lunes, 4 de mayo de 2009

James Graham Ballard

El profeta del Apocalipsis


Alabado por Susan Sontag, J. G. Ballard murió el domingo. Escritor de culto, en su literatura abundan las perversiones, el consumismo y la decadencia de la cultura global. Pablo Capanna y Oliverio Coelho despiden al autor de Crash.

Por: Pablo Capanna





ATIPICO. James Ballard fue considerado de género y sin ser de género se propuso incomodar, anticipó el hipertexto y la debacle de la economía.

Esa tarde de domingo me enteré de que Ballard había muerto cuando ya lo estaba pregonando, en negro sobre rojo, un canal de noticias. Antes habían mostrado un atroz choque de autos y poco después hablaron de los alarmantes avances del dengue. Un mundo donde la mejor tecnología sirve para matarse más rápido y no puede impedir el regreso de las enfermedades tropicales, parecía casi un marco simbólico para despedir a Ballard. De todos modos, se trataba de una muerte anunciada y de un duelo que sus lectores ya habíamos tenido tiempo de elaborar. El propio Ballard nos la había notificado, tan imperturbable como esos personajes suyos que marchaban al corazón de las tinieblas de sombrero y traje blanco. Durante la primera mitad de su vida, Ballard había sido un escritor atípico "de género"; sus propios colegas desconfiaban de él, y esos críticos que suelen jactarse de sus prejuicios no se dignaban a leerlo. Demasiado "literario" para unos, era apenas "genérico" para los otros. Por un tiempo se había vuelto escandaloso desde que, en el peor momento de su vida, se puso a jugar con la locura.Bastó que Spielberg llevara al cine su novela El imperio del Sol, y que Cronenberg filmara Crash para que su carrera diera un salto cuántico. Ballard se encontró no con uno sino con dos públicos nuevos: sus libros se vendían en los shoppings, pero no dejaba de ser un "autor de culto". A partir de entonces Ballard se rediseñó, o más bien fue rediseñado por los medios. Pasó de ser un paria genérico a volverse un respetable astro de librería, alabado hasta por Sontag y Baudrillard. Pero no dejó de ser incómodo, por su inveterada costumbre de no hacer concesiones.En la época en que Ballard comenzó a escribir todavía se les pedía a los escritores de ciencia ficción que hicieran "anticipación", como esos ingenieros que presentan un nuevo modelo y nos cuentan qué cosas es capaz de hacer. Ballard nunca se propuso hacer nada de eso, aunque en los años sesenta ya imaginaba el hipertexto y la conectividad, y en Vermilion Sands soñó con algo parecido a los transgénicos y los fractales. Sin embargo, fue profético a la hora de presentir las mudanzas espirituales del siglo, a veces con décadas de anticipación.Cuando todos veían con optimismo la conquista del espacio, Ballard estaba pensando en su fracaso e imaginaba que algún día las estaciones espaciales se caerían. Cuando los punks recién estaban asomando su cresta, Ballard ya sentenciaba que "no hay futuro" y creaba desolados paisajes de basura y chatarra. Tal como él lo había anunciado quince años antes, Ronald Reagan llegó por fin a la presidencia de los Estados Unidos. Cuando escribió Milenio Negro (2003) ya parecía intuir los atentados que golpearon a Londres dos años después. Dos años antes que los economistas, anunció ese colapso de la economía global que hoy vivimos.Tras alborotar el ordenado mundo de la ciencia ficción con un manifiesto literario que escandalizó a muchos pero atrajo a pocos, Ballard buscó nuevos caminos. Se tomó un tiempo para explorar la soledad y el deterioro de los vínculos sociales en las grandes ciudades. Luego se propuso construir una suerte de realismo mágico urbano en Compañía de sueños ilimitada. Incursionó por lo metafísico con obras como El mundo de cristal, y dio su último golpe de timón cuando se instaló en el hiperrealismo y el expresionismo. En los años noventa abandonó el cuento para consagrarse a la novela y se desentendió del futuro para indagar sus dos grandes temas: el "presente invasor", que nos priva de memoria y de esperanza, y la "muerte del afecto", signo del nihilismo. Apeló a tramas vagamente "policiales" para resaltar los motivos demenciales que encubre la nueva cultura global. En Super-Cannes comparó al consumismo con una ola de crímenes y en su autobiografía escribió que "la razón y la racionalidad han fracasado al explicar la conducta humana".Sería cómodo explicar estos cambios como una concesión al nuevo público que Ballard se había ganado con el cine. Más bien se diría que estaba tratando de dar una respuesta a las drásticas transformaciones que el mundo sufrió a fines del siglo XX. Hasta podría decirse que su brusco viraje de lo metafísico a lo político procedía de una profunda desilusión política. Alguna vez admitió que había apoyado a Margaret Thatcher, a sus políticas y hasta a la expedición punitiva a Malvinas. Tras haber sido seducido por el "pensamiento único", se desengañó en cuanto comenzó a ver que los hechos parecían confirmar sus peores visiones de antaño.El mundo que sirvió de marco para sus últimas novelas nació mientras se celebraba la caída del Muro de Berlín y comenzaban a levantarse nuevos muros para separar a los incluidos de los excluidos, desde Tijuana a Cisjordania. Las cosas se agravaron después del 11-S, cuando hasta los privilegiados comenzaron a sentirse inseguros, y empezó a incubarse la actual crisis, que disiparía muchas ilusiones.Su amigo el escritor Iain Sinclair describió a Ballard como un hombre bastante conservador, que por momentos era capaz de mostrar una veta increíblemente anárquica. Al revés de lo que suele ocurrirle a los comunes mortales, que con la vejez suelen volverse más conservadores, el Ballard anciano se fue inclinando a la izquierda. En sus últimos años se volvió radicalmente antimonárquico y hasta anticapitalista. El último Ballard pareció privilegiar lo local sobre lo global y consagrarse a pintar su aldea, considerando que el mundo ya era una aldea global. Denunció el vacío ético de los países centrales, pero siguió viendo al resto del mundo como un miserable telón de fondo. Era como si tras haber vivido su infancia en un enclave colonial siguiera viendo a los habitantes de la periferia como desdichados pero irrelevantes "chinos." Por cierto, su denuncia se distanciaba del esteticismo de antaño. Los juegos a los que se entregaban sus nuevos psicópatas ya no eran inadmisibles ni siquiera para un surrealista: quedaba bien claro que estaban jugando con la muerte y la humillación. En la visión ballardiana final, la psicopatía se ha desatado por el mundo; es algo que no resulta fácil de negar. Las nuevas guerras se complacen en la demolición de viviendas. La humillación sexual y la violación sistemática fueron usadas como armas en los Balcanes y Guantánamo. Las torturas de Abu Gharaib, que filmaron los propios verdugos como pornografía casera, parecen el triunfo de una psicopatología al estilo Crash. La soldado adolescente Lynnde England, sonriendo en la cámara de torturas parecía haber salido de las peores pesadillas ballardianas, con su estilo posmoderno y su crueldad idiota.Se diría que hay varios Ballard, tan variados como sus lectores. Privilegiar alguno de los períodos de su obra sobre otro es arbitrario, y tampoco es lícito pensar que el último es el mejor. Su sensibilidad estética fue la irrepetible cruza de un cirujano con un pintor. Fue un cirujano capaz de disecar la mente enferma de los psicópatas de Crash, de desatar el caos en un barrio cerrado o un paseo de compras. Pero también fue el pintor surrealista que hizo poesía como Tanguy, Magritte o Delvaux, o el iconógrafo de la sociedad de masas a manera de Warhol. Basta pensar que quien escribió la poética Vermilion Sands, e imaginó las aberrantes perversiones de Crash y los crímenes de Furia feroz fueron la misma persona.Ahora que el adjetivo "ballardiano" ha sido incorporado al diccionario, reparamos en que "El gigante ahogado" parecía el reverso de un texto de García Márquez y que "El jardín del tiempo" tenía cierto sabor cortazariano. Después de incursionar en el futuro, de hacer la disección del presente y pasarse décadas haciendo silencio sobre su propia vida, Ballard dedicó tres libros a contarla, y la transformó en una gran ficción. Eso es parte de su legado, y me atrevería a decir que el paso del tiempo nos permitirá descubrirle nuevos sentidos.




