jueves, 21 de mayo de 2009

Notas al pie de página

Vol. 1: Llaman a la puerta



En 1983 se editó el álbum debut de Los Violadores, el primer grupo punk argentino en tener cierta prédica en el ámbito local y sudamericano. El disco no llevaba título ―se lo conoce como Los Violadores― y había sido grabado el año anterior, mientras el gobierno militar pegaba sus últimos manotazos de ahogado. Es un disco sucio, rabioso, fresco; nunca se había escuchado algo así en la escena vernácula y, teniendo en cuenta su contexto de producción, es poco probable que vuelva a escucharse algo parecido. Décadas después continúa siendo genial seguirles el juego a canciones como “Represión” o “Viejos patéticos”: tomar posición en un espacio donde, mientras la dictadura avanzaba y los argentinos sólo pensaban en “fútbol, asado y vino”, los hippies que encabezaban el llamado “rock nacional” se tiraban en el pasto a cantarle a las mariposas y las flores. En el mundo simbólico de la música pop, donde las dicotomías identitarias son una mercancía con demanda permanente, donde el mercado crea signos que muy pronto son derrocados por nuevos signos, uno debía elegir entre seguir siendo un hippie mugriento de vocecita afeminada que cantaba acerca de rasguñar piedras, o podía levantar la cabeza, ponerse los pantalones y denunciar: “¡Represión!, a la vuelta de tu casa, ¡represión!, en el kiosco de la esquina...”. Es blanco o negro. Hippie afeminado o punk con pelotas. La magia del pop ―que es siempre un encanto adolescente― no admite matices.
Por todo esto la última canción del lado B de ese disco llama la atención: una versión clashera de “
El extraño de pelo largo”, el clásico beat de 1968 de La Joven Guardia. ¿Por qué incluir una oda a un hippie en el disco debut de Violadores? “Vagando por la calle, mirando la gente pasar/ El extraño de pelo largo sin preocupaciones va/ Hay fuego en su mirada...”, y así sigue, sin mayores sobresaltos, hasta casi el final, cuando la canción se sumerge en una tolvanera de afirmaciones y comentarios. El coro repite “él es un ser extraño” y la voz líder le responde “de pelo largo”; “él es un ser extraño”, y la respuesta: “Con el pelo largo”. Pero cuando la canción comienza a diluirse en el fade out, “él es un ser extraño” obtiene por respuesta un inesperado “¡Todo fue un engaño!”. Y entonces la canción cobra significado, aunque sólo para quienes se quedaron a ver los títulos finales en la sala vacía, con los gritos del vocalista peleándole las lecturas posibles al fade, al negro, al silencio: “¡De pelo, pelo sucio, pelo largo!/ ¡Hippie pachuli sucio!/ ¡Todo fue un engaño!/ ¡Tonto de pelo largo!/ ¿No ves que fue un engaño? Todo fue un engaño...”. La canción se termina y el “hippie pachuli sucio” queda flotando en el aire. Si uno accede a estirar su definición, ese “¡todo fue un engaño!” puede leerse como una nota a pie de página de la canción. Es un breve comentario que modifica el sentido del texto, que trastoca su interpretación en apariencia nítida, quizás comparable con un pasaje del segundo tomo de la Autobiografía, 1914-1944 de Bertrand Russell, donde decía: “Detrás de todas las actividades o placeres que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor de la soledad. He escapado de él casi por completo en los momentos del amor, pero incluso entonces, pensándolo bien, me doy cuenta de que esta huida ha sido en parte una ilusión”. Entonces venía una llamada, y a pie de página Russell anotó: “Esto, y lo que sigue, ya no es cierto (1967)”. Era una afirmación marginal que negaba la afirmación principal; no sólo la negaba, sino que la corregía, la perturbaba, la dejaba sin efecto, la volvía parte de un pasado que ya no existía. Incomodaba al lector, le hacía preguntarse cómo debía leer “lo que sigue”: si debía interpretarlo como una afirmación o como la negación de una afirmación que por ende se convertía en una nueva afirmación. Lo que seguía era: “Mis sentimientos más profundos han permanecido siempre solitarios y no han encontrado compañía en las cosas humanas. El mar, las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados, significan más para mí que los seres humanos que más quiero”. Pero eso, decía la nota, ya no era cierto: para el Russell de 1967 los seres humanos significaban más que el mar, las estrellas, el viento nocturno.



