martes, 3 de junio de 2008



RadarLibrosDomingo, 1 de Junio de 2008
Otras inquisiciones




La destrucción de libros tiene una historia ya muy larga y ominosa como para ignorar que acompañó al hombre desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, la investigación sobre quema y destrucción de bibliotecas enteras es mucho más reciente y convoca debates y políticas de la memoria. Biblioclastía (Eudeba) es un valiosísimo volumen que reúne el esfuerzo colectivo por investigar en esta materia desde diferentes perspectivas, incluyendo diversos textos, ensayos y una obra de teatro.
Por Gabriel Lerman





Bibliocastía” es una palabra que no figura en el diccionario pero que significa, según Hernán Invernizzi y Judith Gociol, cualquier tipo de destrucción de libros. En el prólogo al libro Biblioclastía. (Los robos, la represión y sus resistencias en Bibliotecas, Archivos y Museos de Latinoamérica), compilado por Tomás Solari y Jorge Gómez, Invernizzi y Gociol reseñan distintos casos de exterminio de libros, situándolos como parte de una política deliberada y no casual ni secundaria de acción política de la última dictadura militar, es decir, irónicamente, como parte de su política cultural. Noventa mil volúmenes de Eudeba que desaparecieron de su oficina céntrica el 27 de febrero de 1977 y nunca más se supo de ellos. El mismo mes, la policía santafesina quemó 80 mil libros de la Biblioteca Constancio Vigil y detuvieron a algunos miembros de su comisión directiva. En junio de 1980, un juez federal ordenó a la Policía Bonaerense la quema de 24 toneladas de libros pertenecientes al Centro Editor de América Latina, uno de los proyectos editoriales de distribución masiva más extraordinarios de las décadas anteriores. Y hubo quemas domésticas de libros por miedo y por autocensura. “Numerosos documentos, la existencia de grupos de investigación, la inversión en infraestructura, etc., demuestran, por el contrario, que cultura, educación y comunicación eran asuntos de primera importancia para la conducción de la dictadura militar. Sin ir más lejos, la Dirección General de Publicaciones (Ministerio del Interior) ocupaba todo un edificio de siete plantas en la calle Moreno al 700”, dicen Invernizzi y Gociol.



¿SIN OLVIDO MORIRE?
Entre olvidar y recordar, tal vez sea válida, primero, la opción de conocer. Pero antes que eso es necesario contar con la posibilidad misma de renunciar a conocer. No querer saber, romper con el pasado acaso implique un paso previo, un roce necesario con la materia a descuidar, a eludir. Un saber que está ahí para esquivarlo, para dejarlo de lado. Al menos con la toma de responsabilidad transitoria de que un pasaje por alto en el presente me permitirá regresar en el momento menos pensado. La diferencia entre esa cita postergada y el olvido pleno son los archivos y las bibliotecas, son los libros, los papeles, es el registro, el fichaje de lo acontecido como espacios físicos que preservan una última instancia de consulta. El problema no es sencillo y una sociedad con las mejores bibliotecas puede ser la más brutal y cruel repetidora de abyecciones. Las buenas gestiones documentales y bibliotecológicas del cuadrante noroccidental del planeta suelen promover y fomentar una cultura de la conservación y el patrimonialismo tangible e intangible es uno de los hits actuales de la gestión cultural. Pero esas sociedades no tienen por qué ser modelos, y acaso no lo sean. Nietzsche aborrecía de la historia. Nietzsche creía que el exceso de estudios históricos da nacimiento, en una época, a la ilusión de que ella posee más que cualquier otra época esa virtud, la más rara de todas, que se llama justicia. El exceso de estudios históricos, decía Nietzsche, desarrolla un estado de espíritu peligroso, el escepticismo, y otro estado de espíritu más peligroso aún: el cinismo. Y concluía que esos espíritus se orientan hacia un practicismo receloso y egoísta que paraliza y destruye la fuerza vital.
Pero sucede que la destrucción de libros y testimonios del pasado, para perturbación de Nietzsche, no ha sido necesariamente tarea de hombres libres, de voluntades desenvueltas, sino acciones políticas de individuos de carne y hueso que buscaron agredir a otros, destruir su ropaje, sus palabras, desnudar sus mochilas y matar su identidad. La destrucción de libros, y por lo tanto de culturas, ha sido parte central de la lucha política, así lo han entendido dictaduras, grupos fascistas y fuerzas de choque. De manera que una política de la preservación, en América latina, es algo más que la puesta en acto de un principio de orden cívico elemental. Y el derecho a la memoria, como principio del derecho a la información, adquiere una espesura política equivalente al derecho al sufragio; las libertades democráticas parecen fines antes que medios.