Retrato de la deshumanización en el capitalismo

Oliverio Coelho
Ballard fue el último sobreviviente de un linaje de visionarios que se remonta a William Blake. Sus distopías, profundamente terrenales y actuales, pueden considerarse furibundas inquisiciones en torno a los rituales consumistas y a las nuevas divisiones sociales que en el siglo XX produjo la técnica. En un tiempo, sus novelas quizás pierdan esa pureza preliminar –su obstinación sociológica y sus elementos de género quedarán en un segundo plano–, y con el paso de las generaciones seguramente la mirada ballardeana contamine la realidad a tal punto que su obra será considerada el clásico por excelencia de la segunda mitad del siglo XX. En sus últimos libros –de Crash en adelante todo parece haberse exacerbado en Ballard–, desglosó la economía afectiva de un entramado social ordenado y disciplinado por la religión del consumo. El hombre contemporáneo aparece caracterizado como un híbrido de mediocridad, masoquismo y psicopatía. El paisaje de la ciudad, como una acumulación de materia opaca y sintética que resume el automatismo general. Rascacielos, Milenio negro y su última novela, Bienvenidos a Metro-centre, podrían considerarse tratados insuperables sobre la teología de la deshumanización en el capitalismo tardío. En el suburbio y en la organización marginal como motor hermético de la realidad, Ballard rastrea y expande nuestro presente. Puede tratarse de un edificio excéntrico, de un suburbio de Londres, o de un suburbio del mundo –el desierto de El día de la creación–. Esas zonas son espejos trucados para el lector actual y piezas de un realismo salvaje para el lector del futuro.En definitiva, más que anticipar, Ballard poetizó como ningún otro un presente oscuro. Sometido al acondicionamiento cotidiano de un status, el proto hombre ballardiano pasea por el mundo comercial como por una lujosa jaula. En Bienvenidos a Metro-centre, los "habitantes parecen comprar todo lo que hacen"; "los compradores pastan satisfechos, como ganado dócil". Y el shopping aparece desnudo: templo new age en el que se moldean mentes, tendencias sociales y exclusión. Es el lugar en el que el padre del protagonista ha sido baleado por un psicópata. Este escenario es el epicentro de la novela y es la piedra de toque de una investigación con bastante intriga. Aunque en Ballard esto último importa menos que las atmósferas y los modos de exorcizar nuestro mundo.