(Foto: M. Pisarro)



Se dirá que no hay que dar tantas vueltas para definir una nota a pie de página, que alcanza con seguir a la Real Academia Española y establecer que es una “advertencia, explicación, comentario o noticia de cualquier clase, que en impresos o manuscritos va fuera del texto”. Está bien. Pero las notas al pie tienen algo secreto, reservado. Plantean incógnitas, preguntas a medias, abren posibilidades y nuevas lecturas, aunque sólo para quienes se atreven a cruzar un umbral casi metafísico. También son un necesario procedimiento técnico del discurso científico, pero así dicho es menos interesante. Aquellos que se embarcaron en la tarea de codificarlas ―o al menos los mejores entre ellos― hablaron con medias tintas, usaron frases crípticas u observaciones ingeniosas, le dieron vueltas al asunto en lugar de tomar al toro por las astas. Mantuvieron el misterio. El actor y dramaturgo inglés Noel Coward afirmó ―en una expresión ya célebre― que leer una nota a pie de página es similar a dejar de hacer el amor porque golpean a la puerta. El escritor Chuck Zerby observó en The devil’s details: a history of footnotes (2003) que las notas al pie son “uno de los inventos más tempranos e ingeniosos de la humanidad”, “una cita a ciegas, amenazante y excitante, ocasionalmente aburridas pero a menudo entretenidas”. En Los orígenes trágicos de la erudición (1998), libro convertido casi en un pequeño clásico de culto entre estudiosos más bien nerds, el historiador norteamericano Anthony Grafton aseguró que “el murmullo de la nota a pie de página es reconfortante como el zumbido agudo del torno odontológico: el tedio que provoca, como el dolor que provoca el torno, no es aleatorio sino direccional, es parte del costo a pagar por los beneficios de la ciencia y la tecnología modernas”. Y no conforme con eso, Grafton fue más lejos en sus comparaciones:
La nota al pie moderna es tan esencial para la vida histórica civilizada como el
inodoro; como éste, es un tema de mal gusto en la plática cortés y por lo general sólo llama la atención cuando se descompone. Como el inodoro, la nota al pie permite a uno realizar actos desagradables en la intimidad; como sucede con aquél, el buen gusto exige que se la coloque en un lugar discreto; últimamente no se la incluye en el pie de página sino al final del libro. Es el lugar que merece recurso tan baladí: ojos que no ven, corazón que no siente. Las notas a pie de página tienen algo misterioso ―implican hurgar en “rincones oscuros y hediondos”, decía Grafton todavía insistiendo con la imagen del inodoro y las cloacas―, y decir que las notas a pie de página tienen algo misterioso supone seguir dándole vueltas al asunto. Cuando en Rastros de carmín (1989) Greil Marcus se propuso trazar la historia secreta del siglo XX a través de las que consideraba sus notas al pie, afirmó: “La cuestión es demasiado extensa como para abordarla ahora; hay que dejarla de lado, permitir que adquiera su propia forma”. Y entonces no parece fortuito que también él se encontrara hablando sobre misterios: “Los verdaderos misterios no pueden resolverse ―dijo Marcus―, pero pueden convertirse en misterios mucho mejores”.