FICHA DE PRESTAMO
Según comentan Solari y Gómez en la introducción de Biblioclastía, en marzo de 2006, cuando los treinta años del golpe, se presentaron en paralelo el Concurso Latinoamericano Fernando Báez y la obra de teatro Biblioclastas, escrita por el propio Jorge Gómez y por María Victoria Ramos. La coincidencia no fue casual y tuvo como eje la problemática de la censura de los regímenes militares en el continente americano. Un año más tarde, la Biblioteca Nacional fue sede del anuncio de los ganadores del concurso y de otra puesta en escena de la obra, que expone, inspirada en la banalidad del mal, la sórdida y trivial convivencia de dos burócratas incineradores de libros. Los trabajos elegidos por el concurso, reunidos ahora en este libro junto al texto teatral, revisan un panorama versátil y profuso sobre la piromanía y la violencia antiintelectual. Un jurado integrado por Horacio González, María del Carmen Bianchi, Hugo García, Carlos Laforgue y Claudio Agosto optó por trabajos sobre la ciudad de La Plata durante la dictadura (Florencia Bossié), sobre los archivos eclesiásticos y la Iglesia Católica en Brasil (Cristian José Oliveira Santos), sobre la relación entre bibliotecas y militares en Córdoba entre 1976 y 1983 (Federico Zeballos), sobre colecciones de audio en bibliotecas indígenas (Daniel Canosa), sobre la destrucción de la memoria oficial en Bolivia (Luis Oporto Ordóñez), sobre los contrabandistas de La Vigil (Natalia García), sobre libros y publicaciones del judaísmo progresista en Argentina (Beatriz Kessler), sobre Gardel y la memoria porteña (Julián Barsky).
El libro Biblioclastía bien podría ubicarse en toda biblioteca entre los ejemplares de referencia, junto a los atlas, los diccionarios biográficos, toponímicos y de sinónimos, junto a los catálogos bibliográficos de aquí y de allá. Es un libro, como aquel otro Un golpe a los libros, como el reciente Palabra viva editado por la SEA y Conabip sobre los escritores desaparecidos, como los cepillajes a contrapelo de Roberto Baschetti, Osvaldo Bayer, Gabriel Rot, Sergio Bufano, Horacio Pittaluga, Horacio Tarcus y tantos otros menos conocidos que aquí y ahora reparan un folleto, deshumifican, barren hongos y suben al escritorio una cita con el dolor, quienes, en suma, se dedican a la bibliotecología forense e introducen un alerta sobre la cultura contemporánea, desafían a no dar por cerradas prematuramente las fuentes primarias o secundarias, avisan que no todo está escrito ni investigado, que siempre falta algo y ese algo siempre está entre nosotros.



LA QUEMA
En la segunda parte del libro, se incluyen varias reflexiones sobre Biblioclastas y el texto completo de la obra. “Los autores de esta pieza –dice Osvaldo Bayer– nos han dejado una joya de nuestra estupidez humana. Ya no zonceras argentinas, la viveza cerril, zafia. Se queman libros y ya está. Se prohíbe y ya está. Se lo tira desde aviones al río, y ya está. Videla, sonriente: ‘No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos’. Los dos personajes de Biblioclastas son así. Pero también son dulces y aman a un pajarito, hasta las lágrimas. A los libros hay que darles picana, como a sus autores. Zurdos. Hay que quemarlos como lo hacía la Inquisición. Y mientras queman libros los muchachos se divierten.”
Los tipos están en un sótano y reciben llamados que bajan el pulgar: tal libro, al incinerador. La barbarie burocratizada en el silencio de una frialdad de edificio público. Nada más normal que la quema de libros. La normalidad como una ecuación de la muerte en vida, la forma en que se construye la paz de los cementerios, una utopía espartana: empobrecer la cultura, quitarle bordes, matices, horizontes, aplanar su fronda y su relieve.
En Estados Unidos, tras el atentado a las Torres Gemelas, se sancionó el Acta Patriótica, que entre otras cosas vulneraba la confidencialidad de los lectores en sus consultas a las bibliotecas públicas. Los primeros en reaccionar fueron los bibliotecarios, auténticos disidentes en el uso de facultades constitucionales.