El hombre que inventó el futuro

El domingo pasado murió J. G. Ballard. Durante las últimas tres décadas, no hacía falta más que leer sus libros para saber cómo iba a ser el mundo. O, de hecho, cómo era el mundo en el que vivíamos sin que lo viéramos. Anticipó el delirio por las celebridades, el calentamiento global, la muerte del afecto, los countries y los “barrios verticales”. Y aunque se empeñaban en clasificar sus libros como ciencia ficción, reflejó el mundo explorando ese otro espacio en caos y extinción: el interior. Un puñado de escritores lo despiden, cada uno a su manera.
Por Mariana Enriquez
Muchos de sus lectores se molestaron cuando J. G. Ballard publicó El imperio del Sol en 1984. Era su primer libro semiautobiográfico, le había llevado cuarenta años procesar las experiencias hasta ponerlas en papel, y tuvo un gran éxito que se materializó en película dirigida por Steven Spielberg y una estabilidad económica que Ballard no había conocido hasta entonces (en el momento de la publicación tenía 54 años y casi treinta de escritor). Pero es que muchos, incluidos fans famosos como Martin Amis, creyeron que el visionario había revelado la verdadera fuente de sus profecías: Jim Ballard había sido un niño rico en la Shanghai “internacional” anterior a la Segunda Guerra, pero con la invasión japonesa de Pearl Harbour, se vio despojado de todo y testigo de la muerte, los bombardeos, la brutalidad; cuerpos de hombres chinos en descomposición cubiertos de sangre junto a aviones derribados y la primera comunidad cerrada, la del campo de prisioneros (“Los cadáveres yacían en las calles del centro de Shanghai, regados con lágrimas por campesinas a las que nadie prestaba atención en medio del tumulto de transeúntes”). Allí estarían, entonces, todas esas imágenes que después usaría para anticipar y describir la vida moderna. Ballard siempre fue ambivalente en cuanto a este primer encuentro con los desastres de la guerra: “Mis recuerdos del campo no son alegres, pero tampoco desagradables”. Más tarde, resumiría sus futuras obsesiones en los recuerdos de infancia: “En Shanghai vivía una vida muy protegida, lejos de las calles, de los mendigos, cortado de toda reacción emocional. Me la pasaba en el asiento trasero de un auto norteamericano con un sirviente y una gobernanta, con miedo a que me secuestraran. Estaba detrás del vidrio como si hubiera estado frente a una pantalla de TV viendo reportes de la guerra de Indochina, o de Nicaragua, o de El Salvador”.
EL ESPACIO INTERIOR
Ballard volvió a Inglaterra en 1946, y nunca se sintió del todo a gusto en su país. Fue estudiante de medicina y piloto; a principios de los ’60 empezó a escribir cuentos de ciencia ficción y pronto se publicaron en New Worlds, la revista que, guiada por Michael Moorcock, quería revolucionar el género. Vivió poco en Londres: después de la temprana muerte de su mujer, en 1964, se mudó con sus tres hijos al suburbio, a Shepperton, y los crió solo. De los escritores de su edad, sólo se relacionó con Kingsley Amis, y brevemente: no soportaba lo que llamaba “la comedia social” que sus contemporáneos llevaban adelante. Tampoco se relacionaba con los escritores de ciencia ficción. Ni siquiera le gustaba que sus novelas fueran llamadas sci-fi. Prefería “ficción predictiva” o explicaba que sus libros “describían la psicología del futuro”. Decía: “El planeta más alien es la Tierra”. Y se lanzó a la conquista de otro espacio, el interior. Sus primeros libros hablan del fin del mundo, pero a la par se desvanecen sus protagonistas, de psique tan frágil. El espacio de Ballard se parece mucho a las pinturas de Salvador Dalí, Francis Bacon o Yves Tanguy, con hombres al borde la locura, o después de la locura, cansados e infelices. Protagonistas que suelen llamarse Ballard o Sheppard o Ransom o Travis; ellas, la mujeres, suelen llevar por nombre Catherine Austen. Ellos suelen ser médicos. (¿Suena a Lost? Pero claro, esos guionistas cerebritos no se lo iban a perder.) Bacon y Tanguy: sangre y arena, cuerpos en el desierto. Un estilo punzante, seco, que duele tanto como la arena que golpea la cara arrastrada por el viento. Su primer libro “de catástrofes” se llama El viento de ninguna parte.
LA MUERTE DEL AFECTO
Los años ’70: Ballard se hace amigo de William Burroughs, se vuelca a la experimentación y lanza una ofensiva contra la vida moderna. Primero, con La exhibición de atrocidades, donde predice la actual obsesión por las celebridades –esos carteles enormes de Elizabeth Taylor y su agonía–, anuncia que un cowboy gobernará Estados Unidos (“¿Por qué me quiero coger a Ronald Reagan?”) y logra acusaciones de libelo. El libro se puede leer fragmentado, es un zapping. Escribe sobre la humanidad: “Es Calibán durmiendo sobre un vidrio manchado de su propio vómito”. Lleva a la síntesis su imaginario más potente, el que más tarde se convertiría en el adjetivo “ballardiano”: “Lo guió la hermosa mujer joven quemada por la radiación... En el aire de la noche pasaron al lado de cascarones de torres de concreto, de monoblocs medio hundidos... En los suburbios del infierno, Travis caminó dentro de las luces de las plantas petroquímicas. En las esquinas, las ruinas de cines abandonados, marquesinas decadentes se les enfrentaban desde el otro lado de la calle. En el montón de autos destrozados encontró las ruinas del Pontiac blanco...”. En 1973 logró publicar Crash: el primer editor al que ofreció el libro escribió sobre el manuscrito: “Este autor necesita ayuda psiquiátrica”. Hay espanto y gozo lúbrico en Crash, sobre el choque de autos como erotismo (y sobre mucho más). Decía: “La imagen clave del siglo XX es el hombre y su auto. Resume todo. Los elementos de velocidad, drama, agresión, la unión de la publicidad y el consumo con el paisaje tecnológico, la violencia y el deseo, el poder y la energía”. También simbolizaban otra cosa, que lo preocupaba: la muerte del afecto. “Está teniendo lugar la muerte de la emoción, o de cualquier respuesta emotiva. Esperemos que en el futuro nazca un nuevo tipo de afecto, pero de cualquier manera creo que va a ser un afecto emparentado con las máquinas.” Esto lo dijo en 1973. ¿Tenía razón?
LAS PROFECIAS
Ballard habló de las comunidades cerradas antes de que existieran; por primera vez en High Rise (1975), sobre un edificio de departamentos con piletas y gimnasio de esos que ahora son tan comunes como hogares de los ricos pero entonces eran apenas ideas inmobiliarias extrañas. Del calentamiento global, en El mundo sumergido (1962), donde se funden los polos, y en La sequía, donde deja de llover porque una superficie de sustancia contaminada “inpermeabiliza” el mar. De la obsesión por las celebridades en la vida y en la muerte en La exhibición de atrocidades: la presidencia de Reagan y la muerte de Lady Di estaban implícitas –¡casi explícitas!– en sus fantasías. Habló de playas blancas, de balnearios más que exclusivos, con arquitecturas fantásticas y caprichos de billonarios en Vermillion Sands (1971), su colección de cuentos más “fantástica”. Pero, cuando se lee esa colección hoy, parece que Ballard estuviera hablando de Dubai.
LAS COMUNIDADES CERRADAS
Si hoy las comunidades cerradas (los countries, los resorts turísticos, los barrios) son la búsqueda de una vida idealizada, de seguridad, dinero, aire libre y verde (“sin alarmas ni sorpresas” cantaría Radiohead), para Ballard eran un círculo del infierno, un paso más en la muerte del afecto, porque sencillamente separan a la gente. En los ’70, cuando no existían, las inventó por su intuición de que el futuro de los pudientes iría hacia el aislamiento social (previa, o no, eliminación de los otros). Le dedicó cuatro libros al encierro voluntario: Rascacielos de 1975, Running Wild de 1988, sobre los niños aislados del “country” Pangbourne Village, que matan a sus padres; el crimen en comunidades cerradas es creado en Noches de cocaína (1996) porque de lo contrario la gente del resort Estrella de Mar se aburre, y ni siquiera baja a la playa: “Cuando mayor es la sensación de criminalidad, mayor es la conciencia cívica”, dice Crawford, el protagonista de la novela. La última fue Super Cannes, de 2000, un lugar descripto como “laboratorio de ideas para el nuevo milenio”. Un lugar donde pronto todo se va al diablo, claro. Porque en este espacio de negocios y opulencia “no hay tensiones que fuercen a reconocer las fuerzas y debilidades de los otros, nuestras obligaciones con ellos, nuestros sentimientos de dependencia... No hay necesidad de moral personal”.
LA VALENTIA
Ballard anunció que su cáncer de próstata había hecho metástasis en Milagros de vida (2006) su último libro autobiográfico. Allí decía que la quimioterapia era como “comer ostras pasadas todos los días”. Se atendió siempre en los hospitales públicos británicos. En sus últimos días lo preocupaba “que el consumo se convierta en fascismo”. De eso se trata Kingdom Come, su última ficción, recién editada en la Argentina como Bienvenidos a Metrocentre. “Es triste –decía–, pero la gente está generando más crueldad que amor. Es algo que deploro. Pero, como escritor, tengo que enfrentarlo.”