Vol. 2: De profesión, comentarista






Un buen misterio es cuándo y dónde nacieron las notas al pie de página modernas. Diversos investigadores ubican su emergencia en los siglos XII, XV, XVII, XVIII y XIX, y todos con buenos argumentos. Hay quien se las adjudica a la Reforma Protestante del siglo XVI, o al vuelco de los sectores ilustrados del siglo XIII a la lectura silenciosa ―en detrimento de la lectura pública―, que permitió operaciones de carácter analítico sobre el texto. Aún así, al igual que resulta improbable que algún arqueólogo anuncie haber descubierto los huesos del primer animal doméstico, es poco factible que algún estudioso asegure haber dado con la primera nota al pie. El comentario crítico de documentos viene de lejos, desde los talleres de copistas romanos y griegos hasta los monasterios medievales. Los textos que una comunidad académica o religiosa consideraba importantes se comentaban para que los próximos lectores entendieran sus términos y no malinterpretaran el contenido. Se glosaban palabras desusadas (es decir, se agregaban glosas; de ahí los glosarios) o se explicaba el sentido de párrafos enteros; luego estos comentarios eran objeto de nuevos comentarios.
A veces por descuido y a veces de manera deliberada, en ocasiones estos comentarios comenzaban a formar parte del texto. Los márgenes de los manuscritos y los primeros textos impresos de medicina, teología y derecho están repletos de glosas; las escrituras sagradas de casi todas las sociedades incluyen comentarios y anotaciones. En la Edad Media ―escribió Chuck Zerby― las páginas de la Biblia eran campos de batalla y sus márgenes, las trincheras donde se dirimían las diversas interpretaciones del texto sagrado: Católicos contra Luteranos, Luteranos contra Calvinistas, Calvinistas contra la Iglesia de Inglaterra y la Iglesia de Inglaterra contra todos los demás. La imprenta trajo consigo la necesidad de una forma estandarizada de diseño del
libro. Los textos se rompieron en capítulos, párrafos, etc.; aparecieron elementos que hoy los semiólogos llaman “paratexto”: prólogos, notas, epígrafes, dedicatorias, índices, apéndices, resúmenes, tapas, contratapas, ilustraciones, etc., o en términos del teórico literario francés Gerard Genette: “El discurso auxiliar al servicio del texto”. Los comentarios, al igual que todo lo demás, debían encontrar un lugar estable y determinado; debían sumarse a la previsibilidad (para)textual: una zona o bloque diferenciado en la página con reglas discursivas específicas. Si alguien quería anotar, debía seguir las normas editoriales, las cuales parecen haberse acordado entre autores y editores entre el 1700 y el 1750.



Si bien es común afirmar que las notas al pie tuvieron una época de oro en cuanto a su precisión (algo así como los claustros de Historia de las universidades alemanas del siglo XIX), tienen una prolífica ―aunque desordenada― trayectoria. En el siglo XVIII, cuando los filósofos de la Ilustración no dudaban en presentar los problemas más complejos al lector no especializado, las notas fueron un importante recurso literario: sustentaban las afirmaciones propias y satirizaban las ajenas. Antes, muchos autores renacentistas habían comenzado a pensar ―no sin razón― que escribían para lectores tan distantes como ellos mismos de los clásicos, así que incluyeron notas explicativas para facilitarle la vida a los leedores del futuro. Dante Alighieri, Francesco Petrarca o Johannes Kepler comentaron su propia obra; Voltaire odiaba ese tipo de detalles: “La posteridad los desdeña ―decía―; son las ratas que socavan las grandes obras”. A diferencia de Kant, que las empleaba con profusión, Hegel las trataba ―según otra de las comparaciones marca Grafton― como el médico medieval a las bubas de peste: síntomas de un mal contagioso. Para Alexander Pope, en cambio, eran ―una vez más, Grafton― comparables a la motosierra de las películas de terror norteamericanas: un elemento “para descuartizar a sus enemigos y desparramar sus extremidades sangrientas por todo el paisaje”. Alrededor del 1700, las notas al pie de los textos parecían un sembradío de minas terrestres: no sólo porque había que ver en dónde se pisaba, sino porque resultaban la mejor defensa ante posibles ataques. Había que cuidarse de las ajenas, pero no olvidarse de enterrar las propias. ¿El resultado? Entre los siglos XV y XVII a duras penas podían leerse los textos clásicos, ahogados por glosas, notas sarcásticas, comentarios maliciosos, cacerías de equivocaciones y erudición de variada índole. En el siglo XV, por ejemplo, las páginas de los libros de Virgilio estaban rodeados por una banda mucho mayor que el texto original, impreso en una tipografía diminuta, apenas visible entre las disputas de comentaristas antiguos y contemporáneos; misma suerte corrieron Propercio, Ovidio, Marcial, Livio y muchos otros, editados con el atractivo “cum notis variorum” (con comentarios de varios críticos). En 1743, el escritor alemán Gottlieb Rabener escribió en su sarcástico Hinkmars von repkow noten ohne text que buscaba fama y fortuna, y la manera más fácil de lograrlo no era escribiendo un texto sino comentando los textos ajenos. “Personas sobre las cuales uno está dispuesto a jurar que Natura las ha dotado para cualquier oficio menos para el de erudito; personas que, sin saber pensar, explican los pensamientos de los antiguos y otros hombres célebres; tales personas se vuelven importantes y respetadas, ¿y con qué? Con notas”. Las comparaciones de Grafton son inspiradoras. Basta pensar en esa nueva categoría de figura televisiva que es “el panelista”, básicamente una persona que hace comentarios sobre cualquier texto (audiovisual) que le ponen delante: me gusta, no me gusta. Mediciones de versiones internacionales de shows televisivos del tipo Bailando por un sueño (Cantando por un sueño, Patinando por un sueño, etc., el modelo American Idol en diferentes formatos) señalan que el rating siempre aumenta cuando llega la hora de los comentarios del jurado de notables: lo que importa no es el baile (el texto), sino las apreciaciones del jurado sobre el baile (los comentarios sobre el baile). Y cuanto más maliciosos los comentarios, mayor el interés. Y menos cuento: últimamente vi más de un curriculum laboral donde el aspirante anotó, entre sus actividades, “comentarista” y, a continuación, una lista de blogs donde hace comentarios periódicos. Quizás Rabener tenga razón y uno pueda volverse célebre y respetado haciendo comentarios. Quizás ser comentarista sea una buena opción para hacer carrera, obtener prestigio, admiración y ―vaya― un buen retiro en las Bahamas. "Profesión: comentarista". Hay cosas peores.




