viernes, 2 de marzo de 2012

Alejandro Kirchuk /Christian Boltanski

Domingo, 26 de febrero de 2012



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Fotografía: El trabajo de Alejandro Kirchuk que ganó en el World Press Photo







El largo y sinuoso camino



Después de 60 años juntos, el matrimonio de Mónica y Marcos enfrentó la peor de las separaciones en vida: el Alzheimer. El decidió abandonar todo lo demás para estar con ella, aunque de a poco ella empieza a no reconocerlo. El modo en que él la acompaña, en que comparten todo el día juntos, pero también el ritmo lento y sostenido en que la enfermedad los aleja y los priva de la compañía del otro que conocían, va envolviendo el departamento en una textura emocional hecha de amor, aislamiento y despedidas. En ese mundo propio penetró el fotógrafo Alejandro Kirchuk, y su trabajo acaba de ser premiado en la categoría Vida Cotidiana del premio World Press Photo.




Por Mercedes Halfon








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No pasaron muchos días desde que Alejandro Kirchuk se enteró de que había ganado el premio World Press Photo, pero ahora ya puede hablar de eso tranquilamente, sin el efecto enloquecimiento que le ocurrió no bien tuvo la noticia: “Ese día me levanté a las siete de la mañana para ver los resultados en la página web. Y fui a despertar a mi mujer, se ve que con una cara tan de trastornado, uno nunca está preparado para esas noticias, que casi la mato, se despertó con un ataque de pánico. Y yo a su vez también me pegué un susto terrible con su reacción. Después de diez o quince segundos le pude explicar que no había pasado nada grave, sino al contrario. Pero fue casi un blooper”. Es de algún modo comprensible. Kirchuk tiene veinticuatro años, se presentó al premio de modo independiente –no amparado por ningún medio prestigioso donde hayan sido publicadas las imágenes– y se llevó nada menos que el primer premio en la categoría Historias de la Vida Cotidiana. Es comprensible también que haya ganado el premio. Viendo las doce imágenes que componen La noche que me quieras/ Never let you go, intensas, tristes, un poco fantasmagóricas, somos transportados en el tiempo y el espacio hacia la historia de Mónica y Marcos, una pareja de ancianos en un mundo que parece estar desapareciendo.










Hace cincuenta y cinco años que el World Press Photo fue fundado en Holanda, consagrado a destacar la actividad del fotoperiodismo en todo el mundo. Las imágenes seleccionadas en las distintas categorías viajan luego, durante todo ese año, por cuarenta y cinco ciudades de los cinco continentes. Kirchuk se lamenta de que en ese itinerario no lleguen a Buenos Aires –hasta hace un tiempo la muestra venía al Centro Cultural Borges– pero cuenta que de todas maneras las fotos se pueden ver con buena calidad en la página de World Press. El es el único argentino premiado este año.





LOS OPUESTOS SEAN UNIDOS

Hay que decir que su particular mirada proviene de una formación con dos vertientes muy marcadas. Por un lado, la escuela de fotografía de Andy Goldstein, semillero de fotógrafos con vocación artística de exportación. Por otro, Argra (Asociación de reporteros gráficos de la República Argentina), núcleo duro del fotoperiodismo, donde el cometido de la imagen es siempre contar la historia, estar al servicio del hecho, tanto en su costado noticiable como en su huella documental. ¿Contradicción? Más bien, integración de los opuestos: “Empecé con la escuela de Andy y muy rápidamente me di cuenta de que lo que me gustaba tenía que ver con la fotografía documental. Por eso me anoté en Argra. Y lo volvería hacer, me parecen dos corrientes muy complementarias. De todos modos, a mí nunca me cautivó la prensa diaria, porque lo que me interesa fotografiar no es una noticia, son cosas que en general no tienen mucho lugar en los grandes medios”.