En lo que creo
Por J. G. Ballard
Creo en el poder de la imaginación para rediseñar el mundo, para liberar la verdad que vive dentro nuestro, para contener la noche, para trascender a la muerte, para encantar a las autopistas, para congraciar a los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos.
Creo en mis propias obsesiones, en la belleza del choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de un balneario desierto, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos para coches de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.
Creo en las pasarelas olvidadas de Wake Island, que apuntan al Pacífico de nuestras imaginaciones.
Creo en la misteriosa belleza de Margaret Thatcher, en el arco de sus fosas nasales y el brillo de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos, en las sonrisas hechizadas del personal de las estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher siendo acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.
Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus imaginaciones, tan cercana a mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con las encantadas cintas de las cajas de supermercado; en su cálida tolerancia a mis perversiones. Creo en la muerte del mañana, en un tiempo exhausto, en nuestra búsqueda de un nuevo tiempo en las sonrisas de las azafatas y los ojos cansados de controladores aéreos en aeropuertos fuera de temporada.
Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y las grandes mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Lady Di, en los dulces hedores que emanan de sus labios cuando se ponen frente a las cámaras de todo el mundo.
Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la locura de las flores, en la enfermedad guardada para la humanidad por los astronautas del Apollo.
Creo en nada.
Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, De Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, Cheval, las Watts Towers, Boecklin, Francis Bacon, y todos los artistas invisibles que están en instituciones psiquiátricas del planeta.
Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en el absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en las intenciones asesinas de la lógica.
Creo en las mujeres adolescentes, en su corrupción por la propia postura de sus piernas, en la pureza de sus cuerpos desordenados, en los rastros de sus genitales dejados en baños de moteles gastados.
Creo en el vuelo, en la belleza del ala, y en la belleza de todo lo que alguna vez ha volado, en la piedra arrojada por el niño pequeño que lleva consigo la sabiduría de hombres de estado y parteras.
Creo en la amabilidad del escalpelo del cirujano, en la geometría sin límites de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la cháchara de los planetas, en lo repetitivo de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y el aburrimiento del átomo.
Creo en la luz que las grabadoras de video proyectan en las vidrieras de los negocios, en los conocimientos mesiánicos de los radiadores de los coches de showroom, en la elegancia de las manchas de aceite en los hangares de los 747 estacionados en aeropuertos.
Creo en la no existencia del pasado, en la muerte del futuro, en las infinitas posibilidades del presente.
Creo en la degeneración de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.
Creo en los diseñadores de las pirámides, del Empire State Building, del Fuehrerbunker de Berlín, en las pasarelas de Wake Island.
Creo en los olores corporales de Lady Di.
Creo en los próximos cinco minutos.
Creo en la historia de mis pies.
Creo en las migrañas, el aburrimiento de las tardes, el miedo a los calendarios, la traición de los relojes.
Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperación.
Creo en las perversiones, en el enamoramiento con los árboles, en las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más hermosas que el Taj Majal), las nubes y los pájaros.
Creo en la muerte de las emociones y el triunfo de la imaginación.
Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.
Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y la fatiga. Creo en el dolor. Creo en los chicos.
Creo en los mapas, los diagramas, los códigos, los juegos de ajedrez, los acertijos, la tabla de horarios de las aerolíneas, los indicadores de los aeropuertos. Creo en todas las excusas.
Creo en todas las razones.
Creo en todas las alucinaciones.
Creo en todas las furias.
Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.
Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.