Vol. 3: ibíd., op. cit., et. al., cfr.



Cuando las disciplinas científicas adoptaron las notas al pie en los siglos XVIII y XIX, éstas ya estaban bien afianzadas en el terreno literario: podían ser una demostración de erudición, un esfuerzo estético o una sentencia burlona para caldear las aguas y sacar provecho de la situación. Hay miles de buenos ejemplos de notas al pie en narrativa, pretérita y reciente: basta nombrar Moby-Dick (1851) de Herman Melville, La guerra y la paz (1865-69) de León Tolstoy, Estado de miedo (2004) de Michael Crichton, La noche del oráculo (2004) de Paul Auster, Veinte años después (1845) de Alejandro Dumas, Finnegans Wake (1939) de James Joyce, El talón de hierro (1908) de Jack London, El tercer policía (publicada en 1967) de Flann O’Brien, Ada o el ardor (1969) de Vladimir Nabokov o Generación X (1991) de Douglas Coupland, con anotaciones y dibujos en los márgenes. Y por mencionar casos vernáculos, Ficciones (1944) de Jorge Luis Borges, El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig y el cuento “Nota al pie” de Rodolfo Walsh (según el escritor David Viñas, siguiendo la tradición literaria de jugar carreritas de caballo para ver quién es mejor, con este cuento Walsh superó a Borges y cruzó el disco). Pero éstos son en general experimentos literarios. Si las notas al pie (golpeadas, pero todavía aguantando) tienen un espacio, ése es el científico o académico. Las notas al pie ―afirman muchos editores― sólo van bien con las ratas de biblioteca y con los chicos listos de la universidad. El resto de los lectores las desprecia.
La anotación científica o académica tiene por fin establecer la información del texto del cual proviene una cita o contenido, ejercicio poco frecuente en tratados antiguos pues sus autores citaban de memoria. Por ejemplo, aunque Plinio el Viejo incluyó una lista de autores consultados en su Naturalis historia y Aulo Gelio hizo lo propio en Noctes atticae, Macrobio no dejó constancia de las citas textuales de Saturnalia. Sin embargo, los juristas romanos citaban con suma precisión, y luego, en las universidades del siglo XII, se crearon pautas muy precisas de citación que trascendieron los ámbitos jurídicos. Pero nada de esto ―glosas gramaticales, alegorías teológicas, enmiendas filológicas― se asemeja a las notas al pie modernas. El historiador inglés Edward Gibbon (1737-1794) publicó los seis volúmenes de Decadencia y caída del imperio romano entre 1776 y 1788. El uso de fuentes primarias y notas al pie volvieron a Gibbon, y en especial a Decadencia..., el hito fundador de un método de investigación. Cuando se busca el origen de las notas al pie modernas, no son pocos quienes lo señalan. Hay una anécdota interesante, rescatada por Grafton. Gibbon compartía editor con David Hume, un tal William Strahan; cuando se publicó Decadencia..., Hume escribió a Strahan elogiando el libro, pero también indicó algunas sugerencias para facilitar la lectura: “Son molestas sus notas de acuerdo al método actual de impresión del
libro: cuando se anuncia una nota, uno se dirige al final de volumen y, con frecuencia, no halla sino la referencia a una autoridad: todas estas autoridades deberían aparecer impresas en el margen o al pie de la página”. Es revelador porque señala que originalmente las notas de Gibbon aparecieron al final, y sólo llegaron al pie ―lugar donde se volvieron célebres― por intermedio de Hume; por otro lado, indica que lo novedoso del método de Gibbon fue la combinación de referencias y comentarios, y no la anotación en sí. El recurso ya estaba visto.