SABER SUFRIR
La intempestiva nietzscheana es, en algún sentido, un cruce directo al conservadurismo ramplón, al miedo. En esa línea, recordar es cosa de débiles, de timoratos. Ese brutal desenmascaramiento del acopio retentivo de saberes es un chuceo al que viviendo en la obsesión por el pasado se vuelve con la vida presente, al que escatima gastos en una coyuntura dada porque un saber dictado, previo, se lo indica y lo atemoriza. Más que prudente, el recuerdo alumbra un Bartleby de la historia, un soldado que huye creyendo servir para otra guerra, un preferiría no hacerlo que le baja el precio al presente, lo arruga y esmerila, lo condena de antemano. Usar la libertad, claro, incluye la cláusula, la capacidad de sortear el conocimiento de la historia para poder actuar. Pero, ¿se puede vivir sin historia, sin libros? Si aún quedara alguna duda, el individuo intentará sumergirse en lo que sobre aquel pasado haya quedado registro, por lo tanto se hundirá en los documentos y no en el pasado, se hundirá en quienes intentaron representarlo, y tendrá el derecho de dudar de las fuentes, de las mediaciones que la historización le imponga.
El problema de la historia y el entredicho perpetuo con la renuncia a la historia o con la necesaria explosión vital del presente, del aquí y ahora sin más, es que nadie puede arrogarse el derecho de quemar las cartas, de destruir los testimonios. El único que tiene derecho a olvidar y no destruir es el individuo o un colectivo específico en un acto concreto de selección y exclusión, de superación. Y, por cierto, algunos de los custodios de ese aparente residuo de la historia, de lo que queda por fuera, lo dejado de lado, lo olvidado, en una cruenta e ingrata tarea, son los bibliotecarios, los archivistas. Las bibliotecas, por otra parte, no tienen por qué ser universales. Y de todas formas, no sólo sobre ellos pesa la tarea. Quien vuelve sobre los documentos es otro historiador, otro relato, otra historia. Y además existe una historia intangible, en nuestras palabras y en nuestros cuerpos. Ese desborde infinito del pasado casi indiferenciado, experiencias, aullidos, víctimas, vías muertas, caminos sin salida, ruinas o intentos, da cuenta, como dice Benjamin, de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia.








Un libro deshecho
Por Fernando Baez









UNA LIBRERIA VACIA EN EL PISO: MONUMENTO EN LA BEBELPLATZ DE BERLIN, QUE RECUERDA LA QUEMA DE LIBROS HECHA POR LOS NAZIS EN 1933.