Para explicar sus intereses nada mejor que contar uno de sus primeros trabajos, llamado 90 minutos. Se trata de una serie de fotografías sobre Puerto Nuevo, el último equipo de la D, algo así como el peor equipo de fútbol de la Argentina. Las fotos transmiten esa pasión un poco inentendible, de un lado y del otro del alambrado: una tribuna con quince personas completamente descontroladas y cubiertas de banderas emotivas (una de ellas reza: “talento y humildad”), las señales de la cruz que se hacen los jugadores al salir a la cancha, el círculo mágico de jugadores, entrenadores y amigos que se tocan las manos invocando algún dios de los buenos resultados. Sus trabajos fotográficos en relación con el fútbol siguen en ADN fútbol, una serie en curso que quiere retratar el fenómeno a nivel país, y desde su costado social y cultural.





Pero de ese entorno, masculino, deportivo y exultante, podemos virar hacia Pequeño reino, otro de sus trabajos previos al premio. Allí lo registrado es el aparentemente mínimo hecatombe que se produce en una casa con la llegada de un nuevo bebé. La luz, el desorden y el cansancio de esos días aparecen en las fotos. De ese extremo de la vida que se narra allí llegamos al otro extremo con la serie premiada. Kirchuk cuenta que Pequeño reino –trabajo que aún está en proceso– fue una consecuencia de La noche que me quieras. Es que son, también, opuestos complementarios. Así como el primero es una agotadora bienvenida, La noche es una lenta despedida: La despedida de una anciana con Alzheimer, por parte de su marido y compañero desde hace sesenta años.




UN AMOR OTOÑAL




¿Qué vemos en estas imágenes? Unos cuerpos atravesados por el tiempo. Y no sólo porque en los ancianos (y en los bebés) sea donde el tiempo se ve de un modo más claro. En la primera fotografía de la serie está Mónica acostada en la cama matrimonial y Marcos parado hablando por teléfono. El está recortado por la luz del velador, pero a través de la persiana penetra la blanca luz del día. Es un clima de cortinas bajas, delicado, poblado de los susurros que toman la casa de un enfermo. Aun así, en esta primera imagen la pareja está entera. La sucesión de la serie mostrará cómo cada uno irá siguiendo un camino paralelo, ella el de la ausencia, y él, toda presencia. Las fotos atestiguan una relación. A través de espejos, de los que pasa a un lado y otro de una puerta, vemos los sucesos de la casa en su duplicidad. A mitad de la serie nos encontramos a Mónica descansando en una cama ortopédica. La enfermedad ha avanzado sobre el dormir juntos. Kirchuk reflexiona: “Hay una foto con ella caminando y otras de cuando ya estaba postrada. Esto marca el devenir. El tiempo en la enfermedad del Alzheimer es silencioso y lento, pero laborioso. Nunca frena la enfermedad. Una degeneración mínima que no se detiene. Empieza con unos leves olvidos y termina afectando todo lo neurológico y los movimientos. Este es, de algún modo, también un trabajo sobre la vejez, porque el Alzheimer acelera lo que puede suceder de un modo natural”. El tiempo se encarna, se vuelve visible, factible de ser fotografiado.




Testigos silenciosos o actores de reparto son los cuadros que decoran los distintos ambientes. Todos ellos de pintores muy de las casas de la década del ‘60 en la Argentina –Carlos Alonso, Alberto Bruzzone–, aparecen y componen la imagen de un modo que si bien tiene que ver con lo decorativo, con cierto aire costumbrista y cotidiano, también lleva las fotografías a otra parte. Es extraño ver a esa azulada Ana Frank de Bruzzone en el mismo plano en que con los ojos cerrados y una mueca dolorida, Mónica decide y no decide irse.




Un detalle para nada insignificante: Mónica y Marcos son los abuelos de Alejandro. Esta información llega tardíamente, porque también él tardó en incorporarla al trabajo. Se resistía a que el componente emocional/familiar quedara expuesto, del mismo modo que se resistió a que se interpusiera en sus decisiones estéticas. Pero, de cierto modo, la intimidad lograda en las imágenes tiene allí su causa. El cuenta que durante tres años visitó la casa de Mónica y Marcos, sus abuelos, en distintos horarios, se quedó a dormir, tratando de captar distintos ánimos y rutinas. Las fotos tomadas superan las seis mil. No es difícil imaginarse la complejidad del trabajo de edición, para llegar a las doce que presentó en World Press Photo: “Si bien ahora lo digo, y el hecho de que sean mis abuelos es algo fundamental, para mí fue importante mantener la distancia y no elegir alguna foto sólo por que tuviera algo que ver con mi relación con ellos y por ahí no trasmitiera nada. Elegir las fotos por su valor documental y no afectivo”.