Edward Gibbon



En el siglo XIX positivista y romántico, las notas cumplieron un rol ambiguo: algunos las abrazaron y otros bregaron por volver a los buenos tiempos de la narrativa clásica. El alemán Leopold von Ranke (1795-1886), “padre” de la historia científica, insistió en una carta a su editor con que detestaba las notas al pie, aseguró que las hizo tan breves como le fue posible, que desfiguraban al texto y se preguntó si no era preferible ponerlas al final del libro. Como un mal necesario, sólo las usó porque consideró que eran esenciales para “un principiante que aún debe abrirse camino y granjearse confianza”. Más que interrumpir la narración (lo siento, querida, vístete que llaman a la puerta), las notas rompían la ilusión de veracidad del narrador omnisciente de la historia clásica. Citar otras fuentes quería decir que había otras versiones de la historia. Ya entrado el siglo XX el cambio estaba consumado. Se pasó de premiar la erudición y la insolencia de las notas, a emplearlas para sostener hipótesis originales sobre investigaciones y documentación previas. Al aumentar su uso como herramienta intelectual disminuyó su riqueza estilística, reduciéndose a una serie de abreviaciones bibliográficas: ibíd., op. cit., et. al., cfr. Paul Feyerabend contaba que, cuando estudió con Karl Popper, éste le exigía a sus alumnos que lo nombraran al menos una vez por página y por nota al pie, y que escribieran su nombre con mayúsculas: POPPER. Uno de los últimos grandes anotadores fue Marcel Mauss; sus notas al pie devoran páginas enteras: Mauss fue quizás el último investigador en escribir como científico y anotar como erudito. Pero conforme el siglo XX avanzaba, la decadencia de las notas al pie se hizo palmaria, y no son pocos quienes abogan por su caída. “Las notas adquirieron su esplendor en el siglo XVIII ―observó Grafton―, cuando servían tanto de comentario irónico al texto como de prueba de su veracidad. En el siglo XIX, perdieron ese papel protagónico de coro trágico y asumieron la función ingrata de obreros en una vasta fábrica sucia. Lo que comenzó como arte se volvió fatalmente rutina”. Las fábricas fueron declaradas en quiebra; hoy algunos quieren demolerlas y otros quieren vender sus restos al coloso multinacional: Internet.



