecido a Latinoamérica a la vez, según su visión, ese lugar donde los marroquíes musulmanes no se le acercaban demasiado (como a ningún cristiano) y él podía elegir un círculo social reducido y dedicarse a escribir a piacere.
“Comencé pasando largas temporadas allá, para escribir con calma y sin necesidad de mucho dinero para subsistir, porque la vida era muy barata, mucho más incluso que en Guatemala. Y eso era muy importante. Poder vivir sin pasar todo el tiempo trabajando, pero tener dinero suficiente para vivir”, dice. Fue en esos años cuando conoció a Paul Bowles en un taller literario y se transformó en su discípulo predilecto. De ahí esa inclinación de Rey Rosa por una prosa breve y concisa (casi minimalista) que lo acerca mucho más a la tradición literaria norteamericana antes que al barroquismo latinoamericano. Años más tarde usaría varias experiencias de aquella época como material de los únicos dos libros que sitúa fuera de Guatemala: Ningún lugar sagrado, un conjunto de cuentos ubicados en la Nueva York de los marginales, parias y asesinos; y La orilla africana, historia que ocurre en Tánger, con claras referencias a El cielo protector y la extraña convivencia de un turista colombiano, una joven francesa, una lechuza y un pastor marroquí. Libro este último que nunca llegó a mostrarle a Bowles, dicho sea de paso, porque su muerte lo sorprendió en pleno proceso de escritura, allá por 1999. “Estaba en Tánger cuando Paul enfermó la última vez, y lo visité la víspera de su muerte. Estuvimos hablando de jazz y, aunque estaba bastante enfermo, yo no sabía que me estaba despidiendo de él. Creo que tampoco él lo sabía.”
Ahora, bien: si hay algo que Rey Rosa mantuvo siempre, desde los primeros manuscritos hasta estos dos libros y el resto de una obra que lo llevó a ganar el Premio Nacional de Literatura Miguel Angel Asturias en 2004, es la elección certera de las palabras, la descripción minuciosa de los escenarios y una mirada despojada que acaso se explique a partir de su faceta de director y guionista. Lo que soñó Sebastián, de hecho, es una novela de su autoría que él mismo adaptó en cine, con la que participó en el Festival de Sundance 2004. Pero también el desasosiego como constante de sus personajes siempre a la deriva, en busca de. Algo que vio el mismo Bowles cuando lo incentivó a seguir escribiendo y tradujo al inglés varios de sus cuentos y su primera novela, Cárcel de árboles: la historia de un experimento macabro para extraer la capacidad de lenguaje, una sátira feroz de los excesos del poder en un país olvidado y la resistencia del ser humano como único resto posible. Porque si alguna vez Bolaño calificó la escritura de Rey Rosa como “una enorme cámara frigorífica donde las palabras saltan, vivas, renacidas”, lo cierto es que bajo esa frialdad ardió siempre la esencia de haber nacido y vivido en un país totalmente resquebrajado. Y es entonces, decía Bolaño, cuando “uno no puede sino pensar en todo el horror que se ha vaciado sobre Guatemala, la abyección y la sangre. Y también uno piensa en Miguel Angel Asturias, en Augusto Monterroso y en Rodrigo Rey Rosa, tres escritores enormes salidos de un país pequeño y desventurado. Y la imagen que queda en el espejo es terrible y está viva”.
La violencia como constante
Sin embargo, es claro que toda América latina entiende de qué se habla cuando se dice dictadura, o matanzas, o injusticia social. Colombia, México, Perú, El Salvador, Honduras, Guatemala: la violencia parece inherente al solo hecho de ser latinoamericano. “Sería ridículo y artificial escribir una novela bucólica en países como éstos”, opina Rey Rosa. “Estamos todos en el mismo barco, pero cada cual lo afronta de manera distinta.” Ahora bien, ¿cuál es su manera? ¿Cómo afronta él mismo la guerra, el fin de la guerra, la desigualdad, la injusticia permanente?