A pesar de eso y afortunadamente, la serie rebosa de afecto. En cada gesto de Marcos hacia su mujer, en los acuosos ojos de ella, en los pliegues de la piel de ambos, está el tiempo transcurrido juntos. Kurchuk logra captar esa confianza absoluta, el lazo metafísico.








LOS OPUESTOS SE ATRAEN




Y aunque las fotos tengan un peso melancólico y triste, se trata sin dudas de una historia de amor. El título de la muestra, con todas sus connotaciones localistas incluidas, es un tango netamente de amor: “Se lo puse porque era el último tango –y la última estrofa– que ella se acordaba. Tengo un videito en el que está cantándolo”. El título en inglés, en cambio, es otro, pensando que la cita caería en saco roto, pero también es puro amor: “Le puse Never let you go, nunca te dejaré ir, porque para mí también tiene mucho que ver él, con todo lo que hizo Marcos para no dejarla ir”.




Después de cinco años de enfermedad –y tres del registro que llevó adelante su nieto–, Mónica murió. Alejandro dice que fue de la mejor forma posible: “En los brazos de su marido, que en ese momento la estaba cambiando”. Ese paso, ese cambio de estado trascendental, no está en las fotos. El explica que en ese momento, en su cabeza, el fotógrafo y el nieto se encontraron un poco enfrentados. “Su muerte fue un tema que me tuvo en un estado raro bastante tiempo. Hubo muchas instancias que fui viviendo y que pude haber registrado para representar la muerte. Yo quería que estuviera representada de algún modo. En el velorio y en el entierro había una parte mía que no quería hacer fotos y otra que sí. Preferí no hacerlas, pero me quedé con una sensación de que el fotógrafo estaba un poco enojado con el nieto porque no le había dado lugar para participar. Igual después me di cuenta de que el reportaje se trataba sobre ellos dos, que no importaba la familia. Por eso para mí era justo representar la ausencia de ella de un modo más íntimo. El entierro era algo extraordinario, por eso preferí la imagen cotidiana de él yendo a llevarle flores. Esa foto del cementerio es el día del cumpleaños de ella.”




Por su parte, su abuelo, después de todo ese tiempo en que no le prestó demasiada atención a la cámara –casi una extensión de su nieto– empezó a sentir una cierta curiosidad. Y viendo las imágenes sintió un cierto orgullo de verse ahí, y de que eso tal vez algún día pudiera servirle a alguien. “Hoy mi abuelo viene seguido a cenar conmigo y se pone a ordenar, o a lavar los platos. Es como que después de tener tanto que hacer, de tener en su vida una preocupación tan fuerte, ahora se aburre. No sabe qué hacer con su tiempo. Es complicado.” En ese sentido, Kirchuk explica que para él, el cierre de la serie con la fotografía de su abuelo abriendo las cortinas de su balcón fue una de las decisiones más importantes. “Podría haber terminado todo con la imagen de la lápida y las flores, porque de algún modo eso era la conclusión del proceso de la enfermedad. Pero la historia de amor de ellos no se terminaba ahí. Como tampoco la vida de Marcos.”




Alejandro Kirchuk cuenta que durante su infancia su abuelo Marcos lo buscaba por el colegio todos los días para llevarlo en auto hasta donde entrenaba fútbol (de algún lado tenía que venir semejante obsesión fotográfica). “Me venía a buscar con la merienda y recorríamos toda la ciudad para ir a All Boy’s, donde yo entrenaba. Todos los santos días.” Por eso, el haberse instalado en su casa a retratar los últimos años con su esposa, también es de algún modo un acto de lealtad. Las fotos atestiguan ese cariño, profundo, a veces sólo materializado en los recortes que hace la luz. Eso es la fotografía.