El Imperio del Sol
Por Steven Spielberg
Mi padre solía contarme historias de guerra, y me fascinaban. Sobre todo las de la Segunda Guerra. Siempre quise hacer una película de guerra. Y la primera fue El Imperio del Sol. Es la idealización de la capacidad de volar, de dejar la tierra. La novela de J. G. Ballard es casi autobiográfica. Le pregunté sobre lo real de las situaciones cuando estaba haciendo la película, y él afirmó que la novela es bastante adecuada a sus percepciones, aun cuando todos los niños tienden a exagerar. Yo simplemente quería asumir el punto de vista de un niño. Jim es un pájaro extraño. Vive bajo la protección de sus padres con una cuchara de plata saliéndole de la boca. Confunde a su madre cuando le dice: “He tenido un sueño en el que jugaba al tenis con Dios”. Así que comienza siendo un chico peculiar, único. Antes de Pearl Harbour, los japoneses esperaban a las afueras de Shanghai, que se llamaba la “zona internacional”: era inglesa, francesa y holandesa. Pero después de Pearl Harbour, los japoneses invadieron Shanghai. Así que Jim perdió todo y acabó en un campo de prisioneros. Es un chico muy rico que pasaba de la opulencia a la miseria. Y así de pronto tendrá que aprender quién es. Así que Jim siempre mira el cielo y usa su inteligencia para sobrevivir. Presta sus servicios a aquellos que pueden alimentarlo o protegerlo, y eventualmente llevarlo hasta sus padres. Una de las cosas que me gustaron del libro es que hacía selecciones sobre lo que un chico elige ver comparado con lo que un adulto decide ver. Un chico puede encontrar fascinante la cola de un B-29 que acaba de estrellarse cerca del campo de prisioneros. Un chico puede mirar esa cola y pensar que es muy interesante, mientras que un adulto sólo puede pensar de dónde vendrán las papas para alimentarse ahora. Además, se trata de la muerte de la infancia: en esta película me ocupo de la pérdida de la inocencia más que en cualquier otra que haya hecho antes o después. Cuando la película termina, y él cierra los ojos en brazos de su madre, con la que se acaba de reunir, ésos son los ojos de un viejo. No creo que Jim se quede mucho con sus padres. Creo que se irá por el mundo, quizá para convertirse en novelista. Que es lo que Ballard hizo en la vida real.






Crash
Por David Cronenberg
Me costó mucho leer Crash la primera vez. Una novela brillante, pero deliberadamente muy fría y monótona. Una novela sin humor –algo que no es característico de Ballard–. La dejé por la mitad, y no la volví a agarrar hasta seis meses después. Entonces la terminé. Y pensé: “Bueno, realmente es muy poderosa, y te lleva a un lugar extraño, un lugar adonde no estuviste antes, pero no la veo como película”.
En retrospectiva, todo parece muy obvio, y la gente dice que era una unión lógica. De hecho, me la mandó una crítica de cine que me dijo: “Tenés que hacer una película con esto”. Pasó el tiempo, pero cuando me di cuenta de que la quería hacer, fue un momento epifánico. Estaba hablando con uno de mis productores y me dijo: “¿Hay algo que te apasione, algo que siempre hayas querido hacer?”. Y le dije: “Sí, creo que quiero hacer Crash”. Y hasta el momento que dije las palabras, no había pensado conscientemente en la película. El productor se puso muy contento, porque había comprado los derechos del libro en 1973. Conocía a Ballard, y me dijo que me lo iba a presentar.
Una de las cosas brillantes del libro es que sugiere cosas que, en la superficie, parecen absolutamente repugnantes e imposibles, pero al final parecen “lo de siempre”. Uno se da cuenta de que tenía todo eso adentro, y que revelaba partes propias que estaban allí pero uno no podía reconocer. Por supuesto, ésa es una de las funciones primordiales del arte, y Crash lo logró conmigo. Hoy, la gente me cuenta sus respuestas frente al film: cómo salieron del cine y de repente el tráfico les resultaba totalmente diferente, y cómo les cambió la percepción de la vulnerabilidad en los autos, su relación con los autos, la violencia de los autos. Y ese sentimiento que todos tienen, que muy pocos admiten, de que les encantaría chocar a alguien –sea por enojo, por curiosidad o por cualquier impulso extraño–. Siempre, por supuesto, reprimiéndolo, o casi.
En el Festival de Cine de Londres, Ballard y yo nos sentamos a conversar. El era un hombre delicioso, y nos llevamos muy bien. Pero eso no quiere decir que estemos de acuerdo en todo, incluyendo el significado de su propio libro. La gente me ha dicho: “No veo a la película como un relato aleccionador, ¿usted sí?”. Y yo contesto que no. Así que le pregunté a Ballard qué pensaba de esto. Me dijo: “Bueno, debe ser un cuento aleccionador”. Y le dije: “Cuando estaba escribiendo el libro, ¿pensó ‘estoy escribiendo un relato aleccionador’?”. Y me dijo que no. Así que le dije: “Entonces es un análisis que está haciendo del libro después de terminado”. Me reconoció que sí. Le dije que eso era todo lo que necesitaba saber. Porque, por experiencia, sé que es posible no ser un muy buen analista del trabajo propio. Yo no lo leí así, y ciertamente uno puede decir que al tiempo que anticipa esta desafectada y desconectada psicología del futuro cercano que se está volviendo más y más presente. Uno puede decir: “Dios, él tiene razón, y esto no me gusta”. En ese sentido, es un relato aleccionador, no como fábula moral sino como alguien que dice: “Veo emerger estas tendencias. No nos gustan, y debemos hacer algo”. Pero cuando la película es atacada por ser pornográfica y perversa, es fácil caer en decir que es aleccionadora.