“Guatemala ha cambiado mucho desde los años ’80, pero los cambios son más bien superficiales. Los escritores pueden expresarse con libertad, lo que no ocurría hace diez, veinte, treinta años. Pero la pirámide sigue igual”, dice Rey Rosa. “Aunque el lenguaje es distinto, seguimos hablando de lo mismo. Parece que hoy muere de muerte violenta el mismo número de guatemaltecos que durante los peores años del ‘conflicto interno’, proporcionalmente. La cosa es que, aunque tenemos a la vista un mundo violento, la violencia trae implícita la idea o el sentimiento de su contrario. Si la violencia fuera uniforme, constante, ya no se percibiría como violencia.” Así, lejos del realismo social de denuncia que englobó buena parte de la literatura latinoamericana post-dictaduras (pero lejos también de la intertextualidad académica, de los juegos retóricos y la hipérbole alimentada por el discurso de los mass media que se percibe en buena parte de la narrativa actual), Rey Rosa vuelve a hurgar en el arsenal retórico de la tradición norteamericana. ¿Su elección? Cruzar la descripción de un campo minado con la novela policial negra. Sólo así, parece decir, puede llegar a narrarse esta materia inasible que fue (y sigue siendo) Guatemala. “De todas formas, yo creo que es un síntoma del tiempo, algo sintomático de toda la literatura actual, no sólo de la latinoamericana”, aclara. “La novela policial moderna no sólo es instrumento de denuncia sino que también es un instrumento de investigación en las sociedades donde la corrupción y la falta de ideales son las constantes sociales. Es un género que se adapta muy bien ahora que hay mayor información, que todos somos más conscientes de la corrupción inherente al poder. Tal vez antes era igual, pero la gente no lo hubiera creído. Partiendo de un planteamiento criminal de los poderosos, todo parece tener sentido. Hoy día cualquier crimen cometido desde el poder es verosímil.”
Si la tendencia al género policial es algo que se percibe en toda la literatura contemporánea, la salida al conflicto que suele encontrar Rey Rosa es básicamente la no resolución, líneas de fuga que disparan hacia ninguna parte. Ahí está la identidad que lo hace representativo de un tiempo, una región, una realidad. “En casi todos los países centroamericanos, la investigación policíaca clásica no existe. Todo se descubre por denuncias”, plantea. “Una investigación clásica como podría pasar en Estados Unidos, donde se llega a un juzgado, con defensa, acusación y pruebas, o sea, donde todo eso funciona como un sistema de Justicia, acá no existe. No es creíble en Guatemala. De todos los crímenes cometidos no se investigan más que el 4 o 5 por ciento. Y los juicios están viciados. Entonces el esquema tradicional de una novela policíaca norteamericana tiene una salida muy distinta a la que podría tener en México o aquí, donde asesinan a todos los testigos, amenazan a los jueces y al final no hay caso.” Algo de todo esto, en efecto, se percibe en los libros que transcurren en Guatemala: en El cojo bueno, donde un padre millonario decide no vengar el secuestro de su hijo, o en Que me maten si, una investigación llevada a cabo por una chica que descubre la corrupción del ejército y las matanzas civiles ocurriendo frente a sus ojos. También en Caballeriza y El otro zoo: un asesinato en el escenario hípico de las clases altas guatemaltecas y varios relatos ambientados en el mundo rural centroamericano, violento y onírico a la vez. Incluso es así en Piedras encantadas, cuya trama comienza con un millonario que se escapa en su camioneta después de haber atropellado a un chico en medio de la calle y a la vista de todos. “Tal vez la manera como uno escribe puede determinar hasta cierto punto lo que uno escribe”, resume Rey Rosa. “Lo que en determinado momento podría llamarse el estilo narrativo de un autor es la suma y resta de las tensiones entre lo que ha contado y cómo lo ha contado.”