El trabajo ganador de Alejandro Kirchuk se puede ver, junto con el de los demás ganadores en las otras categorías, en: http://www.worldpressphoto.org/















Hallazgos: La iluminada autobiografía de Christian Boltanski



La vida y nada más







Nacido en París durante la Segunda Guerra, de padres escondidos en un altillo, de infancia extraordinariamente peculiar, autodidacta y salvado por el arte de una vida más peligrosa aún, Christian Boltanski es uno de los artistas franceses más importantes de la segunda mitad del siglo XX, reconocido por sus instalaciones que cruzan con sutileza y contundencia el existencialismo, la experiencia religiosa y la Historia. Su vida, vuelta mito y contada mil veces por él mismo, ahora encuentra su mejor forma: la autobiografía. Acá, apenas algunas de sus perlas.




Por Lucrecia Palacios









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“Tengo un recuerdo preciso: estaba en el auto con mis padres y comprendí, primero, que mi infancia había terminado, y segundo, todo lo que debía realizar como arte durante mi vida.”




Representante del conceptualismo que floreció en Europa después del Mayo Francés, pionero de la instalación y abanderado del arte de archivo que se convirtió en moda en los años ’90, Christian Boltanski lleva más de cuatro décadas desarrollando en su trabajo los mismos temas: la gratuidad del mal, la fragilidad de la vida y la imposibilidad de la memoria. En Christian Boltanski: La vida posible de un artista, el libro de entrevistas recién traducido al castellano, el artista recorre su vida y sus obras y, a la vez que abona su mito de niño herido por la guerra y creador obsesivo y dedicado, desecha la liviandad e inefabilidad como valores en el arte y se propone como el último existencialista.




En Alemania, se les dice kellerkinder a quienes nacieron entre 1940 y 1945. Quiere decir “niños del sótano”, y la palabra es elocuente sobre infancias que transcurrieron escondidas y atrapadas, protegiéndose de la humareda, la persecución y el polvo que eran las ciudades de la guerra. Boltanski nació en París en 1944 y muchas de sus historias tienen como telón de fondo la Francia ocupada y colaboracionista. Hijo de un padre judío (que vivió durante dos años disimulado en el altillo de su casa para escapar de la mirada de los vecinos delatores) y de una madre católica (que hizo dormir a toda la familia en el mismo cuarto por décadas convencida de que separarse era peligroso), Boltanski salió solo a la calle por primera vez a los 18 años. Espíritu extraño dentro de una situación aún más extraordinaria, no fue a la escuela, aprendió a leer tarde (y mal) y jugó a los soldaditos hasta los 35 años.







Christian Boltanski: La vida posible de un artista Christian Boltanski y Catherine Grenier Ediciones de la Flor 224 páginas









Claro que muchos de estos datos son dudosos. No sólo porque el mismo artista se ha encargado de exponer la fragilidad de la memoria, sino (y sobre todo) porque todas las historias encajan tan perfectamente con su obra que, de tan parecidas, se hacen indistinguibles. Boltanski viene puliendo estas narraciones, repitiéndolas una y otra vez como cantilena desde hace décadas. Se pueden revisar en cualquier entrevista que haya dado a partir de los ’90, los años en que su obra prendió como pólvora en el escenario internacional. Aparecen también en el documental que filmó en 2010 Heinz Peter Schwerfel y las reiteró, casi con las mismas palabras, en la conferencia que dio en octubre del año pasado en el Centro Cultural Borges, invitado por la Universidad de Tres de Febrero, aquí, en Buenos Aires.




Pero en Christian Boltanski: La vida posible de un artista, que acaba de lanzar Ediciones De la Flor, este puñado de historias encuentra su forma justa: el libro de memorias. Guiado con cuidado por las preguntas de Catherine Grenier, Boltanski va destejiendo sus respuestas habituales y expandiendo las anécdotas. Es, por supuesto, un libro retrospectivo que revisa sus obras y su credo estético. Boltanski se muestra como un gran observador de su trabajo, y abrevando de dos fuentes tan diversas como la sociología del arte y el idealismo alemán, se esfuerza por construir una genealogía para su obra que la aleje de los conceptualismos y la acerque a la pintura expresionista. Como buena memoir, es también la historia de un hombre que sabe que ha perdido la juventud y dirige una mirada piadosa al niño que fue, a sus ilusiones juveniles y al mundo que desapareció. Como en las mejores obras de Boltanski, sobre la historia chiquita de su vida se proyectan la historia grande de la Europa de posguerra y la historia mítica de las neovanguardias.




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