Voces sobre J.G.B.
Will Self
Absorbí la ficción de Ballard en mi adolescencia, sin diferenciarla de la otra ciencia ficción que había en el estante de la biblioteca local. Lo releí a los 20, cuando su reputación underground estaba creciendo, y encontré en sus libros una fuente vital para mi propia ficción. Como muchos antes que yo, lo entrevisté y me impactó la dicotomía entre lo extremo de su escritura y su ordenada vida suburbana. Ballard había estado en Londres durante muchos años, pero no era exactamente un londinense.
Hacia el final de su vida, era molestado por periodistas que le preguntaban si había predicho la muerte de Lady Di en Crash; él, naturalmente, no les daba importancia. Pero la verdad es que lo hizo: recogió la intersecciones de pesadilla de la muerte y la sexualidad que iban a dominar la conciencia humana. Sus experiencias más tempranas lo habían llevado a creer que un mundo que había experimentado el Holocausto e Hiroshima sólo podía seguir adelante con una muerte de las emociones –llamó a esto “la muerte del afecto”– y creyó que seguir escribiendo retratos bien educados de la vida personal y social de la clase media bajo estas circunstancias no sólo era un error sino un absurdo.
Thomas Disch
En la época de la nueva ola de la ciencia ficción, Ballard era el T. S. Elliot, el genio residente, y Moorcock era un Ezra Pound, un Svengali por cientos de razones, listos para dar la bienvenida a cualquiera dentro de un club que, de alguna manera, podía hacer avanzar a la causa. Eran esenciales el uno para el otro, y para la causa, porque sin Moorcock y New Worlds tocando el bombo, el trabajo de Ballard sólo habría aparecido en publicaciones de vanguardia para ficción transgresora. Y sin el talento prolífico y conspicuo de Ballard, la Nueva Ola y New Worlds nunca habrían tomado velocidad.
Ballard, al borrar las naves espaciales de su ficción, y junto con esto la noción del espacio exterior y la nueva frontera, encontró un nuevo tema: el presente en su aspecto futurístico. Podía mirar el mundo a su alrededor –Shepperton, en los suburbios– con la inocencia radical de alguien cuya ciudad natal había sido un campo de concentración japonés. Y todo era raro. El auto deportivo que manejaba como un piloto kamikaze era más raro y más vívido que un cohete que existía sólo como una imagen de TV entre otras. ¿Por qué no construir un futuro desde esas imágenes en vez de usar el kit tradicional de la ciencia ficción?
Susan Sontag
Cada libro de Ballard es posiblemente su mejor libro. ¡Envidiable, admirable Ballard! Su sutil, brutal, cerebral, intoxicante La exhibición de atrocidades, que acabo de terminar de leer, me parece entonces su mejor libro. Ballard, que solía escribir sobre el futuro, ha observado que los Estados Unidos de hoy, los Estados Unidos de la guerra de Vietnam, son bastante ciencia ficción. ¡Importante, necesario Ballard! Es una de las voces más inteligentes y relevantes en la ficción contemporánea.
M. John Harrison
Gigantes como Ballard produjeron más cambios fuera de la ciencia ficción que dentro del género. No es una exageración decir que es uno de esos autores genuinamente dotados que reconfiguran la forma de la ficción para todos. Y, por supuesto, tal como reveló en su trabajo autobiográfico, tenía algo real y verdadero que decir sobre el mundo. Y como chico había pasado por algo terrible, de una manera que no muchos occidentales –y mucho menos escritores de ciencia ficción o fantasía– experimentan hoy.
Andrew Motion(Poeta Laureado del Reino Unido)
Su trabajo tenía una impresionante concentración y amplitud. Cubre mucho de lo que pensamos que es la vida moderna, y cosas que otros escritores ven como marginales para él son centrales. La distopía y los suburbios son figuras centrales de su trabajo, y hace que ambas parezcan desagradables y brillantes. Mucha gente quiso aplicar el crédito de su mirada al hecho de que vivía en Shepperton, como si de alguna manera los suburbios le otorgaran estas ideas, pero va mucho más lejos, hasta su vida en un campo de concentración. Allí conoció un mundo dado vuelta donde nada es confiable, los rumores pueden ser tan ciertos como la buena información, el centro moral está arrojado al aire y, sobre todo, es un mundo donde la supervivencia tiene que ver con prestar gran atención a cosas ordinarias. Sentía un amor por lo ordinario y lo surreal al mismo tiempo. Era extraordinario y notable.
Iain Sinclair
En el panteón de los autores de la segunda mitad del siglo XX, creo que está en la cima. Fue uno de los primeros en reconocer que mucho de lo que sucede es una escenografía o una ilusión. Miró las cosas a las que no se les daba importancia. Podía ver poesía en panfletos publicitarios, en papeles de investigación, en documentos de seguridad vial. Se las arregló para tamizar todo eso y convertirlo en este hermoso y elegante estilo de ficción. Fue una gran influencia para mí, especialmente por su sentido del espacio y la periferia. A ningún otro escritor inglés le interesaban esos lugares: todos los demás escribían sobre Notting Hill, pero él no estaba interesado en la sátira social sino en cosas como el efecto de la publicidad sobre el mundo, los edificios que nadie sabe para qué se usan y el mundo de las cámaras de seguridad. Creía que uno podía conjurar objetos que sólo habían sido cubiertos por el reportaje periodístico y usarlos en el reino de la literatura de la imaginación. Era muy encantador, muy inglés y muy clase media alta. En algún sentido, era una figura colonial. Había crecido en Shanghai y tenía muy buenos modales. Era muy generoso y amable, y le tomaba mucho tiempo hacer algo que no estuviera muy controlado.
Toby Litt
Abrió sujetos que parecían periféricos o poco interesantes –espacios urbanos, autopistas, aeropuertos, rascacielos–. Mostró lo que podía pasar ahí. Que eran espacios cargados de actividad humana, aunque no fueran literarios. Se dio cuenta de que si uno presta atención a los bordes de la visión –los lugares con frecuencia tratados con cierto esnobismo–, es allí donde suceden las cosas nuevas, no en la vanguardia.
Bruce Sterling
En la introducción de Mirrorshades: una antología cyberpunk Ballard tuvo un rol central en el movimiento. Pero nombrarlo allí fue apenas un detalle. Ballard fue el primer escritor de ciencia ficción que realmente me voló la cabeza. Tenía 13 o 14 años, y estaba leyendo un montón de tonterías de calamares espaciales, cuando me topé con El mundo de cristal. Y las cuestiones allí eran radicalmente diferentes y antológicamente perturbadoras. Si uno mira los mecanismos de suspensión de la incredulidad en El mundo de cristal, va a ver que nunca hay una explicación sobre cómo el tiempo vibra, aparece un cristal leproso y el científico en su laboratorio va a entender este fenómeno, revertirlo y salvar a la humanidad. No se trata de que alguien entienda lo que pasa de una manera instrumental. Al contrario, toda la estructura es esta especie de aceptación surreal. Todas las novelas de desastre de Ballard son vehículos de satisfacción psíquica. Pero a los 14 yo no podía empezar a pensar en una terminología así. Sólo sabía que pasaba algo en este libro que era radicalmente diferente de todas las sensibilidades con las que me había encontrado. Son laboratorios narrativos. Algo así. Y Ballard fue estudiante de medicina. Además, creo que fue la aceptación juvenil de la vida en un campo de concentración lo que le permitió mirar alegremente los grandes fracasos del mundo burgués y aceptarlos.
Michael Moorcock
Fue uno de mis amigos más cercanos durante cincuenta años. Junto con Barry Bayley, que murió el año pasado, “conspiramos” para la revolución en ciencia ficción que llevó a la llamada “nueva ola” y él era un colaborador asiduo de la revista New Worlds, que fue la punta de lanza del movimiento. Hacia el fin, fue excepcionalmente valiente y alegre. Fue un amigo leal y generoso, y una gran influencia para la generación de escritores que lo sucedieron.
Neil Gaiman
Cuando era chico, amaba a J. G. Ballard. Y cuando fui adolescente, amé a J. G. Ballard. Y como adulto, amo a J. G. Ballard. Por diferentes libros, sin embargo, en cada época –de chico leí y amé sus novelas de desastre, en las que el mundo se hundía, o volaba o se convertía lentamente en cristal, y sus cuentos de Vermilion Sands (particularmente uno llamado “Los escultores de nubes de Coral D”)–. Como adolescente, saqué al raro y cool y desafiante Ballard de la biblioteca (me encantaba La isla de cemento, un relato robinsoniano sobre un hombre en un accidente de autos que se quedaba varado en la isla central de una autopista cargada). Como hombre joven, amé El imperio del sol –pero nunca dejé de amar sus libros viejos, incluso cuando descubría los nuevos–.
Y alrededor de 1985, mi amiga Kathy Acker me llevó a una fiesta-presentación de libro-evento en Londres y conocí a William Burroughs y a Jim Ballard, me paré ahí y charlé mientras ellos recordaban la Londres de los años ’60. No sé qué o a quién estaba esperando, pero Jim Ballard entonces y en todas las veces que lo encontré después, era terrorífico en su normalidad, como los protagonistas de sus rascacielos y mundos hundidos, como el hombre en la isla de la autopista.
Con el paso de los años, permanecí fascinado con Ballard, y con la extraña manera en que su trabajo más vanguardista, el de los años ’60 y tempranos ’70, raros no-cuentos con títulos como “Por qué me quiero coger a Ronald Reagan” o libros como Crash sobre el fetichismo sexual de los accidentes de autos y las hermosas mujeres que mueren en ellos, parecen haber predicho el futuro en el que vivimos, el mundo del control de la imagen post Reagan y el derrumbe psicológico de Diana muerta, mucho mejor que cualquier otro escritor de ciencia ficción que realmente creía estar prediciendo el futuro.
Y me encuentro dudando de escribir esto, como si, si no escribiera nada, pudiera mantenerlo vivo un poquito más.