Camino al andar
La pregunta que se cae de maduro es por qué acá, por qué así. ¿Por qué un escritor que ganó el Premio Nacional de Literatura traducido a seis idiomas, que fue y es publicado por Seix Barral, elige editar un libro en la Argentina y lo hace por una editorial incipiente que lo contactó vía mail? “La decisión fue muy fácil”, dice Rey Rosa, amable en el tono, suave en la voz. Y entonces utiliza el término pequeñas editoriales que hoy pululan en la Argentina, Colombia, Chile y Perú, y que también empezaron a surgir en Guatemala a partir del año ’96, cuando toda esa “intelectualidad dormida” empezó a despertar. “Antes no había ningún medio que no fuera oficial o sospechoso de estar infiltrado, donde los jóvenes pudieran publicar sus obras”, explica. “Un poco antes de la firma de la paz, empieza a publicarse muchísimo en Guatemala. Toda la energía reprimida de la actividad intelectual empieza a hacer efervescencia y en la década del ’90, sobre todo entre 1996 y 2000, emergen cientos de pequeñas editoriales que publicaban de todo.”
De ahí esa familiaridad con el término, la propuesta, lo concreto. De ahí la apuesta, la indiferencia con respecto a lo alto y lo bajo en cuanto al vehículo literario. Para Rey Rosa la difusión ya no es prioridad sino el hecho de decir, poder contar. Un escritor que casi no se codea con pares argentinos y que no es movido por ningún tipo de interés, ni de amistad. “Siempre he leído a los argentinos, pero no conozco a autores vivos, personalmente. Es un contacto ideal, puramente literario.” Que a la hora de rescatar autores coterráneos se inclina por referentes como Dante Liano o Carlos Navarrete, a quienes define como “específicamente guatemaltecos”, a diferencia de autores más jóvenes que resignan la idiosincrasia propia de sus países en pos de un genérico continental: “Hay una tendencia actual de los escritores jóvenes latinoamericanos a escribir novelas urbanas, y mi impresión es que es casi la misma novela que se puede escribir en Bogotá, en Guatemala, en San Salvador, en Lima. Son novelas urbanas de Latinoamérica. Liano o Navarrete, en cambio, son un poco mayores y han escrito novelas situadas en el interior del país o incluso en la frontera, tienen algo más específico de Guatemala que no podría pasar en ningún otro sitio”. Nada es casual. Ni la elección por autores de otras generaciones, ni la publicación por cualquier editorial en cualquier país convocante: si el lugar de escritor se construye, Rey Rosa construye así el suyo. Un trotamundos que va y viene, sin arraigar en un mismo sitio por mucho tiempo, pero sin hacerlo tampoco en una tendencia o grupo determinado, sin homologarse a coetáneos como Vallejo, Bellatin o Bolaño, a quien supo admirar y apreciar en vida, pero no más allá de “esa clase de vínculo amistoso que puede establecerse sólo a través de los gustos o inclinaciones parecidas”. Algo que el mismo Bolaño supo ver antes que todos, tal vez ese día en que decidió describir al colega como un paria errante: “Me gusta imaginarlo así, sin domicilio fijo, sin miedo, huésped de hoteles de paso, en estaciones de autobuses del trópico o en aeropuertos caóticos, con su ordenador portátil o una libreta de tapas azules, en donde la curiosidad de Rey Rosa, su arrojo de entomólogo, se despliega sin prisas”.
Literatura indígena en América
“En 2004 me dieron el Premio de Literatura Nacional, que había sido rechazado el año anterior por un poeta que decía que Miguel Angel Asturias había sido un autor racista. Yo estaba de acuerdo, pero a mí me lo dieron por una moción de la Universidad San Carlos, que es la Universidad Popular. Dije que quería aceptar el honor, pero no el dinero. Porque, más allá de que Asturias fuera racista o no, es el Estado guatemalteco el que sigue siendo racista institucionalmente. Y yo no quería el dinero de un Estado racista, así que le dije al gobierno que debían crear un Premio de Literatura Indígena. Por supuesto, no me prestaron atención. Me dieron el diploma y me dijeron que si no aceptaba el dinero, se perdería. Por tanto lo acepté, pero lo doné para que una ONG crease el Primer Premio de Literatura Indígena, que se entregó en agosto del año pasado a dos obras muy hermosas: un poemario y un cuento largo de dos escritores indígenas, escritos en sus lenguas. Guatemala tiene 25 lenguas indígenas, es un país donde la mitad de sus habitantes no habla español como lengua materna. Era indispensable que esto ocurriera en algún momento.”