Cuando me pregunto a mí mismo dónde ha podido gestarse ese horror que siento ante los libros que han sido destruidos por causas naturales o humanas, recuerdo con tristeza la primera vez que vi un libro deshecho. Yo tenía cuatro o cinco años y vivía en una pobreza digna que me había regalado como único refugio la biblioteca pública de mi pueblo. Mi padre era entonces un abogado honesto, es decir, desempleado, y mi madre, nacida en La Palma de Gran Canaria, debía laborar todo el día en una mercería tejiendo y destejiendo como la mujer de aquel gran viajero que fue Ulises, y esto obligaba a ambos a dejarme en la casa que servía como biblioteca en San Félix, en la Guayana de Venezuela, donde contaba con el apoyo discreto de una tía política viuda, que fue durante un tiempo la estricta secretaria del lugar.
De esta forma, pasaba el día entero bajo la protección indiferente de esta mujer, entre baldas carcomidas por la polilla y decenas de volúmenes. Ahí descubrí el valor de la lectura: supe que debía leer porque no podía no leer. Leía porque cada buena lectura me daba motivos más fuertes para continuar haciéndolo. Leía sin atender a manuales, ficheros, guías, selecciones críticas como las de Harold Bloom, etiquetas de “clásicos”, recomendaciones de fin de semana. Me interesaban demasiado los libros porque eran mis únicos amigos.
No sé si entonces era feliz; al menos sé que cuando hojeaba tan entrañables páginas olvidaba el hambre y la miseria, lo que me salvó del resentimiento o del miedo. Mientras aprendía a leer, desestimaba la soledad tremenda en que me encontraba hora tras hora porque sí y para nada. Como muchos otros niños, aprendí a reconocer el valor de autores como Julio Verne o Emilio Salgari, Homero, Jorge Isaacs, William Shakespeare, Robert Louis Stevenson y me encantaban las imágenes coloridas de un diccionario cuyo nombre no puedo citar hoy, pero que me impactó en su momento porque mostraba la nave espacial que fue a la luna, y se me antojó que yo también podía ser astronauta. Cualquiera que me hubiera visto, con pantalones rotos, camisa remendada y ese peinado fantástico que lograba hacerme la almohada a falta de un peine, sin duda alguna que hubiera reído, pero yo lo creía en serio. Yo creía en lo que decían los libros: yo lloraba cuando veía un grabado donde Don Quijote yacía en su cama moribundo.
La biblioteca era apenas una casa azul con un techo raso de listones de madera de roble sostenidos por unos viejos troncos que de modo incongruente mantenían la estabilidad de unas delgadas láminas de zinc. En su interior, predominaban baldas rotas y estanterías nuevas donde las colecciones parecían dispersas por la exigua luz de las ventanas.
Los cuartos, cerrados con una llave desaparecida sin excusas, o los que estaban abiertos, almacenaban los folletos de los partidos políticos de turno, que en ocasiones servían para las discusiones que realizaba un comité de Acción Democrática inspirado en los textos de Rómulo Betancourt o del olvidado Raúl Leoni. Nada estaba, como era de esperarse, en su sitio, y hubo una época en que yo encontraba los volúmenes después de que mi tía negaba que los tuviera y, ante su regaño, aprendí a disimular con frecuencia y elegancia mi conocimiento.
Mi tía decía que uno debía aprender a tener cierta “falta de ignorancia”, y yo, colmado por el buen sabor de sus comidas, las únicas con las que contaba, no me atreví nunca a corregirla ni a insistir en la necesidad de adquirir un mueble para los ficheros, que hubieran sido agradecidos por todos. O tal vez me equivocaba, pues he notado que el desorden es algo que despierta pasiones inéditas y contribuye a acrecentar el amor por la lectura en muchos.
De cualquier modo, la biblioteca se destruyó durante una inundación del río que paralizó por completo San Félix y redujo a sus pobladores a la condición de refugiados en Ciudad Bolívar, que era y es la capital de mi departamento natal. Cuando llegué hasta donde estaba mi tía, la conseguí con unos cubos, un coleto enteramente en hilachas, una escoba de paja, el vestido mojado, y despotricando contra todo tipo de sucio, pese a que el más grande problema consistía en que los libros se los habían llevado las aguas, y tuve la infeliz visión que luego ha sido una pesadilla de descubrir cómo flotaban en las aguas turbias los restos de un anaquel donde se encontraba todavía un ejemplar de La Celestina que había pertenecido, según la leyenda, a un sacerdote español que enloqueció y murió en los caños del Orinoco, lejos ya en el Delta que exploró el pirata Walter Raleigh en busca de El Dorado, presa de una fiebre persistente que le provocó un amor prohibido.
Todavía no me repongo de esa terrible experiencia, pero aunque pueda ser una paradoja debo admitir que lo que he contado es un humilde testimonio de mi amor por los libros. Tal vez por todo esto no es una casualidad que yo sea ahora, entre otras cosas, un modesto bibliotecario con hondas preocupaciones sociales. Renuncié a la posibilidad de la riqueza; renuncié al poder, renuncié al oportunismo; renuncié a la sumisión; renuncié a la complicidad, y todo esto ocurrió progresivamente en mí porque sabía que los libros me conducirían al compromiso ineludible con la memoria.
Borges advertía que es imposible escuchar hablar de un radio o un televisor sagrado, pero se sabe de libros considerados sagrados: por ejemplo, La Biblia o El Corán. El libro viene a ser para muchas sociedades una manifestación divina de un espíritu superior, como lo pone en evidencia que los hebreos crearon en las sinagogas una habitación llamada Geniza para almacenar los manuscritos o ejemplares con versículos o textos sagrados. Horrorizados por la posibilidad de su destrucción, llegaron a concebir un espacio fantástico en la historia del mundo para enterrar los libros, el primer cementerio de libros, y uno de estos lugares importantes fue la Geniza de El Cairo, que contenía miles de escritos en el alfabeto hebreo.
Para saber lo que importan los libros, basta decir que en 56 túneles de las montañas Chiltan en la comunidad islámica de Quetta, en Pakistán, un grupo de sirvientes se desvive hoy por custodiar un camposanto con 70.000 bolsas que resguardan ejemplares dañados del Corán. Estos depósitos son llamados Jabal-E-Noor-Ul-Quran.
Mi padre tenía razón cuando decía que las bibliotecas son emboscadas contra la impunidad, contra el dogmatismo, contra la manipulación, contra la desinformación, y ha de ser por eso que han incomodado y siguen estorbando tanto a los poderosos, que las destruyen o las arruinan o, lo que es aún peor, las vuelven inaccesibles. Los represores y fascistas temen las bibliotecas porque son trincheras de la memoria, y la memoria es la base de la lucha por la equidad y la democracia. Las elites sienten pánico ante las alternativas que suponen las bibliotecas como centros de formación popular.
Hoy, cuando escribo estas breves líneas conmovido y agradecido por el homenaje organizado por el Comité de Bibliotecarios Desaparecidos de Argentina, escucho que los técnicos insisten en la digitalización de los textos y pretenden convertir a los bibliotecarios en administradores atentos de bases de datos y yo pido humildemente que se socialicen los textos y se dignifique la profesión del bibliotecario. Se invierten grandes cantidades en computadoras y edificios, pero se descuida a esos grandes y humildes hombres y mujeres que semana a semana rescatan el valor de la memoria. Yo me salvé de ser un delincuente o un indigente porque mi pueblo tenía una pequeña biblioteca pública accesible y desarrollé mi imaginación e identidad y estoy seguro de que miles de latinoamericanos han vivido o están viviendo situaciones parecidas. Creo, en resumidas cuentas, que hay que preservar los libros y las bibliotecas, pero sólo porque son el eje de la sed de memoria y el hambre de identidad que une a los pueblos.