El escritor favorito del rock
OK Computer
El día después de la muerte de Ballard, el célebre semanario rocker inglés New Musical Express amaneció de duelo, con una nota llamada “No hay futuro: por qué J. G. Ballard es el novelista favorito del rock”. Y allí explicaban el motivo: “Es simple: los vívidos mundos imaginarios de Ballard equiparon a los letristas con las herramientas para criticar a la modernidad de una manera que resulta novedosa y urgente”. Y los ejemplos sobran. El más famoso quizá sea la canción “Atrocity Exhibition”, con la que Ian Curtis abrió el clásico disco Closer de Joy Division; no sólo citaba al maestro literalmente, sino que se puede decir que la banda, con su mirada atroz sobre la vida y sobre su ciudad natal, la industrial Manchester, es ballardiana. Otro fan es Thom Yorke, de Radiohead, que no sólo publicó en su blog fragmentos de la novela Kingdom Come de Ballard antes de la salida del disco In Rainbows, sino que destila la influencia en canciones como “Airbag”, “My Iron Lung” o “Lucky”. Otros fans son Manic Street Preachers, que llegaron a samplearlo en “Mausoleum”, una canción de The Holy Bible. Se escucha allí decir a Ballard: “Quería frotar la cara de la humanidad en su propio vómito, quería forzarlos a mirarse en el espejo”. Hay más referencias y homenajes explícitos: “He Thought Of Cars” de Blur, “Always Crashing In The Same Car” de David Bowie, y Suede en el disco Sci-Fi Lullabies, desde la tapa hasta canciones como “High Rising”, que directamente también cita el título de una novela –en castellano, Rascacielos–. ¿El escritor más usado por rockers para tomar títulos? The Klaxon’s acaban de hacerlo con su disco Myths of the Near Future: así se llama una colección de cuentos de 1982. Y quizás el ejemplo más sorprendente sea el del hit “Video Killed The Radio Star” de The Buggles: fue el primer video que pasó MTV –el día de su creación– y está basado en un cuento de Ballard, “The Sound Sweep”. Así, el maestro estaba presente en el nacimiento del canal de videos, en 1981. Lo que resulta tremendamente adecuado.






El top 6 de ballard

La sequía, 1962.
La mejor de sus novelas de catástrofes o de fin del mundo: una anticipación del calentamiento global con éxodo hacia la costa, marineros asesinos y un protagonista solitario, casi autista, seco.
La exhibición de atrocidades, 1970Su libro más experimental, acusado de libelo, mezcla la belleza de las mujeres afectadas por la radiación con la locura, la obsesión por las celebridades, los páramos posindustriales, los aeropuertos, los hoteles abandonadas. La novela más ballardiana y la más compleja.
Vermillion Sands, 1971
De sus 19 colecciones de cuentos, una de las más apreciadas por los fans. Una playa que se extiende sin interrupción, un patio de juego de los ricos: imaginación, crueldad, exceso y belleza.
Crash, 1973
El choque de autos como éxtasis erótico, autopistas, heridas y prótesis como paisaje del deseo. David Cronenberg lo hizo película en los años ’90.