El hombre que amaba a las mujeres
En la cada vez más difundida literatura japonesa (entre autores contemporáneos, traducciones de clásicos y reediciones de títulos largamente ausentes en las librerías), el lugar de los personajes femeninos es, de un modo u otro, central. Pero si hay un autor en cuya obra las mujeres se destacan, ése es Junichiro Tanizaki.

Por Juan Forn

Kawabata recordaba siempre que, en sus tiempos de estudiante de la secundaria, se escapaba cada vez que podía a Asakusa, a espiar la fauna de los cafés que crecían “como el bambú después de la lluvia” en el distrito rojo de Tokio. Uno de esos días, en la terraza del legendario café Elban, el adolescente Kawabata vio a Junichiro Tanizaki (que era trece años mayor y ya disfrutaba de la fama como escritor) rodeado de chicas hermosas, pendientes de sus palabras. Según Kawabata, ése fue el día en que decidió dedicar su vida a la literatura.
Un par de años antes, Tanizaki se había hecho célebre de la noche a la mañana con la publicación por entregas de su nouvelle El tatuaje, un relato de intenso voltaje para la época, en que un artista japonés tatuaba una enorme araña en la espalda de una muchacha que recogía de la calle. Al contemplar su trabajo finalizado, el artista murmuraba al oído de su modelo: “Ninguna mujer japonesa podrá rivalizar contigo ahora. Nunca más experimentarás miedo. Y todos, todos los hombres serán tus víctimas”.
Para explicar su adoración por las mujeres, a Tanizaki le gustaba decir (en el Japón de 1912) que su madre lo había amamantado hasta los seis años. Fuese verdad o no, lo cierto es que Tanizaki había sido consentido desde su infancia por todos los adultos que habitaban la casa de su abuelo, el dueño de una imprenta en el distrito de Nihombashi que publicaba libros y láminas igualmente exquisitos (pero que debía la mayoría de sus ingresos a la publicación diaria de una hoja de cotización de granos). En sus memorias (inéditas en castellano, pero afortunadamente traducidas al inglés con el título Childhood Years), Tanizaki cuenta que su fascinación por lo occidental comenzó con los cuentos de Oscar Wilde y los poemas de Poe y Baudelaire (que su madre le enseñaba de pequeño en lengua original), pero que el momento decisivo fue su descubrimiento del dandysmo, esa teatralidad tan diferente de la japonesa, que no se limitaba a las tablas sino que impregnaba la vida real de sus cultores.
Tanizaki construyó una muy peculiar forma de dandysmo. En la literatura, el cine y la música occidental, que absorbió como una esponja desde joven, encontró una visión de la mujer que no existía en su país. Desde el culto de los antiguos griegos por sus diosas hasta la devoción a la amada de los poetas románticos, la idea de que ante ciertas mujeres el hombre sólo podía hincarse de rodillas fue para Tanizaki una confirmación de lo que sentía desde niño hacia el género femenino, a contrapelo de todos los varones japoneses de su época.
De allí la gran diferencia entre sus personajes femeninos y los del resto de los escritores de su país: las mujeres de Tanizaki son siempre retratadas desde adentro, no como criaturas extrañas, indescifrables (como las geishas de Kawabata, las doncellas de Akutagawa o las libertinas de Kafu), sino como seres bastante más perceptivos que los hombres a los estímulos y azares que les depara la vida. La gran novela de Tanizaki es, sin discusión, Las hermanas Makioka, la historia de cuatro hermanas casaderas en la Osaka de los años ’20, que le permitió ganar (tardíamente, recién en 1949) el Premio Imperial de Literatura y que llevó al gran Edward Seidensticker (traductor de su obra, junto con la de Kawabata y Mishima, al inglés) a decir que Tanizaki era a las mujeres japonesas lo que Nabokov era a las mariposas.