La denuncia modernista
Una edición de los Cuentos breves de Rafael Barrett continúa el rescate de una obra que empieza a ser valorada más allá de la romántica figura de su autor.
Por Fernando Krapp


Cuentos breves

Rafael Barrett

http://www.ensayistas.org/filosofos/paraguay/barrett/

Mil Botellas

117 páginas


Hay autores cuyas vidas tienden a opacar sus trabajos escritos. En esos casos, el lector siente la tentación de buscar en las palabras escritas rasgos, deslices, marcas que le permitan trazar un puente con las peripecias vividas por el autor, como si la hoja fuera un papel transparente. Rafael Barrett pertenece a esa clase de escritores. Hijo de un inglés y de una aristocrática madrileña, Barrett nació en España, donde llevó su vida de dandy intelectual, a caballo de las nuevas corrientes modernizadoras de la hoy ya célebre Generación del ’98, con Pío Baroja a la cabeza. Encandilado por la nueva vida al sur de América, vino a Buenos Aires en 1903 sin un solo peso en el bolsillo, ya que había derrochado casi toda (si no toda) su herencia. Según lo relató Abelardo Castillo, Barrett decidió quedarse en este continente luego de ver a un hombre hurgando entre la basura por un pedazo de carne cruda. Barrett, entonces, abrazó la causa de los pobres y se hizo anarquista. Pronto zarpó hacia el Paraguay, donde se estableció. Un buen día, a pesar de su abrumadora pobreza, decidió dedicarse de lleno a la escritura, desarrollando una vasta y prolífica obra que abarcó la novela (Mirando vivir), el periodismo, el ensayo y el cuento breve.
En sus cuentos se respira mucho Rubén Darío, probablemente porque el modernismo es el movimiento de la época. Compuesto por treinta y seis cuentos, con una prosa despojada de todo color local (uno cree, o espera, ver reflejado en sus descripciones algo del exotismo contextual vivido por Barrett) y contundente con frases como machetazos, Barrett traza una galería de temas diversos. Algunos relatos parecen meras impresiones, o reflexiones, ya sea sobre la magnificencia de la naturaleza contrapuesta a la necesidad humana de destruirla, o una mirada poética (con un tinte de decadentismo francés) sobre la experiencia del ajenjo. Otros relatos buscan el gancho final con moraleja, como la historia de un niño que ve en un príncipe un modelo ideal, pero el príncipe es en realidad un derrochador, egoísta y ególatra que se desprecia a sí mismo. Y otras piezas (si no en su mayoría) condensan su activismo político, y su visión ética sobre la pobreza y la riqueza; en ese caso, resulta un tanto incómodo un relato como “La cartera”, donde un mendigo devuelve a su dueño una abultada cartera que ha encontrado en la calle; el mendigo espera una propina, pero el rico se la niega bajo el argumento de que pedir propina es un acto despreciable. El relato le sirve a Barrett como reflexión sobre el papel caritativo de los que tienen, y el lugar inactivo que eso conlleva para los que no.
A principios del corriente año se publicó la biografía Asombro y búsqueda de Rafael Barrett, de Gregorio Morán, a lo que ahora se suma la joven editorial Mil Botellas con una reedición de estos Cuentos breves. Si bien en el ámbito académico se valora (y se rescata) a Barrett por su producción ensayística, sus cuentos permiten otra puerta de ingreso a la obra y vida de quien, según Augusto Roa Bastos, fue el fundador –voluntario o involuntario– de la literatura paraguaya.

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