Las notas al pie forman parte, en la actualidad, de las convenciones del discurso académico. En un aspecto formal se usan para agregar referencias bibliográficas que desarrollen un tema (“sobre este tema ver...”); sirven de referencia interna o externa, es decir, remiten a otros textos u otras partes del mismo texto; amplían, corrigen o regulan afirmaciones; traducen una cita que en el texto aparece en otro idioma; indican, si no se ha usado el sistema autor-año, las referencias bibliográficas. Pero ante todo las notas prueban que uno ha hecho su trabajo: que leyó lo que debía leer y que sus afirmaciones están apoyadas sobre las espaldas de los gigantes newtonianos. A veces revelan el largo peregrinaje recorrido para llegar a una afirmación; otras veces vienen después de la afirmación, como una suerte de legitimidad póstuma. En ocasiones no remiten sólo al material consultado sino a escuelas, teorías, corrientes de pensamiento o autores con que el autor espera que se lo relacione; por el mismo motivo, se ignoran escuelas, teorías o autores que sí fueron consultados, a fin de que no se establezca conexión alguna. Las notas, pues, tienen dos características: son persuasivas (como los diplomas colgados en el consultorio del médico o los discos de oro en el estudio del productor musical) e informativas (indican qué fuentes o trabajos fueron consultados, continuados o refutados). Sin embargo, al haber perdido su calidad artesanal y habiéndose convertido en piezas obsoletas de las fábricas de la industria cultural, las notas se burocratizaron al igual que el resto del discurso científico. Antaño parecían todas iguales, pero no lo eran; si uno era capaz de descifrar sus códigos podía encontrarse verdaderas carnicerías intelectuales. Hoy se usan de manera automática, poco meditada, sin la sana malevolencia erudita: perdieron parte del misterio. Por ejemplo, “cfr.” o “cf.”, “confróntese”, quería decir que podía consultarse un punto de vista diferente y, casi siempre, equivocado: confróntese mi correcta afirmación con esta otra paparruchada carente de argumentos. El inocente cfr. podía ser un dardo mortífero; hoy sólo señala que hay más bibliografía sobre el tema. El mayor tiro de gracia en el ámbito académico se lo propinó el sistema de referencias autor-año, que desde hace unas tres décadas amenaza con volverse hegemónico. En lugar de notas al pie se agrega entre paréntesis el apellido del autor y año de edición de la obra, y en caso de citas el número de página precedido por dos puntos: (Fulano, 1975: 103). Las referencias, entonces, pasan a formar parte del mismo texto y el resultado es una suma de horribles paréntesis presidiendo cualquier afirmación, aún las más sonsas. En los siglos XVIII y XIX muchos sostenían que las notas afeaban el texto, pero el sistema autor-obra fue más lejos: consumó la aniquilación estética del texto científico.



Sin embargo, las notas están muertas: sólo están moribundas. Muchos lectores denuncian, a menudo con justicia, los abusos de editores y traductores: por lo general no pierden oportunidad de meter sus bocadillos, nueve de cada diez innecesarios. A esto se le suma que las casas editoriales parecen haber descubierto que las notas son cosa de pocos, así que volvieron a mandarlas al lugar del que Hume jamás debió haberlas sacado: el final del libro, las arenas del destierro donde se amontonan bibliografía, índice, glosarios. Leer estas notas finales es siempre una tarea engorrosa: primero hay que memorizar el número de cita (digamos 29) y el número de página (digamos 437), ir al final del libro con un dedo en la página 437 y los otros pasando página por página hasta dar con las notas del capítulo correspondiente, momento en el cual debe volverse a la página 437 pues uno ya se olvidó el número de cita, luego regresar al final y encontrarse con un lastimero “op. cit.”. Desde cualquier punto de vista, las notas finales desalientan a los más intrépidos. Las nuevas normas editoriales dicen: más ilustraciones y tapas brillantes, menos notas y bibliografía. Otros editores quieren ser más drásticos: las notas ocupan lugar incluso en el retrete del libro e implican más costos de impresión. ¿La solución? Enviarlas a Internet. ¿Que Internet sigue siendo un medio inestable para albergar archivos académicos? Bueno, a quejarse a otro lado. El cliente siempre tiene la razón y la mayoría ha hablado: a nadie le gusta que las notas al pie le corten el orgasmo textual. Quizás sea por continuar con las expresiones misteriosas, o quizás sólo sea por hacer lobby (para que no mueran a manos de editores inescrupulosos, anotadores vanidosos y lectores quisquillosos), hace más de medio siglo el historiador británico Philip Guedalla observó que Gibbon vivió la mayor parte de su vida sexual en las notas al pie. Quién sabe. Lo cierto es que explorar las cloacas del final del libro es penoso, ni que hablar de las cloacas de Internet. ¿Y si uno no quiere tomarse la molestia? ¿Podrá tener una vida larga y feliz sin notas al pie de página? Sin la anotación al pie de página, muchos creerían que, para Bertrand Russell, el mar y las estrellas siempre significaron más que todos sus seres queridos. La nota al pie dice que eso no es cierto.

1 comentario:

Treintaentertulia dijo...

me gust lo de pie de pagina, estoy haciendo un trabajo sobre ello