Cuando el cosmopolitismo de los años ’20 desembocó en el nacionalismo cada vez más belicoso de los años ’30, Tanizaki abandonó Osaka (ya había dejado Tokio luego de que el gran terremoto de 1923 destruyera su casa allá) para instalarse en Kyoto. Kawabata apelaría poco después al mismo recurso: en la vieja capital, devenida pequeña ciudad de provincia, era más fácil para ambos disimular el escaso entusiasmo que despertaba en ellos el fanatismo que llevaría a Japón a la guerra. Pero antes de abandonar Osaka, en 1928, Tanizaki publicó su canto del cisne a aquella época: la novela Hay quien prefiere las ortigas. Según las malas lenguas, se trata de la ficción más autobiográfica de Tanizaki y relata casi paso a paso algo que ocurrió en la vida real: Tanizaki colocó a su segunda esposa en brazos de su mejor amigo y convenció a ambos de que el divorcio (y el posterior casamiento de ellos) era lo mejor para los tres.
Aun así, el divorciado permanecería en contacto y “en perfecta armonía” con la nueva pareja. De hecho, según relata en sus memorias, las formidables hermanas Makioka estaban basadas casi literalmente en su ex esposa y sus tres ex cuñadas (los primeros capítulos de la novela empezaban a aparecer por entregas cuando Japón bombardeó Pearl Harbour y la censura militar interrumpió la publicación; aun así Tanizaki no sólo siguió escribiendo el libro sino que hizo una pequeña edición de autor de la primera parte, que distribuyó sigilosamente entre sus amigos, incluyendo por supuesto a su ex esposa y ex cuñadas).
En Kyoto, Tanizaki volvería a casarse. También habría de aplicar a su propia vida la estética que fundamentó en su excelso ensayo de 1934, Elogio de la sombra. Allí decía, por ejemplo: “En la mansión llamada literatura yo mantendría los techos altos y las paredes oscuras, empujaría a las penumbras todo aquello que se destaca de manera excesiva y me libraría de toda decoración inútil”. Quizá por esa razón hizo que su tercera esposa y los hijos de aquel matrimonio vivieran en una casa bastante apartada de la suya, en los bosques que rodean el templo de Honenin en Kyoto. Otra de las cosas que llaman sugestivamente la atención es la clase de libros que escribió en aquellos últimos años, cuando vivía solo y “a la antigua”: primero La llave (que relata la “corrupción erótica” a la que un marido entrado en años somete a su joven esposa, y que sería llevada al cine por el bizarro Tinto Brass) y después Diario de un viejo loco (que relata las desventuras de un anciano que intenta seducir a su nuera y termina muriendo de golpe por la excitación sexual acumulada).
Tanizaki murió en 1965, poco después de publicar Diario de un viejo loco. Cuarenta años antes, en Hay quien prefiere las ortigas, había escrito: “A los hombres que alcanzan un objetivo, por pequeño que sea, sin experimentar tristeza, se les llama inteligentes. ¿No se avergüenzan de su pusilanimidad?”. Su tumba se encuentra en Shishigatani, en el extremo oriental del cementerio, junto al arroyo que cruza el bosque del templo budista de Honenin. Consiste en dos simples rocas, una menor que la otra. En la más alta sólo dice Jaku (ideograma que significa tranquilidad). En la más pequeña sólo dice Ie (que significa familia). Ambos ideogramas fueron esculpidos por el propio Tanizaki. Las dos piedras yacen bajo un cerezo que florece todas las primaveras y que también fue plantado por el propio Tanizaki.

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