El imperio del sol, 1984
Un libro autobiográfico sobre las experiencias del autor en un campo de prisioneros en Shanghai, donde él y todos los británicos residentes van a parar tras la ocupación japonesa que sucedió al ataque de Pearl Harbour. Steven Spielberg la llevó al cine en los ’80 e hizo famoso a Ballard.
Noches de cocaína, 1996
Para muchos, lo mejor de su producción reciente. Un policial ubicado en un resort para británicos llamado Estrella de Mar, ubicado en la Costa del Sol. Sus residentes, ricos y aburridos, necesitan del crimen y el desorden para salir de la apatía. Una de sus más lúcidas reflexiones sobre el poder, la seguridad y el aislamiento.




Los estantes secretos
Por Marcelo Figueras
Llegué a Ballard por culpa de la editorial Minotauro. Se suponía que era un sello de ciencia ficción, pero más allá de los libros que justificaban la etiqueta (las Crónicas marcianas de Bradbury, sin ir más lejos), lo más seductor eran los que se apartaban de la norma. Mientras padres, profesores y burócratas de la literatura creían que consumíamos historias menores, en realidad leíamos textos osados, producto de las mentes más originales: desde El señor de los anillos a El hombre en el castillo de Philip K. Dick, desde H. P. Lovecraft y Cordwainer Smith a los textos extrañísimos de J. G. Ballard.
Incluso en los relatos que se mantenían próximos a las coordenadas del género, Ballard iba siempre más allá de sus convenciones. Todavía recuerdo un cuento donde unos científicos liberaban a sus cobayos humanos de la necesidad de dormir. Lo que en principio parecía un triunfo del positivismo capitalista (¡el hombre podría trabajar jornadas más largas!), se convertía en una pesadilla. Desprovistos de la posibilidad de soñar, los hombres del experimento empezaban a enloquecer lentamente. ¿De qué sirve bregar de sol a sol, si en la ausencia de sueños nos desconectamos de nuestros deseos más profundos?
Su idea de que había llegado el momento de explorar ya no el espacio exterior, sino el interior –los paisajes mentales, que los mapas todavía describen del modo más primitivo– sigue siendo válida.
Admito que su ficción más experimental me dejó frío. Pero El Imperio del Sol me pareció un libro bello. Inspirado en su experiencia como prisionero de los japoneses durante la Segunda Guerra, funciona como una precuela de sus obsesiones: la soledad en medio de un mundo deshumanizado, la tecnología disimulando vacíos espirituales, la sensación de profundo abandono y desconexión de sus congéneres.
En su libro Maps and Legends, Michael Chabon menciona a Ballard como parte de la cofradía de narradores –en compañía de Borges, de Calvino, de Vonnegut, de Pynchon– que eligió escribir transgrediendo “las líneas que marcan límites, prefiriendo los márgenes, los estantes secretos entre las secciones de la librería”. Todos ellos, asegura Chabon, pagaron un precio por su arrogancia. Pero los lectores que preferimos la terra incognita a los males conocidos les estamos agradecidos.




El maestro del fin del mundo
Por Rodrigo Fresán
Se puede decir que J. G. Ballard (Shanghai, China, 1930-Londres, Inglaterra, 2009) es a William Gibson lo que Los Beatles son a Oasis. Está claro que Ballard es the real thing, que llegó primero a la cima y seguirá ahí arriba, solo, ya no escribiendo pero –tan perturbadoramente sencilla de ser releída– funcionando para siempre con esa rara prosa cromada y funcional, no muy diferente de la que practica J. M. Coetzee, pero cuyas intenciones no pasan por denunciar injusticias sino, simplemente, por exhibir atrocidades.
Así, Ballard como el inmortal comisario de una muestra del espanto que supimos bocetar y colgar en las paredes de nuestros tiempos a modo de obra de arte contemplativa y contemplable. De ahí todas esas catástrofes climáticas y esos adoradores de accidentes automovilísticos y esas piscinas vacías y esos acoplamientos de cuerpos cicatrizados y esos presagios de los reality shows y esas tribus acomodadas y anárquicas –turistas con ganas de emociones fuertes o ejecutivos cansados de tanto ascenso– que finalmente se entregan al más licencioso de los abandonos, siguiendo la estela de mesías burgueses que predican el fin del aburrimiento y del ocio. Todo esto y mucho más conformando la especialidad de su casa: narrar el fin del mundo, sí, pero un fin del mundo en cámara lenta. Un Big (y Slow) Craaaaaaaaaaaaaaack.
Y Ballard era el tercer hombre, el sobreviviente, el que se las había arreglado para cruzar la autopista del nuevo milenio. Ballard –al igual que esos dos profetas de lo inmediato que fueron Philip K. Dick y Andy Warhol y que se murieron justo cuando el mundo comenzaba a parecerse demasiado a sus agrios sueños y dulces pesadillas– vivió para contarla y ver cómo la realidad, sin prisa ni pausa, se iba ballardizando. Así, Ballard era el virus que ya parece venir grabado en el hard disk de nuestro genoma como uno de esos files que, de pronto y sin aviso, se activan y contagian al resto del programa con esa voz ballardiana inconfundible y precisa y desapasionada, tan estilo BBC, que anuncia, al cierre de los boletines, que “This is the end of the world news”. El fin de las noticias del mundo, las buenas y malas nuevas de un mundo extraño.
Y hace tiempo, entropía era la palabra más cómoda para definir su tema. Ahora, es más sencillo y eficiente utilizar el adjetivo ballardiano. Ahí está. En las páginas del Collier’s English Dictionary donde se busca y se encuentra y se lee lo que sigue: Ballardiano (adjetivo) 1. Referente a James Graham Ballard, novelista británico, o a su obra. 2. Que se parece o sugiere las condiciones descritas en los relatos o novelas de Ballard, esp. La modernidad distópica, los desolados paisajes creados por el hombre & los efectos psicológicos del desarrollo tecnológico, social o ambiental.
Otra manera de entenderlo rápidamente –otro modo de captar instantáneamente lo ballardiano– es mirar por la ventana, salir a caminar un rato, ver televisión o, si se es valiente de verdad, contemplarse por unos segundos en un espejo mientras, afuera, el mundo se hace pedazos.
James Graham Ballard ahora, se supone, descanza en paz.
Nosotros continuamos –sabiendo que fue él uno de los que más y mejor nos abrió los ojos– insomnes y en guerra.
Buena suerte para todos.

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